Argenchina de los milagros - Bobby Tassara - E-Book

Argenchina de los milagros E-Book

Bobby Tassara

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Beschreibung

Un accidente laboral cambia definitivamente la anodina existencia del joven argenchino Lucas Guan Yin. Descendiente de argentinos anteriores a la Gran Reforma de 2087, a los 35 años Lucas es eyectado del mundo laboral con una pensión por discapacidad. Un extraño daño cerebral genera en su mente imágenes anticipatorias de sucesos reales. Su padecer estriba en que gente del poder cree que esos presuntos milagros pueden manipularse. Tortura, prisión, indulto y reconocimiento público lo hacen merecedor de la última tecnología china. Su recuperación pasa a ser asunto de Estado. El resultado del tratamiento va más allá de lo previsto: Lucas salta de la camilla convertido en una fiera sedienta de venganza. Aún fascinado por el poder, se siente prisionero del dragón que castiga a un Occidente joven y narcisista. Su destino describe una fábula tragicómica, con pinceladas de humor macabro y erotismo sadomasoquista. Una distopía política sobre la relación entre ciencia, religión y poder. Él no era sólo un accidentado-indemnizado-pensionado-indultado. La suma de esas miserias era el transformado, el bendecido por la lámpara mágica, el portador de las llaves que abrirían las puertas de los falsos milagros para que la gente viera el vacío.

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ARGENCHINA DE LOS MILAGROS

BOBBY TASSARA

Bobby Tassara

Narrador

En 1993 publicó la novela “Taxiboy” (El Francotirador Ediciones). Su relato breve “La última hazaña de Cheoyong” fue seleccionado para la edición 2013 de la antología “Yo te cuento Buenos Aires”, editada por la Legislatura de la Ciudad Autónoma. Participó del recital de cuento oral Libro Abierto ’83 patrocinado por la Sociedad Argentina de Escritores.

Letrista

Diplomado del Seminario de Formación de Letristas “Homero Expósito” de la Academia Nacional del Tango. En 2014, tres de sus letras (una de ellas musicalizada) fueron publicadas en “Tango Fresco”, antología de Letristas del Siglo XXI, editada por Milena Caserola.

Periodista

En los ’80 publicó colaboraciones en las revistas “Medios y Comunicación” y “Contraseña” (dirigida por José Pablo Feinmann). En los 2000, el mensuario “La Porteña-Tango” (editado por egresados de la Universidad del Tango de la Ciudad Autónoma) publicó sus notas de crítica literaria, entre ellas “San Celedonio o la expiación del tango”, publicada también por “Tango Reporter” de Los Ángeles, Estados Unidos. Trabajó en las redacciones del diario “Crónica” y del ex semanario “El Informador Público”, entre otras.

Bobby Tassara

Argenchina de los milagros / Bobby Tassara. - 1a ed - Villa Sáenz Peña : Imaginante, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-8999-27-2

1. Novelas de Ciencia Ficción. I. Título.

CDD A863.9282

Edición: Oscar Fortuna.

Diseño de tapa: Raquel Chanampa.

Conversión a formato digital: Estudio eBook

© 2023, Bobby Tassara

© De esta edición:

2023 - Editorial Imaginante.

www.editorialimaginante.com.ar

www.facebook.com/editorialimaginante

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra bajo cualquier método, incluidos reprografía, la fotocopia y el tratamiento digital, sin la previa y expresa autorización por escrito del titular del copyright.

“Es improbable que las nuevas religiones surjan de las cuevas de Afganistán o de las madrasas de Oriente Medio. Es mucho más probable que surjan de laboratorios de investigación”.

 

Yuval Harari, “Homo Deus”

CAPÍTULO 1

Al fondo del pasillo entre dos filas de escaparates con máscaras chinas ribeteadas de celeste y blanco, bombillas de aluminio y demás baratijas, un hombre de mediana estatura avanzaba despacio, repartiendo su peso entre las piernas algo combadas.

Era Lucas Guan Yin, 35 años, argenchino de cuarta generación, nacido en Ciudad Ji, que antes de la Gran Reforma de 2087 se llamaba Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Su abuelo materno, que había nacido en la capital de la extinguida República Argentina, solía contarle cómo era vivir hacinados en edificios de departamentos, respirando aire contaminado, si bien no tanto como durante los días de la nube negra de Ciudad Ji.

La Gran Inundación de mediados del Siglo XXI destruyó parte de la vieja capital, reconstruida diez años después por el gobierno de Beijing. Pero los sobrevivientes pobres que no pudieron escapar del desastre, habitaron una ciudad distinta, sin grandes edificios, como Ciudad Ji, con la mayoría de la gente viviendo en casas.

Lucas salió del pasillo y se cubrió los ojos bajo el solazo de las seis de la tarde. Sin saber por qué, eligió un camino diferente del habitual para volver a casa. En vez de subir por la Avenida 4 hasta la Calle 106, donde vivía con su padre, tomó la diagonal que pasaba por la entrada de proveedores de Ji Ambiental, la procesadora de residuos en la que fungía de supervisor.

Esa diagonal angosta, sin número a la vista, tenía tramos de pavimento cuarteado e invadido por la cizaña del terreno desierto. Más adelante, junto a un puesto de frituras malolientes, montones de basura con moscardones.

Frente a esa involuntaria alteración de la rutina, Lucas intentaba explicarse el motivo. A veces era fácil saberlo; por ejemplo: el camino de ida del domicilio de la familia Guan Yin a la planta de Ji Ambiental, algunos días variaba según fuese o no a desayunar con café y buñuelos en un local de Avenida 4. Cuando iba allí, al salir continuaba caminando por esa misma vereda hasta el cruce de Avenida 4 y Calle 8, donde cruzaba la avenida e ingresaba en la procesadora. Cuando desayunaba en casa, ni bien llegado a la esquina de Avenida 4 y Calle 106 (a metros de la vieja casa comprada por su padre), cruzaba la avenida y bajaba hasta la 8 por la vereda opuesta, sobre la que estaba la entrada principal de Ji Ambiental.

Pero el camino de vuelta a casa era siempre el mismo: salida por la entrada principal, Avenida 4 hasta 106, cruzaba la avenida sobre mano izquierda y andaba diez pasos hasta la puerta de su casa. Siempre había regresado a casa por ese camino… Hasta hoy.

Caminaba con la espalda mojada de sudor por la mochila, prueba de que ducharse antes de salir de la planta procesadora había sido inútil. Pero, no ducharse hubiera sido otra alteración de la rutina, y… ¿Por qué había preferido respetar la costumbre de la ducha y cambiar la del camino de regreso a casa?

Una camioneta con tipos armados le dio la sensación de haberse equivocado en su elección, aunque no tenía motivo para alarmarse. La camioneta pasó, Lucas Guan Yin se relajaba y de repente se halló cruzando la Avenida 4 en lugar de llegar a la esquina avanzando por ella y doblar a la derecha, como de costumbre. Temía por las consecuencias que el cambio de ruta pudiese entrañar.

