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Meg Murry no puede evitar sentirse un poco preocupada cuando su pequeño hermano de seis años de edad anuncia, sin reparo ni preocupación, que ha visto dragones en el jardín de la casa. Por supuesto que Charles Wallace ha sido siempre un poco diferente —extraño incluso—, aunque también brillante, pero Meg sabe muy bien que él sufre de una enigmática y terrible enfermedad, y esos "dragones" que ha visto en el jardín no pueden ser sino una monstruosa entidad que ayudará a su hermano a luchar contra el mal que lo aqueja. Meg, Charles y Calvin deberán librar esa batalla a lo largo y ancho del espacio exterior.
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Para Pat
«¿Qué es, sobrino —dijo el rey—,el viento que azota esa puerta?»
La muerte de Arturo, Sir Thomas Malory
UNO
Los dragones de Charles Wallace
—Hay dragones en el huerto de los gemelos.
Meg Murry sacó la cabeza del refrigerador, donde había estado rebuscando para preparar su merienda después de llegar de la escuela, y miró a su hermano de seis años de edad.
—¿Qué?
—Hay dragones en el huerto de los gemelos. O, al menos, los había. Ahora se han desplazado a los pastizales del norte.
Meg no respondió —solía no responder a Charles Wallace demasiado rápido cuando éste decía algo extraño—, y regresó al refrigerador.
—Supongo que me prepararé el sándwich con lechuga y tomate, como de costumbre. Estaba buscando algo nuevo y diferente y emocionante.
—Meg, ¿me has oído?
—Sí, te he oído. Creo que comeré paté con queso cremoso —tomó sus ingredientes para el sándwich y una botella de leche, y los dispuso sobre la mesa de la cocina.
Charles Wallace aguardó pacientemente. Ella miró hacia él, frunciendo el ceño con una ansiedad que no le gustaba admitir ante sí misma, las rasgaduras recientes en las rodillas de sus jeans, las vetas de suciedad profunda de su camisa, la contusión que se oscurecía en el pómulo debajo de su ojo izquierdo.
—¿Qué ha ocurrido esta vez? ¿Los chicos grandes te empujaron en el patio, o cuando bajaste del autobús?
—Meg, no me estás escuchando.
—Resulta que llevas dos meses en la escuela y no ha pasado una sola semana en la cual no te hayan dado una paliza. Si has estado hablando de dragones en el jardín o dondequiera que estén, supongo que eso lo explica todo.
—No lo he hecho. No me subestimes. No los vi hasta que llegué a casa.
Siempre que Meg estaba profundamente preocupada, se enojaba. Ahora le frunció el ceño a su sándwich.
—Me gustaría que mamá comprara el queso cremoso para untar. Esta cosa va y viene a través del pan sin intención de deshacerse. ¿Dónde está ella?
—En el laboratorio, haciendo un experimento. Me dijo que te avisara que no tardaría mucho.
—¿Y dónde está papá?
—Recibió una llamada de Los Ángeles, y se ha marchado a Washington por un par de días.
Al igual que los dragones del jardín, las visitas de sus padres a la Casa Blanca eran algo de lo que resultaba mejor no hablar en la escuela. A diferencia de los dragones, estas visitas eran reales.
Charles Wallace intuyó la duda de Meg.
—Pero yo los vi, Meg, a los dragones. Come el sándwich y ve a mirar tú misma.
—¿Dónde están Sandy y Dennys?
—En el entrenamiento de futbol. No se lo he dicho a nadie más que a ti.
De repente su comentario sonó triste, como si lo hubiera confesado alguien más joven que él, con sus seis años de edad, y el chico dijo:
—Me gustaría que el autobus de la escuela llegara más temprano a casa. He estado esperando y esperando a que vinieras.
Meg volvió al refrigerador para sacar la lechuga. Lo estaba usando como tapadera para pensar en algo rápidamente, a pesar de que no podía contar con que Charles Wallace no leyera sus pensamientos, como lo había hecho con sus dudas acerca de los dragones. Lo que en realidad él había visto, ella no podía siquiera adivinarlo. Pero que había visto algo, algo fuera de lo habitual, de eso ella estaba segura.
Charles Wallace observó en silencio cómo su hermana terminaba de prepararse el sándwich, alineando cuidadosamente las rebanadas de pan y cortándolo en porciones precisas.
—Me pregunto si el señor Jenkins habrá visto alguna vez un dragón.
