Volverse Océano - Claudia Martelo - E-Book

Volverse Océano E-Book

Claudia Martelo

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Beschreibung

Y si tu hijo es gay, ¿cómo lo asumirías? En este segundo libro donde se adentra en el descubrimiento de la homosexualidad de su hijo, Claudia Martelo les da un vuelco a sus preocupaciones. Ya no es él el protagonista. Lo que hay ahora es una búsqueda personal no solo para entender lo que significa ser madre de una persona con una orientación sexual diversa en un país que sigue siendo homofóbico, por más de que en público se advierta lo contrario, sino también para, a partir de aquello, encontrarse a sí misma, saber quién es ella en realidad, quién es la persona que habita en su interior, cuáles son sus miedos, sus pasiones, sus inseguridades y cómo espera asumir su vida en adelante

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© 2022, Editorial Escarabajo S.A.S.

Calle 87A No. 12 – 08 Ap. 501

Bogotá, Colombia

www.escarabajoeditorial.com

[email protected]

© Claudia Martelo

 

Colección Narrativa Colombiana Escarabajo Jugué mi corazón al azar

Homenaje a José Eustasio Rivera

Director de la colección: Eduardo Bechara Navratilova

Editor: Eduardo Bechara Navratilova

Diseño de portada: Manuela Córdoba & Tatiana Bedoya

Logo de la colección: Manuela Giraldo Zuluaga y Tatiana Bedoya

Diagramación y diseño del interior: Juliana Saray Ramírez

 

ISBN: 978-628-7546-08-0

Queda hecho el depósito de ley.

 

Primera edición en Colombia: Escarabajo Editorial S.A.S. 2022

 

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida de forma total o parcial, ni registrada o transmitida en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito del autor o la editorial.

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

 

 

 

 

El río necesita aceptar su naturaleza y entrar al océano. Solamente entrando en el océano se diluirá el miedo. Porque solo entonces sabrá el río que no se trata de desaparecer en el océano, sino volverse océano.

KHALIL GIBRAN

 

 

 

 

Para Margarita García, mi madre, quien ha olvidado mi nombre, pero recuerda mi voz.

ENCUENTRO EN LA BAGATELLE

Frente al campo abierto con su manto lleno de arbustos, bejucos y árboles silvestres —el uvito, el mataratón, el trupillo y las ceibas que florecen con las primeras gotas de abril— extendido hasta los mangles y la orilla occidental del río Magdalena, visto desde la terraza de nuestro apartamento del noveno piso, en todo lo largo de su salida hasta el tajamar oriental que delimita el canal en Bocas de Ceniza, la desembocadura misma del caudal de tinte marrón lleno de sedimento, barro y residuos vegetales arrastrados por el río desde lo más profundo de Colombia, aclarado en su salida al Caribe en un tono cenizo que imprime al mar una atmósfera platinada, frente a unas cuantas nubes, las gaviotas que sobrevuelan la costa y esa ciudad apodada “La arenosa” —por el viento que levanta la arena en las calles y la sopla a la piel y ojos de la gente, o esos arroyos que dejan sucias las calles en épocas de lluvia— el lugar donde entró el modernismo al país con los barcos que venían desde Europa y los Estados Unidos, sin que su halo de cambio penetrara nuestras pieles, un sitio particular del mundo entregado al carnaval, al baile y al disfrute, donde todo se festeja sin saberse bien por qué, bebí el último sorbo de café, abrí mi Facebook y volví a revisar su frase: “Muero por conocerte”.

Qué dulce me había parecido.

En mi lenguaje de mamá milenial, bastante desparpajado y sin filtro le había respondido: Osea, y yoooooo.

Él era el escritor conocido, el transgresor, quien había manifestado en un artículo la doble moral de algunos profesores del Marymount, en su paso por nuestro colegio. Yo era la escritora advenediza, la madre, la mujer que anhelaba hablar después de mucho tiempo.

Detallé su foto de perfil. A pesar de las entradas en su pelo, aún lucía joven. Se había graduado en 1999. Era quince años menor que yo. Debía tener unos treinta y cinco para ese final de 2017, la diferencia suficiente como para ser de otra generación, ver la vida con libertad, ser mucho más osado.

¿Significaba aquel encuentro un punto de inflexión en mi vida? Quise pensar que sí.

Di un último vistazo al panorama del río, el océano iluminado entre sus olas, aquel cielo cobrizo. Volví a mi habitación y terminé de ponerme el tapa ojeras, la base y aplicarme unos cuantos splashes de perfume. Me miré al espejo, con mis jeans y camisa blanca —una pinta bastante casual—, bebí un vaso de agua, tomé las llaves de la camioneta, bajé al garaje, embarqué en ella y salí al día radiante.

El sol quemaba el timón, aceleraba el proceso de despigmentación de mis brazos y aumentaba las manchas en mis manos. Me culpé por haber dejado el bloqueador en casa.

Recorrí la Noventa y nueve hasta el round point del parque de Raquetas, bajé por la Cincuenta y uno B ampliada a dos carriles, y la transité frente los edificios, restaurantes, locales, capillas y centros comerciales donde se detenían los buses. Giré por la calle Ochenta y cinco, avancé media cuadra y por suerte encontré un espacio vacío. Logré estacionar con la llanta mordiendo el bordillo.

Dejé el aire acondicionado, tomé el celular de la guantera, volví a entrar a Facebook, ubicar su perfil y detallar su foto. En esa nueva mirada surgió otro cálculo: era diez años mayor que mi hijo. Sus ojeras debían ser una consecuencia del trajín de su vida intelectual, de pronto algo de bohemia y quizá el esfuerzo que requiere escribir.

Esa mañana Juanse se había ido con sus amigos y su perro a Kilimanjaro, una playa a veinte kilómetros de Barranquilla con kioscos, lounges y un beach club que sirve de refugio para los jóvenes que se deslizan por las olas en sus tablas de surf, beben cócteles y se desconectan de la realidad al chill out de la música electrónica. Los ebrios del amor —aquellas aves raras— observan el atardecer en los alcatraces. Es el típico balneario visitado por los chicos. Ahí se encuentran tranquilos con sus amigos sin que nadie los cuestione, muy parecido al ambiente de la playa de South Beach, donde Juanse suele ir a relajarse en Miami.

Algunos días él estaba de acuerdo con que publicara nuestra historia; en otros me decía que mejor hablara de los jóvenes que pasaban por mis clases en la universidad.

Aún tenía el sabor del almuerzo en mi boca: un pollo a la plancha con brócoli. Hubiera preferido recostarme un rato, descansar la mente y llegar despejada al encuentro. Con dos hijos chiquitos, uno de siete y otra de seis, para mí era difícil tener una siesta en casa, mucho más un 28 de diciembre, plena época de vacaciones.

Miré el reloj de la camioneta: 1:57 p.m. Un par de mesas desocupadas afuera de la Bagatelle me llevaron a pensar: ¿Quién podría sentarse en la terraza con el sol tan inclemente? La calle comercial de la pastelería, poco caminada para la hora de la cita, ahondó mi nerviosismo. El bochorno de la tarde, el calor pegajoso forrado en la ropa y el desánimo, espantaba a los clientes de una ciudad acostumbrada a volver al movimiento tras la bajada del sol.

Con el blower recién hecho, las barranquilleras se reunían en sitios como este al final de la tarde, sobre todo en Dulcerna, un café tradicional donde iban a tomar el té, celebraban los baby showers, los cumpleaños, o se ponían al día en los últimos chismes.

