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Kieran MacIntyre era Guardián, un ser inmortal que luchaba contra el mal. Aquel atractivo desconocido afirmaba que debía destruir a un demonio que pretendía convertir a Julie Carpenter en su próxima víctima. Cuando Kieran se la llevó a su mansión, Julie no pudo hacer otra cosa que esperar que no fuera él el verdadero peligro.Kieran llevaba siglos oyendo la leyenda de los Amantes Predestinados, pero nunca había creído en ella… hasta que conoció a Julie. Podía leer los pensamientos de aquella mujer y sentir sus deseos más profundos. Sabía que ella lo deseaba del mismo modo que sabía que unirse a ella lo haría lo bastante fuerte como para destruir a cualquier demonio.
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Seitenzahl: 189
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Maureen Child. Todos los derechos reservados.
AMOR SIN FIN, Nº 152 - noviembre 2010
Título original: Eternally
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
™Harlequin Oro, Harlequin Nocturne y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-9292-6
Editor responsable: Luis Pugni
El cuerpo fue hallado en el suelo, sobre la estrella de Nicole Kidman, en Hollywood Boulevard.
Los turistas, que habían pasado toda la noche de juerga, se encontraron con lo que quedaba de Mary Alice Malone y terminaron sus vacaciones entre gimoteos.
El sol se reflejaba en las lentes de las cámaras e iluminaba la escena con un brillo despiadado. Bajo el cuerpo de la joven había un charco de sangre que fluía de sus venas abiertas y se derramaba por la alcantarilla en ríos de sangre oscura.
Los enormes ojos azules de la mujer estaban abiertos, sorprendidos, fijos en el cielo de la mañana. Parecía que su pecho izquierdo había sido cercenado por un cirujano depravado, y que su blusa había sido rasgada deliberadamente para mostrar la herida.
Con retraso, alguien la cubrió con una manta; sin embargo, a Mary Alice Malone ya no debía de importarle la privacidad.
La muchedumbre morbosa luchaba por los mejores puestos de observación, las cámaras se disparaban y los desgraciados turistas lloraban. Los policías tendieron la cinta amarilla.
En Los Ángeles, un asesinato más o menos, incluso uno tan salvaje como aquél, apenas atraía la atención de los medios de comunicación.
Sin embargo, un hombre tomó nota.
Un hombre estaba al borde del escenario del crimen, observando a la multitud. Sabía que su lucha se acercaba. Reconocía el sello del asesino. Lo había perseguido antes y había ganado.
Y en aquel momento debía hacerlo de nuevo.
Y sabía que aquel crimen era sólo el principio.
La fiesta estaba en su apogeo y Julie Carpenter se volvió en la silla de su escritorio para observar con impotencia la puerta cerrada que separaba su habitación del resto de la casa. La atronadora música de rock que amenizaba la velada casi estaba consiguiendo que temblaran las paredes.
Julie, con la cabeza embotada y con el estómago vacío, se rindió ante lo evidente: aquella noche no iba a conseguir trabajar nada.
—Gracias, Evan Fairbrook —murmuró mientras dejaba el bolígrafo sobre el cuaderno que tenía ante sí. Dejó caer hacia atrás la cabeza y miró al techo mientras contenía una imprecación hacia su ex marido.
No sólo era un tipo mentiroso y tramposo que se había acostado con su mejor amiga y, seguramente, con muchas otras mujeres de Cleveland. Evan había resultado ser, además, un ladrón. Antes de que Julie se hubiera dado cuenta, había vaciado sus cuentas del banco y le había robado el coche.
Julie no podía quedarse en Cleveland. Todo el mundo la miraba y susurraba cosas de ella, preguntándose cómo una mujer tan brillante podía haber sido tan estúpida. Julie respiró profundamente y se recordó que el mudarse a California había sido algo bueno, aunque echara tanto de menos a su familia y a su hermano pequeño.
Estaba en una ciudad nueva, con un nuevo trabajo y rodeada de gente lo suficientemente afortunada como para no haber oído hablar nunca de Evan Fairbrook.
