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Asunto privado Roxanne St. Claire El ejecutivo Cade McMann se había fijado en la encantadora Jessie Clayton desde el primer día que había empezado a trabajar como becaria en su revista, aunque su interés no siempre había sido profesional. Cade sabía que Jessie escondía algo y temía que sus secretos pudieran significar la ruina del imperio editorial… Unión prohibida Emilie Rose Estaba en la cama con el enemigo… Aubrey Holt tenía motivos más que suficientes para querer conocer al millonario Liam Elliott… quería espiar el imperio editorial de esa familia para ganarse por fin el respeto y la aprobación de su padre. Pero el plan empezó a torcerse cuando sintió los labios de Liam sobre los suyos. Aunque era impensable tener ningún tipo de relación con Aubrey, Liam no pudo resistirse a la fuerza de la atracción que había entre ellos…
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Seitenzahl: 395
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
N.º 47 - agosto 2015
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Asunto privado
Título original: The Intern Affair
© 2006 Harlequin Books S.A.
Unión prohibida
Título original: Forbidden Merger
Publicadas originalmente por Silhouette® Books
Publicados en español en 2007
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-687-6834-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Asunto privado
Del diario de Maeve Elliott
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Unión prohibida
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
Desde hace años la misma pesadilla sigue atormentándome casi cada noche. En ella oigo llorar a un recién nacido, y también los sollozos de mi hija menor al verse obligada a renunciar a la pequeña a la que acababa de traer al mundo. Y luego, luego escucho a mi marido diciéndonos que es lo mejor.
Han pasado más de veinte años, pero Finola arrastra aún el resentimiento hacia nosotros, y yo sigo sintiéndome culpable.
Claro que… ¿qué otra cosa podría haber hecho? Finola tenía sólo quince años. Habría sido muy duro para ella ser madre soltera con el peso de ser una Elliott, sabiendo que allí donde fuera sería juzgada y criticada.
Hicimos todo lo que pudimos por ella. La llevamos a lo que le dijimos a todo el mundo que era un internado donde acabaría sus estudios, pero los recuerdos de aquel convento donde dio a luz todavía me atormentan igual que a Finola. No llegó a ver a su hijita; ni siquiera le permitieron sostenerla unos minutos en sus brazos, y aún hoy puedo ver el dolor en sus ojos verdes, el mismo dolor que lastra mi viejo corazón.
Mi Patrick dice que hicimos lo correcto, pero a mí todavía me asaltan las dudas, y me pregunto muchas veces qué habrá sido de aquella preciosa niñita, del bebé de mi hija.
–¿Querías verme?
Cade McMann se apartó del ventanal, que se asomaba a Park Avenue desde el piso diecisiete del edificio, y se giró al oír la voz de Jessie Clayton, a la que había mandado llamar. La joven becaria, que llevaba seis meses trabajando en Charisma, la revista de la que él era subdirector, lo miró expectante a través de los cristales de sus horrendas gafas de pasta.
No las llevaba el día en que la había entrevistado, pero desde el primer día en que había empezado el trabajo en prácticas en la revista había ocultado sus bonitos ojos verdes tras aquellas gafas con las lentes tintadas de violeta. Tampoco se había vuelto a permitir lucir suelta la sensual melena pelirroja, que le llegaba casi a la cintura, sino que se la recogía en un moño o en una trenza. Claro que al final de la jornada su cabello siempre se rebelaba, y algún que otro mechón escapaba de aquella prisión para acariciar su cutis perfecto.
¿Acariciar su cutis perfecto? Por Dios, ¿en qué estaba pensando?, se reprendió, obligándose a centrarse en el motivo por el que la había hecho llamar.
–Sí, hay algo de lo que quiero hablarte –le dijo–; siéntate, por favor –añadió indicándole una de las dos sillas frente a su escritorio.
Con la carpeta apretada contra su pecho, Jessie tomó asiento.
–¿Todo bien? –le preguntó.
¿Bien? No, cuando aquella chica de veintitantos estaba en la misma habitación que él, el mundo de Cade se ponía patas arriba de repente.
–Oh, sí, todo genial.
La risa argentina de Jessie, que se le había hecho a Cade tan usual como el ruido de los teléfonos en la redacción, invadió en ese momento su despacho.
–¿«Genial»? Creía que los jefes no utilizabais esa clase de lenguaje.
–Sólo tengo treinta años, Jessie –le dijo Cade–. Además, no soy el jefe, sólo el brazo derecho de Finola. Y hablando de Finola… tengo una gran noticia para ti.
¿Era su imaginación, o había palidecido Jessie de repente?
–¿D-de veras? –balbució la joven con una sonrisa vacilante.
–Has sido elegida para convertirte en la sombra de Finola durante el mes de septiembre.
La sonrisa se desvaneció de los labios de Jessie, que frunció ligeramente el entrecejo, y Cade la vio tragar saliva con esfuerzo, como si de pronto se le hubiese secado la garganta.
–Qué… misterioso suena eso –murmuró con una sonrisa forzada.
–Lo hacemos cada año. Seleccionamos a uno de nuestros becarios en prácticas, y se le concede un mes de aprendizaje como asistente personal de Finola. Si ella va a una reunión, tú la acompañas; si tiene que ir a la imprenta a revisar el número del próximo mes, vas con ella; si un cliente la invita a cenar…
Jessie levantó una mano para interrumpirlo.
–Creo que ya he captado la idea.
Cade se quedó callado, y al verla tragar saliva de nuevo se reafirmaron una vez más las sospechas que le habían hecho elegirla a ella precisamente. Jessie era trabajadora, lista, y le caía bien a todo el mundo, pero había algo raro en ella.
–Es curioso; había pensado que te pondrías como loca cuando te lo dijera. Es una gran oportunidad y no se la damos a cualquiera.
Jessie sacudió la cabeza y se subió las gafas.
–Y te lo agradezco, pero no… no puedo hacerlo.
–¿Perdón?
