Alí en el país de las maravillas - Alberto Vázquez-Figueroa - E-Book

Alí en el país de las maravillas E-Book

Alberto Vázquez-Figueroa

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Ali en el país de las maravillas es una obra fascinante del reconocido autor español, Alberto Vázquez-Figueroa. La historia sigue a Alí, un joven beduino que, tras un encuentro fortuito en el desierto, se ve arrastrado a un viaje extraordinario a través de un paisaje surrealista. Con la ayuda de personajes extravagantes y a menudo enigmáticos que encuentra en su camino, como el misterioso Hada del Desierto y el sabio Derviche, Alí se embarca en una búsqueda épica en busca de la verdad sobre su propia identidad y destino. A medida que avanza en su viaje, Alí se enfrenta a una serie de desafíos y pruebas, cada uno diseñado para poner a prueba su coraje, inteligencia y determinación. En su búsqueda por descubrir los secretos del país de las maravillas, Alí se encuentra con extrañas criaturas, paisajes deslumbrantes y peligros inesperados.

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ALI EN ELPAÍS DE LASMARAVILLAS

ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA

 

Título original: Ali en el país de las maravillas

Primera edición: 2003

Reedición actualizada y ampliada: marzo 2024

© 2024 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Alberto Vázquez-Figueroa

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Portada: Silvia Vázquez-Figueroa

Maquetación: Carolina Hernández AlarcónProducción del ePub: booqlab

 

ISBN: 978-84-10209-09-1

 

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

1. NADA EN CUANTO ALCANZA LA VISTA

Nada en cuanto alcanzaba la vista. Arena y piedras. Sucios matojos y de tanto en tanto, como señales que pretendieran marcar el camino, alguna que otra acacia esquelética, tan idéntica a otras muchas esqueléticas acacias que en realidad era más lo que confundían al viajero que lo que ayudaban a encontrar el rumbo.

Y así hora tras hora.

Sol y polvo.

Ni tan siquiera la arena, en exceso pesada, conseguía elevarse a más de un metro del suelo y ese polvo demasiado blanco, como harina recién cernida, se adueñaba del mundo, cubría las acacias y matojos, e incluso cubría los descarnados cadáveres de las bestias que habían muerto de sed en mitad de la desolación más espantosa.

El vehículo avanzaba como entre sueños o tal vez, nadie podría saberlo con exactitud, más bien retrocedía.

Llevaba días vagando de aquí para allá y sus ocupantes tenían plena conciencia de que lo único diferente que habían conseguido descubrir en aquel tiempo eran sus propias huellas cuando en sus infinitos giros volvían a tropezar con ellas.

Decidieron continuar siempre hacia el norte, y a punto estuvieron de precipitarse al fondo de un barranco que cruzaba la llanura como si se tratara de la incisión de un hábil forense que hubiera abierto en canal un cadáver ya frío.

Torcieron hacia el oeste y escarpadas montañas de granito rojo les cortaron el paso.

Regresaron para encontrar una vez más sus propias rodadas».

Al fin, Salam-Salam, el animoso «guía», que hasta aquellos momentos no había dado muestras de una especial habilidad para guiar a nadie, pero que al parecer jamás perdía las esperanzas de llegar a buen puerto, sonrió de oreja a oreja para exclamar alborozado:

–¡Estamos perdidos!

El minúsculo hombrecillo que conducía el vehículo lanzó un sonoro reniego y a punto estuvo de darle un sopapo.

–La madre que te trajo al mundo...! –exclamó casi masticando las palabras– ¿Estamos perdidos y eso te alegra?

–¡En absoluto! –fue la sincera respuesta no exenta de una cierta lógica–. Pero al menos sabemos algo que antes no sabíamos: estamos perdidos. –Sonrió de nuevo con desconcertante inocencia al señalar–: Ahora de lo que se trata es de encontrar el camino de regreso.

El gigantón que ocupaba casi por completo el asiento posterior, y que respondía al sonoro nombre de Nick Montana, se secó el sudor que le caía a chorros por la frente al tiempo que negaba convencido.

–¡De eso nada! –dijo–. No nos iremos de aquí sin él.

El guía indígena ni siquiera se molestó en volverse al tiempo que preguntaba:

–¿Tan importante es?

–¡Tanto!

Salam-Salam, para quien tan incómodo viaje constituía sin duda una estúpida pérdida de tiempo, se limpió los mocos con el pico del turbante, sonrió de nuevo y se limitó a replicar al tiempo que se encogía de hombros:

–En ese caso seguiremos buscando hasta que nos hagamos viejos. Para eso me pagan.

–Si no lo encontramos te va a pagar tu abuela –puntualizó el casi esquelético Marlon Kowalsky deteniéndose el tiempo justo de encender un cigarrillo.

–Mi abuela murió hace años.

–Más a mi favor. Y ahora decídete de una puñetera vez y procura acertar... ¿Hacia dónde?

El nativo dudó un largo rato, se rascó la espesa pelambrera que le asomaba bajo el sucio turbante y al fin replicó:

–Si vinimos del sur, y ya hemos ido hacia el norte y hacia el oeste sin obtener el más mínimo resultado, digo yo que tan sólo nos queda dirigirnos hacia el este».

