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Cerca de la misteriosa urbe brasileña de Manaos, perdidas en medio de la selva amazónica, se encuentran varias explotaciones de caucho dirigidas por un despiadado terrateniente de origen argentino. Entre los esclavos de las propiedades hay un grupo compuesto por tres hombres diferentes: «el Nordestino», que fue a parar allí por una deuda; «el Gringo», un antiguo guardaespaldas del capataz condenado a la esclavitud por acostarse con la amante del patrón; y Ramiro «Poco-Poco», un indio auca. Los tres tienen buenos motivos para la venganza y para intentar lo que ningún otro hombre de la exploración había logrado antes: huir. Así emprenden un periplo imposible a través de la selva, enfrentándose a las pirañas y otros peligrosos animales y, sobre todo, a los sanguinarios hombres que los persiguen, demostrando que no hay mejores alas que las que otorga la búsqueda de la libertad.
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Seitenzahl: 320
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MANAOS
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROA
Título original: Manaos
Primera edición: 2003
Reedición actualizada: Febrero 2024
© 2024 Editorial Kolima, Madrid
www.editorialkolima.com
Autor: Alberto Vázquez-Figueroa
Dirección editorial: Marta Prieto Asirón
Portada: Silvia Vázquez-Figueroa
Maquetación de cubierta: Blanca Gómez Calvo
Maquetación: Carolina Hernández AlarcónProducción del ePub: booqlab
ISBN: 978-84-10209-03-9
No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.
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MANAOS
Nunca creí que Arquímedes da Costa, «el Nordestino», fuera algo más que una leyenda amazónica –como lo habían sido las «mujeres guerreras» o «el príncipe de El dorado»–, hasta que, durante mi primer viaje a Manaos, lo conocí, viejo, borrachín y ya acabado. Él mismo me contó gran parte de su increíble historia.
Lo traté luego durante mis diversos viajes a la ciudad, sin conseguir sacarlo nunca de su querida taberna de «Irmao Paulista», y acudí a su entierro cuando me encontraba de nuevo en el gran río, recogiendo datos para mi libro La ruta de Orellana.
En esos días la prensa dedicó amplio espacio a las andanzas de Arquímedes casi medio siglo atrás, y debo reconocer que el serial publicado bajo el título «las semillas del caucho» constituye, junto con los relatos del propio Arquímedes, la base de esta novela.
ALBERTO VÁZQUEZ-FIGUEROACaracas, 1970
Al poco de abandonar las agitadas aguas del gran cauce del Amazonas y entrar en las quietas del río Negro, comenzaron a distinguirse al frente, muy lejos aún, las luces de la ciudad.
El timonel iba buscando intencionadamente la orilla opuesta y dio orden a los bogas de que aceleraran la marcha.
El hombre que aparecía encadenado junto a Arquímedes, y que apenas había dicho media docena de palabras durante las dos semanas que duraba el viaje, comentó:
–Manaos. ¿La conoces?
Arquímedes negó con un gesto.
–No. Yo soy del nordeste; de Alagoas.
En la oscuridad no pudo distinguir la expresión del otro cuando dijo:
–Hay muchos nordestinos en las caucherías. Se dejan engañar. Fíjate bien en esas luces, porque no volverás a verlas. De donde vamos, nadie vuelve.
–¿Eres de aquí?
–Nací bajo un árbol de caucho. Creo que en vez de leche me criaron con goma. Sé todo lo que se puede saber sobre estas tierras y me consta que nunca volveremos.
–Mi deuda es pequeña –señaló Arquímedes–. Con suerte, en un año la habré pagado.
–No seas iluso –comentó una voz bronca tras él–. Dentro de un año, aunque hayas trabajado por cien, tu deuda será diez veces mayor.
Arquímedes da Costa, «el Nordestino», recorría el sendero que él mismo había abierto entre su árbol treinta y cinco y treinta y seis. Le vino una vez más a la memoria lo que le dijeron casi dos años atrás, cuando una noche distinguiera a lo lejos las luces de Manaos. Había trabajado duro, muy duro: tenía ciento cincuenta y cinco árboles a su cargo, y se veía obligado a caminar de uno a otro desde antes de salir el sol, hasta que no se distinguía una rama de otra en la oscuridad de la selva. Pese a ello, pese a casi quinientos días de fatiga, su patrón juraba que no había sido capaz de liquidar la deuda por la que le habían comprado, e insistía en que el par de pantalones, los machetes de trabajo y la miserable comida que le había proporcionado en este tiempo la habían hecho aumentar.
De nada valía protestar en las soledades del Curicuriarí, y si insistía en sus protestas, acabaría muerto a latigazos como otros tantos. Al capataz le gustaba manejar el látigo.
Llegó al nuevo árbol y se detuvo un instante a descansar. Luego recogió la blanca savia que había ido deslizándose por las hendiduras hasta la pequeña cazoleta, y la vació en el saco que llevaba al hombro. Daba gracias mentalmente porque sus árboles eran buenos, grandes y sanos. Conocía siringueros, que tenían que ingeniárselas y trabajar extra para reunir los veinte litros de goma que se exigían diariamente.