–Estoy segura de que hay otras personas que se lo merecen más que yo. Además, Scarlet me ha encargado un proyecto muy importante, y… bueno, ya sabes, con todo este asunto que tiene enfrentada a la familia no querría empezar a flaquear en el trabajo por verme desbordada.
Cade inspiró profundamente y se sentó también.
–Ya. Y con ese «asunto» imagino que te refieres a quién será el próximo presidente de Elliott Publication Holdings
Jessie asintió algo incómoda con la cabeza aunque no era ningún secreto. Todo el mundo en la empresa sabía que Patrick Elliott había anunciado hacía ya varios meses que las cuatro principales revistas de EPH competirían para decidir cuál de sus cuatro hijos le sucedería en el cargo.
–A ver si lo entiendo: ¿estás diciéndome que rechazas la oportunidad de ser la asistente personal de Finola Elliott durante un mes? –inquirió Cade, juntando las manos e inclinándose hacia delante.
Jessie se humedeció los labios como si se le hubiesen secado, igual que la garganta.
–Sí, eso es exactamente lo que estoy intentando decirte.
Cade soltó una risa ahogada de incredulidad.
–¿Te das cuenta de que cualquier otro becario en tu lugar daría lo que fuera por poder conseguir una oportunidad así?
–Yo… me siento muy agradecida de que hayáis pensado en mí, Cade, aunque ni siquiera alcanzo a imaginar por qué me habéis elegido, pero…
–¿Que por qué? Porque eres una persona de recursos, porque trabajas con ahínco, porque no has llegado tarde ni has faltado un sólo día al trabajo, porque has demostrado que vales… ¿Qué más razones quieres?
La razón principal, sin embargo, era que desde el primer momento había evitado a Finola, pero eso lógicamente no iba a decírselo. Jessie ignoraba que su inusual comportamiento la había puesto en su punto de mira. No podía negar que su sedoso cabello y su esbelta figura habían llamado también su atención, pero había sido el hecho de que no la había visto jamás ansiosa por impresionar a la directora, como los demás becarios, lo que lo había llevado a sospechar de ella.
–Eres una empleada modelo y te has ganado esta oportunidad.
Jessie abrió la boca, como si quisiera decir algo, pero volvió a cerrarla y se subió las gafas de nuevo antes de contestar.
–Te lo agradezco, Cade, de verdad, pero preferiría no hacerlo.
–Pero… ¿por qué no?
–Ya te lo he dicho; estoy muy ocupada. Es sólo que preferiría no cargarme más de trabajo ahora mismo; nada más –contestó ella en un tono quedo.
Cade sabía que no estaba diciéndole la verdad, y estaba convencido de que sólo podía haber un motivo por el cual estuviese rechazando aquella oportunidad.
–¿Sabes, Jess? –le dijo inclinándose hacia delante de nuevo–, no me lo trago.
Esa vez no hubo lugar a dudas; se puso pálida como una sábana.
–No te entiendo.
–Sé que hay algo que no estás diciéndome.
Jessie abrió mucho los ojos, como asustada, y Cade se dijo que si estaba en lo cierto, que si era un topo de Pulse o Snap, no habían elegido a la persona más idónea como espía. Sabía que si insistía un poco conseguiría sacarle la verdad. Sólo tenía que hallar el modo de hacerle bajar la guardia.
–¿Qué te parece si quedamos a tomar algo después del trabajo y hablamos de esto en un ambiente más distendido? Quizá necesites pensarlo un poco más.
–¿A… a tomar algo? –balbució ella, echándose hacia atrás como un animalillo acorralado.
La había desarmado por completo, pensó Cade.
–Eso he dicho. ¿Conoces el pub Bull and Bear que hay en el Waldorf? –le preguntó. Cuando ella asintió, añadió–: Estupendo, pues podemos quedar allí y hablaremos de esto con más calma.
Le sostuvo la mirada mientras esperaba su respuesta. La verdad era que llevaba meses queriendo flirtear con aquella vivaz pelirroja, pero no acostumbraba a mezclar trabajo y placer. Claro que aquello no era una cita; sólo pretendía hacer que confesara.
–Bueno, ¿qué me dices? –la instó–. ¿Nos vemos allí a las seis?
–Es que yo… no sé…
Cade le guiñó un ojo.
–Vamos, Jess, sólo vamos a tomar una copa, eso es todo.
Jessie se subió las gafas una vez más.
–De acuerdo. A las seis; en el Waldorf.
Cade sonrió satisfecho, y se preguntó qué tendría que hacer para conseguir que se quitara las gafas, que se quitara la careta.
A las seis menos cuarto Jessie marcó la extensión de Lainie Sinclair, su compañera de trabajo y de piso.
–¿Se ha ido ya? –le preguntó. Desde su puesto podía ver el despacho de Cade.
–Sí, hace unos minutos –le contestó está en voz baja–. Entró un momento en el aseo de caballeros y salió con la corbata ajustada, pero no se había puesto espuma en el pelo, ni olía a colonia.
–Serías una espía genial, Lainie –se rió Jessie.
De todos modos la información sobre el pelo sobraba. Cade nunca se ponía espuma fijadora. Su cabello rubio oscuro por lo general lucía un look informal, ligeramente despeinado. Hacía que le entrasen a una ganas de tocarlo.
–Deséame suerte –le dijo a Lainie nerviosa, llevándose una mano al estómago.
–No la necesitas –replicó su amiga–. El jefe de tu jefa te ha elegido para ser la asistente persona de la directora de la revista durante un mes. Todavía no entiendo por qué no quieres hacerlo.
Como tantas otras veces, el deseo de poder contarle la verdad asaltó a Jessie. Lainie y ella se habían hecho amigas el día que había entrado a trabajar en la revista, pero no era momento para confidencias.
Lainie era un encanto, y sabía que podría contar con ella para cualquier cosa, pero su secreto haría que se tambaleasen los muros de Elliott Publication Holdings si se supiese.
–Ya te lo he dicho, en este momento estoy muy ocupada con ese proyecto que me encargó Scarlet.
