Una novia poco adecuada - Lindsay Armstrong - E-Book
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Una novia poco adecuada E-Book

LINDSAY ARMSTRONG

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Beschreibung

Saffron Shaw había tenido que trabajar mucho para sacar adelante su negocio de diseño de interiores, pero ahora había llegado el momento en que podía permitirse incluso escoger a sus clientes. Por ello, no le preocupó rechazar un encargo de Fraser Ross, pero no imaginaba que tan solo dos días después iba a tener que explicarle el porqué cara a cara. Fraser no estaba dispuesto a aceptar un no por respuesta, en ningún sentido. Pero cuanto más se conocían, más segura estaba Saffron de que lo que Fraser anhelaba era una vida tranquila con una tranquila esposa, y que sus modales de gata salvaje la convertían en una candidata del todo inadecuada...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización

de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Lindsay Armstrong

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Novia poco adecuada, n.º 1331 - junio 2022

Título original: Wildcat Wife

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1105-722-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Saffron, ha llegado otro encargo. ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Delia Renfrew en tono de asombro mientras dejaba una carta delante de su jefa.

Saffron Shaw se pasó la mano por la mata de pelo rojizo, dejó a un lado algunos bocetos en los que estaba trabajando y se colocó el bolígrafo detrás de la oreja. Tenía su propia tienda de diseño de interiores desde hacía algún tiempo y los años de trabajo duro, ideas innovadoras y su sentido del diseño estaban dando inmenso fruto. Apenas podía dar abasto con el trabajo que tenía.

—¿Quién es? ¿Alguien conocido? —respondió con una voz ligeramente ronca.

—No. Al menos, yo no conozco a Fraser A. Ross, ¿y tú?

Saffron sonrió y tomó la carta.

—Tiene que ser escocés. Apuesto a que la A es la inicial de Alistair, Archie, Andrew o Angus. Y qué pomposo suena, por cierto —Saffron hinchó los carrillos y siguió hablando con voz más grave—. Fraser A. Ross. ¡Lo que me sorprende es que no haya añadido «señor don»!

—Pero quiere que decores toda su casa —dijo Delia entre risas.

—Mm… mm… —Saffron echó un vistazo a la hoja—. Su casa de verano. Mm… en una de las islas Whitsundays.

—Es un lugar precioso —comentó Delia.

—También está muy lejos, y las islas son lugares bastante inaccesibles. No —dijo Saffron con determinación—. Puedes contestarle al señor Fraser A. Ross y decirle que soy alérgica a las personas que usan su segunda inicial, que tengo el claro presentimiento de que es un escocés pomposo, parsimonioso, seguramente anciano, y con debilidad por la tela escocesa… y por racanear con el dinero, así que la respuesta es no.

—Dicho de otra forma —dijo Delia con voz pausada—, te gustaría que escribiese una nota educada con el propósito de comunicarle que unos compromisos de carácter preferente te obligan a declinar su halagador encargo con profundo pesar.

—Exactamente. No sé qué haría sin ti, Delia.

—Bueno, es casi la verdad —dijo Delia encogiéndose de hombros—. Estamos de trabajo hasta las orejas, pero ¿estás segura de que no quieres pensártelo un poco más?

Saffron contempló a su ayudante con afecto. Delia tenía cuarenta y cinco años, en contraste con los veinticinco de Saffron, no tenía hijos, había pasado por un matrimonio fallido y destinaba toda la energía que podría haber dedicado a una familia a su trabajo. Delia no tenía espíritu artístico, pero era un genio en cuestiones legales y de organización: llevar las cuentas, buscar a proveedores recalcitrantes y definir prioridades.

—No, Delia. No creo que pueda encontrar el tiempo para trabajar tan lejos de aquí, teniendo en cuenta la logística que ello implica, que promete ser complicada. Y, para ser sincera, tengo el presentimiento de que este trabajo no es para mí, no me preguntes por qué.