Al pensar en esos veinte litros, «el Nordestino» cayó en la cuenta de que tal vez, con un poco de suerte, habría reunido los de la jornada. Eso le permitiría regresar a la ranchería sin tener que emprender la pesada caminata hasta el próximo árbol. Sopesó el saco; lo abrió para comprobar lo que había dentro y llegó a la conclusión de que si el capataz no estaba de mal humor, tal vez podría pasar con lo que llevaba.
Desde donde se encontraba, y atravesando la zona de Howard, «el Gringo», ahorraría casi media hora de camino. Existía el peligro de que el norteamericano le sorprendiera y creyera que estaba tratando de robarle goma de sus árboles, pero Arquímedes creía poder evitar encontrarse con él.
Aunque llevaba poco tiempo en la ranchería y apenas habían hablado un par de veces, presentía que Howard era un tipo peligroso.
Colocó de nuevo al pie del árbol la cazuela, abrió con su machete un tajo más ancho en la corteza ya cuajada de cicatrices, y emprendió el camino hacia el suroeste, hacia la zona de «el Gringo».
Tuvo suerte al localizarlo, y de no ser por el ruido que hacía, probablemente se lo habría topado inesperadamente.
Ese ruido era el espaciado golpear de un objeto duro contra otro; inconfundible sonido en la espesura de un machete al clavarse en un árbol. A «el Nordestino» le intrigó advertir que el golpe era más violento y mucho menos rítmico que el acostumbrado machetear del siringuero que sangra un gomero.
Se fue aproximando, conducido por el extraño ritmo, hasta que al fin, en un diminuto claro al otro lado de un riachuelo, distinguió la silueta de Howard, con su cabello de fuego, su alta estatura y sus caídos bigotes.
No parecía dedicado a su tarea de cauchero, sino a arrojar, contra el grueso tronco de una ceiba aislada, un corto y ancho cuchillo fabricado con los restos de un machete.
Oculto en la espesura, Arquímedes no pudo menos que asombrarse por la extraordinaria pericia del americano.
Una y otra vez el cuchillo iba a clavarse a pocos centímetros de una pequeña cruz grabada en el tronco de la ceiba. Sorprendente resultaba también el modo como extraía el arma oculta en la manga de su camisa y la lanzaba, sin alzar el brazo, haciéndolo balancear ligeramente a la altura del muslo. Aparentemente desarmado podía matar a quien se le aproximara a menos de quince metros, antes de que su víctima tuviera tiempo de comprender lo que estaba ocurriendo.
En la ranchería corrían muchos rumores sobre Howard. Decían que allá, en california, había matado a tanta gente en los yacimientos de oro que toda la Policía y parte del ejército lo andaban buscando con la intención de ahorcarlo. En Manaos, donde vivió un tiempo como guardaespaldas de Sierra, también había hecho de las suyas, logrando salir con bien gracias a la protección de su poderoso patrón. Un día cometió, sin embargo, la estupidez de acostarse con la amante de su jefe, y este, en lugar de matarlo, optó por la refinada y cruel venganza de enviarle a sus caucherías del Curicuriarí. Todos sabían en el campamento que no duraría mucho, porque no era hombre hecho a aquellas tierras, y pronto las fiebres o el beriberi se lo llevarían para siempre.
Arquímedes dejó al norteamericano entretenido en su tarea de lanzar el cuchillo, y se alejó en silencio, dando un amplio rodeo.
Cuando llegó a la ranchería, la encontró agitada. Un niño había muerto de fiebres, y su madre, una de las más antiguas mujerucas del campamento, lo lloraba a grandes gritos.
A Arquímedes le sonó a comedia.
Elvira no se había preocupado nunca, ni de ese, ni de ningún otro de sus cuatro chicuelos, y jamás pareció importarle mucho o poco que se los llevaran las fiebres, un jaguar o una anaconda. Sus gritos y desespero pretendían algo, tal vez una ración extra de ron, o que la dejaran en paz esa noche y el capataz no la obligara a acostarse con cuatro o cinco caucheros.
Este por su parte pareció sorprenderse al ver llegar a Arquímedes.
–¿Cómo de regreso tan pronto? –preguntó.
Arquímedes dejó caer a sus pies la bolsa de la goma.
–Traje mis veinte litros.
El negro Joao tomó la bolsa sopesándola con gesto crítico.
–Muy justo está.
–Si quieres lo medimos litro a litro. Si falta, lo traigo mañana.
El negro se encogió de hombros y con la cabeza señaló un bulto que aparecía al pie de la cabaña de las mujeres:
–A cambio del jebe que falta, entierra al niño. Llévalo lejos que luego vienen los bichos a comérselo y revolucionan la ranchería.
Arquímedes fue hasta el galpón, tomó una pala, y al pasar recogió el esquelético cadáver de la criatura.
Debía de tener cuatro o cinco años, pero apenas le pesaba bajo el brazo.
Se alejó entre los árboles, caminó doscientos metros y cavó un hoyo en la tierra blanda, maloliente y húmeda.
Depositó dentro el cuerpo del chiquillo, lo cubrió de nuevo y regresó con la pala al hombro. Cualquiera de los niños que habían nacido últimamente en la ranchería podía ser hijo suyo, y algún día tendría que enterrarlo de idéntica manera, pero prefirió pensar en otra cosa. Pensar, por ejemplo, en el día en que saliera de aquella selva.
Cuando desembocó nuevamente en el claro del campamento, Elvira se le echó encima.
–¿Dónde dejaste a mi hijo? –preguntó violenta.