–Estás loca. Dejar pasar una oportunidad como ésta por ese dichoso proyecto. ¿Se lo has comentado a Scarlet?
–Está fuera –respondió Jessie, lanzando una mirada a la mesa vacía de su jefa–. Supongo que es por eso por lo que ha sido Cade quien me ha dado la noticia en vez de ella.
–Pero eso no explica que quiera llevarte a ese pub en el Walfdorf nada menos que para intentar convencerte para que aceptes –apuntó Lainie con malicia–. ¿Crees que haya reservado una habitación?
–No digas bobadas –le reprochó Jessie sonrojándose–; sólo vamos a tomar una copa y a charlar.
No era que a ella no se le hubiese pasado por la cabeza, pero los nervios que tenía en ese momento no se debían a la más que improbable posibilidad de que acabase haciendo el amor con Cade McMann en una suite de lujo.
Aquel secreto de Jessie sí lo conocía Lainie; era la única persona de la oficina que sabía que estaba loca por el subdirector de la revista.
–Bueno, tú escucha lo que tenga que decirte. A lo mejor encuentras el modo de hacer ese proyecto y no tener que rechazar una oportunidad así –le dijo Lainie.
Jessie no se atrevía a pasar ni un solo segundo cerca de Finola Elliott, pero eso era algo que no podía explicarle a su amiga.
–Ya veremos –respondió vagamente–. Tengo que irme.
–¿Quieres que te espere levantada? –bromeó Lainie.
–No hará falta; estaré en casa a las ocho.
–¿De la mañana? –bromeó su amiga de nuevo, riéndose.
–Muy graciosa.
Cuando Jessie salió del edificio de EPH una ligera brisa otoñal agitaba las copas de los árboles del bulevar central. Animada por la rara posibilidad de respirar un poco de aire fresco, Jessie alzó el rostro e inspiró profundamente, pero lo que inundó sus pulmones fue el humo del tubo de escape de un taxi que pasó en ese momento por delante de ella.
Parecía que hiciera años desde el día en que había salido de Colorado, del rancho de su padre. Lo echaba de menos.
Justo cuando estaba cruzando un paso de cebra le sonó el teléfono móvil, y al sacarlo del bolso y mirar la pantalla, vio para su sorpresa que era precisamente su padre quien la llamaba.
–¡Hola, papá! –lo saludó con voz cantarina–. ¡Ni te imaginas dónde estoy ahora mismo!
–Dímelo tú, cariño –le contestó la voz de Travis Clayton al otro lado de la línea.
–¡Cruzando Park Avenue! –respondió Jessie riéndose–. ¿No está mal, eh?
–Pues ten cuidado, hija. Los conductores en Nueva York son unos locos peligrosos.
Jessie se rió de nuevo.
–¿Cómo estás, papá?, ¿y cómo está Oscar?
–Yo estoy estupendamente, y Oscar también. Lo he llevado a dar un paseo esta mañana –contestó su padre–. Te echa de menos.
Jessie cerró los ojos un instante y al imaginarse a lomos de su potro, Oscar, una ola de melancolía la invadió.
–¿Dónde estás, papá?, ¿estás sentado en el porche?
–Sí, cariño. Tengo que volver al trabajo dentro de un rato, pero pensé que a lo mejor podía pillarte camino de casa.
–Pues la verdad es que no voy a casa –replicó ella–. Adivina qué: estoy a punto de entrar en el Waldorf-Astoria. ¿Cómo te parece?
–Me parece que mi niña ya se ha hecho mayor del todo y cada día se aleja más de Colorado y de lo que este viejo conoce –contestó su padre con una cierta tristeza.
Habían pasado ya tres años de la muerte de su madre, pero quizá no hubiera sido una buena idea dejar a su padre solo en Colorado. Ir a Nueva York había sido algo impulsivo, no podía negarlo, y tal vez una locura, pero había sentido que necesitaba saber.
–¿Al Waldorf? ¿Y a qué vas a un hotel de cinco estrellas?
El portero le abrió la puerta con una sonrisa, y Jessie se la devolvió y le dio las gracias.
–Voy a reunirme aquí con el subdirector de la revista; ¿puedes creértelo? –le dijo a su padre mientras avanzaba por el lujoso vestíbulo.
–Oh. ¿Significa eso que por fin van a pagarte? –inquirió él en un tono algo sarcástico.
Jessie miró en derredor, buscando con la mirada la entrada del pub Bull and Bear, y cuando la localizó fue a sentarse en uno de los sillones del centro del vestíbulo para poder terminar tranquilamente la conversación con su padre. Aún era temprano.
–Papá, desde un principio me dijeron que eran unas prácticas no remuneradas, y cualquiera de mis compañeros de la facultad de Bellas Artes habría matado por esta oportunidad. Además, no tienes por qué preocuparte: estoy vigilando mis gastos al máximo.
–Lo sé, cariño, lo sé –dijo su padre en un tono más suave–. Si vivir en Nueva York y trabajar para una revista aunque no te paguen te hace feliz, yo no tengo nada que objetar. Y estoy seguro de que tu madre te habría apoyado al cien por cien.
Jessie cerró los ojos y visualizó el rostro de su madre, el de su «verdadera» madre, la que la había criado, la que…
De pronto la necesidad de contarle a su padre la verdad fue tan fuerte que por un instante le pareció que le faltaba el aire.
–Bueno, ¿y cuál es el motivo de esa reunión entonces?, ¿tienes tiempo para contármelo? –la instó su padre.
Jessie inspiró profundamente y miró su reloj. No estaba segura de que unos minutos bastasen para contarle toda la verdad, pero si no lo hacía se sentiría fatal.
–Me han ofrecido la posibilidad de ser la asistente personal de Finola Elliott, la directora de la revista, durante un mes.
Se quedó callada, esperando para ver si el nombre provocaba alguna reacción en su padre, pero no fue así.
–Pero no estoy segura de si debo aceptar o no –añadió.
–¿Qué? ¿Te has vuelto loca? ¿Por qué no? –exclamó su padre–. Por amor de Dios, niña; si te han ofrecido esa oportunidad será porque vales.
