Viaje a los paisajes invisibles - Julián Varsavsky - E-Book

Viaje a los paisajes invisibles E-Book

Julián Varsavsky

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Beschreibung

Una crónica de viajes, relatos punzantes que dan voz a testimonios y personajes asombrosos en un recorrido que va desde la Antártida al desierto de Atacama. La guerra, la festiva religiosidad popular, los personajes de excepción, vestigios arqueológicos unidos con caravanas de llamas por el Qhapaq Ñan –Camino Inca–, los desiertos antártico, patagónico, puneño, pampeano, atacameño y andino, pueblos desolados, grandes planicies y la Antártida como gran musa inspiradora son los temas que recorren este conjunto de sorprendentes crónicas.  La orfebrería de este relato no parte de un orden cronológico, sino geográfico: va de sur a norte, de Antártida a Atacama. "Una crónica depende de lo punzante de la mirada. Y de la capacidad del autor para deconstruir la percepción primaria ante sus ojos."

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Seitenzahl: 554

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Julián Varsavsky

Viaje a los paisajes invisibles

De Antártida a Atacama

Índice
Portadilla
Legales
Prólogo. Viajar para contarla en tiempos de Google Maps
1.Al fin, el fin. Antártida
2. Bruce Chatwin era mala persona. Patagonia (Provincia de Chubut)
3. Los gauchos menonitas. Provincia de La Pampa (Colonia Nueva Esperanza)
4. El hombre que se enseñó a sí mismo. Provincia de Buenos Aires (Miramar)
5. La ex-Dubái de Sudamérica. Buenos Aires
6. Sanctos non sanctos. Provincia de Corrientes (Mercedes, Solari, Empedrado, Colonia Pellegrini)
7. Historias de amor, locura y muerte. Paraguay (San Bernardino, Asunción)
8. Rodar los Andes. Provincias de San Juan y La Rioja (San Guillermo, Laguna Brava, Alto Jagüé, Vallecitos)
9. De momias y tumbas. Provincia de Salta (Tolar Grande, San Isidro, Santa Rosa de Tastil)
10. Sikuriadas. Provincia de Jujuy (Tilcara, Abra de Punta Corral, Huichaira, Hornaditas)
11. La sal de los Andes. Argentina y Bolivia (De Salinas Grandes al Salar de Uyuni)
12. La soledad que arde. Chile (San Pedro de Atacama)
Acerca de este libro
Acerca del autor
Otros títulos

Varsavsky, Julián

Viaje a los paisajes invisibles: de Antártida a Atacama / Julián Varsavsky

1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo editora, 2025

Libro digital, EPUB - (Literatura_crónica)

Archivo digital: descarga

ISBN 978-631-6615-38-1

1. Crónica de viajes. 2. Argentina. I. Título

CDD 910.4

Literatura_crónica

Editor: Mariano García

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Paula Castro

Retrato de autor: Gabriel Altamirano

Imágenes de interior: Julián Varsavsky

© Julián Varsavsky, 2025

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2025

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Prólogo

Viajar para contarla

en tiempos de Google Maps

Viajero, ¿quién eres?

Te veo proseguir tu

camino, sin sarcasmo y sin amor, con tu

mirada indescifrable; te veo ahí, húmedo y

triste, como la sonda que desde los profundos

abismos asciende insatisfecha a la luz.

¿Qué has ido a buscar a lo profundo?

Friedrich Nietzsche

Nos colocamos auriculares aislantes y el helicóptero se eleva sin avanzar, como colibrí. El Robinson 44 gira en su eje 180º hacia el puerto de la bahía de Ushuaia –Tierra del Fuego– y entre la bruma melancólica veo el arquetipo de los puertos remotos, el último antes del fin, con cascos oxidados, cruceros como edificios flotantes y pesqueros cual cascarón de nuez.

A mis pies termina el mapa de América a escala real. Y las últimas estribaciones andinas se hunden al mar. La mirada cenital subraya el límite entre dos dimensiones: la solidez montañosa y la oscilación acuática. Hace dos siglos, se creía que más allá de ese horizonte no había nada salvo el azote del vendaval, un frío convulsionante y la desmesura oceánica. Pero había otro fin después del fin: Antártida.

A los diez minutos, una imprevista tormenta apaga el horizonte y frenamos. El piloto Roberto Valdez, a punto de dar la vuelta, descubre una ventana en las nubes. Nos asomamos y del otro lado se abre un cielo diáfano: cruzamos al azul.

Atravesamos la isla Grande de Tierra del Fuego hasta su orilla atlántica para bordear tétricos acantilados rocosos. Las aves se desbandan frenéticas: petreles, patos, bandurrias en pánico. Al sobrevolar estancias ovejeras abandonadas, tropillas de caballos salvajes de largas crines huyen del ave metálica. En la lejanía diviso la península Mitre –cementerio de cien barcos en cuatro siglos– y al carcomido velero Duquesa de Albany.

Aterrizamos en un gélido paraje a 200 metros del buque partido en dos. El piloto apaga el motor: viento y mar braman como bestia territorial. Camino hasta la costa y los restos de acero desperdigados sugieren un naufragio ocurrido ayer. Curioseo como un profanador entre fantasmales cadenas oxidadas, argollas, planchas metálicas, dos mástiles caídos, el ancla intacta. Al subir la marea, todo queda bajo agua. Recorro los 253 pies de eslora hundiéndome en arena húmeda. Proa y popa están casi indemnes, pero el cuerpo central parece aplastado por una división de tanques. Las 300 000 hectáreas de península Mitre son tan remotas, que a este extremo oriental solo se llega a caballo en once días o en helicóptero.

El Duquesa de Albany se fabricó en Liverpool y varó rumbo a Valparaíso el 13 de julio de 1893 antes de doblar en cabo de Hornos, esa esquina del mundo que se devoró 800 barcos. Iba al mando John Wilson con 27 tripulantes. Lo habrían encallado para cobrar el seguro, allí donde los inspectores no irían: el “fin del mundo”. Pero quién sabe. El capitán y once hombres bordearon la isla en bote para salvarse. El resto caminó catorce días ayudado por los onas en su odisea invernal, bajo lluvia y nieve. Todos regresaron, salvo uno: se quedó a vivir con los pobladores originarios e hizo el klóketen –rito de pasaje a la adultez– para casarse con una de ellas. Pero enfermó y murió.

Camino solo dentro del barco como tragado por una ballena en el herrumbroso costillar de acero con mejillones. El roce del ancla eterna con la mano me desata un sentimiento oceánico que acaricia y lacera. Vacilo un instante: es el peso del mito patagónico sobre mi espalda, la quintaesencia de la idea del Finisterrae habitado por sirenas, monstruosas aves y calamares corpulentos que hundían buques en los contrafrentes de un planeta plano, asediando a navegantes temerosos de caer en los abismos del universo. Estoy donde los vagos mapas medievales advertían “aquí hay dragones”. Y respiro el aroma del tiempo en que Aristóteles dedujo una Terra Australis Incognita: si la Tierra es una esfera, las “leyes de la simetría” implicarían un continente ignoto y austral, y equilibrarían el peso de Europa y Asia en el eje terrestre. Esa antípoda la prefiguró el griego con clarividencia casi adivinatoria. Y resultó estar 700 millas náuticas al sur de donde estoy parado: dos milenios después se llamaría Antártida.

¿Por qué esta lánguida playa con escombros de barco conduce al éxtasis? Somos herederos del Romanticismo del siglo XIX que late en el inconsciente colectivo occidental. El caminante sobre el mar de nubes es el gran cuadro del Romanticismo alemán, obra de Caspar Friedrich de 1818: un elegante viajero en una cima rocosa contempla un cielo perforado por grandes picos hasta el infinito. El aura épica de ese óleo enciende la idea de lo sublime, que Kant rescató de los griegos: es una categoría estética de belleza que invade al observador de la naturaleza con un goce onírico, más allá de la razón, parado ante lo inconmensurable. La conquista de Antártida fue la cumbre del viajero romántico.

