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Bianca 2998 Esperando al heredero real y ¡a punto de casarse con un multimillonario! La princesa Charlotte Rothsbergs escapó del opresivo control de su equipo de seguridad y terminó en un ático de Nueva York con el atractivo Rocco Santinova, pero aquella noche de rebeldía de la inocente Charlotte tuvo como consecuencia un embarazo… Rocco, multimillonario hecho a sí mismo, era una leyenda en Manhattan, pero tras haber sido rechazado por su propio padre, no iba a permitir que la historia se repitiese. Así que le hizo a Charlotte una propuesta que esta no pudo rechazar: evitar una humillación pública casándose con él en Navidad.
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Seitenzahl: 160
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Clare Connelly
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una princesa embarazada en Manhattan, n.º 2998 - 5.4.23
Título original: Pregnant Princess in Manhattan
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411416825
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
MIRA esto, caro mio.
Rocco Santinova solo tenía nueve años, pero era alto para su edad, con curiosidad en la mirada y gesto serio, se acercó a donde estaba su madre para mirar el escaparate de la tienda, en el que se exhibía una escena de Navidad: de fondo había pintadas unas montañas altas, cubiertas de nieve, y, delante de estas, había abetos, figuritas de niños patinando sobre hielo y casas típicas de los Alpes con sus característicos tejados inclinados a dos aguas.
–Así era donde yo crecí –murmuró su madre en tono casi ausente, como si no estuviese hablando con él–. ¿No te parece precioso?
Le hizo la pregunta en italiano, su lengua materna, y Rocco asintió.
–Sí, mamá.
Cuando ella se giró a mirarlo, tenía los ojos llenos de lágrimas.
–Me gustaría llevarte allí algún día, a esquiar, como ese niño –añadió, señalando una figurita.
A Rocco le dio un vuelco el corazón al ver la pendiente de la montaña que su madre estaba señalando. El desafío le produjo una descarga de adrenalina.
–Algún día, iremos a casa.
Eran unas palabras valientes, pero su madre no parecía convencida y Rocco no lo entendió. Su madre solía hablar mucho de su casa y él no sabía cómo decirle que, para él, su casa estaba en Nueva York y que los rascacielos metálicos eran su versión de las altas montañas. Algún día conquistaría uno de ellos.
–En mi pueblo hay un restaurante, justo en el centro, en el que preparan los mejores platos que puedas imaginar. Solía ir allí todos los domingos, después de misa.
La sonrisa de su madre era nostálgica y, a pesar de ser demasiado pequeño para entender por qué se le había encogido el estómago de la emoción, a Rocco no le gustó la sensación. No le gustaba ver triste a su madre.
La miró y vio que tenía la vista clavada en el escaparate, así que le preguntó:
–¿Y qué más haremos?
Eso pareció despertarla. Miró a Rocco con una extraña sonrisa en los labios.
–Por las noches, cantan unos villancicos preciosos. Tomaremos chocolate caliente y nos sentaremos a escucharlos durante horas. Como yo hacía cuando era niña.
Su madre lo agarró de la mano. La de ella era áspera de tanto limpiar y al notar sus callos a Rocco se le encogió el corazón. No podía solucionar los problemas de su madre, solo podía escucharla y asentir.
Entonces, ella echó a andar hacia el metro y, por el camino, hablaron todo el tiempo de su pueblo, que describió con todo lujo de detalles para Rocco. Y cuando subieron al viejo tren que los llevaría hasta su minúsculo apartamento en Brooklyn, Rocco se juró que algún día llevaría a su madre de vuelta a casa. Ella era lo único que tenía.
Rocco no podía saber en aquel momento que diez años más tarde estaría completamente solo y que tendría a su alcance la vida que se había jurado darle a su madre, pero demasiado tarde para Allegra Santinova.
LA princesa Charlotte Rothsburg llevaba casi una hora con el corazón a punto de salírsele del pecho. Desde que había dado esquinazo a sus guardaespaldas hacia el final de la fiesta a la que había acudido. Lo había hecho de manera espontánea, imprudente y muy divertida.
