Venganza inmerecida - Deseo ardiente - Jennie Lucas - E-Book

Venganza inmerecida - Deseo ardiente E-Book

Jennie Lucas

0,0
4,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Venganza inmerecida Jennie Lucas En aquel castillo enclavado en los acantilados contra los que rompían las olas, Marcos Ramírez había planeado cuidadosamente su venganza contra la familia Winter. Ahora había llegado el momento de poner en práctica el plan. Tamsin Winter estaba prometida a otro, pero Marcos se acostaría con ella y destruiría a su familia. Tamsin resultó no ser la niña rica y mimada que Marcos esperaba. Era una joven hermosa y valiente a la que sería un placer seducir… Deseo ardiente Sandra Field Después de cuidar de sus hermanos pequeños durante años, Kelsey North había conseguido por fin la libertad… y tenía intención de disfrutarla. Por eso cuando el millonario Luke Griffin, un hombre tan guapo como peligroso, le ofreció un viaje a las Bahamas en el que haría realidad todas sus fantasías, Kelsey aceptó… Se suponía que aquello no sería más que una breve aventura, pero la pasión dio lugar a un embarazo. Luke creía que solo había una solución… ¡el matrimonio!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 385

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 388 - diciembre 2018

© 2007 Jennie Lucas

Venganza inmerecida

Título original: The Spaniard’s Defiant Virgin

© 2006 Sandra Field

Deseo ardiente

Título original: The Millionaire’s Pregnant Wife

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-747-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Créditos

Venganza inmerecida

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Deseo ardiente

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tarfaya. Marruecos.

 

Marcos Ramírez alzó sus prismáticos y miró la limusina cubierta de flores salir de la villa pesquera en medio de un torbellino de pétalos de rosas. Desde donde estaba, la robusta cerca que protegía la villa de las tormentas de arena por un lado y el mar al otro parecía acribillada por agujeros de balas rojas.

Tamsin Winter, por fin. Nunca había dejado de pensar en ella a pesar de los diez años que había permanecido en colegios internos hasta que hacía un año había regresado a Londres. Desde entonces, la joven heredera había aparecido con frecuencia en la prensa del corazón, siempre con un hombre diferente de su brazo.

–El coche está llegando a la posición, patrón –dijo en voz alta Reyes, su jefe de seguridad.

–Sí –Marcos bajó los prismáticos.

Sabía que sus hombres podían secuestrar a la joven Winter sin su supervisión y evitar que llegara a su boda con el jeque, en el norte. Marcos podría haber estado en ese momento tranquilamente en Madrid, tomando café y echando un vistazo a las cifras de los mercados de Londres y Nueva York en lugar de mascando la arena del desierto.

Pero llevaba veinte años soñando con esa venganza, y ese día era la culminación de todo. En cuanto tuviera a la chica, tanto ella como su familia, serían destruidas. Como merecían.

Marcos sonrió. Sólo sentía no poder ver el rostro de su prometido cuando se enterara de la noticia, al maldito canalla.

La limusina salió de la villa, recorrió la carretera cubierta de arena que separaba el Sahara del Atlántico. Se colocó el pasamontañas y le dijo Reyes.

–Vámonos.

 

 

Tamsin Winter acababa de vender su virginidad al mejor postor.

Mientras miraba por la ventanilla, sentía como si el caftán de novia, blanco y bordado con plata y pedrería, fuera un sudario. Casi sintió envidia de una arrugada mujer que vendía naranjas en la calle. Vender fruta le parecía un placer en comparación con casarse con un hombre que ya había matado a golpes a otra esposa.

Respiró hondo y cerró los ojos. No importaba, se dijo a sí misma. Dejaría que Aziz al-Maghrib la manoseara con sus dedos carnosos, la besara con el hedor de su asqueroso aliento y tomara su inocencia con su cuerpo fofo y arrugado. Sería un pequeño precio a pagar si así salvaba a su hermana menor de una vida de miseria.

Pero, hasta hacía tan poco como un mes, había pensado que se enamoraría y se casaría con un hombre al que apreciara. Había soñado con tener una carrera profesional y, algún día, tener hijos. Se había pasado los veintitrés años que tenía soñando con el día en que su vida empezaría de verdad.

Era extraño pensar que ya había terminado.

Salvar a su hermana era la mejor elección que había hecho jamás. Pero, incluso sabiéndolo, una parte de ella sufría por todo el tiempo que había perdido, los romances que nunca tendría, las oportunidades que no aprovecharía. Si hubiera sabido que su vida sería tan corta…

–¡Tamsin! Para quieta. Vas a arrugar el vestido. ¡Oh!, lo estás haciendo a propósito, estúpida.

Tamsin abrió despacio los ojos, pintados con kohl y miró el odioso rostro de la esposa de su medio hermano. Camila Winter tenía veinte años más que Tamsin y su tensa piel, gracias a la cirugía, dejaba ver la forma del cráneo.

–¿Has pagado la reparación de la cara con el dinero de Nicole, Camila? –preguntó Tamsin con curiosidad–. ¿Por eso estás dejando morir de hambre a una niña de diez años? ¿Para poder parecer una muñeca?

Camila suspiró.

–No temas. Mi hermano domeñará a golpes ese espíritu rebelde –dijo en tono confidencial Hatima, su futura cuñada.

Hatima y Camila constituían su negaffa, las dos parientes mayores que, según la tradición marroquí, se suponía que tenían que ayudar a la novia, darle consejos, aplacar los temores que en ella despertara el matrimonio.

Menuda ayuda, pensó con amargura Tamsin. Bajó la vista, se miró las manos pintadas de henna y las cruzó con cuidado en su regazo. Pero Hatima tenía razón, su marido la golpearía antes o después de acabar con su virginidad. A lo mejor antes y después.

Miró por la ventanilla cuando atravesaron la puerta de la valla que rodeaba la villa. No debería haberse mantenido intacta por amor, pensó. Debería haberse acostado con el primer muchacho que la hubiera besado borracho en una fiesta de la universidad. A lo mejor así no sufriría tanto en ese momento.

