Amor en la tormenta - Maureen Child - E-Book

Amor en la tormenta E-Book

Maureen Child

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Beschreibung

¿Cómo iba a darle la noticia de que estaba embarazada a su jefe? Estar atrapado en una tormenta de nieve con su malhumorada contratista no era en absoluto lo que más le apetecía al magnate de los videojuegos Sean Ryan. Entonces, ¿por qué no dejaba de ofrecerle su calor a Kate Wells y por qué le gustaba tanto hacerlo? Con un poco de suerte, una vez la nieve se derritiera, podría volver a sus oficinas en California y olvidar esa aventura. Pero pronto iba a desatarse una tormenta emocional que haría que la tormenta de nieve que los había dejado atrapados no pareciera más que un juego de niños.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Maureen Child

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amor en la tormenta, n.º 2104 - septiembre 2017

Título original: Snowbound with the Boss

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-040-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Sean Ryan soñaba con playas calurosas, olas de tres metros y cerveza helada… Como helada era justamente su realidad ahora.

Pasar el mes de enero en Wyoming no era agradable, se dijo. Un californiano no pintaba nada allí, con la nieve por las rodillas.

Si hubiera tenido opción, no estaría allí, pero le había llegado el turno de convertir un hotel destartalado en una fantasía virtual inspirada en uno de los videojuegos más vendidos de su empresa.

–¿Por qué no habré podido conseguir un puñetero hotel en Tahití?

Porque los videojuegos de Celtic Knot estaban basados en leyendas antiguas y, por lo que Sean sabía, no existían relatos celtas legendarios ambientados en una playa de Tahití. ¡Qué pena!

Sean, alto y con pelo negro, que le caía hasta el cuello de la cazadora, se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y miró a su alrededor. El gran salón del viejo hotel era gigantesco, y sus pisadas resonaban por él cada vez que sus ajadas botas marrones se posaban sobre el suelo de madera. Había tantas ventanas en la sala que parecía como si el paisaje cubierto de nieve estuviera dentro.

No era un sitio enorme, solo tenía ciento cincuenta habitaciones, pero daba la sensación de tener más. Probablemente era debido a tanta madera y tanto cristal, pensó Sean. Ya podía imaginar cómo quedaría el hotel una vez terminaran los trabajos de reforma. Llevarían hasta allí a sus diseñadores para que el videojuego Forest Run cobrara vida en cada habitación y para que ese lugar se convirtiera en el destino principal de jugadores de todo el país.

Y debía admitir que la ubicación era perfecta para recrear el videojuego. El hotel descansaba sobre doscientos acres de bosque, prados y un precioso y grande lago. Sin embargo, no se podía imaginar que la gente fuera a querer ir hasta el centro de la nada en pleno invierno con todo cubierto de nieve. ¿Quién preferiría la nieve a la arena de la playa?

Él no, eso desde luego. Pero esperaba que hubiera muchos jugadores a los que de verdad les gustaran las temperaturas glaciales. En cuanto a él, estaba deseando volver al sur de California. Sacudiendo la cabeza, se recordó que el viaje casi había terminado. Llevaba una semana en Wyoming y ahora que todas las «negociaciones» con su contratista habían finalizado, esa misma tarde se subiría al avión de su empresa y volvería al mundo real. A su vida.

Se puso de espaldas a la ventana y miró hacia el techo al oír pisadas por arriba. Al instante, el cuerpo se le tensó. Frunció el ceño y apartó esa sensación, la hundió lo suficiente como para no tener que sentirla.

No. Cuando se marchara, Sean no echaría de menos el frío. Ni tampoco la soledad, se aseguró. Pero a esa mujer… Eso era otra historia.

Kate Wells. Empresaria, contratista, carpintera y su actual motivo de inquietud. Estaba en Wyoming en pleno invierno únicamente porque Kate había insistido en que tenían que reunirse allí mismo para que su cuadrilla y ella pudieran empezar con las reformas interiores.

Y desde que la había visto, los trabajos de renovación se habían convertido en lo último que le preocupaba. En lugar de en la reforma, ahora estaba centrado en esa copiosa melena negra, normalmente recogida en una cola de caballo, en esos ojos azules y en esa boca lo suficientemente grande como para provocarle a un hombre sueños cargados de sexo.

Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que se había permitido una aventura verdaderamente excitante. Esa era la única explicación para el hecho de que le estuviera ardiendo el cuerpo por una mujer que llevaba colgado un puñetero cinturón de herramientas.

Volvió a mirar al techo; fruncía más el ceño a medida que ella se movía por el piso de arriba con pasos rápidos y decididos. Nunca había conocido a una mujer tan segura de sí misma. Siempre había admirado a las mujeres fuertes, pero Kate Wells elevaba esa cualidad a otro nivel. Discutía con él por todo y, por muy irritante que le resultara, Sean lo disfrutaba en cierto modo, lo cual demostraba que tanto frío le había helado y destrozado demasiadas neuronas.

Sacudiendo la cabeza, encendió el móvil, agradecido por tener al menos cobertura. Después de pulsar el botón de la videollamada, marcó y esperó.

Al tercer tono, el rostro de su hermano Mike apareció en la pantalla.

–¡Odio Wyoming! –gritó Sean.

Mike se rio y se recostó en la silla de su despacho. Detrás de su hermano, Sean veía el jardín de la vieja casa de estilo victoriano de Long Beach, California, que hacía las funciones de oficinas de Celtic Knot.

–No te guardes nada, cuéntame cómo te sientes.

–Muy gracioso –qué fácil le resultaba a su hermano mayor divertirse, se dijo Sean. Él no estaba en mitad de un bosque con una mujer que lo atraía y enfurecía al mismo tiempo. Pensando en Kate, miró atrás para asegurarse de que no estuviera por allí y, una vez quedó satisfecho con la comprobación, volvió a mirar al teléfono.

–No ha dejado de nevar desde que llegué. Hay casi un metro de nieve ahí fuera y sigue nevando. Creo que no va a parar nunca.

–Tiene pinta de hacer frío –dijo Mike estremeciéndose con exageración.

–¡Ja! ¡Más que frío! Llevo dos jerséis debajo de la cazadora.

Riéndose, Mike preguntó:

–¿Y cómo es todo por allí cuando no te estás quejando por el frío que tienes? ¿Has logrado sacar un momento para ojear las tierras y el hotel entre tanto sufrimiento?

–Sí, lo he ojeado todo. Es bonito. Muchos árboles. Mucha tierra abierta. ¿Y quién me iba a decir que el cielo fuera a resultarme tan grande al salir de la ciudad?

–Sí –dijo Mike–. Eso yo lo descubrí también cuando Jenny y yo estuvimos en Laughlin…

Estrechando la mirada ante la imagen de su hermano, Sean se preguntó qué habría pasado exactamente entre Mike y Jenny Marshall, una de las mejores diseñadoras de la empresa.

–Algo me dice que hay algo más en esa historia –dijo Sean prometiéndose que, en cuanto llegara a casa, se llevaría a Mike a tomar unas cervezas y le sonsacaría la verdad.

–Si la hay –le dijo Mike–, no te vas a enterar.

Pero Sean no era de los que se rendían fácilmente. Además, estaba claro que algo pasaba entre Jenny y su hermano. Aun así, dejaría el asunto de momento porque ahora mismo lo que le interesaba era salir de Wyoming antes de acabar convirtiéndose en un helado.

–¿Cómo es el hotel, Sean?

–Grande. Frío. Vacío –soltó un suspiro de frustración y se pasó una mano por el pelo. Echó otro vistazo a su alrededor y le dio a Mike una respuesta mejor–: El anterior propietario dejó algunos muebles abajo, pero las habitaciones hay que equiparlas de arriba abajo. Ni camas, ni sillas, ni mesas, nada.

Miró un destartalado sofá de piel y dos sillones a juego colocados frente a una enorme chimenea en el gran salón. Sean no le daba mucha importancia al mobiliario, pero ya que Kate y él iban a estar ahí metidos un tiempo, agradecía que hubiera algo más que suelo donde sentarse.

–No es para tanto –le dijo Mike–. De todos modos, habríamos reformado las habitaciones a nuestro gusto.