Esperé tres minutos para ser puntual y no parecer ansiosa. Apagué la camioneta, saqué la llave, tomé el celular, agarré la cartera, me cerré el primer botón de la camisa y miré mi rostro en el espejo. Yo también tenía unas leves ojeras. Alisé las puntas de mi cabello despeinado, respiré profundo y me bajé.

Camino al local arranqué algunas de mis horquillas en los mechones laterales. En la entrada, un tablero marcado con tiza blanca mostraba el dibujo de un pan alargado y el menú del día: “salmón a las finas hierbas”. Hubiera sido una excelente opción si es que no hubiera almorzado, además, parecería muy confianzuda compartiendo la mesa para comer con un desconocido.

La idea era conversar y escuchar las opiniones de quien amablemente había respondido mis mensajes. Con seguridad era una persona jocosa y fuera de lo común. Me habían hablado de él en una fiesta. Una compañera de su promoción sugirió que lo contactara, indicó que era muy abierto y que seguramente él podría orientarme con mi proyecto.

Con la humedad en mi cabello, la frente y las axilas, di los últimos pasos, abrí la puerta de la Bagatelle y escapé del fogaje. El golpe del aire acondicionado me refrescó con su olor a pan. Era la primera vez que entraba. En Bogotá me encantaba ir al de la Once A con Noventa y cuatro. Allá siempre permanecía lleno. Los meseros vestidos con uniforme negro y la cajera, una chica joven con las trenzas encintadas y un vestido tipo can can de color morado con blanco, me miraron con sorpresa. Tal vez se extrañaron por la hora, un poco tarde para almorzar y muy temprano para las onces.

Los pisos de rombos y las mesas y sillas de madera clara, hacían juego con los manteles de color pastel. Las lámparas colgantes caían en el centro de las mesas. Las vitrinas estaban llenas de postres de colores. Atrás se mostraba un aviso con la carta. Alcancé a ver algunos nombres en francés: crème brûlée, quiche lorraine, mousse au chocolat.

En perfecto orden estaban exhibidas toda variedad de panes: pan francés, pan integral, pan de uvas, pan de centeno, pan multigranos. En la parte del mostrador, refrigerados, estaban los eclairs. Fijé mi mirada en los croissants sencillos de queso, jamón y queso o mantequilla, y el inevitable olor a chocolate me tentó a romper mi dieta.

La máquina de espresso moderna e impecable me tranquilizó. Si tenia fuerza de voluntad, podría reemplazar estos antojos con un café negro bien cargado.

Me acerqué a las vitrinas. Cuando saliera de allí podría llevar algo para los niños o comprar baguettes para el desayuno, aunque el pan francés en Barranquilla se endurece a las pocas horas.

Levanté la mirada. Al buscar al fondo de la pastelería a la única persona que estaba en el lugar, tropecé con una de las mesas. El chillido levantó los ojos del hombre. Era él. ¿Me habría reconocido? Mi corazón se aceleró. Sentí un poco de vergüenza. Me tranquilizó el hecho de que la mesa donde estaba sentado se ubicara cerca del baño por si lo necesitaba.

Antes de sentarme me di cuenta que no había sido una buena idea ir a encontrarme con él. Entraba a una zona peligrosa para mi dieta post navideña: “Los carbohidratos, preferiblemente, consumirlos antes del mediodía”. La frase de mi nutricionista se repitió en mi cabeza. Volví a repetirme: debes pedir solo un tinto, aunque el café te acelera, especialmente cuando el cansancio cae en el cuerpo. Ese día de los inocentes se reflejaba en el dolor que a veces irradia mi hernia discal en el cuádriceps posterior.

Con la casa llena de hijos, tras comprar los regalos, atender la cena navideña y llevar a los niños bien vestidos donde los abuelos, todo ello sin ayuda doméstica, una madre sabe del agotamiento.

Volví a darle un vistazo al hombre. Escribía en su computador personal. Lo había buscado para que me orientara en la publicación de mi libro y me hiciera algunas recomendaciones.

Recordé su columna publicada en una revista. Mencionaba anécdotas homofóbicas de su pasado, por parte de profesores que teníamos en común, y que, alguna vez, habían sido mis héroes.

Vencí la timidez, me acerqué a su mesa y lo saludé:

—Mucho gusto, soy Claudia Martelo —dije con mi marcado acento costeño.

—Hola, qué más. ¿Cómo andas? —se levantó y me dio un beso en la mejilla.

—Oye, de verdad gracias por aceptar venir a este encuentro. Me imagino que tú debes ser una persona muy ocupada —traté de romper el hielo.

—No, tranquila, estos días vine a visitar a mi madre por Navidad, pero me voy pronto porque tengo mucho trabajo pendiente.

—Anda, que pena, mira es que leí la columna que escribiste sobre el colegio donde estudiaste, me llamaron la atención ciertas cosas y quiero hacerte algunas preguntas. Es que estoy escribiendo un libro —titubeé, pensando que sonaba un poco presumida.

—Sí, ah, qué bien —respondió—. ¿Y exactamente qué quieres saber? Oye, ¿quieres algo? Yo pedí mi almuerzo, que pena, me vine a trabajar acá.

—No, tranqui, ya yo almorcé. Tal vez un cappuccino.

El escritor llamó al mesero. Sus ojos saltones se clavaron en mi mirada como esperando que continuara. Miró el reloj. Su frente era amplia, sus cejas pobladas y tenía una barba de tres días, así como la usaba Juanse.

El mesero se acercó, pedí el capuccino con leche de almendras y splenda. Nos volvimos a mirar.

—Cuéntame, ¿en qué te puedo ayudar?

—Mira, es que tú mencionas en una columna que te hacían bullying en el colegio, yo estoy escribiendo sobre el tema y quiero saber si son profesores o compañeros de clase los que te decían cosas. Me marcó mucho una frase.

—¿Cuál?

—“Es muy inteligente; lástima”. ¿Quién pudo haberte dicho eso?

—Una profesora.

—Yo soy docente de la Universidad del Norte, hay un capítulo en el que escribo sobre el bullying en las aulas y quiero profundizar sobre el tema —dije esperando que me contara los detalles.

—¿Qué quieres saber? Mira —alteró el tono de su voz—, esta ciudad no cambia, todo está igual a cuando yo vivía aquí. Mi colegio se jacta diciendo que apoyan la diversidad, que fulanito cogió un micrófono para decir que era gay en un evento en el colegio y que lo apoyaron. Eso es un caso. ¿Cuántos estudiantes son? ¿Dónde está el otro diez por ciento? ¿Dónde están los niños? —dijo un poco exaltado mientras hacía círculos con las manos en el aire—. ¿Cuántos estudiantes hay en el colegio?

—Mil doscientos, qué sé yo.

—Ajá, ¿y dónde están los ciento veinte alumnos gays?

El mesero llegó con mi cappuccino inundado de espuma. Lo adornaba una figura de un corazón en la superficie. Puso en la mesa un bowl gigante de ensalada con salmón cortado en julianas, montadas en una cama de varios tipos de lechuga rociados con ajonjolí. Tomé un sorbo de mi café. Estaba un poco frío para mi gusto. Hubiera sido mejor haber pedido un tinto normal. El escritor comió un bocado de su ensalada.

—Imagínate que estuve en las charlas del Gay Pride en Cartagena —tomé mi taza—. Allí estuvieron varios conferencistas, me enteré de muchas fundaciones. Hice contactos y amigos, quienes me cuentan las cosas que les pasan. Ahora son mis BFFS. De verdad, hay que parar esto. Mira, no se si conoces a mi hijo, él es gay, es artista, es mi motivación para lo que estoy haciendo.