Vivía en una casa antigua, un edificio histórico que estaba situado en las colinas de Hollywood, con dos mujeres que se habían convertido en buenas amigas suyas. Y estaba reinventando su carrera profesional. La carrera que había mantenido a Evan durante todos los altibajos de su negocio de programas informáticos. Aquella misma empresa que se había ido a pique cuando él había sacado todo el dinero para irse a las Barbados. Julie esperaba que se quemara de pies a cabeza de estar desnudo al sol con su ex mejor amiga, Carol.
Con un profundo suspiro y un resoplido de desprecio hacia aquellos dos traidores, Julie tuvo que reconocer que, un año después de que Evan la hubiera dejado, era capaz de tomarse la situación con humor. Aunque aquello había sido un golpe para su orgullo, no echaba de menos a Evan en absoluto.
Sacudiendo la cabeza, se levantó de la silla y se dirigió a la puerta que comunicaba su habitación con el pasillo que llevaba hacia la cocina de la enorme casa. La suite que ella ocupaba estaba en la parte trasera del edificio, y normalmente allí tenía toda la privacidad que necesitaba.
Había tenido suerte de encontrar aquel lugar. Para empezar, no le gustaba vivir en un apartamento; pero además, siendo escritora por cuenta propia deL.A. Times, necesitaba un hogar que fuera flexible. Viajaba mucho, y tener compañeras de piso significaba que no tenía que preocuparse por su casa mientras no estaba. Además, tenía compañía cuando la quería y privacidad cuando no.
Aunque finalmente, le gustaría mudarse a la playa. Y se tomaría los veranos libres. Así, ella también podría retozar por la arena.
Antes de que llegara a abrir la puerta de su habitación, sonó su teléfono móvil y Julie miró el identificador de llamadas antes de responder.
—Hola, Kate.
—Hola —dijo Kate Davies, una de sus compañeras de casa. Su voz casi se perdía en la música atronadora de la fiesta—. Eh, ¿qué quieres cenar esta noche?
Julie sonrió. Vivir con dos mujeres que consideraban que comerse una onza de chocolate era tirar la casa por la ventana tenía sus ventajas. Ni Kate ni su otra compañera, Alicia Walker, comían si podían evitarlo. Y ya que estaban empeñadas en mantener su aspecto estilizado y elegante, siempre que tenían una cita volvían a casa con una buena bolsa de comida para ella.
—¿Adónde te ha llevado esta noche? —le preguntó Julie.
—Oh —susurró Kate—. Te encantaría. Ruth’s Christ. Sólo con respirar aquí creo que he ganado un kilo.
—Gracias a Dios. Carne.
—Bueno, ¿qué te apetece? ¿Solomillo?
Julie suspiró.
—Creo que acabo de tener un orgasmo.
Al otro lado del teléfono oyó una suave risa.
—¿Prefieres patata asada o en salsa de ajo?
—Por favor. Con salsa de ajo, claro. Y pide el solomillo poco hecho, para poder calentarlo después. Y si él quiere pedir postre, cualquier cosa que tenga chocolate.
—Hace tanto tiempo que no tomo chocolate… —dijo Kate, con un suspiro.
—Vive un poco —le dijo Julie—. Come algo que tengas que masticar, para variar.
—Tengo rodaje mañana, Julie. No puedo comer.
Julie miró al cielo con resignación.
—Claro. Lo siento. ¿En qué estaría pensando?
—¿Cómo va la fiesta?
—Aún no he salido.
Kate suspiró de nuevo.
—Vive un poco —repitió Kate con ironía—. Sal. Tómate algo. Habla con las personas. Quizá con una persona masculina. Con una persona.
Lo que sea.
—No, gracias. Ya he pasado por eso.
—Eres demasiado joven para ser monja.
—Y tú estás demasiado delgada como para hacer dieta.
—Te propongo una cosa —dijo Kate, susurrando en el teléfono—. Tú pégate un revolcón con alguien y yo me comeré un sándwich.