Previo al Romanticismo, la Ilustración del siglo XVIII había racionalizado a la naturaleza como objeto de estudio: el viaje instrumental como recolección de datos. Se zarpaba a deducir las leyes naturales al impulso de la Razón. Su paradigma fue el grand tour burgués al terminar la universidad para completar la formación.

En cambio, la cosmovisión romántica –sin abandonar del todo a Kant– se rebela contra la Razón, dejando de separar al hombre del mundo natural, quien asume ya una subjetividad trágica: el alma es invadida por un paisaje que la excede y atraviesa (el viaje como goce de los sentidos). Ese sujeto se doblega ante la Tierra como un espacio inconquistable, a pesar del poder de la ciencia. Y empieza a sospechar que no hay dioses ni respuestas. El viajero romántico deseaba paladear la naturaleza, antes que descubrir su lógica. Aunque no dejara de estudiarla. El motivo de su viaje era la contemplación por mero gusto: no es una actitud objetiva, sino intensamente subjetiva. Se toma nota de la íntima emoción y de la sensación que genera el paisaje, absorbiéndolo con todos los sentidos.

La filosa seducción de los desiertos, mares, montañas y selvas agitaba el espíritu del hombre del Romanticismo, despertándole temores y desafíos: el paisaje esquivo prometía la gloria terrenal. Kant lo había definido: “rocas audazmente colgadas... nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de sí desolación y el océano sin límites rugiendo de ira... reducen nuestra facultad de resistencia a una insignificante pequeñez”.

El barco naufragado en los confines es el epítome de lo sublime. Y el cuadro La balsa de la Medusa, sobre un legendario naufragio de 1816, convirtió a Géricault en el emblema romántico de la pintura francesa.

La marea sube y las olas ya lamen los mástiles semienterrados en esta tumba de barco a cielo abierto, bajo una luz opalina. Regreso al helicóptero y sobrevolamos los despojos del Duquesa de Albany. Tras la ventana veo el gran cuadro del Romanticismo sudamericano, sin mediación del pincel: es la imagen corpórea de la idea del hombre moderno que busca someter a la naturaleza, rozando lo eterno en ese fracaso. La razón occidental forjada en el ágora de Atenas ve aquí la más honda y desgarrante belleza. Lo épico de la catástrofe y la grandilocuencia de esta derrota patagónica son arte en sí mismo. Sin pintor.

Viajar para contarla se ha vuelto más difícil. Las tecnologías de desplazamiento se aceleraron y los costos relativos cayeron: cada rincón del orbe es alcanzable. Pero es arduo encontrar un lugar del que se sepa poco y nada. La revolución digital no existía cuando Lévi-Strauss habló del “fin de los viajes” a mitad del siglo XX: “Quisiera haber vivido el tiempo de los verdaderosviajes”. Si lo vivificante de viajar y reportear era el encuentro con el Otro desconocido –o el descubrimiento natural– eso ya no existe: no hay más terra incognita. Solo habemusterra digitalis.

Por el espacio digital viajamos sin ir: antes de partir, hemos llegado. La mirada viaja a los saltos de ventana en ventana: el windowing. El arribo posmoderno, liberado de las leyes de la física es lo opuesto a un desembarco borrascoso: es aséptico, plano como la pantalla y predecible. La travesía, sin aroma ni sabores, es solo imagen y sonido. Pero si la llegada es in situ y carnal, uno ya solo certifica y reconoce territorio conocido. La imposibilidad de lo inexplorado, sin embargo, es un convocante desafío. De lo que se trata hoy –más que nunca– es de entrever.

Lo lejano está cerca. El mundo fue milimétricamente cuantificado, historiado y estudiado por antropólogos, arqueólogos, filósofos, geógrafos y sociólogos enfocados en cada tribu urbana y aborigen de ayer y hoy. Cada microrregión fue cronicada, documentalizada, escenificada en cine, digitalizada calle por calle y casa por casa con Street View y Google Earth desde tierra y cielo, mapeada con Google Maps, filmada y fotografiada por millones de smartphones: todo llega con solo googlear. Ya no quedan montañas sin escalar y el sistema solar ofrece pocos enigmas: los chinos alumbraron el lado oscuro de la luna.

El browser de Internet es la nueva nave y nos trae cada rincón global visto desde todo ángulo, incluyendo los submarinos y aéreos. El parque nacional Los Alerces en Patagonia ocupa 260 000 hectáreas: Google Earth individualiza cada uno de sus árboles y un estoico los podría contar. Es posible recorrer de forma cenital las orillas del Amazonas palmo a palmo, desde sus nacientes en los Andes a su desembocadura. Ya la mirada camina. Sin embargo, no suplanta al viajar: hoy se viaja más que nunca en un mundo sin nada por descubrir, pero mucho por interpretar.

Una crónica depende de lo punzante de la mirada. Y de la capacidad del autor para deconstruir la percepción primaria ante sus ojos, esa materia amorfa de capas superpuestas: así se nos aparecen paisajes y ciudades. El mundo está enmascarado en apariencias. Ya Platón dedujo que la realidad no puede comprenderse con los sentidos, sino con el pensamiento. Lacan lo dijo a su manera: “los que solo creen en lo que ven sus ojos, son los que más erran”. El único camino para decodificar un viaje es el mundo de las ideas.

El cronista del siglo XXI mira un planeta develado, solo a nivel de superficie. Si no busca en lo abstracto –si no radiografía el espacio intransitable–, solo autenticará lo conocido para mostrar(se): el viaje como anecdotario. Y mutará en ese nuevo viajero ciborg con smartphone como órgano sensitivo: el influencer, etapa superior del turista.

Si viajar vuelve a los hombres discretos –la idea es de Cervantes– el Phono sapiens acaparador del destino de viaje reduce su exterioridad a simple marco de su actitud de goce. No es nuevo el viaje vanidoso: lo significativo es cómo el cuerpo viajero se superpone ya al paisaje. Y reduce su mirada a sucesión de selfies sobreadjetivadas e hilos de tweets. La acumulación de selfies es aditiva (1+1+1). Por eso el boludencer no crea una narración sólida: enumera datos y hechos. Viaja para verse y que lo vean, aporta tips: se mira en su mano-ombligo-espejo-plasma, donde falta el Otro, salvo como decorado exótico. Es el viaje instagrameable como espectáculo del “yo” de un Narciso con maleta, que va a los saltos entre reliquias y paraísos. Su relato hiperfragmentado es un continuo de aventuras controladas de alta exposición y vértigo, a la caza de likes. Captura el viaje antes que experimentarlo. La autofoto es el motor para trepar la montaña. Y a veces cuesta la vida.

La primera imagen fue chamánica: el bisonte en las cuevas de Altamira. La segunda, artística: el pintor de la Grecia antigua. La tercera, tecnológica: el profesional con cámara de tres patas del siglo XIX. La cuarta fue automática: la popularización de Kodak. Y la quinta, digital: cambió la perspectiva de raíz, representando solo al “ego”. Es una foto que grita “¡estuve ahí!”: la selfie en Auschwitz.

El viajero en modo selfie tapa todo con su centralidad: “Viajamos a todas partes sin tener una experiencia”, escribió Byung-Chul Han. Y regresa a casa siendo siempre el mismo, con una nueva bandera plantada en el planisferio digital: con esa lógica cosecha seguidores.

Escribió Byung-Chul Han: “La adicción a la selfie no genera amor propio, es una autorreferencia narcisista. Las selfies son superficies hermosas de un yo vacío y completamente inseguro. Para escapar del vacío insoportable usa un smartphone. Las selfies son superficies lisas que ponen al self vacío en una luz agradable por un corto tiempo. Pero si las das vuelta, te encuentras con las heridas cubiertas de heridas que sangran... son el rostro de las selfies”.