—¿Y tu hijo sabe de esto? ¿Lo aprueba? No me imagino a mi mamá en estas —dijo con un tono de duda.

—Bueno, hay días en que me dice que sí; en otros le da un poco de temor. Él es una persona reservada, pero está feliz con lo que estoy haciendo. Yo respeto su intimidad. Además su arte es su arte y mi escritura es mi escritura. Trato de no cruzar ese límite.

—Mira, no sé, yo estoy en el mundo literario, tal vez te recomiende que escribas sobre esto en una columna del periódico, algo así —añadió con un tono que no supe descifrar si era de sugerencia o de arrogancia.

—Yo no voy a enfocarme en su vida privada, sino en mi proceso —aclaré—. Para nosotras las mamás no es fácil.

—Mira, si estuviste en ese Gay Pride con tus biefefs, no sé cómo es que les dices, te recomiendo que menciones el tema de la discriminación dentro de la misma comunidad. La mayoría de las personas que va a estos eventos se refieren de manera despectiva al resto de la comunidad LGBT. Que si tienen plumas; que si no tienen —dijo un poco molesto y bebió un sorbo de agua.

Escuché atentamente sus explicaciones acerca del rechazo de los gays dentro de la misma comunidad. Este era un tema que ni siquiera tocaba en mi libro. Quien me había abierto los ojos era la chica trans en el hotel de Cartagena en la charla del Gay Pride.

—Es que mi historia cuenta el proceso como mamá de un hijo gay en Barranquilla. Tú creciste acá, y sabes que no es fácil —insistí, aunque él no parecía comprender mi mensaje.

—Mira, te recomiendo que leas a James Baldwin: The Fire Next Time, un ensayo sobre racismo —hizo un suspiro mostrándose aburrido—. Puede ayudarte, él reconoce que quien más se discriminaba era él a sí mismo.

Sin entender bien lo que me quería decir, traté de recordar el nombre del autor que me recomendaba. James era fácil de recordar. Seguro se me olvidaría el apellido.

—¿Cómo es que se llama el autor?

—James Baldwin —volvió a mirar el reloj.

—¿Es una novela?

—Un ensayo.

—¿Dónde puedo conseguir ese libro?

—Mira, te voy a decir algo. En este mundo existen dos tipos de personas: las que hacemos terapia y las que no. La verdad tengo mucho trabajo. Pero lo que necesites, ya sabes, escríbeme —bajó la mirada a su computador.

Me levanté al baño y ahondé el silencio mientras lo dejaba terminar su almuerzo. Me miré al espejo y me dije a los ojos que tenía que irme rápido de ese sitio. Me lavé las manos, me eché un poco de agua en la cara y me prometí ser cordial y diplomática.

Regresé al borde de la mesa:

—De verdad muchas gracias por tu tiempo y por todo, me tengo que ir, yo pago mi café en la caja.

—Mira, si me esperas hasta mayo que pase la FILBO puedo ayudarte, antes de eso estoy sin un minuto —ablandó el tono de voz y fijó sus ojos en los míos, como si notara que había sido tosco—. Tengo que corregir muchos textos.

Con ganas de llorar me despedí del escritor que me había mandado a leer, a estudiar sobre racismo, a esperar, a cambiar de rumbo mi proyecto, a enfrentarme a mis temores y a hacer terapia.

Me dirigí al mostrador. Los meseros me miraron esperando que comprara algo. Desde una canasta, un pan me rogaba romper mi dieta.

—Ponme esa baguette a la cuenta y dime cuanto te debo.

Pagué con cierta prisa, tomé la bolsa en mis manos y sin mirar al escritor, salí del lugar. Caminé pitada a la camioneta, abrí la puerta, entré al bochorno, la encendí y puse el aire a toda. Con cierto desespero, le di un mordisco a la punta de la baguette. Esperar no era mi verbo favorito, y el de esta historia que estaba atorada en mi garganta por tantos años, tampoco. Tragué el bocado de pan, le di otro mordisco. Saqué el celular. Googleé al tal James Baldwin. Di otro mordisco al pan.

—¡No entendí ni mierda! —exclamé al aire.

¿Será verdad que necesito terapia?

Recordé partes de mi infancia, mi separación y la primera conversación con mi hijo. Todas las veces que pasé por procesos difíciles, lo hice yo sola, sin ayuda de nadie; “a palo seco”. Además de cuestionar mi instinto maternal, el escritor me mandaba a revisar internamente. Di otro mordisco a la baguette.

¿Será muy iluso y muy pretencioso de mi parte atreverme a publicar un libro sin ninguna trayectoria como escritora?

Wikipedia me mostró la biografía de James Baldwin en la pantalla de mi celular. Leí que había nacido en Nueva York en 1924, muerto en Saint-Paul de Vence, Francia, en 1987. Fue novelista, dramaturgo, ensayista, poeta y activista de los derechos civiles afro estadounidense, muy conocido por abrir nuevos abordajes de análisis en los temas raciales, religiosos y de la homosexualidad en los años cincuenta dentro de Estados Unidos.

“Desde una perspectiva personal, sus novelas exploran la identidad colectiva, muestran las presiones hacia los negros y los homosexuales, mucho antes de que la igualdad social, cultural y política de estos grupos se hubiera logrado en su país. En La próxima vez el fuego, (The Fire Next Time), James Baldwin establece vínculos entre sus principales temas, incluyendo el racismo y la religión. El ensayo señala que no fueron sus padres quienes le impidieron ser todo aquello que soñaba, sino la propia sociedad. Baldwin no iba a permitir que los blancos lo definieran como un inútil que acabaría en un gueto. En este libro, la religión cristiana es utilizada por los blancos para esclavizar a los negros y en particular para justificar la esclavitud y el racismo”.

Di otro mordisco a la baguette.

Esta literatura no se debe conseguir aquí. No es un libro que se vaya a encontrar en la Librería Nacional.

Comí otro pedazo de pan, le marqué a mi amiga Verónica Toro y escuché el sonido de cuando la llamada entra.

—Contame, ¿cómo te fue con el tipo?

—Imagínate, Vero, quedé en shock. Literal, el man me mandó a hacer terapia.

—¿Cómo así? ¿Qué pasó?

—No sé, Vero, primero me dijo que él estaba en el mundo literario, o sea, fue muy nice y todo, pero al final me recomendó unas lecturas y me dijo que mejor me dedicara a escribir del tema en una columna del periódico.

—Pero si tú el libro lo tienes casi terminado.

—Sí.

—Y cómo así lo de las terapias —se rio.

—Pues no sé, no entendí esa parte, también me dijo que lo esperara. Salí aburridisima.

—¿Que lo esperaras para qué, Clau?

—Para recibir su ayuda.

—Tú quédate tranquila, sigue con tu proyecto y si quieres de verdad hacer terapia, eso es buenísimo. Yo te recomiendo a alguien que yo conozco, es de acá de Medellín y te puede atender virtualmente.

—Bueno, dame el dato, porfa.

Lo anoté, hablamos algunas otras cosas y el bocado que me quedaba lo guardé para más tarde.

Puse reversa en la camioneta, manejé por la Ochenta y cinco y volteé por la Cuarenta y seis bajo un calor que ya había cedido. Subí por el boulevard super transitado frente a los locales comerciales.

¡Al diablo Caputo, Barranquilla y el mundo entero! Esto es un reto. El libro va porque va. Esa es mi decisión.