—¿Entero? —bromeó Julie.
—La mitad —dijo Kate.
—Lo pensaré.
—Bien. Oooh. Tengo que colgar. Él vuelve del baño. Te veo después.
—De acuerdo. Hasta luego —sonriendo, Julie colgó el teléfono y se lo guardó en el bolsillo delantero del pantalón. Después abrió la puerta y, al instante, la música la abofeteó. Los tambores tronaban, las guitarras chirriaban y el bajo vibraba por las tablas del suelo y por las plantas de sus pies descalzos.
Julie sacudió la cabeza y fue a la cocina.
Allí las luces estaban encendidas, seguramente por el trasiego de invitados que iban y volvían por la casa. Abrió la nevera y sacó una tarrina de helado, mientras agradecía el hecho de vivir con una aspirante a actriz y una modelo a tiempo parcial, ya que el helado siempre estaba en el refrigerador para ella.
Sonriendo, Julie quitó la tapa y la lanzó a la encimera antes de cerrar la puerta de la nevera de nuevo.
—¡Vaya! —exclamó, asombrada, al ver un par de ojos de color azul pálido clavados en ella—. No sabía que estabas ahí.
Ni siquiera había oído a aquel hombre entrar en la cocina, claro que no era sorprendente, teniendo en cuenta el volumen al que sonaba la música. Aunque tenía que admitir que, de otro modo, la presencia de aquel tipo nunca le habría pasado inadvertida.
Medía al menos un metro noventa, y tenía los hombros anchos, las piernas largas, el pelo negro y los rasgos marcados. Iba vestido de negro de pies a cabeza y llevaba un abrigo tres cuartos que le llegaba hasta la mitad de los muslos.
¡Ah, la vida en Hollywood, donde la imagen lo era todo!
Cuando él volvió a clavar aquellos intensos ojos azules en ella, Julie respiró profundamente y tomó una cucharada de helado, aunque aquello no fue suficiente para enfriarla. Tenía la sensación de que no se refrescaría ni desnuda en mitad de una nevada.
—Él está aquí. Sé que está aquí. En algún lugar —dijo el hombre de repente.
—¿Quién? —preguntó Julie, sin entender nada, un tanto nerviosa—. La mitad de Hollywood está aquí esta noche.
—Ésta es tu casa —dijo él, con su voz profunda y grave, que vibraba tanto como los bajos de la música.
Julie tragó saliva. Aquel hombre era… extraño. Desprendía una energía muy distinta a las de los invitados que frecuentaban aquel tipo de fiestas. Aquel hombre era… diferente.
—Sí. ¿Por qué?
Se acercó a ella y Julie sintió una oleada de calor. Tan sólo verlo andar, las piernas largas, sus pasos lentos y decididos, era suficiente para hacer que una chica sintiera calor y mareo. Una mujer que se había declarado célibe recientemente no debía permanecer cerca de un hombre como aquél. A Julie se le aceleró el pulso.
De repente, pensó que debido al volumen del ruido, si por algún motivo debía gritar para pedir ayuda, no serviría de nada. Nadie la oiría.
—¿Has visto a alguien extraño por aquí?
—¿Aparte de ti, quieres decir? —le preguntó Julie con una risita forzada, y tomó otra cucharada de helado—. Estás de broma, ¿no? Todo el mundo aquí es extraño para mí. Las fiestas son para todo el mundo en esta ciudad. Uno se lo dice a otro, el otro a otro más, y así sucesivamente hasta que… bueno, ya te haces una idea.
Él frunció el ceño y entrecerró los ojos.
—Eso era lo que pensaba.
Julie tomó otro poco de helado y, durante un instante, saboreó el caramelo mientras lo observaba con atención. Bien, quizá no necesitara ayuda. Lo que necesitaba era una ducha fría. Todas las células del cuerpo le hacían cosquillas.
Él paseó la mirada por la cocina, como buscando algo. Finalmente, sus ojos volvieron a posarse sobre ella y Julie tuvo que tragar saliva de nuevo.