Para el sujeto narcisista puro “yo”, el Otro desaparece reducido a multitud ciberespacial, un enjambre de iguales que aplauden. La soledad digital genera un sentimiento de vacío, retroalimentado selfie a selfie: el “yo” se va ahogando en sí mismo. Ese exceso de “yo” solo produce mismidad y niega la otredad. Lo bello digital es un espacio pulido y transparente que no genera extrañeza o rispidez. El mundo se percibe como prolongación del ego y la naturaleza deviene en ventana del “sí mismo”: es el viaje autorreferencial de un sujeto abrumador, más valioso que el viaje en sí.

El dios Eros arrancaba al sujeto de sí y lo arrojaba hacia el Otro, curando la depresión, esa herida narcisista. El viaje sin el Otro como sujeto antropológico pierde la erótica y su misterio: se reduce a la impudicia del mero consumo y exhibicionismo. Es estar lejos como “en casa” a todo lujo: el viaje como burbuja de spa. El amateurismo del influencer horada al periodismo, así como gente común desbanca al actor porno en Internet. No se juzga aquí al neoviajero profesional: es resultado de algo que lo excede. Y alguien que encontró un oficio, un entrepreneur creando su profesión en la que no cualquiera destaca.

En el siglo XX, el decimonónico escalador de Friedrich –de espaldas y obnubilado por la atracción del abismo– devino en el turista moderno: giró el cuerpo hacia la cámara para ser retratado “en”. En el siglo XXI, el boludencer dio vuelta la cámara hacia sí y no pudo dejar de autodisparar. En su versión extrema, adosa la GoPro al casco como tercer ojo, salta desde la cima con traje ardilla wingsuite y termina documentando su muerte.

El ciberviajero no se demora ante nada: hace zapping con el cuerpo. Mira rápido y se va. Se aburre con premura y su público también. Es un catador fugaz sin detenerse a pensar: lo seduce, sí, la meditación zen frente al mar. Demanda animadores, entretenimiento continuo hasta desfallecer. Y limita sus márgenes de sorpresa o conflicto. Lanza a su público mensajes sin aspereza, una amable ciberempatía lisa que fluye siempre en “lo igual”. Pero no hay otredad sin incomodidad. Lo Otro nunca se amolda plácido al “nosotros”: crea resistencia y fricción.

El trabajo periodístico es más complejo que “viajar para postearla”: implica un demorarse, agota y fastidia. En el pasado, en todo lugar remoto había algo por descubrir: un pueblo, una montaña, un lago secreto, reducidores de cabezas. Marco Polo no necesitó una pluma literaria para El libro de las maravillas: lo mero visto era ya maravilla. Hoy hay que mirar en lo soterrado del relieve, no con lupa o catalejo, sino estetoscopio y tensiómetro: son las armas para auscultar latidos y la respiración tras el decorado del mundo.

Sería ingenuo imitar a viajeros científicos como Charles Darwin y Alexander von Humboldt dando la vuelta al mundo inhóspito con espíritu pionero. Según Esteban Ierardo, lo rescatable de ellos fue su tipo de conexión con el entorno natural, que impregnaba al viaje empírico con una idea filosófica ajena al materialismo, que ve en la naturaleza una mera fuente de explotación.

Por bella que sea la punta del iceberg, no ofrece novedad. Esa masa de hielo se hundiría sin lo oculto: si su base sostiene al todo, lo sustancial ha de estar ahí debajo. Y habrá que bucear alrededor del témpano. Eso implica un abordaje multidisciplinario para el cual un periodista no está formado. Por eso en estas crónicas entrevisto antropólogos, arqueólogos, paleontólogos, arquitectos, semiólogos, intelectuales autodidactas, musicólogos, biólogos, geólogos, psicoanalistas, historiadores, sociólogos y capitanes de barco. Y abrevo en la filosofía y la literatura.

En su alegoría de la caverna Platón imagina presos encadenados en una cueva desde que nacen hasta que mueren, y que solo pueden mirar al fondo. A sus espaldas, una fogata por encima de una pared tapa el exterior. Delante del fuego, hombres como titiriteros pasan ocultos enarbolando objetos con formas humanas y animales: proyectan sombras en la caverna. Para los cautivos esas proyecciones son la única realidad. Desde afuera se oyen voces y creen que las sombras hablan. Si un preso saliera, vería el engaño. Al volver lo tomarían por loco. Y podrían matarlo si insistiese en revelarles la materialidad de los objetos: se resistirían a la “verdad”.

Cada pueblo vive en su propia caverna. En los años sesenta, Ryszard Kapuściński viajó a África y tomó conciencia de su color de piel: niños que nunca habían visto a un europeo lo rozaban con su manito chequeando si se habían manchado de blanco.

Nada hay más ilusorio que la sombra. La luna y el sol deificados en Stonehenge son las fuentes de sombra, esa mera falta de luz. En su negativo, la cosa se oculta y revela en un contorno. Diría Platón que viajamos condenados a perseguir las sombras de lo inaccesible.

Hace 400 años Descartes concluyó que los sentidos, a veces, engañan. Y viajó nueve años obsesionado por la búsqueda de “la verdad”, así fuese una ínfima, de la cual pudiese estar bien seguro: lo único de lo que no dudó era de que estaba dudando. Platón viajó a Egipto y a Siracusa para enriquecer su mirada sobre la esencia de las cosas. Pero salir de una caverna es entrar en otra. La verdad absoluta dejó de estar en el cielo cuando “el loco” imaginado por Nietzsche entró al mercado anunciando “¡Dios ha muerto!”. Y Merleau-Ponty dijo que una ilusión no se despeja con la verdad, sino con otra ilusión.

En toda sociedad los discursos luchan por imponer certezas, muchas veces encubriendo situaciones de poder. Son esas afirmaciones instituidas las que la filosofía deconstruye con la pregunta incómoda. A la larga, se descubre que lo oculto aparece siempre en lo obvio, en lo naturalizado, en lo tan evidente y cercano que no se ve. Y allí la antropología coloca su estetoscopio.

En su crónica El antropólogo inocente, Nigel Barley –que había aprendido camerunés con los dowayos– se afligía al no poder sacarles a los aborígenes más de diez palabras seguidas. Si les pedía que describiesen una ceremonia, decían una o dos frases y se detenían. Entonces debía hacer una nueva pregunta. Eso era inconveniente: orientaba demasiado la respuesta. Luego de dos meses descubrió que “los dowayos se rigen por reglas distintas a la hora de dividir una conversación. Mientras en Occidente aprendemos a no interrumpir, esto no es aplicable en África. Hay que hablar con las personas como por teléfono, empleando frecuentes interjecciones y respuestas con el único fin de que sepan que los escuchamos. Cuando oye hablar a alguien, el dowayo se queda con la mirada fija en el suelo, se balancea hacia adelante y atrás y va murmurando ‘sí’, ‘así es’, ‘muy bien’, cada cinco segundos. Si no se hace esto, el hablante calla de inmediato. En cuanto adopté este método, mis entrevistas se transformaron”.

A lo percibido en un viaje hay que indagarlo por su reverso. Y por debajo. Los edificios de la ciudad callan, pero habla su diseño. La ciudad es un mar de signos superpuestos que comunican como totalidad: “la arquitectura es un lenguaje, y cada edificio, un signo con una materialidad”, asegura el arquitecto y semiólogo Eduardo Masllorens, un personaje de este libro que camina por Buenos Aires. Esos significados pueden decodificarse: las paredes de una ciudad cuentan su historia, reflejan el pensamiento instituido de cada época y dicen cómo quisieron ser vistos los habitantes de esos edificios. La arquitectura es otra sombra en la caverna, la proyección cristalizada del transcurrir del tiempo en cada urbe.

Las ruinas son más silenciosas que los edificios: este libro se interna en una ciudad milenaria aborigen del noroeste argentino con los arqueólogos Axel Nielsen y Christian Vitry que la traducen, interpretando vestigios rocosos, tesoros incas y el cuerpo de tres niños momificados en la cima del volcán Llullaillaco.