–Lo enterré dentro, en el bosque; a la derecha del camino.
–¡Mentira! Lo tiraste. Lo dejaste allí para que se lo coman los perros o los jaguares.
«El Nordestino» quiso tener paciencia.
–Lo enterré. Te lo prometo.
La mujer, con un histerismo que se le antojaba fingido, trató de abalanzarse sobre él y arañarle.
–No lo has enterrado, ¡cerdo!
Arquímedes la apartó de un empujón, y con la parte plana de la pala le golpeó las costillas. El palazo resonó secamente. Elvira salió corriendo, aullando de dolor, y esta vez su dolor parecía auténtico. «El Nordestino» no prestó atención a los insultos y siguió su marcha hacia el rancho donde dormían los caucheros. Se tumbó en la hamaca, y al poco vio entrar a «el Gringo» y cuatro o cinco peones.
Venían agitados, hablando a grandes voces. El pelirrojo, sin embargo, guardaba silencio, y Arquímedes se esforzó por distinguir el bulto que el cuchillo debía hacer bajo su manga.
Resultó imposible; si «el Gringo» lo llevaba encima, sabía disimularlo.
Los otros, por su parte, parecían cada vez más excitados y sus voces subían de tono hasta que, al fin, no pudo contener la curiosidad.
–¿Se puede saber qué diablos pasa? –preguntó.
Le miraron como si acabara de bajar de la luna.
–¿Es que no lo sabes? –inquirió uno de ellos–. El patrón llega mañana. Está cruzando los raudales. Los vigías han visto sus curiaras.
No pudo evitar un sobresalto involuntario.
–¿Sierra? –exclamó–. ¿Sierra, «el Argentino»?
El cauchero asintió.
–El mismo. Sierra, «el Argentino», dueño y señor de todos nosotros, llegará mañana y que el diablo nos ayude.
–¿A qué viene?
–A nada bueno. Sierra nunca da un paso si no es por algo. Si ha hecho veinte días de camino desde Manaos, sus razones tendrá.
«El Nordestino» se volvió a Howard, que acababa de tumbarse en su hamaca.
–Lárgate unos días al bosque, «gringo». Por lo que he oído no te tiene mucha simpatía. Tal vez venga por ti.
–De un modo u otro hay que morir –comentó «el Gringo» sin moverse–. ¿Qué importa que sean unas fiebres o ese hijo de perra? Cuanto más rápido, mejor.
–Si Sierra decide acabar contigo –indicó uno de los peones–, no lo hará con rapidez. Le he visto matar gente de diez modos distintos. Sería capaz de echarte a las hormigas.
–O a las pirañas –comentó otro.
–O proporcionarte de cena a una anaconda.
–Gracias –replicó con tranquilidad el pelirrojo–. Sois muy amables, pero hay algo seguro: no voy a echar a correr delante de ese «Argentino». Si viene, aquí estoy.
Tal como anunciaran los vigías de los raudales, la flotilla de curiaras de Sierra llegó a la ranchería al día siguiente.
Acompañaban a «el Argentino» su amante Claudia, la que había costado a Howard ir a parar a las caucherías, siete de sus guardaespaldas y unos ochenta esclavos indios que sorprendieron a los caucheros por su aspecto –tan diferente al de los indígenas de las cercanías–, su tez, muy clara, y su idioma, que los mismos indios del rancho apenas comprendían.
Carmelo Sierra, delgado, nervioso, luciendo un ridículo bigotito y un pelo eternamente engomado bajo el blanco e impecable sombrero, saltó el primero a la orilla y soportó paciente los abrazos y efusiones del capataz Joao, y de los restantes miembros de su cuadrilla, encargados de la vigilancia de los trabajadores.
Estos, que habían recibido orden de no salir ese día a purgar los árboles para ser inspeccionados por su amo, se encontraban alineados ante el rancho mayor, cerca del agua.
Acompañado por los guardaespaldas que se habían colocado a su lado, rifle en mano, avanzó hacia los esclavos y los fue observando con detenimiento. Al llegar a la altura del norteamericano, sonrió:
–¡Hola, gringo! No esperaba encontrarte con vida –dijo.
–Ya ves. Aún aguanto. La selva no ha podido conmigo.
–No durarás mucho –contestó Sierra; luego, ante la expresión de Howard, añadió–: no te preocupes; no tengo intención de hacértelo más corto. Aquí estás bien, y rindes más que muerto.
Luego se volvió a la muchacha, que había saltado a tierra ayudada por una sirvienta negra.
–¡Claudia! –llamó–. Mira quien está aquí.
Claudia había visto a Howard y no parecía tener interés en él. Sin embargo, avanzó sumisa y se detuvo junto al que parecía ser también su amo. Joven aún –no pasaría de los veinticinco años–, tenía un gesto de suprema fatiga, de infinito cansancio, que la avejentaba. Era su rostro el de una mujer sin ilusiones. Nacida en Venezuela, tuvo lo mejor de Caracas a sus pies, y todo habría sido perfecto si en su vida no se hubiera cruzado un rico cauchero de ciudad bolívar, millonario entonces en libras esterlinas. Se casó con ella, se la llevó a la selva y a los tres meses murió asesinado por sus propios hombres.