Jessie inspiró de nuevo.
–Ya, pero es que no sé si quiero pasar tanto tiempo con esa mujer.
–¿Por qué? ¿Te cae mal o algo así? Jess, hija, si con eso consigues que te den un puesto fijo y que te paguen, no seas tonta.
Jessie no pudo reprimir la sonrisilla que afloró a sus labios. Era evidente que a Travis Elliott no le hacía gracia que a su «niña» no le pagaran un solo centavo. Luego, sin embargo, se puso seria. No estaba preparada para decirle la verdad, pero tenía que hacerlo.
–Veras, papá… es que… Finola Elliott es… es mi madre biológica.
Cuando Jessie entró en el pub pasaban ya diez minutos de la hora a la que había quedado allí con Cade, y las palabras de reproche y advertencia de su padre todavía resonaban en su mente.
«No esperes que aparezca un coro de ángeles de la nada, cantando el Aleluya, cuando se entere. Es una mujer de ciudad, y probablemente no tenga ningún deseo de enfrentarse a algo que sucedió hace veintitrés años. Si hubiese querido recuperarte, ¿no crees que habría intentado al menos dar contigo?»
Jessie le había dicho que Finola se había inscrito en un directorio en Internet de madres que habían dado a sus hijos en adopción, por si estos quisieran conocerlas cuando crecieran. Le había explicado que así era cómo había dado con ella, y que tal vez Finola estuviera buscándola a ella también, pero su padre se había mostrado escéptico.
Jessie había imaginado un sinfín de veces el momento en que Finola Elliott la miraría, le tendería los brazos abiertos y exclamaría entre lágrimas de alegría: «¡mi pequeña!».
Claro que cabía la posibilidad de que su padre estuviese en lo cierto. La verdad era que, tras observar a Finola durante los meses que llevaba trabajando en EPH, Jessie no había visto nada que indicase que aquella mujer de treinta y ocho años, adicta al trabajo, pudiera tener interés alguno por encontrar, conocer, ni querer a una hija a la que había dado en adopción veintitrés años atrás.
El ver al dios de cabello rubio sentado en un rincón del local la devolvió al presente. Desde el día en que había entrado en el despacho de Cade McMann por aquella entrevista de trabajo, Jessie se había sentido atraída hacia él. Al principio había sido sólo por su atractivo físico: alto, fuerte, intensos ojos grises…, pero luego había empezado a gustarle también por su sentido del humor y su honradez.
Lo que no alcanzaba a comprender era que la hubiese invitado a ella, una simple becaria, a tomar una copa después del trabajo, ni que se hubiese levantado al verla y estuviese mirándola como si quisiese algo. ¿Qué podía querer?
Una sonrisa iluminó su atractivo rostro, y el corazón le dio un vuelco a Jessie en el pecho. No estaba segura de qué era lo que Cade quería, pero sí de que para sus adentros deseaba que ese algo fuese ella.
–Siento llegar tarde –le dijo cuando le acercó la silla para que se sentara.
–Déjame adivinar: Scarlet volvió de esa sesión fotográfica y te pidió que le hicieras veinte cosas antes de que pudieras decirle que ya te ibas.
Jessie dejó el bolso en el suelo, junto a su silla.
–No, en realidad estaba hablando por teléfono con mi padre y no podía cortarle.
–Ya veo. Vive en Colorado, ¿no?
Jessie se preguntó si recordaba aquello de su entrevista, o si habría estado leyendo su expediente.
–Sí, tenemos un rancho de ganado no muy lejos de Colorado Springs.
Cade llamó a un camarero, y éste tomó nota de lo que iban a tomar: un martini para ella y una cerveza para él. Cuando el camarero se hubo retirado, Cade se quitó la chaqueta del traje para colgarla luego en el respaldo de la silla, y a Jessie le costó apartar la mirada del musculoso tórax que se adivinaba bajo la camisa.
–¿Y cómo es que una chica como tú, que creció en un rancho de Colorado, ha acabado en esta jungla que es Nueva York? –le preguntó Cade echándose hacia atrás.
–Bueno, creo que lo mencioné cuando me hiciste la entrevista –le recordó ella–. Estudié Bellas Artes en el Art Institute de Colorado y me especialicé en diseño gráfico y moda, así que… ¿qué mejor sitio que Nueva York para iniciar mi carrera profesional? Nueva York es una de las ciudades más importantes en el campo del arte y de la moda –añadió–. Además, soy una lectora asidua de Charisma desde los catorce años –le confesó.
Sin embargo, el día en que había descubierto que su madre biológica era la directora de la revista, había sido también el día en que su mundo había cambiado por completo.
–Así que éste es el trabajo de tus sueños –apuntó Cade.
–Supongo que en cierto modo; sí.
–Lo sería si estuviese remunerado, ¿no? –puntualizó él, guiñándole un ojo.
El camarero llegó en ese momento con sus bebidas.
–¿Por qué elegiste este sitio? –le preguntó Jessie a Cade, cuando el camarero se hubo marchado.
–Porque sabía que aquí no nos encontraríamos con nadie de EPH –le explicó Cade mientras se servía la cerveza. Luego alzó la vista y, mirándola a los ojos, añadió–: Las otras revistas tienen espías en todas partes.
–No tenía ni idea –murmuró Jessie tomando su vaso–. Pero espero que sea Charisma quien gane… porque Finola se lo merece –se obligó a añadir.
Cade brindó por eso.
–Vamos a ganar –afirmó con confianza–. ¿Pediste una entrevista también en las otras revistas antes de entrar a trabajar con nosotros? Snap tiene un programa de becarios estupendo, y Pulse es una de las publicaciones con más prestigio en el campo de las revistas de noticias.
–La verdad es que ni siquiera me lo planteé –contestó ella. Cade enarcó las cejas sorprendido–. No pretendo quitarle mérito a la labor que desempeñan en Snap y Pulse, pero es que a mí siempre me ha interesado más la moda –le explicó.