BALDWIN EN LA CASA DE LAS FLORES

El primero de enero se vive el desenguayabe en Barranquilla. Se calienta lo que sobró de la cena del treinta y uno. En algunas casas se come el calentado, en otras las hallacas envueltas en hojas de bijao y se inician las resoluciones, como la de empezar a hacer dieta. Las calles, en ese primer día del año, son menos agitadas. Los colegios y universidades están de vacaciones, la gente sale de la ciudad a Cartagena y Santa Marta; el que puede se relaja en las playas de Puerto Colombia y Sabanilla, y los que se quedaron sin plata permanecen en casa cuidando a los hijos.

El clima se refresca un poco por la llegada de los vientos alisios, los virus vuelan en el aire y las gripas se revuelven. En estos tiempos de fiesta o reflexión, yo prefiero quedarme en casa porque detesto el condumio, puedo descansar de los agites de diciembre y los niños juegan con los regalos de navidad.

Aproveché que Stefan y Emma armaban un lego con su papá, me senté con mi portátil en el sofá ubicado al lado de mi cama, googleé The fire next time, hallé el PDF descargable y bajé el ensayo. Encontré una carta que Baldwin le envió al sobrino en los cien años de la emancipación de los esclavos en los Estados Unidos. A través de una entrada muy poética indica que ha iniciado cinco veces la carta, cinco veces la ha roto, el sobrino se parece muchísimo en sus facciones a su padre y en la dureza a su abuelo, alguien derrotado desde el inicio, por dejar a los blancos sembrar las semillas en sus manos, y que eso pasa por permitir a otros elegir tu destino, entregarte a un sistema que te aplasta y que tú mismo te derrotes por no luchar contra eso.

Con ese mensaje del novelista neoyorquino, ese halo de fuego donde brota la iluminación, las llamas que indican la importancia de generar nuestra realidad, abstraernos de lo que otros puedan pensar de nosotros y fortalecernos en nuestro propio mundo —uno espiritual que nos ayude a iluminar el camino— el dos de enero salimos en la Toyota Prado por el norte de la ciudad, avanzamos hasta el Puente Pumarejo y cruzamos la vieja estructura de metal construida sobre el río Magdalena.

En un paneo sobre los barcos que atracan en la zona portuaria, las chozas construidas junto a la orilla, la gran masa de agua marrón que fluye de forma imperceptible hacia las bocas de ceniza y la imagen de un par de niños jugando fútbol con un balón desinflado, descalzos y vistiendo unos calzoncillos sobre sus cuerpos sucios de tierra, recordé esa frase de Baldwin que dice: “Solo puedes ser destruido si en realidad le crees a como te nombra el mundo blanco: nigger”.

Seguimos por la troncal del caribe por la vía a Santa Marta, frente a los manglares y las garzas que buscan alimento dentro del agua. El ensayo de Baldwin me llevó a pensar en las fotografías de Juanse. Le gustaba retratar a bailarines. Los registraba en situaciones que muestran deseos de liberación en medio de movimientos naturales o situaciones en donde pudieran ser ellos mismos, como Azul III, la foto de un joven afrocolombiano de pecho desnudo y pantalón blanco. Da un paso volador hacia adelante con una manta azul que toma con ambas manos, forma una gran estela tras de sí y le da sinuosidad a la imagen. Supuse que el propio Juanse se encontraba en aquel acto de libertad, en los propios chicos a los que fotografiaba, puesto que todos tenían esa sutileza perceptible.

Recordé En medio de lo profundo, un autorretrato que hizo para una exposición en Venecia. Desnudo, con los ojos cerrados, una línea de burbujas emergiendo de su boca hacia la superficie y con el cuerpo tendido en la gran pecera, indicaba la forma en que querría regresar al vientre materno. Él mismo había mandado a construir una gran pecera para entrar en ella y simbolizar ese regreso. Explicaba que estar ahí adentro era como habitar el útero, un reducto donde volvía al inicio, sin prejuicios, un lugar donde era aceptado incondicionalmente y protegido del rechazo del mundo por amar a quien quisiera.

Cuando vivía en Barranquilla le tomaba fotos a las mujeres robustas o vestidas de novia escapando de las iglesias. El mismo Juanse había tenido amigos sin plata y sin apellido, lo que hablaba de su propia libertad, puesto que rompía el estereotipo, los clasismos y racismos predominantes en Barranquilla. Tras la exposición en Venecia había vendido algunas copias de Azul III en un tamaño de un metro por uno veinte, debidamente enmarcadas, y algunas de las mujeres que las compraron tuvieron que pasar por el proceso de convencer a sus esposos de su valor artístico para poder colgarlas en las paredes de sus casas. Muchos repudiaban tener que mirar la foto de un negro en sus paredes y si era un negro gay, peor.

Pagamos el peaje, le compramos cuatro cocos a un par de jóvenes vestidas con shortcitos de forma llamativa, y nos fuimos bebiendo ese suero natural mientras transitamos la vía bordeada por los manglares y troncos muertos. Había sido construida en los años cincuenta bajo la dictadura de Rojas Pinilla, sin tener en cuenta el hábitat natural. Tras avanzar junto al mar Caribe a mano izquierda y los manglares a mano derecha, pasamos frente a Tasajera, uno de los pueblos más pobres de Colombia. Las casitas de madera construidas sobre pilotes compartían espacio con basureros llenos de bolsas, llantas viejas y desechos alimenticios. El muladar, situado en medio de ese paraíso natural conformado por espejos de agua, donde se reflejaban las nubes y aterrizaban las más de ciento noventa y nueve especies de aves que pueblan Isla de Salamanca, contrastaba la fealdad con la belleza, la pobreza con la riqueza, y el abandono con la fertilidad.

Sus pobladores compartían el hábitat con moluscos, crustáceos, garzas, patos cuchara, barraquitas, garzas morenas, patos yuyo, garzas patiamarillas, martines pescadores, bobitos punteados y el colibrí cienaguero, en vías de extinción.

Volví al ensayo de Baldwin, ese fragmento que dice: “Este país inocente te encerró en un gueto, en donde, de hecho, debes perecer. Déjame deletrearte con precisión lo que quiero decir, dado que el corazón del asunto está aquí, así como la raíz de la disputa que tengo con mi país. Naciste donde naciste y te enfrentas al futuro que te enfrentas porque eres negro y por ninguna otra razón. Los límites de tu ambición, son, por tanto, establecidos para siempre. Naciste en una sociedad que deletreaba, con claridad brutal y de muchas maneras posible, que eras un ser humano sin valor. De ti no se esperaba que aspiraras a la excelencia, se esperaba que hicieras las paces con la mediocridad. En tu corta vida en este planeta, James, te han dicho a dónde podías ir y lo que podías hacer, (y cómo podías hacerlo) y en dónde podías vivir y con quién te podías casar”.

Si eres negro eres negro. Ya no puedes salir de ahí. Y si eres pobre, eres pobre. Y si eres gay, eres gay. Esa era la realidad para muchos.

Me quedé pensando en los peces muertos sobre la playa, en aquella vía transitada por tanta gente con poder y con plata, de ojos ciegos a la situación que viven tantas personas, una ruina que todos hemos ayudado a generar y que pareciera inexistente. Cruzamos la costa, ciegos también, a la realidad ambiental. En busca de la recreación ignoramos cualquier tipo de realidad, de espina clavada en el lomo, de herida bajo la palma de los pies. Una indiferencia en la que todos caemos por pensar solo en nuestras necesidades y caprichos.