Botín de guerra, pasó a propiedad del capataz y asesino de su marido que –huyendo de la justicia venezolana– la arrastró por las selvas del Alto Orinoco, el Casiquiare y el Negro, hasta Manaos, donde se la vendió a «el Argentino». De eso hacía dos años, y ese tiempo había permanecido encerrada en la gran villa de Sierra, vigilada día y noche, sin posibilidad de escapar para acudir al cónsul de su país en Manaos.
Ahora Sierra se había empeñado en llevarla con él en su visita de inspección a sus caucherías y el largo viaje por los ríos acabó de agotarla.
–¿Te acuerdas de Howard? –inquirió burlón «el Argentino»–. Míralo, ya no es el gran pistolero que tú conociste. Ya no es más que un sucio cauchero hambriento; un esclavo que se arrastraría por salir de aquí.
Howard le miró de frente, fijamente.
–Yo nunca me arrastraría –replicó–. Ni ante ti, ni ante nadie, y lo sabes.
Carmelo Sierra movió la cabeza afirmativamente.
–Lo sé –admitió–. Por eso fuiste mi hombre de confianza. Y por eso no te hice matar cuando te encontré con esta zorra. A ti no te importa la muerte. Pero esto: ser esclavo; saber que vas a serlo hasta que las fiebres te coman, eso sí te importa, ¿verdad?
El pelirrojo no replicó; se limitó a dar media vuelta y alejarse hacia su cabaña. Sierra le gritó:
–No te vayas, que aún no te he dado la noticia. ¿La echabas de menos? Pues aquí la tienes. Desde ahora estaréis juntos –rio burlón–. Hasta que la muerte os separe.
El norteamericano se volvió con rapidez y Claudia palideció, como si comprendiera, de improviso, cuál había sido la intención de Sierra al llevarla a las caucherías.
–¿Qué quieres decir? –preguntó con voz cortada.
–Está claro –replicó «el Argentino»–. Te quedarás aquí. Serás una más entre las mujeres de la ranchería y podrás estar cerca de tu «gringo».
–¿Vas a darme a tus caucheros como una de esas prostitutas?
–No eres mejor que ellas.
–Pero no puedes hacerlo. No te pertenezco.
–Te compré, y todo lo que compro me pertenece.
Claudia pareció darse cuenta de que resultaba inútil discutir. Lentamente se alejó hacia los primeros árboles de la selva, seguida por la mirada curiosa de los caucheros, que comenzaban a comentar sobre la nueva inquilina de la choza de mujeres. Salvo alguna india joven, llegada de tanto en tanto y que solía durar poco, todas eran viejas enfermas que llevaban más de diez años en el rancho. Darles a Claudia era como regalarles un tesoro. Sierra, dirigiéndose al grupo pero sin dejar de mirar al americano, añadió:
–Espero que esta noche demuestren que les gusta el regalo.
Los caucheros asintieron entre risas y comentarios soeces, excepto Howard y Arquímedes, «el Nordestino», que, un poco apartado, había asistido silencioso a la escena. Carmelo Sierra, cuyos inquietos ojillos parecían percibir todo cuanto ocurría a su alrededor, advirtió la expresión de Arquímedes y se dirigió a él:
–¿Qué te ocurre? ¿No te gustan las mujeres?
–No de ese modo.
El otro se encogió de hombros:
–Eres libre de tomarla o dejarla. ¿Quién eres?
–Me llaman «el Nordestino». Compraste mi deuda de veinte contos hace dos años y tu capataz pretende que aún no he pagado. ¿Cuánto tiempo vas a tenerme aquí?
–Si Joao dice que no has pagado, es que no has pagado. Serás un mal cauchero. Todos quieren vivir a mi costa porque me encuentro lejos, pero Joao se ocupa de lo mío. Ya te dirá cuándo puedes marcharte.
–Nunca me lo dirá.
–Entonces, ve haciéndote a la idea.
Dando por terminada la discusión, Sierra volvió junto a las curiaras, de las que estaban terminando de desembarcar la tropa de indios encadenados.
A las preguntas de Joao, que quería saber qué clase de gente eran, respondió que «aucas», nativos de la margen derecha del río Napo, allá en Ecuador. Se los había comprado a los Arana –los caucheros peruanos– que los capturaron en sus razias. Eran fuertes y resistentes en el trabajo, pero rebeldes y dados a la evasión, por lo que los Arana, cuyas caucherías estaban demasiado cerca del territorio auca, habían decidido vendérselos a Sierra. Aquí, en el Curicuriarí, todo intento de regresar al Napo resultaba inútil.
A Joao no pareció hacerle gracia tener que ocuparse de insurrectos que solo le proporcionarían problemas, y «el Argentino» trató de aplacarle señalando que dejaría allí seis de los blancos que había traído. Necesitaba poner en explotación nuevos territorios del interior. Las caucherías del Curicuriarí estaban produciendo poca goma, y se hacía imprescindible aumentar las concesiones si quería continuar siendo uno de los «cinco grandes» del caucho de Manaos. Para Carmelo Sierra, ese título era lo más preciado que había tenido en su vida y no estaba dispuesto a perderlo aunque costara la vida a cientos de seres humanos.
Sierra, «el Argentino», era uno de los llamados «forjadores de Manaos».
