Una mujer en peligro - Dixie Browning - E-Book

Una mujer en peligro E-Book

Dixie Browning

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Beschreibung

Dispuesto a vengarse, el oficial del Cuerpo de Operaciones Especiales de la Armada Curt Powers decidió encontrar a la persona que le había robado su herencia. Pero cuando el objeto de su búsqueda resultó ser la inocente y bella Lily O'Malley, Curt abandonó su estrategia y asumió el mayor riesgo de su vida... Lily no conocía a nadie parecido a Curt Powers. Brusco, duro, y sexy, despertó el deseo en su alma. Pero Lily nunca había entregado su corazón... ni su cuerpo a ningún hombre. ¿Podría convencerla Curt de que hay riesgos que merece la pena correr?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Dixie Browning

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una mujer en peligro, n.º 1029 - abril 2019

Título original: The Virgin and the Vengeful Groom

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-859-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Con sus grandes pies desnudos apoyados en la barandilla, Curt dejó que el cuello de la botella se deslizase entre sus dedos hasta depositarla en la arena del suelo del porche. Con la mirada fija en el Atlántico, continuó con el juego de palabras que le había enseñado un compañero de habitación en cierto hospital de Centroamérica.

Solo palabras que tuviesen algo que ver. Incluso jugando solo, se atenía a las reglas. Había empezado con la A una vez que se había instalado allí en Powers Point. En menos de una semana había llegado a las palabras con R. Recuperación y relajación.

Recreativo.

No. Recreativo no tenía nada que ver.

¿Reconstrucción… retiro? ¿A los treinta y seis años?

Bueno, qué demonios… ¿Qué tal recluido, rabioso, realmente hecho un asco?

Parecido a la A. Aburrido. Asqueado. Y amargado.

La P también le había salido sin dificultades. Powers Point, privado. ¿Pirata?

¿Habría sido su viejo un pirata? Siendo descendiente de varias generaciones de navegantes, Curt se lo preguntaba. Powers Point era una propiedad bastante valiosa, al menos en ese momento en que la isla se había convertido en un destino turístico. ¿Y cien años atrás? ¿Y doscientos años? ¿Por qué se instalaría alguien en un lugar así a menos que necesitase un acceso fácil y privado al mar?

Nunca habría pensado en ello si no hubiese heredado seis cajas selladas unos meses antes. Tras años de creer que su padre estaba muerto, había descubierto que Matthew Curtis Powers había vivido ahí, en Powers Point, hasta hacía unos años, cuando había ingresado en una residencia para ancianos en Virginia, afectado por el mal de Alzheimer. Solo pensar en ello, le daban ganas de golpear algo.

A tan solo veinticuatro horas de salir para otra misión, el abogado finalmente había dado con él para informarle de la muerte de su padre. Atónito, había aceptado unas escrituras y dos llaves… una para una casa en un lugar del que nunca había oído hablar, Powers Point, y otra de un módulo de un almacén en Norfolk. No había tenido tiempo de asimilar la noticia…. apenas había tiempo de localizar el almacén y ver lo que había. Seis cajas de libros de contabilidad, libros de navegación, diarios y periódicos viejos, sin mencionar media docena de novelas antiguas.

La Virgen y el Novio Vengativo. ¿Ese era un ejemplo de los gustos literarios de su familia?

¿Pero qué demonios sabía él de los gustos de su familia ni de libros ni de nada? Cuando era demasiado pequeño para saber qué pasaba, su madre le había dicho que su padre había muerto. Todos esos años lo había creído.

En cuanto a las cajas, solo tuvo tiempo para ver las tapas de los libros, pero eso había sido suficiente para alimentar su imaginación. Más tarde, mientras yacía en varias camas de hospital sin nada excepto tiempo en sus manos, empezó a recordar historias que le había contado su padre hacía más de treinta años. Fragmentos. Imágenes… cosas que un niño podía recordar, sin saber nunca si provenían de un cómic o de un programa de televisión o de algo real. Como el recuerdo de un barco llamado elCisne Negro.