En Ciénaga volvimos a parar a comprar unos jugos de maracuyá gigantes en un vaso de peltre con ñapa, y las empanadas de carne y papa que se mantienen calientes en un mostrador alumbrado por un bombillo. También conseguimos el hielo para las bebidas y algunos otros víveres del mercado. Regresamos a la camioneta, pasamos de largo la desviación Valledupar - Bosconia - Bucaramanga - Bogotá, avanzamos hacia la glorieta en la orilla de Los alcatraces y tomamos la variante a la vía alterna hacia Minca, para no tener que entrar a Santa Marta.

Empezamos a subir por la montaña, avanzamos por la vía llena de curvas, me mareé un poco, abrí la ventana y respiré el olor húmedo de la Sierra. Schumi, mi schnauzer, sacó su hocico apoyado en mi regazo y ambos contemplamos el verde de los arbustos y los árboles que parecíamos haber olvidado. En cada ascenso, notaba que necesitaba un poco menos de equipaje y regresaban los pensamientos y las crisis existenciales. Volví a Baldwin y a los niños sucios de tierra en el puente. Me aseguré de haber descargado el ensayo en mi ipad para terminar de leerlo. Pronto perdería la señal.

Tomé un poco de agua con gas para soportar las curvas de la montaña. Mis hijos pequeños, con un poco de náuseas, sueño y hambre, comenzaron con la pregunta que nunca faltaba en este trayecto: “¿Cuándo llegamos?”.

Subí el volumen de Only Time, la canción de Enya, que sonaba en el equipo. Era la música preferida de Luisfer, mi segundo esposo, y nos recordaba el nacimiento de Stefan. La habíamos puesto en el quirófano para que nuestro hijo naciera con la música que había escuchado desde el útero. Les compartí otra bolsa de diabolines que compramos en el peaje. Del lado izquierdo se veía el precipicio. Las casitas de Santa Marta disminuían su tamaño mientras ascendíamos entre bromelias, bejucos, lianas, helechos y el musgo pegado en los troncos de los árboles.

Tras terminar la subida, pasamos el puesto de policía y leímos el aviso que dice: “We love open minds” que da la bienvenida al pueblo de Minca.

Nos detuvimos frente al cafecito de la entrada atendido por extranjeros y bogotanos bohemios, nos bajamos y nos acomodamos en una mesa. En la de al lado, unos turistas rastas sonreían al ver a los niños devorarse el brownie con helado. Pedí un café y piqué un poco del plato de Stefan. Él y Emma ya iban descalzos y seguramente no volverían a ver sus zapatos hasta regresar a Barranquilla. Seguimos el camino hacia la quebrada Marinka. Bajé el volumen de la música para escuchar el sonido del agua que fluye por la quebrada que atraviesa el camino.

Las piedras, el barro y la inclinación de la vía destapada, le pidieron a la camioneta la doble tracción, y nuestras cabezas comenzaron a golpearse con las ventanas por el bamboleo. Eso nos obligó a agarrarnos del apoyamano. Pasamos por el Oído del mundo, la cascada escondida en la mitad del camino.

Los pájaros silvestres, las flores exóticas, la casita amarilla abandonada y el árbol gigante de bambú que indicaba que faltaba poco, emocionaron a los niños y excitaron al perro. Las mariposas bailaban y algunos pájaros emitían sus cantos. El mareo comenzó a disiparse, un viento fresco se metió por la ventana, y los rayos del sol se ocultaron sobre la espesura de las lianas.

Atravesamos la última quebrada. El carro rozó las piedras con el mofle haciendo un chillido agudo y las llantas embarradas resbalaron al subir la última pendiente. Nos tranquilizó divisar la Casa de las Flores, como quisimos bautizar a nuestro refugio por su variedad de heliconias, aves del paraíso, bastones del emperador y otras flores silvestres que crecen ahí como monte. Antes la llamábamos El confín, por la travesía y la logística que implicaba el viaje, aunque siempre terminábamos refiriéndonos a ella como la Casa de las Flores.

Estacionamos junto a la casa de concreto decorada con barandas de madera pintadas de verde. Los perros de la zona nos movieron la cola en señal de bienvenida. Schumi les gruñó reclamando de regreso su territorio. Los hijos de los cuidanderos nos ayudaron a bajar las cosas del carro con una sonrisa, esperando los regalos que les prometimos de Navidad. Les dimos sus zapatos, balones, muñecas, libros de cuentos y colores.

Por el camino de piedras resbaladizo llevé mi maleta a la habitación rústica con olor a moho e insecticida. La dejé sobre los pisos de tablón rojo. Con Isabel, la esposa de Poncho, el cuidandero, metimos los víveres a la nevera. Di una vuelta por los espacios de la casa construida al estilo paisa, de corredores abiertos y helechos colgados. Me aseguré de que el panel de abejas tuviera miel, me recosté en una de las hamacas para relajarme y aprecié el paisaje. Desde la terracita de madera di un paneo a las heliconias, las aves del paraíso, los guayabos, los platanales y los naranjos que bajaban abigarrados por la ladera, en medio de los árboles que forraban las montañas. El clima fresco y el olor a bosque húmedo tropical ya me invitaban a leer.

Baldwin recomendaba aceptar con amor a las personas que odian a los otros —los White haters en su caso— dado que ellos tampoco tenían esperanza, estaban atrapados en un contexto histórico que no terminaban de entender, algo con lo que yo no estaba muy de acuerdo.

Volví a mi propio espejo. Aún no estaba en la capacidad de aceptar todo el odio y el rechazo de los otros. Yo quería defender a mi hijo. Antes que poner la otra mejilla, estaba rompiendo un silencio a la brava. Tampoco tenía la paciencia de esperar durante décadas a que se transformara la cultura. Había que moverse hacia adelante, ser parte del cambio, forzarlo.

El ensayo de Baldwin era muy filosófico, muy Gandhi, muy pacifista, y yo estaba en un momento de despertar. Ya otros habían pasado por ese proceso, aquella rebeldía que los llevaba a un nuevo estadio, donde estaban acostumbrados a soportar que les gritaran: “vuela mariposa”, “lástima porque es muy inteligente”, o a no mortificarse por los balonazos del profesor a su hijo, o la discriminación de los hoteles que botaban a la calle a sus huéspedes por darse un beso en público.

Al final, el mensaje de The fire next time pedía entender el hecho de que las personas odiaban por miedo o ignorancia. Baldwin entendía que era negro, esa era su naturaleza y jamás podría escapar de quienes lo miraran con desprecio, algo que yo no estaba dispuesta a tolerar. Sin importar todo aquello por lo que tuviera que pasar, debía romper el silencio, mi propio silencio, el de tantos otros que necesitaban gritar.

Llegar a ese punto de aceptación, como lo hacía Baldwin con el sobrino, al afirmar que todo aquello que los blancos los ponían a soportar, bajo ningún punto de vista podía asumirse como una prueba de inferioridad por parte de los afroamericanos, sino que más bien demostraba la inhumanidad y el miedo de los blancos. Enfocaba la mirada a la única salida posible: la “aceptación y la integración”. Eso me llevó a pensar que The fire next time no era para mí. Aún estaba negada a abrir mis brazos bajo la lluvia. Tal vez ese era el mensaje de Caputo: era necesario empezar a fluir al interior del cambio.

Aún me faltaba hacer el recorrido. Por ahora seguía empeñada en mi defensa, en la defensa de Juanse y en la de aquellos que se vieran pisoteados por las formas retrógradas de ver la vida. ¿Quiénes, aparte de las madres, aquellas mujeres que lanzan a sus hijos a un mundo, iban a protegerlos en este camino? ¿Por qué habríamos de ser nosotras quienes castráramos su esencia?