–¿Qué? ¿Ninguna respuesta ingeniosa? –se mofó Camila–. Ya no eres tan valiente, ¿verdad?

Parpadeó para contener las lágrimas, se moriría antes que llorar delante de Camila, y miró los barcos de pesca que se movían en la orilla y el vuelo libre de las gaviotas sobre el océano. Aparentemente decepcionadas por su falta de ánimo, las otras dos mujeres empezaron a hablar de algunos sucesos recientes ocurridos en la cercana Laayoune.

–La mujer del wali fue secuestrada –susurró Hatima–. A plena luz del día.

–¿En qué se está convirtiendo en mundo? –respondió Camila–. ¿Qué le ha pasado?

El tráfico se redujo mientras viajaban hacia el norte por la costa, pero el coche se movía a veces deprisa y a veces despacio. Tamsin miró al conductor con el ceño fruncido. A pesar del aire acondicionado, sentía la nuca cubierta de sudor.

–El wali ha tenido que vender todo lo que tenía para pagar el rescate. La familia está arruinada, por supuesto, pero al menos la mujer ha vuelto.

–¿No le hicieron nada? –preguntó Camila decepcionada.

–No, sólo querían dinero. Era…

La voz de Hatima se convirtió en un grito cuando el chófer dio un volantazo a la derecha y frenó en seco. La limusina dio dos vueltas sobre sí misma antes de empotrarse en una duna.

El conductor abrió su puerta y salió corriendo en dirección a Tarfaya.

–¿Adónde vas? –gritó Camila clavando las largas uñas en la puerta mientras buscaba el picaporte.

La puerta le fue bruscamente arrancada de las manos desde el exterior. Tres hombres con pasamontañas negros y ropa de camuflaje se asomaron al interior del coche gritando algunas órdenes en un idioma que Tamsin no entendió.

La puerta de su lado se abrió y se giró a mirar dando un grito.

Un hombre, más alto que los demás, se inclinó sobre ella. A pesar del pasamontañas, pudo ver una boca cruel y unos ojos grises como el acero que se clavaron en ella como el cañón de un revólver.

–Tamsin Winter –dijo en inglés–. Por fin eres mía.

Sabía su nombre. Un bandido extraño, pensó ella mientras las otras dos mujeres seguían gritando. ¿Por qué sabía cómo se llamaba un bandido del desierto?

¿Habían sido escuchadas sus plegarias y había ido a salvarla?

«No», pensó desesperada, «nadie puede salvarme». Tamsin tenía que casarse con Aziz o su hermana pagaría un alto precio.

¿Qué había dicho Hatima que querían los salteadores? ¿Dinero?

Humedeciéndose los labios, se irguió en el asiento y dijo:

–Soy la prometida de Aziz Ibn Mohamed al-Maghrib –dijo ella–. Tócame un solo pelo de la cabeza y te matará. Devuélveme intacta y te recompensará.

–Ah –en la boca del hombre se dibujó una sonrisa–. ¿Y cómo me recompensará?

Tenía un acento extraño, las vocales llanas de un americano, pero con un punto exótico… las erres de un español. ¿Quién era ese hombre? Era más que un simple bandido. La idea le dio miedo.

–Un millón de euros –dijo Tamsin imprudente.

–Una bonita cifra.

–Serás rico –dijo ella con la esperanza de que el tío de Aziz, quien tenía la fortuna de la familia, accediera a pagar.

–Una generosa oferta –dijo el bandolero–, pero, por desgracia, no persigo el dinero.

La agarró de un hombro. Tamsin gritó, dio patadas e intentó arañarle la cara.

–No te resistas –rugió él.

Siguió gritado y dio patadas más fuerte. Uno de sus zapatos salió lanzado y le golpeó en el bajo vientre. Maldiciendo, la agarró de las dos muñecas con una mano, sacó un pañuelo de uno de los bolsillos y le cubrió la boca con él.

¡La estaba narcotizando! Tamsin trató de no respirar, pero después de un minuto, no pudo evitar hacerlo. Sintió un olor dulzón, trató de apartar la cara, pero él hombre no se lo permitió. Volvió a respirar y el horizonte y el desierto empezaron a girar hasta volverse negros.

 

 

Tamsin se despertó en un blando lecho. Abrió los ojos despacio. El corazón le latía acelerado. Podía oír sonido de agua, crujido de madera y los gritos de las gaviotas.

De pronto fue consciente de que estaba desnuda.

Se sentó en la cama y apartó las lujosas sábanas de algodón. Sólo llevaba el transparente sujetador y las bragas, su lencería de noche de bodas. Nada más.

–Confío en que haya dormido bien –dijo un guapo extraño desde el umbral de la puerta.

Era alto, de anchos hombros, piel bronceada y pelo negro y corto. Llevaba una camisa blanca y unos pantalones oscuros que ceñían su musculoso cuerpo.

No lo había visto antes, pero reconoció su voz. Y esa boca cruel y sensual; además de los ojos oscuros y fríos.

–¿Dónde estoy? –tenía un recuerdo borroso de un helicóptero y después de las calles de Tánger–. ¿Qué le han hecho a Camila y Hatima?

Entró al camarote y la miró con ojos malvados.

–Debería estar preocupada por lo que le pueda hacer a usted.

Eso era exactamente en lo que estaba intentando no pensar. Si lo hacía, se pondría a chillar de terror. No sólo por ella sino por Nicole, que seguía en Tarfaya y que dependía de ella.

Tenía que mantener la calma el tiempo suficiente como para pensar en el modo de escapar.

–¿Las han secuestrado también a ellas? –preguntó intentando disimular el temblor en la voz–. ¿Adónde me han llevado? ¿Han mandado alguna nota pidiendo un rescate al jeque?

–No habrá ningún rescate –dijo el hombre cruzando los brazos.

–¿Qué?

Se acercó más a la cama.

–He dejado a las otras en Tarfaya, sólo la buscaba a usted.

–¿A mí? ¿Por qué?

Se limitó a mirarla, su rostro era una hermosa máscara.

–¿Dónde estamos? –volvió a preguntar.

–En mi yate –dijo con un gesto de triunfo en el rostro.