Aun así, él no la había amenazado y ella no estaba dispuesta a darle a entender que estaba preocupada.
—Eres actor, ¿verdad?
—No.
—¿De verdad? Porque tienes una actitud de hombre misterioso que…
—Tú también deberías marcharte.
—¿Disculpa?
—Marcharte —repitió él, mientras alargaba la mano para agarrarla por el antebrazo—. Ahora.
Le rozó el brazo desnudo con los dedos y el calor chisporroteó entre ellos.
Definitivamente, uno de los dos tenía fiebre.
Lo que ocurría era que Julie no sabía quién.
Casi al instante, él la soltó y la miró con los ojos entornados, como si la estuviera culpando a ella por aquel estallido de fuego.
Julie dio un paso atrás y le dijo:
—Mira, ésta es mi casa. No voy a ir a ningún sitio. Pero creo que tú sí deberías marcharte.
Kieran MacIntyre notó que le ardían las yemas de los dedos. En parte, se quedó estupefacto y se preguntó por qué. Durante los incontables siglos que llevaba deambulando por el mundo, nunca había experimentado aquel chasquido. Había conocido a otros de su clase que lo habían sentido y, al principio, había tenido celos de ellos.
Sin embargo, a medida que pasaban los años, había comprendido que era él el afortunado. No tenía distracciones que lo apartaran de la caza y no tenía nadie de quien preocuparse. No tenía que temer la pérdida de una Compañera, porque no la había encontrado nunca.
Hasta aquel momento.
Había conocido su existencia tres meses antes, cuando ella había llamado a su casa intentando concertar una entrevista con él. Naturalmente, su petición había sido denegada, pero él había buscado información sobre ella en Internet y había sentido un interés inmediato. Su fotografía lo había obsesionado y había comenzado a tenerla vigilada en la distancia. Hasta aquella misma noche, cuando se había visto obligado a verse frente a ella.
Tenía el pelo rojizo y rizado, los ojos enormes y verdes y la cara pálida, salpicada de unas cuantas pecas doradas. El instinto le pedía a gritos que la tomara entre sus brazos.
Que le echara la cabeza hacia atrás y saboreara su cuello, que sintiera el pulso de su sangre bajo los labios. Que se llenara las manos con sus pechos y se hundiera en su calor.
El cuerpo le rugía de vida y de hambre de una manera desconocida para él. Y no quería.
No debía sentirse así. Había sobrevivido durante mucho tiempo sin una Compañera y le había ido muy bien. Nunca le habían gustado las complicaciones. No le habían gustado en vida, y mucho menos desde que había muerto. Era más fácil mantenerse a distancia del mundo mortal, hacer su trabajo y después desvanecerse de la memoria de todos cuyas vidas había rozado.
Era mejor estar solo.
No contar con nadie más que consigo mismo y los demás Guardianes.
Pero ella tenía un olor dulce. Fresco.
Vital.
El champú de flores que utilizaba tenía un olor seductor, y él se preguntó si su piel sabría tan bien como olía. Sus pechos altos y llenos se alzaban y se hundían rápidamente con su respiración agitada, y parecía que los ojos se le abrían más y más mientras lo miraba.
¿Acaso ella también sentía la conexión que había entre ellos?
—¿Quién eres? —le preguntó suavemente la mujer.
¿Quién era él? Una pregunta interesante.
¿Guardián? ¿Guerrero? ¿Caballero? Demasiadas respuestas, sin tiempo suficiente para responderlas.
Él dio un paso hacia delante y ella se movió hacia atrás hasta que se topó de espaldas con la encimera de la cocina. Del sobresalto, la tarrina de helado se le cayó al suelo.
No. Ella no podía saberlo. No podía saber en qué mundo se movía él.
Kieran se acercó aún más a ella, con la mirada clavada en sus ojos, e inclinó la cabeza sin poder evitarlo. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza.
