Una en otra. Con mal o con bien a los tuyos te ten - Cecilia Böhl de Faber - E-Book

Una en otra. Con mal o con bien a los tuyos te ten E-Book

Cecilia Böhl de Faber

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Beschreibung

Nunca pongas a prueba la paciencia y la astucia de una mujer inteligente.«Una en otra» es una novela de costumbres de Cecilia Böhl de Faber que pretende mostrar el contraste entre los dos tipos de sociedad española a mediados del siglo XIX: la culta y la popular. Durante un viaje en diligencia se dan cita varios personajes carismáticos. A partir de este encuentro don Judas, un rico comerciante, insiste en casarse con Casta, mucho más joven que él. Gracias a su ingenio, Casta conseguirá poner en evidencia en cada ocasión la ignorancia e incultura de don Judas. En esta recopilación también se incluye la novela breve «Con mal o con bien a los tuyos te ten».-

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Cecilia Böhl de Faber

Una en otra. Con mal o con bien a los tuyos te ten

 

Saga

Una en otra. Con mal o con bien a los tuyos te ten

 

Copyright © 1861, 2021 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726875201

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

A la Excma. señora doña Josefa Marín de Pérez Seoane, condesa de Velle, etc.

En testimonio de gratitud por haber acogido con tanta benevolencia mi primer ensayo, favoreciéndolo con sus elogios, y revelándome en su alma todas las simpatías que deseaba encontrar en las rectas y puras

Cecilia Böhl de Faber (FERNÁN CABALLERO)

Advertencia

La presente novelita, cuyo título es debido a estar en ella entretejidos dos distintos argumentos, ha sido traducida al francés, separando a éstas y presentando a cada una de por sí, lo que, a nuestro entender, les ha quitado el fin y objeto que al entretejerlas nos propusimos.

Cada libro, por insignificante que sea, tiene su historia; y por más que hayamos evitado en lo que hemos escrito cuanto nos fuese personal, lo referido nos obliga a manifestar el móvil que nos indujo a presentarla así, que no fue ni un capricho, ni el deseo (muy general y muy permitido) de dar alguna novedad al libro.

Reconvenidos por algunos amigos poco afectos a las cosas populares, porque empleábamos nuestra pluma en pintarlas con preferencia a las que ofrece la sociedad culta, les hicimos observar que ésta era bastante parecida por todas partes, y que en la época presente, sobre todo, habían los intereses materiales y las pasiones políticas sofocado la parte poética y de sentimiento que eran las que constituían los argumentos para novelas; que, por el contrario, en el pueblo se hallaba aun originalidad, pasiones de corazón, buenas y malas, y drama, dimanado de éstas; y para probar este aserto, pusimos al lado una de otra dos argumentos reales (si no en la hilación, en los hechos), procurando que la insipidez del uno fuese compensada por la energía del otro, que el ánimo, descansase de la aglomeración de escenas violentas, de éste en las escenas ligeras y vulgares de aquél, y haciendo ver a nuestros amigos el contraste de ambas sociedades, la culta y la popular.

Además nos propusimos otra cosa, que es harto difícil en España, y fue bosquejar la clasemedia, clase casi ilusoria en un país como el nuestro, en el que nadie quiere ser menos, y en el que la clase media, en lugar de constituir un núcleo digno y de darse una respetable personalidad, como sucede en otros países, se afana por colocarse deslucidamente en los últimos escalones de la jerarquía de la clase más elevada.

EL AUTOR.

Una en otra

Voyez la société pour la peintre: c'est une galerie où vous trouverez de quoi couvrir votre album.

Observad la sociedad para pintarla: es una galería en la que hallaréis con que llenar vuestro prontuario.

EMILE SOUVESTRE.

 

A une époque où toutes les empreintes s'effacent sous le double marteau de la civilisation et de l'incrédulité, il est touchant et beau de voir une nation se conserver un caractère stable et des opinions immutables.

En una época en que toda huella de lo pasado desaparece bajo los golpes del doble martillo de la civilización y de la incredulidad, conmueve y admira el ver a una nación conservar un carácter estable y opiniones inmutables.

VICOMTE D'ARLINCOURT.

 

La Religión y la guerra se mezclaron en los españoles más que en ninguna otra nación. Ellos fueron los que con incesantes combates echaron a los moros de su seno, y se les podría considerar como la vanguardia de la cristiandad europea. Conquistaron sus iglesias a los árabes; un acto de su culto era un trofeo para sus armas. Su fe triunfante se unía al sentimiento de honor, y daba a su carácter una impotente dignidad. Esta gravedad mezclada de imaginación, y aun sus chistes y humoradas, que no quitaban nada a lo profundo de sus afecciones, se notan en la literatura española, toda compuesta de ficciones y poesías, cuyos objetos son la religión, el amor y los hechos guerreros. Diríase que en aquel tiempo en que fue descubierto el Nuevo Mundo, los tesoros de otro hemisferio enriquecían las imaginaciones, así como el Estado; y que en el imperio de la poesía, así como en el de Carlos V, el sol no cesaba jamás de alumbrar el horizonte.