–¡Astuto, vive Dios! –bufó su interlocutor a punto de perder la paciencia–. ¡Tremendamente astuto! –insistió irónicamente–. ¿Cómo no se me habría ocurrido antes?

–Porque para algo soy el guía.

Como respuesta tan sólo obtuvo una larga mirada de desprecio, pero poco más tarde, y cuando habían hecho una corta parada con el ineludible propósito de dar rienda suelta a sus necesidades biológicas, Salam-Salam, que se encontraba tranquilamente acuclillado tras un matojo, dio muestras de su innegable talante optimista al señalar un pequeño grupo de bolitas negras que se extendían a lo largo de unos veinte metros hasta la siguiente acacia y exclamar alborozado:

–¡Cagarrutas!

Sus dos acompañantes se aproximaron de inmediato para observarlas con gesto de innegable perplejidad.

–¡De acuerdo! –admitió con su habitual acritud Marlon Kowalsky–. ¡Cagarrutas! ¿Qué tienen de particular?

–Que son de cabra.

–¡Estupendo! –fingió alborozarse el cada vez más sudoroso y enrojecido Nick Montana–. Hemos necesitado cuatro días de vagar por el desierto para hacer el maravilloso hallazgo de una veintena de cagarrutas de cabra. ¡Ya somos ricos!

–No–le replicó con absoluta seriedad el guía nativo–. No somos ricos, pero si existen cagarrutas de cabra quiere decir que por aquí han pasado cabras... –Abrió las manos en un gesto que pretendía reflejar la perfecta lógica de su razonamiento al tiempo que concluía mostrando de nuevo su animosa sonrisa–. Y donde hay cabras hay cabreros.

–En eso puede que tenga razón–admitió casi a su pesar Marlon Kowalsky al tiempo que estudiaba con más detenimiento las negras bolitas–. Son de cabra, y en este desierto una cabra significa tanto como el letrero luminoso de un motel en el desierto de Arizona; un signo de que la «civilización» no anda muy lejos.

–A no ser que se trate de cabras salvajes –le hizo notar su no muy convencido compañero.

–Aquí no hay cabras salvajes–replicó casi de inmediato el guía nativo–. La gente es demasiado pobre como para permitir que una cabra ande correteando por ahí. Cada cabra tiene su dueño.

–¡De acuerdo entonces! –aceptó el otro sin el más mínimo entusiasmo–. Busquemos a su dueño.

Pero no resultaba empresa fácil seguir el rastro de las escurridizas bestias a través de aquella naturaleza hostil y descarnada, puesto que si bien sobre la arena se distinguían de tanto en tanto y con absoluta nitidez las huellas de sus pezuñas, en cuanto comenzaron a ascender por entre rocosas colinas cuarteadas por el sol la única esperanza se centraba en aguzar la vista en procura de nuevos excrementos.

Al fin, casi tres horas más tarde hicieron su aparición, protegidas de los vientos dominantes por un alto farallón de rocas, tres amplias tiendas de campaña tejidas con pelo de camello, un gran cercado hecho a base de cañas y ramas secas y lo que desde la distancia ofrecía todo el aspecto de ser el brocal de un minúsculo pozo.

Se trataba, en efecto, de un pozo, y en el momento de detener frente a él su vehículo y observar al hombre que permanecía en pie con un viejo fusil en la mano, tanto Nick Montana como Marlon Kowalsky no pudieron por menos que lanzar una exclamación de asombro al tiempo que intercambiaban una larga mirada de satisfacción.

–¡Santo Dios! –admitió el primero–. ¡Era verdad...!

–¡Resulta increíble!

Salam-Salam aparecía más sonriente y feliz que de costumbre, lo cual ya era mucho decir, y una vez más abrió los brazos en aquel ademán que pretendía insinuar que él siempre tenía razón.

–¡Se lo dije! –señaló–. Les prometí que lo encontraría y yo siempre cumplo mis promesas.

El hombre del fusil, que vestía una larga chilaba y se cubría con un oscuro turbante, pareció llegar a la conclusión de que los recién llegados no presentaban un aspecto amenazador, por lo que gritó algo ininteligible para que en la puerta de la mayor de las jaimas hicieran su aparición un encorvado anciano y una tímida muchacha de graciosa figura y rostro casi angelical que observaban a los recién llegados con un innegable aire receloso.

El guía los saludó en un dialecto gutural e incomprensible y de inmediato se volvió a sus compañeros de viaje para aclarar:

–Estos son Alí Bahar, el mejor cazador de nuestra tribu, su padre Kabul, el hombre más sabio y que más ha viajado de cuantos conozco, y su hija, la hermosa, dulce, hacendosa y virtuosa Talila. Por desgracia no hablan más que el dialecto local.

–¡Estamos buenos! –exclamó de inmediato un horrorizado Nick Montana–. ¿Ni una palabra de inglés?

–Ni siquiera de árabe. Son khertzan, y los khertzan son nómadas que tienen a gala no hablar más que su propio idioma. Yo constituyo una excepción porque tan sólo soy medio khertzan. Mi madre era yemení y cuando se quedó viuda se estableció en Dubai, donde o aprendes inglés o más vale que te tires al mar.