Algunos de los papeles de las seis cajas tenían que ver con la navegación, lo que le hizo recordar a una pariente que se había criado a bordo de un barco y que había escrito unas cuantas historias bastante imaginativas.

Así recordó unas cuantas historias sobre su familia, varias generaciones atrás, que se habían hecho a la mar y se habían instalado allí, hombres, mujeres y niños por igual.

Los Powers de Powers Point. Como niño, no había dado mucho crédito a ninguna de las viejas historias, pero mientras estuvo tumbado boca arriba en varios hospitales, había tenido mucho tiempo para pensar. Y sí, incluso se había preguntado si el viejo Matthew se habría permitido algún trapicheo. Barbanegra había actuado por esa zona.

Al menos le había servido para tener la mente ocupada mientras esperaba a que agarrasen los injertos de piel, a que los huesos rotos se uniesen, y a que los músculos desgarrados se curasen. Y qué decir del tiempo que había tardado su cuerpo en librarse de una variedad de exóticos bichos que lo habían infectado mientras había estado enterrado hasta las orejas en un agujero de fango apestoso en una jungla de Centroamérica.

Todavía no podía hacer muchas cosas, pero en cuanto estuviese bien para hacer el viaje a Norfolk, su intención era retirar su herencia y aprender un poco más de su pasado.

Físicamente estaba hecho un desastre, pero mentalmente se encontraba bastante fuerte. Ciertas cosas estaban empezando a cobrar sentido. Como el hecho de que siempre se hubiera identificado como un extranjero en la tierra del maíz, Oklahoma, después de que su madre se casase otra vez. Por aquel entonces tenía unos ocho años. Su padrastro había sido un tipo bastante decente, pero nunca habían intimado mucho.

Finalmente, Curt se había alistado a la Armada y había visto más mundo del que nunca pensaba volver a ver. Eso todavía era un enigma. Su futuro. Mientras tanto estaba en un lugar que llevaba su nombre. Por el camino había amado y perdido. Alicia era un recuerdo que se desvanecía rápidamente y que ni siquiera intentaba recuperar.

En alguna parte de esas cajas podría hallarse la explicación de por qué siempre se había sentido atraído por el agua salada. Por qué había terminado prefiriendo ingresar en el Cuerpo de Operaciones Especiales de la Armada antes que quedarse en la hacienda de su padrastro.

Un mosquito se posó en la carne tierna de un injerto de piel reciente. Maldijo, se dio con la mano, y volvió a maldecir. Esa recuperación era como un grano en el… en diferentes partes de su anatomía. La paciencia nunca había sido una de sus virtudes. Al menos allí tenía tiempo e intimidad.

 

 

La propia casa era una reliquia desolada sin pintar, con escasos muebles, pero sorprendentemente sólida. Los edificios de afuera habían soportado demasiadas tormentas como para que mereciese la pena repararlos, incluso si los encontrase una utilidad. Incluso si se plantease quedarse por allí. En cuanto al resto de la propiedad, consistía en unos cien acres aproximadamente de arena, árboles raquíticos y unas marismas enlodadas que atufaban el aire cuando soplaba el viento.

Y qué decir del pequeño cementerio privado con media docena de lápidas caídas. La mayoría de los nombres habían sido erosionados por la arena y pocos eran legibles. Una se mantenía en pie. La de su padre. Matthew Curtis Powers, nacido el 9 de septiembre de 1931, muerto el 9 de septiembre de 1997. Irónico. A él se le ocurrían mejores formas de celebrar un cumpleaños.

Curt tomó aire con cautela. Demasiado hondo y dolía; demasiado superficial y se asfixiaba. Era una pesadilla.

«Ya ha pasado, hombre. Estás fuera».

Físicamente estaba fuera. Mentalmente… seguía allí.

Al menos tenía algo en lo que concentrarse. Eso ayudaba. Las pesadillas habían empezado a ser menos frecuentes, una vez que se había puesto a redescubrir al padre que recordaba vagamente, el hombre que le había enseñado a pescar cuando era tan pequeño que apenas podía sujetar la caña y que le había prometido que uno de esos días comprarían un barco y navegarían hacia las Indias. Estaba camino de la total recuperación.