–Cierto. Y el lugar tiene algunos extras buenos –dijo Sean asintiendo para sí–. Aunque va a hacer falta mucho trabajo para convertir este lugar en una fantasía de Forest Run.

–¿Y Kate Wells está a la altura?

–Y que lo digas –murmuró Sean. Nunca había conocido a una mujer tan segura de sus aptitudes, al igual que nunca se había topado con nadie que estuviera tan dispuesto a discutir con él. Estaba acostumbrado a que la gente que trabajaba para él verdaderamente trabajara para él. Sin embargo, esa mujer parecía creer que era ella la que estaba al mando, y ese era un asunto del que tendría que ocuparse muy pronto–. Bueno –continuó, obligándose a sacarse a Kate de la cabeza–, hay ciento cincuenta habitaciones y todas necesitan trabajo.

Mike frunció el ceño.

–Si seguimos tu idea de celebrar nuestras propias convenciones de videojuegos en esa propiedad, necesitaremos más habitaciones. ¿Hay otros hoteles cerca?

–No. Estamos a dieciséis kilómetros del más cercano. Es un pueblo pequeño con dos pensiones y un motel al lado de la autopista.

Mike se puso más serio todavía.

–Sean, no podemos celebrar una conferencia grande si no hay sitio donde se aloje la gente –respiró hondo y añadió–: Y no digas que la gente puede levantar tiendas de campaña.

Sean se rio.

–Que me guste ir de acampada no significa que quiera que unos extraños se instalen por toda la propiedad. De todos modos, hay un pueblo más grande a unos cuarenta kilómetros de aquí con más hoteles –y ahí era donde se estaba alojando él. En un hotel exclusivo, agradable y cómodo donde le habría gustado estar ahora mismo. Quería darse una ducha lo bastante caliente como para derretir los pedacitos de hielo que se le habían formado en el torrente sanguíneo. Sin embargo, para eso aún quedaba un buen rato–. Kate, la contratista, ha tenido otra idea para solucionar ese problema.

–¿Qué se le ha ocurrido? –preguntó Mike antes de agarrar su taza de café y dar un trago largo.

Sean miró a su hermano, y con un tono cargado de rabia le preguntó:

–¿Eso es un capuchino?

Mike sonrió y dio un trago más largo.

–Lo disfrutaré por ti.

–Gracias –contestó con claro sarcasmo, aunque sabía que a Mike no le importaba. ¿Por qué iba a importarle? Su hermano mayor estaba en casa, en Long Beach, con acceso a su cafetería favorita, al bar del final de la calle, con vistas al océano y, lo más importante, no se estaba quedando como un puñetero bloque de hielo.

¡Cuánto echaba de menos la civilización!

–Kate cree que deberíamos instalar algunas cabañas pequeñas detrás del edificio principal, adentrándose en el bosque.

–Es una buena idea.

–Ya, lo sé.

–Pues no pareces muy contento.

–Porque estaba excesivamente segura de que tenía razón –le dijo Sean, recordando la conversación del día anterior.

Kate le había hecho caminar por la nieve para inspeccionar la propiedad y las zonas que ya había seleccionado para las posibles cabañas y, mientras se lo había ido detallando todo, él había podido imaginarlo tal cual sería. Pequeñas cabañas en el bosque harían que la experiencia resultara más fantástica, y ya se estaba planteando cómo las harían diferentes, cómo dotarían a cada casita de una identidad que la separara del resto.

Por otro lado, también le enfurecía que a él no se le hubiera ocurrido nada de lo que ella le había sugerido. No obstante, no era tan tonto como para no reconocer una buena idea cuando la oía.

–Sí –dijo Mike pensativo–. Es un fastidio cuando tienen razón, ¿verdad?

–Ni te imaginas –murmuró Sean.

–Creo que sí me lo imagino –dio otro sorbo al capuchino deliberadamente–. Parece que lo estás pasando genial.

Sean estrechó la mirada. Habría dado su coche a cambio de un capuchino caliente en ese momento. Ahora tenía un motivo más para sentirse furioso.