Tras meditar unos instantes Nick Montana afirmó repetidas veces con la cabeza al tiempo que comentaba seguro de sí mismo:

–De todos modos servirá. Dile a Alí Bahar que le pagaremos bien si viene con nosotros.

Salam-Salam repitió la propuesta en el dialecto local, pero pese a su larga disertación tan sólo obtuvo una corta y rotunda negativa, por lo que se volvió a quien le había dado la orden.

–Alí Bahar me comunica que bajo ningún concepto puede abandonar a su anciano padre y su joven hermana ya que constituye su único sostén y su única defensa.

–Adviértele que tan sólo será por tres o cuatro días y que no le llevaremos muy lejos –señaló en esta ocasión Marlon Kowalsky–. Lo único que pretendemos es estudiar su «gran defecto».

Una nueva consulta y una nueva y pormenorizada explicación, a las que siguió una nueva negativa.

–Alí Bahar argumenta que no le apetece que nadie estudie su defecto... –tradujo pacientemente el intérprete–. Y que basta un día para que los bandidos bajen de las montañas.

–Pero le pagaremos bien.

–Aquí el dinero no sirve de nada.

–¡Vaya por Dios! ¡Qué tipo tan cabezota!

–Desde luego que lo es, pero nos invita a cenar y nos ofrece la mejor de sus jaimas para pasar la noche.

–¡Muy amable! –masculló su interlocutor de mala gana–. Al menos comeremos caliente y por una vez desde que empezó este jodido viaje no dormiremos al raso.

Dos horas más tarde los restos de un cabritillo aparecían sobre los abollados platos de latón, mientras los cinco hombres tomaban tranquilamente el té a la entrada de la mayor de las tiendas de campaña, y la siempre hacendosa Talila concluía de recoger la «mesa».

El sol rozaba apenas la línea del horizonte cuando el desolado paisaje cobró de improviso una espectacular belleza al tiempo que cientos de aves que habían permanecido ocultas en sus nidos del farallón trazaban intrincadas piruetas en el aire.

Al cabo de un rato el inasequible al desaliento Nick Montana insistió en su oferta.

–Ofréceles cien cabras si Alí viene con nosotros.

La respuesta, en este caso del anciano Kabul al que, a diferencia de su poco comunicativo hijo, le encantaba charlar por los codos con grandes aspavientos mientras no paraba de lanzar humo de su arcaica y renegrida cachimba, no dejaba margen alguno a la esperanza, y el desolado Salam-Salam así lo hizo notar:

–El viejo asegura que cien cabras les llevarían a la ruina –tradujo–. No hay pastos suficientes ni los pozos de la región dan para tanto. En su opinión, con las cuarenta que ahora tienen les basta y les sobra para vivir a su manera y como siempre han vivido.

–¡Si serán cretinos!

–No son cretinos –replicó el otro levemente amoscado–. Son prácticos. Y a Kabul no le apetece que su hijo se vaya porque alega que cuando él era joven estuvo en el ejército, una vez le llevaron a una ciudad, y allí no hay más que pecado y corrupción. Por lo visto le preocupa que su hijo se líe con una golfa a la que no le importe su defecto.

–¡Pero algo habrá que le interese a esta gente! –protestó casi fuera de sí el siempre sudoroso Nick Montana.

–¿Aquí? –se sorprendió el guía–. Lo único que les interesaría sería un buen montón de tabaco de pipa y una esposa para Alí Bahar, ya que la suya murió hace años, pero todas las mujeres de la tribu están al corriente de su defecto y por lo visto ninguna está dispuesta a correr riesgos.

Le interrumpió un zumbido, por lo que aguardó a que Marlon Kowalsky extrajera del bolsillo de su cazadora un sofisticado teléfono móvil para extender una pequeña antena e inquirir:

–¿Sí? Sí, soy yo, Marlon... Sí, lo hemos encontrado y es realmente increíble; mucho mejor de lo que nos habían asegurado. En verdad fantástico, y resultaría tremendamente útil para lo que lo queremos. – Aguardó unos instantes como si temiera lo que iba a decir, pero al fin se decidió a continuar–: Pero se nos presenta un difícil problema: se trata de un miserable pastor de cabras analfabeto que no habla más que su dialecto, y más obstinado que una mula. No quiere salir de aquí ni a tiros.

Escuchó unos momentos, apartó apenas el auricular puesto que resultaba evidente que desde el otro lado le estaban gritando con muy malos modos, y al fin optó por encogerse de hombros con gesto de resignación al tiempo que replicaba en tono de profundo hastío:

–¿Y qué quiere que haga...? ¡Lo veo muy difícil porque por lo visto no hay nada de lo que podamos ofrecerle que le interese!

Mientras hablaba se había vuelto de un modo casi instintivo a mirar directamente a Alí Bahar, un hombre muy alto y muy delgado, serio e impasible como una estatua, con enormes ojos oscuros que lo observaban todo con profunda atención, y que al igual que su padre fumaba con evidente delectación en una vieja, curva y renegrida cachimba que probablemente había tallado él mismo con la raíz de una acacia.