MAD. DE STAFF.

 

¡Lo que va de ayer a hoy!

CALDERÓN.

A fines de febrero del año 1844, salía de Madrid con dirección a Sevilla, una enorme diligencia, rodando pesadamente al empuje de diez y ocho caballos de la bella raza andaluza, adecuada para llevar a la ligera y gallardamente su jinete, pero poco a propósito para arrastrar el feísimo castillo ambulante llamado diligencia, que es una de las preciosas creaciones modernas, una especie de falansterio móvil, ante el cual se extasía el vulgo.

La berlina estaba ocupada por un diputado y dos oficiales de graduación. En el testero del interior, se hallaba una señora anciana con su hija; y junto a ésta, estaba sentado un señor de edad, chico y gordo, de ojos pequeños y vivarachos, nariz de loro, cara rubicunda y satisfecha.

En la delantera iban un caballero pobremente vestido de negro, de aire grave y sencillo, que se conocía era sacerdote, y dos jóvenes, de los cuales el uno parecía ser extranjero. Para dar a conocer estos personajes, bastará dejarlos hablar.

En España el carácter social es natural y lleno de cordialidad. No se conoce esa reserva altiva que engendra la vanidad. Esto hace se viva, como quien dice, transparentemente. En todas partes cada cual habla a su vecino sin conocerle, y sin comprender que esto pueda ser contra la dignidad de nadie; no hacerlo, en lugar de inspirar consideración, tendría por resultado hacer del que adoptase ese sistema, un paria impertinente y ridículo.

En el momento de partir, la señora anciana se persignó: el individuo sentado frente de ella abrochó su levita negra, y dijo a media voz algunas palabras latinas, uno de los jóvenes encendió un cigarro, el otro se quitó el sombrero y se puso un gorro griego, y el señor viejo y gordo dijo a la joven:

-Apóyese Vd. sobre mí, señorita, no tema usted incomodarme: al contrario; soy viejo, pero los ojos siempre son niños. En mi juventud -prosiguió-, cuando se venía a Madrid, era en un coche de colleras; se echaban quince días: ahora se echan cuatro; pero se llega tan molido, que se necesitan ocho para descansar; de suerte que allá se va. Eso sin contar que, si se tuviese una vecina como Vd., se desearía que el viaje no tuviese fin. ¿No es así, señores? ¿Y adonde va Vd., señora?

-Nosotras vamos primero a Sevilla y luego a Cádiz, respondió la señora anciana. Los médicos han mandado a mi hija los baños de mar. Tengo en Cádiz una hermana, casada con el tesorero de la Aduana: por eso he elegido ese puerto de mar, aunque más distante de Madrid que otros.

-¿Y qué es lo que tiene su hija de Vd.?

-Ha crecido mucho, y en poco tiempo; lo cual le ha ocasionado una gran debilidad nerviosa, que, al decir de los médicos, podría terminar por una consunción.

-¡Qué disparate! -dijo el señor viejo-, ésas son tonteras de los médicos, que no saben ni dónde tienen las narices; ¡cásela Vd.! que eso es el sánalo todo de las muchachas, y la señorita... Vd. perdone, pero, ¿cómo es su gracia de Vd.?

-Casta, -respondió secamente la joven.

-¡Servidora de Vd.!, -añadió la madre.

-Pues, como iba diciendo, -prosiguió el viejo-, a Castita no le faltarán pretendientes; eso es seguro. Y Vd. señora, ¿cómo se llama?

-Mónica Mendieta para servir a Vd.

-A Dios por muchos años. ¿Es Vd. viuda?

-¡Ay! ¡Sí señor!, mi marido era contador de rentas en Canarias, en donde murió poco ha.

La señora sacó un pañuelo para enjugarse los ojos llenos de lágrimas.

-¡Dios tenga su alma!, señora: el muerto al hoyo, y el vivo al bollo.

-¡Ay señor!, eso es fácil de decir, pero...

-¿Qué, qué?, ¿va Vd. a llorar ahora por los difuntos?, ¡pues tendría que ver! Vaya, no piense Vd. más en eso. Yo no me acuerdo de mi mujer (que también soy viudo), sino para mandarle decir misas. ¿No es verdad, padre cura, -prosiguió dirigiéndose al caballero vestido de negro-, (porque supongo sois sacerdote), ¿no es verdad que eso es lo mejor que hay que hacer?

-Ciertamente, -respondió éste-; sobre todo si las misas se mandan decir con viva fe y tierno recuerdo.

