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La línea que separaba lo personal de lo profesional era muy delgada. Frente a la puerta del ático del famoso playboy Demyan Zukov, la secretaria Alina Ritchie temblaba debido a los nervios. No debería haber aceptado el empleo. Se sentía perdida, y eso que aún no había conocido a su nuevo jefe. La mala reputación de Demyan era cierta. Sus miradas apasionadas la hacían sentirse casi desnuda. Descubrió que su forma de mirarla despertaba en ella una rebeldía que la impulsaba a desafiarlo continuamente. Pero si cada vez que se rozaban saltaban chispas, ¿cuánto tiempo podría Alina continuar negándose a lo que su cuerpo le reclamaba a gritos?
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Seitenzahl: 174
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Carol Marinelli
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Una mujer valiente, n.º 2327 - agosto 2014
Título original: The Only Woman to Defy Him
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4546-6
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
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Ese día no.
Demyan Zukov miró por la ventanilla de su jet privado mientras iniciaba el descenso hacia Sídney, Australia.
Era una vista magnífica, y él era dueño de parte de los rascacielos. Sus ojos oscuros localizaron el ático en el que vivía y, después, se fijaron en las numerosas ensenadas de la costa. El agua era de un sorprendente azul oscuro y estaba llena de barcos, ferries y yates que se abrían paso hasta el puerto dejando una estela blanca tras ellos.
Esa vista siempre lo entusiasmaba y emocionaba. Siempre había la posibilidad de pasárselo bien en cuanto el avión aterrizara.
Pero ese día no.
Demyan recordó su primer viaje a Australia. Lo había hecho con mucho menos estilo y, desde luego, la prensa no lo esperaba para darle la bienvenida. Entonces era un desconocido, aunque dispuesto a dejar huella. Tenía trece años cuando se marchó para siempre de Rusia.
Había llegado en un avión comercial, en clase turista, con su tía Katia. Y había mirado por la ventanilla para contemplar la tierra que lo esperaba. Katia le habló de la granja en la montaña que pronto sería su hogar.
La educación de Demyan había sido brutal. No había conocido a su padre, y su madre, soltera, se había visto atrapada en una espiral de pobreza y alcohol, y en ella se gastaba el escaso apoyo que recibía del Gobierno.
A los cinco años, Demyan tuvo que hacerse responsable de mantenerlos a ambos. Había trabajado muy duro, y no solo en la escuela. Por las tardes y los fines de semana, acompañado de Mikael, un chico de la calle, limpiaba los parabrisas de los coches detenidos en los semáforos y pedía limosna a los turistas.
Si era necesario, escarbaba en la basura de los restaurantes y hoteles. Y así, todas las noches podían cenar madre e hijo. Al final de su vida, su madre había dejado de preocuparse por la comida y solo exigía vodka y más vodka mientras se volvía cada vez más paranoica y supersticiosa.
Cuando murió, Demyan creyó que viviría en la calle con Mikael, pero Katia, la hermana de su madre, había llegado a Rusia desde Australia, donde vivía, para el entierro de Annika.
Katia se quedó horrorizada al saber cómo habían vivido su hermana y su sobrino, ya que Annika siempre le decía en las cartas y las llamadas telefónicas que les iba bien. Miró detenidamente a su escuálido sobrino, cuyo cabello negro y ojos grises contrastaban con su pálida piel. Y aunque no lloraba, su rostro expresaba confusión, recelo y pena.
Al entierro de Annika solo acudieron tía y sobrino. El sombrío oficio religioso tuvo lugar muy lejos de cualquier iglesia, y a Demyan le pareció oír los gritos de protesta de su madre mientras el féretro descendía en tierra no consagrada.
—¿Por qué no me dijo Annika lo mal que estaban las cosas? — preguntó Katia a su sobrino mientras se alejaban de la tumba.
—Era muy orgullosa — respondió él girándose para mirar la tumba.
Sí, Annika Zukov había sido muy orgullosa para pedir ayuda, pero muy débil para cambiar en su propio beneficio o en el de su hijo, pensó Demyan con amargura.
—Las cosas mejoraran ahora — afirmó Katia mientras le pasaba el brazo por los hombros, pero el niño se echó a un lado.
