Una oportunidad en el paraíso - Louise Fuller - E-Book

Una oportunidad en el paraíso E-Book

Louise Fuller

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Beschreibung

¿Qué le ofrecía él, una pasión temporal o un paraíso permanente?   Jemima Friday había ido a las Bermudas para curarse después de una dolorosa traición. La casa en la que se alojaba, situada en una paradisiaca y aislada playa, le ofrecía la soledad que tanto anhelaba, así que, cuando se encontró con Chase, un carismático desconocido, pensó que aquella era una complicación que no necesitaba. No obstante, Chase tenía un magnetismo del que era imposible escapar. El multimillonario Chase Farrar era experto en guardar las distancias. Desde la terrible pérdida de su esposa, su única regla había sido mantener a raya sus emociones, pero aquella conexión con Jemima era embriagadora y, tras una noche de incomparable placer en su lujoso yate, había empezado a cuestionárselo todo…

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Seitenzahl: 174

Veröffentlichungsjahr: 2024

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Louise Fuller

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una oportunidad en el paraíso, n.º 3098 julio 2024

Título original: One Forbidden Night in Paradise

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788410629226

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

JEMIMA Friday se bajó del avión en el Aeropuerto Internacional L.F. Wade en las Bermudas y sintió el aire caliente y suave en la piel.

Solo hacía siete horas y diecisiete minutos que había despegado de Heathrow, pero la sensación era no solo de estar en otro país, sino en otro planeta. Había dejado atrás un Londres frío y gris y el cielo allí estaba completamente despejado y azul.

Además de que el sol era más claro y brillante, todas las personas con las que se iba cruzando en el aeropuerto iban vestidas en colores pastel, y sonreían.

Le dio un vuelco el corazón. En esos momentos necesitaba sonrisas. Su tesis doctoral sobre arrecifes «accidentales» estaba estancada y, por si fuera poco, la semana anterior había llegado a casa y se había encontrado a su novio, Nick, con otra mujer en la cama.

Así que se tomaba aquel viaje, el primero que hacía sola, con cierta aprensión. Pero a pesar de los nervios, tenía que admitir que no era ninguna locura alejarse de la escena del crimen e ir a un lugar en el que brillaba el sol y la gente sonreía sin aparente motivo. Tal vez ella también encontrase allí un motivo por el que sonreír, pensó mientras se dirigía al control de pasaportes. Su hermana Holly estaba segura de que tendría una aventura durante aquellas vacaciones.

Aunque, teniendo en cuenta su historial con los hombres, Jemima lo veía poco probable.

Tenía la sensación de que hacía siglos que Holly y Ed le habían sugerido que se tomase unas vacaciones, pero en realidad solo habían pasado dos días.

–No me puedo marchar así, sin más, a la otra punta del mundo –había protestado cuando sus hermanos se habían presentado en su casa con comida preparada y una tarrina de helado.

–¿Por qué no? Además, las Bermudas no están en la otra punta del mundo. Vas a tardar lo mismo en ir a la costa de Escocia –había comentado Ed mientras se sentaba en el sofá y fruncía el ceño–. ¿Se ha llevado la televisión el muy cretino?

–¿Qué?

Jemima había clavado la vista en la pared que había al fondo de la habitación y había visto los agujeros de la pared. No solo había desaparecido el televisor. El andrajoso albornoz de Nick ya no colgaba de detrás de la puerta del dormitorio y ella no había vuelto a tropezarse con sus guitarras. Además, le había dejado una especie de vacío en el pecho, aunque todavía sentía los latidos de su corazón, lo que la sorprendía, ya que, en general, se sentía aturdida, sorprendida, avergonzada.

De repente, se le encogió el corazón.

¿Cómo había podido pensar que Nick era distinto a los demás? Tal vez lo hubiese sido en apariencia, pero nada más conocerlo se había dado cuenta de que era un desastre. Tocaba en un grupo de música, pero le pagaban con pintas de cerveza y dormía en sofás ajenos. Y ella, en vez de salir corriendo en dirección contraria, había empezado una relación con él.

Holly y Ed se habían mostrado horrorizados y, después, se habían tenido que resignar. Le habían dicho que Nick era su tipo. Era guapo, tenía problemas y estaba destinado a romperle el corazón, pero ella había querido hacer lo que no había conseguido con su padre. Salvarlo.