Este viajero-cronista se propone salir de la caverna y pararse detrás del fuego. Sabe, por supuesto, que allí habrá otras sombras: irá de una caverna a otra. Leila Guerriero dijo “el cronista es quien entra en una caverna oscura con un lector y enciende la linterna mostrándole las paredes, distintas partes de la cueva, hasta que el lector se hace una idea”. Cierta vez, en el desierto de Mogao –Ruta de la Seda china– visité una cueva con frescos budistas dos veces milenarios, un antiguo centro de peregrinaje. Entré a oscuras con un grupo de chinos y una guía con linterna que alumbraba el fondo. Al rellenar la sombra, algo se positivaba: uno a uno, aparecían miles de ínfimos budas flotantes en un firmamento multicolor, pintados y tallados en pequeños nichos. Techo y paredes eran una sobrecarga de alegorías celestiales del nirvana con vírgenes apsaras de grandes pechos en vuelo, flores de loto, dragones con nueve cabezas, caballos alados y aves con cabeza humana. Antes de entrar nos habían advertido: “no photos”. En el silencio tronó un clic delator. Una mujer me señaló y dijo algo. La guía me alumbró la cara, la giré encandilado y vi mi sombra gigante proyectada en la pared. Mi cámara estaba en la mochila. Pero fui culpable. Fue en vano defenderme. Las miradas condenaron a esa sombra y el veredicto se instituyó como verdad.

La peregrinación –ese modo primigenio del viaje– era un ir hacia la reliquia en el santuario: el Camino de Santiago, Jerusalén, Mogao, la Meca. Según Giorgio Agamben el museo se convirtió en la forma secularizada del templo. En el santuario y el museo, el objeto es separado del uso cotidiano tras una vitrina (nadie lo puede tocar). La reliquia y la obra de arte terminan sacralizadas: el turismo sería la forma secularizada de la peregrinación. Byung-Chul Han lo refuta: el turista es lo opuesto al peregrino. No da a los “santos lugares” –museos o iglesias– un uso sagrado, sino lúdico de autoexhibición. Es un profanador que proyecta su imagen en el smartphone. El peregrino viaja a sitios de congregación y dedica una atención profunda al templo. El turista pasa de largo sin reposo contemplativo: no crea comunidad, sino muchedumbre.

En tiempos de panoptismo digital podemos verlo todo: se debilita la extrañeza. La mirada online no facilita el acceso a la otredad. Ese mero “ver” no conduce al Otro y su cosmovisión: falta el punto de vista nativo con que ese Otro otorga sentidos, creando imaginarios sociales, según lo que refleje el fondo de su caverna. El periodista, en condición ideal, necesitaría colarse a hurtadillas entre las rocas de esa caverna para ver al Otro sin interferir (o tendría que encadenarse con esos presos hasta volverse uno más). Si lograse entrever en los intersticios de lo velado, acaso descubra algo.

Un viajero inquieto intenta asomarse a los microuniversos por el ojo de la cerradura. Es imposible pararse en la perspectiva del Otro, pero los antropólogos ayudan a reconstruirla. Así evitamos juicios. Con la antropología se indaga en lo invisible del viaje, apuntando la linterna a lo abstracto. Además, nos urge “oír” lo no dicho. El paso final será ordenar todo en palabras, insuficientes pero único recurso. El fin último es ver lo que no se ve, allí donde todos miran: los hilos del mundo son transparentes.

Ante los personajes más singulares de estos viajes suda-mericanos escarbé su historia para alumbrar –a veces sin querer– lo que entrevistados como el surfista Peche Pezzente no habían visto en sí mismos, pero descubrieron al “dibujarse” en palabras. No fue en república de Buriatia, Laos o Tayikistán donde encontré la historia más fascinante en veinticinco años de viaje periodístico intermitente: fue en Miramar, a 470 kilómetros de mi base en Buenos Aires. Allí, por intuición, pregunté por ese hombre que decía “cabalgar las olas” sobre una tabla. Inesperadamente, terminé siendo parte de su historia.

El reporteo para este libro oscila de un extremo al otro del paisaje surandino, internándose en desiertos y mares, cruzando los Andes a lo largo y ancho, y elevándose al cielo con el cronista colgado de hilos bajo la vela de un paramotor en el desierto chileno: viaja por aire, agua y tierra de Antártida a Atacama, los dos desiertos más resecos del mundo.

En el camino conocí personajes de alto vuelo con derivas inesperadas y ecos de guerras en Nicaragua e Islas Malvinas. Al no poder asomarme bajo los mares antárticos –donde sucede todo en ese continente– miré a través de los ojos de un buzo ucraniano que lo hizo 170 veces. Hice decenas de viajes por Argentina, en paralelo y sobre los Andes –el espinazo de este libro–, con desvíos al salar de Uyuni en Bolivia tras la huella de antiguas caravanas de llamas. Y en Salinas Grandes fui a conocer cómo se vive hoy la cultura llamera. A Paraguay viajé tras la historia de la cronista sueca Ida Backman en el centenario Hotel del Lago. Allí estuvieron Elisabeth Nietzsche –hermana del filósofo– y su marido, creadores de una colonia de “pura raza aria” en la selva, cuyos continuadores terminaron por hablar guaraní.

En los trayectos me fui deteniendo en tumbas y cenotafios de personajes intrigantes: los sepulcros sellan una vida pero no su historia. Luego dediqué años a lecturas, entrevistas y regresospara reconstruir esas vidas. No es esta una crónica con eje exclusivo en muertos y momias. Pero abundan y son disparadores para mirar al costado y observar lo vivo. Las tumbas me salieron al paso y son un hilo subterráneo entre los capítulos, otro andar en lo etéreo. En algún momento, cada relato se detiene y sumerge bajo tierra, rondando una ausencia: la vida de los muertos son parte del paisaje.

En La Pampa tuve la ingenua sensación de que el tiempo había retrocedido al Medioevo en la colonia menonita Nueva Esperanza, descendientes de europeos que viven con lógicas religiosas, abiertos a la tecnología en la medida que sirva para el trabajo y no para el confort. Allí viven dos hermanos menonitas que viajaron a China a comprar las mejores máquinas metalúrgicas. Un personaje central es el antropólogo Lorenzo Cañás Bottos, quien me descorrió los velos de esa cultura para encontrar lo impensado.

En Chubut atravesé la estepa para conocer la tumba de un caballo heroico, y otra de los bandoleros norteamericanos Wilson y Evans, muertos en su ley. Y entrevisté a una anfitriona de Bruce Chatwin en 1974, una descendiente de galeses muy enojada con el legendario periodista inglés autor de En la Patagonia.

En Corrientes me sumergí en la religiosidad popular y fui a buscar ayuda en la academia para interpretar por qué, en una sociedad “católica”, los santos más queridos –San La Muerte y Gauchito Gil– son paganos, marcados por la influencia negra, criolla y guaraní.

En las provincias norteñas de Salta y Jujuy me sumergí en caseríos andinos de pueblos originarios en lo alto de la montaña. Trepé cerros con tres mil músicos hasta un santuario aborigen signado por el sincretismo. Allí los antropólogos me ayudaron a vislumbrar lo que subyace bajo una cruz andina, en un apu energético a la Pachamama. Seguí hacia Cuyo a internarme en las áreas más altas y desoladas de los Andes argentinos, recogiendo historias de tumbas solitarias de arrieros que cruzaban la cordillera. Al bajar, curioseé en un centenar de casas de adobe abandonadas en un pueblito perdido de La Rioja. Gran parte de estos capítulos son andinos. Por eso los Andes son dimensionados desde la cosmovisión aborigen –tanto mapuche patagónica como kolla del norte argentino–, desde la tectónica de placas geológicas y desde la biología evolutiva del cóndor. Este abordaje multidisciplinario une en lo metodológico todo el libro.