En una semana o así conduciría hasta Norfolk y rescataría el resto de su herencia. A nadie le hacía daño conocer algo de su pasado… y sus raíces.

Moviéndose con engañosa soltura, Curt se dirigió a la cocina, abrió la oxidada nevera y frunció el ceño.

–Vaya, demonios –dijo lastimeramente.

Ni cerveza, ni beicon, ni huevos… solo un trozo de queso verde que no debía tener ese color. Ya no quedaban restos de pizza, se los había terminado para desayunar. Y no era que le apeteciese mucho hacer otro viaje por provisiones. Menos con su todoterreno sin transmisión automática. El viaje desde el hospital de Maryland casi lo había matado. Una vez que había abierto la casa, la había aireado y había descargado sus pocas posesiones, se había dirigido al pueblo más cercano para contratar a un carpintero. Mientras estaba allí, había hecho acopio de las necesidades de la vida: cerveza, beicon y huevos, además de una variedad de comida enlatada.

Esa vez el viaje no fue demasiado malo. El habitual tráfico de la costa, pero qué demonios… él no tenía ninguna prisa. Se detuvo en la oficina de correos para recoger la acumulación de cartas para tirar a la basura, y luego se dirigió al supermercado más cercano. Era finales de agosto. El lugar estaba atestado. Si había algo que no soportaba era que la gente lo mirase como si fuera un bicho raro. Sí, tenía unas cuantas cicatrices… ¿y qué?

Y sí, andaba un poco raro. ¿Y qué?

Los niños eran los peores. Se quedaban mirándolo, medio asustados, medio fascinados. Como si fuese una atracción de carnaval en lugar de un tipo que por casualidad se interpuso en el camino de unas cuantas libras de metralla.

–No has visto nada, chico –le daban ganas de gruñir–. Espera a que me baje los pantalones.

Pero por supuesto nunca lo hacía. Su madre, bendita fuese su alma frívola y mentirosa, le había enseñado algunos modales antes de que él abandonase el nido.

Proponiéndose no utilizar el carrito de la compra como una andador, metió en él un par de manzanas, unas cuantas latas de judías y de carne, pan y cerveza. Siguió con galletas, queso, café, y huevos. No llevaba lista, lo hacía con el juego de las letras como ejercicio mental para que no se le atrofiase el cerebro. Cuando llegó a la V, en lugar de verduras, compró el Virginian Pilot.

 

 

Tres días después de haberlas llevado a su casa, Lily todavía no había encontrado sitio para el contenido de las cajas. Estaba demasiado absorta en explorar su tesoro, un diario escrito hacía más de cien años. Por lo que sabía, era la primera persona que lo leía desde que la mujer llamada Bess había hecho su última anotación.

–Muy bien, Bessie, ¿dónde lo dejamos? –murmuró–. Estábamos escondiéndonos de ese mal nacido que había encerrado a tu tripulación, ¿verdad?

Poniendo los pie sobre una de las cajas, abrió el diario que había estado leyendo. Lo que había escrito allí era oro, puro oro. Diarios, libros de viajes… y todavía no había empezado con las novelas. Seis cajas llenas de un material maravilloso. Era como si le hubiese tocado la lotería.

La letra era mejor que la suya, pero aun así le costaba leerla. De vez en cuando Lily tenía que buscar alguna palabra en el diccionario. Aun así, era asombroso cómo una mujer del siglo XXI podía meterse dentro de la piel de una mujer de otra era. Bess Powers había crecido de una manera poco convencional y había continuado así por su cuenta.

Igual que Lily. Ambas había superado asombrosas circunstancias para hacer algo de sí mismas. Bess en una época en que las mujeres se suponía que solo eran para ser vistas no oídas, para llevar corsé y miriñaques.

Incluso fumaba puros. Lily no fumaba. Ni bebía. Ni siquiera tomaba una aspirina para el dolor de cabeza; sin embargo, de vez en cuando se permitía la comida basura.