Ese tipo de intuiciones, o supersticiones, casi frustraron su ingreso a la procesadora de residuos. En la entrevista inicial, Lucas deslizó una frase sobre lo peligroso de trabajar con grandes volúmenes de residuos… Ante el ceño fruncido del entrevistador, explicó que había leído una nota sobre accidentes por fallas tecnológicas. Esa clase de notas –dijo el entrevistador, sonriente–, las pagaba la competencia.

El presentimiento de que algo inesperado podría suceder como consecuencia de haber cambiado de ruta para volver del trabajo, aún lo hostigaba cuando entró en la sala de la vieja casa donde él había nacido. El padre, Juan Guan Yin, asido a su bastón y moviendo la cabeza con dificultad, lo recibió con una foto.

–Mira esto, hijo.

La hermosa jovencita china de nariz respingada era Kumiko Deng, huérfana, recién bajada de un buque fletado desde Shangai con centenares de personas destinadas a radicarse en la Patagonia.

–¿Te acuerdas de Gao Yong –preguntó el viejo–, el funcionario chino que nos llevaba a pasear en el auto volador? Acaba de volver de Beijing… Gestiona la radicación de Kumiko en Ciudad Ji, porque ella es muy joven para soportar el trabajo en una granja patagónica. Gao me pidió que tú te casaras con ella para obtener su residencia.

Lucas miró a su padre como si lo apremiara la confirmación de su presagio: haber cambiado la ruta de regreso a casa le costaba una boda de las que se pactaban por unos 300 dragones. O sea: 80 dragones más que su salario de supervisor.

–Este caso –dijo Juan Guan Yin– interesa mucho al presidente Yi Spaghetti. Tú sabes que es peligroso rechazar una solicitud así.

Tal vez no fuese una transacción más, sino una extorsión, una deuda de su padre con ese Gao Yong de ojeras violetas, uno de tantos misteriosos personajes venidos de Beijing para controlar a los argenchinos.

Juan Guan Yin era técnico en automotores eléctricos; trabajaba en una compañía de mantenimiento y reparación de vehículos oficiales. Alguien le propuso cambiar de empleo: un chino enviado por Beijing a controlar a funcionarios locales –le explicaron a su padre– pagaba el doble de lo que Juan ganaba por reparar vehículos oficiales.

El enviado chino, Gao Yong, se dedicaba a rodados particulares averiados para reacondicionarlos y venderlos o desguazarlos para chatarra. Juan nunca supo de dónde venían esos vehículos, traídos por grandes camiones sin identificación.

La pericia y la discreción de Juan Guan Yin fueron premiadas por Gao, que solía llevarlo de paseo con su hijo en el auto volador. Lucas conservaba algún recuerdo de aquellos paseos, su afán de observar desde arriba los caminos por los que habían pasado antes de levantar vuelo. El enigmático Gao Yong manejaba en silencio, con su impasible cara de color arcilla y el antifaz violeta de las ojeras teatrales.

Pero, el entonces presidente de Argenchina, Tai López, cambió de repente a todo su equipo y el mismo día Gao voló a Beijing. Sus talleres, en la franja noroeste del Gran Ji, fueron clausurados.

Juan Guan Yin cobró la indemnización y poco después se jubiló. Era de suponer que si bien Gao respondía al gobierno chino como supervisor del gobierno local, también dependía del presidente argenchino para sus actividades extraoficiales. Que Tai López lo hubiera eyectado una década atrás, por lo visto no significaba que su sucesor, Yi Spaghetti, pudiera prescindir de él. Así que el ojeroso Gao Yong estaba de vuelta en Ciudad Ji.

El inesperado regreso de Gao –Lucas parecía tenerlo claro–, era una carga de la que el hijo del viejo Juan Guan Yin, no sacaría beneficio. Lo más doloroso, era saberse elegido para una formalidad tan odiosa como la de los enlaces pactados por interés político, en que el marido era motivo de sarcasmos, miradas suspicaces y comentarios de dudoso humor.

Obviamente, el matrimonio no convivía. Pese a que en este tipo de casamiento, era entendible que no hubiera intimidad entre los contrayentes, al marido la gente lo despreciaba como si su esposa lo traicionara con otros hombres.

Por momentos, Lucas dudaba de lo que creía saber, no siempre memorizaba el origen de sus nociones sobre tal o cual cosa. Lo más deprimente era la sospecha de que sólo recordaba sus propias impresiones sobre los hechos, quedando éstos en una penumbra angustiosa. Aún convencido de que su padre ya tenía cerrado el trato con Gao Yong, quiso dejar constancia de que él sabía de qué se trataba. La belleza de Kumiko no le estaba destinada, entonces ¿qué importancia tenía la foto?

Pero no dijo nada de eso; al separar los labios las palabras que salieron fueron otras.

–No tiene empleo ni habla español…

–Aprenderá. ¿Qué sabes tú si ella no resulta una leona?

–Las leonas no buscan tipos como yo…

–Por eso mismo: aprovecha la oportunidad, o pensaré que no te gustan las mujeres.

La humorada de su padre le dolía menos que el pobre saldo de sus empresas sentimentales: una ex compañera del colegio politécnico, algo mayor que él, le había reprochado su poca pericia amatoria; una joven ayudante de cocina muy simpática, pero cuyo teléfono celular sonaba sin pausa y era imposible gozar de la intimidad… Otros dos casos así, frustraciones por motivos quizás insignificantes.

Disfrutaba de las mujeres en la cama, pero ya no intentaba ir más allá… Hacía tiempo que tramitaba sus urgencias seminales en un bar nocturno de Calle 3, en el Antiguo Microcentro. Una Babel de muñecas de todos los colores, incluyendo a China Girls caídas en desgracia tras su paso por la televisión o las residencias de lujo.

Las ojeras de Gao Yong habían pasado del violeta al negro y la piel del arcilloso al anaranjado. Su cabello lucía ostensiblemente brilloso. Acaso fuera una peluca negro azabache, haciendo juego con las bolsas debajo de unos párpados igual de negros y espesos.

–Kumiko vivirá contigo algún tiempo –dijo Gao, sin mirarlo-. El refugio de inmigrantes no es lugar para ella. Habla poco español, deberás ser paciente.

El padre de Lucas, por solicitud de Gao, iba a buscar una casa para la pareja y Gao pagaría el alquiler. Lucas sintió deseo de preguntarle a Gao cómo era posible que si la suerte de la señorita Kumiko Deng interesaba al presidente Yi Spaghetti, éste no hubiese… Pero desistió. Tal vez Gao no supiese que su padre le había hablado de eso, si no era un invento del viejo Juan para forzar su aceptación. En cualquier caso, a Lucas le pareció conveniente tragarse la pregunta.

Su curiosidad debía de resultar sospechosa para los demás. ¿Qué diría Gao Yong si él le contara de su sorpresivo cambio de ruta para volver del empleo? ¿Aceptaría su padre la relación causal que su hijo creía percibir entre el cambio de ruta y la sorpresiva reaparición de Gao?

