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En Antes de Adan, un muchacho del siglo veinte se convierte en sus sueños nocturnos en Colmillo Largo, un hominido del Pleistoceno, que vive en una sociedad desgarrada por feroces conflictos de convivencia entre unas poblaciones que han alcanzado distintos estadios de evolucion.
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Nací en San Francisco de California, en 1876. A mis quince años ya me sentía tan hombre como el que más y los pocos centavos que llegaban a mis manos no me los gastaba en bombones ni en golosinas, que me empalagaban, sino en cerveza, cuyo sabor amargo me parecía muy adecuado para un hombre tan pleno como yo estaba convencido de ser.
Actualmente, cuando ya friso en la treintena, daría cualquier cosa con tal de gozar una infancia que a mí no me fue dada. Esto es tan cierto que voy perdiendo mi seriedad y me estoy haciendo cada vez menos formal. ¡Así creo recuperar la niñez perdida!
Mis recuerdos más antiguos son de responsabilidades y deberes. Me parece que nadie me enseñó a leer y escribir. Quizá lo haya olvidado, porque lo cierto es que a mis cinco años ya sabía ambas cosas. En cambio, recuerdo haber asistido en Alameda a mi primera escuela, antes de marchar con mis parientes a un rancho, donde tuve que trabajar de firme desde los ocho años.
Mi segunda escuela, en San Mateo, donde quise aprender algo más, era un guirigay. Solíamos sentarnos los alumnos de cada clase en nuestro banco correspondiente, pero la mayor parte de los días no llegábamos a hacerlo siquiera, porque el maestro venía borracho como una cuba. Entonces, los chicos mayores le zurraban. Pero el maestro, a su vez, la emprendía con los pequeños. Así terminaba la clase, sin haber comenzado siquiera. Puede imaginarse cuánto debí aprender en una escuela semejante. Todos los míos, mis familiares lo mismo que mis amigos, carecían en absoluto de ideas, gustos y refinamientos literarios. Tan sólo mi abuelo había llegado a ser escribiente, ya que no escritor. Era galés y en sus montañas le llamaban «el padre Juan», debido a su interés y su ánimo en dar a conocer los evangelios.
La ignorancia de mis allegados era tanta, que ya desde muy niño me impresionaba. Yo había leído con apasionamiento los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving; entonces debía tener unos nueve años y me extrañaba que los rancheros ignorasen en absoluto la existencia de aquella obra. Por último, llegué a la conclusión de que la ignorancia era algo propio de la vida rural; algo me insinuaba que no debía ser tan espesa en las ciudades.
En cierta ocasión vino a nuestro rancho un hombre de la ciudad. Sus zapatos eran elegantes y vestía con refinamiento. Yo estaba entusiasmado al pensar que llegaba el momento en que podría cambiar impresiones con alguien un poco cultivado. Con los ladrillos de una chimenea derruida, me había hecho una pequeña Alhambra privada, con sus torres, sus patios, sus miradores y demás detalles. Al menos, no había olvidado colocar letreros escritos con yeso que indicaban su existencia y su emplazamiento. Tomé a mi hombre y le conduje allí, para asaltarle a preguntas sobre la Alhambra real. Pero entonces me convencí de que el ciudadano, a fin de cuentas, era tan ignorante como los rancheros, mis conocidos.
Tuve que consolarme pensando que en el Mundo no había más que dos personas que supieran un poco dónde les apretaba el zapato: y estas personas éramos Washington Irving y yo...
Mi biblioteca se completaba con ciertas novelas de poca importancia, que yo pedía prestadas, e interminables folletines sentimentales, que encantaban a los braceros con sus narraciones sobre las desgracias de modistillas pobres y buenas.
Con tales lecturas, el fondo de mi ser no podía resultar más que convencional y ridículo. Pero como vivía en aquel lugar solitario y alejado, no tenía dónde elegir obras mejores y debía aceptar de buen grado lo que cayese a mi alcance. Me impresionaba mucho Signa, de Ovida, y solía zampármela –más que leerla de veras– con bastante frecuencia. No pude saber el desenlace más que unos años después, porque en mi ejemplar faltaban los últimos capítulos. Pero tal circunstancia, que en realidad era un inconveniente, para mí resultó positiva: porque gracias a ella, en mis ensoñaciones, podía inventarme nuevas aventuras del héroe, sin necesidad de que cayese bajo la Némesis destructora.