Volaron desde un frío San Petersburgo al verano australiano. Durante el viaje, Demyan, huraño y sufriendo en silencio, solo se animó al contemplar por la ventanilla la belleza majestuosa de la tierra a la que llegaban. Había oído que Sídney tenía uno de los puertos más bonitos del mundo.
Y era cierto.
Por primera vez en mucho tiempo, lo que le habían dicho era verdad.
Era como ver el sol por primera vez. Te hacía daño y te cegaba, pero no podías evitar volver a mirarlo.
El corazón de Demyan seguía siendo de hielo, tan frío y oscuro como la tierra en la que yacía su madre, pero al acercarse a su nuevo hogar, al ver por primera vez la Opera House y el Harbour Bridge, se juró que nunca volvería a Rusia y que aprovecharía cada oportunidad que se le presentara a partir de aquel nuevo comienzo.
Y Demyan había aprovechado todas las oportunidades.
Todas y cada una.
Pronto aprendió a hablar inglés, aunque con un fuerte acento ruso, pero con muy buenas calificaciones, que siguieron siendo buenas al entrar en la universidad. El estudio siempre había sido su prioridad, pero, cuando acababa el trabajo del día, se dedicaba a divertirse.
Pocas mujeres se resistían a su aspecto inquietante y a la ocasional recompensa que suponía verle sonreír. El sexo siempre tenía lugar en los términos que dictaba él. No se entretenía en besarlas, pero su falta de afecto la compensaba con una buena técnica, aunque pronto se aburría y cambiaba de pareja.
Con Nadia tuvo una corta aventura.
Al ser una compatriota, le resultó agradable volver a hablar en su propia lengua. El cerebro se le fatigaba después de media hora haciéndolo en inglés.
Fue una sola noche, pero tuvo consecuencias: a los diecinueve años, Demyan supo lo que era ser padre.
Dejó de estudiar y se puso a trabajar. Pronto comenzaron a rifárselo diversas empresas, pero él se negó a comprometerse solo con una. No había podido controlar la vida de su madre, pero controlaba la suya completamente.
A los veintiún años, ya se había divorciado de Nadia, pero no consideró su breve matrimonio un fracaso porque Roman, su hijo, era su mejor logro.
Lo había sido.
Cuando las ruedas del jet tocaron tierra, Demyan cerró los ojos y trató de olvidarse de la terrible revelación de Nadia, pero volvió a abrirlos. Estaba en Sídney para enfrentarse a la situación.
Iba a ser una visita difícil. Los medios de comunicación se habían enterado de que Nadia iba a casarse con Vladimir y de que se llevaría a Roman, que tenía catorce años, a vivir a Rusia.
La familia Zukov era el equivalente a la realeza en Australia, por lo que los medios acosaban a crueles preguntas a Demyan, que él se negaba a contestar.
Pasó la aduana y trató de protegerse de los periodistas que lo esperaban.
Y tal vez hubiera sido mejor que estos se protegieran de él, porque, si una cámara más se interponía en su camino, en el estado de ánimo en el que se hallaba, iba a haber una exclusiva en la última edición del telediario. Ni siquiera se dignó a contestar «sin comentarios» a las preguntas sobre Nadia y Roman.
No tenía ganas de hablar con los medios cuando ni siquiera había podido hacerlo con Roman.
¿Cómo iba a decirle que cabía la posibilidad de que no fuera hijo suyo?
—Dobryy den, Demyan — Boris, su chófer, le dio las buenas tardes cuando este se montó en el coche.
Mientras se dirigían a su casa, Demyan llamó por teléfono a Roman, pero siguió sin obtener respuesta.
Finalmente, y contra su voluntad, llamó a Nadia.
—Quiero hablar con Roman.
—Se ha marchado unos días con unos amigos — afirmó Nadia— . Quería estar con ellos antes de que nos fuéramos a Rusia.
—Deja de jugar, Nadia. Soy yo quien quiere estar con él antes de que se marche. Estoy aquí, en Sídney. Dime dónde está.
—¿Por qué no nos vemos y hablamos? Puedo ir a tu casa y...