Lucas ya no se apartaría nunca más de la rutina de volver a casa por Avenida 4 hasta 106. Se sentía culpable de haber abandonado esa costumbre sin motivo, con la consecuencia de…

La casa elegida por su padre, pero de cuyo contrato se haría cargo el ojeroso Gao, tenía un solo dormitorio. Por cortesía, le correspondía a Kumiko. Lucas debía acomodarse en la salita con un sofá.

–Prefiero seguir viviendo aquí.

–Ella no podría vivir sola, tiene que aprender el idioma, necesita ayuda, ¿no lo entiendes?

–Pero, ¿por qué yo? –preguntó Lucas, los ojos húmedos, las manos temblonas.

–Si tú la proteges en esta situación, ella puede ser tuya. Nadie te ha dicho que su belleza es inalcanzable para ti.

El viejo Juan Guan Yin tenía experiencia con mujeres. Le explicó que el plan de Gao era reconocerlo a él como marido con plenos derechos conyugales, para tener controlada a la belleza china. Si el presidente Spaghetti estaba detrás… Lucas Guan Yin… ¿espía del gobierno?

La incertidumbre por momentos se expandía por su cuerpo como una ráfaga; eran momentos de completa inercia, física y mental, de los que emergía con una rotunda conformidad respecto de lo que su padre dispusiera. Entonces sentía una confianza hasta ahora desconocida en su destino, algo parecido a la “fe” de que solía hablarle su madre. La única católica de la familia, hasta donde Lucas sabía.

En la infancia de su abuelo, cuando la República Argentina declinaba, los católicos eran muchos, aunque no tanto como los cristianos de otras iglesias.

Después de la Gran Reforma, cuando Beijing tomó el control de Argenchina, los fieles de todas las religiones empezaron a mermar por las ventajas laborales y crediticias que el Estado otorgaba a quienes se pasaban a la doctrina del Tao. Una ética basada en los mismos valores cristianos, pero sin dogma ni hagiografía. La gente beneficiada por su conversión al taoísmo pronto abandonó las lecturas y la meditación; pero también dejó atrás a la Iglesia Católica Romana y a los demás cristianismos. Judíos y musulmanes, que no aceptaron los beneficios del nuevo gobierno por fidelidad a sus cultos, fueron tolerados como minorías pero castigados por vía tributaria.

Lucas no sabía por qué su madre era católica. En su cajón del ropero matrimonial, guardaba la estampita de un pálido Jesucristo coronado de espinas, de errática mirada.

Por momentos, Lucas se entusiasmaba con el Paraíso, pero después sufría imaginando el Infierno que podría ser su destino de no merecer la salvación eterna que Dios prometía. Su lugar -se consolaba– quizás estuviera entre esos dos extremos.

Esas divagaciones volvieron a aflorar el día que conoció personalmente a la bella Kumiko. Como faltaba sólo una semana para la ceremonia del casamiento civil, después de llevar a Kumiko a que conociera su próximo domicilio conyugal, Gao Yong invitó a los futuros contrayentes y a su fiel ex empleado Juan Guan Yin a un paseo en auto volador. El padre de Lucas y el propio Gao serían testigos de la boda.

Lucas tendió la mano, pero ella ofreció su mejilla. Apremiado por el cambio de protocolo, él deslizó torpemente la barbilla por la sedosa piel de la joven china. Que ella no hablara español (ni él chino), se le ocurrió una ventaja. ¿Qué podría decirle a una mujer así? No sería prudente preguntarle por sus padres, porque la habían abandonado… Por su proyecto de vida en Argenchina, menos. Lo más probable, era que el presidente Spaghetti la usara para sus ratos de ocio.

Gao hizo el trayecto de siempre; giró hacia el noroeste rumbo al Distrito Industrial, pasando por los misteriosos talleres donde el padre de Lucas había trabajado concienzudamente reparando vehículos accidentados. Ahora esa superficie lucía arbolada, como un anillo de jade rodeando un inmenso lago color turquesa.

La estampita del Cristo y la fe de su madre le humedecieron los ojos. Kumiko tomó su mano y él alzó el rostro para que sus miradas se encontraran, pero ella ladeó el suyo sonriendo y se puso a mirar el paisaje.

La mano de ella en la suya era algo incomprensible, contradictorio con el brusco giro de su cabeza hacia la ventana. ¿Por qué no quería mirarlo a los ojos? ¿Qué significaba su mano tibia, que él ya no quería tocar? Un gesto misericordioso, como diría su madre; o más bien, una limosna al infeliz que lagrimeaba por un recuerdo cuando debería estar eufórico por la inminencia de una boda tal vez dichosa con una bella jovencita de admirable silueta.

Al despedirse, ella volvió a ofrecerle la mejilla y él a rozársela de modo impersonal, como si fuera un trámite más del protocolo cuya clave sólo su padre y Gao Yong conocían.

La solicitud del día libre por casamiento en la planta procesadora de Ji Ambiental fue un calvario. Primero, porque Lucas no había pensado en la necesidad de pedirlo formalmente; y después por tener que revelar lo que él consideraba que debía mantenerse oculto: el vergonzoso casamiento con la inmigrante china.

El anuncio de la boda de Lucas Guan Yin con la señorita Kumiko Deng fue celebrado estruendosamente por los empleados, si bien Lucas no terminaba de convencerse de que esa euforia no fuera el preámbulo de las crueles ironías que se descargaban sobre el infeliz marido en casos así.

El acta matrimonial se firmó en la Oficina de Población. Cuando los contrayentes y los testigos, o sea Juan Guan Yin y Gao Yong, rodeaban el escritorio de la notaria, un mensajero de Ji Ambiental entregó un regalo de boda con la tarjeta del vicepresidente de la compañía.

Como la casa alquilada para el flamante matrimonio aún no estaba en condiciones de recibir visitas, el viejo Juan los invitó a comer en la suya. Dócil a una repentina excitación nerviosa, Lucas puso la caja encima de la mesa, entre arrolladitos con salsa agridulce, ensaladas y trozos de cerdo al brasero.

Las delicadas manos de Kumiko sacaron de la caja una pequeña escultura de material sintético, imitación de mármol, cuya forma hacía pensar en un pájaro, pero también en un nuevo modelo de tostadora eléctrica recién llegado de China. Platicaron concienzudamente en torno a esa ambigüedad estética, hasta que los jóvenes esposos se retiraron a su domicilio, en Calle 108, a sólo dos cuadras de la casa del viejo Juan. Gao prometió hacerse cargo de la limpieza de la casa de los jóvenes esposos, y de que Kumiko recibiese clases de español.

Pero los plazos de Gao fueron penosamente largos para Lukas. Recostado en el sofá del pequeño living, mientras Kumiko estaba en su cuarto, rumiaba la insatisfacción de hallarse en una situación completamente indeseada. Ella no hablaba español ni sabía lavar la vajilla ni pasar el trapo al piso ni asear el baño. Gao no respondía a los llamados del viejo Juan Guan Yin para concretar sus promesas de pagar a la limpiadora que iba a su propia casa y de que Kumiko empezase a aprender español.