Durante algún tiempo, mi trabajo en el rancho consistió en ocuparme de las abejas. Como para ello tenía que sentarme al pie de un árbol desde la aurora hasta muy avanzada la tarde, aguardando el regreso del enjambre a su respectiva colmena, me quedaba tiempo de sobras para leer y para soñar.
El valle de Livermore era enteramente llano y sus colinas y cerros no me interesaban apenas. El único suceso que rompía mi embebemiento era el regreso de las abejas, momento en que debía lanzar la voz de alarma, para que la gente del rancho se retirase a toda prisa con sus cacharros, calderos y cubos llenos de agua.
Me parece recordar que Signa comenzaba de un modo así:
«Era niño todavía. No obstante, soñaba ser un músico eminente, tan sobresaliente que toda Europa habría de rendirse ante mi arte.»
Yo también era niño. ¿Por qué no había de llegar, a mi vez, a ser lo que Signa soñaba?
La vida en aquel rancho californiano, en fin, era lo más soso y tonto que se pueda imaginar. Y yo me pasaba los días soñando navegar más allá de la línea del horizonte, para ver Mundo. Ya por aquel entonces comenzaba a experimentar extrañas impresiones que me sugerían la belleza. Mi alma se inclinaba a lo hermoso, pese a que todo lo que me rodeaba era abiertamente feo. Aquel paisaje de cerros y llanuras me causaba una opresión indecible: no conseguí amarlo hasta que, habiéndolo perdido de vista, lo recreé en mi memoria.
Me marché del rancho antes de haber cumplido los once años. Fui a vivir en Oakland. Allí aproveché todo el tiempo que pude en leer cuanto vino a mi alcance en la Biblioteca Libre y Pública. Leí tanto que llegué a experimentar los primeros síntomas del baile de San Vito, debido al exceso de lectura y la consiguiente falta de ejercicio físico.
Mis ilusiones comenzaron a desvanecerse, a medida que aumentaba mi conocimiento de las cosas del Mundo. En aquella época me ganaba la vida vendiendo periódicos por las calles. Antes de llegar a los dieciséis años, había pasado por infinidad de oficios diferentes, pero alternando siempre trabajo y estudio. Los años iban transcurriendo...
Como el ansia de viajes y aventuras me consumía, pronto abandoné aquel ritmo de vida y me uní a los piratas de ostras. Hace tiempo que ha pasado la época de éstos. Pero si tuviera que purgar en justicia mis delitos, me tocaría pasarme a la sombra una tirada de más de quinientos años. Después embarqué como tripulante en un velero y participé en la pesca del salmón. Para ironía, mi ocupación siguiente fue la de vigilante de playa, encargado de echar mano a quienes violasen las leyes vigentes en materia de pesca. En aquel entonces practicaban la pesca ilegal muchos chinos, griegos e italianos: eran gentes sin escrúpulos y más de un guarda pagó con su vida haberse inmiscuido en los negocios de semejante ralea.
Nuestra única arma de reglamento consistía en una especie de tridente de acero. Pese a semejante inferioridad, no sentí miedo nunca y creo que me porté como es debido cuando, en cierta ocasión, subí a un buque para detener a los delincuentes.
Más tarde, embarqué en navíos de mayor porte, con los que llegué a la costa del Japón, ascendiendo después hasta el Estrecho de Bering. Por aquellas latitudes asistí a la caza de la foca. Regresé a California después de siete meses de navegación y continué dedicándome a los trabajos más dispares e incluso extravagantes, unas veces como fogonero, otras como estibador o como peón en una fábrica dé yute, donde se trabajaba desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde. Con varios amigos míos planeaba para el año siguiente una nueva salida al mar. Ignoro cómo se me ocurrió desistir de ella, pero fue una suerte: porque el Mary Thomas, donde mis amigos se hicieron a la mar, se perdió sin que jamás volviera a saberse de él.