Charlotte se había comportado como una niña buena durante casi toda su vida y en esos momentos estaba a punto de anunciarse su matrimonio concertado con el jeque de Abu Hemel, al que ella había accedido sencillamente porque era consciente, siempre lo había sido, de que era su destino. Más que eso, el fin de su existencia era darle un heredero al trono, ya que su hermano no lo podía dar. Se le hizo un nudo en el estómago solo de pensarlo.
La habían educado para que entendiese lo que se esperaba de ella, pero eso no significaba que tuviese que gustarle, ni que fuese a aceptar su futuro sin rebelarse lo más mínimo antes.
Avanzó por el bar, que estaba muy lleno, tomó aire y olió a perfumes caros, a tabaco, a alcohol y a latón pulido. Había mucho ruido, voces y risas y, cuando se detuvo y prestó atención, oyó de fondo una guitarra clásica.
Al llegar a la barra miró a su alrededor. Hombres y mujeres iban muy bien vestidos y eso se debía, sin duda, a la proximidad del bar con Wall Street.
Aquello era una locura. Iban a despedir a sus guardaespaldas, pero la idea de volar hasta Nueva York solo para acudir a un evento y, una vez más, pasarse tres horas sonriendo y asintiendo, para después volver al hotel rodeada de seguridad, le había parecido horrible.
Oyó reír a un hombre y se giró hacia él de manera instintiva. Este estaba hablando con una mujer, una mujer que sonreía y parecía estar coqueteando con él.
Charlotte sintió que se excitaba mientras observaba su interacción, la química que había entre ambos, y se permitió preguntarse si también la habría entre el jeque y ella.
Era imposible saberlo, solo lo había visto un puñado de veces y, a pesar de que era guapo, no había despertado su imaginación. ¿Era importante?
Suspiró mientras continuaba avanzando y entonces vio a un hombre en la barra que la dejó sin aliento.
Tenía el rostro simétrico y gesto decidido, sus facciones eran casi demasiado duras y angulosas, lo que le daba un aspecto despiadado que hizo que Charlotte se estremeciese. Era alto y grande, tenía los hombros anchos, parecía fuerte, como un animal salvaje que llevaba demasiado tiempo enjaulado. A ella se le secó la boca al admirar la anchura de sus hombros y los músculos de sus brazos. Llevaba unos zapatos de piel hechos a mano, unos pantalones vaqueros negros que le sentaban como un guante, y una camisa que se le había salido de los pantalones por un lado, remangada, que le daba un aspecto desenfadado que hizo que a Charlotte se le acelerase todavía más el corazón. Medía más de un metro ochenta, llevaba barba de tres días, tenía los ojos almendrados, marrones oscuros, bordeados de unas pestañas espesas y rizadas que daban la sensación de que los llevaba delineados, y su pelo era grueso y oscuro, ligeramente rizado.
Charlotte sintió calor por todo el cuerpo. Separó los labios, tenía el corazón desbocado, y vio cómo él levantaba su copa y arqueaba una ceja. No cabía la menor duda, era una invitación. Con piernas temblorosas, fue hacia él mientras se preguntaba si estaba cometiendo una estupidez.
–¿Puedo invitarte a una copa? –le preguntó él cuando estuvo lo suficientemente cerca para oír su voz profunda y con un ligero acento.
¿Italiano? ¿Griego?
Ella supo que debía responder que no. La emoción que le había causado saber que había eludido a su equipo de seguridad se estaba apagando frente a otros sentimientos que eran más complicados y que exigían una mayor reflexión. Y, sin embargo, levantó la cabeza hacia él para mirarlo y volvió a sorprenderse de su perfección.
Separó los labios, pero no supo qué decir, así que asintió y se obligó a sentarse en un taburete vacío. Él no retrocedió, estaban muy cerca, tan cerca que Charlotte podía aspirar su olor masculino y sintió que el cosquilleo que tenía en el vientre se acentuaba.