–Sí, me lo paso de maravilla, esto es súper divertido. Esta mujer es la persona más testaruda con la que he tratado en mi vida, incluso más que tú.

–Si hace bien su trabajo, eso es lo único que debería importarte.

Su hermano tenía razón. Eso era lo único que debería importarle. Pero en lugar de pensar en eso, estaba pensando en su cabello, en lo oscuro y voluminoso que era, y no podía evitar preguntarse cómo sería cuando lo llevara suelto. Pensó en el azul de sus ojos y en cómo el cinturón de herramientas le colgaba alrededor de las curvilíneas caderas. Odiaba admitirlo, pero cuando hablaba, se fijaba tanto en su boca que apenas oía lo que le decía.

¡Mierda! Tenía que salir de Wyoming rápidamente.

Se pasó una mano por la cara y se centró en la conversación con Mike.

–Ya, ya. Quiere que su cuadrilla venga la semana que viene y empiece con la reforma, y me parece bien, siempre que pueda supervisarlo desde California.

–De acuerdo, pero como no te has llevado a ninguno de los diseñadores, ¿qué va a hacer esa mujer con la pintura?

–Vamos –dijo Sean–. No me podía traer a ningún diseñador aquí, cuando todo el mundo está ocupado con los últimos retoques de The Wild Hunt.

–Cierto –asintió Mike–. Aquí todo el mundo está trabajando día y noche.

Y Sean debería haber estado haciendo lo mismo. Tenía que ponerse en contacto con el departamento de marketing y con sus clientes y comprobar la campaña publicitaria que se iba a lanzar para el nuevo videojuego. El trabajo se le estaba acumulando en California, pero ya que su contratista estaba tan ansiosa por que comenzaran las obras, había tenido que ir hasta allí. Ese viaje había surgido en el momento menos oportuno.

–Bueno –continuó Sean–, de todos modos, ¿qué pasa por dejar las paredes lisas? Pueden pintarlas de blanco y después, cuando vengan los diseñadores, tendrán lienzos en blanco sobre los que trabajar.

–Sí, me parece bien. ¿Vuelves a casa mañana?

–Ese es el plan, gracias a Dios –respondió Sean–. Kate ha salido para traer la camioneta. Vamos a volver al pueblo ahora mismo. Y, ¡cómo no!, sigue nevando.

–Si te hace sentir mejor, aquí hoy estamos a veinticuatro grados.

–Genial. Gracias. Lo que me faltaba oír –se oyó un portazo. Kate gritó algo y Sean miró a un lado y respondió–: ¿Qué?

Al segundo, Kate estaba en la puerta, sacudiéndose copos de nieve de la cabeza.

–Hay una tormenta de nieve.

Él cubrió el teléfono con una mano.

–Estarás de broma.

–No bromeo –respondió ella encogiéndose de hombros–. Ya han cerrado el paso de montaña. No iremos a ninguna parte.

–¿Durante cuánto tiempo?

–Es imposible saberlo.

–Perfecto.

–¿Qué pasa? –preguntó Mike.

–El karma, probablemente. Kate acaba de oír por la radio de la camioneta que han cerrado el paso de montaña. Estoy atrapado por la nieve.

En lugar de compasión, Sean vio cómo Mike contenía la risa.

–Gracias por tu preocupación.

Mike levantó una mano e intentó parar de reír.

–Lo siento, lo siento.

–¿Qué te hace tanta gracia? Estoy atrapado en un hotel vacío con una contratista malhumorada y una montaña de nieve al otro lado de la puerta.

–Está claro –dijo finalmente Mike– que solo resulta gracioso visto desde California. ¿Pero tenéis comida y calor?

–Estamos cubiertos –señaló Kate, cuya expresión le decía claramente lo que le había parecido la descripción de «malhumorada».

–Sí –dijo Sean antes de girarse hacia Kate y añadir–: Ven aquí un momento para conocer a mi hermano.

A Kate no pareció hacerle mucha gracia la invitación, y a Sean tampoco le sorprendió. Cruzó la habitación con paso enérgico y se detuvo a su lado para mirar la pantalla.

