Ateísmo ideológico - Ángela Vallvey - E-Book

Ateísmo ideológico E-Book

Angela Vallvey

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La pregunta es: ¿Porqué los votantes siguen depositando su confianza en políticos corrompidos, deshonestos, malvados, ineptos...? La respuesta más probable es: porque tienen una fe religiosa en ellos. Porque esos electores, más que ciudadanos, son creyentes. Si la ideología sustituyó a la religión en las sociedades modernas a partir de la Revolución Francesa, y si la separación Iglesia-Estado tuvo como consecuencia un impulso de adelanto y bienestar para Occidente, podemos suponer que apartar la ideología del gobierno de los Estados reactivaría el progreso de la humanidad en un momento en que la democracia está desapareciendo. La idea de ateísmo ideológico, que se formula en estas páginas, puede ser una pieza fundamental para combatir la corrupción, el autoritarismo y la miseria económica y moral, que aumentan ahora que la democracia, tal y como un día la concebimos, ya no existe. Se presenta aquí la posibilidad realmente factible de separar de forma definitiva la ideología del gobierno de las ciudades y las naciones por ir en contra de los intereses generales. Estamos ante una propuesta rompedora y sorprendente que podría cambiarlo todo. Una lectura urgente para desencantados y escépticos de la política, pero también para fanáticos y radicales, es decir para los "creyentes"

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ATEÍSMO IDEOLÓGICO

La pregunta es: ¿Porqué los votantes siguen depositando su confianza en políticos corrompidos, deshonestos, malvados, ineptos...?

La respuesta más probable es: porque tienen una fe religiosa en ellos. Porque esos electores, más que ciudadanos, son creyentes.

Si la ideología sustituyó a la religión en las sociedades modernas a partir de la Revolución Francesa, y si la separación Iglesia-Estado tuvo como consecuencia un impulso de adelanto y bienestar para Occidente, podemos suponer que apartar la ideología del gobierno de los Estados reactivaría el progreso de la humanidad en un momento en que la democracia está desapareciendo.

La idea de ateísmo ideológico, que se formula en estas páginas, puede ser una pieza fundamental para combatir la corrupción, el autoritarismo y la miseria económica y moral, que aumentan ahora que la democracia, tal y como un día la concebimos, ya no existe. Se presenta aquí la posibilidad realmente factible de separar de forma definitiva la ideología del gobierno de las ciudades y las naciones por ir en contra de los intereses generales.

Estamos ante una propuesta rompedora y sorprendente que podría cambiarlo todo.

Una lectura urgente para desencantados y escépticos de la política, pero también para fanáticos y radicales, es decir: para los «creyentes».

ÁNGELA VALLVEY

(San Lorenzo, Valle de Alcudia, Ciudad Real), como periodista ha escrito en los principales periódicos, suplementos y revistas de ámbito nacional. Asimismo, ha colaborado en programas de radio y televisión junto a las figuras más relevantes del periodismo actual y entrevistado a una larga lista de personalidades nacionales e internacionales. Fue la primera mujer en obtener el Premio Julio Camba de periodismo.

En su faceta de escritora, es autora de más de una treintena de obras de ficción, ensayo y poesía, y ha recibido premios como el Nadal y el Ateneo de Sevilla, siendo traducida a numerosos idiomas.

Entre sus últimas publicaciones cabe destacar Breve historia de la españolas (Arzalia Ediciones), o El alma de las bestias (Ediciones B), una novela que conjuga épica e intriga con insólitas aventuras históricas.

ATEÍSMO IDEOLÓGICO

 

 

Ateísmo ideológico

La ruina de las ideologías

© 2021, Ángela Vallvey

© 2021, Arzalia Ediciones, S. L.

Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid

Diseño de cubierta, interior y maquetación: Luis Brea

Fotografía de cubierta: © Chris Rivera

ISBN: 978-84-19018-01-4

Producción del ePub: booqlab

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.

www.arzalia.com

Índice

PRIMERA PARTE

Del ciudadano al cliente (y del cliente al usuario)

Una confesión íntima y vergonzante. A modo de introducción

La religión que nos separa

La verdad al descubierto

Banderas de nuestros padres

La historia del problema

Represión e ideología

Guerras familiares, bandas y bandos

Güelfos y gibelinos

El loco viaje de la ideología

La búsqueda del santuario

Los catecismos y el fracaso de la filosofía

El principio divino

Una historia de violencia

Los sicarios y el odio igualitario

El precio del crimen

Asuntos privados

En la guerra, como en la guerra

Las nuevas guerras

La religión contra la violencia

Dioses insaciables, creyentes satisfechos

El circo romano y el schadenfreude

Los pecados del jefe de una iglesia y un mundo de apariencias

Locura por el poder, y la locura en el poder

La ley como instrumento de violencia

Sacerdotes, viudas indias e ingleses

La importancia del relato

La historia posmoral

Una, el grupo y el desencanto

Enfrentarse y luchar: víctimas del timo ideológico

La fe, las crisis, los modelos y China

El grial de la igualdad y la economía del dolor

Sexo, mentiras y una hiperclase

El paraíso ya no

E-capitalismo

El reino de la confusión: crimen y torpeza

La política de ofrecer placer

El sexo como instrumento ideológico

Malos, impuestos y ficciones fascistas

La demanda de ficción y la enfermedad colectiva

El cliente siempre tiene razón

Las ideologías oscuras y las obras públicas victimistas

Envidia, debilidad y narcotráfico

Mas allá del bien y del mal y de la envidia

Constituciones, asambleas y sillas

Sistema de partidos y un sistema hecho a medida de los partidos

Poner la otra mejilla

El centro de qué

Clases sociales, aulas desclasadas

SEGUNDA PARTE

De la lucha de clases a cualquier clase de lucha

Luchar es obligatorio, viajar es un placer

Las nuevas clases sociales como asientos de avión

La atracción fatal del poder

Vendedores de motos

Consumo, partitocracia y cuerpo

Sexo y placer

Los significados

Cómo comprar una ideología barata

Banalización y comprensión

La religión y sus herederos

La polarización, la guerra, las deudas políticas

TERCERA PARTE

Distinguir lo verdadero y acabar con el miedo

El todo, la nada y lo público

Una democracia hecha para gustar

Etiquetas, promesas y palabras

Los filósofos y los ideólogos

Enchufados y corruptos

El terror, el error y, como siempre, la lucha

El porqué de todo esto

La política como profesión

La etiqueta ideológica

Partitocracia y opinión

El sueño del 15 M

Líderes mundiales

Una modesta proposición

Bibliografía básica

 

 

 

A Miguel Artola (1923-2020)

In memoriam

 

 

 

Sacúdete de encima todos los temores de prejuicios tras los que se agazapan servilmente las mentes débiles.

Sienta firmemente a la razón en su sitial y lleva a cada hecho ante su tribunal, a cada opinión. Cuestiónate con valor incluso la existencia de un Dios; porque, si hubiera alguno, debería dar su beneplácito a quien rinde tributo a la razón antes que al miedo ciego.

THOMAS JEFFERSON

 

 

El dominio alterno de una facción sobre otra, agudizado por el espíritu de venganza, connatural a la disensión partidaria, que ha cometido en diferentes épocas y países las más horrorosas atrocidades, constituye en sí un espantoso despotismo. Sin embargo, conduce a la larga a un despotismo más formal y permanente. Los desórdenes y las desgracias que resultan de él inclinan gradualmente la mente de los seres humanos hacia la búsqueda de seguridad y descanso en el poder absoluto de un individuo; y tarde o temprano el jefe de alguna facción predominante, más capaz o más afortunado que sus rivales, desvía esa disposición hacia los propósitos de su propio ascenso, sobre las ruinas de la libertad pública.

GEORGE WASHINGTON

PRIMERA PARTE

Del ciudadano al cliente (y del cliente al usuario)

Una confesión íntima y vergonzanteA modo de introducción

En el año 2014 pensé seriamente en la posibilidad de suicidarme.

Nunca me había sentido tan hostigada, tan enferma de preocupación. No podía dormir. La ruina llegaba a mi puerta en forma de cartas certificadas con acuse de recibo que contenían apremios y amenazas.

No cesaban.