–Te habrían encantado los submarinos, Bessie. Con pepinillos y cebollitas, y aceite y vinagre.

Bess había comido pescado crudo a bordo del barco y algo llamado carne salada de caballo. Nada de ello parecía muy apetitoso. Había comido frutas que Lily ni siquiera podía pronunciar, y mucho menos visualizar. Y deseaba creer que ella lo habría hecho también, si hubiese estado en el lugar de Bess. Porque cuanto más leía, más se convencía de que Bess Powers y ella eran tal para cual, separadas por un siglo, año más o menos.

Era como si el destino la hubiese guiado ese día. Había ido a un almacén para dejar una caja de libros… copias de autor de sus primeros tres libros, más varios ejemplares extranjeros. Doris, su ama de llaves, la había amenazado con quemarlas si volvía a verlas, pero no había más espacio en sus abarrotadas estanterías. Entonces fue cuando se percató de la subasta. Unas pocas personas pujaban por los contenidos de tres módulos con varios pagos atrasados. Era el procedimiento habitual, según le dijeron cuando ella preguntó qué pasaba.

–Pero eso es horrible –dijo ella, que se había acercado para ver lo que había en el lote.

Había unas cajas abiertas, que contenían solo libros y periódicos viejos. Las otras cosas no llamaron su atención, dos sillas, tres bicicletas y una maleta de ropa de invierno.

Por alguna razón, que en aquel momento no tenía mucho sentido, Lily se sintió proclive a defender esos papeles. Pobres cosas, nadie las quería. Prudente o no, pujó por el lote. Al menos podría darle a las cosas un entierro decente. Quemarlas o algo parecido. Tal vez incluso intentar localizar al dueño.

Sintiéndose con superioridad moral, echó un segundo vistazo y descubrió entre los periódicos antiguos, diarios de viaje y libros de cuentas, unas cuantas novelas antiguas, y varios diarios. Entonces fue cuando sintió ese temblor de emoción que siempre aparecía cuando daba con la semilla de algo. Algunas veces eran personas, a veces un conflicto… esa vez era una mujer llamada Bess, que había escrito unos diarios.

Diarios que Lily cada vez estaba más convencida de que ella era la que tenía que encontrarlos años más tarde, porque Bess y ella eran almas gemelas. Lo único que tenía que hacer era pagar lo que fuese por las cajas, arrastrarlas hasta su coche, estrujarlas para que cupiesen, y llegar a casa y subirlas a su apartamento en un tercer piso.

Lo que acabó haciendo, abierto su apetito con la promesa de misterio, tragedia, posiblemente hasta romance…

Las cajas eran muy pesadas, su coche pequeño. Estaba forcejeando para cargarlas en un carrito y así poder llevarlas al coche, cuando sintió alguien detrás de ella. Preparándose instintivamente para algún problema, oyó a un hombre que decía:

–¿Eh, no es usted Lily O’Malley, la famosa novelista? Mi esposa lee todo lo que escribe. La he reconocido por la fotografía de la solapa de sus libros.

Ella lo miró recelosamente. Llevaba una gorra de béisbol vuelta hacia atrás. La identificación de periodista prendida en su bolsillo parecía auténtica, pero con lo que le había sucedido la última semana… las llamadas telefónicas, esas horribles cosas que se había encontrado en el cajón de su ropa interior… no se atrevía a arriesgarse. Si ese tipo resultaba ser un acosador, se enfrentaría a él allí, en un lugar público donde podría gritar y pedir ayuda.

Por otro lado, si realmente era un reportero, preferiría que no le viese llevando su vieja adquisición. No era la imagen que a su editora le gustaba que diese.

Regla fundamental. Nunca demostrar miedo.

–¿Y usted es? –demandó ella en un tono de lo más imperioso.

Bill DeSalvo, del Virginian Pilot. ¿Qué lleva ahí, libros?

Parecía inofensivo.

–Nada valioso, viejos papeles en su mayoría. En realidad no estoy muy segura todavía.

–Le han dado gato por liebre, ¿eh?