El señor Jenkins era el director de la escuela del pueblo, y Meg había tenido sus más y sus menos con él. Ella tenía pocas esperanzas de que al señor Jenkins le importara lo que le sucedía a Charles Wallace, o que estuviera dispuesto a interferir en lo que él denominaba: “los procedimientos normales de la democracia”.
—El señor Jenkins cree en la ley de la selva —dijo ella con la boca llena—. ¿No hay dragones en la selva?
Charles Wallace terminó su vaso de leche.
—Con razón siempre repruebas estudios sociales. Come el sándwich y déjate de evasivas. Vamos afuera y comprobemos si todavía están allí.
Cruzaron el césped seguidos por Fortinbras, el negro y grande perro, casi labrador, que olía y olfateaba alegremente en los enmohecidos restos otoñales del sembradío de ruibarbo. Meg tropezó con un aro de alambre del juego de croquet y emitió un gruñido molesto, sobre todo para sí misma, debido a que ella había recogido los aros y mazos después del último partido, y había olvidado éste. Un arbusto bajo de bayas separaba el campo de croquet del huerto de Sandy y Dennys. Fortinbras saltó sobre el arbusto, y Meg le gritó automáticamente:
—En el huerto no, Fort —y el enorme perro se echó hacia atrás, entre las hileras de col y brócoli. Los gemelos estaban muy orgullosos de su producción de verduras, que vendían por todo el pueblo a cambio de su paga semanal.
—Un dragón podría hacer un verdadero desastre en este jardín —dijo Charles Wallace, y condujo a Meg a través de las hileras de verduras—. Creo que se dio cuenta de ello, porque de repente, es como si él ya no estuviera aquí.
—¿Qué quieres decir con que es como si él ya no estuviera aquí? O estaba, o no estaba.
—Estaba aquí, y luego cuando fui a mirar más de cerca, ya no estaba. Pero lo seguí, aunque en realidad no podía hacerlo, porque era mucho más rápido que yo, así que sólo logré recorrer el lugar donde él había estado. Y después se desplazó a las grandes rocas glaciares de los pastizales del norte.
Meg observaba el jardín con el ceño fruncido. Charles Wallace nunca había sonado tan inverosímil como ahora.
El chico dijo:
—Vamos —y pasó por las altas gavillas de maíz, a las que sólo le quedaban algunas mazorcas marchitas. Más allá del maíz, los girasoles atrapaban los rayos oblicuos del sol de la tarde, con sus rostros dorados que reflejaban su fulgor.
—Charles, ¿estás bien? —preguntó Meg. No era propio de Charles que perdiera el contacto con la realidad. Entonces se dio cuenta que él estaba jadeando, como si hubiera estado corriendo, aunque ni siquiera habían caminado rápidamente. Su rostro estaba pálido, con la frente perlada de sudor, como si hubiera realizado un esfuerzo desmedido.
No le gustaba el aspecto que mostraba, por lo que volvió a recapitular acerca de la improbable historia de los dragones, abriéndose paso alrededor de las exuberantes enredaderas de calabaza.
—Charles, ¿cuándo viste esos dragones?
—Una fracción de dragones, una manada de dragones, un regimiento de dragones —jadeó Charles Wallace—. Después de llegar a casa de la escuela. Mamá estaba muy disgustada porque mi aspecto era un desastre. Mi nariz todavía sangraba.
—A mí también me disgusta.
—Meg, mamá piensa que hay algo más aparte de los golpes de los chicos grandotes.
—¿Qué más?
Charles Wallace subió con una torpeza y dificultad inusual por encima del bajo muro de piedra que delimitaba la huerta.
—Me estoy sofocando.
Meg dice bruscamente:
—¿Por qué? ¿Qué dijo mamá?
Charles caminó lentamente a través de la hierba alta del huerto.
—Ella no ha dicho palabra. Pero es algo así como un radar que parpadea hacia mí.
Meg caminó a su lado. Ella era alta para su edad, y Charles Wallace pequeño para la suya.
—Hay momentos en los que me gustaría que no tuvieras ese poder de percepción.
—No puedo evitarlo, Meg. Ni siquiera lo intento. Simplemente sucede. Madre piensa que me ocurre algo malo.
—Pero, ¿qué? —preguntó la chica, casi gritando.
Charles Wallace respondió en voz muy baja.
—No lo sé. Algo lo bastante malo para que su preocupación se reciba alta y clara. Y sé que es cierto. Sólo caminar a través de la huerta como lo hago ahora es un esfuerzo, y no debería ser así. Nunca lo ha sido antes.