El cartero siempre llamaba dos veces. Diarias. Sentía terror cada vez que oía el timbre de la puerta. O cuando abría el buzón de correos, lleno de avisos para que recogiese certificados de color blanco y negro, repletos de papeles con referencias oscuras y acuciantes.

Urgencias. Apremios. Obligaciones. Amenazas ejecutivas. Extractos de ordenanzas y leyes, todas las cuales aparentemente yo había vulnerado.

Me convertí en un alma en pena, patética y llorosa. Molestaba a todo el mundo con mis cuitas. En mi familia me dijeron: «No importunes más con tus problemas. Tú no das pena. Nadie sentirá lástima por ti. Se siente compasión por el chaval del 3.º A, que va en silla de ruedas. O por Vicenta, la viuda del zapatero, a la que han desahuciado, pero no por ti. Ten un poco de dignidad y no sigas lloriqueando en público».

«Que no doy pena, ¡pues la voy a dar! Me quitaré la vida, como ese muchacho que se quemó a lo bonzo y dio origen a la Primavera árabe», pensaba yo, en mi delirio.

La impotencia y la falta de salidas me hacían disparatar.

Finalmente, me vi obligada a vender la casa donde vivía junto con mi hija, que dependía de mí, y a endeudarme por treinta años para pagar la disparatada cantidad de dinero que me pedía la Agencia Tributaria, que me acusó de «defraudadora» y me hizo reconocer mi supuesta culpa, a pesar de que era inocente.

Usando el mismo método que en ciertos países no democráticos, donde las autoridades obligan a los infractores a reconocer su culpa firmando de puño y letra confesiones preparadas y falaces, capaces de justificar cualquier pena.

Es la confesión de los pecados del creyente humillado ante el poder magnífico, religioso, de la política, de la policía ideológica.

La acusación me estremecía, me indignaba, me resultaba sorprendente. Yo siempre había cumplido, y lo sigo haciendo, con mis obligaciones cívicas. Incluso viví en Suiza durante años mientras continué tributando en España (debo ser la única persona no declarada legalmente irresponsable que ha hecho algo así).

Jamás tuve intención de defraudar nada. El problema era que yo tenía una «sociedad unipersonal», y el fisco había llegado a la conclusión de que tales sociedades eran ilegales para personas como yo (artistas, nos llamaba de forma un tanto despectiva el señor ministro del ramo).

Me resultó ridículo pensar que constituí esa sociedad porque me lo recomendó pocos años antes una amable funcionaria… ¡de Hacienda!

«Abra usted una sociedad, que se ahorrará un dinerito que nunca viene mal», me dijo la señora. Todavía recuerdo su sonrisa. Estoy segura de que era sincera. «Abra una sociedad», dijo, como podría haber dicho «Abra una tienda».

Pero eso había ocurrido un tiempo atrás, y las cosas en 2014 eran muy diferentes. La Gran Recesión azotaba a Europa. Grecia era la noticia del momento, cada mañana, cada día de la semana. Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse porque Grecia tiraba de todos nosotros hasta el precipicio, como una de esas estampas de los mapamundi antiguos, en que unos gigantes airados llevan el planeta sobre los hombros. España estaba quebrada y tenía un gobierno semoviente, dispuesto a ejecutar perrunamente todas las instrucciones que les daban desde Bruselas.

Los ciudadanos les importábamos un bledo, quod erat demonstrandum. Los manguerazos de dinero del Banco Central Europeo iban para los bancos. Las personas contábamos menos que ceros a la izquierda en los grandes balances. Tan solo pagábamos, de la cuna a la tumba.

No es difícil imaginar a algún altísimo dignatario europeo dictando en voz baja, como susurrando un secreto, a los lanares emisarios españoles: «Apriétenles ustedes un poco las tuercas a sus contribuyentes, que hay que equilibrar estas cifras y sacar dinero de donde se pueda».

Seguramente tradujo antes, mediante Google Translate, sus palabras para hacerse entender con el equipo económico español, poco conocido mundialmente por su habilidad con los idiomas.

El ministro de Hacienda de la época era un señor que se convirtió en un cruel y despiadado ejecutor de lo que pudieron ser directrices europeas. O quizás era una iniciativa que surgió motu proprio.