Pensar que los negros eran inferiores a los blancos era un exabrupto en nuestros tiempos. Que las personas gays fueran raros en comparación a los heterosexuales, sería visto como algo ridículo el día de mañana. Mucha gente lo sabía, bastaba con conocer a una persona con orientación sexual diversa para darse cuenta que era igual a cualquier otro ser humano, aunque muchos cosieran sus ojos ante ello. Lo hacían para no comprometerse, como lo advertía Baldwin: “Actuar era comprometerse; y comprometerse implicaba ponerse en peligro”.

Isabel me ofreció un tinto negro como ella sabía que me gustaba, aunque a veces me lo traía con panela o recargado de azúcar.

A regañadientes, les apliqué repelente a los niños, les puse sus crocs y ellos se emocionaron con la expedición al camino indígena que había destapado un cuidandero anterior. Irían con Luisfer a buscar piedritas en la quebrada. Les recordé tener cuidado con las víboras, como la coral que mordió a una niña de la vereda que casi se muere, abstenerse de cruzar la cerca —los mototaxistas transitaban por la vía—, y a no alejarse de la casa.

Aún cargábamos el miedo de los años noventa, cuando Minca y sus alrededores eran zona roja en la peor época del conflicto armado. Según el cuidandero del vecino, nuestra casita había sido el sitio de reunión de los paramilitares que controlaban la región. El hombre también nos había asustado con un cuento de un entierro indígena debajo de la casa, que, según él, iluminaba el piso de los corredores a las tres de la mañana. Luisfer se reía de eso. Yo también, aunque el más leve ruido en la madrugada, me llevaba a imaginar un espíritu ancestral. El temor a veces me impedía ir por agua o levantarme al baño.

El cansancio me venció. Terminé mi café, estiré las piernas en la hamaca y me relajé un poco más. Mi Ipad necesitaba batería. Decidí apagarlo. Entre el sonido arrullador del agua que bajaba por la quebrada, saqué el libro El Hombre en busca de sentido de Viktor Frankl, que había comenzado unas diez veces.

Angélica Santamaría, una amiga, me lo había recomendado para que lo leyera en un momento de vuelo bajo. El libro nos llevaba a preguntarnos: ¿Qué puede haber peor que el Holocausto? Esto para entender que las películas que nos armamos en la mente tampoco son tan graves.

Por esos días el libro se había convertido en mi biblia. Me gustaba porque era liviano, su lenguaje sencillo lo hacía fácil de entender y me quitaba la angustia de lo que se vendría.

Pasado el trajín de las fiestas me propuse terminar de escribir el último capítulo. Quería enfocarme en el amor, en cómo las madres, al ser capaces de gestar y criar a los hijos, somos quienes podemos salvarlos del odio.

Una frase de Frankl me hizo recordar a mi papá: “La experiencia del amor es una de las fuerzas o motivaciones que tiene la persona para seguir luchando por su vida: el amor es la meta más elevada y esencial a la que puede aspirar el hombre. El amor trasciende la persona física del ser amado y encuentra su sentido más profundo en el ser espiritual del otro, en su yo íntimo”.

A once meses de su partida, el amor que me había ofrecido seguía intacto. El amor trascendía a la muerte, traspasaba el tiempo y la materia. Schumi me miraba al pie de la hamaca. El amor en sus ojos me recordó al amor de mi papá. Intentó encaramarse solo. Me di cuenta de lo viejo que estaba. Lo cargué, lo subí a mi lado y le acaricié la cabeza.

Seguí leyendo. Llegué a una parte donde Frankl describe el juego que practicaban los nazis con los prisioneros al llegar al campo de concentración: “Por la tarde nos explicaron el significado del «juego del dedo». Era la primera selección, el primer veredicto sobre la aniquilación o la supervivencia. Para el noventa por ciento de nuestra expedición había significado la muerte, y la sentencia se cumpliría a las pocas horas. Los que habían sido colocados a la izquierda fueron de la estación directamente al crematorio”.

Unos antes, otros después, en ambos casos, todos eran condenados. El concepto de alargar la tortura de alguien me llevó a pensar en la etapa de crisis. En psiquiatría, la “ilusión del indulto” describe un estado de ánimo donde el propio individuo condenado fantasea con una salvación de último momento. Esto se repite en los condenados a muerte. Y en todos los casos la realidad los aplasta. En algunas otras conductas estudiadas en prisioneros, la depresión los lleva a un estado crónico, donde se adaptan y se vuelven indiferentes a su propia situación, al mundo que los rodea y a la propia vida. Esa adaptación hace que sus sentimientos se emboten.

Me pregunté si esto mismo podía aplicarse a la persona gay. Si se podía decir que ellos mismos eran prisioneros. Haber sido subyugados los llevaba a un estado crónico. Se acostumbraban a vivir en medio de la discriminación. En este caso, para muchos, lo que terminaba debilitado era su propio poder de lucha. Eso mismo me recordó la importancia de levantar la voz. Las madres siempre llevábamos la antorcha que iluminaba el camino, permitía ver las orillas del sendero y nos fortalecía como especie.

Tomé otro sorbo de café. Se había helado. Aquel tema del Holocausto me generó mucho agotamiento. El cansancio mental sumado al del viaje, al frenesí de las actividades decembrinas y a la escritura de mi libro, me llevó a acomodarme de medio lado, abrazar a Schumi contra mi pecho y cerrar los ojos. Entre la somnolencia letárgica, el vaivén de la hamaca y el canto de la quebrada, ambos nos fuimos quedando profundos. Dormimos hasta que el frío de la noche se metió en mis huesos.

Desperté con la imagen espeluznante de los oficiales de las SS impecablemente vestidos apuntando su dedo a la izquierda, mientras los prisioneros temblaban de miedo. Me llevé las uñas a la boca pensando en hornos crematorios, y un ruido extraño, como el de un animal que venía del monte, me hizo saltar de la hamaca y correr a la cabaña.

Esa noche me fui a dormir pensando en la gran simbología. A las personas gays también los mandábamos al juego. Los mismos niños que estaban en los colegios, sentados tras sus pupitres escuchando las historias, eran objeto de esa tortura: “Te vas a morir en algún momento”. “Te vas a suicidar”. “La vas a tener más difícil que los de la derecha”. “Cuida cada uno de tus pasos”.

Volví a ese odio recalcitrante con el que los seres humanos se trataban unos a otros desconociendo la esencia de sus diferencias, su diversidad, el color de sus pómulos al sol de sus propios horizontes. Como un puño aplastante, una mano de hierro que dejaba caer toda su rabia sobre una hilera de hormigas, así imaginé todo lo que fuera discriminador, tiránico, hecho a la medida de quienes se dice, llevan la palabra del deber ser.

Con aquellas reflexiones fui cayendo rendida ante el sueño. Debía rematar mi libro, me lo repetí, sacar las fuerzas para terminar de leer el de Frankl, por muy duro que fuera, y levantarme sobre aquel mensaje que enviaba: nuestro dolor es un dolor de abismos marcados, aún así, es menos brutal que el de otros. Sobre las cenizas de aquellos desaparecidos de ayer, debemos fundar los cimientos de un mundo con montañas escalables para todos.