Con el caucho estaban convirtiendo un villorrio de chozas perdido en la selva Amazónica, en la ciudad más rica del mundo. El día que Charles Goodyear descubrió que combinando la savia de un árbol llamado Hevea brasiliensis con azufre se obtenía caucho –un producto de extraordinarias peculiaridades– condenó a la más espantosa desgracia a millones de seres. El Hevea brasiliensis no se daba más que en determinadas regiones de Sudamérica, especialmente en la cuenca amazónica, pero sus árboles no aparecían nunca formando bosques, sino aislados unos de otros, perdidos en la inmensidad de la selva, profundamente escondidos en la maraña de una jungla impenetrable.
Para obtener esa savia y convertirla en caucho que se pagaba a peso de oro, se requería, por tanto, un inmenso ejército de trabajadores que recorrieran la selva sangrando los árboles, volvieran más tarde a recoger el látex, lo coagularan y lo llevaran a las factorías desde donde se embarcaría a Manaos y de allí al resto del mundo.
En un principio, aventureros de todas partes se sintieron atraídos por la idea de buscar árboles y conseguir bolas de caucho que les enriquecieran en poco tiempo, pero a medida que el negocio fue cobrando fuerza, surgieron desaprensivos que intentaron monopolizar la producción. Comenzaron por obtener de los gobiernos inmensas concesiones en territorios tan aislados que muchos no figuraban aún en los mapas ni habían sido visitados jamás por hombre blanco alguno y para poner en explotación tales concesiones precisaban de una mano de obra imposible de conseguir. Pocos eran los que, por cuenta de otros, estaban dispuestos a desafiar los increíbles peligros del desierto verde, enfrentarse a las tribus salvajes, lanzarse por ríos embravecidos, caer víctimas de las infinitas especies de serpientes venenosas, ser destrozados por los jaguares, o morir lentamente de fiebre o beriberi.
Raro era el cauchero que sobrevivía a cinco años de trabajo, y miles eran ya los cadáveres que sembraban los más perdidos rincones de la jungla. Por ello, los dispuestos a internarse en la selva querían cobrar de acuerdo a los riesgos, lo que hacía que el negocio no fuera tan beneficioso como pretendían los patrones de Manaos.
Su primer intento de encontrar mano de obra barata se centró, lógicamente, en los indígenas de la región, perfectos conocedores, además, de la vida y los peligros de la selva.
Pronto descubrieron, no obstante, que no tenían nada que ofrecer a esos indios a cambio de lo que ellos consideraban su don más preciado: la libertad.
Y es que ese concepto de la libertad a toda Costa constituía, probablemente, el mayor obstáculo que encontrara siempre el «civilizado» a la hora de adaptar al indígena a su propio mundo.
Para el indio, el trabajo envilecía desde el momento mismo en que cortaba su libre albedrío. Podía pasarse horas construyendo una choza o talando un árbol, pero lo haría siempre por gusto, porque en cuanto le apeteciera tenderse a dormir o irse a pescar lo haría, dejando a medias su trabajo sin detenerse a pensar que había adquirido una responsabilidad.
Esa «responsabilidad» era un concepto inexistente para la mayoría de los miembros de las tribus amazónicas, que no admitían sentirse responsables ni como padres, ni como esposos, ni como miembros de una comunidad.
Menos aún, desde luego, como recolectores de caucho al servicio del hombre blanco.
En consecuencia, visto que no podían contratarlos convenciéndolos, los caucheros decidieron obligar a esos indios a buscar caucho para ellos a base de entrar por sorpresa, a sangre y fuego, en los poblados para apoderarse a la fuerza de hombres, mujeres y niños.
Era sabido que los Arana, los caucheros peruanos, para evitar que los «salvajes» huyeran de nuevo del bosque, guardaban a sus hijos como rehenes, y el día que el indio no regresaba de la jungla con la cantidad de goma exigida, se le cortaba una mano al niño. Al otro día, otra mano, más tarde los pies, y así hasta terminar por descuartizarlo por completo.
De un modo u otro, se aniquiló a cientos de miles de esclavos nativos, y de los cinco millones de indios que se calculaba que existían en la cuenca del «gran río» cuando lo atravesó el español Francisco de Orellana en 1500, no quedaban más que medio millón cuatro siglos más tarde.
Tribus antaño poderosas como los pacea-novo, los kaigang, los xavante, los krenkor o los urubú fueron prácticamente exterminadas por la fiebre del caucho, y otras, como los aucas, retrocedieron cientos de años en el curso de la historia.
La civilización necesitaría más de un siglo para recuperar una pequeña parte del terreno perdido durante los terribles años en que un simple árbol resinoso se convirtió en el inocente verdugo de toda una raza.
La mortandad entre los indios fue tan elevada, que pronto los caucheros de Manaos comprendieron que resistía más un esclavo blanco que diez indios.
Pero conseguir esclavos blancos resultaba difícil y tuvieron que recurrir a infinidad de astucias. La primera fue contratarlos en extraordinarias condiciones de trabajo por uno o dos años, traerlos de países muy distantes y no dejarles regresar jamás.
Era una trata del blanco muy semejante al tráfico de mujeres.
La segunda fórmula, «la deuda», consistía en prestar a los necesitados una cantidad que deberían devolver en trabajo, de modo que ese trabajo jamás pudiera compensar la cifra prestada.