Bueno, sí, eso ya lo sabía. Miró por la ventana. Estaba empezando a ponerse el sol tiñendo el agua de naranja y carmesí. No se veía nada de tierra. Estaban en mar abierto, pensó, nadie podría oír sus gritos.

Si no la había secuestrado para pedir un rescate, entonces ¿para qué? Daba igual lo que dijera de ella la prensa del corazón, no tenía nada de especial. Y su familia no tenía nada que pudiera querer ese hombre. La empresa de su hermano pendía de un hilo.

–¿Quién es usted? –preguntó en un susurro.

–Su captor. Eso es todo lo que necesita saber.

Tamsin apretó las sábanas para disimular el temblor de las manos. No podía permitirse que viera que estaba asustada. Los matones pretendían mantener el control, inspirar temor. Había aprendido eso de su padre. La única manera de sobrevivir era mostrarse desafiante.

–¿Qué quiere de mí?

El hombre se sentó en el borde de la cama y le acarició la mejilla.

–Es una hermosa mujer, famosa por su poder sobre los hombres. ¿No adivina lo que quiero?

Se estremeció al sentir su tacto. De cerca era incluso más guapo. Oscuro y peligroso, emanaba poder. Si se lo hubiera encontrado en una discoteca de Londres, se habría sentido atraída por él, incluso fascinada.

¿Podía realmente enfrentarse con un hombre como ése y soñar en ganar?

Agarró aún con más fuerza la sábana como si fuese un escudo. «Nicole», se dijo, «piensa en Nicole».

Había encontrado a su hermana pequeña un mes antes en la fría y oscura mansión de su hermanastro en Yorkshire, sin dinero ni comida, mientras Sheldon y Camila destinaban todos sus fondos a mantener su desenfrenado estilo de vida. Tamsin sintió un escalofrío al recordar el momento de entrar en la oscura casa llamando a gritos a su hermana. Nicole había corrido hacía ella llorando y se había lanzado a sus brazos. Había pensado que Tamsin la había abandonado.

Nunca perdonaría a su medio hermano por aquello. Odiaba a Sheldon, odiaba a Camila, despreciaba a cualquiera que hiciera daño a una persona inocente y desamparada.

Como el hombre que tenía delante en ese momento. Entornó los ojos. No le dejaría evitar que se casara con Aziz.

–Si piensa poseerme, olvídelo –dijo rotundamente– y lléveme de vuelta a Marruecos para que pueda casarme.

El hombre abrió los ojos de par en par y se le notó sorprendido, pero casi tan deprisa como esa expresión había aparecido, se esfumó. Se puso en pie y volvió a parecer tan frío como al principio.

–Ahora puedo entender por qué tiene fama de coqueta.

–Perdóneme si no conozco el protocolo adecuado para cuando te secuestran el día de tu boda y te despiertas desnuda en el yate de un extraño.

–No está desnuda.

–¿Cómo lo sabe? ¿Me ha quitado usted la ropa?

–No, no he tenido ese placer –dijo, pero antes de que ella se pudiera relajar añadió–. Todavía.

La mirada que le dedicó, podría haber derretido una piedra. Estaba llena de odio, pero también de algo más. Tamsin sintió que le recorría el cuerpo una descarga eléctrica. Se descubrió a sí misma mirándole los labios, preguntándose cómo estaría sin la camisa, cómo sería sentir su cuerpo contra el de ella.

Apartó esas ideas de su cabeza. Lo único que importaba era averiguar la forma de salir de allí. Tenía que proteger a Nicole. Sobre todo porque lo que había pasado era culpa de Tamsin. Era cierto que nunca habían estado muy unidas: Tamsin había sido enviada a un internado en los Estados Unidos cuando su hermana era aún un bebé. Su madre había muerto cuando eran pequeñas y su padre unos pocos años después. Pero Tamsin nunca debería haber confiado en que Sheldon fuera el cuidador de Nicole. Y mientras había estado en Londres disfrutando por primera vez de la libertad, Sheldon había dilapidado los fideicomisos de sus dos hermanas. Había despedido a la institutriz de Nicole y había dejado sola a la niña.

Tamsin debería haberlo sabido, debería haberla protegido…

–Estamos muy cerca –dijo su guapo y arrogante captor mirando por el ojo de buey.

–¿Dónde?

–En Andalucía, mi hogar.

¡España! Tamsin sintió que le invadía la esperanza. España significaba tierra bajo sus pies, civilización… ¡y libertad! Podía subirse al primer trasbordador que saliera de Algeciras y estar de vuelta en Marruecos para la caída del sol.

El hombre se dio la vuelta bruscamente y la miró, ella bajó los ojos temerosa de que pudiera leerle la mente.

–Dígame, señorita Winter, ¿habla español?

–No –mintió intentando no mostrar ninguna emoción–. ¿Y usted?

–Por supuesto –le dedicó una sonrisa que en absoluto lo era–, pero mi madre era norteamericana. Viví seis años en Boston antes de que muriera. Hablaré en inglés por usted.

–Entonces, explíqueme en inglés, por qué me ha secuestrado.

–¿Ya echa de menos a su prometido? –preguntó frío.

–No… –tartamudeó sintiéndose descubierta–, digo, sí –respiró–. Si lo echo de menos o no, no viene al caso. Prometí casarme con él, así que debo hacerlo. Algunas personas –dijo retadora–, tienen honor.

–Así que reconoce que no lo ama…

–Nunca he dicho eso.

–No, es verdad, pero Aziz al-Maghrib tiene fama de cruel –la miró de un modo que le hizo preguntarse si sería capaz de ver su cuerpo desnudo a través de las sábanas–. ¿Es tan superficial que la riqueza de su tío le hace desear ser su esposa?

No tenía ninguna intención de discutir con ese hombre las causas de su boda.

–Si conoce la reputación de Aziz y aun así me ha secuestrado es que está loco. Lo matará.

El hombre se sentó en la cama. Cerca. Demasiado cerca. Ella deseó alejarse, pero el peso de él impedía que tirara de la sábana. Nunca había permitido que un hombre la viera en ropa interior y no iba a empezar en ese momento. Sobre todo porque sólo tenerlo cerca estaba provocando en ella extrañas reacciones.

