Antes de la boda - Susan Mallery - E-Book
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Antes de la boda E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Después de una infancia llena de dramas y angustia, Destiny Mills quiere una vida tranquila y segura. Todo lo que Kipling Gilmore no es. Preparar al equipo de búsqueda y rescate de Fool's Good la coloca a diario en una deliciosa cercanía con Kipling, que en otro tiempo fue un esquiador profesional de primera clase. Parte de ella anhela dejarse llevar por una vez en su vida… mientras que el resto teme por lo que puede pasar si lo hace. Aunque un accidente puso fin a su carrera deportiva, Kipling continúa viviendo para las emociones y una apasionada aventura con una pelirroja tan maravillosa como Destiny sería una agradable diversión. Pero, bajo la fría fachada de su nueva compañera de trabajo, se esconde una mujer que necesita más de lo que él ha ofrecido nunca. Con ella, está dispuesto a correr el riesgo. Pero el amor, al igual que el esquí, es una cuestión de confianza y, antes de lanzarse, tienes que estar dispuesto a caer.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2015 Susan Mallery Inc.

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Antes de la boda, n.º 109 - julio 2016

Título original: Hold Me

Publicada originalmente por HQN™ Books

 

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8651-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Si te ha gustado este libro…

Dedicatoria

 

La dedicatoria de este libro está escrita por una de mis lectoras favoritas:

 

Para todas las lectoras de Mallery, que disfrutáis de sus historias tanto como yo, una entusiasta lectora de novelas de amor,

Jan W.

Capítulo 1

 

Nadie se despertaba una buena mañana y pensaba: «hoy voy a perderme en el bosque». Pero, incluso sin haberlo planeado, era algo habitual.

Quizá fuera simplemente la innata necesidad de explorar de los humanos. O quizá fuera cuestión de mala suerte. O, quizá, que la gente era idiota. A la abuela Nell siempre le había gustado decir: «la belleza es algo superficial, pero la estupidez cala hasta los huesos». No era que Destiny Mills fuera una persona dada a juzgar a los demás en ningún caso. La gente se perdía y su trabajo consistía en asegurarse de encontrarla. Era algo así como ser un superhéroe. Solo que, en vez de tener visión láser o el poder de la invisibilidad, tenía un potente software y un perfeccionado equipo de búsqueda y rescate.

Bueno, técnicamente, el equipo no era suyo. Pertenecía a cualquier ciudad o condado que hubiera contratado a su empresa. La empresa para la que trabajaba había creado el software y ella era una de las tres preparadoras que ayudaban a aquellos que querían utilizarlos. Explicaba la manera de usarlo, entrenaba al grupo de búsqueda y rescate y continuaba después con el siguiente encargo.

Si era lunes, debía de estar en Fool’s Gold, pensó divertida mientras entraba en su pequeña oficina temporal. Fool’s Gold, California. Población, ciento veinticinco mil cuatrocientos ochenta y dos habitantes, por lo que decía la señal que había visto de camino hacia allí. Situada en las laderas de las montañas de Sierra Nevada, la ciudad atraía a miles de turistas. Llegaban a esquiar en invierno, en verano a hacer excursiones y a acampar y, a lo largo del año, asistían a las numerosas fiestas que habían conseguido poner a la ciudad en el mapa.

Nada de aquello la incumbía. Lo que realmente le interesaba eran los cientos de miles de hectáreas que había justo en los límites de la ciudad. Era un territorio inexplorado y salvaje con montones de laderas, barrancos, arroyos y cuevas. Lugares en los que la gente se perdía. Y cuando alguien se perdía, ¿a quién llamaba?

Destiny rio mientras resonaba en su cabeza el tema musical de Cazafantasmas. No sabía si para todos los demás, pero para ella la vida era una banda sonora. La música estaba por todas partes. Las notas conformaban una melodía y las melodías se convertían en recuerdos para ser rememorados. Oías una canción de cuando estabas en el instituto y te trasladabas a los brazos de tu novio de entonces.

Se sentó en una silla y enchufó el ordenador portátil en la estación de conexión. Solo disponía de una semana para prepararse antes de que comenzara el verdadero trabajo. Durante los tres meses siguientes, iba a tener que cartografiar el terreno, introducir la información en aquel software tan increíblemente inteligente que utilizaba su compañía y entrenar después al equipo local de búsqueda y rescate. Ella era el punto de contacto, la conexión humana. Al cabo de tres meses, se trasladaría a cualquier otro lugar del país y comenzaría de nuevo.

Le gustaba moverse. Le gustaba estar siempre en algún lugar nuevo. Hacía amigos fácilmente y los dejaba tras ella con la misma facilidad cuando llegaba el momento de marchar. Ya encontraría nuevos amigos en el próximo lugar. Por supuesto, había una carencia de continuidad, pero la ventaja era que se ahorraba los dramas emocionales que acompañaban a las amistades largas. Tanto si ella intimaba con los demás como si los demás intimaban con ella, las relaciones podían ser agotadoras.

Había crecido en una familia que hacía que cualquier reality sobre la vida doméstica resultara tan interesante como leer la guía telefónica. La realidad de la televisión no tenía nada que ver con sus padres. Como adulta, Destiny había tenido que decidir si quería o no aquel dramatismo y había decido que no. De modo que había escogido deliberadamente un trabajo y un estilo de vida que le permitieran estar continuamente en movimiento.

Pero durante los meses siguientes, disfrutaría de las peculiaridades de Fool’s Gold. Ya se había informado sobre aquel lugar y estaba deseando probar las diferentes muestras del sabor local.

Justo en aquel momento, se abrió la puerta de su oficina. Destiny reconoció al joven alto, rubio y atractivo que apareció en el marco de la puerta. No porque se hubieran conocido antes, puesto que la había contratado la alcaldesa, y no él, pero le había visto en muchas portadas de revistas, en entrevistas en televisión y en artículos de Internet.

Se levantó y le sonrió.

–¡Hola! Soy Destiny Mills.

–Kipling Gilmore.

Tenía los ojos de un azul más oscuro del que esperaba y una elegancia de movimientos que, probablemente, debía a toda una vida dedicada al deporte. Porque aquel hombre no era solamente Kipling Gilmore. Era el mismísimo Kipling Gilmore. El famoso atleta. La superestrella del esquí. El medallista de oro olímpico. La prensa le llamaba la G-Force, la fuerza de la gravedad, porque, por lo menos sobre los esquíes, buscaba la velocidad sin que parecieran importarle las leyes de la física. Era capaz de cosas que nadie había hecho. Por lo menos, hasta que había sufrido el accidente.

Se estrecharon la mano. Él le tendió una caja rosa procedente de la panadería.

–Para ayudarte a instalarte.

Destiny levantó la tapa y vio media docena de donuts. El olor del azúcar glaseado y la canela flotó hasta ella. Un olor embriagador que la hizo desear inmediatamente quince minutos de soledad para deleitarse con aquella dosis de azúcar.

–Gracias –le dijo–. Es mucho mejor que unas flores.

–Me alegro de que te lo parezca. ¿Cuándo has llegado?

–Ayer. Llegué la noche anterior a Sacramento y por la mañana hice el viaje hasta aquí.

–¿Y te estás instalando a gusto?

–Sí y estoy deseando ponerme a trabajar.

–En ese caso, adelante.

Se sentaron los dos. Destiny giró el portátil hacia él y presionó algunas teclas.