–¿Y cómo se lo tomaron tus padres cuando les dijiste que ibas a irte tan lejos de ellos?
Jessie se subió las gafas. No las necesitaba, y tampoco las llevaba por moda, sino porque los cristales tintados le ayudaban a disimular el color de sus ojos.
–Mi madre… murió hace tres años –respondió quedamente–, y a mi padre no le hizo mucha ilusión cuando le dije que me venía a Nueva York, pero respetó mi decisión.
–Siento lo de tu madre –murmuró Cade, acariciándole los nudillos con los dedos.
Jessie sabía que era sólo un gesto de consuelo, pero aquel leve contacto hizo que sintiera un cosquilleo en el estómago.
–Gracias. Tenía un aneurisma. Fue algo repentino… y muy duro.
–Lo imagino –dijo Cade–; mi padre murió hace cinco años y también fue muy duro para mi madre y las chicas.
–Ah, las cuatro hermanas que he oído que tienes –comentó Jessie, aprovechando para desviar la atención de ella–. Porque son cuatro, ¿no?
Cade asintió con la cabeza.
–Viven todas en Chicago, cerca de mi madre –dijo–. Y hablando de mis hermanas… ¿Qué me dices de ti? ¿Tienes algún hermano?
–No, soy hija única –contestó Jessie.
¿Debería decirle también que era adoptada? ¿Y si lo hiciese y Cade supiese algo acerca del pasado de Finola, y atase cabos? Mejor sería que no. Decidió pues no revelar ese detalle, pero se inclinó hacia delante con un brillo travieso en los ojos.
–¿Quieres que te cuente un secreto?
Cade se inclinó también hacia delante.
–Soy todo oídos.
–Hasta ahora no había salido de Colorado.
Cade se echó hacia atrás y la miró sorprendido.
–¡Anda ya! ¿Me tomas el pelo?
Jessie negó con la cabeza y sonrió.
–Pues debo decir que te estás aclimatando muy bien.
–No lo creas; todavía no me atrevo a cruzar la calle a menos que sea por donde hay un paso de cebra y un semáforo.
Cade chasqueó la lengua, como si lo hubiese decepcionado.
–¿Y qué tal te las apañas para parar un taxi?
–No puedo permitirme ir en taxi; no me pagáis, ¿recuerdas? –le recordó ella con una sonrisa burlona.
Cade se rió.
–Cierto –murmuró frotándose la nuca–. ¿Y entonces cómo puedes costearte el alojamiento, la ropa, la comida…? Nueva York no es una ciudad barata.
Jessie tomó un sorbo de su martini.
–Mi madre me dejó algo de dinero, y he decidido usarlo para poder pagar los gastos de mi estancia aquí mientras no tenga un puesto fijo –contestó–. Vivo en un apartamento de alquiler que comparto con Lainie Sinclair, una de las revisoras… y «guardiana» de las llaves del «Armario» –añadió con una sonrisa divertida.
El «Armario» era como llamaban a un cuarto en el que se guardaba la ropa que se utilizaba en las sesiones de fotos con las modelos. Uno de los pocos privilegios de los que gozaban las empleadas de menor rango, como Lainie y ella, era que podían tomar prestada esa ropa.
–Y respecto a la comida… la verdad es que no como demasiado.
Al ver que Cade no decía nada, Jessie se preguntó si no la creía. Estaba mirándola como si estuviese pensando que no le estaba diciendo la verdad.
–¿Tengo cara de comer mucho? –inquirió con una media sonrisa.
Cade negó con la cabeza.
–No, claro que no.
–Entonces… ¿por qué estás mirándome como si fuera culpable de algo?
Él se rió, como vergonzoso.
–No es eso. Estaba pensando dónde podría llevarte a cenar. ¿Qué te gustaría?
–Oh, no tengo manías. Cocina francesa, japonesa, italiana… Me gusta todo –respondió Jessie, preguntándose si se había vuelto loca.
¿Acababa de aceptar una invitación a cenar de Cade McMann, el jefe de su jefa, el subdirector de la revista?
A juzgar por la sonrisa satisfecha en los labios de él, parecía que sí.
Aquello no estaba saliendo como lo había planeado. Cuando Jessie se levantó para ir al servicio mientras él pagaba las bebidas, Cade se recordó su objetivo: averiguar por qué estaba evitando a Finola, qué tenía que ocultar, no hasta dónde podía llegar con ella.
Tenía que poner freno a aquello. Seducir a una becaria no sólo diría muy poco de él como profesional, sino que además podría ser un tremendo error.
Jessie había confirmado punto por punto todo lo que había averiguado acerca de ella, desde la carrera que había estudiado, hasta el hecho de que no había enviado su currículum para trabajar en ninguna de las otras revistas de EPH.
Sin embargo, a pesar de que parecía que no estaba mintiendo, Cade seguía teniendo la impresión de que estaba ocultando algo.
En ese momento alzó la vista y vio que Jessie regresaba ya a la mesa, así que se levantó y tomó la chaqueta. Los ojos de ella se encontraron en ese momento con los suyos, y afloró a los labios de la joven una sonrisa que hizo que a Cade le palpitara el corazón con fuerza. Había algo en Jessie que lo tenía fascinado. Quizá fuese una espía de Snap o de Pulse, pero su naturalidad y su sencillez eran algo que había echado a faltar en la mayoría de las mujeres con las que había salido. No era que aquello fuese una cita, por supuesto, pero… «Por amor de Dios, Cade; céntrate», se ordenó mentalmente.
–¿Qué, dónde vamos a cenar? –le preguntó Jessie cuando llegó junto a él–. Si no te decides yo conozco unos cuantos sitios que están bastante bien. El otro día comí con unos amigos en un tailandés estupendo en Times Square.
–No dejas de sorprenderme. Puede que aún te cueste un poco manejarte por la ciudad, pero es increíble que con el poco tiempo que llevas en Nueva York ya tengas un apartamento, amigos, y que hasta conozcas varios restaurantes –comentó Cade mientras salían del pub al vestíbulo del hotel.