Hizo una mueca, volvió a tomar la carta y la echó al aire con el dorso de la mano.

—Tiene que ser un anciano… el lenguaje es tan arcaico y… protector.

Delia rescató la carta y la volvió a leer.

—«Le ruego tenga la bondad de hacernos saber en breve su respuesta» —leyó Delia—. Supongo que sí. De todas formas…

—Ya lo sé —la interrumpió Saffron—. Las dos conocemos ancianos maravillosos, pero no. Fraser A. Ross y yo no estamos hechos el uno para el otro, créeme.

—Está bien. No habrás olvidado que estás invitada al baile del juez Whitney Spence y su mujer Sarah el viernes por la noche, ¿verdad? Casi es en tu honor, ya que les has redecorado la casa.

—Sí, lo había olvidado… maldita sea —dijo Saffron con ánimo pesimista—. ¡No tengo nada que ponerme!

—Entonces sal y cómprate algo —le recomendó Delia con indiferencia—. Estoy segura de que será un acontecimiento de alta costura.

Saffron se animó.

—¿Quieres que siente un precedente?

—¿Por qué no? —contestó Delia—. Ahora puedes permitírtelo, gracias a tus grandes esfuerzos, tu talento y, debo decir, la excelente cabeza que tienes para los negocios.

—¡Me has deprimido! —murmuró Saffron, y las dos volvieron a echarse a reír.

Pero cuando Delia la dejó, Saffron permaneció sentada durante unos instantes con la barbilla apoyada en las manos recordando lo que habían sido los últimos años.

Había iniciado su carrera en el mundo laboral tapizando barcos. Por aquel entonces no tenía su tienda Azafrán en Sanctuary Cove, un centro turístico precioso constituido por una pequeña población comercial y zonas residenciales en el extremo norte de la Costa de Oro. En realidad, su centro de operaciones había sido un apartamento en Southport, en el que trabajaba con una máquina de coser industrial un tanto singular, aunque durante dos años había estudiado arte, diseño, fabricación textil y diseño de interiores en una escuela universitaria.

Siempre le había encantado dibujar y le habían fascinado las combinaciones de colores, las casas, el mobiliario, las antigüedades y el arte moderno.

Y como Sanctuary Cove estaba situado junto al río Coomera y tenía un gran puerto marítimo, allí fue donde buscó trabajo y, pensó con una leve sonrisa, una cosa había llevado a la otra y…

Unas pocas sugerencias discretas a algunos dueños de yates para los que había trabajado resultaron en un encargo de, no sólo renovar la tapicería, sino redecorar todos los interiores. Y empezó a darse a conocer. Sanctuary Cove empezaba a crecer a un ritmo asombroso, tanto en casas como en apartamentos, y antes de que pasara mucho tiempo recibió el primer encargo de decorar toda una casa.

Unos dos años más tarde, ya tenía bastante trabajo como para dejar a un lado la tapicería de barcos y abrir su tienda Azafrán en el centro de la población. Pero ya no estaba confinada a trabajar en Sanctuary Cove, requerían su talento en toda la Costa de Oro y en el interior, y hasta en la ciudad de Brisbane.

Pero nunca lamentaba tener su base en aquella pequeña población. Le encantaba el ambiente, las tiendas, la galería de arte, los restaurantes y las terrazas. También estaba el mercado y la sala de cine, la preciosa vista del río con todos los yates y los elegantes cruceros, la mezcla ecléctica de aficionados a la navegación, turistas y todos los habitantes de Sanctuary Cove.

Los jardines siempre eran exuberantes y hermosos. Había dos pistas de golf, instalaciones como el Recreation Club, al que Saffron pertenecía, en el que se podía jugar no solamente al golf sino al tenis, hacer musculación en el gimnasio o refrescarse en la piscina después de un largo y caluroso día. Y a menudo había atracciones como bandas y conciertos los fines de semana, desfiles de moda, espectáculo de barcos, corales navideñas, y mucho más.