Durante mi asistencia a la escuela –una asistencia irregular y caprichosa– escribí algunas cosillas que fueron muy elogiadas; pero suele ocurrir lo mismo en casos semejantes. Cuando trabajaba en la prensa de yute, intenté alguna vez reanudar mis actividades creadoras. Pero el trabajo en la fábrica me ocupaba trece horas al día; como era joven y no muy laborioso, quería reservarme algún tiempo para divertirme: de manera que quedaba muy poco margen para la literatura.
Por aquel entonces, La Voz de San Francisco ofreció un premio destinado al mejor artículo descriptivo que se presentase. Mi madre me animó a participar en el concurso. Me decidí, en efecto, y elegí como tema Un tifón en la costa japonesa. Comencé a escribir el artículo a medianoche, fatigado y soñoliento, sin olvidar que debía levantarme a las cinco y media de la mañana para acudir a la fábrica, como cada día. Pero trabajé sin descanso hasta haber escrito más de dos mil palabras, que era el límite establecido en el concurso: aquella extensión sólo me había permitido escribir la mitad de lo que llevaba dentro sobre el tema. A la noche siguiente y en unas condiciones análogas, continué sumando palabras y palabras, hasta que con unas cuatro mil quedó listo el largo artículo. Ello supuso que hube de emplear una tercera noche en cortar a diestro y siniestro, hasta dejarlo reducido a la extensión fijada en las bases del concurso. Me concedieron el primer premio. El segundo y el tercero fueron para sendos estudiantes de las universidades de Stamford y de Berkeley.
Aquel triunfo, en un concurso tan serio, me hizo pensar en la literatura. Pero la sangre me hervía aún demasiado para someterme a un trabajo ordenado y paciente. De manera que no tardé en abandonarlo: toda mi producción se había limitado a un escrito breve pero hinchado para La Voz, que este diario tuvo el buen acuerdo de rechazar sin más.
Viajé a pie por todo Estados Unidos, desde California hasta Boston, para regresar a la costa del Pacífico a través de Canadá. En este país fui a dar con mis huesos en una cárcel y fui procesado por vagabundo. Las numerosas experiencias que me había deparado mi andadura determinaron que me hiciera socialista. Ya antes me había conmovido meditando sobre la dignidad del trabajo y sin haber leído a Carlyle ni a Kipling había formulado una especie de evangelio del trabajo que dejaba chicos los de tan prestigiosos autores. El trabajo es todo. El trabajo es la santificación y la salvación. Por mucho que los ponderase, no podríais imaginar cuánta fe, cuánto entusiasmo y cuánto orgullo dedicaba entonces a efectuar lo mejor posible mi ruda tarea cotidiana. Era tan esclavo de mi salario como víctima de la explotación capitalista. En fin, mi individualismo desenfadado y alegre estaba empapado de la ética ortodoxa del buen burgués. Pero después de haber luchado como un león, abriéndome paso con sólo mis fuerzas desde las liberales y hospitalarias tierras de Occidente, donde los hombres prosperan fácilmente como si la suerte les persiguiera, hasta los estados del Este, congestionados centros de actividad donde el individuo se esfuerza en vano en ser él quien persiga a su suerte, mi visión de la vida cambió por completo: la contemplaba desde un punto de vista diferente. Los trabajadores me parecían víctimas de un matadero, Hundidos en la charca social. Me prometí no volver a exponer mi cuerpo ni un solo día a los esfuerzos del trabajo, excepto en caso de verme inexorablemente forzado a ello: habría de procurar por todos los medios esquivar todo compromiso que exigiera un esfuerzo físico.
A mis diecinueve años regresé a Oakland, donde comencé a trabajar en la Escuela Superior, que publicaba una revista semanal o mensual –ahora no lo recuerdo bien– y para la que escribí algunos cuentos: éstos, más que propiamente tales y debidos a mi imaginación, eran relatos fieles de mis avatares en tierra y mar. Así pasé un año: me ganaba la vida con mi sueldo de bedel, pero al fin abandoné aquel puesto, que me requería más esfuerzo del que yo estaba dispuesto a aceptar.