–Bueno, lo del apartamento fue cuestión de pura suerte. El mismo día en que fui a la entrevista conocí a Lainie, y mencionó que su compañera de piso iba a casarse y que estaba buscando otra compañera.
–Recuerdo el día que te entrevisté –dijo Cade, sosteniéndole la puerta cuando salieron del hotel–… antes de que te pusieras esas gafas para no quitártelas ni un segundo –añadió en voz baja, acercándose a su oído.
No había esperado que sus palabras fuesen a hacerla palidecer. Había pensado que se reiría azorada, o que se las quitaría, pero no eso. Jessie incluso se llevó una mano a las gafas, como si necesitase asegurarse de que seguían allí.
–No puedo usar lentes de contacto –murmuró, casi a modo de disculpa.
De pronto Cade se dio cuenta de que debía habérselo tomado como un insulto.
–Jessie… –la llamó asiéndola por el codo para que se detuviera–. No pretendía decir que no fueses… –«…bonita», terminó la frase en su mente sin llegar a decirlo en voz alta–. Era sólo una observación.
–No pasa nada. Las compré pensando que me darían un aire más urbano, que no parecería una chica de Colorado –respondió ella con una risa que sonó un tanto forzada–. Bueno, ¿has decidido ya dónde vamos?
–A un restaurante francés en el Soho. Te encantará, ya lo verás –contestó Cade–. Pero tendremos que tomar un taxi que vaya en la dirección contraria –añadió conduciéndola a la esquina.
Cuando vio un hueco en el tráfico que subía y bajaba por la avenida, le puso una mano a Jessie en la espalda para que lo siguiera. Ella dio un par de pasos, pero vaciló al ver un vehículo que se aproximaba. Cade le pasó un brazo por la cintura y llegaron a la otra acera instantes antes de que el coche pasara por su lado.
–No debes dudar; jamás –le dijo–. No debes mostrarles vacilación, ni dejarles ver que te dan miedo. Son las reglas para sobrevivir en esta jungla.
–Entonces es un poco como montar a caballo –contestó ella riéndose–: tienes que hacer que el caballo sepa que eres tú quien manda.
–Exacto –asintió Cade al tiempo que alzaba el brazo para detener un taxi–. Y hablando de caballos… Deben gustarte mucho; he visto todas esas fotos de caballos que tienes en la pared junto a tu mesa.
El taxi se paró junto a ellos, y Cade le abrió la puerta a Jessie para que entrara primero. Una vez se hubo sentado él también, le dio la dirección al taxista.
Quizá no fuese apropiado que se hubiese sentado tan cerca de Jessie, siendo como era una empleada, pero Cade ignoró aquel pensamiento y apoyó el brazo en el respaldo del asiento. Además, a ella no parecía molestarle.
–La verdad es que sí, me encantan los caballos –le dijo–. No te imaginas cómo echo de menos a mi potro Oscar.
Cade se rió.
–¿Oscar? Eso no parece el nombre de un caballo. Creía que a los caballos se les ponían nombres como Silver o Gipsy.
–Bueno, es que mi caballo es especial; de hecho lo llamé así por el diseñador Oscar de la Renta.
Cade se echó a reír de nuevo.
–¿Qué? Ya te lo he dicho; me encanta la moda –se defendió Jessie–. Por eso mandé mi currículum a Charisma –inquirió bajándose un poco las gafas para mirarlo por encima de la montura–. ¿O acaso no me crees?
Decididamente tenía los ojos más verdes que había visto nunca, pensó Cade; verdes como un mar esmeralda.
–¿Por qué no iba a creerte? –replicó–. ¿O es que me has contado una mentira?
Jessie volvió a subirse las gafas.
–¿Por qué iba a mentirte sobre el nombre de mi caballo? –respondió, haciendo reír a Cade de nuevo.
Unas dos horas después, mientras tomaban el postre en el restaurante francés al que había decidido llevarla, Cade estaba tan fascinado con Jessie que casi se olvidó por completo del motivo por el que la había invitado a cenar.
De hecho, sin saber cómo, se encontró contándole cosas que nunca le había contado a ninguna de las mujeres con las que había salido. No era que aquello fuese una cita, por supuesto… y aquel mantra no estaba funcionando en absoluto. A cada minuto que pasaba, más ganas tenía de besarla.
–Créeme –concluyó apartando la copa de helado que acababa de terminar–, no volví a tomarle el pelo a Lindsay, la pequeña, después de que mis otras hermanas me hicieran aquello.
–Debe ser divertido ser parte de una familia numerosa –comentó Jessie con una sonrisa, antes de hundir de nuevo la cucharilla en el sorbete de pera.
La joven dejó escapar un gemido de placer cuando se derritió en su boca, y al ver que se había quedado mirándola, le preguntó:
–¿Quieres un poco?
No, lo que quería era inclinarse hacia delante y besarla hasta dejarla sin aliento.
–No, pero viendo cómo estás disfrutándolo, desde luego no hay duda de que debe estar delicioso.
Jessie sonrió, bajó la vista al plato, y volvió a mirarlo. ¿Eran imaginaciones suyas… o estaba flirteando con él?
–Bueno, es que como no me pagáis no tengo la oportunidad de comer en lugares tan selectos como éste todos los días.
–Estás haciéndome sentir culpable.
–Oh, no, no te sientas mal por eso. Sé que en EPH no es costumbre hacer prácticas remuneradas, y además estoy aprendiendo muchísimo.
–Y aun así insistes en renunciar a la oportunidad de convertirte en la asistente personal de Finola durante un mes –aprovechó para apuntar Cade.
Jessie dejó la cucharilla sobre el cuenco de porcelana.
–Lo siento, pero ya te he explicado que éste no es un buen momento; tengo mucho trabajo.
–¿Por qué no me dices cuál es la verdadera razón por la que no quieres hacerlo, Jessie?
La joven se limpió los labios con el pico de la servilleta y la dobló para depositarla sobre la mesa con una expresión alarmada. Cade no quería verla tan seria.
–Es igual –le dijo–. Piénsalo. Ya hablaremos de ello mañana.