No tenía tiempo para aquello. Y, sin embargo, sabía que no podría alejarse de aquella mujer sin probarla. Desde que había visto su fotografía por primera vez, había sabido que llegaría aquel momento. Y una vez que había llegado, no iba a malgastarlo. Tomó sus mejillas entre las manos y la besó; quería darle un beso breve y duro que aliviara la repentina y abrumadora necesidad que se había adueñado de él. Sin embargo, con un solo roce de sus labios estuvo perdido.
Ella suspiró en su boca y abrió los labios para él. Él introdujo la lengua en sus profundidades y sintió que se hundía en su calor. Con los sentidos embriagados, notó que el cuerpo se le inflamaba en llamas; ella suspiró de nuevo y aquel suave sonido lo recorrió en espiral como una cuchillada, rasgando una apatía de siglos como si fuera de seda fina.
A ella se le cayó la cuchara, y el metal chocó contra el suelo con un tintineo de aviso.
Kieran emitió un gruñido y la soltó de mala gana. Tuvo que forzar a su cuerpo para que se calmara; el impulso de tomarla era muy fuerte.
Ella estaba temblando y lo miraba con los ojos abiertos de par en par.
—Vaya —dijo suavemente—, eres verdaderamente bueno en esto.
Él se frotó la boca con la mano y se negó a admitir que estaba temblando. No tenía tiempo para aquello. No podía distraerse con algo que no iba a reclamar, de todos modos.
No estaba allí por ella.
Exactamente.
Kieran había seguido el olor de su presa hasta aquella casa. Durante todo el día, la había seguido, siempre un paso o dos por detrás.
Había perseguido el rastro de energía esquiva que siempre dejaban tras de sí los demonios. Y en aquel momento, parecía que el destino había dirigido aquella búsqueda. De lo contrario, ¿por qué habría ido la bestia allí?
¿A casa de ella, precisamente?
El poder de la bestia latía en el ambiente, su hambre, su deseo aleteaba salvajemente, y a Kieran le resultaba difícil entender por qué los mortales no eran capaces de sentirlo. En algún lugar de aquella casa el demonio se movía libremente mientras decidía a quién iba a matar, y cuándo.
Y él era el único que podía impedirlo.
—Todavía no me has respondido —dijo ella, con tirantez—. ¿Quién eres?
—Kieran MacIntyre.
—¿Tú eres MacIntyre?
—Sí.
—¿El hombre misterioso? ¿El filántropo de vida recluida? ¿Kieran MacIntyre? ¿En serio?
—Y tú eres Julie Carpenter. Una periodista.
Aquellos maravillosos ojos de esmeralda se entornaron.
—¿Cómo lo sabes?
—¿De veras crees que cuando intentas concertar una entrevista no se te investiga?
—Ah —dijo ella, y asintió—. Está bien. Eso es lógico. Y aquí estás. ¿No es una estupenda coincidencia? Tú, aquí, quiero decir, conmigo —dijo Julie. Prácticamente se estaba frotando las manos con fruición.
—No he venido por la entrevista.
—Eso no significa que no podamos hacerla.
—No —dijo él, lacónicamente—. No podemos.
No había tiempo que perder. No con ella. No podía permitirse una distracción en aquel momento, por muy tentadora que fuera aquella mujer. La caza era lo más importante. Un siglo y medio antes, él se había encontrado con el demonio. Lo había hecho sin tener una Compañera. Y lo haría otra vez.
Kieran se agachó y recogió el helado y la cucharilla. Cuando se irguió, el borde de su abrigo se movió hacia detrás.
—¿Eso es una espada? —preguntó ella con un chirrido en la voz. Kieran vio el miedo reflejado en sus ojos.
—Tonterías —respondió él, colocándose el abrigo—. Estás equivocada, pienses lo que pienses.
—Claro. Por supuesto —dijo Julie, asintiendo—. Espadachín multimillonario. No es para tanto. Una se encuentra cosas así todos los días.
—No tengo tiempo para explicártelo —dijo él, y se alejó de ella. Era más fácil pensar si no percibía su aroma.