–Gracias.
Era muy guapo, pero lo sabía. Era el único hombre del local que no iba vestido de traje, era evidente que no necesitaba impresionar a nadie.
–¿Qué te apetece?
Ella miró hacia la barra.
–¿Qué estás tomando tú?
–Whisky.
–Eso es demasiado fuerte para mí. No suelo beber.
–¿Champán?
Ella asintió.
–Solo un poco.
Él esbozó una sonrisa cínica y levantó la mano hacia el camarero, que se acercó de inmediato. Pidió una copa de un champán en concreto, muy bueno, y un momento después Charlotte tenía la copa delante, la tomó y la levantó hacia él a modo de brindis.
Pero sus miradas chocaron y Charlotte se quedó sin aliento. No pudo apartar los ojos de los de él y notó que le empezaba a temblar ligeramente la mano que sujetaba la copa de champán. La retiró rápidamente, pero él la miró con curiosidad. Charlotte dio un sorbo y después dejó la copa. No quería que los nervios la llevasen a bebérsela toda de un sorbo para intentar tranquilizarse.
–¿No te gusta?
Él se acercó más para que lo oyese a pesar del ruido que había en el bar y eso la puso todavía más nerviosa. Tan cerca, su olor era todavía más embriagador, combinado con un toque de whisky, y su mirada era más compleja de lo que le había parecido al principio: no eran solo unos ojos marrones oscuros, estaban salpicados de motas grises y tenía el puente de la nariz cubierto de pecas. Además, como llevaba el primer botón de la camisa desabrochado, se veía una fina capa de vello oscuro que Charlotte deseó acariciar. Sintió miedo. No recordaba haber sentido aquello antes: un deseo visceral, animal, que no atendía a ningún sentido o razón.
Abrió mucho los ojos azules claros, que estaban pegados a los de él como si tuviese un imán.
–¿El qué? –le preguntó, frunciendo el ceño.
Él clavó la vista en la copa y luego volvió a mirarla a ella.
–Es que no suelo beber –repitió ella.
–¿Prefieres otra cosa?
Ella suspiró aliviada.
–La verdad es que una botella de agua sería lo ideal.
Él volvió a llamar al camarero, que acudió con sorprendente rapidez, y pidió el agua. Esperaron en silencio mientras se la servían y, entonces, cuando el camarero se había marchado, él se echó hacia atrás para darle el espacio necesario para beber.
–¿De dónde eres? –le preguntó él directamente, con seguridad.
A Charlotte le gustó eso. Casi todo el mundo la miraba con admiración y deferencia. Era una novedad que la tratasen como a un igual, sin un exagerado respeto o admiración, y sabiendo que nadie le había dicho de qué le tenía que hablar.
Instintivamente, intentó no responder a la pregunta y mantener en secreto su identidad. El anonimato y la libertad iban de la mano.
–¿Qué te hace pensar que no soy de aquí?
–¿Además del acento?
–Tú también tienes acento –comentó ella.
Dio otro sorbo de agua y lo miró con curiosidad.
–Nací en Italia.
–Ah, eso me había parecido.
–¿Sí? ¿Y qué más?
Ella abrió mucho los ojos. No estaba acostumbrada a aquel juego. Se le aceleró el pulso y cruzó las piernas, nerviosa.
–Yo…
Él sonrió y Charlotte sintió un escalofrío. Puso la espalda recta e intentó controlar sus emociones. Era la primera vez en veinticuatro años que sentía deseo.
–¿Sí…?
–Solo iba a decir que Nueva York me fascina.
–¿Por qué?
Ella agradeció el cambio de conversación.
–Todo parece ir muy deprisa y, a pesar de que hay millones de personas en Manhattan, siento que puedo mantener el anonimato.
–¿Y te gusta la sensación?
–Sí, me gusta mucho.