No hay aquí una nostalgia por el espíritu viajero romántico. Al contrario: prefiero estudiar con perspectiva de futuro y dilucidar cómo van cambiando el mundo y las culturas con el tiempo y las tecnologías, a las cuales recurro como herramienta de trabajo. Este prólogo-ensayo sobre el viaje intenta pensar estrategias de abordar la crónica aprovechando el refuerzo de la digitalidad. Google, WhatsApp, Facebook, YouTube y bibliotecas virtuales fueron centrales en la producción.

Estas crónicas parten de la percepción del mundo en estratos. Al traspasar la coraza de lo evidente con una segunda lectura, aparece siempre otra superficie. Entiendo este modo activo de viajar como un trabajo: me siento un ayudante de cocina condenado a pelar cebollas. Cada esfuerzo por tocar una fibra medular lleva a otra capa. Hasta que acepto que no hay centro y me encierro a escribir.

Me conformaría si este libro atravesara uno o dos de esos velos superpuestos en cada geografía, donde van apareciendo temas que se tocan entre sí a la distancia. Me resigno a que “no hay hechos, solo interpretaciones” (Nietzsche). El primer paso al escribir es escenificar el viaje a partir de lo que –creo– fueron los hechos. Luego voy a lo solapado. Como el asno hacia la zanahoria, viajo tras la pregunta fugaz: “¿por qué?”. Solo a veces, rozo una certidumbre. Y eso sirve de motor.

El mundo es más complejo que como se nos aparece. También las personas. Y nuestro aparato perceptivo es falaz. El viajero bucea siempre a oscuras. Para Byung-Chul Han, la “sociedad de la transparencia” sufre un exceso de luz que inunda el fondo de la caverna. Esa luminosidad cegadora con un ruido blanco, dificulta la creación de relatos firmes: borra los contrastes reduciéndolo todo al “infierno de lo igual”. En el fondo de la caverna ya se ve todo y no hay nada. Desapareció la forma y la foto se quemó.

La crónica como “cuento que es verdad” (García Márquez) intenta dar sentido a la fragmentación: el hallazgo pasa hoy por recuperar contrastes y contornos en la caverna. Y luego unir las figuras a partir de una subjetividad. Pero el viaje no conduce a la verdad.

En este libro hay dos viajes: el físico –captado por el sentido común– y otro posterior entre paredes con lecturas y entrevistas a distancia, buscando descifrar para escribir: “la mano que piensa” de Heidegger. Cada una de estas crónicas se detiene a pensar con un científico al lado. A posteriori,regreso física o digitalmente a cada escenario: la primera vista nunca alcanza.

En estos relatos unidos por hitos mortuorios las tramas cobran giros inesperados. En cada capítulo hay observación concreta e interpretación abstracta, más un tercer estrato: esas historias que sugieren las tumbas en la nada, cargadas de simbolismo, leyenda y tragedia. Son parte de lo metafísico del libro, no en un sentido místico: los cuerpos están bajo tierra, agua o hielo –en desiertos, bosques, islas, mares, montañas y glaciares– pero su pasado puebla el ambiente. Toda tumba inspira respeto y temor atávico. Esta triada –lo subterráneo, lo terrenal, lo etéreo– es lo que intento conectar. Para que, desde la palabra, los hechos vuelvan a suceder dotados de un sentido.

Ciertos temas reaparecen en el libro: la guerra, la festiva religiosidad popular, los personajes de excepción, vestigios arqueológicos unidos con caravanas de llamas por el Qhapaq Ñan –camino inca–, los desiertos antártico, patagónico, puneño, pampeano, atacameño y andino, pueblos desolados, grandes planicies y Antártida como gran musa inspiradora. La escritura se dio en condiciones ideales de aislamiento por Covid-19. La orfebrería de este relato no parte de un orden cronológico, sino geográfico: va de sur a norte, de Antártida a Atacama.

La dinámica de la entrevista juega un rol central y la plasmo aquí en su forma pura: sin objeto indirecto. El Otro habla mucho más que el Yo. El poeta y cura Hugo Mujica dijo que “la escucha es, por esencia, el reconocimiento de la alteridad fundante”. Para Rodolfo Walsh, “escribir es escuchar”. El cronista de estos viajes no solo mira: ejercita la escucha intensa. No le basta oír al pasar: se sienta horas con el personaje y lo deja hablar (“callarse es dejar decirse al otro”, agrega Mujica). Después, repregunta.

Toda persona pide ser escuchada en estos tiempos de vértigo, en que escasean orejas: los entrevistados colaboran en la reconstrucción. Según Byung-Chul Han, estaríamos perdiendo la capacidad de escucha: “Lo que hace difícil escuchar es, sobre todo, la creciente focalización en el ego, el progresivo narcisismo de la sociedad”. Y agrega que no es un acto pasivo: “Escuchar es un prestar, un dar, un don”. Los interlocutores quedamos a mano. Con estas premisas, viajo para contarla: lo que veo, lo que me cuentan, lo que logro entrever.

1.Al fin, el fin

Antártida

El viento es aire siempre en viaje.

Octavio Paz

El pingüino baja a la costa sacando pecho por una rampa de hielo, agarra una piedrita con su pico rojo y regresa a su hembra para arrojársela al suelo en ofrenda. Ella la acomoda con otras para ir cerrando un círculo imperceptible en la nieve, una mera demarcación. Un día veraniego como hoy, el hielo cubre todo el territorio salvo una angosta franja pétrea al borde del agua. Allí, esas chaplinescas aves deben resolver los materiales para su “hogar”: se los birlan mutuamente al menor descuido. Antártida es el continente más desértico de la Tierra: llueve menos que en el Sahara. Y no existe una rama con qué hacer un nido. Incluso, casi no hay piedritas.

En este desierto nival los soviéticos registraron la temperatura más baja de la historia: –89 ºC. Aquí, el viento a veces no es medible: los anemómetros se vuelan. La humanidad tardó 2,5 millones de años en pisar este extremo austral. Antes había conquistado el resto del orbe en un viaje que comenzó con la especie misma, en el Valle del Rift africano. Por su perfil excesivo, este continente no es para nosotros. El Polo Norte tiene sus esquimales. Pero en Antártida, nadie se ha quedado nunca a vivir.

Un año es lo que la mente resiste esta desolación, según la psicología. Aquí mandan un viento quejumbroso y una esquiva dama de blanco que imanta a los hombres de mar. Solo en verano se navega al castillo de cristal que vela su rostro. Y ya en otoño, es imposible zarpar: uno queda atrapado en el hielo.

Los huesos de centenares de marinos yacen en las honduras del océano Antártico, víctimas del influjo polar que los condujo a fatuas travesías. Un millar de hombres y pocas mujeres eligen perseverar –como máximo– un año en este frío regazo, soportando la noche de dos meses. Llegar a Antártida con fragilidad de espíritu altera la existencia. Fue el caso de Vladímir, un climatólogo ucraniano quien, en plena noche bimestral, no aguantó las burlas de sus compañeros: los persiguió por la base blandiendo un hacha como Jack Nicholson en El resplandor.

He venido aquí casi de polizón en un buque chárter que trajo a catorce científicos para recluirse un año. De regreso, llevaremos a los que vuelven a Ucrania luego de una temporada en este anexo del planeta Tierra. Y entre ellos está Vladímir.

Hemos atracado y la novedad del episodio me llega antes de desembarcar. Voy por los pasillos a comentarlo con el capitán: en el camino cuento diez hachas rojas de un metro de largo en la pared.

–Capitán, ¿y si guardamos las hachas?

–De ninguna manera. Que se ocupen del hombre, no de las hachas.