Contuvo la respiración al pensar en su padre, saliendo de un pub dando tumbos, mirándola como si no la reconociese, como si fuese una extraña y no su hija de quince años. Pero nadie podía ayudar a una persona que no quería ayuda. Jemima había tardado mucho tiempo en entenderlo.

Y en esos momentos no quería volver a saber nada de hombres torturados, que no querían ayuda.

No quería saber nada de ningún hombre.

–No cambies de tema –le había respondido ella a Ed para evitar que este se pusiese a criticar a Nick.

No necesitaba que nadie le recordase que había sido muy tonta ni todos los defectos de su ex.

–No me puedo ir de viaje porque se supone que tengo que terminar mi tesis doctoral –continuó–. Mirad, me parece una idea maravillosa y os quiero mucho a los dos, pero no puedo…

Holly le había sonreído.

–Da igual si puedes o no. Ya te hemos comprado el billete.

–Y hemos reservado alojamiento –añadió Ed–. Te marchas pasado mañana. Ya sé que no te estamos avisando con mucha antelación y que deberíamos haber hablado antes contigo, pero sabíamos que, si te dábamos tiempo para pensarlo, no lo harías.

Holly le había agarrado de la mano y la había llevado hasta el sofá.

–Sé que te preocupa la tesis, pero llevas diez meses trabajando en ella. Diez días no van a cambiar nada. Además, siempre has querido ir a las Bermudas y es un lugar perfecto para trabajar.

–Si voy a estar trabajando, no necesito irme a las Bermudas. Además, seguro que ni siquiera hay Internet.

Holly había vuelto a sonreír.

–Por supuesto que hay Internet. Además, tienen más de cuatrocientos naufragios en sus costas. Así que si encuentras a algún marinero sexy que te lleve a su barco puedes considerarlo como trabajo de campo.

–Llevas siglos sin irte de vacaciones –había añadido su hermano–. Todo el mundo necesita vacaciones, Jem, incluso tú.

«Vacaciones».

Se le había hecho la boca agua solo de pensarlo y al final había cedido. Cuando los mellizos se unían era casi imposible despegarlos y, a pesar de que la idea de viajar sola a una isla lejana y misteriosa la ponía nerviosa, una parte de ella se alegraba de poder marcharse de su casa.

–Por favor, Jem, lo necesitas. Prométeme que vas a disfrutar –le había pedido su hermana, alargando la mano para tocarle el pelo rubio, que llevaba recogido en un moño apretado–. Prométeme que vas a soltarte la melena. Y que te vas a poner las lentillas.

–Está bien, está bien, te prometo que me dejaré el pelo suelto.

–Y que te vas a divertir –le había dicho Holly con los ojos azules brillantes–. Ten una aventura. No es solo un cambio de casa, sino también un cambio de vida.

–No sabes nada de la persona que me va a dejar su casa, podría ser una ermitaña.

–En ese caso, no seas como ella. Son solo diez días, Jem. Puedes ser quien tú quieras.

Esa era la diferencia entre ellos. Los mellizos se parecían a su padre. Y ella, al suyo. Cuando la vida les daba limones, hacían limonada. Ella siempre estaba demasiado ocupada preocupándose por calcular la cantidad perfecta de azúcar y agua. O de si los limones estaban lo suficientemente maduros.

«Puedes ser quien tú quieras».

Miró hacia la cinta de recogida de equipajes con las palabras de Holly retumbándole en la cabeza. En esos momentos se habría conformado con que su maleta saliese la primera.

Entonces, vio aparecer su maleta la primera. De momento iba todo bien, pero todavía tenía que encontrar la casa de Joan, que estaba en la playa. Fue hacia la salida hecha un manojo de nervios y la recibió la luz del sol.

Era extraño pensar que iba a vivir en casa de otra persona. Casi tanto como pensar en que Joan fuese a instalarse en su casa de Snowdrop. Se mordió el labio. Solo había hablado una vez con Joan Santos y le había parecido una persona agradable y simpática, y Holly había dicho que pasaría a saludarla. «Deja de preocuparte», pensó, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Era una persona que se preocupaba por todo. Y tomarse unas vacaciones tan de repente, ella sola, era salir de su zona de confort.