Lucas se resignó a pagar a la limpiadora cuando el aire de su casa se hizo irrespirable. Kumiko permaneció encerrada en su cuarto con la televisión hasta que la mujer concluyó su labor. Parecía contrariada. La comida que Lucas compraba en la tienda cercana desde hacía años (la que habían consumido después del casamiento en casa de su padre), a ella dejó de gustarle. La mayor parte del tiempo la pasaba en su habitación, con la tele o durmiendo.

Lucas no creía que ella necesariamente durmiese por estar a oscuras. La imaginaba pensativa, con el pecho descubierto, como hacía con las chicas de la Calle 3, pero sin esperanza de llegar a disfrutarla; antes, él daría dos dedos de una mano para que Gao Yong se la llevara lejos, a la corte de Spaghetti o a criar cerdos en una granja de la Patagonia.

Su padre confiaba demasiado en Gao. Kumiko se comunicaba con él por señas, la más elocuente era la agitación de manos delante del rostro. Mientras agitaba las manos, parecía sonreír. Lucas no estaba seguro de si era una sonrisa o una mueca siniestra, lo más importante era que eso significaba: todo seguirá igual, hasta que Gao disponga otra cosa.

En el trabajo, los más cercanos ahora lo trataban con una consideración demasiado formal para lo acostumbrado; como si el casamiento -con obsequio del vicepresidente de la compañía incluido–, lo hubiese elevado por sobre sus pares. Pero, ¿y si todo eso fuera mera formalidad? ¿Y si sus pares, en la intimidad, se solazaran con la ridícula situación del marido argenchino con esposa china, a la que debe mantener y soportar?

Hubo un anochecer insoportable en la penosa rutina de Lucas Guan Yin. Sus lágrimas chorreantes, sus alaridos, alertaron a Kumiko. Él sintió un lánguido roce de su mano, pero sin dejar de sentirse atrapado, reducido a una servidumbre como tantos otros hombres y mujeres de Argenchina, apremiados por agentes del poder remoto como Gao Yong.

Pero esa noche, en su mente reaparecieron el tablero y los lápices de dibujo. Conservaba nociones de perspectiva y proporción aprendidas en el politécnico. A los catorce años soñaba con ser dibujante, crear personajes y tener millones de seguidores.

–Quédate así –le dijo a Kumiko, viéndola sentada en el sofá de la sala, donde él acababa de instalar el tablero y la banqueta.

Ella lo miró fijamente, como si no entendiera cuál era su intención. Cuando lo vio empuñar el lápiz, frunció la boca. ¿Qué significaba ese frunce? Si ella seguía allí, sentada con las manos entre las piernas y la cabeza ligeramente alzada, mirando el techo, ¿no era evidente que aceptaba posar?

Pero el pacto duró sólo unos minutos. Sin mediar explicación, Kumiko se fue a su cuarto y cerró la puerta. Éste era un frecuente indicio de contrariedad, de saturación, de odio, como si ella también se sintiese prisionera de una oscura transacción.

Lucas instaló el tablero y la banqueta en la sala, junto a la repisa de su computadora portátil, pero desde entonces las apariciones de la jovencita eran infrecuentes. Antes de que él volviera del trabajo, a las seis y media de la tarde, ella encendía la tele con la puerta medio abierta, o cerrada, según su inescrutable humor de joven belleza china protegida por un espía chino.

Si ella no acudía al crujido del papel cuando Lucas desenvolvía las bandejitas de la cena encima de la mesa, él se la servía en su dormitorio. Una cena de por medio, ella lo invitaba a comer en su cuarto, delante del televisor regalado por su suegro Juan Guan Yin.

Lógicamente, sólo miraba los canales chinos, programas de entretenimientos, espectáculos populares de danzas, desfiles de modas, documentales sobre vampirismo, necrofilia y series ambientadas en islas de ensueño, con mujeres detectives y hombres ricos, depredados por sus vicios.

Lucas intentaba disfrutar; los entretenimientos como la competición de lavado de cabeza, con los participantes alineados junto a las bateas, con sus manos enguantadas y los frascos de champú de la misma marca que los cortaúñas importados de Beijing que se vendían en Ciudad Ji, no necesitaban explicación. Pero las series lo aburrían: las mujeres detectives, entre las que la Kumiko podría lucirse, siempre vencían a los ricos depravados.

Lo más valioso para Lucas de esas invitaciones al cuarto de Kumiko, eran los perfiles de ella que él capturaba visualmente para después dibujarlos. Ni bien llegado del trabajo, con un block de hojas y el lápiz a mano, esperaba que ella apareciera en la sala o en el pasillo, en dirección al baño, para empezar un boceto.

Cuando ella condescendía a compartir con él la mesa de la sala, manejando diestramente los palillos para el arroz, embebiendo a los arrolladitos de carne en salsa de soja, masticando lentamente con los ojos cerrados, él no perdía detalles de la danza de sus dedos acariciando los fálicos palillos, ni del desparpajo con que se metía los arrolladitos entre los labios rojos, ni de la forma de su boca mientras masticaba lánguidamente anillos de sushi.

Pero sus mejores bocetos, serían los últimos. Atento a la ocasión de observarla, aunque fuera fugazmente o de modo parcial, comprendió que no debía desaprovechar los momentos (a veces, horas) que ella dedicaba al sueño. Entre semana, la mayor parte de ese tiempo transcurría cuando él estaba trabajando; pero los fines de semana y los feriados eran propicios para la observación, cuando la puerta del dormitorio de Kumiko estaba medio abierta.

Sus últimos dos bocetos fueron cuando ella dormía. Lucas sospechaba que las siestas de sábados y domingos (que para ella no serían diferentes de las restantes) eran simuladas; que ella no dormía, o que era sólo un entresueño que no la desconectaba de la realidad circundante. O sea, de lo que él, su marido argenchino, pudiese estar haciendo.

Por ejemplo, espiándola asomado al espacio visual permitido por la puerta: las plantas de los pies rosados, el perfil de la pantorrilla derecha, y más allá una mano acariciando el ombligo por debajo de la camisola. Atreviéndose con la imaginación, él llegó a bocetar un hombro y la nariz respingona como meridiano entre las mejillas suavemente combadas.

Al día siguiente, Lucas metió el block de bocetos en la mochila, como si fuera a revisarlos en el breve almuerzo entre sus dos turnos laborales de la procesadora Ji Ambiental. Pero, en el comedor del personal de la planta, uno de los hombres a quienes Lucas Guan Yin supervisaba, casualmente se sentó enfrente y él desistió de mirar los bocetos.

Consciente de que todos allí lo sabían casado con una protegida del presidente Yi Spaghetti, por más que simularan respetarlo para no desairar a la diplomacia de la empresa, Lucas evitaba dar motivo de comentarios. ¿Qué pensarían si supieran que el supervisor Guan Yin dibujaba a su falsa esposa, esa prostituta china traída de Beijing para las festicholas de Spaghetti, y encima llevaba los dibujos al trabajo?

Para algunos, los dibujos podrían ser prueba de que Lucas Guan Yin ejercía como verdadero esposo de Kumiko Deng; para otros, esos garabatos serían el resultado de su fracaso como hombre: el supervisor que por diez mil o quince mil dragones cargaba con la joya destinada a Spaghetti, pero sin otro derecho sobre ella que el de dibujarla.