Al concluir su charla, Marlon Kowalsky cerró parsimoniosamente el móvil para volverse a Nick Montana y comentar con acritud y en tono de sincera preocupación:

–Era el jefe... El mismísimo Colillas Morrison en persona. Insiste en que como volvamos a casa sin esta especie de mochuelo nos podemos ir buscando otro empleo puesto que su presencia allí se ha vuelto «esencial para los intereses de la patria».

–Él siempre tan pomposo y grandilocuente, pero ya me explicarás cómo convencemos a este tipo de que se ha vuelto «esencial para los intereses de Estados Unidos» –se lamentó su compañero de fatigas–. ¡Mírale! Parece una esfinge.

–El jefe insiste en que lo raptemos si es necesario. –El hombrecillo se volvió a Salam-Salam para añadir en tono pesimista–: Pregúntale a tu desganado amigo que si hay algo en este jodido mundo que pueda interesarle... ¡Que nos pida lo que quiera!

La charla en el incomprensible dialecto resultó en esta ocasión bastante más larga que de costumbre, aunque el llamado Alí Bahar continuaba expresándose con sus sempiternos monosílabos.

Al fin, el bienintencionado guía se volvió a quienes le habían contratado para tan compleja misión.

–Alí asegura que, exceptuando una nueva esposa, no hay nada que le llame la atención, pero me he dado cuenta de que ha experimentado una profunda curiosidad por su teléfono –dijo–. Nunca ha visto ninguno, y se ha sorprendido mucho cuando le he aclarado que estaba hablando con su país... –Hizo una corta pausa para añadir con manifiesta intención–: Estoy pensando que si consiguiera convencerle de que con un par de estos aparatos podría estar siempre en contacto con su familia aunque se encontrase pastoreando lejos del campamento, tal vez aceptaría venir con nosotros.

Nick Montana se apresuró a negar agitando las manos evidentemente escandalizado:

–¡Eso es imposible! –argumentó seguro de sí mismo–. Estos teléfonos tan sólo podemos utilizarlos nosotros.

–Pues tengo la impresión de que es lo único que le llama la atención y nos permitiría sacarlo de aquí –fue la paciente respuesta del hastiado nativo para el que la fastidiosa negociación parecía haber llegado a un punto muerto y sin salida–. Del resto no hay nada que hacer.

–¡Te repito que busques otra solución! –insistió el gordo–. Estos teléfonos son aparatos de última generación y muy especiales, que se cargan con luz natural, están conectados a una red de satélites de la NASA, van provistos de inhibidor de ondas que bloquea cualquier tipo de emisión en un radio de más de cien yardas, y poseen una increíble potencia, por lo que hay que manejarlos con mucho cuidado o se corre el riesgo de provocar un caos... ¡Rotundamente, no!

A la mañana siguiente, el anciano Kabul parecía el hombre más feliz de este mundo mientras hablaba por teléfono en su peculiar dialecto sin apartarse ni un segundo la pipa de la boca:

–Y ten muy presente, hijo, que yo sé muy bien de lo que hablo, porque he viajado mucho y estuve en la guerra contra los ingleses hace ya más de medio siglo –decía–. No sé qué es lo que esos hombres quieren de ti, ni por qué razón les interesa tanto tu defecto, pero si durante tu estancia en la ciudad encuentras a una mujer que te guste y parezca dispuesta a casarse contigo a pesar de tu defecto asegúrate bien de que es decente y de que pertenece a una familia numerosa...

La joven Talila le interrumpió al tiempo que se llevaba las manos a las orejas girando los dedos, para señalar:

–¡Mis zarcillos!

Tras asentir repetidas veces el anciano, añadió dirigiéndose de nuevo a su hijo:

–Tu hermana me pide que no te olvides traerle los aretes para las orejas que le has prometido. La pobre nunca ha tenido nada y le hacen mucha ilusión, aunque no sé para qué van a servirle si aquí no hay más que cabras... –Tosió varias veces para insistir con machaconería–: Y no te asustes cuando llegues a la ciudad. Hay por lo menos tres mil personas, pero únicamente las mujeres son peligrosas... ¡Búscate una que sea decente!

–¡Pero, padre...! –le respondió su hijo que se sentaba a la sombra de un arbusto en mitad de un desierto sobre el que el sol caía casi a plomo–. No voy a estar más que dos o tres días en la ciudad, y por muchas mujeres que haya no creo que ninguna quiera casarse conmigo, sobre todo teniendo en cuenta que, según tú mismo me has contado, allí nadie habla nuestra lengua... ¡Y no te preocupes, esta gente es muy amable y me cuidarán bien! Te llamaré en cuanto lleguemos...

Colgó, lanzó un resoplido y se volvió a Salam-Salam, que en esos momentos se aproximaba con el fin de alcanzarle un vaso de té hirviendo, para comentar:

–Mi padre continúa pensando que aún soy un niño. Reconozco que es un hombre muy sabio y con mucha experiencia, puesto que conoce mucho mundo, pero vive obsesionado con la idea de que le dé un nieto sin tener en cuenta que ninguna mujer me aceptará jamás.

–¿Y tu hermana por qué no se ha casado? –quiso saber el otro con una cierta intención en el tono de voz–. Es muy dulce, muy trabajadora y muy bonita. Cualquier hombre, incluido yo mismo, se sentiría muy feliz de tenerla por esposa y madre de sus hijos.