Charlotte hizo una mueca al pensar en su vida real.
–Es como si pudiese hacer todo lo que quisiera.
–¿Y eso es una novedad?
A ella le sorprendió haber revelado tanta información. Frunció el ceño.
–¿A qué te dedicas? –le preguntó a él, cuando fue capaz de recuperar la compostura.
–A las finanzas.
Ella arrugó la nariz.
–Eso es muy amplio. ¿Qué haces exactamente?
–Invertir.
Ella se echó a reír.
–¿Estás siendo hermético a propósito?
–No, es que no es nada interesante.
–Entiendo. Entonces, ¿por qué no me cuentas algo interesante acerca de ti?
–¿Qué te gustaría saber?
Ella inclinó la cabeza y se quedó pensativa.
–¿De qué parte de Italia eres?
–Del norte.
Una respuesta vaga. Charlotte reconoció la técnica, era una experta en responder a medias.
–¿Lo echas de menos?
–No –le respondió él–. Viajo allí con frecuencia.
–¿Y por qué viniste a Estados Unidos?
–Porque mi madre quiso.
Ella estudió su rostro y se preguntó si se estaba dando cuenta de lo tenso que estaba.
–¿Por trabajo?
–No.
–¿Y tu padre?
–Mi padre no tuvo nada que ver. Mi madre hizo las veces de padre y de madre.
–¿Y sigues estando muy unido a ella?
–Falleció.
–Ah, lo siento.
–Hace años –le dijo él, quitándole importancia y tomando su copa–. ¿Te resulta esto lo suficientemente interesante?
Ella frunció el ceño.
–No pretendía entrometerme. Era solo curiosidad. ¿Fuiste al colegio por aquí cerca?
–No. Ahora me toca a mí. ¿Qué te ha traído a Nueva York?
«Ten cuidado, Charlotte».
–He venido por trabajo –le respondió ella, encogiéndose de hombros–. También muy aburrido.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
–¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?
–Me marcho mañana.
–Eso no nos da mucho tiempo.
–¿Para qué? –le preguntó Charlotte casi sin aliento.
La sonrisa de él no pudo ser más seductora.
–Para explorar.
Ella apartó la mirada. Se sentía avergonzada por haber mostrado interés en aquel hombre.
–No. Nunca hay tiempo para eso.
–¿Viajas mucho por trabajo?
–Sí, casi todas las semanas.
–¿Y te gusta?
–Depende del destino y del motivo del viaje.
–¿Cuál es tu lugar favorito?
–La verdad es que me encanta Italia –le respondió ella suspirando–. Me encanta todo de Italia: la comida, la cultura, la historia, el paisaje, pero, sobre todo, me encantan….
Se interrumpió, avergonzada.
–¿Los hombres? –le preguntó él, subiendo y bajando las cejas con rapidez.
Ella se echó a reír.
–Me has pillado –le dijo–. No. Me encanta su manera de ver la vida familiar, la idea de que varias generaciones se reúnan con frecuencia para cocinar y comer, para reír y beber vino bajo el sol. Seguro que lo tengo idealizado, pero cuando estoy allí es lo que veo.
Suspiró de nuevo.
–Es una de esas ocasiones en las que te da la sensación de que lo de los demás es mejor que lo tuyo.
–¿Tu familia no es así? –le preguntó él.
–No, no tenemos mucha relación –respondió ella en voz baja, escogiendo cuidadosamente sus palabras–. Mis padres eran mayores cuando me tuvieron. Y mi hermano era un adolescente.
–¿Fuiste un accidente? –inquirió él.
–No. Fue planeado, pero eso no cambia nada.
–¿No? Yo diría que eso tiene que hacer que te sientas más valorada.
–Eso es mucho simplificar –comentó ella, sacudiendo la cabeza–. Muchos niños llegan al mundo por accidente y siguen siendo niños muy deseados y queridos. Y luego hay niños como yo, concebidos para llenar un vacío en la vida de alguien, o como una póliza de seguro. En esos casos, lo importante no es el niño, sino el papel que desempeña en la familia.