—¿Cuándo empezó esto? —preguntó bruscamente Meg—. Estabas perfectamente el fin de semana pasado cuando fuimos a caminar por el bosque.
—Lo sé. He estado arrastrando una especie de cansancio durante todo el otoño, pero ha sido peor esta semana, y mucho peor hoy de lo que fue ayer. ¡Eh, Meg! Deja de culparte a ti misma por no haberte dado cuenta.
Ella estaba haciendo precisamente eso. Sentía sus manos frías por el pánico. Intentó apartar su miedo, porque Charles Wallace podía sentir lo que su hermana pensaba aún más fácilmente de lo que podía hacerlo con su madre. El niño recogió una manzana caída por el viento, la examinó en busca de gusanos, y la mordió. Su bronceado de final de verano no era suficiente para disimular su extremada palidez, ni sus ojeras. ¿Por qué ella no se había dado cuenta de esto? Porque no había querido hacerlo. Era más fácil atribuir la palidez y el letargo de Charles Wallace a sus problemas en la escuela.
—¿Entonces por qué mamá no te ha llevado al médico? Me refiero a un médico de verdad.
—Lo ha hecho.
—¿Cuándo?
—Hoy.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Estaba más interesado en los dragones.
—¡Charles!
—Fue antes de que llegaras a casa de la escuela. La doctora Louise vino a comer con mamá, lo hace bastante a menudo.
—Lo sé. Continúa.
—Así que cuando llegué a casa de la escuela, ella me examinó de pies a cabeza.
—¿Y qué dijo?
—No mucho. No puedo sentir lo que piensa de la manera en que lo hago con mamá. Ella es como un pajarito, que trina sin cesar, y todo el tiempo sabes que esa chispeante mente suya está pensando en otro nivel. Ella es muy buena bloqueándome. Todo lo que pude intuir fue que pensaba que mamá podría tener razón acerca, acerca de lo que sea que ella estaba pensando. Y que ella estaría en contacto.
Habían acabado de cruzar el huerto y Charles Wallace subió de nuevo sobre el muro de piedra y se quedó allí, mirando a través de unos pastos sin labrar donde había dos grandes afloramientos de roca glaciar.
—Se han ido —dijo Charles—. Mis dragones se han ido.
Meg se puso de pie en el muro junto a él. No había qué ver excepto el viento que soplaba a través de las hierbas blanqueadas por el sol, y las dos altas rocas, tornándose de color purpúreo con la luz del atardecer otoñal.
—¿Estás seguro de que no se trataba únicamente de las rocas o las sombras o algo así?
—¿Acaso las rocas o las sombras parecen dragones?
—No, pero…
—Meg, estaban justo al lado de las rocas, todo un grupo de ellos juntos, alas; parecía que hubiera cientos de alas, y ojos que se abrían y cerraban entre las alas, y humo y pequeños chorros de fuego, y yo les advertí que no prendieran fuego a los pastos.
—¿Cómo les hiciste la advertencia?
—Hablé con ellos. En voz alta. Y las llamas se detuvieron.
—¿Te acercaste?
—No parecía prudente. Me quedé aquí, en el muro y observé durante un largo rato. Siguieron plegando y desplegando las alas, como si estuvieran guiñando todos esos ojos hacia mí, y a continuación, todos parecieron amontonarse para irse a dormir, así que me fui a casa a esperar que llegaras. ¡Meg! No me crees.
Ella le preguntó como si nada:
—Bueno, ¿y adónde se han ido?
—Tú nunca habías dudado de mí antes.
Ella dijo con tiento:
—No es que no te crea —de una forma extraña sí le creía. Quizá no, que hubiera visto dragones reales, pero Charles Wallace nunca antes había tendido a mezclar realidad y fantasía. Nunca antes había separado la realidad y la ilusión de una manera tan marcada. Ella lo miró, vio que llevaba puesta una sudadera sobre su camisa sucia. Ella se rodeó a sí misma con los brazos, se estremeció, y dijo, a pesar de que el tiempo era bastante cálido—. Me parece que regresaré a casa por un suéter. Espera aquí. No tardaré. Si los dragones regresan…
—Creo que lo harán.
—Entonces retenlos hasta que regrese. Seré tan rápida como pueda.
Charles Wallace la miró circunspecto:
—No creo que mamá quiera ser interrumpida en este momento.