–No quiere dejarnos solos. También nos considera como a niños... –Alí Bahar sonrió por primera vez como si ello le costara un gran esfuerzo, y de hecho lo era, para concluir–: A los dos.

Bebió lentamente su té y de inmediato hizo un leve gesto de extrañeza para observarlo al trasluz y comentar:

–¡Demasiado fuerte!

El otro bebió del suyo para encogerse de hombros:

–Yo lo encuentro normal –dijo.

Sin embargo, cuando cinco minutos más tarde Alí Bahar dobló súbitamente la cabeza para quedarse tan profundamente dormido que parecía casi muerto, Salam-Salam olisqueó su vaso y se volvió alarmado a Nick Montana para inquirir ásperamente:

–¿Qué ha ocurrido? No sé por qué tengo la impresión de que han puesto algo en el té de Alí Bahar.

–Un somnífero –fue la seca y casi brutal respuesta–. Pero no te preocupes: es totalmente inocuo.

–Nadie me había hablado de somníferos –protestó el nativo–. Eso no figuraba en el trato.

–¡Escúchame bien! –le espetó bruscamente el sudoroso gordinflón–. Aquí no contamos con los medios apropiados para examinar a Alí Bahar tal como necesitamos hacerlo. Él ha aceptado venir porque le dijimos que en tres días estaría de vuelta y en tres días no tenemos tiempo ni para empezar. Pero no te preocupes; te garantizo que no vamos a hacerle el menor daño, aunque nos veamos obligados a llevárnoslo de tal modo que no tenga posibilidad de ofrecer resistencia.

–¡No me gusta! –insistió el otro en un tono cada vez más agrio–. Esto se ha convertido en un secuestro. Alí Bahar confiaba en mí, que jamás he engañado a nadie. Y menos aún a un miembro de mi tribu.

–Te compensaremos por ello.

–Ustedes todo lo arreglan con dinero, y en ocasiones con el dinero no basta. Esto no es lo que acordamos.

–¡Me tiene sin cuidado lo que acordamos! –señaló Nick Montana en tono desabrido–. Tenemos órdenes de llevarnos a este hombre por las buenas o por las malas, y nos lo vamos a llevar te guste o no. Dentro de media hora un avión aterrizará en esa explanada y nos iremos. Si quieres venir con nosotros ganarás más dinero que en toda tu vida y es posible que dentro de un par de semanas estés de vuelta con tu amigo.

–¿Y si no quiero ir?

–Te pagaremos lo convenido y te quedaras aquí...

–Lo cierto es que un poco de razón tiene –intervino Marlon Kowalsky, que hasta ese momento había preferido mantenerse al margen de la discusión–. Ese no fue el trato.

–El trato fue que nos condujera hasta Alí Bahar –replicó su compatriota–. Ni tú ni yo le explicamos qué pensábamos hacer con él ni teníamos por qué contarle nada. Por su parte ha cumplido y le pagaremos lo que nos pida. El resto no le incumbe.

Salam-Salam observó a los dos hombres, agitó negativamente la cabeza y se puso en pie con gesto cansino.

–¡De acuerdo! –dijo–. Veo que están decididos y como me consta que van armados no puedo hacer nada para impedir semejante atropello. Pero como no tengo intención de ser cómplice de un secuestro, me marcho.

Marlon Kowalsky extrajo del bolsillo de su cazadora una abultada cartera para comenzar a contar billetes, pero el khertzan lo rechazó con un gesto abiertamente despectivo al tiempo que señalaba:

–No quiero su dinero. No quiero saber nada más de este asunto. Por mí pueden irse al infierno y que Alá les confunda.

Dio media vuelta y se alejó con paso firme, desierto adelante, sin volver ni una sola vez el rostro y seguido por la inquieta y en cierto modo desconcertada mirada de los dos hombres.

Al poco, Marlon Kowalsky señaló meditabundo:

–Este asunto no me gusta nada. Nada de nada. Todo eso de que están en juego los intereses de la nación y se trata de alto secreto me suena a uno de los tantos camelos de Morrison.

–A mí tampoco me gusta –fue la agria respuesta de su compañero de fatigas–. Pero lo cierto es que la mayoría de los asuntos en que nos metemos nunca me han gustado. Nos limitamos a cumplir órdenes, nos pagan por ello, y los dos sabemos que el día que aceptamos convertirnos en «centinelas de la patria» era para limitarnos a obedecer y mantener la boca cerrada. –Golpeó con afecto el brazo de su compañero–. ¡No te preocupes! –añadió guiñándole un ojo–. Al mochuelo no le va a pasar nada.

–Yo no estoy tan seguro –replicó el otro con manifiesto pesimismo–. Nunca me he fiado de Colillas Morrison.

–Mal asunto cuando los subordinados no confían en sus jefes.

–Mal asunto, en efecto, pero tú y yo sabemos que si Morrison fuera digno del puesto que ocupa, muchas de las cosas que han ocurrido en nuestro país, empezando por la catástrofe de las Torres Gemelas, podrían haberse evitado.

–A mi modo de ver, exageras. Aquello fue una locura que nadie hubiera podido evitar ni aun disponiendo de los datos de que disponía el jefe.