Ella se acercó de un salto al teléfono, que estaba colgado de la pared opuesta a la nevera. Con el auricular en una mano y el dedo en el número nueve, le preguntó:
—Dame una buena razón por la que no debería llamar al nueve uno uno.
De una larga zancada, él se puso a su lado, le quitó el teléfono de la mano y colgó. Endemoniados teléfonos. Desde que se inventaron, las cosas se habían puesto mucho más difíciles para Kieran y los de su clase. Era demasiado fácil para los testigos llamar a la policía, o peor aún, a la prensa.
—Porque —dijo después de colgar, tomándole la mano para que no intentara marcar de nuevo— la policía no haría más que embrollar las cosas.
Ella resopló.
—La mayoría de los criminales diría algo así.
—Yo no soy un criminal.
—La mayoría de los criminales también diría algo así —repitió ella, y tiró de la mano para zafarse de él, lo cual hizo que Kieran la sujetara con más fuerza. Ella hizo un gesto de dolor y dijo—: Entonces, ¿qué es lo que quieres? ¿Es que tu filantropía es sólo una fachada, o es que te gusta arreglarte e ir a asustar a la gente?
—Demonios, mujer… —él le agarró la muñeca con más fuerza todavía.
—Suéltame, psicópata.
—No tienes nada que temer de mí.
En vez de calmarse, tal y como él esperaba, ella le lanzó una mirada fulminante a la mano que sujetaba su muñeca, y él la soltó. Entonces, ella se frotó la parte donde habían estado sus dedos. ¿Estaba disfrutando de su roce o intentando borrárselo de la piel?
—¿Llevas una espada y esperas que crea algo de lo que dices? ¿Quién lleva espada, por Dios?
—No intentes echar a correr —le advirtió él suavemente—. Te alcanzaría.
Ella se apoyó en la encimera.
—Está claro que sí. Está bien, no correré.
Pero vete.
Él la miró fijamente.
—Si estás pensando en escribir algo acerca de esto, tienes que saber que mis abogados lo impedirán.
—Llegas a mi casa con una espada, me rompes la muñeca y después, ¿me amenazas con demandarme?
—Yo no te he roto la muñeca —dijo él, irritado.
—Casi.
—Mujeres —murmuró él; deseaba poder estar luchando a muerte contra aquel demonio. Seguramente, sería más fácil que tratar con ella—. Ocurren más cosas de las que tú te imaginas.
—Eso ya lo veo —dijo ella, frunciendo el ceño.
Kieran la observó. A decir verdad, no podía dejar de mirarla. Pese a que le tenía miedo, Julie se mantuvo firme. Levantó la barbilla y lo miró directamente a los ojos con la fuerza de un guerrero. Y aquello Kieran lo entendía. Lo respetaba.
Durante todos los siglos que había deambulado por la tierra, nunca había conocido a una mujer que pudiera llegar a él. Una mujer que, si era cierto lo que decían las viejas historias, podría ser su salvación.
No. No había salvación para los de su raza.
Lo máximo que podía esperar era otra batalla.
Seguir avanzando con los años sin que el tiempo lo tocara, siendo capaz de manipular los recuerdos de aquéllos con los que se cruzaba para quedar en el olvido.
Aquello sí lo sabía. Aquello sí lo esperaba.
Ella, sin embargo, era una sorpresa.
Lo miraba fijamente con sus enormes ojos verdes y él percibía su pensamiento, la salvaje oleada de instinto y deseo. Estaba temblando, y la fuerza de su necesidad era tan poderosa como el miedo que sentía.
Antes de que pudiera pensarlo mejor, él intentó hacer algo que sospechaba, esperaba, no tuviera ni la más mínima oportunidad de éxito.
«No tienes nada que temer de mí, mujer».
Ella se sobresaltó y se apartó de la encimera, mirándolo entre horrorizada y fascinada.
—¿Cómo has hecho eso? ¿Cómo has conseguido hablarme en mi mente? ¿Cómo es posible que te haya oído? ¿Qué pasa?