–Para que el programa de búsqueda y rescate resulte operativo, hay dos partes principales –comenzó a decir–. Cartografiar la geografía física de la zona y, posteriormente, enseñaros a ti y a tu equipo la manera de utilizarlo.

–Parece fácil.

–Sí, siempre lo parece, hasta que se impone la realidad.

Kipling arqueó una ceja.

–¿Eso es un desafío?

–No. Sencillamente, estoy diciendo que el proceso lleva tiempo. El software STORMS puede adaptarse prácticamente a cualquier situación. El éxito o el fracaso de una búsqueda normalmente residen en una combinación de suerte e información. Mi objetivo es eliminar el factor suerte de la ecuación.

STORMS, Search Team Rescue Management Software, funcionaba con equipos de rescate. Los datos se introducían en el sistema y el programa indicaba las áreas más probables para iniciar la búsqueda. Cuanta más información se tuviera sobre la persona perdida, el terreno, la época del año y las condiciones del tiempo, más rápida era la búsqueda. Cada rastreador disponía de un GPS que iba acumulando información sobre su trabajo. La información se transmitía al programa de manera que la búsqueda estuviera continuamente actualizada a tiempo real.

Cuantas más áreas se eliminaran, más iba estrechándose la búsqueda hasta dar con la persona buscada.

–Comenzaré cartografiando la zona durante los próximos dos días –continuó explicando.

–¿Y eso cómo lo haces?

–Primero, por aire. Utilizamos un helicóptero y diferentes clases de equipamiento para incrementar los datos de los que ya disponemos por vía satélite. Las zonas boscosas más tupidas y los rincones más recónditos de las montañas tendremos que cartografiarlos a pie.

–¿Y tú haces eso?

Aunque la pregunta fue suficientemente educada, el tono sugería que no se lo creía. «Estúpido», pensó ella con una sonrisa.

–Sí, Kipling. Soy capaz de caminar cuando hace falta. Y si son zonas muy remotas, consulto con guías locales.

–Pensaba que eras una urbanita. ¿No me dijo alguien que vivías en Austin?

–Ahí es donde tengo mi casa, sí. Pero crecí cerca de las Smoky Mountains. Sé arreglármelas sola en el campo.

Lo que no mencionó fue que, cuando era más joven, había pasado varios años viviendo en aquellas mismas montañas con su abuela materna. Además de saber moverse por un terreno abrupto, sabía pescar y conocía tres maneras diferentes de cocinar las ardillas. Pero no iba a compartir aquella información. Si contabas que eras capaz de hacer un triste filete a la brasa te aplaudían. Si hablabas de ardillas guisadas con raíces de diferentes plantas te miraban como si fueras caníbal. La gente era muy extraña, pero eso era algo que Destiny sabía desde hacía mucho tiempo.

–En ese caso, confiaré en que te encargues tú del negocio –le dijo Kipling–. ¿Cuándo llega el helicóptero?

Destiny revisó el calendario.

–A finales de semana. Voy a tener un verano muy ocupado. En cuanto hayamos introducido todos los datos geográficos en la base de datos, comenzaremos a comprobar el sistema. Eso significa que tendremos que localizar a personas que, en realidad, no se han perdido.

El humor asomó a las comisuras de los labios de Kipling.

–Sí, ya he leído el material.

–Me alegro de saberlo. ¿Eso significa que también has abierto los manuales de instrucciones?

Kipling vaciló durante el tiempo suficiente como para que Destiny se echara a reír.

–No creo –le dijo–. ¿Qué problema tenéis los hombres con los manuales de instrucciones y con preguntar direcciones?

–No nos gusta admitir que no sabemos algo.

–Eso es ridículo. Nadie lo sabe todo.

–Pero podemos intentarlo.

No era una respuesta sorprendente, pensó Destiny. La fanfarronería parecía ir de la mano de los hombres. Otro motivo por el que le costaba encontrar al hombre adecuado para ella. Quería una ausencia total de fanfarronería y un ego minúsculo. Cuando los sentimientos se desbordaban, el sexo opuesto era capaz de hacer cualquier locura. Y en la vida de Destiny, no había lugar para la locura.

–¿Crees que te va a suponer algún problema recibir instrucciones mías? –le preguntó–. Porque, si es así, tendremos que solucionarlo en este mismo instante. Si es necesario, hasta puedo retorcerte el brazo para que te sometas.

Kipling se echó a reír.

–Lo dudo.

–Ten cuidado con tus presunciones. Mi abuela me enseñó muchos trucos sucios. Conozco lugares en los que me basta presionar con un nudillo para hacer que un hombre grite como una niñita. Y no de felicidad, precisamente.

–¿Hay formas de gritar de felicidad como una niñita?

Destiny arrugó la nariz.

–He tenido que utilizar esa amenaza en otras ocasiones y algunos hombres piensan que estoy hablando de sexo. Pero no es así.

Kipling fijó la mirada en su rostro.

–Interesante.

–Entonces, ¿voy a tener problemas contigo?

–No.

–En ese caso, disfrutaremos de un buen verano. Nunca había trabajado en California. Estoy deseando conocer la zona.

–Esta ciudad es un poco extraña.

–¿En qué sentido?

Kipling permaneció tranquilamente sentado en la silla. No hubo movimiento alguno, ninguna sensación de que quisiera estar en cualquier otra parte. Era un hombre paciente, pensó Destiny. Tendría que serlo. Esperar a que llegara el mal tiempo. Esperar la llegada de las estaciones. Esperar a que las condiciones fueran las adecuadas.

Kipling Gilmore había cosechado grandes éxitos en los Juegos Olímpicos de Sochi, el desastre le había golpeado varios meses después. Destiny no era seguidora de ningún deporte, de modo que no conocía los detalles. Evidentemente, Kipling se había recuperado lo suficiente como para aceptar el trabajo de dirigir el equipo de búsqueda y rescate de Fool’s Gold. Se preguntó si habría tenido problemas para adaptarse a una vida normal.

Sabía que para aquellos acostumbrados a la fama, podía ser difícil intentar vivir como simples mortales.

–Aquí todo el mundo lo sabe todo de todo el mundo.

Exacto. Le había preguntado por la ciudad.

–Eso es algo habitual en una ciudad pequeña.

–Sí, pero aquí es diferente. Aquí todo el mundo está más involucrado en todo. Hablaremos dentro de dos semanas, a ver lo que piensas para entonces. Se organizan fiestas muy interesantes y no tienes que cerrar la puerta con llave por las noches. Si vives cerca del centro, apenas utilizas el coche.

–Parece agradable.

A pesar de que tenía su casa base en Austin, Destiny no era una persona a la que le gustaran las ciudades grandes. Prefería las peculiaridades de una ciudad pequeña.

–¿Ya has conocido a Marsha, la alcaldesa? –preguntó Kipling.

Destiny sacudió la cabeza.

–No. Me contrató ella, pero todo se hizo a través de mi jefe. Hoy tengo una reunión con ella.

La diversión volvió a los ojos de Kipling.

–Yo también iré a esa reunión. Creo que Marsha te va a gustar. Es la alcaldesa que más tiempo lleva en su cargo en California. Parece una dulce anciana, pero, en realidad, es una mujer fuerte capaz de ejercer un firme control sobre su ciudad. Consigue que se hagan las cosas. A veces, soy incapaz de entender cómo lo consigue.

Cualidades que ella podía respaldar completamente.