Desembarcamos para una recepción en la base: un banquete con canapés de caviar, arenques ahumados y vodka de cáscara de papa saborizado con almendra. El capitán del grupo ucraniano da su último discurso: “Dejo aquí la mitad de mi corazón robado por una mujer”. Con un paneo visual identifico al hombre del hacha por sus ojos idos, su mudez monástica y una sonrisa beata que intranquiliza. Mide dos metros de contextura arbórea que me remite al boxeador ruso de Rocky IV. Cuando zarpemos, cerraré el camarote con llave por primera vez.

Llegar a esta base al fondo de la península antártica me costó dos días reducidos a una leve y continua náusea. Partimos del puerto de Ushuaia en Tierra del Fuego. Hice migraciones y arrastré la valija por una lengua de asfalto que se internaba en aguas brumosas. Marineros cargaban cajas entre chillidos de gaviotas y creí estar ante el arquetipo de los puertos remotos del mundo –el último antes del fin– con sus cascos oxidados, cruceros como edificios flotantes y barquitos pesqueros cual cascarón de nuez.

Me detuve frente a la angulosa proa del Ushuaia, la nave que me llevaría 1 200 kilómetros al último confín del hemisferio sur. Pensarlo me intimidó. Evoqué la primera circunvalación al globo iniciada por Magallanes, quien acortó camino por un estrecho cercano.

–¡Arribaaaa! –gritó alguien desde cubierta. Atomizado frente a la mole metálica de cuatro pisos, estiré el cuello y subí la escalera con la serenidad que otorga la certeza de la redondez de la Tierra.

Zarpamos bajo un cielo malva crepuscular, cruzando la espejada bahía con la suavidad de un cisne. Al rato cenamos con los ucranianos bajo el júbilo de la partida. Algunos mascullaban el inglés y estaba Anastasia, una gentil traductora.

Después del postre salí a cubierta bajo la noche titilante, a dimensionar el mito antártico. En Alejandría –siglo II– Ptolomeo incluyó por primera vez al continente surpolar en el mapamundi de su Geographia: lo llamó Antartikós (opuesto al Ártico). Pero faltaban catorce siglos para que fuese visto por el hombre. Navegábamos el pasaje de Drake que comienza en el cabo de Hornos, separando en vano al Atlántico del Pacífico: entran en guerra cada pocos días. Es allí donde nacen los vientos. Cruzarlo bajo azote de olas es el tributo por ir al continente “extraplanetario”.

Me fui a dormir en paz y a medianoche una ola reventó contra mi ojo de buey: era el fantasma del pirata Francis Drake –bandido según los españoles, héroe para los ingleses– quien recorrió estas aguas en 1578 arrastrado por un tifón, mientras daba la segunda vuelta al mundo de la historia. El Ushuaia comenzó su vaivén en cruz con regularidad de metrónomo: arriba y abajo, derecha e izquierda. En jerga náutica, cabeceaba y rolaba in crescendo, enervante. Desde mi cama con baranda como de hospital, aseguré cada objeto: todo se cae y uno debe sostenerse para ir al baño. El cuarto crujía cada tres segundos.

No conciliaba el sueño y subí a los tumbos al bar: no había nadie. Afuera, a la luz de la luna, vi olas de seis metros: sus crestas se pulverizaban al viento en ráfagas. Tomé pastillas antimareo y regresé a dormir hasta el amanecer. Al despertar, el zarandeo se intensificó. Bajé a desayunar y me lo impidió el malestar. Los científicos observaban la monotonía oceánica en silencio y debí recluirme, condenado al ocio horizontal.

Me fui adaptando a la oscilación, mecido como bebé por un fantasma amistoso: los barcos ya casi no naufragan. Hace un siglo, la travesía antártica era una empresa millonaria planificada por años. Hoy podría decidirlo ya, pagar por Internet y volar mañana a Tierra del Fuego: dos días después estaría en los hielos –bien dormido y bañado– por el precio de dos vacaciones a Miami. Antártida queda a diez clics de casa.

Cruzamos el Drake en 47 horas sin un instante de paz: el choque de océanos se suele notar. Son los vientos más desafiantes de la navegación global. Al salir a cubierta, vi lo mismo que Darwin –no muy lejos de aquí– en su crónica Viaje de un naturalista alrededor del mundo: “el mar parece una inmensa llanura movediza... mientras nuestro barco se agita horriblemente, los albatros con las alas extendidas parecen gozar del viento”.

Al atardecer divisé una pirámide diamantina flotando a proa: su engañosa cima sobre un abismo de agua generó conmoción a bordo. A la tercera mañana desperté en Antártida. La vi del otro lado del vidrio, desde la parte baja de un anfiteatro blanco. Me apresuré a salir y un viento cortante a –22 ºC me obligó a regresar. Enfrentarla requiere una etiqueta sobrecargada.

La observé a resguardo. Surcábamos aguas calmas del estrecho de Gerlache y me pareció adusta y distante, entre la bruma. Una cadena de montañas nevadas nos encerraba a cada lado. Esa avenida antártica bacheada de témpanos es la entrada triunfal a un nuevo mundo. El belga Adrien de Gerlache la recorrió a vela en 1898 y quedó varado en el hielo: su grupo fue pionero en invernar aquí. Y el ser humano deliró en Antártida por primera vez: uno de ellos enloqueció y terminó internado en un hospital psiquiátrico para siempre.

Un siglo después, un médico advirtió a sus superiores que si no lo despachaban hacia Argentina, quemaría la base. Y cumplió. En 1959, un ruso le clavó una piqueta en el pecho a un compañero por una disputa ajedrecística.

A mi llegada, el canal fue un espejo de agua que duplicaba picos invertidos de 800 metros, erizados de glaciares de altura. En cada costa bajaban a morir los hielos catedralicios. Todo era paz y contemplación hasta que oí un gran “crac”: una columna de hielo se desprendió de una pared, cayó en cámara lenta al agua como un árbol y se hundió en un bombazo para emerger con la torpeza de un submarino, convertida en témpano.

Nos internamos en el canal Lemaire donde el paisaje se angosta entre paredes de granito que parecían caérsenos encima: una ballena escupió al cielo por su espiráculo en un soplido sonoro, dio un coletazo al aire y se hundió en picada. Pingüinos como torpedos locos saltaban del agua para respirar, dibujando una frecuencia de onda cada cinco metros. En diagonal se acercaba un iceberg en forma de hongo atómico. El capitán zigzagueaba atento a enemigos ocultos como cocodrilos: a ciertos hielos sumergidos los oí rasguñar el casco. Emilia Kant –segunda oficial– intentaba descubrirlos con prismáticos: los superficiales y chatos no aparecen en los radares. Los más visibles eran fortalezas levitantes con túneles color zafiro, puentes en arco y torres inclinadas. La costa derecha era una kilométrica sucesión de glaciares: las murallas del reino.

Al atardecer nuestro rompehielos llegó a la base Akademik Vernadsky en isla Galíndez. Sus científicos salieron a saludar a gritos como náufragos descubiertos. Les arrojamos amarras que ataron a monolitos de concreto. Una lancha Zodiac nos condujo a nieve firme y caminamos sobre plataformas de madera entre centenares de pingüinos gentoo. Fue entonces que vi aquella escena conyugal con ofrenda de piedrita. Poner un pie en Antártida fue imprimir la huella al alunizar.

Regreso a dormir al barco y por la mañana bajo otra vez a la base. Me recibe Sasha, un meteorólogo de cuarenta años con la cabeza calva y redonda como un balón. Junto a la costa hay un tanque negro con 150 000 litros de gasoil y una capilla ortodoxa con íconos bizantinos: “aquí también tenemos pecados”, acota un Sasha enrojecido de frío con cara de picarón. Un poste nombra ciudades en flechas indicando la distancia a casa: “Kirivograd: 15 042 kilómetros”.