Pero ya era demasiado tarde para pensar en eso.

Vio una fila de taxis esperando fuera de la terminal y se acercó al que estaba el primero intentando comportarse con el encanto de su hermana y la calma de su hermano.

–¿A dónde va? –le preguntó el conductor mientras metía sus pertenencias en el maletero del coche.

–A Farrar’s Cove, por favor. ¿Lo conoce?

El hombre asintió.

–Por supuesto –le respondió, sonriendo–. No se preocupe, es un lugar precioso. Muy tranquilo, con mucha intimidad. Tiene prácticamente una playa entera para usted, pero si se aburre, vaya por la playa hasta el Green Door y allí podrá bailar hasta el amanecer.

–El Green Door –repitió ella.

–Es un bar –continuó él, sonriendo todavía más–. No suelen ir muchos turistas, pero es el mejor bar de la isla y no se lo digo solo porque pertenezca a mi hermana.

El conductor la miró a los ojos a través del espejo retrovisor.

–Pregunte por Aliana. Ella cuidará de usted. Dígale que la envía Sam, que soy yo.

–Encantada, Sam. Yo soy Jemima, pero casi todo el mundo me llama Jem –le contestó, sonriendo.

Era todo un detalle que Sam hiciese aquello, pero no le gustaban los bares. No bebía, ni bailaba. Se llevó la mano al moño. Tampoco le salía con naturalidad soltarse el pelo.

Se apoyó en el asiento caliente del coche y miró por la ventanilla. Aparte del legendario triángulo, y de los pantalones cortos, solo sabía que era el lugar que había inspirado a Shakespeare para escribir La tempestad. Sin embargo, mientras recorrían las calles de Hamilton, se sintió gratamente sorprendida.

Era un paraíso color pastel. Todo estaba pintado en tonos rosas, amarillos y azules claros, pero, sobre todo, rosas. No podía ser más distinto de las grises ciudades de Inglaterra, y lo más extraño era ver allí viejas cabinas telefónicas británicas.

Como aquella en la que Nick la había metido la primera noche, nada más conocerla, porque llovía mucho. A ella le había parecido muy romántico. Una semana después, Nick le había dicho que estaba enamorado de ella y se había ido a vivir a su casa.

Nada la había hecho sospechar al llegar más temprano de lo habitual. La música indie, que a Nick le encantaba y que ella había tolerado, sonaba a todo volumen. Y hacía mucho calor, lo que la había molestado, porque Nick no pagaba las facturas y siempre subía la temperatura mientras que ella se ponía una chaqueta y unos mitones de punto, y se sentaba con una bolsa de agua caliente en el regazo mientras trabajaba delante del ordenador.

Había entrado y no lo había llamado. Había querido darle una sorpresa.

Y menuda sorpresa.

Se sintió triste y humillada al pensar en el momento en el que había llegado al dormitorio. Al principio, no lo había procesado, había sido casi como si su cerebro quisiera protegerla de lo que estaban viendo sus ojos, pero no había podido evitar verlos. A Nick, mirando con deseo a otra mujer, que tenía gesto de sorpresa. Sus cuerpos estaban brillantes de sudor bajo la cálida luz del atardecer.

La mujer había huido y Nick se había quedado allí. Se había enfadado y se había puesto a la defensiva, luego se había puesto en modo acusador, había enumerado todos sus defectos, para, después, terminar diciendo que se marchaba. Y eso era todo. Otra relación fallida, otro recordatorio de que Jem no había conseguido salvar a su padre de sus fantasmas.

Por un momento, las sombras del pasado inundaron el taxi, pero ella hizo un esfuerzo para echarlas de allí. Mientras estuviese allí, bajo la luz del sol, iba a tomarse también unas vacaciones de todos los recuerdos y remordimientos que esperaban agazapados entre las sombras.

Habían dejado atrás la ciudad unos cinco minutos antes y el camino se estaba volviendo más accidentado. Entonces, las dunas se abrieron y ella se quedó sin aliento. Y antes de que el coche se detuviera, Jem abrió la puerta y echó a correr hacia una casa pequeña, pintada de color verde.

Cuando Joan había dicho que era «compacta» lo había dicho en serio, pero la arena llegaba hasta las escaleras del porche, que estaba pintado de rosa.