–Tal vez. Pero le conozco bien y dudo que cuando haya conseguido lo que pretende permita que ese pobre infeliz vuelva a su casa.

2. TUMBADO EN UN CAMASTRO

Tumbado en un camastro en la parte posterior de un Hércules casi vacío, Alí Bahar dormía plácidamente observado por un preocupado Marlon Kowalsky, que comentó sin volverse hacia el gordo, que al fin había dejado de sudar a chorros:

–Te advertí que nos habíamos pasado con la dosis. Ese infeliz está como un jodido tronco...

–Mejor que duerma hasta que lleguemos –le hizo notar un malhumorado Nick Montana–. ¡Cualquiera sabe lo que sería capaz de hacer un tipo tan bestia si se despierta a tres mil metros de altitud! Ni ha visto nunca un avión, ni esto es lo que se esperaba.

–Nada es nunca lo que esperamos –puntualizó el otro–. Entré en la Agencia convencido de que iba a hacer grandes cosas por mi país, y lo cierto es que no he hecho más que marranadas. A mí todo este plan se me antoja un disparate que no va a proporcionarnos más que problemas.

–Obedecemos órdenes.

–De un retrasado mental.

–Haré como que no he oído eso, pero te ruego que no lo repitas –masculló el grandullón secándose instintivamente el ahora inexistente sudor con un arrugado pañuelo–. Al convertirnos en «centinelas de la patria» juramos obedecer ciegamente a nuestros jefes dando la vida por ellos si así nos lo exigían. Y yo estoy dispuesto a cumplir ese juramento cueste lo que cueste, esté de acuerdo o no con las órdenes.

–¿Y nunca te cuestionas si lo que te obligan a hacer está bien o mal, es justo o injusto?

–Yo me limito a hacerlo.

–No somos robots.

–Nos pagan por serlo, y gracias a ello tienes dos casas, tres coches y un sinfín de amantes. Si no le haces ascos al cheque de fin de mes, no tienes derecho a hacerle ascos al trabajo.

–No es tan sencillo como lo pintas.

–¡Lo es! ¡Tan sencillo como eso!

Permanecieron en silencio observando a través de las redondas ventanillas cómo el sol se ocultaba en el horizonte, hundido cada uno de ellos en sus pensamientos, hasta que se escuchó el repicar del teléfono que Alí Bahar guardaba en su chilaba, con lo que de inmediato las luces del avión comenzaron a parpadear, se escuchó un pitido de aviso y el avión comenzó a descender con inusitada brusquedad.

–¡Maldito trasto...! –no pudo evitar exclamar Marlon Kowalsky–. ¡Nos va a matar a todos!

Al poco la llamada se interrumpió, con lo que el Hércules recuperó de inmediato la estabilidad y continuó volando en la total oscuridad de una noche cerrada.

Una hora más tarde, iluminados apenas por una triste bombilla, los tres hombres dormían ajenos a cualquier tipo de peligro. De improviso, la puerta que comunicaba con la cabina de mandos se abrió e hizo su aparición un copiloto de rostro preocupado que agitó nerviosamente a Nick Montana y Marlon Kowalsky.

–¡Despierten! –suplicó–. Algo extraño ha ocurrido con los sistemas electrónicos del aparato.

–¡El puñetero teléfono! –masculló un adormilado Marlon Kowalsky–. Me lo estaba temiendo. ¿Cuál es el problema?

–Parece ser que se nos está agotando el combustible, aunque en realidad no lo sabemos con exactitud. Tampoco tenemos una idea muy clara de dónde nos encontramos en estos momentos.

–¡Pues vaya una gracia! –se lamentó el escuálido hombrecillo–. ¿Y qué demonios va a ocurrir ahora?

–No lo sé, pero mi consejo es que se lancen en paracaídas antes de que este trasto se venga abajo.

–¿Lanzarnos en paracaídas? –se horrorizó Nick Montana comenzando a sudar de nuevo pese a que la temperatura se mantenía estable–. ¿Es que se ha vuelto loco?

–Creo que sería lo mejor... –fue la sincera respuesta–. Nosotros intentaremos aterrizar en algún lado. Con tanto viento cruzado y esta oscuridad va a resultar muy peligroso, aunque siempre nos queda el recurso de utilizar los asientos eyectables en el último momento.

–¿Y lanzarse en paracaídas de noche y con viento no es peligroso? –casi sollozó su interlocutor.

–¡Desde luego! Pero mucho menos que aterrizar Dios sabe dónde ni cuándo.

Nick Montana hizo un significativo gesto hacia Alí Bahar, que roncaba mansamente en su camastro. –¡Pero es que el mochuelo continúa dormido! –comentó a modo de excusa–. ¡Como un lirón!

–¡Mejor para él! –argumentó en su contra el copiloto–. Así no se enterará de nada... –Le interrumpió la sorda explosión de un motor que fallaba, por lo que insistió nervioso–: ¡Decídanse de una vez, que nos vamos al suelo y yo no me hago responsable de lo que ocurra aquí atrás...!

–¡La puta que parió al que inventó esos teléfonos...! –rezongó un aterrorizado Marlon Kowalsky–. ¡Esto sí que no estaba en el programa! ¿Y si caemos al mar?