Nadia bajó la voz, y Demyan sonrió sin alegría. Si ella supiera lo frío que lo dejaban sus intentos de seducirlo, se los ahorraría. Menos de un mes antes de la boda de ella, no le producía placer alguno que estuviera dispuesta a traicionar a Vladimir.
—No tenemos nada de que hablar.
—Demyan...
Este finalizó la llamada porque, de no haberlo hecho, le hubiera dicho a Nadia lo que pensaba de ella.
—Llévame a un hotel — le dijo al chófer, ya que se veía incapaz de ir a su casa.
Ya no era su hogar.
—¿A cuál prefieres?
—¿Cuándo se inaugura el nuevo casino?
—La semana que viene — contestó Boris reprimiendo una sonrisa. ¡Demyan había vuelto!— . Supongo que estarás invitado.
—Por supuesto — replicó Demyan, molesto porque le habría gustado ir al nuevo complejo de hotel y casino— . Busca un hotel que tenga libre la suite presidencial durante toda mi estancia en la ciudad. Probablemente me quedaré un mes.
Mariana, su secretaria, estaba en Estados Unidos y atendería cualquier encargo de su jefe. Boris hizo unas cuantas llamadas y, poco después, el coche se detuvo frente a un lujoso hotel.
El personal se esforzó al máximo para atender la inesperada llegada de su huésped más prestigioso.
La suite estaba libre y preparada para recibirlo. Sin embargo, que fuera Demyan Zukov quien llegaba, hizo que veinticuatro plantas más arriba un buen puñado de trabajadores se dedicara a toda velocidad a comprobar que todo estaba perfecto para recibirlo.
Al entrar, Demyan apenas miró a su alrededor.
Los hoteles, por lujosos que fueran, se parecían mucho.
—¿Le apetece tomar algo de beber? — le preguntó el mayordomo.
—Quiero estar solo.
—¿Le gustaría...?
—He dicho que quiero estar solo. Llamaré si necesito algo.
Cuando la puerta se cerró, Demyan se quedó solo por primera vez desde que Nadia le había dado la noticia.
Se tomó unos segundos para asimilarla. Se había negado a aceptar la posibilidad de que Roman no fuese su hijo, desde luego. Tenía que serlo. Lo había abrazado en el momento de nacer, lo había mirado a los ojos y lo había querido desde ese instante. Nunca había dudado que fuese hijo suyo.
Había tratado de olvidar lo que Nadia le había dicho con alcohol y mujeres.
Casi lo había conseguido.
Al personal del hotel, a pesar de sus esfuerzos, se le había pasado un detalle por alto. Mientras Demyan hojeaba los periódicos vio una revista con Vladimir y él en la portada y el siguiente titular: ¿A quién elegiría usted?
Demyan pensó con amargura que inducía a error, ya que Nadia no podía elegir entre los dos porque él no volvería a aceptarla incuso aunque ella albergara la fantasía de que volvieran a ser una familia.
Pero a la prensa sensacionalista le encantaban aquellos jueguecitos. Demyan pasó las páginas hasta llegar al artículo en cuestión.
Allí estaba Vladimir, cincuenta y pocos años, muy rico y con buena reputación. Lo único que le faltaba en la vida era un hijo.
Y allí estaba él.
Treinta y tres años, con una fortuna ante la que Vladimir, en comparación, era pobre de solemnidad, y una apariencia en la que era indudable que aventajaba a Vladimir.
¿Cuál era la parte negativa?
Demyan no tenía que pasar la página para saberlo, pero lo hizo. Era cierto: era un playboy que se dedicaba a recorrer el mundo alojándose en hoteles, preferiblemente con casino. Y también era cierto que, a veces, desaparecía en su yate con una colección de rubias.
Demyan trabajaba mucho y se divertía más.
¿Por qué no si era soltero?
Siguió leyendo y tuvo que reconocer que, por una vez, la prensa había jugado limpio.
En efecto, tenía una escandalosa reputación, pero se veía compensada por su enorme éxito, porque nadie podía poner en duda que adoraba a su hijo y porque sus excesos siempre tenían lugar fuera de Australia.
El artículo se preguntaba por qué no se había enfrentado a Nadia.