—No voy a interrumpirla. Sólo voy por un suéter.
—Está bien, Meg —suspiró Charles.
Ella lo dejó sentado contra la pared, observando los dos grandes afloramientos de rocas, a la espera de los dragones, o lo que fuera que pensaba que había visto. Está bien, él sabía que quería regresar a casa para hablar con su madre, pero mientras ella no lo admitiera en voz alta, le daba al menos un poco la sensación de mantener alejada su preocupación por él.
Meg irrumpió en el laboratorio.
Su madre estaba sentada en un taburete alto de laboratorio, sin mirar por el microscopio que tenía frente a ella, sin escribir en su cuaderno de notas, que descansaba sobre su rodilla, simplemente estaba sentada en actitud pensativa.
—¿Qué pasa, Meg?
Ella quería desembuchar la charla de Charles Wallace acerca de los dragones, y de que él nunca antes había tenido ideas delirantes, pero ya que el mismo Charles Wallace no se lo había mencionado a su madre, a la chica le parecía una traición hacerlo a sus espaldas, aunque el silencio de su hermano acerca de los dragones podía haber sido debido a la presencia de la doctora Louise.
Su madre repitió con cierta impaciencia:
—¿Qué pasa, Meg?
—¿Qué le sucede a Charles Wallace?
La señora Murry puso su cuaderno sobre el mostrador del laboratorio junto al microscopio.
—Hoy ha tenido otra vez algunos problemas con los chicos grandes de la escuela.
—No me refería a eso.
—¿A qué te referías, Meg?
—Me dijo que la doctora Colubra vino a verlo hoy.
—Louise vino aquí para el almuerzo, así que pensó que podría echarle un vistazo a Charles.
—¿Y?
—¿Y qué, Meg?
—¿Qué le sucede?
—No lo sabemos, Meg. En cualquier caso, todavía no.
—Charles dice que estás preocupada por él.
—Así es. ¿Tú no?
—Sí. Pero pensé que todo se debía a la escuela. Y ahora creo que no es así. Comenzó a jadear simplemente al caminar a través de la huerta. Y está demasiado pálido. E imagina cosas. Y su aspecto… No me gusta el aspecto que tiene.
—A mí tampoco.
—¿Pero qué es? ¿Qué es lo que anda mal? ¿Es un virus o algo así?
La señora Murry vaciló:
—No estoy segura.
—Madre, por favor, si le sucede algo realmente malo a Charles, soy lo suficientemente mayor para saberlo.
—No sé si le sucede algo malo o no. Tampoco Louise. Cuando sepamos algo definitivo, te lo diré. Lo prometo.
—¿No me estás ocultando algo?
—Meg, no sirve hablar de algo de lo cual no estoy segura. Debería saberlo en pocos días.
Meg se frotó las manos con nerviosismo.
—En verdad estás preocupada.
La señora Murry sonrió.
—Las madres tienden a estarlo. ¿Dónde está él ahora?
—¡Oh! Lo dejé en el muro de piedra, le dije que venía por un suéter. Tengo que correr de vuelta o pensará… —y así, sin terminar la frase, salió precipitadamente del laboratorio, agarró un suéter de uno de los ganchos de la despensa, y corrió a través del césped.
Cuando llegó hasta donde se encontraba Charles Wallace, él seguía sentado, tal y como lo había dejado. No había señal alguna de los dragones.
En realidad, no había esperado que las hubiera. Sin embargo, se sintió decepcionada, su ansiedad sobre Charles aumentó sutilmente.
—¿Qué dijo mamá? —preguntó él.
—Nada.
Sus grandes ojos azules se quedaron mirándola profundamente.
—¿No mencionó algo acerca de mitocondrias? ¿O farandolas?
—¿Eh? ¿Por qué habría de hacerlo?
Charles Wallace dio una patada contra la pared con la suela de goma de sus zapatos, miró a Meg, y no respondió.
Meg insitió:
—¿Por qué habría mamá de mencionar las mitocondrias? ¿No fue eso, hablando del tema, lo que te causó problemas en tu primer día de escuela?
—Estoy muy interesado en ellas. Y en los dragones. Siento que no hayan vuelto todavía —estaba cambiando de tema de forma muy clara—. Vamos a esperarlos un poco más. Prefiero enfrentarme en cualquier momento contra unos dragones que con los chicos en el patio de la escuela. Gracias por ir a ver al señor Jenkins de mi parte, Meg.
Se suponía que eso iba a ser un secreto profundo y oscuro.