-¡Hombre!, -dijo el señor gordo-, ¡me parece usted cura romántico! ¿Va Vd. a Sevilla?

-No señor, me quedo en Jaén, desde donde pasaré a **** en la provincia de Granada.

-¿Ha estado Vd. mucho tiempo en Madrid?

-Tres meses.

-Y ¿por qué vino Vd. a Madrid?

-Porque fui desterrado de mi curato, y me formaron causa como carlino, por haber dicho en uno de mis sermones que cualquiera que leyese libros prohibidos, estaba excomulgado y fuera del gremio de la Iglesia.

-¡En lo que hizo Vd. muy bien!, -observó doña Mónica.

-¡Muy mal!, -se apresuró en decir el señor gordo-; ¿a qué santo comprometerse e ir a chocar con las gentes que escriben, hato de chisgarabís, sin un real en la faltriquera, y que a fuerza de insolencia mangonean tanto hoy día? Ande Vd. y créame; diga su misa, y coma su olla en paz, y deje Vd. rodar al mundo.

-Pero señor, mi deber, mi conciencia...

-¡Qué conciencia, ni que calabazas!, ahora se parece Vd. con su conciencia a los otros con su filantropía. ¡Míreme Vd. a mí!, no me meto en nada. No tengo opiniones, ni principios; de ello me vanaglorío. Las opiniones y los principios, ¡malditos sean!, son los que han perdido a España. Así, véame Vd. libre, alegre, gordo y tranquilo. Caballerito, ¿me da Vd. el cigarro para encender el mío?, siempre que el humo no incomode a la señorita Casta. ¿Eh?

-Me es indiferente que Vd. fume o deje de fumar, -contestó la joven sin mirar al viejo galán.

-¡Buenos cigarros por cierto! ¿Cuánto han costado?

-Me los regaló un pariente mío, -contestó el joven.

-Baratos son; ¿va Vd. a Cádiz?

-No señor, me quedo en Sevilla.

-¿Sevilla?, quien no vio a Sevilla no vio maravilla, dice el refrán. ¿Va Vd. a ella por gusto?

-No señor, voy de fiscal a uno de los juzgados.

-Muy joven es Vd. para ser fiscal; esto no es decir que no sea Vd. muy capaz de llenar bien sus deberes. ¿Tiene Vd. conocimientos en Sevilla?

-Soy de allí y conozco muchas gentes.

-Lo pregunto porque iba a decirle que si acaso necesita de aconsejarse con alguien, (como debe por fuerza suceder), que lo haga Vd. con mi abogado, un famoso Licurgo que sabe más que Merlín; hombre de bien, aunque abogado; rico, y viejo como Matusalén: D. Justo Barea.

-No dejaré de hacerlo, pues es mi tío abuelo.

-¿Qué? ¿Es Vd. aquel tunantillo de Javierillo, que tantas veces hice bailar sobre mis rodillas? ¡Caspitina, y cómo se va el tiempo! No; nosotros somos los que nos vamos; que es lo peor. ¿No enviaron a Vd. a la universidad de Santiago?

-Sí señor; y al salir de allí pedí a mi tío y tutor licencia para hacer viaje a Francia.

-¿Y se la dio a Vd.?

-Por supuesto.

-¡Buena tontería hizo mi amigo! Si no me engaño, tiene Vd. una hermana casada con un diputado, que está ahora en Madrid.

-Sí señor.

-¡Ah!, por eso ha logrado Vd. la fiscalía; ¡si es sabido!, me alegro. Su tío de Vd. ya no ejerce; y lo siento, porque aunque hacía valer sus puntadas, por cierto que era el mejor abogado de Sevilla.

Por largo tiempo siguió así la conversación. Varias veces el señor gordo se dirigió al joven sentado enfrente de él; pero éste miraba al campo por la portezuela, y parecía cuidarse poco de lo que se decía. Sólo algunas palabras en francés había dirigido a Javier Barea, con el que parecía estar en relaciones de amistad.

Al fin, no pudiendo sacarle una palabra el señor gordo, se encaró directamente con él y le dijo:

-Señor, yo me llamo Judas Tadeo Barbo; soy un rico hacendado y labrador de Jerez, para servir a Vd. ¿Y Vd. quién es?

El francés no respondió.

-¿Acaso no me ha oído? -dijo D. Judas a Javier Barea.

Éste tradujo la pregunta a su amigo.

-¿Es el señor de la policía? -respondió éste con aire altivo.

Barea tradujo la respuesta a D. Judas.