–¿Qué mar, ni mar...? –le espetó malhumoradamente su interlocutor–. ¿Acaso me cree tan imbécil como para dejarles caer en el mar? Estamos volando sobre tierra firme...

Quiso añadir algo, pero en ese momento el avión dio un bandazo seguido de una brusca caída, por lo que optó por extraer de un armario tres paracaídas y comenzar a colocarle uno a Alí Bahar, que constituía a todas luces un peso muerto.

A los pocos minutos, y entre explosiones de motor cada vez más frecuentes, se abrió la ancha rampa trasera, y enganchando los tres mosquetones a un cable del techo Nick Montana y Marlon Kowalsky hicieron un triste y pesimista gesto de despedida con la mano, empujaron al vacío al ausente Alí Bahar y se precipitaron de inmediato tras él.

El atribulado copiloto no pudo hacer otra cosa que gritarles poniendo en ello su mejor voluntad:

–¡Buena suerte y cuidado al caer!

Los paracaídas se abrieron de inmediato pero el fuerte viento los lanzó en distintas direcciones; mientras descendía, Alí Bahar abrió un momento los ojos pese a que continuara entre sueños, observó las luces del avión que se alejaba, se volvió hacia una tímida luna que acababa de hacer su aparición en el horizonte, sonrió beatíficamente y de improviso inclinó la cabeza y se volvió a quedar profundamente dormido.

Al amanecer, un renqueante Marlon Kowalsky cubierto de polvo de los pies a la cabeza, y que no cesaba de llevarse las manos a los doloridos riñones, vagaba por el desierto luchando contra el fortísimo viento.

Lanzaba desesperados alaridos mientras un sol que apenas se distinguía por culpa de la espesa nube de polvo que se había adueñado del paisaje comenzaba a crecer en el horizonte.

–¡Nick...! –gritaba como un poseso–. ¡Alí...! ¡Nick! ¡Bahar! ¿Dónde estáis...? ¡Bahar! ¡Nick! ¡Contestad, por favor...!

Al fin, tras más de una hora de vagabundear de un lado para otro, llegó hasta sus oídos un lejano lamento:

–¡Aquí...! ¡Aquí...! ¡Marlon! –gritaba casi histéricamente el malhumorado gordo–. ¡Socorro, Marlon!

Su compañero de fatigas se detuvo a escuchar, se frotó los ojos cubiertos de tierra, atisbó hacia todos lados y al fin le descubrió apoyado contra una roca y abrazado aún a su destrozado paracaídas. Corrió hacia él para inclinarse a su lado.

–¡Gracias a Dios! –exclamó feliz aunque evidentemente inquieto por el demacrado aspecto que ofrecía el por lo general abotargado rostro de su amigo–. ¿Cómo te encuentras?

–Creo que me he roto la pierna y me he dislocado el brazo –replicó el interrogado con sorprendente naturalidad–. ¿Dónde está Alí Bahar?

–¡No tengo ni idea! –admitió el otro encogiéndose de hombros–. Llevo casi una hora dando vueltas por los alrededores, pero se diría que se lo ha tragado la tierra.

–¡Sin embargo bajaba entre los dos, por lo que tiene que estar por aquí...! ¡Búscale!

–¡Pero no puedo dejarte así! –le hizo notar Marlon Kowalsky–. Estás malherido.

–¡Naturalmente que puedes! El es lo primero. A mí no me ocurre nada grave y con el teléfono podrás pedir ayuda. Te bastará con conectarlo y por medio del satélite nos localizarán en el acto y vendrán a buscarnos. ¡Date prisa!

El otro dudó un instante pero pareció comprender que tenía razón, por lo que se despidió con una leve palmadita en la pierna que tuvo la virtud de conseguir que el herido lanzara un alarido de dolor.

–¡Hijo de puta! –bramó–. Esa es la pierna que me he roto... ¡Lárgate de una vez y no continúes jodiéndome!

–¡Perdona!

Marlon Kowalsky se alejó, a todas luces avergonzado, para comenzar a llamar a gritos a Alí Bahar mientras avanzaba contra un viento que ganaba en intensidad hasta el punto de que amenazaba con derribarle, ya que en verdad se trataba de un hombre demasiado delgado.

El sol se encontraba en su cénit achicharrándole la cabeza y obligándole a sudar a chorros en el momento en que entrevió un gran hongo blanco que se agitaba locamente en mitad de una extensa llanura que se abría a su izquierda.

Se trataba de un paracaídas que flameaba entre violentos chasquidos y al aproximarse descubrió a Alí Bahar que continuaba inconsciente y que tras su caída había sido arrastrado más de trescientos metros por el viento, ya que se distinguía con toda nitidez el rastro que había dejado su cuerpo sobre la arena.

Por suerte sus largos ropajes habían quedado enganchados en uno de los escasos matorrales de la zona, lo que había impedido que continuara deslizándose llanura adelante.

Le cacheteó la cara, por lo que el beduino lanzó un leve gemido, abrió un instante los ojos aunque volvió a cerrarlos de inmediato.

–¡La madre que te parió! –masculló el incrédulo hombrecillo–. ¡No es posible que continúes dormido!