PUNTO FINAL TRAS LA FUENTE

El primer rayo de sol se metió por el anjeo de las ventanas y el canto de los gallos del vecino me hizo levantar por café, revisar que los niños estuvieran bien y organizar el desayuno. Habíamos sacado la cocina a la intemperie para evitar que cucarachas y otros bichos se metieran a la casa. Los colibríes volaban por las barandas del corredor buscando el néctar de las heliconias. Los toches chocaban contra las ventanas pintadas de verde y a veces se postraban en las cortinas decoradas con flores. Despertamos a los niños para ir temprano a la cascada, antes de que llegaran los turistas en masa, cocinaran sus almuerzos en ollas y llenaran el balneario de bolsas, icopores y hasta pañales que dejaban sin recoger.

Arepas repletas de queso, asadas en leña sobre una mata de bijao, y que llenaron mi paladar con su sabor de humo, unos guineos pasos y otro café, nos dieron la fuerza necesaria para enfrentar la subida de arena que atravesaba la selva húmeda tropical flanqueada por arbustos, madreselvas, bejucos, bambúes verdes y robles. Durante diez minutos escalamos su pendiente empinada para llegar a la quebrada Marinka. Al final de la subida nos chocamos contra la montaña. Por la izquierda se apreciaba la quebrada. El agua bajaba entre las piedras gigantes. La dulzura de su sonido me arrulló. En medio de la tranquilidad volvía a lo básico; a desprenderme de los prejuicios. Visualicé el aviso: “En Minca y el mundo todas las razas son iguales sin importar religión, nacionalidad o estrato social. No discriminación por la unión y el progreso de Minca”. A ese aviso le faltaba indicar la libertad en la orientación sexual.

Los niños aceleraron la marcha emocionados por la aventura. Cargada con algunas toallas y un termo de agua, intenté seguirles el ritmo, no perderlos de vista. Tuvimos cuidado con las piedras y el camino resbaloso. Algunos turistas nacionales y extranjeros bajaban con su ropa mojada. Reflejaban una placidez en sus rostros después del chapuzón.

Las cascadas de Marinka, escondidas por árboles frondosos y lianas y esculpidas por algunas otras piedras enormes, descendían de las montañas formando una piscina natural.

El agua helada me terminó de despertar. Nadé por la superficie verdosa hasta las rocas donde caía el chorro. Me ubiqué de espaldas y dejé que masajeara mis hombros. Me di un momento para ver a Stefan y Emma levantar piedritas en la orilla, elegir las más coloridas y guardarlas en la mochila. Verlos en aquella actitud encaminada a descubrir el mundo y recibir los chorros sobre mi espalda me llevaron a extrañar a mis hijos grandes. Me reconfortó saber que estaban felices con sus amigos en Cartagena.

En el camino de regreso a la casita, saludamos a una familia wayuu. Nunca podía identificar cuáles eran los niños, cuáles las niñas. Todos llevaban el cabello largo. En su cultura esa distinción del pelo largo para las mujeres y el corto para los hombres era inexistente. Junto con otras hierbas, mambeaban hojas de coca para generar energía, tener fuerzas, resistir las subidas empinadas, escalar las pendientes y enfrentar los rigores del día, así como para sanar su parte espiritual, honrar la memoria de los ancestros y conectarse con el territorio.

Pasamos junto al resguardo indígena, constituido con las chocitas como en todos los pueblos wayuu y saludamos al vendedor de mochilas. El mismo hombre cuidaba a sus cerdos y gallinas.

Los días de mi estancia en la Casa de las Flores transcurrieron entre la hamaca, la cocina, el cuarto y una que otra caminata de tres kilómetros hasta Minca en horas de la tarde. Al son de las chicharras que lanzaban sus gritos para atraer sexualmente a las hembras, los sonidos guturales de los micos y el zumbido de los zancudos, nos fuimos haciendo más naturaleza. Schumi ya no quiso seguirme en esas excursiones como lo había hecho en los últimos diez años. Entendí que en la ausencia de sus pasos su despedida se acercaba.

El cinco de enero, último día de las vacaciones, coincidió con el cumpleaños número seis de Emma. Había sido esperado por todos menos por ella. Ese día arrojaríamos su tetero a la basura. Me levanté a felicitarla. Ella abrió un poco los ojos en la cama de abajo del camarote. Con una mano se chupaba el dedo mientras agarraba la marquilla de seda de una pijama vieja. Ya sabía que podía ser el último. Me miraba de reojo para ver si se nos había olvidado la promesa.

—Mami, mi tete.

Le cambié el tema, hablamos sobre el recorrido del café y lo que pediría de regalo al volver a Barranquilla.

Nos aplicamos el repelente de rigor, le preparé el tetero y desayunamos. Nos fuimos en busca de señal para el celular. Subimos la loma ubicada detrás de la casa, pasamos por el camino indígena y le marcamos a mi hija Calla. Ella quedó pendiente de organizar una celebración cuando regresáramos a Barranquilla.

—Hoy vamos a hacer el recorrido del café y le vamos a decir chao al tetero.

Emma lo agarró con fuerza.

—Que bien, mami, ya era hora —dijo Calla por el altavoz.

Saludamos a Juanse y Juandi. Todo estaba en orden. Andaban de paseo por las islas del Rosario. Nos quedamos un rato contemplando el paisaje de caseríos, lomas y pinos casi al nivel de las nubes.

Volvimos a la casa.

—Si quieren que nos rinda el paseo, hay que salir ya —dijo Luisfer— ¿Trajiste el tetero para botarlo?

—No, mami, mi tete —Emma se lanzó a llorar.

Nos embarcamos en la Toyota. Luisfer tomó la vía al oriente. Pasamos por Los Campanos. La carretera parecía aún más descuidada que antes. Ya habían comenzado a arreglar un tramo, aunque eso implicaba más mototaxistas, más turistas de olla y más fogatas que provocaban incendios forestales.

Terminamos de escalar la montaña. Al llegar a La Victoria, una de las haciendas cafeteras más antiguas de Colombia, nos recibió un aviso que decía Bienvenidos - 1892. La Hacienda era de propiedad de los Weber, una familia de ascendencia alemana, procedente de México, que la había adquirido a principios de siglo.

Nos estacionamos en la fábrica de cerveza. Un joven de botas negras, bigotes extensos y entradas prematuras nos lanzó una mirada escéptica y misteriosa. Nos hizo pasar a la sala de espera. Nos presentó a la guía, una chica con cabello ondulado negro a la cintura con pantalones expedicionarios y acento bogotano.

La casita tenía olor a guardado y a café impregnado en la madera. Los pisos crujían con nuestras pisadas y los gritos de los niños emocionados hacían eco en la cabaña. En ella guardaban las máquinas inglesas para procesar el café. Las mostraban como reliquias.

—¡Bienvenidos! Vamos a comenzar por el primer paso del proceso del café que es la recolección. ¡Síganme por favor!

Pasamos a las diferentes secciones donde nos mostraron el pelado, la fermentación, el lavado, la separación y finalmente el secado de los granos de café.

Stefan y Emma escuchaban atentos y preguntaban a la guía sobre el proceso del compost.

Al terminar el tour bebí con gran placer el café orgánico que nos habían prometido desde el inicio. Podía ser el más delicado que había tomado en mi vida. Decidí llevarme varias bolsas.

Volvimos a la Toyota. Me aseguré de que Stefan y Emma se pusieran el cinturón de seguridad. El movimiento de la camioneta durmió a los niños. Terminamos de bajar por la vía de Pozo Azul, llegamos a Minca y nos parqueamos en la tienda de miel. Tomé el tetero aferrado a las manos de Emma. Su chupo estaba mordido y tenía un hueco gigante. Me bajé tratando de no hacer ruido. Entré al local, lo metí al tanque de la basura del patio, junto a latas de cerveza, botellas de plástico y bolsas, y compré un frasco de miel orgánica.