–Ya me cae bien.

–Me lo imaginaba –Kipling se levantó–. Bienvenida a Fool’s Gold, Destiny.

Destiny también se levantó.

–Gracias.

Mientras Kipling salía de la oficina, Destiny dejó que su mirada vagara por su cuerpo. Estaba en buena forma, pensó, admitiendo que le parecía un hombre suficientemente atractivo como para hacerle preguntarse si tendría algún potencial.

Sacudió la cabeza, porque ya conocía la respuesta. Era no. De ningún modo, de ninguna manera. Ella quería algo normal. Algo ordinario. La clase de hombre que entendía que la vida era mejor vivirla tranquilamente. Kipling, alias G-Force, era capaz de descender montaña abajo a quién sabía qué velocidad. Era un hombre que buscaba emociones fuertes y eso significaba que no estaba hecho para ella.

Sencillamente, seguiría buscando. Porque aquel hombre tan tranquilo como ella, aquel hombre de sus sueños racionales, estaba ahí fuera, y algún día le encontraría.

 

 

Kipling cruzó la calle. Mientras esperaba a que uno de los pocos semáforos de Fool’s Gold se pusiera en verde, alzó la mirada hacia las montañas. Estaban ya al final de la primavera, de modo que podía mirarlas y no sentir nada. El único recuerdo de la nieve estaba demasiado alto como para que fuera posible esquiar. Así que no había ninguna sensación de pérdida, nada que pudiera recordarle que podría luchar contra las montañas y ganar. Había perdido para siempre la sensación de volar sobre la nieve.

Él sabía lo que le dirían sus amigos, lo que le dirían los médicos. Que había sido condenadamente afortunado al poder recuperarse como lo había hecho. Que el mero hecho de que pudiera andar era un milagro. Todo lo demás sobraba.

Kipling había oído aquellas palabras. En los días buenos, incluso se lo había creído. Pero durante el resto del tiempo, evitaba pensar en lo que había perdido. Cuando se sentía mal, sencillamente, dejaba de mirar hacia las montañas.

Cambió la luz, y cruzó la calle. Cuando caminaba, consideraba el hecho de que podría haber sido más fácil limitarse a encontrar un trabajo en cualquier otro lugar que no estuviera cerca de las montañas. Había zonas más llanas. Quizá en el Medio Oeste o en Florida. Pero no podía imaginarse lo que sería algo así. Alzar la mirada y no ver nada, salvo el cielo. Era posible que tuviera una relación incómoda con las montañas, las amaba y las odiaba a un tiempo, pero le resultaba imposible alejarse de ellas. Formaban parte de él. Le resultaría más fácil cortarse un brazo que vivir sin ellas.

–¡Eh, Kipling!

Saludó con un gesto a una mujer que iba empujando un cochecito y acababa de saludarle. Fool’s Gold era esa clase de lugar amable. Donde los vecinos se conocían el uno al otro y los turistas eran bienvenidos tanto por su presencia como por el dinero que aportaban.

Estaba acostumbrado a que personas a las que no conocía supieran quién era. Aquello formaba parte de su antigua fama. Pero ser conocido en Fool’s Gold era diferente. Más intenso, quizá. Aquella ciudad no era solo un lugar. Era una forma de vida, una esencia.

Sacudió la cabeza, preguntándose de dónde había salido todo aquello. Él normalmente no daba tantas vueltas a las cosas. Era un hombre de acción, prefería moverse a permanecer quieto. Pero eso ya había quedado atrás. Excepto por las cicatrices, la cojera y el dolor sordo que siempre le acompañaría, estaba curado. Y podía caminar.

Se dirigió hacia una de sus oficinas, situada en la esquina de Eight Street y Frank Line, justo al lado del parque de bomberos y la comisaría. Una comisaría en la que nunca entraba nadie. El único conflicto posible en aquel barrio era el de alguna fiesta demasiado ruidosa.

Mientras abría la puerta para entrar, se recordó a sí mismo que años atrás le habría fastidiado estar tan cerca de las autoridades. Pensaba entonces que el ser capaz de bajar volando una montaña le daba derecho a disfrutar al máximo sin pensar en las consecuencias. Siempre y cuando fuera capaz de ganar, aunque fuera por una milésima de segundo, era un dios. Por lo menos, hasta la siguiente carrera.

Pero el tiempo ayudaba a madurar. Había entrado arrastrado y en contra de su voluntad en el mundo adulto y allí estaba, dirigiendo el equipo de búsqueda y rescate de la ciudad. ¿Quién se lo iba a imaginar?

Y aunque el joven que Kipling había sido se habría burlado de la autoridad, incluso de niño había respetado las montañas y a aquellos que salvaban a los desafortunados, o estúpidos, que terminaban perdiéndose en ellas. Él se había encontrado en medio de una avalancha en cierta ocasión. Y una patrulla de esquiadores le había salvado el trasero.

Siempre había sido un tipo con suerte, pensó. Hasta el verano anterior, cuando había sufrido el accidente. Siempre había sabido que algún día se acabaría su suerte y lo había aceptado. Estaba comenzando un nuevo capítulo de su vida. Tenía un problema y lo había solucionado. Eso era lo que le gustaba hacer. Y, en aquel trabajo, iba a tener muchas cosas que arreglar. O encontrar.

Caminó hasta su mesa y encendió el ordenador. La oficina era tan nueva que todavía olía a pintura y las plantas que le habían enviado a modo de bienvenida continuaban vivas. Kipling se consideraba a sí mismo una persona a la que se le daba mejor la gente que las plantas. Con el tiempo tendría un equipo y podría pedirle a alguno de sus empleados que se encargara de regarlas y abonarlas.

Se volvió en la silla para poder estudiar el enorme mapa que dominaba la pared principal de la oficina. En él aparecían unos aproximadamente ochenta kilómetros cuadrados alrededor de Fool’s Gold. Al oeste había viñedos y estaba también la carretera de Sacramento, de modo que las principales áreas de preocupación eran el este y el norte. Las escarpadas montañas de Sierra Nevada se elevaban bruscamente. Había miles de maneras de perderse en ellas y se temía que turistas y vecinos por igual encontrarían todas ellas.

Se levantó y se acercó al mapa. El terreno comenzaba a hacerse más abrupto a solo unos kilómetros de la ciudad. Había docenas de rutas excursionistas y lugares de acampada. Justo el año anterior había habido una riada en uno de los campamentos. El torrente de agua había puesto en peligro a unas chicas y a sus monitores. Kipling quería asegurarse de que no volviera a ocurrir algo así. Y de que si alguien se perdía, sería encontrado rápidamente y a salvo.

Con aquel nuevo programa de ordenador, la búsqueda sería más fácil. Sabía que sería complicado el aprendizaje, pero, al final, el esfuerzo merecería la pena.

En cuanto la alcaldesa le había hablado de aquel software, había comenzado a informarse sobre él. Los resultados eran impresionantes y estaba deseando aprenderlo todo sobre aquel sistema.

Y, a lo mejor, también sobre Destiny Mills, pensó con una sonrisa. Era preciosa. Había algo en la combinación de su pelo rojo y su piel pálida que le había llamado la atención. Y si tenía pecas, mejor. Un hombre podía dedicarse a buscar pecas sin volver a la superficie durante días.