Mis declaraciones de socialismo llamaban la atención: me llamaban «el chico socialista», alta distinción, que me valió un arresto por discursos en la calle y ciertas conversaciones.
Tras mi salida de la Escuela Superior, me di un atracón de estudio por cuenta propia, tal que hice en tres meses el trabajo de tres años y logré ingresar en la Universidad de California. Me hubiera sublevado renunciar a una formación universitaria: por ello, me coloqué en un lavadero; además, la pluma también me ayudaría algo económicamente. Viví una temporada de trabajo muy serio, pero efectuado con gusto: ponía todo mi ánimo. De todos modos, aquello resultó excesivo y no tuve más remedio que abandonar los estudios a mitad del primer curso.
Mi función en el lavadero consistía en planchar camisas y otras prendas de vestir. Las horas que me quedaban libres las empleaba en escribir. Me esforcé mucho en compaginar ambos quehaceres. Pero era frecuente que el sueño me rindiese teniendo aún la pluma en la mano. Más tarde, me marché del lavadero para dedicar toda mi jornada a escribir. ¡Entonces volví a sentir que vivía! Por poco tiempo... Pasados tres meses de inútiles esfuerzos, hube de reconocer mi fracaso en la literatura y abandonarla. Me largué a Klondike, atraído por la noticia de unos yacimientos de oro recientemente descubiertos. A final de aquel año se declaró una epidemia de escorbuto y hube de regresar a mis lares, haciendo en un barquito mezquino la larga travesía de nada menos que casi tres mil quinientos kilómetros: pero aquélla fue la primera vez que me ocupé de ir tomando apuntes sobre las incidencias del viaje. En Klondike me había encontrado a mí mismo. Allí nadie habla: todos piensan, y el pensamiento les brinda –como me sucedió a mí– la auténtica perspectiva interior de su propio ser.
Mientras yo me encontraba en Klondike había fallecido mi padre, lo cual supuso que el peso de mi familia recayera sobre mis hombros. Para colmo, California atravesaba una época negra y no conseguí encontrar trabajo. Mientras lo buscaba en vano, escribí Río abajo, que fue rechazado. Pero antes que me comunicasen aquella decisión había escrito también otra obra de veinte mil palabras para una empresa recién establecida, que también había de rechazarla. Yo continuaba escribiendo, mientras aguardaba aquéllas que luego serían sendas malas noticias. Ignoraba lo que pudiera ser un editor o algo semejante. No conocía a nadie que hubiera publicado un escrito, por modesto que fuese. Al fin, sin embargo, me aceptaron un cuento en una revista de California, que me pagó cinco dólares. Poco después, El Gato Negro me ofreció cuarenta dólares por otro cuento. Parecía que cambiaba la situación... Ya no era probable que tuviera que ganarme la vida echando paletadas de carbón, como antaño.
Publiqué mi primer libro en 1900. Podía haber escrito mucho para los periódicos que solicitaban mi colaboración, pero tuve cordura bastante para evitarme la esclavitud de semejante máquina estrujadora: pues tal son los diarios para los escritores jóvenes que se encuentran todavía formándose. Así, pues, no escribí demasiado para los diarios hasta que pisé firme como colaborador de revistas. Mi temperamento es no sólo irregular y perezoso, sino además melancólico; pero la disciplina que debo a mi vida marinera me ha marcado beneficiosamente. Quizá también deba a ella la regularidad y la brevedad de mis horas de sueño. No le dedico más que cinco horas y media: ni un minuto más. Y todavía no se ha presentado ningún acontecimiento capaz de desvelarme cuando llega mi hora establecida para dormir.
Soy muy aficionado a los deportes. Me encantan el boxeo, la esgrima, la natación, las carreras, el remo e incluso el lanzamiento de cometas. Aunque procedo de la ciudad, prefiero vivir en las afueras, pero no lejos de ella. La vida del campo es la única natural y buena.
Los escritores que más han influido en mí, después de mi madurez, son Karl Marx, de un modo particular, y Spencer, más en términos generales. Si hubiera podido, en los días míseros y solitarios de mi infancia me hubiese dedicado a la música. Ahora que estoy en la juventud, si tuviera un par de millones, me dedicaría a la poesía; también publicaría folletos. Respecto a mi mejor obra, yo creo que es Liga de los ancianos. También estoy satisfecho de algunos fragmentos de Cartas de Kempton Place.