Lucas pensaba que esa última interpretación era la correcta. Sin embargo, después del almuerzo se sintió satisfecho con los dibujos, no sólo porque le parecían técnicamente aceptables, sino porque Kumiko había colaborado. Como si se hubiera confirmado su sospecha de que ella no dormía, aunque lo pareciese.

¿Por qué fingía Kumiko? ¿Por qué le daba a él ocasión de acceder discretamente a su intimidad? Eso, en cualquier idioma, tenía que llamarse… ¿amor? Cariño, por lo menos. Tal vez su padre tuviera razón al aconsejarle paciencia, única manera de comprobar cuánto valor tenía para Kumiko el casamiento y la convivencia, más allá de las necesidades derivadas de su situación.

El camino de vuelta a casa por Avenida 4, aquella tarde, fue un emocionante paseo por sus fantasías adolescentes. Kumiko estaba destinada a la corte de Spaghetti, pero el dibujante Lucas Guan Yin la convencía de ser su modelo fetiche para hacer de ella una diva de la publicidad, una China Girl top ten por encima de Spaghetti, sólo accesible a los jerarcas de Beijing…

Atontado por el entusiasmo, como hacía mucho que no le pasaba, el impacto de lo que Lucas encontró en su domicilio fue demoledor: Kumiko había abandonado la casa con todas sus pertenencias, televisor incluido. Ni un mensaje. Ni rastro de ella.

Aturdido, Lucas dio vueltas alrededor del tablero de dibujo, con la mente en banco, como eyectado a una órbita desconocida. De pronto tomó el block de la mochila y rompió los bocetos, hasta dejar en el piso un montón de pedacitos de papel.

Su corazón latía aceleradamente mientras se dirigía a casa de su padre. Se sorprendió mirando en todas direcciones, avergonzado de buscar a Kumiko, como si creyera posible encontrarla detrás de un árbol o asomada a un balcón.

El viejo Guan Yin se sorprendió al verlo entrar con expresión desolada.

–Ella levantó vuelo –dijo Lucas-. Desapareció. Padre… me metiste en una trampa.

–Tú sabías cómo era esto… Doce mil dragones por el casamiento, la mitad te pertenece. ¿Te parece una trampa?

–Pero… ¿Para qué la convivencia entonces?

–Gao ya te lo explicó…

–Ese mafioso… También dijo que ella iba a estudiar español.

–Gao está en Beijing, tuvo que viajar por algo urgente –dijo Juan–, pero regresa en unos días y todo quedará claro.

Lucas se fue sin responder; volvía a flotar en la ignota órbita a donde lo había arrojado la fuga de Kumiko. ¿No había sido injusto con su padre? ¿Y si la clave fuera la audacia? ¿Y si lo que ella esperaba era que él se le echase encima resuelto a hacerla suya? Pero si la táctica era ésa, ¿por qué el viejo Juan no se la había recomendado?

Pasó la noche con la computadora, viendo un manual de dibujo y diseño; después intentó entrar en un canal chino para ver el programa de entretenimientos que miraba Kumiko, pero desistió. ¿Cuántos días había convivido con ella? Treinta y seis, o treinta y siete. Necesitaba olvidarla. Volvería al club de la Calle 3, donde todo era sencillo. Con sólo siete dragones se alquilaba una argenchina con prestación básica, con diez una especial y con cincuenta dos argenchinas o una china joven, pero nunca tan bella como Kumiko.

CAPÍTULO 2

El regreso de Gao Yong se demoraba. Lucas estaba impaciente, aunque no tenía esperanza de que el espía contara la verdad sobre la desaparición de Kumiko, probablemente dispuesta por él mismo desde Beijing. Sin embargo, ante su padre fingía interés en saber acerca de ella, qué había de cierto sobre el curso de idioma español, si la habían secuestrado…

Él había aceptado meterse en la trampa. Pero, no podía conformarse con los seis mil dragones. ¿Y el riesgo de que en su empleo supieran de la fuga de Kumiko? Que un tipo se casara con una china por dinero era mal augurio, los argenchinos lo despreciaban aunque socialmente lo tomaran a risa; pero si además aceptaba convivir con ella… Y que ella se cruzara de brazos observando cómo él enjuagaba las copas y retiraba los platos de la mesa… Y si, encima, ella desapareciera sorpresivamente… Los dueños de la procesadora tenían fluida relación con el gobierno de Beijing, ya deberían estar enterados de todo. Una pequeña filtración, una palabra de más, un detalle cualquiera, bastaría para que la noticia llegara al más indiferente de los empleados. ¡Cómo la disfrutarían! El supervisor Lucas Guan Yin usado y abandonado, por sólo el equivalente a poco más de diez salarios.

Pero lo peor (y que nadie podía imaginar), era que él había estado cerca de amarla, o por lo menos de entusiasmarse con la idea de que Kumiko se quedara a vivir en la casa. Era un secreto doloroso, al que había sido arrastrado por una fugaz ilusión, que nadie –ni siquiera su padre– debía conocer. Ya se había deshecho de los bocetos, una prueba de su incauto romanticismo.

Si seguía en la casa alquilada por Yong, con dos meses más de contrato pago, era sólo por inercia; tenía decidido volver a vivir con su padre. Las noches de insomnio lo llevaron a una fosa depresiva, de la que salió 48 horas después con la memoria fragmentada y ligeros espasmos musculares que le impedían caminar.

Llamó a la gerencia de personal de Ji Ambiental para informar de su estado y le aconsejaron esperar a sentirse en condiciones de volver al trabajo. Cuando lo hizo, al día siguiente, lo enviaron al servicio médico. El profesional escuchó su relación de los últimos días, y después de una pausa le preguntó por “su esposa”.

La señora Kumiko Deng de Guan Yin no podía ayudar a su marido, pese a sus deseos, porque no hablaba español. El profesional pareció conforme con su explicación y le recetó pastillas para dormir.

De vuelta al trabajo, debió responder a las consabidas preguntas sobre su salud, que para Lucas eran frases de compromiso encubridoras de la morbosa curiosidad ajena. Un operario del plantel, grandote y algo encorvado, le preguntó por “su esposa”, pero ante la odiosa expresión del supervisor Guan Yin, en voz baja aclaró:

–Quise decir… que su señora se habrá asustado por verlo dormir tantas horas.

Con un rígido movimiento de cabeza por toda respuesta, Lucas se alejó. Sus entrañas ardían, consumidas por la sospecha de que ya todos sabían que Kumiko había desaparecido. El médico de la compañía y el operario grandote simulaban ignorarlo; el grandote, además, obvió en principio el ataque de sueño, preguntando sin preámbulos por “su señora”… Como si esperase que él le confirmara que ella se había ido. O como si tomase a la chacota el drama del supervisor Guan Yin.

Regresando a su casa por Avenida 4 (jamás se repetiría la ocurrencia de salir de la empresa por la diagonal de atrás), se puso a pensar en las consecuencias de haber cambiado el camino una maldita vez. La primera consecuencia, que había impulsado a las otras, fue lo que su padre conversaría con él minutos después: que debía casarse con Kumiko.