«No», pensó Saffron, «Sanctuary Cove ha sido un lugar maravilloso para mí». Y volvió a colocar el bloc de bocetos frente a ella.

 

 

Pero no fue hasta el viernes a la hora del almuerzo, cuatro días después, cuando Saffron recordó su decisión de buscar un traje impactante para aquella noche, y salió apresuradamente de compras. El vestido que se llevó a casa era un sueño. Además, por una vez, había terminado pronto el trabajo y se tomó su tiempo para arreglarse para la fiesta. Se dio un largo baño de burbujas y luego se lavó el pelo.

Mientras dejaba que se secara al aire, se relajó en una silla cómoda y se hizo la manicura. Se pintó las uñas, cortas y perfectamente limadas, de un color rosa palo que estaba de moda. Cuando se secaron, empezó a vestirse. Se puso un frívolo liguero de encaje y unas medias finísimas. Unas braguitas de seda y encaje a juego completaban su ropa interior, ya que el vestido tenía forma y no precisaba sujetador. Luego descolgó el vestido y suspiró con satisfacción, ya que era toda una belleza…

 

 

—¿Quién es la Venus de bolsillo?

Diana Marr levantó la vista y siguió la mirada ociosa y extrañamente desapasionada de su hermano.

—Ah, ésa… —pero hizo una pausa inesperada para hablar con severidad—… no es para ti.

—¿No? —inquirió su hermano levantando una ceja con ironía—. ¿Se puede saber por qué no?

Diana se mordió el labio y observó a Saffron, que resplandecía con su vestido de seda verde pálido. No tenía tirantes y se ceñía en torno a su pecho haciendo resaltar su cintura de avispa antes de caer hasta justo encima del suelo en forma de abundantes pliegues rectos. Con el vestido llevaba puesto un collar de cuentas de siete vueltas que le llegaba a la cintura, y las cuentas hacían juego tanto con el vestido como con sus ojos. Su larga melena de pelo rojizo rizado le caía con naturalidad. Cuando se movía, podían verse sus zapatos de tacón de aguja sin talón con lazos de bailarina entrelazados en torno a sus esbeltos tobillos.

Y Diana Marr, vestida de forma más conservadora y mucho más apropiada para lo que era una cena con baile y no un baile de fiesta, tuvo que admitir con un suspiro que Saffron Shaw le había quitado el protagonismo.

—¿Diana? —le instó su hermano con voz suave.

—No es tu tipo.

—¿Acaso eres una autoridad en la materia, querida hermana mía?

—Sí —dijo Diana malhumorada—. Es una mujer de negocios fría y astuta, vive dedicada a su profesión, estoy segura. Y tú deberías estar buscando una esposa, no una…

—¿La otra clase de mujer? —interpuso su hermano con una sonrisa—. Eso hago.

Los ojos de Diana se posaron rápidamente sobre los suyos y sorprendieron una mirada grave en el fondo de sus pupilas oscuras de la que desconfió plenamente, conociéndolo como lo conocía de toda la vida.

—No, escucha, lo digo en serio —dijo acaloradamente—. Tienes treinta y cinco años…

—Y estoy con un pie en la tumba —murmuró.

—¡Sabes a lo que me refiero! —dijo Diana chas- queando la lengua con desesperación—. No…

—Sé exactamente a qué te refieres, querida —la tranquilizó su exasperante hermano—. Pero créeme, yo también hablo en serio. Una esposa es lo que necesito y decididamente busco.

Diana abrió la boca, la cerró y luego dijo con mordacidad:

—¿Por qué no pones un anuncio?

—¿Porque habría imaginado que lo aprobarías? —sonrió su hermano.

—Lo hago. Pero no estoy segura de que funcione como tú dices. Pero si hablas en serio, yo que tú me alejaría de Saffron Shaw.

—Ah, de modo que ésa es Saffron Shaw.