Abrió la boca para exigirle que se apartara, pero sus miradas se encontraron y la mirada de él era oscura, tan oscura… Y tan llena de emociones que era como un océano en el que zambullirse.

Llamarlo guapo no era suficiente, pensó ella. Su rostro quitaba el aliento por su siniestra belleza, lo mismo que su nariz romana y las huesudas mejillas. Los ojos gris oscuro contrastaban con la piel olivácea y el pelo negro. Era tan alto que, incluso sentado a su lado en la cama, tenía que alzar la vista para mirarlo. Tenía los hombros tan anchos y aspecto de ser tan fuerte que, fácilmente, podría hacerse con ella. Podía hacer con ella lo que quisiera. La idea la atemorizó.

Tendió una mano en dirección a ella. Tamsin se preparó para recibir un golpe, pero la acarició.

–He esperado mucho tiempo para esto –su caricia era posesiva, amable, como si ella fuera un caballo salvaje al que había que aplacar–. Toda una vida.

–¿Por qué? –consiguió preguntar ella.

–Por usted.

–¿Por mí? –casi deseó que la hubiese golpeado, habría sabido cómo enfrentarse a ello.

En lugar de eso, lo que hacía era temblar por sus caricias. No le haría falta ni siquiera recurrir a la fuerza, sólo el roce de sus dedos era suficiente para que ella accediera a lo que quisiera, y sólo le había rozado la mejilla. ¿Qué pasaría si le acariciaba un pecho, si la besaba, si la tumbaba en la cama…?

Apartó el rostro.

–¿Por qué me ha secuestrado?

–Botín de guerra –le susurró en el oído–. Y quiero averiguar si la venganza sabe dulce…

Mientras hablaba, ella sentía el roce de los labios en la oreja. Sentía el aliento caliente en el cuello lo que provocaba descargas que le recorrían el cuerpo.

–Por favor –susurró ella tensa y cada vez más caliente.

El hombre pasó la mano por la mejilla, llegó a la sensible oreja, bajó por el cuello. Le echó hacia atrás el pelo dejando expuesta la vulnerable garganta, la boca anhelante. Involuntariamente, ella se humedeció los labios. Durante un instante eterno, los ojos de él siguieron la lengua. Después su boca estaba en la de ella.

Su beso estaba lleno de deseo, exigencia. La lengua invadió su boca y se enredó con la de ella. Sintiendo que un incendio recorría su cuerpo, Tamsin le pasó los brazos por el cuello y enterró los dedos en el oscuro pelo mientras él profundizaba aún más el beso.

–Las fotos no le hacían justicia –susurró él con los labios en la mejilla–. Los hombres empiezan guerras por mujeres así…

Tamsin notó que se le erizaba el vello de los brazos y al bajar la vista se dio cuenta de que la sábana se había caído. Los ojos de él se detuvieron en sus pechos, su vientre, los erectos pezones que asomaban bajo el tejido casi transparente.

Antes de que ella pudiera levantar la sábana, las manos de él estaban sobre la piel desnuda de su cintura tirando de su cuerpo hacia él.

Ella no se resistió. No podía. La besó mientras las grandes manos le recorrían la espalda y ella no podía pensar en otra cosa que no fuera que nadie nunca la había besado así. Estaba perdida y el mundo parecía dar vueltas alrededor como si ella fuera el centro de un torbellino.

Sin pensar, buscó bajo la camisa imitando el modo en que él la tocaba, acarició su vientre, recorrió el musculoso pecho con las yemas de los dedos. Un gemido se escapó de la garganta de él cuando sonó el cierre del sujetador.

Llamaron a la puerta con fuerza.

Se apartó de ella. Respirando aceleradamente, los dos se miraron. Parecía confuso, pensó Tamsin, pero no tanto como ella.

Repentinamente, la expresión de él cambió.

–Es buena –dijo con tono de acusación.

¿Era buena? Como si hubiese sido ella la que lo había seducido.

El hombre fue hasta puerta. Una joven esperaba fuera con los brazos llenos de cosas.

–La ropa de la señorita, patrón –dijo en español y se fue.

Se volvió hacia Tamsin y le lanzó un vestido negro y unos zapatos de tacón.

–Tome. María le quitó el caftán para que estuviera más cómoda en la cama –su voz era casi de desprecio–. Esa ropa le quedará bien.

–¿Se… se va? –tartamudeó ella perdida toda su osadía por el beso.

La miró un momento con el ceño fruncido, después, sin decir nada, se volvió hacia la puerta.

–Espere –dijo ella en voz baja intentando retener las lágrimas–. ¿Es eso todo lo que tiene que decirme? Me ha arrastrado desde un coche, llevado secuestrada por el Atlántico, besado ¿y se va a ir sin una sola palabra de explicación?

El hombre entornó los ojos.

–Muy bien, se la daré –dijo–. ¿Qué quiere saber? ¿Mi nombre? Marcos Ramírez. ¿Qué quiero de usted? Es sencillo, señorita Winter. Trato de destruir a su prometido y a su familia, y usted me va a ayudar a conseguirlo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

QUIZÁ debía haber dejado que Reyes secuestrara él solo a la chica después de todo.

Marcos miró a la mujer que estaba sentada a su lado en el Rolls Royce mientras el chófer los llevaba unos cinco kilómetros tierra adentro.

Por fin en silencio. Era un progreso después de las horas que se había pasado pidiendo que la dejara ir para casarse con Aziz. Cuando las peticiones no habían funcionado, había pasado a los insultos y las amenazas. Recordarlo casi le hacía reír. No era uno de sus pretendientes. Sus cambios de humor no lo afectaban.

¿O sí? Una imagen del beso seguía flotando en su memoria. No había querido besarla en el camarote, pero era tan deseable… Y el propio beso…

Apartó esas perturbadoras ideas de su mente. Esa mujer era una coqueta experimentada. Según las revistas, se había acostado con todos los famosos que habían puesto los pies en Londres; lógicamente sabía besar. Eso no cambiaba nada. En todo caso, sólo empeoraba su opinión sobre ella. Sus intentos de parecer inocente, el modo en que se había ruborizado tras simular que se le había caído la sábana… era algo que podría hacer cualquier mujer si así conseguía volver a Marruecos y poder poner las garras en la fortuna de al-Mahgrib.