Volvió por Avenida 4 hasta su domicilio actual en 108 (dos cuadras más allá de la casa familiar), encontrando al viejo Juan Guan Yin que volvía de compras con su pierna izquierda a la rastra.

–Gao ya está aquí, averiguando si ella fue secuestrada por la mafia china o por la mafia argenchina. ¿La extrañas, hijo?

–¿En serio piensas que puedo extrañarla?

–No sé… Te afectó mucho su desaparición… No te conformas con tu ganancia…

–Son diez salarios de supervisor de Ji Ambiental, padre. Y por diez meses de trabajo, me arriesgué a ser uno de esos argenchinos casados con chinas, que la gente detesta, tú mismo me has contado de las cosas que dicen en la intimidad, cómo se ríen cuando no los ven…

–Pero Ji Ambiental aprecia tu gesto, ¿no lo entiendes? ¿Por qué el regalo, si no? ¿Quién tiene poder? ¿Ji Ambiental o esa gente? Si no tienes ambición, sufrirás por todo lo que te suceda.

Lucas siguió camino a su casa sin responder, obnubilado por el razonamiento de su padre, como si reconociera que el viejo deseaba verlo progresar, pero él fuera incapaz. Por lo demás, el poder de la compañía no llegaba a impedir que la gente murmurase, que se rieran a costas de su extraño casamiento, para colmo con una breve convivencia que alimentaba la hoguera de imaginarias procacidades. Y si Kumiko resultara, como había dicho su padre, una protegida del presidente Yi Spaghetti, mayor sería el papelón del pobre supervisor Guan Yin, haciendo de falso marido y de esclavo doméstico de la prostituta.

A pesar de estar en el penúltimo escalón de las que trabajaban poniendo el cuerpo, las chiquilinas de la Calle 3, mariposas nocturnas con precio fijo, se le revelaron a Lucas preferibles a una zorra como Kumiko. Era muy poco lo que ofrecían (sólo el cuerpo), pero sin trampa ni misterio. Lucas solía recordar, sin proponérselo, miradas, frases que esas dulces argenchinitas le habían dedicado; trivialidades de su rutina laboral, pero que él atesoraba como si fueran el consuelo que merecía. No sólo eso; también caprichos que él consideraba impúdicos, de los que íntimamente se avergonzaba, completaban su oficio amoroso.

Su padre, que cuando joven desplegaba dones de sátiro, le había advertido que, de acostumbrarse a las marionetas de Calle 3, podría quedar soltero. Y él, hijo del sátiro jubilado, era demasiado pobre para prescindir de una mujer.

Después de las fracasadas tentativas veinteañeras con jóvenes de su entorno, Lucas quedó decepcionado. Aún así, asistió por un tiempo a encuentros gastronómicos y conciertos organizados por Ji Ambiental. Pero se aburría. Lo ubicaban en un extremo de la mesa, a donde las bandejitas llegaban casi vacías, y entre gente que dialogaba sólo en grupos. La despedida de sus últimos intentos de sociabilizar, llegó con la mujer del lunar velludo en la mejilla derecha.

Ella no levantaba jamás la vista del plato, y cuando acabó de comer quedó mirando fijamente sus manos apoyadas en la mesa. Él comprendió que su morbosa curiosidad por la mancha oscura en la mejilla, había ofendido el pudor de la dama. Tal vez todo fuera cosa de buena o mala suerte, pero finalmente Lucas Guan Yin cargaba con la mala.

Después de una jornada más en la planta procesadora volvió a casa, se duchó, mordisqueó un zapallito relleno de la noche anterior y salió rumbo a Calle 3. Bajó a la estación del Metro y en el andén halló un mensaje vía teléfono celular de las autoridades de Ciudad Yi que decía: “Circuito de Esparcimiento Nocturno inhabilitado al público por emergencia de infraestructura”.

El Metro ni siquiera llegaba a la estación terminal, en Calle 3, donde después de las 7 de la tarde sólo descendían clientes de argenchinitas, ludópatas y alcohólicos necesitados de compañía.

Tomando hacia el norte por Calle 108 llegó a Avenida 1, atravesando la parte vieja de Ciudad Ji, la que antes de la Gran Reforma era exclusiva de los edificios gubernamentales.

En el tercer año del politécnico, Lucas había asistido a una conferencia sobre historia argenchina, con fotos de la gran Casa Rosada anteriores a la Inundación de 2050, que destruyó la sede presidencial y otros reductos del poder. Las autoridades de la entonces República Argentina se mudaron a la zona norte, donde después la Gran Reforma construyó la modesta Oficina de Gobierno que actualmente ocupaba el presidente Yi Spaghetti.

En la esquina de Avenida 1 y Calle 90, el frustrado cliente de las argenchinitas Lucas Guan Yin halló inesperadamente nuevo motivo de tentación: aquí las jovencitas eran minoría, igual que las argenchinas; muchas más eran las treintonas peruanas y de otras nacionalidades vecinas. La prostitución callejera, a diferencia de la protegida de lugares como “Ku-kú”, su pub preferido de Calle 3, no ofrecía garantía sanitaria. Las chicas de “Ku-kú” tenían al día el certificado de no portación de enfermedades de transmisión sexual, porque lo pagaba el empleador. En cambio las otras no podían pagarlo, por lo que su oferta sexual era ilegal. Si bien la policía las toleraba, cuando la reunión en la esquina de 1 y 90 era demasiado concurrida, las dispersaba con nubes de gas pimienta.

Lucas se estremeció al comprender que había estado cerca de exponerse a riesgos propios de un adolescente. Además –acababa de entenderlo–, se había equivocado al pensar que era inverosímil una emergencia de infraestructura en Calle 3. Los derrumbes y las explosiones eran frecuentes; y se decía que la televisión sólo informaba de algunos.

Volvió en el Metro a casa, reconociendo que la medida oficial sobre Calle 3 podría haberle salvado la vida. Alejarse de la riesgosa tentación de 1 y 90, también había sido un acierto.

Tomó la pastilla para dormir, cuya dosis había reducido porque le costaba dejar la cama de mañana. Despertó siete horas más tarde con un entusiasmo inexplicable, y no encontrarle explicación le agriaba el humor, más allá de la convicción con que hacía las cosas.

Llegó al trabajo con la rara sensación de no entender algo que estaba sucediendo, o por suceder; como si entre él y la realidad externa, las cosas, la gente, hubiese una lámina casi imperceptible y no sabía si eso lo protegía o era un peligro latente.

Pero, llegado el momento de controlar el ingreso del camión con un gigantesco volquete de seis toneladas de residuos, su mente estaba despejada. Se calzó los guantes y el casco de acero, tomó el control de monitoreo y avanzó por la plataforma de descarga hasta su posición frente al camión.

La tapa del volquete no obedeció la orden de apertura del camionero. El indicador de presión al interior del volquete por acumulación de gases, alertó a Lucas. Estiró el brazo derecho en dirección a la cabina del camión, como si quisiera hacer una seña al conductor.