Era el caso de Arquímedes, «el Nordestino». Existía también el engaño, e incluso el rapto descarado de quienes aparecían por la Amazonia atraídos por el espejuelo de la riqueza fácil. Antes de que se pudieran dar cuenta de lo que pasaba, se encontraban a bordo de una embarcación que los conducía, encadenados, a una lejana cauchería.
Naturalmente, la primera intención de los esclavos blancos, negros o indios era escapar. Para evitarlo, no se encontró mejor solución que convertir la Amazonia en una inmensa cárcel, la mayor cárcel que haya podido existir jamás: cinco mil kilómetros de largo, por casi cuatro mil de ancho.
Cada propietario apostaba en los puntos clave de los ríos, en los raudales o las angosturas, grupos de vigilancia; centinelas encargados de cortar el paso de quien quisiera cruzar. Como los ríos constituyen el único camino de la selva; como no se puede ir ni volver de parte alguna en la Amazonia si no es sobre ellos, pronto o tarde, todo fugitivo, o simplemente, todo viajero, iba a caer en manos de los patrones caucheros.
Estos habían establecido un pacto mediante el cual los fugitivos eran devueltos a su propietario, y de ese modo, un puñado de hombres establecidos en Manaos, Iquitos, Santarem o Belem de Pará, dominaba la más extensa e indomable región del mundo, sin permitir que nada ni nadie escapara a su bien montada red.
Carmelo Sierra, «el Argentino», era uno de los poderosos de esa mafia del caucho del Brasil; tan poderoso como podrían serlo los Arana en Perú, Echevarría en Colombia, o el coronel Funes en la Amazonia venezolana. Se había quedado con las cabeceras de río Negro, mientras Saldaña dominaba el Madeira; Marcos Vargas, las orillas del Xingu, y el inglés Scott –quizás el más cruel por afeminado– el río Trombetas.
Otros patronos poseían extensas caucherías, algunas tan grandes como un país europeo, pero no pertenecían al grupo selecto de los indiscutiblemente poderosos. Sierra aspiraba a quedarse con los dominios de Saldaña, con lo cual llegaría a ser más rico y fuerte que el propio Julio Arana, monopolizador del caucho del Perú, y de cuyo ejército privado se decía que podía contarse por miles de hombres.
Mas para dar la batalla a Saldaña, Carmelo Sierra necesitaba dinero, y el caucho había que buscarlo cada vez más al interior de la selva.
Para ello traía ahora a los esclavos aucas.
Los gritos de Claudia comenzaron a escucharse apenas oscureció, cuando entre cuatro caucheros la sujetaron y fueron pasando por ella, uno tras otro, la mayoría de los hombres del campamento: blancos, negros e indios.
Los gritos no duraron más allá de media hora y luego se convirtieron en un gemir intermitente; gemir que resultaba, sin embargo, más estremecedor que los mismos gritos. Era como la agonía de un animal al que martirizaran sin permitirle morir definitivamente.
Carmelo Sierra asistió divertido al principio, e incluso animó a sus hombres. Después la escena pareció aburrirle y poco a poco fue decayendo su interés por el bárbaro espectáculo.
Howard, «el Gringo», se refugió en su chinchorro, consciente de que el menor movimiento por acudir en ayuda de Claudia sería aprovechado por los matones de «el Argentino» para meterle tres tiros en el pecho, porque desde antiguo, desde Manaos, se la tenían juramentada.
Arquímedes, asqueado por una escena que se sentía incapaz de soportar, estremecido por los gritos y más aún por los gemidos, fue a refugiarse a su lugar predilecto: bajo la choza grande, en un punto desde el que se dominaba la amplia curva del río por el que un día pensaba regresar a la libertad. La luna estaba menguante y las nubes la ocultaban, pero de tanto en tanto asomaba entre ellas, y a «el Nordestino»le gustaba contemplar cómo se reflejaba en el río. La criada negra de Claudia cruzó cerca sin verle, como una sombra desconcertada y le dio pena advertir el aire de tristeza de la buena mujer, que sin duda estaba sufriendo con los padecimientos de su patrona. Le había impresionado también el modo con que las mujerucas del campamento, prostitutas degeneradas, de las que nada bueno había esperado nunca, habían acogido la violación de Claudia, y por primera vez las vio silenciosas, como espantadas de lo que estaba ocurriendo en su cabaña.
Vino luego a sentarse a su lado Vicente Contimano, que gustaba también de aquel rincón del río, y que parecía haber disfrutado ya de la diversión del día.
Arquímedes no dijo nada, y fue el cauchero quien, espontáneamente, confesó:
–Daría ahora cualquier cosa por no haber participado en eso, «Nordestino». Es lo más sucio que he hecho en mi vida, y empiezo a creer que merezco estar donde estoy. Y ese cerdo de Sierra riéndose de la pobre muchacha, como si fuera divertido.
Arquímedes continuó sin hablar.
Contimano decidió levantarse y se alejó río abajo, pensativo, por el mismo camino que la negra.
«El Nordestino» siguió solo en la sombra hasta que sintió risas y voces que se aproximaban. Cansado del espectáculo, Carmelo Sierra regresaba a la cabaña grande, seguido por Joao, el capataz, y sus inevitables guardaespaldas.