Él le había dicho la verdad sobre sus planes de destruir a su familia, y ella no le había preguntado nada. Parecía que su familia podía morirse de hambre mientras ella estuviera cubierta de diamantes y rubíes como la honorable esposa del sobrino del jeque.

Sería tan venal como su prometido y tan falta de seso como su medio hermano. Una lástima que también fuera la mujer más hermosa que había visto jamás.

Su belleza no estaba sólo en su piel de porcelana, los rosados labios o los grandes ojos azules. Era algo más. Su encanto estaba en el modo que se movía, como una bailaora de flamenco. Estaba en la forma en que su largo pelo rojo se mecía sobre la palidez de sus hombros. Estaba en el sonido de su voz, profunda y melódica. Estaba en su delgada cintura, las largas piernas, los rotundos pechos. Todo junto hacía lógico que hubiera sido considerada la mujer más deseada de Gran Bretaña. Un hombre menos fuerte que él podría volverse esclavo de su encanto.

La observó mientras, al otro extremo del asiento, miraba por la ventanilla. Cómo iba a disfrutar quebrando su voluntad. Haciéndola gemir y gritar de placer. Sintió que su cuerpo entero se tensaba al pensar en ello.

«¡Maldición!», pensó apretando la mandíbula, consciente de que esa atracción podía poner en peligro su objetivo primordial. Era evidente que era tan susceptible de sucumbir a sus encantos como cualquier otro hombre. Eso lo hacía sentirse airado. No tenía ninguna duda de que podía resistirse a ella, pero sólo haber pensado en llevársela a la cama demostraba lo peligrosa que era.

Mientras el coche se detenía ante las escaleras de un castillo, recorrió sus curvas con la mirada. La veraniega noche andaluza estaba henchida de aroma a jazmín y, tras un gesto a su chófer, se dirigió él a abrirle la puerta.

Ella siguió ignorándolo. Sin decir una palabra, se agarró de su brazo y salió del coche. Subieron las escaleras seguidos por Reyes, María y el resto del personal.

Se tropezó al mirar hacia arriba para admirar los almenados muros de la fortaleza del siglo XIV.

–¿Ésta es su casa?

–Sí –respondió él–. Y la suya por unas semanas.

–No me quedaré –dijo ella con expresión de rebeldía–. No puede hacerme esto.

Entre su belleza y su insolencia estaba consiguiendo hacerle perder la paciencia.

–Se quedará todo el tiempo que yo quiera.

Se apartó de él y cruzó los brazos sobre sus deliciosos pechos. Entraron en el castillo. La dejó separarse de él, confiado en que no podría escapar tras cerrar las altas y pesadas puertas. El sonido de los altos tacones reverberó contra los muros de piedra mientras lo seguía mirando sorprendida los impresionantes artesonados de letras árabes y motivos geométricos.

Recordó que ella se había dedicado brevemente a los estudios medievales antes de cambiar a la economía. Por suerte, el recibidor la había impresionado, pensó Marcos sonriente. Ya no estaba en Londres. Era el momento de dejar claro quién estaba al mando allí.

Manteniendo allí a su prisionera, diezmaría económicamente a sus dos enemigos. Sin la boda entre las dos familias, el jeque no vendería a crédito su producción de aceite de argán a Sheldon Winter, quien la necesitaba para relanzar sus beneficios. Los miembros del consejo de Winter International venderían la empresa por partes, y Sheldon se hundiría bajo el peso de sus deudas personales.

Aziz quedaría incluso peor parado. Sin el regalo de boda de su tío, no podría seguir ocultando su ludopatía. El jeque, un hombre honorable pero estricto, podría desheredarlo, y sus acreedores le romperían las piernas. Un final perfecto, en opinión de Marcos.

Lo único que podría ser incluso más satisfactorio sería que Aziz fuera a España para iniciar una guerra por Tamsin. Después de lo que ese hombre le había hecho a su padre, nada produciría más placer a Marcos que ocuparse de él con sus propias manos. Estaba enfermo de secretos. Enfermo de mentiras. Y, sobre todo, enfermo de esperar. Quería castigar al hombre que había destruido a su familia.

Mientras tanto, permanecería al lado de Tamsin como su prisionera.

Recorrió con la mirada su bonita figura y el rojo pelo cayendo sobre la espalda desnuda. Su piel era tan pálida como el invierno y parecía tan suave como la brisa del verano. Deseaba acariciarla y comprobar si era tan suave como parecía.

Sólo era su prisionera, se dijo, nada más. Apretó la mandíbula y la miró con frialdad.

–Cenará conmigo esta noche.

–Prefiero morirme de hambre –dijo ella apretando los labios.

–Como quiera –se dio la vuelta y se dirigió a su jefe de seguridad–. Reyes, encierra a la señorita Winter en la torre.

–¡No! –gritó ella dando un paso hacia Marcos–. ¡No puede encerrarme!

–Puedo y lo haré –la habitación que le había preparado era lujosa y cómoda y no estaba en la torre, pero no pensaba decírselo–. No me ha dado ninguna razón para querer su compañía.

–He cambiado de opinión –dijo ruborizada y apretando los dientes–. Me encantaría cenar con usted.

«A buenas horas», pensó Marcos. Sus constantes insultos estaban aumentando de intensidad. Se volvió a su ama de llaves que acababa de entrar en el recibidor.

–Cenaremos en la sala, Nélida. Es tarde, trae toda la comida junta.

–Sí, patrón –respondió ella.

–Te avisaré si te necesito –dijo Marcos a Reyes, y éste se marchó con el resto del equipo de seguridad–. Por aquí –dijo dirigiéndose a Tamsin y ofreciéndole un brazo.