-¡Yo de la policía! -exclamó éste-. ¡De la policía! No, señor, -prosiguió dirigiéndose al francés y hablando recio, puesto que los españoles vulgares no pueden concebir que su idioma no se comprenda; y así instintivamente creen que no se les oye, y no que no se les entiende-. ¡Yo de la policía!, ¡cuando todos los ladrones del término saben que tienen un refugio seguro en mi cortijo! Dígale Vd. por Dios, fiscal, mi querido Javier, que no soy de la policía. ¿Qué dirían en Jerez, en el puerto, en Cádiz, donde todo el mundo me conoce, de semejante suposición? Que pregunte en la feria de Mairena, donde un potro con mi marca se paga en 10.000 reales. Que pregunte en la plaza de toros de Madrid, Sevilla y Cádiz, donde mis toros se pagan a 5.000 rs., ¿quién es D. Judas Tadeo Barbo? ¡De la policía! ¿Tengo yo facha de ser de la policía, ni de tomar paga de nadie, ni del Gobierno? Diga Vd., ¿acaso en Francia tienen los empleados de la policía cincuenta talegas en sus arcas; veinte mil fanegas de trigo en sus graneros; mil botas de vino de Jerez en sus bodegas; diez mil cabezas de ganado etc.?

Así prosiguió D. Judas la enumeración de su inmenso caudal, la que no produjo efecto alguno en los españoles; pero el extranjero mudó grandemente de maneras.

-Perdone Vd., señor, -le dijo-, era una chanza, y sentiría la creyese Vd. un epigrama. Yo no sabía con quién tenía la honra de hablar.

-Si es una chanza, ¡anda con Dios! -repuso don Judas apaciguado-; a nadie le gustan las chanzas mas que a mí. Pero dígame Vd. Castita, ¿por qué se está Vd. riendo sin cesar, hace un cuarto de hora?

-¿No se puede una reír en la diligencia, señor don Judas Tadeo Barbo? -respondió Casta sin cesar de reír.

-¿Pero por qué se ríe tanto la señorita? -preguntó el francés a Barea, que hacía los mayores esfuerzos para contener la risa que se le iba pegando.

-Yo se lo diré a Vd. -interrumpió D. Judas que comprendió la pregunta-: sabrá Vd. que hay un pescado que tiene una cabeza muy grande y una barriga muy gorda, y se llama, por desgracia mía, barbo, como yo. La señorita encuentra, pues, muy risible y muy gracioso que llevemos el mismo nombre. Pero, Castita, ¿no es Barbo un nombre como otro cualquiera? ¿Otra? ¡Dale! ¡Vamos andando! ¡Ría, ría Vd.!, que yo me alegro de tener un nombre que para Vd. equivale a un sainete. Vean Vds., -prosiguió levantando los hombros-, ¡las mujeres, las mujeres!, ríen y lloran con la misma facilidad. Así es, que cuando mi mujer (q. e. p. d.) me armaba una rifi-rafa sobre celos, y lloraba como un becerro, le hacía el mismo caso que a las golondrinas, y tocaba de suela. ¡Fiscal! ¡Fiscal!, ¡no se case Vd.!, acuérdese Vd. que el Señor todo lo quiso sufrir, menos el ser casado ni el ser viejo. ¡Dichoso Vd., padre cura, que se ve libre de las asechanzas de las hijas de Eva! Dicen que es un hermoso país el de Granada, rico y fértil.

-Rico, sobre todo en minas, -contestó el cura.

-¿Minas!..., -exclamó D. Judas-, ésas son engaña tontos.

-Perdone Vd., -observó el cura-, lo que Vd. dice es una vulgaridad, que se repite cual axioma, como muchas otras. Vd. no puede ignorar el resultado de la mayor parte de las minas de nuestra provincia. En mi pueblo nos hemos unido cuatro socios, y con nuestros pobres recursos hemos llegado a un resultado inesperado. Tenemos ya el más hermoso mineral; pero nuestros recursos se han agotado, y busco algunos accionistas, pues tengo evidencia de que con unos cuantos miles reales, es segura una enorme ganancia. Nuestra mina está bajo el amparo de Nuestra Señora de la Esperanza, y lleva su nombre.

-¿Esperanza?, -dijo D. Judas-, yo he perdido cinco mil reales en una que se llamaba la Positiva, y juré que no me cogerían en otra.

En esto llegaron al parador, y se sentaron a comer. El testero de la mesa lo ocupaban el diputado y los dos oficiales de graduación; D. Judas se sentó entre la madre y la hija; frente de ellos se pusieron los dos jóvenes, y el cura; a los pies estaban varias personas que venían en la rotonda. Entre éstos se veía un impasible inglés, todo vestido de géneros a cuadros a la escocesa, y un joven delgado, pequeño y pálido, que llevaba una larga barba y bigotes; su pelo largo y liso caía sobre sus orejas y sobre el cuello de su paletot. Este joven afectaba una gravedad imperturbable, que contrastaba con su juventud, y un aire decidido y altivo, que hacía que se extrañase verle en compañía de algunos hombres visiblemente ordinarios y soeces. -¡Ah!, -exclamó al ver a D. Judas, con gravedad y calma-. ¡Oh!, D. Judas (¡Tadeo, y no Iscariote!), querido paisano mío; yo no sabía que vinieseis en ese interior egoísta, que por espacio de horas me ha privado de tan buena vista.