Y, en otros sentidos, también era su tipo. Era soltera, por lo que había oído, y pensaba estar en la ciudad durante un tiempo limitado. Él era un hombre que disfrutaba de la monogamia consecutiva. Saber que una relación tenía fecha de caducidad era su idea de perfección. Si la dama en cuestión estaba interesada, él estaba más que dispuesto. Por lo menos, durante un breve espacio de tiempo.

De vez en cuando, se preguntaba si no debería aspirar a algo más. A aquel «para siempre» que otros parecían buscar. Él había visto el amor. Había creído en él. Pero nunca lo había sentido. No de una forma romántica. El deseo, por supuesto. El cariño, absolutamente. Él quería a su hermana y a su país. Haría cualquier cosa por cualquier amigo. ¿Pero enamorarse tan locamente como para casarse? Eso no le había ocurrido jamás.

Y, a aquellas alturas, imaginaba que era algo que nunca iba a ocurrirle. Pero podía vivir con ello.

 

 

La alcaldesa era una mujer de más de sesenta años con el pelo blanco recogido en un moño suelto y penetrantes ojos azules. Llevaba un traje entallado, un collar de perlas resplandecientes y tenía una sonrisa tan amable que Destiny se sintió inmediatamente como en casa.

–Bienvenida a Fool’s Gold –le dijo con cariño–. Me alegro de poder conocerte por fin.

–Lo mismo digo –respondió Destiny.

Le estrechó la mano como le había enseñado a hacerlo la abuela Nell, con firmeza y mirando a la otra persona a los ojos. «Eres una persona, no un pez, y debes comportarte como tal». Porque la abuela Nell tenía consejos para todas las situaciones. No todos ellos eran apropiados, ni siquiera útiles, pero siempre eran memorables.

–Me alegro de estar aquí –le dijo Destiny a la alcaldesa–. Vamos a disfrutar de un verano muy agradable poniendo STORMS en funcionamiento.

–Tu jefe, David, me dijo que disfrutaría trabajando contigo y veo que tenía razón. Me gusta tu actitud –respondió la alcaldesa. Miró por encima del hombro de Destiny y asintió–. Aquí viene el que faltaba en nuestra reunión.

Destiny se volvió y vio a Kipling entrando en el despacho de la alcaldesa como si estuviera paseando. No había otra manera de describir la elegancia con la que se movía. Un truco depurado, pensó al fijarse en la ligera cojera que, sin lugar a dudas, era producto del terrible accidente que había sufrido el año anterior. ¿Cómo sería Kipling antes de aquel accidente?

Si ella fuera cualquier otra mujer, una mujer que estuviera buscando algo diferente, Kipling sería una tentación, pensó. Pero ni ella era diferente ni lo era él. Kipling no era hombre para ella. Y, en cualquier caso, sabía que era preferible no adentrarse por un camino equivocado. Había visto demasiados desastres emocionales en su vida como para correr riesgos. «A veces, eres tú el que descubre al oso y otras es el oso el que te descubre a ti. Si te ocurre lo último, lo mejor que puedes hacer es salir corriendo a toda pastilla».

Destiny reprimió una risa. Sí, la abuela Nell siempre había sido una persona muy pragmática. Le habría echado un vistazo a Kipling, y le habría pedido a ella que se marchara, buscando un poco de intimidad. Después, se habría acercado de nuevo a Kipling y le habría obligado a marcharse. Porque las relaciones dramáticas que habían rodeado a Destiny mientras crecía no habían comenzado con sus padres, aunque hubieran sido ellos los peores. No, los matrimonios fracasados y los corazones rotos se remontaban a generaciones anteriores en ambos lados de la familia.

Kipling abrazó a la alcaldesa y le dio un beso en la mejilla antes de saludar a Destiny con una inclinación de cabeza.

–Me alegro de volver a verte –le dijo.

–Lo mismo digo.

La alcaldesa les condujo hacia los sofás que tenía en una de las esquinas del despacho. Una vez se sentaron los tres, comenzó la reunión.

–Destiny, estamos encantados de tenerte aquí, ayudándonos a lanzar nuestro programa HERO.

Destiny asintió y alzó la mirada hacia Kipling. Le vio hacer una mueca y no pudo resistir la tentación de fingir no saber de qué estaba hablando la alcaldesa.

–¿Programa HERO?

–Help Emergency Rescue Operations –le explicó la alcaldesa–. Es así como llamamos a la organización de búsqueda y rescate de Fool’s Gold. Hicimos un concurso y la gente envió nombres. El consejo municipal los redujo a diez y después votamos. HERO fue el ganador.

–Continúa siendo un nombre estúpido –gruñó Kipling.

Destiny disimuló una sonrisa.

–¿No te gusta ser un héroe?

–Digamos que estoy teniendo que soportar muchas estupideces a cuenta de ese nombre.

–Los desafíos imprimen carácter –musitó ella, pensando que, probablemente, le gustaba mucho más que le llamaran G-Force.

–Otra de las cosas que no me faltan.

Le guiñó un ojo mientras lo decía y a Destiny le entraron ganas de echarse a reír. Pero se suponía que aquel era un encuentro profesional, de modo que optó por desviar la atención hacia la alcaldesa.

–STORMS encajará perfectamente con lo que tenéis en mente.

–Cuento con ello –contestó la alcaldesa–. Tuvimos mucha suerte al conseguir el dinero que necesitábamos. Entre el fondo federal, las subvenciones del estado y una considerable cantidad de donantes anónimos, tenemos dinero para los próximos cinco años. Incluida tu parte.

Impresionante, pensó Destiny. STORMS no era un proyecto barato. Solo con el programa, el equipo que se necesitaba, los gastos por levantar el mapa y el entrenamiento del equipo, el presupuesto ascendía a más de un millón de dólares. Y eso sin incluir el precio de las operaciones de búsqueda y rescate.

–Hemos tenido un gran éxito con nuestro software –les dijo–. Este terreno es perfectamente adecuado para lo que mejor sabemos hacer.

–Excelente. ¿Kipling y tú ya tenéis un plan?

Kipling volvió a relajarse.

–Vamos a organizarlo juntos. Destiny tiene que cartografiar la zona e introducir la información en el software. Después pondremos el programa a prueba. Nos hemos puesto agosto como fecha límite.

–Estupendo –la alcaldesa asintió y miró de nuevo a Destiny –. ¿Crees que podremos tenerlo para entonces?

–Estamos planificándolo de tal manera que el programa esté funcionando para mediados de julio. Las dos semanas restantes nos proporcionan un margen que espero no necesitemos.

A Destiny no le gustaban los problemas inesperados. Parte de su trabajo consistía en anticipar los problemas antes de que ocurrieran. Se enorgullecía de conseguir que su labor transcurriera sin incidentes.

–¿Y qué tal se está adaptando Starr a la vida en Fool’s Gold?

Aquel repentino cambio de tema por parte de la alcaldesa pilló a Destiny desprevenida. Peor aún, tardó varios segundos en recordar quién era Starr y por qué, por primera vez desde hacía una década, de repente tenía otra persona, además de sí misma, de la que preocuparse.

–Starr está… eh… adaptándose bien, supongo. En realidad, llegamos ayer a la ciudad.

La alcaldesa asintió, como si la comprendiera.

–Sí, tiene que ser muy difícil para las dos. Es tu medio hermana, ¿verdad? Tenéis el mismo padre, pero diferentes madres.

Destiny notó que comenzaba a abrírsele la boca por la sorpresa. Mantuvo los labios deliberadamente juntos mientra asentía.