Su tono de voz hizo que Diana volviera a observar a su hermano frunciendo levemente el ceño. Y la fastidió terriblemente saber que su atractivo satánico y moreno resultaba diabólicamente irresistible para las mujeres, ¡lo había visto tantas veces! No sólo eso, hasta se había molestado en llamar su atención hacia varias candidatas que habrían sido buenas esposas para él, pero sus intentos nunca habían cuajado.

—Sí, ésa es Saffron —corroboró Diana—. Acaba de redecorar esta casa.

—Impresionante —repuso su hermano mirando a su alrededor.

—Sí. Los Spence están embelesados.

—Pero es evidente que tú no, Diana. ¿Por qué no dices de una vez por qué debo alejarme de ella? Antes de que explotes —añadió en voz baja.

—A veces te odio —declaró Diana.

—Vamos, Di —la engatusó con una inesperada sonrisa encantadora—. ¿Acaso es, digamos, promiscua? ¿Está casada? ¿Divorciada? ¿Qué otra cosa podría haber hecho para merecer tu desaprobación?

Diana se sonrojó ligeramente.

—No hay nada de eso, que yo sepa —dijo rígidamente, luego se ablandó un poco—. Y seguramente lo sabría. No, lo que pasa es que está excesivamente metida en su trabajo.

—No lo parece en estos momentos —comentó su hermano con ironía mientras Saffron pasaba a su lado bailando en los brazos de un hombre con el que hablaba vivazmente mientras daba vueltas al son de la música.

—Precisamente, ¿no te das cuenta? —dijo Diana acaloradamente—. Está haciéndose publicidad. Ha conseguido eclipsarnos a todas y nadie saldrá de aquí esta noche sin saber quién es.

—Ah, sí, entiendo —dijo su hermano después de un instante, y dirigió una rápida mirada pícara y perspicaz a su hermana, que llevaba puesto un vestido beige de estilo maternal, aunque muy caro.

Diana Marr cerró los ojos y dijo entre dientes:

—No estoy celosa… ¡Está bien! Seguramente lo estamos todas, ¿satisfecho?

 

 

El primer indicio que tuvo Saffron de que el hermano de Diana Marr tenía interés en ella llegó cuando le dio unas palmaditas en el hombro a su pareja de baile, que la entregó a aquel extraño alto y moreno. Aunque no lo hizo de buena gana y, mientras hacían el cambio y la dejaba con pesar a merced de su destino, le dijo:

—Pórtate bien, Saffron.

«Maldita sea», pensó Saffron mientras la envolvían unos brazos musculosos, «¡me estaba divirtiendo!». Levantó la vista con calma hacia unos ojos negros y ociosos y dijo con el mismo tono sereno:

—¿Quién es usted?

—¿Un perfecto extraño? —sugirió su pareja, y por alguna razón había una brizna de ironía en aquella mirada.

Saffron entornó los ojos y reflexionó. No cabía duda de que era diferente, moreno y atractivo, y de que su traje gris de corte exquisito y rayas discretas resaltaba en vez de disimular unos hombros anchos y un cuerpo delgado, fuerte y esculpido. Tampoco había duda de que estaba recibiendo miradas de admiración de las mujeres que pasaban bailando a su lado, ni de que se encontraba como pez en el agua en aquel ambiente… ¿un avispado abogado?, se preguntó. Y sin duda alguna, a aquel hombre le hacía gracia su serenidad.

—¿Perfecto? —murmuró Saffron—. Eso da pie a dos interpretaciones, ¿no?

—Un completo extraño, entonces. ¿Hay algún problema?

—Sí —contestó enseguida—. No me gusta bailar con completos extraños.

El hombre levantó una ceja y giraron juntos al compás exacto de la música.

—¿Tiene algo de malo mi forma de bailar?

Saffron apretó los dientes. Su forma de bailar no tenía nada de malo. Muy pocos hombres con los que había bailado lo hacían mejor que él, ni la habían llevado de manera tan suave y diestra.