—¿Cómo lo supiste?
—Lo supe.
Meg se encogió de hombros.
—No es que haya servido de algo —tampoco había tenido muchas esperanzas de que fuera a serlo. El señor Jenkins había sido, durante varios años, el director de la escuela más grande de la región. Cuando fue trasladado, desde ese mes de septiembre, a la pequeña escuela del pueblo, la versión oficial era que la escuela necesitaba una mejora y que el señor Jenkins era el único capaz de hacer dicho trabajo. Pero el rumor que corría era que no había sido capaz de controlar a los elementos más salvajes de la escuela. Meg tenía sus dudas acerca de si podía o no controlar a cualquiera, en cualquier lugar. Y estaba completamente convencida de que no iba a entender ni a apreciar a Charles Wallace.
La mañana en la que Charles Wallace comenzó su primer curso, Meg estaba mucho más nerviosa que él. Ella no era capaz de concentrarse durante sus últimas clases, y cuando por fin la escuela hubo terminado y subió la colina en dirección a su casa y lo encontró con el labio superior hinchado y sangrando, y un rasguño en la mejilla, se apoderó de ella un sentimiento de inevitabilidad combinado con una encendida rabia. Charles Wallace siempre había sido visto por la gente del pueblo como un niño peculiar, y probablemente más que eso. Meg, al recoger las cartas en la oficina de correos, o cuando iba por huevos a la tienda, escuchaba fragmentos de conversaciones tales como éstas: “El pequeño de los Murry es un niño extraño”. “He oído que las personas inteligentes a menudo tienen hijos retrasados”. “Dicen que ni siquiera sabe hablar”.
Habría sido más fácil si Charles Wallace fuera realmente estúpido. Pero no lo era, y tampoco era muy bueno fingiendo que no sabía más que los otros de su clase de seis años de edad. Su propio vocabulario estaba en contra de él; de hecho, no había comenzado a hablar hasta una edad avanzada, pero a partir de ese momento lo hacía por medio de oraciones completas, sin ninguno de los preliminares de los bebés. Frente a los extraños aún rara vez emitía una palabra, razón por la cual pensaban que era mudo; y de repente allí estaba, en primer curso y hablando igual que sus padres, o su hermana. Sandy y Dennys se llevaban bien con todo el mundo. No era sorprendente que Charles estuviera resentido; todo el mundo esperaba que fuera retrasado, y sin embargo hablaba como un diccionario.
—Atención, niños —la maestra de primer curso exhibió una brillante sonrisa al grupo de nuevos alumnos de primer grado que la contemplaban esa primera mañana—. Quiero que cada uno de ustedes me diga algo acerca de ustedes mismos —miró su lista—. Vamos a empezar con Mary Agnes. ¿Quién es Mary Agnes?
Una niña pequeña a la que le faltaba un diente en la parte superior de la boca, y que tenía el pelo de color rojo pajizo recogido fuertemente en coletas, anunció que vivía en una granja y que tenía sus propios pollos; esa mañana habían puesto diecisiete huevos.
—Muy bien, Mary Agnes. Ahora, veamos, ¿qué hay de ti, Richard, te apodan Dicky?
Un niño pequeño y rechoncho se puso en pie, balanceándose y sonriendo.
—¿Y tú qué puedes contarnos?
—Los niños no son como las niñas —repuso Dicky—. Los niños están hechos de forma diferente, ¿lo ve?, como…
—Está bien, Dicky, muy bien. Aprenderemos más sobre este tema en otro momento. A ver, Albertina, presumo que tú nos dirás algo.
Albertina estaba repitiendo primero. Se puso en pie, era como mínimo una cabeza más alta que el resto, y proclamó con orgullo:
—Nuestros cuerpos están hechos de huesos y pellejos y músculos y células sanguíneas y cosas por el estilo.
—Muy bien, Albertina. No es estupendo, ¿alumnos? Veo que tendremos un grupo de verdaderos científicos este año. Aplaudamos a Albertina, ¿de acuerdo? Y bien, hum —bajó la mirada de nuevo a su lista—, Charles Wallace. ¿Te apodan Charlie?
—No —repuso él—. Charles Wallace, por favor.
—Tus padres son científicos, ¿verdad? —no esperó una respuesta—. Veamos lo que puedes contarnos.
Charles Wallace (“¡Tenías que habértelo pensado mejor! Lo regañó esa noche Meg.”) se puso en pie y dijo:
—En este momento estoy interesado en las farandolas y las mitocondrias.