Instintivamente, Arquímedes se ocultó en las sombras; el grupo pasó junto a él sin verle y comenzó a subir los escalones del rancho. Se encendió una vela arriba y desde su posición, a través del enrejillado de cañas, Arquímedes podía ver los pies de los que estaban sobre él. Se detuvo a pensar que desde allí, con su largo machete, podía incluso atravesar a «el Argentino», sentado en una hamaca, casi sobre su cabeza, sin que sus guardaespaldas, dos de los cuales montaban guardia delante de la puerta, pudieran evitarlo.
Arriba el grupo reía y comentaba las incidencias de la violación.
Se destapó una botella y Arquímedes sintió cómo se servían los vasos.
Entre las voces surgió, clara, la de Sierra que ordenó:
–Quiero que esto se repita, aunque de ahora en adelante no creo que se resista. Que todos, hasta el último indio, disfruten de ella, excepto «el Gringo».
–Será difícil evitarlo –replicó una voz que Arquímedes reconoció como la de Joao.
–A ti, personalmente, te lo encargo –replicó autoritario Sierra–. No quiero que ese cerdo pelirrojo la toque.
Joao refunfuñó:
–No puedo poner mis hombres a vigilar que «el Gringo» y la fulana no vayan a verse entre los árboles. –Hizo una pausa–. A menos que...
Se hizo un silencio. Al fin Sierra lo rompió.
–A menos que ¿qué...? Termina de una vez.
Joao rio groseramente.
–A menos que le quitemos a «el Gringo» las razones de verla. Por algún lado debe estar la tabla del agujero, y en el río andan hambrientas las pirañas.
La risa de «el Argentino» resonó ahora violenta, escandalosa, divertida.
–¿Cómo no se me había ocurrido...? Ya lo tenía olvidado. ¿Cuánto tiempo que no se lo hacemos a nadie?
–Años, patrón. Desde que se nos fue la mano con aquel franchute y los peces le comieron las tripas. Cómo gritaba el condenado hasta que murió...!
–Busca esa tabla –ordenó Sierra–. A la amanecida vamos a gastarle una broma a «el Gringo», de la que se va a acordar toda la vida. Se le acabará la hombría.
Arquímedes permaneció unos instantes inmóvil, aterrado por la salvajada que los de arriba estaban preparando.
Había oído hablar de ella, pero siempre creyó que eran fantasías, exageraciones de cauchero. Se trataba de tender a un hombre boca abajo sobre una tabla, sacarle a través de un agujero sus partes genitales y, tras hacer en ellas un ligero corte para que manara sangre, echar la tabla al río, a que flotara. Al reclamo de la sangre las pirañas acudían y en cuestión de segundos devoraban cuanto colgada en el agua. Era el método más cruel, refinado y sanguinario de castrar a un hombre que podía imaginarse. A veces si se dejaba a la víctima demasiado tiempo en el agua, las pirañas, en su voracidad, llegaban a devorarle las entrañas.
Silenciosamente, moviéndose centímetro a centímetro, para que los guardianes que estaban junto a la puerta no advirtieran su presencia, se alejó de la cabaña grande, desapareció en la maleza y, dando un gran rodeo, fue a parar a su propia choza, donde dormía Howard.
Entró, procurando no hacer ruido, pero resultó inútil. Los restantes caucheros no habían vuelto y el norteamericano, despierto en su chinchorro, lo vio llegar desde el primer momento. «El Nordestino» se dirigió directamente a él.
–Tienes que largarte, gringo –dijo–. Sierra piensa echarte mañana a las pirañas.
El otro ni se movió siquiera. Dio una chupada a su cigarro y replicó calmosamente:
–De algo hay que morir, ya te lo dije, y quizá me lo lleve por delante.
–No te hagas ilusiones. Tu cuchillo no va a valerte. Sé cómo lo manejas... Te vi en el bosque, pero no podrás sorprender a «el Argentino». Además, no va a echarte entero a las pirañas... ¿Conoces el juego de la tabla...?
Ahora «el Gringo» dio un salto y quedó en pie delante de su hamaca.
Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó.
–¿Es que pretende castrarme ese hijo de puta?
–Acabo de oírselo. Desmonta tu chinchorro y huye al monte. Es un consejo.
–Me echarán los perros. No llegaré muy lejos.
–Tírate al río, deja que la corriente te arrastre y cuando llegues al caño, el pequeño que lleva hasta mis árboles, sube por él. No toques tierra, ni roces ramas. Ve siempre por el caño hasta mis palos y espérame allí, cerca de la ceiba grande. Te llevaré comida.
–¿Por qué haces esto? –quiso saber el pelirrojo–. Si se enteran, te costará la vida.
–Ya oíste a Sierra. No tengo esperanzas de salir de aquí. He pensado que huyamos juntos.
–Nadie ha logrado «picurearse» de esta cauchería –le señaló el otro–. No creo que seamos los primeros.
–Lo seremos –afirmó convencido «el Nordestino»–. No queda alternativa. Ahora vete.
«El Gringo» no replicó; descolgó su chinchorro, metió dentro sus escasas pertenencias, se lo echó todo al hombro, e introduciéndose en el cinto el largo machete de cauchero, se encaminó a la salida.
–Gracias –dijo cuando ya desaparecía–, y hasta la vista.
–Hasta la vista –respondió «el Nordestino», y se quedó mirando hacia la oscuridad, hacia el punto donde suponía que el pelirrojo se había dirigido.
Luego se tumbó en su propio chinchorro y con las manos bajo la nuca se durmió sin dejar de escuchar los gemidos de Claudia que aún llegaban desde la cabaña de las mujeres.