—No —contestó con franqueza.

—Entonces debo de ser yo —murmuró, y rió de una forma que curiosamente alteró los latidos de su corazón.

«¿Qué es esto?», se preguntó Saffron. «¿Cómo puede un hombre hacerte sentir así en cuestión de segundos? Porque no eres una niña inocente, Saffron. Y hay algo en el modo en que esos ojos negros se fijan en ti que es bastante explícito.» Y eso la impulsó a decir con mordacidad:

—Sí, eso debe de ser.

—¿Porque no nos han presentado? —conjeturó el extraño—. Puedo remediarlo ahora…

—No importa.

—Entiendo —murmuró, sin aparentar estar mínimamente alterado—. Muy bien, lo tomo como un castigo. Por cierto, tu vestido ha sido una elección inspirada —dijo bajando la vista.

Bastante segura de que iba a comentar que el vestido no tenía tirantes, Saffron apretó los dientes. Pero cuando sus miradas volvieron a cruzarse, le dijo simplemente:

—Hace juego con tus ojos.

La sorpresa la mantuvo callada, y el extraño prosiguió.

—Háblame de ti. Tengo entendido que eres la responsable de esta… magnificencia —dijo mirando a su alrededor con ironía.

—¿Magnificencia? —repuso inmediatamente Saffron sacudiendo la cabeza con altivez—. Lo dice como si me hubiera excedido.

—No, con los Spence no, estoy seguro.

—Bueno, está en lo cierto —admitió después de una tensa pausa durante la que prevaleció la sinceridad, y no pudo reprimir una risita grave—. A decir verdad, ha sido sólo gracias a mi influencia moderadora que esta casa no se haya convertido en una versión en diminuto del palacio de Versalles. ¿No es usted amigo de los Spence? —añadió, lamentando repentinamente lo que parecía una cómoda intimidad junto a aquel hombre.

—Desde luego que sí. Aunque eso no me impide ver sus delirios de grandeza. Debe de haber sido todo un acierto conseguir este trabajo.

—Tengo la impresión de que sabe quién soy —repuso Saffron.

—¿Acaso no lo sabe todo el mundo? Estoy convencido de que sí. La mayoría de las mujeres presentes están verdes de envidia, por cierto. ¿Crees que es del todo sensato?

Saffron dejó de bailar.

—¿Sensato?

—Desde el punto de vista de tu trabajo. Las esposas celosas pueden ser un problema, ¿no? —dijo en tono suave. Saffron se quedó boquiabierta y el extraño aprovechó la oportunidad para reincorporarla suavemente al baile—. Sólo creí que debía comentártelo. Tengo entendido que tu negocio es toda tu vida, o algo así. Aunque debo decir que me parece una pérdida terrible —añadió mirándola con expresión interrogante.

—Bueno, al menos en algo está en lo cierto: mi negocio es mi vida. Y si está ofreciéndose para ayudarme a cambiar eso, don Completo Extraño, gracias, pero no.

Pero una vez más, su acompañante volvió a reír y de nuevo el corazón de Saffron palpitó más deprisa. Luego tropezó inesperadamente y él la estrechó más aún aminorando el paso al mismo tiempo.

—¿Estás bien? —dijo en tono apenas perceptible.

Saffron se quedó mirando aquellos ojos negros y, aunque a menudo había lamentado medir sólo poco más de metro y medio, de repente no le importó lo más mínimo, y se sentía a gusto en los brazos de un hombre alto. Le hacía sentirse frágil.

«Y», pensó con remordimiento, «no es sólo su sonrisa lo que causa estragos en mi corazón… es su estatura y esos hombros anchos y sus facciones astutas… Es el aroma a almidón y a limpio de su camisa de algodón y, debajo de ella, el olor a hombre puro, sin aftershave, sólo jabón… »

«¿Cómo sería acostarse con él?», se preguntó. «¿Cómo te sentirías si te despojara del vestido dejándolo caer al suelo, exponiendo a la luz tus senos desnudos, y todo lo que llevaras puesto fuera… prácticamente nada? ¿Vulnerable? ¿Asustada? ¿O confiada y curiosa y deliciosamente sensual?»