–Sí, exacto –contestó con recelo.

No se sentía cómoda hablando de su familia. Porque era preferible que la gente no supiera nada de ella.

Miró a Kipling, que no mostraba excesivo interés en la conversación. ¿Sabría quién era ella? En ningún momento había insinuado que lo supiera.

–Los quince años son una edad difícil –Marsha sacudió la cabeza–. A esa edad fue justo cuando comencé a tener problemas con mi hija. Era muy terca. Pero ya ha pasado mucho tiempo desde entonces. En cuanto a Starr y a ti, espero que Fool’s Gold sea un hogar para vosotras mientras estéis aquí. Si necesitas algo, házmelo saber. ¡Ah! Y tengo algo para ti.

Regresó a su escritorio para ir a buscar una carpeta. Regresó al sofá y se la tendió a Destiny.

–Tenemos un campamento de verano en la ciudad. End Zone for Kids se llama. Está en lo alto de las montañas. Hay una gran cantidad de programas interesantes para adolescentes. Creo que Starr podría disfrutar con las clases de teatro, y también con las de música, por supuesto. Tú vas a estar muy ocupada y una adolescente de quince años no debería estar sola en casa todo el día.

–Yo… eh… gracias.

Destiny no sabía qué más podía decir. ¿Cómo habría averiguado la alcaldesa la edad de Starr? ¿Cómo sabía que estaba sola en casa? Aunque, a lo mejor, lo último no era tan difícil de averiguar. Al fin y al cabo, Destiny no estaba en casa con ella y llevaban menos de dos días en la ciudad.

Se sintió culpable al darse cuenta. Porque Starr estaba sola. Con quince años no tenía por qué suponer ningún problema. Pero no era esa la cuestión.

–A lo largo de todo el verano, se organizan fiestas muy divertidas –continuó la alcaldesa–. Espero que las disfrutéis mientras estéis aquí. Fool’s Gold es un lugar maravilloso para vivir.

De alguna manera, Destiny se descubrió a sí misma fuera del despacho. No se recordaba saliendo, ni despidiéndose. Fue una sensación extraña.

Kipling estaba a su lado. Le dirigió una sonrisa radiante.

–¿Estás preguntándote qué es lo que ha pasado?

–Sí.

–Ya te acostumbrarás. Es una buena idea lo del campamento para tu hermana.

Destiny asintió. No tenía manera de explicar que, hasta diez días atrás, ni siquiera conocía a Starr. Que entre el nacimiento de una y otra, sus padres se habían casado doce o catorce veces y había docenas de hermanastros o lo que fueran y unos cuantos medio hermanos salpicados por todo el país. Era imposible estar al tanto de tantos cambios y hacía años que Destiny había dejado de intentarlo.

Se aferró a la carpeta con fuerza.

–Hablando de mi hermana, debería ir a casa para ver cómo está.

–De acuerdo. Te llamaré más tarde.

Exacto. Por motivos de trabajo. Se obligó a concentrarse.

–Tenemos que hablar del horario de preparación.

–Dame tu teléfono.

Destiny le tendió su teléfono móvil. Él tecleó su número y se lo devolvió.

–Ahora podrás estar en contacto conmigo siempre que quieras.

Kipling se despidió de ella con la mano y se dirigió hacia las escaleras. Destiny se le quedó mirando fijamente durante un segundo. Kipling era una buena distracción. Pero, en cuanto desapareció de su vista, Destiny aterrizó en la realidad de un nuevo trabajo, una ciudad nueva y una hermana a la que apenas conocía.

Los problemas, de uno en uno, se dijo a sí misma. Y, en aquel momento, pretendía ocuparse de su familia.

Capítulo 2

 

Destiny viajaba constantemente por motivos de trabajo. Cuando le asignaban un encargo, trabajaba las veinticuatro horas del día hasta terminar su labor y después le quedaban varias semanas libres hasta que tenía que dirigirse a su próximo destino. Excepto durante un hermoso verano en el norte de Canadá, solo había tenido clientes en los Estados Unidos.

Estaba acostumbrada a no saber cuáles eran los mejores lugares para comer o dónde podía encontrar un buen médico en el caso de que lo necesitara. Había aprendido a hacer preguntas y a comprar en las tiendas locales. Prefería las casas a los hoteles.

En su tiempo libre se retiraba al piso que tenía en Austin, donde se ponía al día de cualquier cosa que se hubiera perdido estando fuera. Para ella, estar sola era algo natural. Le gustaba. Por supuesto, su madre la visitaba cada tres o cuatro meses y recibía llamadas telefónicas de amigos o de los pocos hermanos con los que había tenido algún contacto, pero, durante la mayor parte del tiempo, Destiny cuidaba únicamente de sí misma. No tenía que preocuparse por las preferencias de nadie.

Cuando la gente le preguntaba que si siempre iba a estar sola, se limitaba a sonreír y a sacudir la cabeza. La abuela Nell le había enseñado el placer de la soledad. Cómo, con una guitarra o un buen libro, nunca estaría sola. Los libros y la música eran sus constantes compañeros. Y mejores acompañantes que la gente, ellos nunca discutían ni exigían nada. Y siempre le resultaban conocidos. A diferencia de la chica de quince años que estaba esperándola en casa.

Destiny permaneció delante de la casita que había alquilado para el verano. Era una vivienda antigua, acogedora y con encanto, con dos dormitorios y dos cuartos de baño. Tenía un garaje anexo y un patio vallado. La casa era cómoda. Grande, para los estándares habituales en aquel tipo de alquileres. Jamás la hubiera alquilado para ella sola, pensó mientras subía los escalones de la entrada. Pero aquel verano era diferente. Aquel verano tenía a su hermana con ella.

Abrió la puerta principal y entró. Starr estaba acurrucada en una esquina del sofá, leyendo algo en su tableta. Alzó la mirada hacia Destiny. Tenía unos ojos verdes idénticos a los que Destiny veía en el espejo todas las mañanas, aunque el recelo de los de Starr no le era familiar. Las dos habían heredado los ojos verdes y el pelo rojo de su padre. Pero todo lo demás era diferente.

Destiny era alta. Siempre había tenido la sensación de ser todo brazos y piernas. Starr era más baja y más delicada. Destiny era diestra. Starr, zurda. Destiny era una persona a la que le gustaba madrugar y Starr parecía ser un animal nocturno. Pero eran hermanas y Destiny sabía que eso bastaba para superar cualquier diferencia.

Dos semanas atrás, Destiny estaba preparándose para el viaje a Fool’s Gold cuando había recibido una llamada del abogado de su padre. Aquel hombre llevaba contratado durante más tiempo del que Destiny podía recordar y era el encargado de recoger los pedacitos que quedaban después de cada uno de los percances de Don. El padre de Destiny era toda una leyenda y limpiar los desperfectos que iba dejando tras él era un trabajo a tiempo completo.

El abogado le había dicho a Destiny que una de las hijas de Jimmy Don iba a salir del internado para pasar el verano y no tenía a dónde ir. Jimmy Don estaba fuera del país y la madre de la chica había muerto de una sobredosis el verano anterior. Starr Mills no tenía dónde pasar aquel verano.

Aunque para estar al día de las relaciones sentimentales de su padre hacía falta más tiempo del que Destiny estaba dispuesta a emplear, recordaba aquella tórrida aventura y la hija ilegítima que había resultado de ella. Por lo que había oído, Starr estaba completamente sola en el mundo. Negarse a aquella petición no había sido en ningún momento una opción.