Los operarios agrupados detrás del supervisor Guan Yin perdieron el equilibrio al estallar el volquete, mientras el camión se retorcía bajo las llamas. Ya nadie veía a Guan Yin, aunque era fácil imaginarlo debajo de la montaña de basura. El camionero se arrojó del vehículo pero su cuerpo estaba casi completamente quemado: murió horas después.

La policía dispuso que los periodistas esperasen novedades en la puerta de la planta, hasta donde llegaban las nauseabundas emanaciones del basural estallado. Entre la masa de inmundicia que todavía flotaba sobre el edificio y su entorno, hubo fragmentos del volquete que hirieron a varias personas, según la versión que los medios aspiraban a esclarecer. También se temía por el conductor del camión incendiado.

Pero Ji Ambiental se mantuvo en silencio, mientras el operativo de búsqueda de Lucas Guan Yin empezaba bajo responsabilidad de la policía. Poco más tarde arribó una fiscal, que apuró el paso cuando los cronistas se acercaban.

A doce horas de haber comenzado a hurgar en las entrañas de la monstruosa criatura parida por el estallido, la brigada de emergencias ambientales de Ciudad Ji encontró “los restos” del supervisor Lucas Guan Yin. Según la versión oficial, Guan Yin y el camionero eran los únicos fallecidos, aparte de seis heridos leves.

Dos horas más tarde, el gobierno y la empresa se retractaron: Lucas había sido rescatado con vida. El vice de Ji Ambiental habló de “un hecho asombroso, para el que los médicos aún no hallan explicación”.

Un hombre de la brigada de rescate, cuando el cuerpo de Lucas era llevado en una camilla, descubrió rastros de vida en su cara, muecas, los labios que se retorcían… De inmediato lo trasladaron al Hospital Público n°6 que le correspondía por domicilio laboral. Un edificio viejo al sureste, lindero del brazo fluvial que Argentina llamaba “Riachuelo”, y que la Gran Reforma había convertido en un recurso saneado accesible a buques de carga.

La guardia médica del hospicio encontró al paciente Guan Yin semiconsciente, con atención dispersa y mareos. Alternaba momentos de penetrante lucidez con derrumbes psicofísicos. Los vapores de la basura habían penetrado en su cerebro, pero todavía no era posible identificar el mal.

Al cabo de un mes de internación, le anunciaron que podía volver a su casa. Le recetaron una pastilla para las convulsiones, otra para la depresión, un antiácido estomacal, le asignaron una pensión por discapacidad y le pagaron la indemnización por accidente laboral.

Por los súbitos mareos, antes de retirarse del hospital le proveyeron un andador. Lucas lo miró frunciendo las cejas, pero ni bien puso las manos en la baranda del aparato mientras las rueditas de abajo obedecían satisfactoriamente, se sintió libre. O menos prisionero que en el hospital.

Le habían salvado la vida, pero al precio de someterlo a sucesivas tomografías y exploraciones nasales y auditivas… Las discusiones académicas inspiradoras de esa sistemática bienintencionada tortura a Lucas, acabaron cuando por orden de Beijing, según Gao, el hospital lo dio de alta. El ojeroso influyente a quien Lucas odiaba por creerlo cómplice del secuestro de Kumiko, se jactaba de haberle transmitido la orden china de su alta médica al presidente de los argenchinos, Yi Spaghetti.

Gao Yong acompañó al viejo Juan Guan Yin cuando Lucas abandonó el hospital. El viejo Juan miraba todas las noticias del desastre en la tele. Arrastraba su pierna derecha aferrado al bastón.

Lucas le sonrió fugazmente a su padre, después pareció sumergirse en una dimensión extra humana. El padre apenas le rozó el hombro, como atemorizado. Gao Yong alzó la cabeza y le habló.

–Eres… una celebridad. ¿Lo has pensado?

–¿Qué hay de Kumiko? –preguntó Lucas sin mirarlo.

–Fue secuestrada por gente que quiere complicar la relación del presidente Spaghetti con Beijing.

El silencio de Lucas, ya dentro de la limusina alquilada por Gao para sus desplazamientos en Ciudad Ji, era incómodo; más que eso: hostil. El viejo Juan mantenía la cabeza gacha. Aferrado al volante, Gao volvió a hablar.

–Pronto sabré quién ordenó secuestrarla. Ella será liberada en breve, pero tú no tienes por qué preocuparte. Te darán el divorcio sin demora, a menos que tú… ¿Tienes algo de qué acusar a Kumiko?

–No sé –dijo Lucas, mirando el vacío-. Todavía no lo sé.

–Si reclamases algo, podrías complicarla a ella y tal vez a ti mismo. Piénsalo.

Lucas metió la mano en el bolsillo de la campera y palpó las tabletas de las pastillas. Pronto le enviarían a domicilio la tarjeta para cobrar la pensión. El cheque de la indemnización fue a buscarlo al banco de Avenida 4 y 105, custodiado por un policía privado enviado por Gao. Los atracos a ancianos/as y discapacitados/as eran una costumbre heredada de antes de la Gran Reforma, como una maldición de la difunta República Argentina que Argenchina no podía quitarse de encima.

Que Gao pretendiese ser el protector del hijo del viejo Juan, a Lucas lo desquiciaba. A su padre le amputarían la pierna gangrenada, acaso Gao se propusiera reemplazarlo como consejero del hijo único.

Juan Guan Yin dispuso que su hijo volviese a la casa familiar, donde sería mejor asistido. El viejo ya no podía hacer gran cosa, pero la muchacha de la limpieza aceptaba un pago adicional por servir al famoso paciente Lucas Guan Yin.

Si bien los videojuegos fueron un lugar común de su adolescencia, ahora Lucas en la casa familiar volvía a dejarse abrasar por esa pasión después de tantos años. No sabía si era un escapismo, tampoco le importaba. Pero no tardó en descubrir que la euforia de la pantalla tenía nombre propio: Gao Yong. El enemigo a destruir. Enemigo que se pretendía amigo, protector…

Su padre interrumpió la maratón nocturna de Lucas ante la pantalla de su computadora.

–Con tu pensión y lo que te dieron por el accidente, eres un retirado con un buen pasar, ¿no?

El silencio de su hijo disparó su siguiente reflexión.

–La casa será tuya cuando yo me vaya de este mundo, así que no te costará encontrar nueva esposa.

–¿Qué fue de Kumiko? –dijo Lucas sin apartar la vista de la pantalla.

–Escuchaste a Gao… Acaso ella termine remitida a la granja de la Patagonia donde está destinada.

La avidez con que Lucas rastreaba al villano en la pantalla del videojuego, al maldito Gao Yong que obviamente figuraría con identidad falsa, alarmó a su padre.

–Llevas muchas horas allí, sería bueno que durmieras.

–Me trago las pastillas sin que falte ninguna… –dijo Lucas, antes del puñetazo en la mesa de su computadora-. ¡Maldito monstruo! Creo que necesito la última versión de este programa.

Esa madrugada Lucas se rindió al sueño. A media tarde, el viejo Juan intentó despertarlo y no pudo. Gao Yong le había indicado que por cualquier motivo relativo a Lucas, le avisara a él. El “caso Lucas” era asunto de Estado para Beijing, y Gao el responsable de que el presidente Spaghetti no interviniese.