-¿Vuelve Vd. a Jerez?, -respondió D. Judas-; ¡pues peor para Jerez!

-Siempre el mismo D. Judas Tadeo, y no Iscariote; ¡siempre amable y fino como un erizo!

¡Vamos!, ¡vamos!, ¡que todos somos hijos de Dios!

-Y de nuestras obras, D. Pedro de Torres.

-Eso constituye la nobleza, D. Judas Tadeo, y no Iscariote; por eso yo soy hijo de la conquista de Jerez, y Vd...

D. Judas se apresuró a interrumpirle.

-Lo sé, lo sé, -dijo-. Sé que sois de las primeras familias de Jerez; pero yo creía, según vuestras máximas, que no debíais ponerle precio.

-Cierto es, que no le pongo precio ninguno, y que sólo me acuerdo de quién soy, cuando veo a un D. Nadie echarla de orgulloso y de caballero. En 1255 Fortun de Torres, uno de mis abuelos, defendió las murallas de Jerez contra los reyes moros de Granada, Tarifa y Algeciras. Vencido por el gran número, jamás quiso soltar la bandera que llevaba; los moros le cortaron las manos; pero él se abrazó con sus brazos sangrientos a la bandera, la apretó con las rodillas y los dientes, y sólo después de muerto pudieron arrancársela1 . En punto a nobleza esto es oro puro; lo demás es cobre sobre dorado. ¡Señor Barbo!

-¡Y es Vd..., Vd. el exaltado, el republicano rabioso, dijo picado D. Judas, el que viene en un parador, en público, a hacer ostentación de su árbol genealógico! ¡Curioso es esto por cierto!... No se puede, amigo mío, repicar y andar en la procesión; es preciso herrar, o quitar el banco. ¿O es acaso que os han dado en Madrid alguna cruz, o alguna dignidad en palacio para convertiros?

Pedro de Torres, sin salirse de su flema, no respondió sino por un gesto de alto desprecio y asco a esa pregunta.

-Sepa Vd., -dijo-, que, cada día más idólatra de la libertad y de la igualdad, vengo a fundar en Jerez un falansterio, según los ha instituido el inmortal Fourier.

-¿Un qué...?, -preguntó D. Judas

-Un falansterio..., -respondió Torres.

-¿Es acaso, -prosiguió D. Judas-, alguna nueva junta republicana, como la que ya otra vez habéis fundado con esa patulea de quien erais el jefe?

-No; ésta es una democracia pacífica, -respondió Torres con calma.

-¿Vd. fundar algo de pacífico? Si lo viera no lo creyera.

-Sí, sí, D. Judas Tadeo y no Iscariote; estoy ahora por la armonía.

-Siempre lo habéis estado; más cuando os veía en la ópera, creía que más os llevaban a ella las cantarinas que no la música.

-No digo que no; pero ahora no se trata de ésos sino del falansterio. En él todo es común y todo igualmente distribuido: casa, trabajo, mujeres, niños, dinero...

-¡Dinero!... -gritó D. Judas-; vaya al demonio vuestro falansterno.

-Ya veréis, -prosiguió Torres, sin dejarse interrumpir-, este admirable resultado de la filantropía os entusiasmará, y prestareisle mano.

-No prestaré nada, -respondió D. Judas-; nada pondré en él; ni los pies. Pero doña Mónica, ¿Vd. no come? Vamos, vamos, coma Vd.; es preciso comer, aun para llorar a su marido. Estas berzas se quieren ir a la huerta. ¡Eh!, muchacho, ¿está el carbón muy caro aquí? Castita, beba Vd. una copita, por Dios: no bebe Vd. sino agua. No hay nada peor para el estómago. El agua acaba con los caminos reales; ¡mire Vd. qué no hará con los estómagos!

-¿A Vd. no le gusta el agua?, -dijo Mónica.

-Sí que le gusta, -respondió Pedro de Torres-; sería el primer labrador que no la quisiera.

Un caminante halló junto de un río a un labrador ahogado: -éste es, -dijo-, el primer labrador que veo harto de agua.

-Es cierto, -dijo D. Judas-, que aquí cada rayo de sol es una sanguijuela, que chupa tanto la tierra, que se necesita mucha lluvia en invierno para estancarle la sed; no sé lo que sucederá en las demás penínsulas, pero en la nuestra un invierno seco nos pierde.

Pedro de Torres, a pesar de su gravedad, soltó la carcajada.