Nos descalzamos al entrar a una base pulcra y confortable. En el hall, la foto de Vladímir Vernadsky –fundador de la Academia de Ciencias de Ucrania– es el calco de León Trotsky con chivita y anteojos redondos. Vamos por oficinas y laboratorios saludando biólogos, meteorólogos, médico, mecánico, cocinero y comandante, todos muy altos y robustos: pasan días y noches en el gimnasio. En una foto en la pared parecen un equipo de básquet con campera roja. Sasha habla y la traductora oficia:

–Lo más difícil son los cuarenta días sin sol en invierno: la actividad baja e hibernamos como osos. ¡Huyen hasta los pingüinos! El resto del año está casi siempre nublado y el sol lo vemos unas veinticinco veces.

El día que regresa, el sol aparece por una hora y lo celebran con fútbol a media luz en una cancha que será inservible en verano: se derrite y se llena de pingüinos. En época fría, estos virtuosos de la ciencia antártica pasan ocho meses sin ver a nadie más. En verano tienen cuarenta y cinco días de luz insomne las veinticuatro horas: un sol desquiciado traza círculos concéntricos en el cielo sin hundirse jamás. “El silencio blanco de las nieves es mil veces más pavoroso que el nocturno”, escribió en 1933 el periodista Juan José de Soiza Reilly. En el Polo Sur –a 2 752 kilómetros de aquí– día y noche duran seis meses cada uno.

Sasha ha llegado a su tercera campaña. Se casó hace dos semanas en Ucrania y dejó a su esposa embarazada: al regresar, su hijo tendrá seis meses. Me muestra orgulloso el espectrofotómetro de 200 000 dólares con que controla el agujero de ozono sobre Antártida. Estamos en el último rincón virgen donde el hombre posó su mano. Pero a la distancia, le hemos abierto un boquete invisible en el cielo de 29,9 millones de kilómetros cuadrados cuyo centro está en diagonal a mi cabeza. Sasha dedica cada día de su vida –año por medio– a monitorearlo. Por último, me muestra su cuarto compartido. Dice que me quiere mostrar su cama. Da unos pasos hacia ella, toma con dos dedos el borde de la cortina que la encierra y la abre de un tirón: en la pared tiene una gran bandera de Ucrania con esvástica negra. Al ver mi cara, cierra rápido la cortina y cambia de tema (quizá simpatice con el batallón Azov de ultraderecha incorporado al ejército ucraniano).

Salimos en lancha por un canal hasta una casa de 1944 donde estuvo la primera base británica. Desembarcamos y tres focas de Weddell descansan boca arriba en la nieve: les paso al lado y me miran de reojo, igual que los pingüinos. También las ballenas son confiadas y presa fácil. Estamos tan fuera de órbita en este continente, que su fauna nos ignora: no saben de lo que somos capaces.

Hay pequeños témpanos varados a orillas de un lago: giro uno y acaricio la lisura marmórea de su base, antes sumergida. Trepo con Sasha un cerro blanco que parece tener luz propia. Caminamos veinte minutos con la nieve hasta las rodillas. Al hacer cumbre, me dejo caer de espalda al colchón polar, más extasiado que exhausto. Veo Antártida en 360º. A la izquierda, un lago refleja una meseta nevada; a la derecha, el lejano buque parece encallado en el hielo. Y al frente se aleja una flota de témpanos tabulares, pedazos de Antártida a fundirse con el océano bajo un ocaso naranja.

Nos rodea lo prístino elemental: hielo, agua y cielo. No hay viento, nubes ni sonido. Antártida está quieta, reposa. Hoy el paisaje lampiño carece de pulso y aroma; incluso los pingüinos en la lejanía están como clavados al hielo, absortos. Pierdo noción de distancia y agudizo la mirada hacia el blanco circundante: no veo un universo monocromático, sino un tenue degradé en matices. La luminosidad rebota en todo lugar anulando contrastes. Quisiera tener el ojo esquimal, entrenado en calificar al hielo y la nieve con un sin fin de rasgos circunstanciales. Pero soy analfabeto en leer ese paisaje: no sé mirarlo y mi idioma carece de vocabulario para esos colores y texturas. Antártida es un gran lienzo en blanco por pintar.

Vuelvo a la base, al pub más meridional del mundo, construido en madera al estilo inglés: hoy sábado es cuando abre. Los científicos se afeitan, visten traje y corbata: “para no olvidar la civilización; charlamos sobre los e-mails del viernes, jugamos pool y ajedrez, celebramos cumpleaños y bailamos rock & roll”, cuenta Sasha y empina un trago. Por la ventana veo estalactitas bajando del techo y pingüinos ociosos oteando la nada. En la barra está acodado Andriy Utevsky, buzo y biólogo marino.

–Es bajo el agua que esta región late –dice el hombre barbudo con cuerpo de oso. Pocos han visto tanto como él la vida antártica, con seis temporadas y ciento setenta inmersiones. Quisiera ser Andriy por un día; en tierra solo veo llanos pelados y montañas. Y navegar estos mares es como orbitar un planeta superpoblado, sin ver más que seis o siete especies. Es curiosa la circunstancia de navegante: no ve prácticamente nada del paisaje que lo determina; apenas lo intuye, porque todo está debajo.

Lo desafío al pool. Entre carambolas, el buzo cuenta que a sesenta metros en lo hondo vio al que acaso sea el ser vivo más antiguo que exista: una esponja de diez mil años años. Una de cinco milenios es joven. Interrumpe la partida y abre su portátil: veo el video de esa masa blanca inmóvil, un ser de dos metros con forma de papa que crece un milímetro al año.

Andriy viene al fin del mundo a estudiar sanguijuelas que chupan la sangre a los peces. Su hipótesis es que esos parásitos, que pueblan otros océanos, se originaron aquí. Para determinarlo, estudia sus genes locales y les busca el parentesco en el resto del mundo, un trabajo de especificidad pasmosa.

Antártida es el reino vital en estado de equilibrio, donde una orca devora una foquita en el almuerzo y dos para la cena. De su ecosistema no se sabe casi nada: todo sucede muy bajo el agua. “La naturaleza ama ocultarse”, dijo Heráclito de Éfeso. “El hombre ama lo que desaparece”, completó William Butler Yeats. Por eso Andriy abre boquetes en el hielo y se arroja al fondo del planeta con su traje símil cosmonauta: quiere ver lo que nadie. Es uno de los últimos verdaderos exploradores en un mundo sin secretos. Para eso rompe la regla básica, buceando solo. Encontrar otro buzo aquí es tan difícil como dar con un zapatero. Y considera que “aguas tan frías son peligrosas: si al otro le pasa algo, me pongo en riesgo yo; prefiero solo”.

En la portátil de Andriy veo endriagos de espanto con algo de criatura fantástica: un calamar rojizo de diez metros, una araña submarina anaranjada de 35 centímetros, un pez con patas de ave zancuda y una estrella de mar tentacular con una esferita en cada punta: su centro es un círculo blanco fosforescente. Las especies bioluminiscentes habitan donde no hay luz: crean la suya propia para cazar.

–Creo que nunca otro hombre había visto a esa estrella luminosa– dice el buzo con voz cavernaria y clickea la foto para quedarse mirándola embelesado, sumido en el silencio sobre una banqueta.

El mundo submarino antártico refuta al desierto de la superficie: es una selva de algas con espigas de tres metros como palmeras, barreras de coral y vertebrados unidos al suelo que parecen plantas. El continente está rodeado por la corriente circumpolar, cuya baja temperatura la protege de especies invasoras, al modo de esas burbujas que aíslan planetas dentro de un campo de fuerza en Star Wars. Esta fauna vive desconectada de otros océanos: hay artrópodos que en invierno se deshidratan y petrifican para no helarse; y abundan peces transparentes con proteínas anticongelantes que se esconden en sí mismos, un efecto de invisibilización que implica la diferencia entre encontrar una presa o serlo. Los kriles avanzan en nubes submarinas: es un pequeño langostino traslúcido que forma cardúmenes de 150 metros cuadrados y 200 metros de alto. Una ballena azul absorbe quince toneladas de kril al día, el cual es también alimento de setenta millones de pingüinos. Hay miles de millones de kriles: cada uno come en su vida diez mil millones de algas unicelulares. El kril es la base de un ecosistema con miles de especies que el hombre acaso no llegue a conocer jamás. Aquí siempre veremos solo la “punta del iceberg”.