A muchos no les gusta la primera: prefieren algo más animado y divertido. Acaso yo opine de igual modo cuando los años de mi juventud hayan ido quedando atrás...
Jack London
Estos son nuestros antepasados, y su historia es nuestra historia. Recordadlo. Tan seguro como que un día, dejando el balanceo de los árboles, comenzamos a caminar erguidos, es que en días más remotos nos arrastramos desde las orillas del mar para realizar nuestra primera aventura terrena.
¡Imágenes! ¡Imágenes! ¡Imágenes! Muy a menudo, antes de averiguarlo, me he preguntado de dónde vendrían la multitud de escenas animadas que poblaban en tropel mis ensueños; porque en la vida real, no había visto nunca nada semejante a las imágenes de mis sueños. Ellas torturaron mi infancia, convirtiendo mis noches en procesión de pesadillas; ellas me convencieron, poco después, de que yo era diferente de mis semejantes, criatura innatural y maldita.
Sólo durante el día lograba algo de felicidad. Mis noches señalaban el comienzo del reino del terror. ¡Y qué terror! Me atrevo a afirmar que ninguno de los hombres que han hollado la Tierra se vio jamás atormentado de un terror semejante y tan intenso como el mío. Porque el mío es el terror de remotísimos tiempos, el terror desenfrenado del Mundo primitivo. En resumen, era el terror que imperaba, supremo, en el período que llamamos Pleistoceno Medio.
¿Qué es lo que quiero decir? Veo que necesito explicarme antes de que pueda relataros la substancia de mis ensueños, porque, si no, nada comprenderíais de lo que yo tan bien conozco. Según voy escribiendo estas líneas, se enhiestan ante mí en vasta fantasmagoría los seres y los acontecimientos de aquel otro Mundo, y comprendo que no tendrían significado alguno para vosotros.
¿Qué veríais en la amistad de Oreja Caída, en la cálida mirada de mi Dulce Alegría o en la lujuria y atavismo de Ojo Bermejo? Una incoherencia aturdidora, no más. Y una aturdidora incoherencia serían también para vosotros las gestas de los Hombres del Fuego, de los Pueblos de los Árboles y el guirigay de los ruidosos concilios de las hordas. Porque ignoráis la paz de las cuevas frías de los peñascales y los círculos que se formaban en los abrevaderos al caer del día. No habéis sentido nunca la mordedura del viento matinal en las copas de los árboles, ni es dulce a vuestro paladar el sabor de las cortezas tempranas de los troncos.
Me atrevo a decir que será lo mejor que os lleguéis a esta historia, como yo mismo lo hice, a través de mi infancia. Cuando niño, era yo muy semejante a los demás niños en mis horas de vigilia. En mis sueños es donde estaba la diferencia. Mis sueños, hasta donde llegan mis más lejanos recuerdos, eran periodos de terror. Raramente los coloreaba la felicidad. Casi siempre eran un entretejido de miedo, tan extraño y ajeno, que no hay medio de ponderarlo y describirlo. Ninguno de los terrores de mi vida diurna se parecía en lo más mínimo a los que se apoderaban de mí en las horas de sueño Su especial carácter y cualidad rebasan todas mis otras experiencias.
Por ejemplo, yo era un chico de la ciudad, un niño, para quien era el campo un reino inexplorado y desconocido. Sin embargo, nunca soñaba en ciudades; ni una sola casa se presentó jamás en mis sueños. Ni siquiera un solo ser humano –y esto es lo más notable– rompió el espeso muro de mi dormir. Yo que había visto árboles sólo en los parques y en los libros ilustrados, correteaba en mis ensueños por interminables selvas vírgenes, y además, no eran manchas más o menos borrosas e indecisas los árboles de mis visiones, sino cosas definidas, claras y resaltantes. Íntimamente los conocía, por así decirlo; percibía cada una de sus ramas y brotes, cada una de sus múltiples hojas.