Ella miró el brazo desconfiada. Aceptarlo era evidentemente lo último que deseaba en el mundo, pero, para sorpresa de Marcos, le sonrió antes de apoyar la pequeña mano en el pliegue del codo. El brillo de su expresión fue tan inesperado que casi se quedó sin aliento.

–Gracias –dijo ella con voz dulce y prometiendo con sus ojos algún misterio femenino.

–Sígame, señorita Winter –dijo él acercándose un poco más.

Ella se echó a reír de un modo puro y cristalino, como una melodía. Le tocó ligeramente el hombro y dijo:

–Si realmente voy a pasar aquí unas semanas, creo que no hace falta tanta formalidad, ¿no le parece? Llámame Tamsin, Marcos.

Al ver aquellos labios pronunciar su nombre, Marcos de pronto sintió hambre por algo más que la cena. En un momento, la princesa de hielo se había convertido en una tentación abrasadora y, a pesar de que no era lo más racional, lo único que deseaba era lanzarse a sus llamas.

Pero, ¿por qué ese cambio de conducta? Seguro que no estaba tan aterrorizada porque la encerrara en la torre.

De pronto lo vio claro: había cambiado de estrategia, en lugar de insultarlo intentaría encandilarlo y convencerlo de que la dejara marchar.

No funcionaría, por supuesto. Lo tomaba por medio tonto si creía que lo iba a engañar con una estrategia tan evidente, pero, cuando ella se acercó balanceando su hermoso cuerpo, pensó que, después de todo, disfrutaría de dejarla intentarlo.

No se sentía tentado por ella, se dijo, sólo era curiosidad por ver hasta dónde podía llegar.

 

 

Tamsin se había dado cuenta de que era una estupidez perder el tiempo con insultos.

A diferencia de su pomposo e inconsciente hermano, Marcos Ramírez no picaría su anzuelo tan fácilmente. Era inteligente, ordenado e implacable. Había ido a Marruecos a secuestrarla. Era evidente que había dedicado mucho tiempo y dinero a su venganza contra Aziz y su familia. ¿Y se había creído que la dejaría marchar por ser grosera? Era el momento de pensar un nuevo plan.

Marcos le dedicó una mirada rápida mientras subían las escaleras de piedra en dirección a la sala. El deseo era patente en sus ojos, aunque rápidamente lo disimuló con una sonrisa. Era evidente que pensaba de ella que era superficial, promiscua y con mucha vida social. Y, a juzgar por la ropa que le había dado: un Gucci negro de escote caído, había estado observándola algún tiempo. El vestido era una copia de uno que había llevado en una fiesta muy famosa. Había hecho que las revistas la declararan la chica del mes de Londres.

Pero en ese momento lo que más deseaba en el mundo era un chándal y unas zapatillas de deporte. Los tacones, por muy bonitos que fueran, no eran lo más apropiado para escalar muros de piedra o escabullirse entre los guardias.

Sí, tendría que vérselas con ese desafiante español.

Todo lo que tenía que hacer era conseguir que Marcos siguiera pensando que era tal y como la prensa del corazón decía: una coqueta superficial a la que sólo preocupaba la moda y la admiración de los hombres. Tendría que convencerlo de que estaba encantada de permanecer allí en medio de tanto lujo, mientras él evitaba su matrimonio y arruinaba a su familia. Entonces, cuando bajara la guardia y menos se lo esperase, escaparía a Marruecos y evitaría que lo consiguiera.

Sonrió imaginando el gesto de su cara cuando sus planes fueran arruinados por una mujer a la que había subestimado.

–Ya hemos llegado –dijo él cuando llegaron a un amplio comedor.

–Es precioso –dijo ella sonriendo hasta que le dolieron las mejillas.

No era mentira. La arquitectura era de apariencia medieval aunque las paredes estaban cubiertas de modernas obras de arte. Reconoció un Picasso. Los techos eran altos y la larga mesa de oscura madera estaba decorada con una enorme variedad de exóticas flores. Las puertas de un balcón de balaustrada de piedra, estaban abiertas. Tamsin respiró hondo el aroma del jazmín.

Marcos la escoltó hasta un sitio próximo al extremo de la mesa en frente de la ventana abierta. Llevaba la misma camisa blanca y pantalones oscuros del yate y Tamsin captó su fragancia en la brisa. Olía a cálido sol y mar Mediterráneo y a algo más… algo indefinible pero totalmente masculino. Muy diferente de Aziz, que se echaba tanta colonia que costaba respirar a su lado.

El aroma de Marcos, su cuerpo, su voz, todo provocaba en ella una deliciosa tensión. Era… desconcertante. ¿Cómo podía sentirse atraída por él cuando lo que deseaba era romperle un jarrón en la cabeza?

–¿Algo de beber? –preguntó él.

–Sí –dudó un momento–, por favor.

Marcos se acercó al bar que había al fondo del comedor y ella los siguió con la mirada. Caminaba con movimientos lentos y sinuosos, como un león recorriendo la sabana. Se volvió a mirarla. La fuerte mandíbula estaba ligeramente oscurecida por una ligera barba y su pelo era negro y rizado. Con su perfil aquilino y sus labios carnosos, su rostro era tan perfecto y frío como el de una estatua de Miguel Ángel.

Marcos Ramírez era un ángel oscuro, pensó con un estremecimiento. Hermoso, cruel y sin remordimientos.

–El brandy procede de mis propios viñedos –puso la copa de ella en la mesa y se sentó a su lado. Ella dio un salto cuando sintió el roce de su rodilla contra la piel desnuda de la pierna–. ¿Te he sobresaltado?

Tamsin se ruborizó furiosa consigo misma por actuar como la virgen que era. Trató de recomponerse.

–No. Es que tus piernas son muy… grandes.

–Gracias.

Mejor, pensó ella y le tocó una rodilla con la mano.

–Me gustan las piernas fuertes en los hombres. Las manos grandes. Los pies grandes –le dedicó una mirada llena de sentido–. Tan importantes para levantar pesos.

–No sólo tengo fuerza, sino resistencia –apuntó él mirándola por encima de la copa con expresión divertida–. Puedo levantar lo que quieras. Toda la noche.