¿Por qué dejaba que se llevara a su hijo a Rusia sin luchar por él? Si Demyan Zukov se proponía una cosa, la conseguía. Entonces, ¿por qué no pedía a un tribunal de justicia que su hijo, nacido en Australia, se quedara allí?
Demyan continuó leyendo, y se le hizo un nudo en el estómago al pensar que Roman estaría leyendo lo mismo.
El artículo era implacable. Tal vez a Demyan no le importara su hijo, tal vez la buena relación padre-hijo hubiera sido una pose ante las cámaras. ¿Había una señora Zukov entre bastidores?
Pobre de ella si la había, afirmaba el artículo.
¿Estaría cansado Demyan de sus frecuentes viajes a Sídney y encantado de que Nadia se ocupara ella sola de su hijo?
Se sirvió una copa, dio un trago y se acercó a la ventana. Desde allí veía su casa, donde había pasado muchas noches escuchando tocar al grupo que formaban su hijo y sus amigos. Allí, en la piscina de la azotea, había enseñado a Roman a nadar.
Dejó de mirar y, lleno de ira, tiró el vaso.
No soportaba poner los pies allí. Quería venderla. También tendría que vender la granja que había sido su primer hogar en Australia, ya que, si Roman se iba a Rusia, no habría motivo alguno que lo retuviera allí ni motivo alguno para volver.
Demyan pensó en pedir a su secretaria que se reuniera con él para que se encargara de todo, pero decidió que no lo haría, a pesar de que le gustaba su profesionalidad en la cama. A fin de cuentas, no se trataba de negocios, sino de algo personal. Si iba a ser su último viaje a Sídney, tendría que ocuparse de muchas cosas que le iban a doler.
Descolgó el teléfono.
—Necesito una secretaria durante un par de semanas, tal vez un mes. Alguien discreto y que entienda de inmuebles.
—Por supuesto. ¿Para cuándo la...?
Demyan lo interrumpió.
—Para mañana a las ocho de la mañana.
Al día siguiente, comenzaría a enfrentarse a lo que lo esperaba.
Empezaría a desmantelar su vida allí y la dejaría atrás para siempre.
Ya nada lo retenía en aquella ciudad.
Se sirvió otra copa.
¿Qué iba a hacer ese miércoles por la noche? Decidió ir al casino. Se emborracharía y, por una vez, haría honor a su reputación en Sídney.
Rubia, pensó mientras bebía.
No, morena; o, tal vez, pelirroja.
¿Por qué no las tres?
Esa noche, se iría de juerga como si el mañana no existiera.
Volvió a mirar por la ventana y contemplo la vista que en otro tiempo lo calmaba.
Ese día no.
Por qué había mentido?
Alina Ritchie suspiró, nerviosa, mientras el taxi se aproximaba a un hotel increíblemente lujoso.
Sacó el espejo del bolso por quinta vez desde que el taxi la había recogido en el piso que compartía con Cathy, comprobó su aspecto y volvió a desear que, si poseía el gen de la elegancia, se manifestara ese día.
Hasta aquel momento, no lo había hecho.
Se había puesto su único par de medias y, afortunadamente, no se le había hecho ninguna carrera. El maquillaje casi había desaparecido y, durante el corto paseo hasta el taxi, el aire húmedo del final del verano había comenzado a rizarle el pelo. Trató de alisárselo con las manos.
Ese día, las cosas tenían que salirle bien.
Era la oportunidad que llevaba esperando desde hacía tiempo.
Resuelta a forjarse una carrera segura, y con el consejo, amargo pero sabio, de su madre en mente, había dejado de lado su interés por el arte y se había inclinado por ser secretaria.
Al ver que, en el último momento, vacilaba, su madre le había preguntado cuántos artistas había que no conseguían vivir de su arte. Lo único que Alina deseaba era pintar, pero su repertorio de temas no era muy amplio.
Pintaba flores.
¡Montones de flores! En lienzo, en seda, en papel y en su mente.
—Necesitas un trabajo decente — le había aconsejado Amanda Ritchie— . Todas las mujeres deberían ganar un sueldo. No puedo mantenerte, Alina, y espero haberte educado para no depender de un hombre.