Me acuerdo perfectamente de la vez primera que percibí un roble en mi vida. Cuando contemplaba sus hojas, sus ramas, sus nudosidades, sentí con angustiosa intensidad que había visto la misma clase de árboles innumerables veces en mis sueños. Así que no me sorprendió más tarde el que pudiera reconocer, al verlos por vez primera, árboles como el abeto, el tejo, el abedul o el laurel. ¡Ya los había visto antes! ¡Los veía aún, todas las noches, al dormir!
Como habréis comprendido, todo esto rompe la primera ley del ensueño: esto es, que en los ensueños no se ve más que lo que ya se ha visto estando despierto o combinaciones de eso mismo. Pero todos mis ensueños violaban esa ley. Nunca veía en ellos cosa alguna que pudiera haber conocido en mi vida normal. Mi vida, dormido y despierto, eran dos vidas separadas y distintas, sin más relación entre sí que yo mismo. Yo era ese misterioso lazo en que se unían ambas vidas.
En mi más temprana infancia, se me enseñó que las nueces procedían del tendero y las bayas del frutero; pero mucho antes de esto, había arrancado nueces de los árboles en mis sueños, o las había recogido del suelo, bajo sus copas, para comérmelas, y de la misma manera devoraba las bayas de las cepas y matorrales. Todo esto trascendía a mis experiencias normales.
Nunca me olvidaré de cuando, por vez primera, vi servir a la mesa un plato de fresas. No las había visto nunca, y sin embargo, brotaron en mi alma, al contemplarlas, recuerdos de sueños en que yo vagaba por países pantanosos comiéndolas hasta hartarme. Mi madre me sirvió un plato de postre lleno de fresas; llené la cucharilla, pero antes de llevarlas a la boca, ya sabía yo cuál sería su sabor. Y no me equivoqué. Era el mismo sabor intenso que había gustado mil veces en mis sueños.
¿Serpientes? Mucho antes de que hubiera oído hablar de las serpientes, me atormentaban al dormir. Me acechaban en los claros del bosque y en las parameras se erguían y saltaban bajo mis pies; se deslizaban entre la hierba seca y por los desnudos retazos de los roquedales, o me perseguían hasta las copas de los árboles, enroscándose al tronco con sus cuerpos de brillantes escamas, haciéndome huir, trepando a lo más alto de las ramas, hasta los brotes oscilantes y quebradizos, desde donde sentía la amenaza del suelo a una distancia vertiginosa. ¡Las serpientes ... con sus lenguas bífidas, sus ojos redondos y sus ardientes escamas brillantes, sus silbidos y su zumbar! ¿Acaso no las conocía yo demasiado bien antes de verlas en el circo, cuando el encantador de serpientes las presentó al público? Eran mis viejas amigas, o más bien las inveteradas enemigas que poblaban de horrores mis noches.
¡Oh aquellas interminables selvas tenebrosas y sombrías! ¡Durante cuántas eternidades no habré vagado yo en su seno, tímida criatura perseguida, sobresaltada al más leve ruido, asustada de mi propia sombra, siempre el ojo avizor, siempre alerta y vigilante, presto en todo momento a lanzarme en loca carrera fugitiva para salvar la existencia! Porque yo podía ser presa de cuantos feroces seres moraban en las selvas, y huía ante los monstruos cazadores, en un éxtasis de terror.
Tenía cinco años de edad cuando fui por primera vez al circo. Me sacaron de allí enfermo... mas no de algún atracón de cacahuetes o de indigestión de limonada. Dejádmelo contar. Cuando entramos en las jaulas de los animales, rasgó el aire un rugido crujiente. Me solté de la mano de mi padre y me lancé en vertiginosa huida hacia la entrada; chocaba con la gente, tropecé y caí, sin dejar de llorar, aterrorizado. Mi padre, al recogerme trataba de consolarme, mostrando cómo la multitud permanecía indiferente y descuidada ante aquellos rugidos; me prodigó sus caricias y me inspiró la seguridad de que nada podía ocurrirme.
No obstante, Me acerque por fin a la jaula del león, asustado y tembloroso, después de haberme animado mucho mi padre. ¡ [...]