Era evidente que D. Judas, oyendo siempre nombrar a España por península, había tomado península por una palabra genérica, equivaliendo a país; y así le dijo Torres:

-Señor Barbo, en la península Francia llueve demasiado; en la península Alemania nieva demasiado; en la península Inglaterra, hay muchas nieblas y poco sol; así pues, cada península tiene su inconveniente.

-¿Conoces, -dijo en voz baja el joven francés a Javier Barea-, a esos dos militares?

-Sí, -respondió éste del mismo modo-; los conozco de vista. El de más edad es el general Peñafiel, que acaba de volver a España. Viene de París donde se hallaba desde el convenio de Vergara, en el que quiso tomar parte; el otro es su hijo, el coronel don Fernando Peñafiel, que no se ha separado de su padre.

-Jamás he visto, -repuso el francés-, dos hombres tan perfectamente bellos y tan exactamente parecidos. Es curioso el observar, al mirarlos, lo que el uno ha sido, y lo que el otro será.

-¿Y a qué santo ha venido Vd. a favorecer a Madrid con su amena presencia?, señor D. Judas Tadeo, y no Iscariote, -preguntó Pedro de Torres.

-¿A Vd. eso que le importa?, ciudadano del globo, como se firmaba Vd. en sus malditas proclamas, -respondió D. Judas encolerizado.

-¡Vamos, cachaza!, no se enfade Vd. paisano, apreciado. Comiendo del modo que Vd. come, y privado como Vd. lo está de la parte del cuerpo que separa la cabeza de los hombros, es peligroso.

-Dicen, -repuso D. Judas-, que las gracias son para una vez, y que repetidas pierden su chiste. Mire Vd. pues, D. Pedro de Torres, si desde diez años ha que Vd. repite su sempiterno Judas Tadeo, y no Iscariote, habrá perdido esa gracia su chiste, caso que jamás lo haya tenido. ¿A qué se cansa Vd. en hacer esa distinción? Cada cual sabe que mi patrono S. Judas Tadeo, que se celebra el 28 de octubre, es el apóstol hermano de Santiago, que predicó el cristianismo en la Potamia.

D. Judas hablaba de la Mesopotamia.

Todo el mundo se echó a reír, y D. Pedro de Torres dijo:

-¿En qué os ha ofendido Meso?

-¿Meso?, -repuso D. Judas-, en nada. ¿A qué viene esa pregunta?

-Entonces, ¿por qué le rayáis del número de los vivos?

-¿Yo?, vamos, está loco, -dijo D. Judas sacudiendo la cabeza.

-¿Por qué, -prosiguió Torres-, le desterráis cruelmente? ¿Acaso tiene la desgracia de ser un honrado republicano como yo?

-¿Me quiere Vd. dejar en paz?, -repuso D. Judas, con impaciencia-. Os digo que no le conozco ni de vista. Pero yo os pregunto, ¿qué derecho tenéis de darme dos nombres, uno afirmativo y otro negativo?

-El mismo que tenéis vos, y no os contesto, de llamarme Pedro de Torres, y no el Cruel; o Pedro de Torres, y no el Grande.

-¿El Grande?, -exclamó D. Judas-, ¡tendría que ver!, eso sería como si a mí me dijesen D. Judas el flaco, ¡ha, ha, ha, ha!

En un momento de silencio que siguió, el cura tomó tímidamente la palabra, habló de su mina, de la cual hizo con sinceridad y buena fe los mayores elogios, celebró igualmente el mineral, y ofreció con pocos auxilios ponerla en breve en productos.

-El furor de las minas va pasando, -dijo sentenciosamente el diputado, que se ponía espejuelos para aparentar tener más edad de la que tenía-. Fray Gerundio ha hecho de su D.

Frutos el D. Quijote de las minas.

-Estimado paisano, -dijo Torres-, ¿queréis que tomemos una acción a medias?

-Las medias son para los pies, -contestó D. Judas-; aborrezco las compañías tanto como las minas. Cinco mil reales perdí en la Positiva maldita. ¡Una y no más, señor San Blas!

-Eso es, -repuso Torres-, porque es Vd. desconfiado como un ladrón, y está Vd. apegado a su dinero, como todo aquel para el cual el dinero es cosa nueva; ¿quiere Vd. prestarme la suma, y yo tomo una acción?

-No presto nunca, -dijo D. Judas-; ni a mi padre.

-¿Es ése el lema de vuestro blasón? -preguntó Pedro de Torres.

-No señor, -contestó colérico D. Judas-; es una máxima de vuestro difunto padre, que sería tan caballero como Vd. (aunque sin ser republicano lo pregonaba menos) y decía que quien prestaba a un amigo, perdía el dinero y el amigo.

-Omite Vd. decir, -repuso Torres-, generoso paisano, que si mi padre no prestaba, era porque daba. No obstante, el vuestro debía saberlo.