—¿Qué dijiste, Charles? ¿Las fara… qué?
—Las mitocondrias y las farandolas provienen de las prokaryota*…
—¿De qué?
—Bueno, miles de millones de años atrás, probablemente nadaron en lo que accidentalmente se convirtieron en nuestras células eucariotas y permanecieron allí. Tienen su propio ADN y ARN, lo cual significa que son totalmente distintas de nosotros. Mantienen una relación simbiótica con nosotros, y lo más sorprendente es que somos completamente dependientes de ellas, por nuestro oxígeno.
—De acuerdo, Charles, supongamos que dejas de comportarte tontamente, y la próxima vez que pronuncie tu nombre en clase, no fanfarroneas. A continuación, George, cuéntale a la clase algo…
Al final de la segunda semana de clases, Charles Wallace le hizo una visita por la tarde a Meg en su habitación del ático.
—Charles —dijo ella—, ¿puedes simplemente no decir nada de nada?
Charles Wallace, vestido con su pijama amarillo que le cubría hasta los pies, sus heridas frescas cubiertas con banditas, su pequeña nariz hinchada y roja, yacía a los pies de la gran cama de bronce de Meg, con su cabeza apoyada en la improvisada almohada en la que se había convertido el negro y brillante cuerpo del perro, Fortinbras. La voz del niño sonaba débil y aletargada, aunque ella no dio se cuenta de esto en aquel momento.
—No funciona. Nada funciona. Si no hablo, me pongo de mal humor. Si hablo, digo algo incorrecto. Me he terminado el libro de texto, y la maestra me dijo que tú debes haberme ayudado, pero me lo sé de memoria.
Meg, rodeando sus rodillas con los brazos, miró hacia abajo al niño y al perro; a Fortinbras le estaba estrictamente prohibido subirse a las camas, pero esta regla era ignorada en el ático.
—¿Pero por qué no te pasan a segundo grado?
—Eso sería aún peor. Son mucho más grandes que yo.
Sí… Ella sabía que era cierto.
De modo que la chica decidió ir a ver al señor Jenkins. Se montó en el autobús de la escuela como de costumbre a las siete en punto, a la gris y poco atrayente luz de una mañana temprana con nubarrones procedentes del noreste. El autobús de la escuela primaria, que no tenía que ir para nada tan lejos, salía una hora más tarde. Cuando el autobús de Meg hizo su primera parada en el pueblo ella se bajó, y luego caminó los tres kilómetros que la separaban hasta la escuela primaria. Era un edificio antiguo y poco apropiado para ser una escuela, pintado del color rojo tradicional, abarrotado de alumnos pero escaso de personal. Sin duda, era necesaria una mejora, y los impuestos habían subido para financiar la nueva escuela.
Ella se deslizó por la puerta lateral, que el conserje abría temprano. Podía oír el zumbido de su enceradora de suelo eléctrica en el vestíbulo de entrada, cerca de las puertas que aún seguían cerradas, y al amparo de su atareado sonido, ella corrió por el pasillo y se precipitó en un pequeño cuarto de limpieza y se inclinó, demasiado ruidosamente para estar cómoda, contra las colgantes escobas y trapeadores secos. El armario olía a humedad y polvo pero esperaba poder impedir el estornudo hasta que el señor Jenkins estuviera en su oficina y su secretaria le hubiera llevado su habitual taza de café. Ella cambió de posición y se apoyó en la esquina, donde podía ver la parte superior de cristal de la puerta de la oficina del señor Jenkins a través de la estrecha grieta.
Tenía la nariz congestionada y empezaba a sentir calambres en las piernas cuando la luz de la oficina, finalmente, se encendió. Luego esperó durante lo que pareció todo el día, pero en realidad fue como media hora, mientras escuchaba el chirriar de los tacones de la secretaria en el piso de azulejo pulido, después el rugido de los niños que entraban a la escuela cuando las puertas fueron abiertas. Pensó en Charles Wallace siendo empujado por la gran marea de niños, en su mayoría mucho más grandes que él.
—Es como la muchedumbre tras Julio César, pensó —sólo que Charles no se parece mucho al César. Pero apuesto a que la vida era más simple cuando las Galias estaban divididas en tres.