—¿Saffron?

Lo intentó pero no pudo apartar la mirada de sus ojos, ni librarse de la imagen de los dos en algún lugar tranquilo y apartado desnudándose el uno al otro lentamente. De hecho, mientras se miraban podían perfectamente haber estado a kilómetros de distancia del baile del juez Whitney Spence y su mujer.

—Eso pensaba —dijo su acompañante con suavidad.

—¿El qué? —dijo Saffron con voz distante.

—Que te importan otras cosas aparte de tu negocio.

—No sé qué quiere decir… —empezó a decir Sa-ffron. Pero recuperó la cordura de golpe y supo que aquel hombre era un completo extraño y, no solamente eso, un extraño que se había reído de ella, la había insultado…—. ¿Cómo se atreve? —susurró, y se liberó de su abrazo.

No fue de ayuda oír su risa grave mientras se alejaba a grandes pasos de la pista y descubrió que la velada se había echado a perder, aunque se mezclara entre los invitados, que elogiaron y hasta festejaron la nueva decoración de la casa Spence.

Se había echado a perder por varias razones. ¿Quién era él, para empezar? Pero no recibió ninguna pista y se negó a preguntar. ¿Había dicho en serio lo de las esposas celosas? Y en ese caso, ¿qué le había instado a hacerlo? ¿Se había excedido con su vestido, era eso? Hasta se sorprendió contemplando su propia obra de decoración, detestándola.

Todo ello consiguió enojarla y disgustarla tanto que rechazó todas las demás ofertas de baile y se encontró esquivando a los maridos incluso en las conversaciones. Mientras que su completo extraño, por lo que parecía, no volvió a pensar en ella ni a mirarla.

Así fue como Diana Marr la encontró sentada sola en un sofá de brocado dorado, sumida en sus pensamientos.

—Saffron, ¿ya no bailas?

—Ah, hola, Diana. No.

—¿Te importa si me siento contigo?

—En absoluto —dijo Saffron haciéndole sitio educadamente. No conocía a Diana muy bien, aparte de saber que se movía en los mejores círculos y que tenía fama de pertenecer a una familia de inmensa fortuna. Su marido era agente de bolsa.

—Debes estar orgullosa —le dijo Diana sonriéndole amistosamente.

—¿Sí?

—De ser una mujer joven y con tanto éxito —se explicó, e hizo un gesto con la mano—. Whitney y Sarah están encantados con la casa.

—Gracias —dijo Saffron, e hizo una mueca por el tono deprimente de su propia voz.

—Qué pena que no pudieras encargarte de decorar la casa de mi hermano, pero estoy segura de que lo entiende, sobre todo viendo lo solicitada que estás ahora. He oído que al menos seis personas te han pedido que decores sus casas esta noche.

Saffron frunció el ceño.

—¿Tu hermano?

—Sí… y hablando del rey de Roma, aquí llega.

Saffron levantó la vista y se quedó fría.

—¿Ése es tu hermano?

—Sí, qué le voy a hacer —dijo Diana alegremente—. ¿Es que no se ha presentado? Os vi bailar.

—No me dejó —dijo el hombre que ya no era un completo extraño, y se sentó enfrente de ellas en un sillón—. ¿Verdad, Saffron?

Tragó saliva y jugueteó con las cuentas de su collar.

—Eh… Bueno, entonces eres uno de los Marr —dijo en tono débil y estúpido—. Pero no recuerdo…

—No, no es un Marr, querida —rió Diana entre dientes, aunque pareció levemente sorprendida—. Fraser es un Ross de la cabeza a los pies.