–Está bien –contestó ella esbozando una leve sonrisa–. Cuéntame más cosas de tu familia. ¿Visitas a menudo a tu madre y a tus hermanas?
–Siempre que puedo, aunque este año todavía no he podido tomarme unos días libres, y en los próximos meses también lo veo difícil.
–¿Lo dices por esa especie de competición que hay entre las principales revistas de la EPH?
Vaya por Dios. Ahora que había decidido concederle una tregua, Jessie había tenido que sacar a relucir precisamente la cuestión por la que sospechaba de ella.
–¿Y qué me dices de ti? –inquirió, devolviéndole la pelota sin contestar su pregunta–; ¿vas a volver pronto por el rancho para ver a tu padre?
–Tengo pensado ir en Navidad –respondió Jessie–. Lo echo muchísimo de menos.
–Casi tanto como a Oscar, ¿no? –bromeó Cade, guiñándole un ojo–, el caballo de alta costura.
Jessie se rió.
–Supongo que te parecerá raro que extrañe a un caballo, pero echo de menos cepillarlo después de un largo paseo, el ruido de sus cascos…
–Bueno, yo no sé mucho de animales, pero comprendo que lo eches en falta. Aquí en Nueva York no se ven muchos caballos.
–Ni ríos, ni valles, ni montañas, ni flores…
Cade se encogió de hombros.
–Bueno, hay algunas plantas en el bulevar central de Park Avenue, aunque no sé si eso cuenta.
–Sí, claro que cuentan –contestó Jessie con una sonrisa–. Esta primavera, cuando llegué aquí, habían plantado unas lilas. Estaba precioso.
–¿Ah, sí? No lo recuerdo. Supongo que no te fijas demasiado en esas cosas cuando vas a trabajar.
–Yo sí. Me encantan las plantas, y las lilas eran las flores favoritas de mi madre –le explicó Jessie–. Plantó un campo entero de ellas en el rancho, y cada primavera se convierte en un mar de color lavanda y violeta. Es lo más bonito que puedas imaginar, y huele… oh, cómo huele –murmuró cerrando los ojos e inhalando, como si pudiese oler la fragancia que estaba describiendo–. Cuando las vi en Park Avenue pensé que… en fin, es una tontería, pero pensé que era una señal de mi madre; que estaba diciéndome que había hecho lo correcto al venir aquí.
–No podría ser de otro modo –dijo Cade con una sonrisa–. Te apasionan el diseño y la moda, y es natural que quisieras probar tus alas.
Jessie se quedó callada un momento, pero a Cade le pareció ver un destello de tristeza en sus ojos, aun a través de los cristales tintados.
–Me encanta el olor de las lilas –murmuró finalmente–. De hecho, el perfume de lilas que llevo lo compré porque me recuerda a mi madre.
–¿Es de lilas? –inquirió Cade, aprovechando para inclinarse hacia ella con la excusa de oler el perfume–. Creía que era de gardenias.
Jessie no se apartó.
–La gardenia tiene un olor más dulce.
–Pues éste a mí me huele muy dulce –replicó él, olisqueando de nuevo–. Esta mañana dejaste este mismo olor en mi despacho; olor a problemas.
Jessie abrió la boca y dejó escapar una risa de incredulidad.
–¿Problemas? ¿Yo? Aparte de haber rechazado la propuesta que me has hecho de ser la asistente personal de Finola durante un mes no imagino que pueda haberle dado problemas de ningún tipo a la revista.
–No me refería a eso –dijo Cade en un susurro, inclinándose más hacia ella–. Y lo sabes.
Sin poder resistirse, levantó la mano y le quitó las gafas. La joven becaria dio un ligero respingo.
–¿Quién se esconde detrás de estas gafas, Jessie Clayton?
Ella se humedeció los labios, como nerviosa.
–No estoy ocultando nada –murmuró.
–Pues yo creo que sí.
–¿El qué? –inquirió Jessie.
Había una nota de temor en su voz, pero no apartó la vista, y Cade tampoco despegó sus ojos de los de Jessie.
–Esos ojos tan preciosos que tienes.
Incapaz de reprimir por más tiempo el deseo de besarla, inclinó un poco más la cabeza y posó su boca sobre la de ella. Los labios de Jessie estaban fríos por el sorbete, pero eran tan suaves como los había imaginado, y con el simple contacto una ola de calor lo invadió.
Ni siquiera intentó hacer el beso más profundo; simplemente acarició los labios de la joven con los suyos, disfrutando de la magia del momento. Y luego, muy despacio, se apartó de ella.
Jessie permaneció callada un instante, mirándolo a los ojos.
–¿Estás seguro de que querías hacer lo que acabas de hacer, Cade?
Jamás en toda su vida había estado tan seguro de nada como de aquello.
–Si me estás preguntando eso, es que crees que he hecho mal al hacerlo.
–No, no digo que haya estado mal –replicó ella, poniéndose de nuevo las gafas para decepción de Cade–. Es sólo que… bueno, no me lo esperaba.
–¿No puedes dejártelas quitadas? –le preguntó.
Ansiaba volver a quitárselas, mirarse en esos ojos sin fondo.
–Sólo me las quito para besar.
Cade volvió a inclinarse hacia delante y jugueteó con un mechón de su sedoso cabello.
–Pues en ese caso debería plantearte darle otra oportunidad a las lentes de contacto.
–¿Por qué?
Las comisuras de los labios de Cade se arquearon en una sonrisa traviesa.
–Porque quiero volver a besarte… más de una vez.
–Necesito tu pecho.
Jessie alzó la vista del cuaderno que tenía delante, para encontrarse con Scarlet de pie frente a su escritorio, los brazos cruzados y una sonrisa en los labios, como si estuviera tramando algo.
–Ni hablar –le contestó–. Tú ya tienes un escote perfecto. Y no tienes más que preguntarle a John si te hace falta una segunda opinión.
La sonrisa de Scarlet se tornó en una sonrisa enamorada al oírla nombrar al hombre al que amaba.