Flirtear con Marcos era muy distinto que bailar con un pálido conde o tomar una copa con un famoso cabeza hueca en una discoteca de Londres. Marcos era un hombre de una pieza, y muy peligroso. Podía hacer con ella lo que quisiera. Jugar con él era jugar con fuego.

«Puedes hacerlo», se dijo a sí misma, «hacerle pensar que lo deseas. Actuar como la promiscua mujer que cree que eres. Acercarte y besarlo».

Pero no pudo. Era demasiado poderoso, demasiado masculino, tenía demasiado autocontrol. Y eso le hacía perder los nervios.

Se llevó la copa a los labios y dio un sorbo, pero la fuerza del licor le hizo toser.

–Cuidado –dijo él dándole una palmada en la espalda–. ¿Falta de experiencia con el brandy?

Se sentía falta de experiencia y no sólo con el brandy.

–Tenía sed –respondió ella sin darle importancia.

–Sí, ya lo veo –los grises ojos brillaron–. ¿También tienes hambre?

–Mucha –dio otro sorbo con más cuidado esa vez–. Por cierto, debo darte las gracias.

–¿Por qué? –la miró desconfiado.

–Por secuestrarme –dijo ella mirándolo con admiración–. Por salvarme de Aziz.

–¿Salvarte? Estabas tan desesperada por casarte con él que querías saltar al mar y volver nadando a Marruecos.

–Eso era sólo porque estaba asustada. No sabía qué querías hacerme, pero nunca he querido casarme con Aziz, nunca. Me hubiera tenido en medio del desierto a miles de kilómetros de las tiendas, las discotecas, Harrods, todo –se estremeció–. ¿Qué clase de vida para una chica es ésa?

–¡Qué lástima! –dijo él–. Tienes razón, hubiera sido una tragedia.

«La única tragedia es lo fácil que te estás creyendo esto», pensó ella.

–No soy tu enemiga, Marcos –dijo apoyándole una mano en la de él–. No siento ningún amor por mi hermano o por Aziz. A lo mejor podríamos… ayudarnos uno a otro.

–¿Qué tienes en la cabeza? –preguntó mirándole la mano.

Marcos miró la boca y ella se humedeció los labios. De nuevo Tamsin tuvo la sensación de no estar a la altura, de estar perdiendo la cabeza. No podía manipular a un hombre como ése.

Se bebió lo que le quedaba en la copa, la dejó en la mesa y lo miró con una sonrisa.

–¿Me echas un poco más de brandy? –dejó escapar una risita tonta–. Mi cabeza está empezando a girar de un modo muy agradable.

Sin decir ni una palabra, Marcos tomó la copa y cruzó el comedor. Ella lo miró con los ojos entornados, pero en el momento que él se dio la vuelta para mirarla, sonrió afectada.

–Dime cuáles son tus planes y te diré cómo puedo ayudarte –se tocó la cabeza con las manos y bostezó completamente consciente de que ese gesto levantaría sus pechos hasta el borde del escote–. Sigo sin entender por qué crees que raptarme haría daño a Aziz y a mi hermano.

Marcos siguió con la mirada el movimiento de los rotundos pechos.

–Sé que les dolerá.

–¿Pero por qué quieres hacernos daño?

–A ti no, querida, a ellos.

–¿Por qué quieres hacerles daño?

–Ya te irás enterando –dijo él encogiéndose de hombros.

«Canalla egoísta», pensó irritada porque no le contara más. «No permitiré que arruines la vida de Nicole por tu estúpido deseo de venganza».

Tamsin ya había visto bastante ruina en la vida, especialmente en el caso de su padre. Había muerto de una apoplejía, sin amigos y sin una sola queja. Y Tamsin se había sentido muy aliviada de que ya nadie pudiera hacerle daño.

–Aquí tienes –dijo Marcos volviendo a dejar la copa en la mesa.

–Gracias –cruzó las piernas mostrando gran parte de ellas y dejando caer de modo accidental uno de sus zapatos.

Se inclinó a ponérselo para ofrecerle una mejor visión del escote. Cuando volvió a incorporarse, él la estaba mirando como un lobo hambriento mira a un cordero.

A lo mejor su estrategia estaba funcionando demasiado bien, pensó mientras él paseaba por detrás de ella. Podía sentir el calor que él desprendía y casi dio un salto cuando sintió unas manos en sus hombros desnudos. No había esperado que sus propios sentidos tuvieran una reacción tan fuerte.

–¿Qué haces? –preguntó con voz temblorosa.

La miró sonriendo mientras le apartaba el pelo con suavidad.

–Has tenido un día difícil, pero tenemos toda la noche por delante. Para comer. Beber… Disfrutar.

Sintió que el corazón le daba un vuelco mientras él seguía con el masaje en los hombros. Cada vez sus manos bajaban un poco más por su espalda desnuda, deteniéndose en los tensos músculos de debajo de los omóplatos. Cerró los ojos incapaz de resistirse a la tentación de recostarse.

–¡Qué belleza! –susurró él mientras recorría con los dedos la línea que iba de los hombros al cuello–. Eres tan hermosa.

–No soy yo –jadeó ella–. Es el vestido.

–Es la mujer que lleva el vestido –se inclinó hacia delante, la rodeó con un brazo–. A lo mejor tienes razón, a lo mejor podríamos ayudarnos el uno al otro.

–Cuéntame tus planes –dijo casi sin poder creer que lo estuviera consiguiendo engañar– y te diré cómo puedo ayudarte.

–A lo mejor –dijo acariciándole los brazos y sonriendo de modo enigmático–. Ya veremos.

¡Estaba funcionando! ¡Creía que podía confiar en ella! Pero, justo cuando empezaba a pensar que podía ganar, apareció el ama de llaves y dos camareros con la cena. Para su irritación, Marcos se separó de ella y se sentó en su silla.

–Traigo todos los platos de una vez, como me pidió –dijo el ama de llaves en español dedicando una extraña mirada a Tamsin, eso la desconcertó.

¿Por qué no le gustaba al ama de llaves?

–Para su cena romántica –añadió el ama agria.