–Muy hábil con las palabras –dijo ella irónicamente.

Después de oír su voz, estaba segura de que no era él. De hecho era un escritor. Así que se aventuró a sonreír, pero no muy afectuosamente.

–Déjeme echarle una mano.

Cuando la ayudaba a meter la última caja apretada por las puertas abiertas de su deportivo, DeSalvo ya había recabado bastante información. Se había enterado de que las cajas contenían viejos libros de cuentas, unas cuantas novelas mohosas y los diarios de una mujer que parecía haber pasado mucho tiempo en el mar. También se había enterado de que el último libro de Lily saldría a la venta en pocos días, y que ella estaría en la librería local. Y sí, por supuesto estaría encantada de firmar un libro para su esposa.

Cuando le preguntó de dónde sacaba sus ideas, ella señaló las cajas con la cabeza.

–¿Quién sabe? Puede que haya comprado seis cajas de ideas.

El joven tomó unas cuantas notas. Fue entonces cuando Lily se percató del fotógrafo al que él hacía señas con la mano.

–¿Le importa? –preguntó el joven periodista.

Ella se peinó un poco el pelo hacia atrás con la mano e intentó parecer lo más atractiva posible, con la vieja camisa blanca y los pantalones anchos que se había puesto para transportar los libros que Doris amenazaba con quemar.

Y ahí estaba, llevando más cosas para acumular.

–Espero que encuentre algo que merezca la pena todo este esfuerzo –le había dicho el joven reportero cuando ella se puso al volante.

–O al menos algo más interesante que cuentas y consejos domésticos – respondió ella, riéndose.

Y esa vez la cámara la captó con la boca abierta y el cabello flotando sobre su cara. Oh, bueno, cualquier publicidad era mejor que ninguna.

 

 

–¡Qué demonios dices!

Los pies de Curt golpearon el suelo del porche con tanta fuerza que hizo una mueca de dolor. Había leído y releído la noticia del Pilot.

Había sido la foto de la risueña mujer lo que había llamado su atención. Había algo intrigante en la forma en que su cabello se arremolinaba en torno a su rostro… y en la forma en que la camisa ceñía encantadoramente sus pequeños pechos respingones. Entonces fue cuando leyó las dos columnas. ¿Almacén? ¿Seis cajas? ¿Papeles, libros de cuentas, diarios y unas cuantas novelas mohosas?

¡Esa mujer era una ladrona! A menos que se equivocase, esas cajas apiladas en el asiento trasero de su coche de juguete eran de su propiedad.

Que no hubiese pagado un par de meses de alquiler, no daba derecho a esos malnacidos a subastar sus cosas. Como si no tuviese nada mejor que hacer que ocuparse de algo tan trivial. Él que había pasado un infierno al servicio de los intereses de su país. Combatiendo terroristas, traficantes de armas y de drogas, difícilmente podía caer en la categoría de un trabajo de nueve a cinco.

No le importaba lo que hubiese en esas cajas, su padre había querido que las tuviese e iba a tenerlas, y por lo que a él se refería, la señorita Lily O’Malley podía sacar sus ideas del vertedero de la ciudad.

 

 

Tardó tres días en localizar a la mujer. El viaje hasta Norfolk fue más largo de lo que debía porque tenía que parar cada cincuenta millas o así para estirar un poco el cuerpo. Lo primero que hizo cuando llegó fue alquilar una habitación en un motel y estar bajo el chorro del agua caliente hasta que empezaron a cerrársele los párpados. Después de secarse, se tumbó en la cama y durmió durante diez horas.

El día siguiente lo pasó buscando a una mujer que obviamente no quería que la encontrasen. La compañía telefónica no fue de gran ayuda. Cuando insistió le dijeron que la mujer había estado recibiendo llamadas excéntricas y que si seguía insistiendo llamarían a la policía.

Lo siguiente que probó fue el almacén, pero la cabeza de chorlito de la oficina le recitó la política de la empresa. Tuvo que contenerse para no decirle lo que podía hacer con la política de la empresa y se dirigió al periódico, con no mejor suerte.