-Bien está, bien está, -interrumpió D. Judas-; pero, el resultado es...

-El resultado es, -prosiguió Torres acabando la frase-, que hizo ingratos y empobreció; si eso es lo que Vd. quiere decir, yo le ahorro el trabajo, pues lo digo a boca llena.

-¡Éstos de sangre azul, -murmuró D. Judas-, hacen gala hasta de su pobreza!

-Como una estatua griega, de su desnudez, don Judas, -dijo Pedro de Torres con verdadera dignidad-. Usted sabe el refrán popular: «sirve a un rico empobrecido, y no sirvas a un pobre enriquecido.» El dinero de Vd. puede irse tan pronto como se vino, don Judas, en llegando a otras manos; pero la mitad de mi mayorazgo que no he podido vender, pasa a mi posteridad.

-Entonces, señor, -dijo D. Judas-, ¿a qué trabaja usted tanto para con los mayorazgos?

-Porque, -repuso Torres volviendo a su tono fanfarrón y sentencioso-, porque los principios deben mirarse antes que los intereses privados; porque el bien general debe buscarse antes que el individual: eso es lo que Vd. no entiende. Pero mirad a ese inglés; me está pareciendo entre todos con su imperturbable silencio y sus cuadros, una palabra borrada y rayada en todas sus direcciones.

En este entretanto Javier Barea, que estaba al lado del cura, le decía:

-Señor cura, del dinero que me fue enviado para mi viaje, me queda lo suficiente para tomar una acción en vuestra mina; yo la quiero.

-Mucho me complace, -respondió el cura-; dos me han tomado en Madrid unos amigos; otro creo poder afirmar que tomará una en Jaén; con la vuestra serán cuatro. Esto nos habilita para poder proseguir los trabajos.

Javier sacó su bolsillo y contó en oro los dos mil reales, precio de la acción.

-¡Javier, Javier, fiscal del demonio!, ¿en qué piensa Vd.?, -gritó D. Judas-, ¡dar así el dinero sin recibir en cambio títulos, ni garantías, ni siquiera un recibo!

-Hace muy bien, -dijo Casta.

-En efecto, -dijo el cura-, el Sr. D. Judas tiene razón; yo entiendo poco de negocios de dinero; recoged el vuestro, señor fiscal. Yo os enviaré los títulos a Sevilla, y cuando Vd. los tenga, me mandará el dinero.

-¡No!, -respondió Javier Barea-, suplico a Vd. se quede con él, y no hablemos mas de eso.

-El señor será un santo, -murmuraba D. Judas-, no digo que no; pero no es así como se hacen los negocios, Castita. Además las gentes se pueden morir...

-Si el señor cura necesita un fiador, yo soy su fiador, -dijo Pedro de Torres.

-Más vale pagar sus deudas, -observó D. Judas-, que hacerse fiador de nadie.

-¿Os debo algo por ventura, señor Gran Tacaño Segundo, -dijo Torres.

-¿A mí? ¡No, gracias a Dios! -respondió D. Judas-. Todos los despilfarrados pródigos y gastadores llamaron siempre tacaños a la gente de orden y método; eso es sabido. Y mire Vd., ahora que hablamos de eso, ¿piensa Vd. vender su cortijo del Burro grande, que está pegado al mío de Pan y pasas?

-No.

-Cuando Vd. piense en deshacerse de él, como de los otros, acuérdese Vd. de mí

-Siempre me acuerdo de Vd. cuando se trata del Burro grande.

-Me alegro; desde ahora ofrezco a Vd. la mitad de su aprecio, es mucho para bienes amayorazgados.

-¡Gracias, generoso!

Torres sacó de su faltriquera su petaca, y ofreció cigarros a las personas sentadas en lo alto de la mesa, las que saludaron dando gracias. Dio a sus vecinos y presentó la petaca al inglés, que abrió los ojos tamaños haciendo un gesto negativo, y dijo dirigiéndose a su paisano:

-¡Un cigarro!, D. Judas Tadeo, y no Iscariote.

-Gracias.

-¡Vamos!, suplico a Vd. tome un cigarro habano, de la Vuelta de Abajo.

-No fumo sino papel.

-Tome Vd. mi cigarro y píquelo.

-He dicho a Vd. gracias.

-¿Va Vd. a hacerme un desaire, paisano muy amado?

-¿Me quiere Vd. forzar a fumar?, paisano cansado.

-Pido a Vd. que tome mi cigarro, que no es republicano, noble, ni gastador, como su amo.

-¡Tan!, ¡tan!, ¡tan!, ¡tan!, -dijo D. Judas impaciente.

-Mire Vd. que soy terco: sea Vd. complaciente; tome Vd. el cigarro.

-¡Dale!, ¡dale!, ¡y qué chicharra!