–Gracias, Nélida –respondió Marcos también en español–. Nos arreglaremos solos.

La rolliza mujer de mediana edad pareció complacida.

–Ha pasado hambre, eso seguro. Vive de cafés y tapas y se olvida de comer bien. Siempre pierde peso en Madrid.

–Pero siempre vuelvo para que tú puedas engordarme. Buenas noches, Nélida.

–No creo gustarle a tu ama de llaves –dijo Tamsin cuando la mujer se hubo marchado.

–No es nada personal –dijo él untando mantequilla en una rebanada de pan–. Nélida era mi cuidadora cuando era pequeño. Está chapada a la antigua y es posesiva. No aprueba a las mujeres ligeras…

Tamsin se sintió indignada. Miró su plato.

–¿Qué es esto?

–Salmorejo: tomate triturado, espesado con pan duro y huevo cocido y jamón.

Lo miró dubitativa, pero finalmente tomó una cucharada. Estaba frío, pero delicioso.

–Sabe como el gazpacho.

–Sí.

–¿Y esto?

–Pato a la sevillana: pato al horno con cebolla, puerro y zanahorias y un toque de jerez. Es la especialidad de Nélida.

Tamsin lo probó y se dio cuenta de varias cosas: primera, que se moría de hambre; y segunda, que si estaba mucho tiempo allí prisionera, también pondría unos kilos.

Eso si Nélida no decidía envenenarla por ser ligera. Frunció el ceño.

–¿Te gusta? –la miró de un modo que pareció que le estaba preguntando otra cosa.

«A lo mejor realmente soy tan estúpida y superficial como él cree», consideró Tamsin sonriendo. ¿Por qué si no iba a sentirse atraída por un hombre tan frío y cruel?

Se obligó a dedicar su atención a la cena.

–Está delicioso –respondió y comió más deprisa–. Tu ama de llaves es un tesoro.

La siguiente hora la pasó batiendo las pestañas y sonriendo, tratando con todas sus fuerzas de conseguir que le dijera por qué la había secuestrado, conocer sus planes, saber qué habían hecho su hermano y Aziz para que deseara vengarse de ese modo. Pero él habló poco y no reveló nada. Era como hablar con un muro. Lo siguió intentando desesperadamente, probando con cualquier tema de conversación que pudiera hacer que él se abriera… viajes, negocios, incluso fútbol. Finalmente, desistió. Nunca se había encontrado con un hombre tan desesperante.

«Bien», pensó resentida, «si así es como quieres que sea, veamos qué te gusta». Se terminó la cena en absoluto silencio.

Eso no pareció importarle lo más mínimo.

–Tenías hambre –observó Marcos cuando hubo dejado el plato vacío.

–Es algo que se produce cuando te secuestran –murmuró y después soltó una carcajada como si fuera un chiste.

–¿Quieres más pato? ¿Algo de postre?

Era más de lo que habían hablado en toda la cena, pero si comía más reventaría dentro del estrecho vestido. Otra razón más para desear llevar un chándal.

–Gracias, pero no. Aunque sí hay algo que quiero.

–¿Tu libertad y un vuelo a Marruecos? –preguntó él alzando una ceja.

Volvió a reírse nerviosa, dado que eso era exactamente lo que quería. Pero no se lo iba a poner tan fácil. Negó con la cabeza, se cruzó de brazos y se apoyó en la mesa intentando fingir una mirada de sinceridad.

–Sólo quiero saber qué hicieron mi hermano y Aziz para enfadarte tanto.

Por un momento pareció que se lo iba a decir, después alzó una mano.

–Vamos fuera a admirar la vista.

Reacia, dejó encima de la mesa la servilleta y se dirigió a la puerta del balcón.

–Se puede ver todo el valle hasta el mar –dijo Marcos–. ¿Ves esas luces? Ése es el Puerto de las Estrellas. El pueblo era famoso por sus contrabandistas, piratas y ladrones.

–Parece que aún lo es –murmuró ella.

–A lo mejor sí –bajó la oscura mirada–, ahora que estás aquí. Los Winter son mentirosos y ladrones y tu prometido es peor.

Se mordió la lengua para no responder, dado que eso no ayudaría a su causa. Además… bueno, esa acusación era cierta.

Sheldon había mentido sobre muchas cosas. Particularmente cuando había prometido hacerse cargo de Nicole. Y, aunque no conocía a Aziz muy bien, estaba bastante segura de que tenía una amante y pensaba seguirla teniendo después de casarse. Además estaba ese pequeño asunto del asesinato de su primera esposa.

Mientras estaban en el balcón de piedra, una fría brisa recorrió el valle, haciendo que Tamsin se estremeciera en su vestido de fiesta. Sin una duda, él la rodeó con su brazo.

–Estoy contento de que estés aquí conmigo –dijo Marcos con suavidad.

Tamsin, involuntariamente, se recostó contra él. A lo mejor lo había juzgado mal, pensó de pronto. Por lo que sabía, tenía buenas razones para odiar a su familia. Su hermano y su prometido habían hecho bastantes enemigos, incluso ella los despreciaba. A lo mejor tratar de engañarlo y escaparse era un error. Quizá si le contaba a Marcos la verdad sobre por qué estaba obligada a casarse con Aziz, podría ayudarla…

–Eres la espoleta de mi granada –le dijo él con una sonrisa–. Sin ti, no podría destruir a tu hermano ni a al-Maghrib tan fácilmente.

Estaba intentando que ella picara el anzuelo. Tamsin se mantuvo inexpresiva, pero por dentro estaba temblando. Quería darle un patada, patearse ella misma por pensar bien de él.

¿Qué tenía ese hombre que lo hacía tan atractivo? Era tan despiadado como el mar. La oscuridad de sus hermosos ojos tenía una poderosa resaca que la atraía hacia sus profundidades.

–¿Menos frío? –preguntó él.

–Sí –dijo ella mirándolo.

La luna estaba cubierta por unas nubes grises, la única luz que había era la que salía del salón y hacía que alrededor de la cabeza de Marcos se formara una especie de halo dejando su rostro en sombra.

Ángel oscuro, pensó de nuevo.