Sierra montó en cólera cuando a la mañana siguiente descubrió que Howard había huido. No lo achacó a que se hubiera enterado de lo que le preparaba y pensó que no había podido soportar los gritos de Claudia. Confiaba, sin embargo, en que sus hombres lo encontrarían, y en que podría disfrutar aún del espectáculo de su castración. Pero, pese a que se soltaron los perros de Joao, y Éte –el único capaz de dominarlos– les ordenó buscar la pista, no dieron con ella. El rastro se perdía en el río, y aunque recorrieron extensamente ambas orillas, cauce arriba y cauce abajo, no se pudo averiguar por dónde había salido.
Como los vigías de los raudales juraban y perjuraban que por allí no pasó, llegaron a creer que las pirañas habían dado buena cuenta de él.
Nadie sospechó de Arquímedes, que, a las preguntas, respondió que nada había oído ni nada había visto.
Tuvo que ingeniárselas, sin embargo, para conseguir una ración supletoria de comida cuando se encaminó al trabajo, y durante la larga caminata iba meditando en cómo se las arreglaría para alimentar a «el Gringo», si ya para alimentarse él pasaba calamidades.
Inútil resultaba imaginar que Howard consiguiera algo por sí mismo.
Sin armas de fuego con qué cazar, ni la técnica de un indio para pescar en los riachuelos, poco podría obtener de la selva, pues poco había en ella que pudiera alimentar a un ser humano.
En casos excepcionales, perdidos en la jungla, algunos lograron subsistir unos días a base de raíces y frutos desconocidos, pero lo probable en esos casos era acabar envenenado o morir rápidamente de una disentería aguda.
Tenían que evitar recurrir a las raíces. A Arquímedes le interesaba sobremanera que, a la hora de «picurearse», «el Gringo» estuviera en buenas condiciones físicas. De lo contrario, sería más estorbo que ayuda.
Varias veces se detuvo en su camino y prestó oído para cerciorarse de que nadie le seguía. Cuando estuvo seguro de ello, se encaminó a la ceiba donde el pelirrojo le esperaba tranquilamente sentado en una de sus raíces.
Tenía hambre y había dedicado su tiempo a recolectar parte del látex que Arquímedes necesitaba en el día.
Se limitó a comentar:
–De ahora en adelante lo compartiremos todo: el trabajo y la comida. Aparte de ello, te debo la vida y nunca lo olvidaré.
Arquímedes fue directamente a lo que le interesaba: la fuga.
El plan era fácil, y a la vez imposible. Esperar varios días a que los ánimos se calmaran y Sierra regresara a Manaos; reunir la mayor cantidad posible de víveres y dirigirse por tierra, abriendo trocha en pleno monte, hasta los raudales. Caer sobre los vigilantes por la espalda y deshacerse de ellos. Apoderarse luego de sus armas y embarcaciones y lanzarse río abajo a lo que la suerte deparara.
–No llegaremos muy lejos –le hizo notar el norteamericano–. Más abajo hay otro puesto de guardia, y luego otro, y otro y la mayoría no sabemos dónde están. Nos cazarán como conejos.
–Al menos les habrá costado trabajo. Y me llevaré a más de uno por delante.
–¿Has matado a alguien? –quiso saber «el Gringo».
Arquímedes negó con un gesto:
–Nunca. Y jamás pensé que tuviera que hacerlo. Pero no creo que esa gente merezca vivir.
–También yo creía tener razones para empezar –comentó Howard–, pero pronto me di cuenta de que no era lo suficientemente fuerte. Llegas a sentirte enfermo, a desear morir antes que volver a hacerlo. Sin embargo, luego te acostumbras y nada importa. Déjamelos a mí mientras sea posible. Quédate al margen.
–Estoy decidido –insistió «el Nordestino»–. No es solamente que trate de escapar de aquí y salvar mi vida. Alguien tiene que pagarme estos años y también tienen que pagar lo de anoche.
–¿Qué te importa ella? No la conocías. Nunca la habías visto. Creo que aunque viva mil años recordaré esos gritos.
–¿Has vuelto a verla? –quiso saber «el Gringo».
–No. Hasta la madrugada estuvieron los hombres en la cabaña. Pero cuando vine ya no gemía.
–¿Vivirá?
–Eso nadie puede saberlo... ¿Tú la quieres...?
El norteamericano negó con la cabeza. Con la punta de su machete dibujaba figuras en el suelo, o cortaba en pedacitos las hojas caídas. Tardó en responder y al fin dijo lentamente:
–No. No la quiero ni la quise nunca. Era la chica del patrón; una mujer hermosa, y me apeteció acostarme con ella sin meditar las consecuencias. Tampoco ella me amaba. Lo hizo por venganza, para demostrar de algún modo cuánto despreciaba a Sierra.
Quizá fui el único que se atrevió a seguirle el juego.
–Caro lo habéis pagado.
–Caro, sí, en efecto. Pero te juro que algún día ese cerdo argentino lo pagará. Le costará la vida, y su muerte será tan lenta, tan espantosa, que aún no puedo describírtela. No he logrado imaginarla.
–Tiempo habrá si logramos salir de aquí. Ahora necesito recoger mi jebe del día, si no quiero que mañana me dejen sin ración.