La campana restalló, indicando el inicio de las clases. La secretaria hacía chirriar nuevamente sus tacones en el pasillo. Debía llevar el café del señor Jenkins. Los zapatos de tacón alto retrocedieron. Meg esperó lo que ella calculó como cinco minutos, y entonces apareció, presionando su dedo índice contra el labio superior para sofocar un estornudo. Cruzó el pasillo y llamó a la puerta del señor Jenkins, al mismo tiempo que el estornudo eclosionó, de una forma u otra.
Parecía sorprendido de verla, y con razón, y no del todo contento, aunque sus palabras exactas fueron:
—¿Puedo preguntar a qué debo el placer?
—Necesito hablar con usted, por favor, señor Jenkins.
—¿Por qué no estás en la escuela?
—Lo estoy. En esta escuela.
—Te ruego que no seas grosera, Meg. Veo que no has cambiado ni un ápice durante el verano. Tenía la esperanza de que no serías uno de mis problemas este año. ¿Has informado a alguien de tu paradero? —la luz de la mañana se reflejaba en sus gafas, ocultando sus ojos. Meg empujó sus propias gafas hacia la parte superior de la nariz, pero no podía descifrar su expresión; como de costumbre, pensó la chica, parecía como si el director hubiera olido algo desagradable.
Él emitió un resuello:
—Tendré que pedirle a mi secretaria que te lleve a la escuela. Eso significará la pérdida de sus servicios durante la mitad del día.
—Pediré que alguien me lleve, gracias.
—¿Para agravar un delito menor con otro? En este Estado, esperar en la carretera a que alguien te lleve es contrario a la ley.
—Señor Jenkins, no he venido a hablar con usted acerca de la legislación, he venido a hablar con usted acerca de Charles Wallace.
—No me agrada tu intromisión, Margaret.
—Los chicos mayores le intimidan continuamente. Realmente le harán daño si usted no lo impide.
—Si alguien no está satisfecho con mi manejo de la situación y desea discutir conmigo, creo que deben ser tus padres.
Meg trató de controlarse a sí misma, pero su voz se alzó con una rabia frustrada.
—Tal vez sean más inteligentes que yo y sepan que no cambiará las cosas. Oh, por favor, por favor, señor Jenkins, sé que la gente piensa que Charles Wallace no es muy listo, pero es realmente…
Él interrumpió sus palabras:
—Hemos llevado a cabo pruebas de inteligencia en todos los alumnos de primer grado. El coeficiente intelectual de tu hermano pequeño es bastante satisfactorio.
—Usted sabe que es más que eso, señor Jenkins. Mis padres también le han realizado pruebas, todo tipo de pruebas. Su coeficiente intelectual es tan alto que es incalificable según los parámetros normales.
—Sus resultados no dan ninguna indicación de esto.
—¿No entiende que está tratando de contenerse para que los chicos no lo golpeen? Él no los entiende y ellos no lo entienden a él. ¿Cuántos niños de primer grado conoce que sepan acerca de las farandolas?
—No sé de lo que estás hablando, Margaret. Yo sólo sé que Charles Wallace no me parece muy saludable.
—¡Está perfectamente bien!
—Está extremadamente pálido, y tiene unas grandes ojeras.
—¿Qué aspecto tendría usted si la gente lo golpeara en la nariz y le amoratara los ojos únicamente porque usted sabe más que ellos?
—Si es tan brillante —miró fríamente el señor Jenkins a la chica a través de las lentes de aumento de sus gafas—, ¿me pregunto por qué tus padres se molestan en enviarlo a la escuela?
—Si no existiera una ley al respecto, es probable que no lo hicieran.
Ahora, en pie junto a Charles Wallace en el muro de piedra, mirando a las dos rocas glaciares donde no había dragones al acecho, Meg recordó las palabras del señor Jenkins sobre la palidez de Charles Wallace, y se estremeció.
Charles preguntó:
—¿Por qué la gente siempre desconfía de personas que son diferentes? ¿Realmente soy tan diferente?
Meg, moviendo la punta de la lengua por los dientes que hacía poco tiempo que habían perdido su aparato de ortodoncia, lo miró con afecto y tristeza.
—Oh, Charles, no lo sé. Soy tu hermana. Te conozco desde que naciste. Estoy demasiado cerca de ti para saberlo —se sentó en el muro de piedra, primero examinando cuidadosamente las rocas: una grande, dócil y completamente inofensiva serpiente negra vivía en el muro de piedra. Era una mascota especial de los gemelos, y ellos la habían visto crecer desde que era una pequeña culebrilla, hasta su floreciente tamaño actual. Le pusieron por nombre Louise, en honor a la doctora Louise Colubra, debido a que los gemelos habían aprendido el latín suficiente para tomar provecho de su extraño apellido.