La biología quiere deducir la evolución de las especies hasta su origen. Científicos rusos perforaron el hielo 3 623 metros hasta el lago subglacial Vostok que llevaba 25 millones de años aislado en las cavidades insondables del universo antártico: vieron miles de microorganismos. Bajo los trece millones de kilómetros cuadrados de casquete polar hay vida microbiana tan primitiva, que se alimenta de rocas. Así puede haberse nutrido la célula originaria de la vida. Al estudiar esas bacterias, aspiran deducir el momento cero vital, ese paso infinitesimal de lo inerte a lo vivo.

Casi en el Polo Sur, los norteamericanos instalaron el Ice Cube, un observatorio de neutrinos, partículas subatómicas que llegan como rayos cósmicos y nos traspasan el cuerpo de a trillones por segundo. Los arrojan las supernovas a fogonazos y cruzan la tierra por dentro de un extremo al otro, para seguir viaje a los confines del universo. Para “cazarlos” se enterraron 5 400 sensores a 2,5 kilómetros de profundidad en el hielo. Carecen de carga eléctrica –son neutros– y su micromasa ínfima atraviesa los átomos.

Los meteoritos se conservan bien en el hielo y el más famoso en Antártida –ALH84001– llegó desde Marte, formado hace cuatro mil millones de años, cerca del nacimiento de ese planeta. Algún día, quizá se descifre aquí el origen del universo.

En la barra del pub, Antón Omelchenko me extiende su mano: es un mecánico treintañero tras los pasos de su bisabuelo, cuidador de caballos en la expedición Terra Nova del inglés Robert Falcon Scott en 1911.

–Este es un lugar increíblemente hermoso por sus puestas de sol. Aquí he acariciado una ballena desde un bote y me doy baños entre témpanos, placenteros y sufridos a la vez –relata Omelchenko y en esa dialéctica creo ver la síntesis antártica.

En verano ella irrumpe radiante. Se va derritiendo frente a esos hombres sumidos en la desolación. Y cuando está por develar toda su belleza, insinuada bajo la última capa de hielo, llega la noche polar. Amanece dos meses más tarde y reaparece vestida otra vez, cuando ellos ya deben partir, odiándola y deseándola como a una voluptuosa carcelera que los condena a volver. Pocos de estos científicos están aquí por primera vez.

–Los fríos de junio son duros pero entrás en la rutina como los monjes. Al llegar comenzás la cuenta para volver a Ucrania. Una vez allá, hacemos el conteo contrario –reflexiona Omelchenko sobre su confinamiento voluntario.

Durante las decembrinas noches blancas, este reino fortificado baja sus puentes dando ingreso. Pero en junio los levanta y la emperatriz antártica cubre a sus amantes bajo una oscuridad luctuosa: la noche se les derrumba encima por dos meses interminables. Es tan vasto y áspero su anhelado cuerpo, que sería absurdo querer abrazarlo. En su fase estival, concede algunas caricias. En la invernal, paraliza y gangrena. Eso es lo enloquecedor: se presiente en la tiniebla su respirar cavernoso y helado.

Comparto cervezas con Omelchenko y me cuenta la historia de su bisabuelo ligada a Falcon Scott, quien quiso ser el primero en pisar el Polo Sur, donde confluyen los meridianos: desde allí, para donde uno camine, irá al norte. Partieron en expedición 26 hombres, 22 perros y 10 caballos traídos de Siberia. El inglés ya había fallado una vez y venía por la revancha. La travesía de 2 774 kilómetros implicaba ir sobre el hielo al polo y regresar a la costa sobre los propios pasos. Eso insumiría meses e idearon un sistema con bases de abastecimiento para la vuelta. La mayoría de los hombres volvía a la costa luego de armar la logística con los caballos, que se caían en la nieve. El tramo final lo hicieron cuatro hombres y Scott. Alcanzaron el polo –sobre una capa de 2 700 metros de hielo– en 78 días, el 17 de enero de 1912 sin poderlo celebrar. Se les había adelantado cuatro semanas Roald Amundsen con sus perros de Groenlandia arrastrando trineos (ese noruego conquistaría el polo norte en un zepelín: estuvo en los dos “fines del mundo”).

Al regreso comenzó la debacle de Scott: se les iban congelando los pies. El líder relató su calvario en un diario. Uno de ellos tropezó y murió. A otro se le gangrenaron los pies y una noche, consciente de ser obstáculo, salió de la carpa y no regresó: un sacrificio heroico a −40 °C. Retomaron camino ya con cuatro meses a cuestas y acamparon a 18 kilómetros de la última base: una tormenta no les permitió seguir. Los tres fueron muriendo de frío e inanición en la carpa durante nueve días. Scott le dejó una carta a “mi viuda: amor, no es fácil escribir a −70 °C. Sabes que te he amado; lo peor es que no volveré a verte... nuestros cadáveres tendrán que contar la historia”.

Ocho semanas después los encontraron: los envolvieron en la carpa, se hizo un túmulo blanco y clavaron una cruz de esquíes sobre los cuerpos. Por una ironía del destino, esos tres caminantes siguen recorriendo Antártida: su tumba avanza. En cien años se trasladó 63 kilómetros empujada por glaciares. Y en dos siglos llegará al mar: los aventureros completarán su dilatada travesía. Los cuerpos congelados, acaso intactos, saldrán a navegar en témpano: el día que se derrita, aparecerán flotando tres héroes polares vestidos a la antigua. Acaso en la víspera de su muerte, Antártida se les reveló como la medusa de cabello ofidio y alas de oro que petrificaba a los hombres que la miraban a los ojos.

Las provisiones para un año en la base Vernadsky han sido descargadas del barco. Y ya subieron toda la basura, incluyendo el papel higiénico. Luego de dos noches, zarpamos a media mañana. Los nuevos pasajeros han subido con la mirada torva, algo inquietos al ver mujeres a bordo. Tienen algo de horda. Una tripulante me cuenta que algunos se han puesto pesados. Por la tarde salgo a cubierta y me paro con los brazos en cruz sobre el balconcito de proa –a lo escena de Titanic– observando un continente mayor que China e India juntas: esa desmesura. Concluyo que no he visto nada en tan pocos días. Y ni siquiera he buceado.

Avanzamos a quince nudos por un paisaje de cristal flotante en fragmentación. Oigo el eco de tiroteos lejanos: al fondo de la gran masa helada imagino violentas tempestades y guerras secretas con remansos de paz. Resisto el viento en la cara y distingo dos placas de hielo liso flotando como balsas: encajan como América en África proyectadas en el mapamundi. En esa fractura veo la analogía de la deriva continental a partir de Gondwana, el megacontinente del que se desprendió Antártida hace 200 millones de años, llevándose una rama de los dinosaurios (sus fósiles aparecieron aquí). Fue abandonada por América y Oceanía, desterrada al polo. Por eso reclama compañía. Pero casi todes huyen al final del verano: la bella Antártida seduce a pocos y pocas; les atrapa como planta carnívora.

Salimos a mar abierto y el fantasma de Drake no aparece. La navegación es calma y dedico horas a contemplar la nada ondulante. La primera mañana me cruzo al gigante Vladímir, a solas en un angosto pasillo de los que tienen hacha: intercambiamos una sonrisa antártica. Me apoyo de espalda en la pared –dándole lugar– y él hace lo mismo. Damos un pasito lateral opuesto al unísono y superamos el trance. Lo tienen medicado y no lo oiré hablar en todo el viaje. Y nunca se le borraría esa mueca inocentona con que mira fijo a los ojos, buscando reconocimiento como un niño de dos metros que ruega cariño.