Jem parpadeó. También había palmeras.

Parecía sacada de las páginas de Robinson Crusoe. Era perfecta. Jem hizo una fotografía y se la envió a sus hermanos.

Dentro también era muy pequeña, todavía más que la suya propia. Solo había un dormitorio, un cuarto de baño minúsculo y un salón con la cocina en un extremo. Encima de una mesa que parecía sacada de una casa de muñecas había un cuenco con frutas exóticas y, debajo de este, un papel con su nombre escrito.

 

Hola, Jem:

¡Bienvenida a mi casa! Utiliza todo lo que quieras. He cambiado las sábanas de la cama y las toallas son nuevas.

Solo quería avisarte de que se me rompió la moto ayer y no he tenido tiempo de arreglarla, pero puedes alquilar una en Hamilton.

Pásalo bien, un abrazo,

Joan

 

Parecía una persona muy agradable, pensó Jem mientras miraba la nota. Era una pena que no pudiesen conocerse. Frunció el ceño. Se giró hacia donde estaba Sam, dejando sus maletas junto a la puerta.

–Sam, ¿voy a necesitar una moto? Porque Joan me dice que se ha estropeado la suya.

– ¿Cómo tienes pensado moverte por aquí? –le preguntó él.

Lo cierto era que Jem no lo había pensado.

–¿No necesito un carnet de conducir especial?

Él negó con la cabeza.

–Si la alquilas, no. Tienes que ir a Cycle Shack, está en el puerto. Yo te llevaré, está de camino para volver al aeropuerto.

 

 

Además de motocicletas, en Cycle Shack también vendían equipos electrónicos, café y servía como punto para enviar y recoger paquetes y cartas. Y, a juzgar por la cantidad de gente que había por allí, también parecía un lugar popular de encuentro.

Tuvo que esperar un rato haciendo fila hasta que consiguió llegar al mostrador. La mujer que había detrás le sonrió.

–Buenos días, ¿en qué puedo ayudarla?

–Necesito alquilar una motocicleta. O eso me han dicho. Supongo que antes debería probarla.

–De acuerdo. Voy a buscar a alguien para que la ayude.

La mujer desapareció en la parte trasera sin dejar de sonreír y Jem oyó que pitaba su teléfono, lo sacó de su bolso y vio que, en respuesta a su foto, Holly le había enviado un GIF en el que a alguien se le caía un coco en la cabeza.

Como era de esperar, Ed ni lo había visto.

Suspiró, levantó la vista y vio a un hombre que llevaba una gorra roja y una caja de cartón en las manos. Dejó la caja sobre el mostrador, levantó la vista y miró a Jem solo un instante, el tiempo necesario para que ella se diese cuenta de que tenía los ojos verdes, después, tomó un portapapeles y se dio la media vuelta.

A ella se le aceleró el corazón y notó calor en el rostro. Era evidente que el hombre la había visto, y ella esperó a que volviese a levantar la vista y la saludase. Mientras tanto, se fijó en cómo se ceñía su camiseta blanca a los anchos hombros, y como seguía sin mirarla, Jem se aclaró la garganta.

Él siguió sin girarse y eso la molestó.

–Disculpe. ¿Podría ayudarme?

En ese momento, el hombre se giró hacia ella y se puso recto. Y a Jem se le aceleró el pulso cuando sus ojos verdes se clavaron en los de ella. Era muy guapo, tenía los pómulos marcados, la mandíbula cuadrada, una boca muy sensual, y el rostro cubierto por una barba de tres días.

–¿Ayudarla? –le preguntó él con voz ronca y profunda.

A Jem le gustó su voz.

Y no fue la única, porque la mujer que estaba al lado de Jem, susurró:

–Seguro que sí, guapo.

Él sonrió, miró a la mujer y después se acercó a Jem con la gracia natural de un felino.

Desconcertada por su propia imagen mental, y con la esperanza de que no se le notase demasiado en la cara, asintió.

–Sí, por favor –le dijo–. Si no está ocupado.

No supo por qué, pero le había salido aquella voz de profesora de la que con frecuencia le hablaban sus hermanos.

El hombre se detuvo justo delante de ella.

–¿En qué puedo ayudarla? –le preguntó.