—Doctora Serpiente —había dicho Dennys—. ¡Qué bicho más raro!
—Es un nombre bonito —dijo Sandy—. Llamaremos a nuestra serpiente en su honor. Louise la Más Grande.
—¿Por qué la más grande?
—¿Por qué no?
—¿Tiene que ser más grande que cualquier otra cosa?
—Ella lo es.
—Evidentemente no es más grande que la doctora Louise.
Dennys se enfureció:
—Louise la Más Grande es muy grande para una serpiente que vive en la pared de un jardín, y la doctora Louise es una doctora muy pequeña, quiero decir, que ella es una persona pequeña. Supongo que como doctora debe ser bastante descomunal.
—Bueno, los médicos no tienen que ser de ningún tamaño específico. Pero tienes razón, Den, ella es pequeña. Y nuestra serpiente es grande —los gemelos rara vez estaban de acuerdo sobre cualquier cosa durante mucho tiempo.
—El único problema es que ella se parece más a un pájaro que a una serpiente.
—¿Acaso las serpientes y las aves, tiempo atrás en la evolución de las especies, no provienen originalmente del mismo phylum,** o como se llame? De todos modos, Louise es un muy buen nombre para nuestra serpiente.
Afortunadamente, a la doctora Louise esta cuestión le divertía enormemente. Las serpientes son criaturas mal entendidas, le dijo a los gemelos, y ella tenía ahora el honor de que un ejemplar tan espléndido llevara su nombre. Y las serpientes, añadió ella, estaban en el caduceo, que es el emblema de los médicos, así que todo era de lo más apropiado.
Louise la Más Grande había crecido considerablemente desde su bautismo, y Meg, aunque no tenía mucho miedo de ella, siempre tuvo cuidado de localizar a Louise antes de sentarse. Louise, en este momento, no estaba en ningún lugar que pudiera verse, por lo que Meg se relajó y volvió de nuevo a sus pensamientos sobre Charles Wallace.
—Eres mucho más brillante que los gemelos, pero los gemelos están lejos de ser tontos. ¿Cómo se las arreglan ellos?
Charles Wallace dijo:
—Me gustaría que me lo dijeran.
—Ellos no hablan en la escuela de la manera que lo hacen en casa.
—Pensé que si yo estaba interesado en las mitocondrias y las farandolas, otras personas también podrían estarlo.
—Te equivocaste.
—Estoy realmente interesado en ese tema. ¿Por qué resulta tan peculiar?
—Supongo que no es tan peculiar para el hijo de un físico y una bióloga.
—La mayoría de las personas no lo están. Interesadas, quiero decir.
—Tampoco son hijos de dos científicos. Nuestros padres nos proporcionan toda clase de inconvenientes. Nunca seré tan hermosa como mamá.
Charles Wallace estaba cansado de reconfortar a Meg.
—Y lo más increíble de las farandolas es su tamaño.
Meg estaba pensando en su cabello, su corriente color marrón de un ratón de campo, al contrario que los bucles cobrizos de su madre.
—¿Y por qué es tan increíble?
—Son tan pequeñas que lo único que se puede hacer es postular sobre ellas; incluso los más poderosos microscopios microelectrónicos no pueden mostrarlos. Pero son vitales para nosotros: nos moriríamos si no tuviéramos farandolas. Pero nadie en la escuela está ni remotamente interesado. Nuestra maestra tiene la mente de un saltamontes. Como tú decías, no es una ventaja tener padres famosos.
—Si no fueran famosos —apuesto a que todo el mundo sabe cuándo llaman desde Los Ángeles, o cuando papá hace un viaje a la Casa Blanca—, también lo estarían ellos. Todos nosotros somos diferentes, nuestra familia. A excepción de los gemelos. Tal vez porque son normales. O porque saben cómo actuar. Pero entonces me pregunto qué es o qué no es lo normal, en cualquier caso. ¿Por qué estás tan interesado en las farandolas?
—Mamá está trabajando en ellas.
—Ella ha trabajado en un montón de cosas y nunca has estado tan interesado.
—Si ella demuestra realmente su existencia, probablemente gane el Premio Nobel.
—¿Y qué? Eso no es lo que te fascina del tema.
—Meg, si algo le sucede a nuestras farandolas, ¿cómo decirlo?, sería desastroso.