Pero, aunque Starr y ella compartían el mismo padre, la verdad era que no se habían conocido hasta diez días atrás, cuando Destiny había ido a buscar a la adolescente al aeropuerto de Austin. Hasta ese momento sus conversaciones no habían pasado nunca de un superficial «hola, ¿cómo estás?». Starr era mucho más callada de lo que Destiny había esperado. No había habido montones de llamadas telefónicas ni frenéticas sesiones de intercambios de mensajes.

–¡Hola! –dijo, mientras cerraba la puerta tras ella–. ¿Qué tal te ha ido?

–Bien –Starr bajó el iPad–. He estado leyendo.

–¿Has salido a la calle?

Starr negó con la cabeza.

Destiny podría no tener hijos, pero sabía que no era bueno que una chica de quince años estuviera encerrada en una casa desconocida durante días. No sería bueno ni siquiera en el caso de que la casa no fuera desconocida. Los niños necesitaban salir y entrar. Hacer amigos.

Destiny dejó la mochila en el suelo, se sentó en la otra esquina del sofá y le tendió a su hermana la carpeta que le había dado la alcaldesa.

–He tenido una reunión muy interesante esta tarde –comentó, decidida a no mencionar que la alcaldesa había demostrado saber mucho más de lo que debería sobre su vida personal y su inexistente relación con su hermana–. Resulta que hay un campamento de verano en la ciudad. O, a lo mejor, es en la montaña. Todavía no he leído toda la información. Pero está cerca y he pensado que podría gustarte.

El recelo no abandonó la mirada de Starr.

–¿Por qué?

–Porque podrás encontrarte con gente de tu edad. Y hay clases de muchas cosas: música, canto, teatro. Podrías salir fuera. Eso es mejor que quedarse aquí encerrada.

Si podía elegir, Destiny siempre prefería estar al aire libre. No estaba segura de si era así antes de haber ido a vivir con la abuela Nell, pero, desde luego, lo era después. El cielo parecía llamarla. Los árboles eran amigos de gran altura que le proporcionaban protección y sombra durante los días calurosos y soleados. Había miles de cosas por descubrir, además de la magia de la música que la Madre Naturaleza creaba con las hojas susurrantes de los árboles y el canto de los pájaros.

Starr agarró el folleto que le ofrecía y lo abrió.

–Me gustaría estudiar arte dramático –admitió–. Y música –alzó la mirada–. Mejorar con la guitarra.

No había ninguna acusación en aquella frase. Era un hecho. Pero eso no evitó que Destiny se removiera incómoda. El día que había ido a buscar a su hermana al aeropuerto, Starr le había pedido a Destiny que la ayudara a mejorar con la guitarra. Había admitido ser autodidacta y estar un poco frustrada por la falta de instrucción. Destiny había mentido y le había dicho que ella apenas tocaba y que no podía ayudarla.

Dos semanas después, continuaba cargando con aquella mentira sobre los hombros. La música había sido para ella algo tan natural como crecer o respirar. Teniendo en cuenta quiénes eran sus padres, había sido inevitable, suponía. Había empezado a jugar con una guitarra de un tamaño adecuado para ella antes de empezar a leer y a los seis años había comenzado a tocar también el piano.

Cerca de doce años atrás, había tomado la decisión de dejar detrás aquella parte de su vida. De concentrarse en lo que ella consideraba el mundo normal. Rara vez tocaba ya y hacía todo lo posible por ignorar las letras que burbujeaban en su cabeza. A veces renunciaba a reprimirse y pasaba toda una tarde tocando y escribiendo. Normalmente, aquello era suficiente para sacárselas de la cabeza hasta la siguiente vez en la que aquella sensación se imponía.

Se dijo a sí misma que tenía derecho a tomar aquella decisión. Que no le debía a Starr aquella parte de sí misma. Pero, aunque podía ser cierto, sabía que no debería mentir al respecto.

–He estado mirando y hay clases de guitarra. Y también de piano, si te interesa –dijo Destiny con una sonrisa.

–¿Tú tocas el piano?

–Solía tocar.

–Pero no tienes un piano en tu casa.

No, tenía un teclado portátil y unos cascos. Los guardaba debajo de la cama.

–Viajo demasiado como para tener un piano –respondió, encogiéndose de hombros–. Me resultaría difícil llevar el piano en un avión como equipaje de mano.

Starr curvó ligeramente los labios. No fue una sonrisa completa, pero se acercó más de lo que había conseguido hasta entonces, pensó Destiny.

–Creo que el campamento podría gustarte. Sé que es difícil estar lejos de tus amigos del colegio. Seguro que habrá un par de chavales geniales en la ciudad.

–No me gusta salir con gente genial –replicó Starr–. Pero me gustaría hacer amigos.

–Magnífico. En ese caso, echa un vistazo al folleto y dime lo que te parece.

Starr asintió. No preguntó por el precio. El abogado de Jimmy le había explicado a Destiny que la madre de Starr tenía un seguro de vida y ese dinero se había ingresado en un fondo para la niña. Su padre también había aportado dinero. Sin lugar a dudas, la adolescente pensaba que sería de allí de donde se pagarían sus gastos.

Aunque Destiny sabía que podría sacar legalmente dinero de ese fondo, no quería hacerlo. Quería ser ella la que pagara el campamento, de la misma forma que pensaba pagar todos los gastos de Starr. Eran familia. O algo así. Por lo menos, estaban emparentadas, y eso era lo único que importaba.

–Vamos –dijo mientras se levantaba–. Puedes leer los folletos mientras preparo la cena.

Se dirigieron a la cocina. Starr se sentó a la mesa mientras Destiny sacaba los ingredientes para preparar el pollo frito. Al abrir el refrigerador, se encontró dentro varias cazuelas tapadas.

–¿Sabes cocinar? –preguntó.

–No. Han venido un par de mujeres a traerla. Las dos traen instrucciones sobre cómo calentarlas. Tienen buena pinta.

Destiny miró las etiquetas. Una decía simplemente lasaña, y sugería que la calentaran en el horno o en el microondas. La otra etiqueta decía Pastel de tamal con muchas capas hecho por Denise. Destiny estaba absolutamente convencida de que no conocía a nadie que se llamara Denise, pero no importaba. En las ciudades pequeñas los vecinos se cuidaban los unos a los otros. Cualquier noticia digna de tener en cuenta despertaba a la brigada de las cocineras.

–Podríamos dejarlos para comer mañana –dijo–. Si te parece bien.

–Claro.

Echó harina, sal y pimienta en una bolsa de plástico grande. Después de lavar el pollo, lo ablandó, lo secó y lo empapó en suero de leche durante unos segundos antes de meter las piezas en la harina. Un par de sacudidas más y el pollo estaba rebozado. Dejó después las piezas en una fuente. El truco para hacer un pollo frito realmente bueno estaba en calentar bien el aceite y dejar que la harina quedara pegajosa.

Mientras esperaba, le dirigió a Starr una mirada fugaz. La adolescente leía la información sobre el campamento intensamente.

Era una niña muy silenciosa. O a lo mejor era solo tristeza. La corta vida de Starr no había sido fácil. Rara vez veía a su padre; su madre había estado saliendo y entrando en centros de rehabilitación y había terminado muriendo de una sobredosis. En aquel momento, Starr estaba viviendo en un internado. No tenía abuelos y todos sus hermanos eran medio hermanos o hermanastros, además de completos desconocidos.