–Bueno, no voy a negar que John no sería demasiado imparcial a ese respecto –dijo guiñándole un ojo con picardía–, pero es que tú tienes el pecho perfecto, Jessie.
No había duda; estaba tramando algo.
–¿Perfecto para qué?
–Para nuestra sección Colores con carisma del mes próximo. El tema será «¿Cuánto te atreves a enseñar?», y creo que tú… –murmuró inclinándose para abrir un poco más el escote de la blusa de Jessie–… tienes el pecho perfecto. No con esta ropa, por supuesto, pero…
–Ni hablar –dijo Jessie echándose hacia atrás, y agarrándose a los brazos de la silla con ambas manos–; no soy una modelo.
–Para empezar, podrías serlo si te pusieras lentes de contacto en vez de esas gafas y te soltaras el pelo –replicó Scarlet–, pero además ya sabes cómo es esta sección de la revista: nunca se muestra el rostro de la mujer fotografiada. Este fin de semana envié a dos fotógrafos para que hicieran fotos de escotes, y mira lo que me han traído –añadió plantando sobre el cuaderno de Jessie un puñado de fotografías.
Jessie les echó un vistazo. Todas mostraban a mujeres anónimas con blusas o rebecas con un escote pronunciado, andando por las calles de Nueva York, pero ni los colores ni las fotografías en sí decían nada.
–Estas fotos no servirán –murmuró–; son malísimas.
Colores con carisma era una de las secciones que más gustaban a las lectoras: una fotografía de una mujer cualquiera, caminando por una calle cualquiera, con una prenda de un color que le sentaba bien. Dado que las fotografías eran «robadas», casi siempre se tomaban desde un ángulo en el que el rostro de la inadvertida modelo quedase oscurecido, o no se viese.
–Sabía que opinarías lo mismo que yo –dijo Scarlet–. Anda, vamos al «Armario»; tengo un conjunto en mente que te quedará perfecto.
Jessie frunció el ceño, pero no se movió. «¿Por qué hoy?», pensó con fastidio. Lo único que le apetecía era seguir allí sentada y revivir cada instante de la «cita» de la noche anterior con Cade, como había estado haciendo durante la última media hora. En especial el último beso que le había dado, al dejarla en el portal de su bloque, o quizá el que se habían dado en el taxi, cuando la lengua de Cade había invadido su boca y…
–¿Por qué no se lo pides a otra persona, Scarlet? Tengo mucho trabajo que hacer.
Scarlet tomó el cuaderno que tenía delante y lo miró.
–¿Tienes que releer las notas que tomaste en una reunión del jueves pasado?
Jessie se sonrojó. Aquel cuaderno era lo primero que había encontrado para fingirse ocupada mientras revivía la noche anterior: la calidez de la mano de Cade en la suya, lo bien que olía… y, oh, Dios, cómo besaba.
–¿Hola? Scarlet llamando a Tierra –dijo su jefa agitando una mano delante de su rostro–. ¿Sigues conmigo, Jess?
Jessie se rió como una tonta.
–Perdona, es que estoy un poco cansada esta mañana.
–Pues en ese caso un poco de aire fresco te vendrá bien para despertarte –le dijo Scarlet, tirándole del brazo para obligarla a levantarse.
Jessie se puso en pie con un suspiro y la siguió por el pasillo hasta la mesa de Lainie, que guardaba el «Armario». Aquel cuarto estaba también peligrosamente cerca del despacho de Cade, pero aquella mañana todavía no había aparecido por la oficina, y puesto que nunca llegaba tarde, Jessie imaginó que debía estar fuera, en una reunión con un cliente o algo por el estilo. Mejor así, porque si lo veía, se derretiría al instante.
–Veo que has encontrado a la víctima que buscabas –observó Lainie cuando Scarlet le pidió la llave del «Armario».
–¿Por qué no posas tú? –le espetó Jessie a su compañera de piso.
–Porque no tengo bastante pecho; uso una copa A –le contestó ésta, señalándose el pecho.
–Pues yo una B; no tengo medidas de modelo, ni mucho menos.
–Pero con el sujetador adecuado tus senos parecerán una C –le dijo Scarlet mientras entraban las tres en el «Armario»–. Lainie, deshazle la trenza mientras yo busco la ropa, ¿quieres?
Jessie se llevó las manos al cabello de inmediato. No quería que nadie se diera cuenta de que el color de su pelo era el mismo que el de Finola, que el de tantos otros Elliott.
–¿Por qué no puedo dejármelo recogido?
–Ni hablar –contestó Scarlet, mientras buscaba entre las prendas colgadas en los percheros con ruedas–. Y ni se te ocurra dejarte puestas esas gafas; es una orden –añadió volviéndose un momento para mirarla.
Unos veinte minutos después Jessie y Scarlet estaban fuera del edificio, en la calle, con un fotógrafo de la revista. Scarlet había hecho que Jessie se pusiera un suéter de un amarillo intenso con una cremallera negra en la parte de delante, y unos pantalones de cuero negros. También había conseguido que se soltara el cabello, y que dejara las gafas en la mesa de Lainie. Pero en ese momento lo que preocupaba a Jessie no era nada de aquello, sino el hecho de que Scarlet estuviese bajándole más y más la cremallera.
–Como sigas bajándola llegarás al pantalón –le dijo azorada, apartándose un mechón del rostro.
–Deja de refunfuñar. Ya que puedes presumir de escote, hazlo.
–Ya –masculló Jessie. Scarlet bajó un poco más aún la cremallera, dejando al descubierto el enganche frontal del sujetador negro de encaje que le había hecho ponerse–. Pues quien quiera que haya inventado este sujetador debe ser brujo o algo así, porque es capaz de crear ilusiones ópticas.
Scarlet se echó a reír.
–Bueno, ayuda un poquito a realzar el pecho, sí –murmuró antes de apartarse un poco para mirarla–. Perfecto. ¡Estamos listas, Nick! –dijo volviéndose hacia el fotógrafo, que estaba a unos metros calle abajo.