–Hola, soy Kate y tú eres Mike –dijo rápidamente–. Encantada de conocerte, pero no tenemos mucho tiempo para hablar. Tenemos leña ahí fuera y necesitamos meterla aquí antes de que la tormenta descargue por completo. De todos modos, no te preocupes. Hay mucha comida, ya que me aseguro de que mi cuadrilla esté bien alimentada mientras trabaja.

–De acuerdo –se apresuró a decir Mike, pensando que probablemente no tendría otra oportunidad de hablar. Y no se equivocaba.

–La tormenta pasará en uno o dos días y las quitanieves despejarán el paso de montaña enseguida, así que podrás tener a tu hermano de vuelta a finales de semana.

–De acuerdo…

Sean agarró el teléfono y le dijo a Kate:

–Ahora mismo salgo a ayudarte –cuando volvió a mirar a Mike, su hermano estaba sacudiendo la cabeza–. Está ahí fuera recogiendo leña. Tengo que irme. He estado a punto de poder largarme de aquí y ahora no sé cuándo saldré. Dile a mamá que no se preocupe y que no se moleste en llamarme. Voy a apagar el móvil para conservar la batería.

–De acuerdo –y aunque hacía unos minutos la situación había parecido divertirle, ahora Mike preguntó–: ¿Seguro que estarás bien?

Sean fue el que se rio ahora.

–Puede que aquí no haya olas que surfear, pero estaré bien. He hecho acampadas en peores condiciones. Al menos tenemos un tejado y muchas camas entre las que elegir. Te llamaré cuando pueda. Tú tenme preparado un capuchino bien caliente.

–Eso haré. Y Sean… –añadió Mike–, no mates a la contratista.

Matarla no era lo que tenía en mente, pero no lo admitiría delante de su hermano. Así que, le dijo:

–No te prometo nada.

 

 

Cuando colgó y apagó el teléfono, cruzó la habitación sacudiendo la cabeza con irritación. Había pasado una semana con esa mujer y ya estaba al borde de un ataque de nervios. Y, por si fuera poco, ahora estaría atrapado por la nieve junto a ella durante quién sabía cuántos días.

–La cosa mejora por momentos –murmuró.

Cruzó una cocina lo bastante grande para cubrir sus necesidades pero que necesitaba una reforma importante. Las ventanas eran enormes y ofrecían unas buenas vistas del bosque. En ese momento, el cielo estaba gris y la nieve que caía era tan espesa que parecía una colcha de algodón.

Sean se abrochó bien la cazadora al salir al porche trasero y se topó con la helada ráfaga de viento. Nieve. Solo había nieve. Caía rápidamente y con copos densos, y por un segundo tuvo que admitir que la imagen era preciosa. Pero entonces recordó que eso tan «precioso» era lo que le estaba bloqueando su única salida y enseguida perdió todo el encanto.

–¿Kate?

–¡Aquí!

Sean se giró hacia el sonido de su voz e ignoró el frío golpe invernal lo mejor que pudo. Los copos de nieve le caían de lleno en la cara, como picotazos helados, y el viento lo empujaba como intentando obligarlo a volver a entrar.

Ignorando las ganas que tenía de retroceder, se giró hacia donde estaba Kate, agachada junto a una pila de leña. Llevaba tres leños en los brazos y se disponía a agarrar uno más.

–Déjame –dijo Sean apartándola.

–Puedo hacerlo sola.

–Sí –respondió él asintiendo. Llevaba toda la semana viendo su testarudez y su determinación para hacerlo todo sola–. Lo sé. Eres una chica dura. Todos estamos impresionados. Pero si los dos cargamos la leña, podremos protegernos del frío mucho antes.

Ella lo miró como si tuviera ganas de discutir, pero entonces cambió de opinión.

–Muy bien. Carga con todo lo que puedas y luego volvemos a por más.

Y así, sin decir ni una palabra más, entró en el hotel y lo dejó cargando leños. Cuando Sean se incorporó, volvió a mirar a su alrededor. A pesar del viento cargado de nieve que los sacudía, los pinos se alzaban altos y rectos como soldados en un desfile. El lago estaba helado y los copos de nieve se amontonaban en la orilla. Echó la cabeza atrás y miró al cielo, gris y cargado. El aire era frío y denso. Si la cosa seguía así, podría pasarse semanas atrapado allí.