Destiny volvió a sentirse culpable, pero aquella vez por una razón diferente. Necesitaba tiempo para Starr, pensó. Iban a pasar juntas aquel verano. Podían llegar a conocerse.

Suponía que, en muchas familias, los hermanos por parte de padre o de madre eran amigos. Pero no en la suya y eso era porque su padre era incapaz de resistirse a una mujer atractiva, pensó Destiny sombría. Jimmy Don amaba a las mujeres, y ellas también le amaban. Una y otra vez. Se había casado joven y, desde entonces, no había parado de divorciarse y volver a casarse una y otra vez. La madre de Destiny no era diferente. Lacey Mills iba ya por su séptimo marido. O quizá fuera el octavo. No era fácil llevar la cuenta.

Destiny era la primera hija de Jimmy Don y Lacey. Había sido testigo de los primeros años de su relación. Había crecido entre gritos, lanzamientos de platos y todo tipo de tragedias. Había aprendido muy pronto a quitarse de en medio cuando estallaban las peleas y que los buenos momentos siempre eran pasajeros. Se había prometido ser diferente. Quería un matrimonio tranquilo, sereno, pragmático. Los grandes altibajos no eran para ella. Estaba buscando un hombre al que pudiera respetar y con el que pudiera tener hijos. No uno que hiciera latir su corazón a toda velocidad.

Aquella decisión era la razón por la que evitaba a todos los Kipling Gilmore del mundo. Por supuesto, era un hombre endiabladamente atractivo y con una sonrisa encantadora. Estaba segura de que sabía cosas que podrían hacerla suplicar. Pero ella no quería suplicar. No quería ansiar nada, ni desear, ni soñar, ni siquiera anhelar. Quería la certidumbre de un amor estable, fiable y confortable.

El sexo era el origen de todos los males. Aquello también era algo que había aprendido muy pronto. Ella nunca se había permitido enamorarse, algo de lo que estaba muy orgullosa. Ninguna hormona era más poderosa que su determinación y aquello era algo que nunca iba a cambiar.

 

 

Hacía años, The Man Cave había sido una ferretería. Cuando a Kipling se le había ocurrido la idea de abrir un bar en el que los hombres pudieran sentirse cómodos, inmediatamente había pensado en la tienda que estaba en venta en Katie Lane Street. Como el vendedor había terminado convirtiéndose en uno de los primeros socios del bar, había conseguido un buen precio.

Las reformas se habían hecho rápidamente. Había ayudado el hecho de que algunos de sus nuevos socios conocieran bien los comercios locales. Habían terminado las obras y ya solo faltaban unas semanas para la inauguración.

Kipling permaneció junto a las puertas dobles de la entrada y miró a su alrededor. Había una barra muy larga en la pared este con una nevera llena de cervezas para que la gente pudiera servirse directamente. Las mesas llenaban la parte delantera. Había también mesas de billar y dianas, una sala para jugar al póker en la parte de atrás y varias pantallas de televisión, incluyendo un par en los cuartos de baño para que nadie se perdiera un solo partido.

El segundo piso daba a la parte principal del bar y había mucho sitio para sentarse. Las paredes estaban cubiertas de recuerdos del mundo del deporte. No solamente las típicas portadas de mujeres en bañador de Sports Illustrated, sino también trofeos auténticos y otros objetos. Josh Golden, socio y propietario de aquel edificio, había lucido el maillot amarillo del Tour de Francia. Había balones de fútbol y cascos donados por antiguos jugadores de fútbol americano de Score, una agencia de relaciones públicas local, docenas de trofeos ganados por ellos y el antiguo quarterback Raúl Moreno. La contribución de Kipling era una de las medallas de oro que había conseguido en los Juegos Olímpicos de Vancouver 2010.

Pero lo que más le gustaba era el enorme escenario y la máquina de karaoke de última generación que había encargado. Por supuesto, también podrían tener grupos y diferentes tipos de actuaciones, pero, para Kipling, el karaoke era el verdadero atractivo.

Cuando todavía se dedicaba a competir y viajaba durante todo el año, el karaoke siempre era la herramienta que unía a un equipo. Estuvieran donde estuvieran, buscaban un karaoke y pasaban toda una noche riéndose y haciendo el ridículo. Kipling apenas era capaz de seguir una melodía. Pero lo importante no era cantar bien. Lo importante era divertirse.

La idea de montar un bar había estado persiguiéndole durante algún tiempo. Cuando había llegado a Fool’s Gold, se había dado cuenta de que era allí donde quería hacerla realidad. El Bar de Jo era un buen negocio, pero estaba dirigido principalmente a mujeres. Los colores pastel y los canales de televisión dedicados a la moda y las tiendas le espantaban. ¿Adónde podía ir un hombre en aquella ciudad? Unas cuantas conversaciones después, había encontrado varios socios y un alquiler a largo plazo por parte de Josh.

Encendió las luces y supervisó el bar. Todavía estaban esperando varias mesas y sillas. Les habían concedido la licencia para vender alcohol la semana anterior y tenían ya a los proveedores haciendo cola.

Se abrió la puerta y entraron Nick y Aidan Mitchell.

Los dos eran hombres de allí, nacidos y criados en Fool’s Gold. Por lo que Kipling había oído, eran una familia de cinco hermanos. Los más pequeños eran gemelos. Los gemelos y el hermano mayor, Del, estaban fuera.

A sugerencia de sus socios, Kipling había contratado a Nick para dirigir el bar. Aidan, que tenía un año o dos más que él, dirigía el negocio familiar Mitchell Adventure Tours. La empresa estaba dedicada a satisfacer las necesidades de los turistas y ofrecía todo tipo de actividades, desde excursiones tranquilas a descenso de rápidos por aguas bravas.

–Tiene buen aspecto –dijo Aidan mientras se acercaba a él–. Podrás abrir pronto.

–Dentro de tres semanas como máximo –aseguró Nick con tranquilidad–. Ya estoy contratando a los camareros.

Los dos eran hombres altos de pelo y ojos oscuros. Aidan fulminó a su hermano con la mirada.

–¿En serio? Contratar camareros.

Nick tensó su expresión relajada.

–No empieces a meterte conmigo.

–Ni siquiera merece la pena tomarse tantas molestias.

Había frustración y afecto en el tono de Aidan. Por lo que Kipling había sido capaz de apreciar, la familia Mitchell estaba muy unida, pero no exenta de problemas. El padre era Ceallach Mitchell, el famoso artista del vidrio. Era tan conocido por su talento como por su mal genio. Aparentemente, Nick había heredado su habilidad, pero no su interés. Por lo que Kipling sabía, Nick llevaba años trabajando en bares, en vez de dedicarse al vidrio.

Aidan presionaba mucho a su hermano, se quejaba de que podría hacer mucho más que limitarse a dirigir un bar. Como el propio Kipling tenía una relación complicada con su hermana, hacía todo lo posible para mantenerse al margen de aquella dinámica familiar.

–¿Has dedicado algún momento a pensar en lo que hablamos? –le preguntó Kipling.

El mayor de los hermanos se encogió de hombros.

–Sabes que no tengo tiempo.

Kipling sabía cuándo debía guardar silencio. Era un truco que había aprendido de su preparador: deja que hablen y casi siempre terminarán convenciéndose de lo que tú quieres».