Por segunda vez aquella noche, Saffron se quedó boquiabierta y Fraser Ross la observó con un pequeño brillo de auténtico regocijo en sus ojos negros.

—¿Fraser A. Ross? —dijo con voz ronca, y él asintió educadamente—. Eso es ridículo, ¡no puede ser! —explotó Saffron antes de que pudiera contenerse, y en el futuro a menudo se preguntaría si alguna vez olvidaría haber dicho una tontería tan grande.

—¿En qué sentido no puedo ser Fraser Ross? —inquirió en tono serio.

—Bueno… —Saffron luchó por encontrar una respuesta—. Creí que eras mayor.

—Ah. ¿Y por qué pensaste una cosa así?

Saffron inspiró profundamente.

—El tono de tu carta, la inicial —le dijo. Aquello sonaba todavía peor, pero ya era demasiado tarde para retirarlo.

—¿Por eso rechazaste mi encargo? —inquirió con una sonrisa satánica—. Bueno, puedo arreglarlo. Como puedes ver no estoy con un pie en la tumba —dijo Fraser, y por alguna razón miró a su hermana con ironía—. Y utilizo la inicial porque mi padre también se llama Fraser Ross. En cuanto al tono de mi carta, tenemos una fiel empleada de la familia que lleva mis asuntos privados cuando estoy aquí. Tiene al menos setenta años, pero ninguno de nosotros tiene valor para despedirla.

—Claro que todo eso es muy revelador —intervino Diana Marr apresuradamente—. Pero Saffron está demasiado ocupada, ¿verdad querida?

—Por supuesto —murmuró Fraser Ross—. A no ser que no te importe reconsiderarlo, Saffron. Sólo por razones puramente profesionales, claro.

Pero no había nada puramente profesional en la rápida mirada con que contempló la piel suave y desnuda de su cuello y hombros, su escote y cintura de avispa, e incluso los delgados tobillos que asomaban debajo del vestido, entre los lazos cruzados de sus zapatos.

«Ah, no», pensó Saffron. «Esa miradita abrasadora va destinada a una cosa: a recordarme cómo me sentía bailando entre sus brazos, respirando el mismo aire que él.»

Se levantó y, con un cuidado casi majestuoso, se recompuso el collar y se alisó la falda. Luego entrelazó las manos cómodamente delante de ella y dijo en voz bastante alta, sin el menor ápice de arrepentirse de ello:

—Soy yo quien escojo a mis clientes, no al revés. Y nunca elijo clientes que intentan hacerme una proposición deshonesta, importunarme o en general ponerse pesados. Así que una vez más, gracias pero no.

Se alejó con la cabeza alta, la espalda recta y echando chispas verdes por los ojos.

 

 

—No puedo creer que lo hiciera… ¡Aunque tampoco lo lamento! —le dijo Saffron a Delia a la mañana siguiente.

—Dios nos libre —murmuró Delia.

—No es más que… bueno, cuando me alejé me di cuenta de cuántas personas me habían oído. Se apartaron de mí como las aguas del mar Rojo. Y todos estaban tan… intrigados.

—¿Pasaste vergüenza? —sugirió Delia con cautela.

Saffron la miró con altivez.

—En aquel momento no. De hecho estaba tan contrariada que seguí caminando —dijo encogiéndose de hombros—. Hasta la puerta.

—¿O sea que no te despediste ni diste las gracias ni nada?

—No. Aunque he enviado flores y una disculpa esta mañana.

—Probablemente eso remediará el que los Spence se hayan sentido heridos.

—Eso espero. Sabes, hasta tuvo el valor de insinuar que me había excedido con la decoración de su casa.

—Estuviste un poco preocupada sobre eso —señaló Delia—. Luego pensaste que si era lo que querían, de-bías dárselo.

—Lo sé, y ojalá no lo hubiera hecho —suspiró Saffron, y miró a su alrededor como para tranquilizarse.