 

 

Tras colocar la leña formando una perfecta pila junto a la chimenea de piedra, Kate se agarró a la repisa y se apoyó en ella.

–¿Es que la tormenta no se podía haber esperado a que él se hubiera marchado? –se dijo.

Claro que no. Eso le habría facilitado mucho la vida.

Poniéndose recta lentamente, sacudió la cabeza con la esperanza de aclararse las ideas, que parecían estar haciendo saltos mortales por su cabeza. Después dispuso una capa de astillas que había sacado de un cesto y acercó una llama hasta que prendió y el fuego comenzó a crepitar por la silenciosa habitación.

–Puedes hacerlo –se dijo–. Solo es tu jefe.

«Mentiras», le susurró su mente. Todo mentiras, y ni siquiera muy buenas. La triste verdad era que Sean Ryan era mucho más que el hombre para el que estaba trabajando. Era el primer hombre en años que había sido capaz no solo de burlar sus tan bien entrenadas defensas sino de arrasar con ellas. Una sonrisa suya y le temblaban las rodillas. Una mirada de esos ojos azules y sus aletargadas hormonas comenzaban a danzar de alegría. Resultaba humillante admitirlo.

Ahora tenía una buena vida. La había construido con cuidado, ladrillo a ladrillo, y no debía permitir que la atracción lo arruinara todo.

Por supuesto, mantenerse firme ante lo que Sean Ryan le hacía sentir habría sido mucho más sencillo si él hubiera podido marcharse al día siguiente, tal como estaba previsto, pero con la tormenta podrían estar atrapados allí durante días.

Y solo esa idea hizo que le volviera a dar un vuelco el estómago. Frunciendo el ceño, se recordó que ya había sobrevivido a algo que habría destruido a la mayoría de la gente. Podría sobrevivir a unos cuantos días encerrada con Sean.

Asintiendo en silencio para sí, se apartó del fuego para ir a buscar más leña. En ese momento, Sean entró en la habitación cargado de leños.

–Échalos al fuego –dijo ella agitando una mano–. Saldré a por más.

–Iré yo. Puedo cargar con más y eso supone hacer menos viajes.

Kate quiso discutir, pero Sean tenía razón.

–De acuerdo. Tengo provisiones de emergencia en mi camioneta. Iré a por ellas mientras tú traes la leña. Trae mucha. Será una noche larga y fría.

–Está bien –se detuvo–. ¿Qué clase de provisiones?

–Mantas, linternas, cafetera… lo esencial.

Él esbozó una amplia sonrisa.

–¿Café? Ya nos vamos entendiendo. Ahora mismo pagaría cien dólares por una taza de café.

¿Por qué tenía que sonreír? ¿Por qué esa sonrisa tenía que iluminar todos sus rasgos, resplandecer en sus ojos y hacer que le fallaran los nervios peligrosamente? Toda esa aventura resultaría mucho más sencilla si pudiera odiarlo. ¡Mierda!

–¿Cien dólares por un café? Vendido.

Él alzó las cejas y esa pícara curva de su boca se acentuó.

–¿Sí? Bueno, pues te lo tendré que dejar a deber, porque no llevo esa cantidad en metálico encima.

Ese hombre desprendía demasiado encanto; tanto que le robó el aliento.

–De acuerdo. Te enviaré una factura.

–No hay problema –se puso serio de pronto, aunque el brillo de sus ojos no se disipó–. Solucionaremos nuestros asuntos antes de que vuelva a California. Dalo por hecho.

¡Ay, Dios! Kate lo vio marcharse y salió a la puerta delantera mientras se echaba una reprimenda. No se podía creer cómo se había dejado impresionar tanto por esa sonrisa. Sinceramente, le había resultado irresistible mientras se quejaba por la nieve, pero un Sean Ryan sonriente era aún más peligroso.

Agradeció el golpe de frío. Si había algo que pudiera extinguir un fuego interior, eso era el inverno de Wyoming. Pero incluso mientras lo pensaba, tuvo que admitir que la atracción seguía bullendo en su interior.