Se esforzó por librarle del paracaídas, pero resultaba una más que ardua tarea, por lo que decidió despojarse de la gruesa cazadora para colocarla a su lado, sujetándola con un enorme revólver Magnum 44 con el fin de que el viento no la arrastrase.

Sintiéndose más cómodo, empleó sus ya escasas fuerzas en alzar por los sobacos a Alí Bahar, obligándole a tomar asiento con la sana intención de despojarle de los arneses.

Lo consiguió sudando y resoplando, aunque sin caer en la cuenta de que con tanto esfuerzo y movimiento había introducido el pie izquierdo entre las cuerdas, por lo que, en el momento en que dejaba libre al khertzan una brusca racha de viento que hinchó aún más al paracaídas le arrastró, aullando y braceando hasta que se convirtió en un punto que desaparecía entre el polvo como si se tratara de una gigantesca cometa.

Mientras se perdía de vista gritaba desesperadamente: «¡Socorro! ¡Alí...! ¡Alí! ¡Socorro!».

Al oír su nombre Alí Bahar abrió los ojos, se los restregó con el fin de aclararse la vista y buscó a su alrededor tratando de averiguar quién le llamaba, pero por más que se esforzó no consiguió ver a nadie.

Durante unos instantes pareció profundamente desconcertado, ya que lo único que distinguió en la inmensidad del desierto fueron la oscura cazadora de Marlon Kowalsky y su amenazador revólver Magnum 44, que descansaban a muy corta distancia.

Permaneció muy quieto, rascándose la cabeza bajo el turbante y al fin tomó el arma y la cazadora de cuyo bolsillo extrajo una cartera que contenía una considerable suma de dinero y una reluciente placa de agente especial.

Resultaba más que evidente que no tenía la menor idea de para qué servía esta última, pero optó por guardárselo todo permitiendo que el implacable viento se llevara la cazadora.

Al poco pareció tener una brillante idea, porque extrayendo del bolsillo de su vieja y ahora semidestrozada chilaba el teléfono, apretó la tecla que le habían enseñado que servía para ponerse directamente en contacto con su casa y en cuanto escuchó la voz al otro lado se sintió mucho más aliviado.

–¡Padre...! –fue lo primero que dijo, intentando no parecer demasiado preocupado–. Me ha ocurrido algo muy extraño; esta gente ha desaparecido abandonándome en mitad del desierto.

–¿Cómo que te han abandonado en mitad del desierto? –replicó de inmediato el sorprendido anciano–. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Acaso te han robado?

–¿Y qué quieres que me roben si no me he traído las cabras? –fue en cierto modo la lógica respuesta–. Tú sabes mejor que nadie que no tenemos nada más que cabras. –Hizo una corta pausa al tiempo que se encogía de hombros para concluir–: Simplemente se han ido.

–¿Te han violado?

–¡No! Tampoco me han violado.

–¿Cómo lo sabes?

–¿Digo yo que eso se nota, o no? ¿Acaso te han violado alguna vez? –inquirió Alí Bahar visiblemente molesto.

–¡Naturalmente que no!

–¿Entonces...?

–Y si no te han robado ni te han violado... ¿qué demonios querían? –preguntó su confundido progenitor.

–¿Y yo qué sé? Pero empiezo a sospechar que mi defecto no les interesaba tanto como aseguraban. Lo cierto es que me dieron un té muy amargo, casi al instante me quedé dormido y al despertar ya no había nadie.

–¿Y dónde estás ahora?

Alí Bahar se puso en pie y lo observó todo a su alrededor con profunda atención.

–La verdad es que no lo sé... –admitió–. Desde aquí distingo una llanura barrida por el viento, a la izquierda unas dunas y unos matojos, y allá al fondo, muy lejos, unas montañas peladas.

–¿Altas rojizas y con dos picos que forman casi una media luna? –quiso saber el anciano Kabul.

–Bastante altas... –admitió su hijo–. Aunque con tanto polvo no puedo saber si son rojizas y desde el ángulo que me encuentro no veo si forman o no una media luna.

–Eso es Shack el-Shack, a un día de marcha hacia el sur y a mitad de camino de la ciudad –señaló el viejo, seguro de lo que decía–. Lo conozco bien porque estuvimos de maniobras allá por los años cuarenta. Lo que tienes que hacer es dirigirte a las montañas dejando la más alta a tu derecha, y cuando llegues a la cumbre de la otra distinguirás a lo lejos el farallón que está detrás de nuestro campamento.

–¿Y cómo voy a llegar hasta allá arriba sin agua?

–¿No te han dejado agua?

–Ni gota.

–¡Pero esos tipos son unos asesinos! –exclamó el otro indignado–. ¡Unos auténticos hijos de perra!

–Ya me había dado cuenta.

–No te preocupes, hijo. Si la memoria no me falla, cerca de la cumbre tienes que pasar junto a un manantial.

–¿Y si te falla?

–Hasta ahora nunca me ha fallado.

–¿Cómo lo sabes si hace más de sesenta años que no has vuelto por aquí?

–Pero ¿qué clase de hijo eres? –fue la agria respuesta en la que se advertía un deje de reproche–. Aún no llevas ni un día fuera de casa y ya empiezas a poner en duda lo que dice tu padre.