–Sí –continuó Aidan–, ya sé que es un trabajo voluntario, pero en verano estamos muy ocupados.

–Tú estás ocupado durante todo el año –respondió Nick alegremente–. ¿Y qué ocurrirá si es uno de tus clientes el que se pierde?

Aidan soltó una maldición.

–A ti nadie te ha pedido opinión.

–Soy un hombre generoso. No necesito que me la pidan.

Kipling reprimió una risa.

Aidan le fulminó con la mirada.

–No me presiones.

–Jamás se me ocurriría –respondió Kipling–. ¿Te he comentado que fue la alcaldesa la que me sugirió que te lo preguntara?

Aidan volvió a soltar una maldición.

–Muy bien –gruño–. Seré uno de tus voluntarios.

–Me alegro de saberlo. Dame un día para conseguirte toda la documentación.

–¿Hay documentación? –Aidan sacudió la cabeza–. Mala señal.

Nick le dio una palmada en la espalda.

–Y que lo digas.

–¿Y no crees que tú lo harías bien a mi lado? –le preguntó Aidan.

–Jamás se me habría ocurrido lo contrario.

«Dos por el precio de uno», pensó Kipling satisfecho. El equipo de búsqueda y rescate, en el que se negaba a pensar como HERO, estaría compuesto, principalmente, por voluntarios. Él estaría a cargo de todo y contrataría a un segundo de a bordo, además de a otro par de trabajadores. Pero el resto del trabajo descansaría en la labor de los voluntarios. Aquella era la manera más fácil de mantener costes bajos.

Teniendo en cuenta la buena disposición de la comunidad para participar en diferentes propuestas, Kipling pensaba que no tendría problemas para conseguir un equipo de gente preparada. Ya había hablado con el jefe de la policía y el de bomberos y ambos le habían asegurado que se presentarían como voluntarios muchos de sus miembros.

Pero el que realmente le interesaba era Aidan. Gracias a su negocio, conocía la zona mejor que casi nadie. Cuando alguien se perdía, Kipling quería a Aidan sobre el terreno, buscando.

–¿Cuándo empezaremos a prepararnos? –preguntó Nick.

–No empezaremos hasta dentro de un mes. La preparadora de STORMS ha llegado hace un par de días. Tiene que cartografiar el terreno y poner el software en funcionamiento.

Aidan asintió.

–¿Te refieres a esa pelirroja alta? Sí, la he visto por la ciudad. ¿Cómo se llama?

–Destiny Mills.

Kipling quería decir mucho más. Como que tenía unos ojos verdes que le recordaban a las hojas de la primavera recortadas contra la nieve. Pero él no era un tipo que hablara de aquella manera. Nadie hablaba así, de hecho. Por lo menos, nadie que él conociera.

–No te vendría mal una mujer –dijo Nick, y le dio un codazo a su hermano.

–No es mi tipo.

–¿Cómo lo sabes? Ni siquiera la conoces.

Aidan tensó el gesto.

–No lo es. Déjalo ya –se volvió y se marchó.

Nick esperó a que su hermano estuviera fuera para sacudir la cabeza.

–No es capaz de salir con nadie durante más de quince minutos. Algún día, esa forma de vida se volverá contra él. ¿Y qué me dices de ti? ¿Qué piensas tú de la señorita Destiny Mills?

Kipling no estaba dispuesto a compartir con nadie, y menos con ellos, lo que pensaba sobre la mujer en cuestión.

–Voy a trabajar con ella, no a salir con ella. ¿A qué viene tanto interés?

–Soy el barman. Necesito saber ese tipo de cosas.

Por un instante, Kipling pensó en advertirle que se mantuviera al margen. Él tenía sus propios planes para Destiny. Pero se dio cuenta de que no tenía sentido. Si Destiny tenía algún interés en lo mismo que él, pronto lo sabría. Y si no, le daría la bienvenida a Nick. Kipling nunca se había tomado demasiadas molestias para conquistar o retener a una mujer. Precisamente, su problema era que jamás había querido nada más que relaciones temporales. Pero, hasta que llegara el momento de separarse, estaba muy interesado en acompañar a Destiny hasta donde ella quisiera llegar.

 

 

Destiny se despertó antes de lo habitual. Cuando terminó de ducharse y vestirse, todavía no eran las seis. Agarró la cartera, la metió en el bolsillo delantero de los vaqueros, se dirigió sin hacer ruido hacia la puerta de la calle y salió.

Todavía hacía frío, aunque el hombre del tiempo había prometido un día cálido y agradable. El cielo estaba despejado y el vecindario tranquilo. Destiny se subió la cremallera de la sudadera y se dirigió hacia el centro.

Una de las ventajas de estar cambiando constantemente de lugar era descubrir los negocios de cada localidad. Hasta el momento, sus hallazgos en Fool’s Gold habían sido una furgoneta en la que servían unos sándwiches increíbles situada al lado de Pyrite Park y Ambrosia Bakery. La primera le resolvía el problema del almuerzo y la panadería iba a obligarla a añadir algo más de ejercicio a su rutina.

Cruzó las calles vacías. Al acercarse a la panadería, vio un grupo de gente y un par de coches. Un corredor la saludó con la cabeza al pasar delante de ella.

A Destiny le gustaba descubrir el ritmo de cada ciudad en la que trabajaba. Todas se parecían, aunque en cada una de ellas había suficientes diferencias como para hacerlas interesantes. En cierto modo era como el ritmo de una canción. Las estrofas contaban una historia y el estribillo era la exploración de un tema. El ritmo era la columna vertebral que sostenía el conjunto.

Torció en Second Street y vio la panadería a la izquierda, más adelante. Las puertas estaban abiertas, lo que significaba que eran más de las seis. Entró e inhaló la dulce combinación del azúcar, la canela y el pan recién hecho. Aquello era la gloria.

Detrás del mostrador había una mujer pequeña rubia. Tenía los ojos azules y un bonito rostro. Había algo en ella que le resultaba familiar, pero Destiny sabía que no la conocía. En su tarjeta decía que se llamaba Shelby.

–Buenos días –la saludó Shelby con una sonrisa–. Has madrugado.

–No tanto como tú –Destiny señaló las vitrinas llenas de dulces–. A no ser que hornearas todo esto ayer por la noche.

Shelby se echó a reír.

–No tengo tanta suerte. He entrado a trabajar a las tres.

Destiny esbozó una mueca.

–Me gusta levantarme pronto, pero eso supondría todo un desafío incluso para mí.

–Lo sé. Cuando tengo un día libre, duermo hasta muy tarde. Eso quiere decir las cuatro y media. Desde luego, es un horario bastante raro. ¿Qué puedo ofrecerte?

Destiny pidió media docena de bizcochos con pasas. Dejaría la mayor parte para Starr, y a lo mejor se llevaba uno al trabajo.

Shelby los colocó en una caja de rayas blancas y plateadas.

–¿Eres nueva en la ciudad o estás de visita?

–Soy nueva. Estaré aquí durante el verano para instalar un software para el equipo de búsqueda y rescate.

Shelby asintió.

–HERO –se echó a reír otra vez–. Soy hermana de Kipling Gilmore. No sé si le has conocido ya. Es el director del programa. Y odia profundamente el nombre que le han puesto, por cierto. Si te apetece torturarle o algo parecido, bastará con que lo repitas en voz alta.

–Ya le he conocido y te agradezco el consejo.