–¿Y cuál es tu papel?
–Yo soy una póliza de seguros.
–¿Contra qué?
–Mi hermano estuvo enfermo cuando tenía once años.
–¿Muy enfermo?
Ella asintió. Era el único heredero al trono. Si hubiese fallecido, habría causado una crisis institucional.
–Yo diría que, dadas esas circunstancias, tus padres deberían haberte cuidado todavía más.
Tal vez en una familia normal, pero su familia no era normal y sus padres tenían muchas obligaciones. Charlotte no respondió al comentario.
–No se trata solo de mis padres –dijo entonces–. Yo lo quería todo: abuelos, primos, ruido, risas…
–Y te sentiste muy sola.
A ella le sorprendió su intuición.
–Sí.
–Lo comprendo.
–¿Tú también has deseado formar parte de una familia grande?
–No suelo desear nada –le respondió él–, pero había cosas que me habría gustado cambiar…
–¿Como qué? –lo interrumpió ella sin darse cuenta, fascinada con él.
El hombre se terminó la copa y dejó el vaso en la barra.
–Mi madre trabajaba mucho. Quería que yo tuviese todo lo mejor e hizo lo posible para conseguirlo. A menudo, yo deseaba poder facilitarle la vida a ella, pero falleció antes de que pudiese hacerlo.
Charlotte sacudió la cabeza con tristeza.
–Estoy segura de que para ella lo importante era tu intención.
Se miraron a los ojos y Charlotte sintió calor. De repente, se puso en pie, abrumada por el deseo que sentía por él.
–Debería marcharme.
Estaba perdiendo el control de la situación.
–No es necesario…
–De todos modos, iba a marcharme.
Él apoyó una mano en la curva de su espalda y a Charlotte se le doblaron las rodillas.
Lo miró a los ojos un instante, apartó la vista y se ruborizó.
El aire que los rodeaba parecía latir como si se tratase de un instrumento de percusión. Y él podía sentirlo en el fondo del alma. Al apoyar la mano en la curva de su espalda notó calor y sintió todavía más deseo, quiso bajar la mano y pasarla por la curva de su trasero o subirla y acariciarle la piel que había entre sus omoplatos. Quería aspirar su olor, probarla, oír su voz susurrando su nombre. La conversación que habían mantenido había hecho que una parte de él, una parte muy peligrosa que solía mantener a raya, despertase.
Cuando salieron del bar el frío de la noche los golpeó y ella se estremeció a pesar de que llevaba un abrigo de lana. Los ojos de Rocco captaron el gesto, o tal vez fue que era consciente de todo lo que le ocurría a aquella mujer de un modo muy íntimo y extraño.
–Te pediré un taxi –se ofreció, aunque era lo último que quería.
Ella asintió y Rocco se sintió decepcionado. Miró hacia la curva, pero antes de que echase a andar, ella levantó la vista al cielo.
–Yo diría que hace frío suficiente para que nieve.
–Sí, esa es la previsión.
Rocco no se movió.
Ella miró a su alrededor y él entendió lo que había en su rostro: reticencia. Sin saber por qué, se sintió triunfante.
–Vivo a la vuelta de la esquina –le dijo, tras dudarlo un instante, en tono natural, aunque tenía un nudo en el estómago–. ¿Quieres venir a ver las vistas?
Lanzó el guante y esperó, preguntándose por qué estaba, de repente, tan nervioso.
–Yo…
A Charlotte le faltaron las palabras, tenía la boca seca, pero si volvía al hotel y a su equipo de seguridad estaría a solo tres pasos de la boda y, de repente, la idea de adquirir ese compromiso sin haber vivido, vivido de verdad, era ir en contra de quien era realmente la princesa Charlotte.
–A ver las vistas –repitió ella, mirando de un lado al otro de la calle.
–Es lo mejor de la ciudad.