Pedro de Torres puso el cigarro sobre mi plato, y lo hizo pasar de mano en mano, hasta que hubo llegado a Casta, la que puso el plato delante de D. Judas.

-Este joven, -dijo el francés a media voz a su amigo Barea-, es un raro conjunto de anomalías, con su cara juvenil y su gran barba de gastador viejo; su afectada gravedad y su natural humor chancero; sus bravatas y sus travesuras; su democracia y su aristocracia.

-Le conozco, -respondió Javier Barea-, es un buen muchacho, con pretensiones a ser un Robespierre; un cordero con pretensiones de tigre; un aturdido adocenado, que quiere copiar a D. Juan: todo esto es el resultado de malas compañías, de ideas mal dirigidas y peor digeridas.

-Paisano amable y galante, -decía Pedro de Torres-, dejad de dar tormento a la oreja izquierda de esa señorita, y bebed conmigo a la prosperidad de mi falansterio.

-No bebo a tales tonteras, -respondió D. Judas-, bebo a la de Jerez, mi patria; pues han de saber Vds., señores, que un amigo mío que ha viajado mucho por el extranjero, me ha dicho: «amigo Barbo, el mundo es una col, y Jerez el cogollo».

-Yo, -dijo el diputado-, ¡brindo por nuestra España, por la paz, el comercio, y la agricultura!...

-¡Bien dicho!, -exclamó D. Judas-, bebo con Vd.; pero os lo digo, que mientras consientan Vds. estos republicanos, con sus patuleas, falansternos y juntas secretas, y que dejen Vds. las puertas abiertas de par en par a los carlinos, no se logrará nada. ¿Cómo ha de andar un arado, si un buey tira a la derecha, y otro a la izquierda? Si me hicieran ministro, pronto habría acabado con ellos: a los unos los encerraba todos en su falensterno, a los otros todos en la Cartuja de Jerez, que es grande. Me dijeron en Madrid que ha vuelto el general Peñafiel, y ese general tiene...

-Un hijo, -le interrumpió el más joven de los dos militares, pronunciando lenta y enérgicamente cada palabra-, un hijo que lleva una espada bien afilada para cortar la lengua a aquél que se atreva a hablar con poco respeto de su padre.

Tenedor y cuchillo cayeron de las manos temblorosas de D. Judas.

Son el general Peñafiel y su hijo, -le dijo al oído doña Mónica-. Se puede hablar de las cosas, D. Judas; pero no se debe jamás nombrar a las personas.

-Cierto, cierto, -suspiró D. Judas-, soy un pollino. ¡Mire Vd. yo, el más pacífico de los hombres, sin opiniones ni principios! Las opiniones y principios han perdido la España. ¡Yo, ir a chocar con personas de tanta categoría! Debió Vd. avisarme, doña Mónica, debió Vd. pisarme el pie, sin cuidarse de mis callos.

En esto el mayoral se presentó; se levantaron de la mesa, y ya cerca de la puerta, D. Judas se volvió atrás, y se guardó el cigarro ofrecido por D. Pedro de Torres, que había quedado sobre el plato.

Carta primera

Paul Valéry a Javier Barea

Ya me tienes aquí en esta nueva Tebaida, aquí, en donde no desperdicio el tiempo, caudal precioso, cuyo valor no conocéis aún en vuestra España, que os mima como una madre rica.

Tengo bastante adelantados los trabajos preparatorios para la empresa de que he sido encargado por mis socios los ingenieros.

Este país es bonito; pero para mí es un sepulcro color de rosa, en el que estoy encerrado, y desde el cual comunico con el resto del mundo, sólo por cartas. Así, pues, mi querido amigo, te suplico que me escribas a menudo. Para hacerte más fuerza, te lo rogaré en la manera especial y expresiva vuestra, esto es, asegurándote que escribiendo tus cartas, haces dos obras de misericordia: la una, la de enseñar al que no sabe; la otra, la de consolar al triste.

Me he propuesto, en los ratos que me dejen libres mis quehaceres, el escribir algo sobre España; porque desde que me hallo en ella, he reconocido cuán inexactas son las ideas que de España tenemos, debidas a las descripciones que de ella nos han hecho.

 ¡Cuánta razón tenía el novelista francés, que rehusó venir a España, diciendo que si venía, ya no podría describirla! De lo cual se deduce que estos escritores hacen de vuestra patria un país en parte fantástico, en parte edad media, que por tanto pertenece sólo a la imaginación; o bien un país vulgar, bárbaro, incivilizado, país de transición y sin fisonomía, que no es digno de estudiarlo ni de pintarlo. Mucho se engañan; y debemos sentir que Teófilo Gauthier, Mr. de Custine, y otros, cuyo gusto y voto hacen ley en Francia, no hayan visto a vuestro país sino de paso, notando lo bastante para apreciarlo, pero no lo suficiente para conocerlo.