A Jem le faltó el aire. De cerca, sus ojos no eran solo verdes, sino que tenían motas azules, marrones y doradas, por lo que era como mirar por un caleidoscopio. Y, al mismo tiempo, era tan masculino y salvaje que no le pegaba tener aquellos ojos del color del arcoíris.

Era imposible apartar la mirada.

Él lo sabía, pero como la isla era muy pequeña, seguro que podía elegir entre sus mujeres.

–Necesito un medio para moverme por la isla –empezó Jem, casi sin aliento–, así que me vendría bien que me aconsejase…

Notó cómo él estudiaba su rostro.

–¿Yo? –le preguntó él, quedándose en silencio un momento, como si estuviese tomando una decisión–. Está bien, vamos fuera.

En el exterior se mezclaba el olor a gasolina con el olor salado del mar. Jem lo siguió hasta donde había dos filas de motocicletas bajo los rayos del sol. Detrás de esta había otra hilera de bicicletas. El hombre se detuvo y se giró hacia ella, y Jem tragó saliva. Había pensado que tal vez le pareciese más normal y corriente con la luz natural, pero el sol pareció acentuar las maravillosas líneas de su rostro.

–¿Qué opciones tengo? –le preguntó.

–Tres. Estas son las motocicletas básicas –le respondió él, señalando las de color negro–. Son prácticas, hacen su función, pero no llaman la atención. Luego, tenemos estas otras.

Señaló una moto color pistacho con el sillín color crema y una cesta.

–Son italianas –añadió–. Un poco más rápidas y más bonitas.

–¿Y la tercera opción?

Él se quitó la gorra y se la metió en el bolsillo trasero.

–Una bicicleta de toda la vida. Tal vez sea su apuesta más segura. Es lo que yo recomendaría para personas prudentes.

Aquello la molestó. ¿Qué sabía aquel hombre de ella?

–Yo no apuesto nunca –replicó.

–Exacto. No le gusta salir de su zona de confort.

Jem entrecerró los ojos.

–Lo cierto es que me ha gustado la motocicleta italiana.

–¿De verdad? –inquirió él, divertido–. ¿Ha conducido una antes?

Ella lo fulminó con la mirada.

–No, pero mi hermano tiene una moto.

–Me alegro por él, pero a mí me interesa usted –le contestó el hombre, mirándola fijamente.

Jem sintió que le ardía el rostro. Sabía que se refería a que le interesaba como clienta, se dijo, pero sus ojos verdes hicieron que se le cortase la respiración.

Observó, enfadada, asustada y sintiendo algo más que no podía identificar, como el hombre se acercaba a la moto italiana que tenía más cerca.

–Lo mejor será que la pruebe antes de alquilarla –le recomendó, tomando un casco–. Tiene que ponerse esto.

Ella tomó el casco e intentó ponérselo, pero como llevaba el moño, no fue capaz.

–Espere…

Antes de que le diese tiempo a protestar, él la agarró del cuello y, un momento después, Jem notó su pelo sobre los hombros.

–Inténtelo ahora.

Solo la había rozado, pero le había hecho sentir calor por todo el cuerpo.

Eso sí, el casco había entrado a la perfección.

–Bien –le dijo él, agarrando el manillar–. A la izquierda está el freno delantero. A la derecha, el freno trasero y el acelerador.

Luego, señaló varios botones.

–Aquí están las luces, los intermitentes y el claxon. A los bermudeños les encanta tocar el claxon –añadió sonriendo–. Para arrancarla hay que girar la llave, apretar el freno, el que sea, y darle al botón de arranque. Ya está.

Arrancó la moto y la volvió a apagar.

–Ahora, usted.

Jem se sentó y repitió todo lo que él acababa de enseñarle.

–Bien. Tendrá que acostumbrarse al acelerador. Y mantenga los pies cerca del suelo. Ahora, acelere un poco.

La moto empezó a moverse. A Jem le latió más deprisa el corazón.

–Despacio –le aconsejó él sin dejar de mirarla–. Despacio y recto. Vamos a ver si puede dar una vuelta por ese aparcamiento.

Jem se sintió eufórica mientras recorría el aparcamiento. Podía ir más deprisa, pero se sintió como un personaje de una película en blanco y negro. Deseó que Holly estuviese allí para verla.