El poderoso espía le prometió a Juan Guan Yin que ordenaría la urgente internación de Lucas. La ambulancia del Hospital Público n°6 donde se había recuperado tras el accidente, pasó a buscarlo media hora después.

Lucas despertó en el trayecto. ¿Otra vez preso de los médicos? Al ingresar al hospicio intentaron calmarlo, explicándole que los controles llevarían no más de tres días. No quiso dejarse convencer. Con el ojeroso Gao en el medio, nada era confiable. Ni siquiera cambió de talante al ver los nuevos equipos traídos de China, que simplificaban el monitoreo de su organismo (lo cual presuntamente hacía creíble lo de volver a casa en tres días). La supervisión del monitoreo era conducida por un ingeniero chino que le sonrió a Lucas.

–Tecnología moderna… -dijo con olímpica sonrisa.

Lucas cerró los ojos, asaltado por la sensación de que todos los cargos de supervisión iban a ser para los chinos. Si el volquete no hubiera estallado, por estas horas quizás le estarían anunciando el despido. Por más sano que estuviera un supervisor argenchino, muy difícil que pudiera equipararse con uno llegado de China.

Pero su humor mejoró cuando llegó el día tercero y le anunciaron que volvería casa. Le recomendaron que usara el andador, a pesar de que ahora mantenía el equilibrio y se sentía capaz de caminar sin ayuda.

Su padre y Gao Yong lo esperaban en la entrada del hospital. El viejo intentó abrazarlo pero resbaló, o su bastón se deslizó por la humedad del piso, y Gao debió sostenerlo mientras Lucas los miraba como a desconocidos.

Claro que los reconocía, pero sus expresiones iban detrás de su consciencia; y ésta giraba sobre la extraña ventaja que podría haber sido la explosión del volquete. Como pensionado e indemnizado por accidente laboral, era más respetable que como despedido por el ingreso de un chino. Nadie se solidarizaba con los argenchinos reemplazados por chinos, la mayoría argenchina lo consideraba una lógica consecuencia de la supremacía china instalada con la Gran Reforma de 2087.

Los tres se aprestaban a entrar en la limusina cuando un equipo de la tevé estatal intentó abordar a Lucas.

–Él no está en condiciones de hablar, por favor, retírense –dijo Gao, tomando a Lucas por la espalda.

Ya con el rodado en movimiento, el ojeroso Gao miró severamente a Lucas.

–Tu salud y tu seguridad no deben quedar en manos de Spaghetti –dijo-. Si fuera por él, no te habrían dado el alta…

Lucas se resistía a reconocer que Gao lo protegía, más allá de cuál fuera su objetivo final. Algún día, se ilusionó fugazmente, Gao sería un personaje insignificante para él.

La casa alquilada por el influyente chino para el brevísimo matrimonio Guan Yin-Deng fue desalojada. Sin cambios en la medicación, Lucas logró regularizar el sueño y mantener el equilibrio. Su padre declinaba. Fue hospitalizado de urgencia por la gangrena de la pierna y debieron anticipar la amputación.

Lucas fue a visitarlo. Viajó en el Metro hasta Calle 143, al sudoeste, y caminó unas cuadras para evitarse el disgusto de ir en la limusina de Gao.

El viejo Juan sonreía, casi inconsciente, con una palidez espectral. A su lado, un médico también sonreía, pero parecía ausente.

–A usted no lo mató la explosión –le dijo a Lucas–, pero él…

Lucas se retiró en silencio. ¿Acaso el médico argenchino pretendía filosofar? ¿O Beijing había ordenado acelerar la despedida del pobre Juan Guan Yin, para que su hijo discapacitado pasara a depender del fiel servidor Gao Yong?

Caminando de regreso hacia la parada del Metro sintió una fugaz pero aguda merma de su corporeidad. Una sensación agradable, aunque el peso de existir se concentraba en su mente. Una mente anormal. La credencial de discapacidad decía “daño cerebral”.

Los gases que -según el extenso diagnóstico firmado por el director del hospital a donde lo llevaron por la explosión del volquete– habían penetrado en su cerebro, eran “inestables”. O tal vez el “inestable” era su cerebro. Su estabilidad anímica dependía de las pastillas, que él creía dosificar adecuadamente.

Sin embargo, la alternancia entre el sueño y la vigilia aún pasaba por transitorios desequilibrios. La empleada de la limpieza, Laureana, ahora también cocinaba y lo atendía hasta las seis de la tarde. A esa hora, él tomaba la pastilla contra la depresión y se higienizaba las ampollas que el accidente había dejado en su piel. Aplicaba sobre ellas una pomada aromática que le causaba breves espasmos sensoriales.

A su regreso del hospital, aquella frase inconclusa del médico (“A usted no lo mató la explosión”) seguía dando vueltas por su cabeza. Laureana recién terminaba de preparar su cena. Antes de irse prometió que visitaría a su padre a la mañana siguiente.

Ahora, Lucas flotaba en el lecho de gratas sensaciones que él atribuía a la combinación de la pastilla con la pomada. ¿Cuándo volvería a dormir? El ruido de la puerta al irse la empleada disparó un silencio infinito. Era como si todo pudiese empezar de nuevo. Su cuerpo, absorbido hasta ese momento por la expansión mental, reaccionó llevándolo a donde necesitaba ir: la mesa de dibujo.

Laureana y el fletero habían completado la mudanza de Calle 108 (domicilio del fugaz matrimonio Guan Yin-Deng) el día anterior. La mesa de dibujo, la banqueta y lo demás quedaron en la sala por indicación del propio Lucas. ¿Por qué no les había pedido que la llevaran a su dormitorio? Ella, claro... El dibujo estaba asociado a Kumiko. Por eso él había destruido los bosquejos.

Pero ahora, dibujar era lo que más necesitaba. Era mejor que buscar el rastro del ojeroso Gao en los videos. Él, Lucas Guan Yin, el discapacitado, el argenchino sepultado por la basura, ya no necesitaría buscar a Gao Young en la pantalla. El monstruo, algún día, tendría que buscarlo a él.

Instaló la mesa y la banqueta en la sala y se puso a trabajar. Al cabo de algunos esbozos, levantó el lápiz del papel al sentir que no tenía objeto de labor. No tenía modelo. Faltaba Kumiko. ¿Sin ella sería imposible? En el “Ku-kú” de Calle 13 no había mujeres tan...raras. O tal vez sí, claro: alguna fogueada China Girl que pediría una fortuna por dejarse dibujar, aunque se fotografiara desnuda en las redes sociales.

En su infancia Lucas había sido hijo de su madre, así como en la adolescencia de su padre. Pronto se quedaría sin madre ni padre. Solo. Cerró los ojos, se mordió los labios como si esto lo ayudara a contener el llanto y apretó el lápiz hasta sentir un raro agotamiento. La expansión de la mente volvía a anular su cuerpo. Observó su abdomen que empezaba a combarse, las ampollas de su piel, nuevas formas corporales que se adaptaban a un cerebro lleno de gases.