El hecho de que Amanda estuviera a punto de perder su granja de flores acabó por decidir a Alina a entrar en el mundo empresarial, pero también había muchas secretarias luchando por abrirse camino, y Alina era una de ellas.
Su naturaleza introvertida y, a veces, soñadora no encajaba en el activo mundo de la empresa.
Su fuente principal de ingresos era un restaurante en el que servía mesas cuatro o cinco noches a la semana. La noche anterior, justo cuando iba a salir para el trabajo, la habían llamado de una selecta agencia de empleo donde se había inscrito unos meses antes. Sus redondeadas curvas no encajaban en el patrón habitual, por lo que rara vez la llamaban.
¡Salvo cuando estaban desesperados!
Se quedó sorprendida ante lo que le ofrecieron. Habían llamado de un hotel porque necesitaban urgentemente una secretaria para un importante huésped. Las candidatas preferidas por la agencia no estaban disponibles debido a la poca antelación con que se había producido el aviso y a que no estaba claro el tiempo que se necesitarían sus servicios: un par de semanas, probablemente un mes. Por eso habían llamado a Alina.
—En tu currículum pone que has trabajado con inmuebles y propiedades — había afirmado Elizabeth, la entrevistadora de la agencia.
—Así es.
Alina no había mentido del todo.
Simplemente, no había especificado que su única experiencia había sido ayudar a su madre a vender la granja, antes de que el banco se la embargara. Después, Elisabeth le dijo que el cliente para el que trabajaría sería Demyan Zukov.
—Supongo que sabes quién es.
Nadie lo ignoraba. A veces, comía en el restaurante en el que trabajaba Alina, aunque sus caminos no se habían cruzado. La última vez que había estado allí, ella estaba en casa, enferma de anginas, y a su vuelta todo el personal hablaba del famoso cliente.
Alina estuvo a punto de confesar a la entrevistadora que el trabajo le venía grande, pero le resultó imposible dejar pasar la oportunidad de que Demyan figurara en su currículum.
La agencia se encargó de que la firma del contrato se hiciera a toda prisa.
—Todos nuestros clientes son importantes, pero supongo que no tengo que decirte lo importante que es este.
—Claro que no.
Elisabeth estaba demasiado preocupada para ser sutil.
—¿Estás segura de que podrá hacerlo?
—Totalmente.
A pesar de la aparente seguridad de Alina, Elisabeth no pareció muy convencida.
«Podrás hacerlo», se dijo Alina al bajar del taxi y detenerse unos segundos frente al hotel para tranquilizarse.
Sí, ese día todo iría bien, porque si no era así...
Alina respiró hondo y se hizo una promesa.
Si aquello no salía bien, dejaría de intentar sobrevivir como secretaria y reconocería que no estaba hecha para ese trabajo.
Al sentir que le oprimía la falda pensó en que debiera haber continuado con la dieta.
Era el problema de trabajar en un excelente restaurante. El dueño era buena persona y permitía que todo el personal comiera algo del suntuoso menú.
¿Quién podía negarse?
Ella no.
En el fondo, era una chica de campo con buen apetito, aunque ese día debería desempeñar el papel de una eficiente secretaria de ciudad, a la que nada perturbaba.
Ni siquiera Demyan Zukov.
El labio superior comenzó a sudarle cuando se presentó en la recepción del hotel y le pidieron el carné de identidad. El recepcionista le dio una tarjeta para el ascensor que la llevaría a la suite presidencial.
Mientras subía se mareó. Y se sintió aún peor cuando las puertas se abrieron al llegar a su destino y una hermosa mujer, de hermoso pelo negro y con el rímel corrido, entró en el ascensor mientras ella salía.
Alina pensó que sería la que había pasado la noche con Demyan.
Leía muchas revistas del corazón, por lo que conocía perfectamente su decadente estilo de vida.
¡O eso creía!
Mientras recorría el pasillo, una mujer rubia y llorosa se cruzó con ella. Aunque Alina desvió la mirada inmediatamente, pudo ver que tenía un seno desnudo.
Estuvo a punto de dar la vuelta y salir corriendo.
Se dijo que debía comportarse como si ya lo hubiera visto todo.