Llegamos a la Casa de las Flores a la última luz de la tarde, despertamos a los niños y apreciamos el cielo. Estaba despejado y Venus se apreciaba con claridad. Luisfer trataba de adivinar cuál estrella era Sirio.

El humo del barbecue formó una nubosidad en el aire. Asamos chorizos y mazorcas. Achicharramos los masmelos. Emma preguntó por su tetero.

—Ya tienes seis años, Emma, ya eres una niña grandecita.

Empezó a llorar, se chupó el dedo y se subió a la hamaca. Se acostó sobre mi pecho. Sus ojos se fueron cerrando. En vela por las tazas de café de la Victoria, me quedé un rato pensando en esa primera pérdida de Emma. Con su pequeño cuerpo tendido sobre mi pecho, reflexioné en la pérdida de la infancia, en la pérdida de la inocencia, en la pérdida de la juventud, en la pérdida de nuestros padres y en las diferentes pérdidas que todos vamos teniendo en el transcurso de nuestras vidas.

Por fortuna, muchos tenemos a nuestras familias para irnos acompañando en el camino. Padres y madres son nuestros guías, así como también nosotros somos los guías de nuestros hijos, por muy dolorosas que puedan ser las enseñanzas que les transmitimos.

Reconocí a las tres Marías en el cielo. Toda la reflexión me regresó a Juanse. Recordé el camino entre Cartagena y Barranquilla, de regreso del evento del Gay Pride celebrado meses antes. En ese cielo de agosto, tres de las estrellas más brillantes formaban un triángulo invertido.

Volví al cielo brillante, la profundidad de su pálpito y pensé: “Hay tantas mamás como estrellas en el cielo, tantas mamás en el mundo y tantos hijos vueltos hilos de luz”.

Aquella noche volví a casa muy sensible, llegué a abrazar a Stefan y a Emma, me quedé pensando en las estrellas, entré a la aplicación Sky Map que me mostraba los nombres de las constelaciones en noches despejadas. Al día siguiente, cuando se levantaran quería contarles qué estrellas formaban ese triángulo al revés. Encontré a Orión, a Sirio. Seguí con la búsqueda y escribí “triángulo rombo” en Google. Debajo vi las palabras: “Triángulo rosa”. Encontré una historia del nacismo que desconocía. Vi a unos prisioneros que llegaban a los campos de concentración. Todos eran hombres marcados por un triángulo invertido. Los definían con este triángulo rosa invertido por ser gays. Una de las torturas era la cura de la homosexualidad. Eran sometidos a la “deshomosexualización” con terapias de conversión. El que aceptaba ser curado podía salvarse. Sobre ellos se realizaban experimentos médicos, torturas, castraciones. Les cerraban la entrada a la enfermería. Los exponían a más trabajo. A menos comida. Se les triplicaba el rigor del campo. Eran supervisados con ojo estricto. Algunos de los “homoeróticos” estaban expuestos a juegos macabros. Ni siquiera les permitían apagar la luz de noche. Según los nazis, la homosexualidad debía ser castigada, era incompatible con la naturaleza humana.

Poncho terminó de fumigar los cuartos, apagó los faroles y me preguntó si se nos ofrecía algo más. Cargué a los niños de la hamaca con cuidado para no alborotar mi hernia discal. ¡Cómo pesaban!

Tomé una linterna. Caminé hacia la quebrada cerca de la casa con cuidado de no resbalar. Una música lounge provenía de La Fuente, el hostal ubicado diagonal a la Casa de las Flores. Lo atendía David, un inglés y Lina, su pareja paisa. Qué buena música, pensé, con un volumen normal y no como algunas cantinas ponían las de despecho o las que exaltaban la cultura violenta, con bafles puestos a todo volumen. Uno comienza a escucharlos por la carretera cuando va subiendo la montaña. De ellos salen canciones con letras como esta: “No gusta de gente lenta, siempre usa lo ligero / Sus hombres portan Galil, M60 y Mortero / No teme al enemigo, pues sus hombres son muy buenos / Muchos le dicen el jefe, y seguro les conviene / Si alguno tiene un problema, con gusto él los atiende / Controla bien sus regiones, aquí se hace lo que ordene…”.

Crucé a La Fuente y saludé a David. Se tomaba unas cervezas con Luisfer. El hostal, decorado con mesas y sillas hechas de troncos de árboles, generaba un ambiente rústico. El bar, atendido por Renato, un chef argentino, iluminaba a unos extranjeros con sus luces de colores. Tostaba una pizza en el horno de leña. Su olor a pan con queso despertó mi apetito. Sobre la barra, dispuesta como una especie de pub, un tablero mostraba el menú de licores en inglés escrito en tiza. Un camino de piedras bajaba hacia la quebrada. Junto al camino había un kiosko hecho de paja donde colgaban hamacas y chinchorros blancos. Allí se postraban los turistas a descansar, a meditar y a escuchar el ruido del agua y de la selva.

La Fuente era un lugar estratégico para quienes llegaban a hacer su primera escala antes de subir a Casa Elemento, el hostal de la hamaca gigante que se ve en las postales de Minca, los turistas que subían a quebrada Marinka o los amantes de las expediciones y deportes extremos. El inglés se la rebuscaba haciendo tours ecológicos y cursos de supervivencia en la selva. Luisfer y David hablaban del agua que escaseaba en Minca y de la tubería que se necesitaba para que llegara a su hostal. Algunos otros huéspedes se preparaban para el avistamiento de aves al día siguiente.

En otra mesa, dos hombres de pelo claro —una pareja de extranjeros—, se miraban con deseo. Eso me llevó a recordar aquella palabra que nunca había oído: “homoeróticos”. Se veían felices, libres, tranquilos, serenos y cargados de un halo que resplandecía junto a las luciérnagas.

Le pedí una soda michelada a David. Me senté con ellos a escuchar las últimas novedades de la zona. Él contó que la gente recién llegada estaba robando el agua, la inseguridad había crecido y corría el rumor de que les habían vuelto a pedir vacunas, sobre todo a ciertos hostales que ganaban buen dinero. Esas cuotas que pedían los paramilitares como garantía de seguridad, demostraban que aún vivíamos en medio de la violencia.

También dijo que quería ampliar el hostal, necesitaba expandirse, tenía más clientes que habitaciones, a Minca estaba llegando gente rara, algunas personas que simulaban ser de ONG´s, y la escuelita de la vereda necesitaba recursos. Indicó que ellos los estaban ayudando. Se quejó de la bulla que salía de los parlantes de algunas chozas y pequeños locales dispuestos con bebidas o alimentos para los turistas que hacían trekking.

Los mochileros que venían a ver las aves encendieron un cacho de marihuana. Su aroma a hierba dulce invadió el espacio. Ni bien lo inhalé sentí como si yo misma hubiera fumado del porro. Recordé aquella frase muy usada en la Costa: “Prefiero un hijo drogadicto que un hijo marica”. Luego estaba la otra: “Prefiero un hijo muerto a un hijo marica”. Me levanté de la mesa. La pareja gay se daba un beso en medio del humo. Como dos efebos que nacían a la noche los dejé eternizados en mi mente.

Me despedí de David, crucé la vía de piedras y caminé hacia la Casa de las Flores. Las luciérnagas me ayudaron a iluminar el camino de barro y piedras. Revisé el sueño de Stefan y Emma. Dormían de forma plácida. El color de la luna alumbraba sus pieles, sus anhelos, todo aquello que vendría para ellos.