El tipo podría haber encarnado la figura y el talante de aquellos recaudadores de impuestos egipcios de la Antigüedad, que se hacían enterrar con una mano fuera de la tumba para que los viandantes pudiesen depositar en ella algún donativo que les sirviera en su viaje eterno. Siempre está bien llevar algo suelto, se vaya a donde se vaya.

El caso es que sí. Nos apretaron las tuercas. Sin piedad, sin tino, sin medida. Nos empobrecieron a muchos. Desde el autónomo que tenía una pastelería al jugador del Real Madrid famoso en todo el orbe (aunque este último se empobreció menos, claro, ya que se limitó a pedir subidas de sueldo que compensaran sus pérdidas). Del actor que vivía a salto de mata, a la entusiasta y mentecata escritora que pensaba que podía «ahorrarse un dinerito» legalmente.

Nos apretaron hasta ahogarnos.

Del siervo al obligado tributario la historia ha volado, más que transcurrido.

La pregunta es: ¿y todo esto para qué? Y no, no me vale que me digan que es para sostener hospitales, escuelas y carreteras. Las tres cosas juntas no exigen tanto. Hay una parte, cada vez más importante, del erario público (que es la hucha privada del poder) que sirve para alimentar al propio poder, para engordarlo, para hacerlo más inconmensurable y poderoso. Y el poder no retrocede jamás ni un centímetro ganado de presencia en la existencia de quienes lo mantienen con su sudor, con su vida. Al contrario, su tendencia natural es inflarse, robustecerse, perpetuarse por encima de lo que sea. Y de quien sea.

Sé de algunos que murieron o enfermaron gravemente durante este proceso de acoso que duró años. Hubo incluso quien se suicidó. Muchos lo pensaron, como yo.

La alternativa era: «O te declaras culpable y pagas de conformidad con la Agencia Tributaria, o el aparato fiscal represor del Estado te llevará a juicio durante años, ganará cada juicio que recurras, porque tiene a la Administración con todo su poder de su lado, y en el proceso te arruinarás igualmente. Tú elijes. Susto con muerte o muerte con susto».

Yo, que odio los enfrentamientos y no tenía dinero para pagar abogados, me declaré culpable. Aunque no lo era. Sigo siendo inocente. Más inocente, si cabe, que cuando me declaré culpable bajo coacción.

El procedimiento usado fue el mismo de la Inquisición: hacer preguntas, intimidar, y utilizar cada respuesta, cada factura aportada, cada indicio, para desovillar nuevas culpabilidades con que acusar al contribuyente acorralado.

Una amiga me relató su propio escalofriante interrogatorio, que ilustra bien el común proceso kafkiano que padecieron, y continúan padeciendo, muchos obligados tributarios: «Así que va usted a la peluquería. ¿Tiene la factura? ¿Se la ha desgravado? Pero a la peluquería puede ir usted porque quiere salir con sus amigas de paseo, no porque necesite ir bien peinada por motivos profesionales. Así que, compra usted un ordenador cada cinco años. ¿Tiene la factura? Pero el ordenador lo puede usar usted para divertirse».

Muchos ciudadanos, la mayoría quizás, obedecen ciegamente a sus líderes políticos. Otros, los odian porque ellos pueden convertir las vidas de los votantes en un verdadero infierno. Si la política despierta tantas pasiones es por eso: por la influencia atroz y desmedida que tiene en la vida en la gente común.

¿Pero por qué las cosas son así?

¿Y deberían ser así para siempre?

Sí, es verdad.

Antes de cerrar un acuerdo en el que me confundieron hasta el final (haciendo que mi abogado miope firmase en mi nombre actas con fechas caducadas por las que luego me persiguieron de nuevo y me reclamaron multas y más intereses), pensé en suicidarme.

Lo pensé seriamente.

Porque una ciudadana contra el Estado solo puede dañarse a sí misma.

El emperador Tiberio decía que a las ovejas (los contribuyentes) hay que esquilarlas, no despellejarlas. Pero a mí, como a tantos otros, nos despellejaron unos personajes siniestros, políticos poderosos, cuya posición estaba muy por encima de sus capacidades, que se servían del poder en vez de usar este para servir a la comunidad.

Lo del suicidio era lo de menos, porque en muchos momentos sentí que ya estaba muerta.

Y no: no se trataba del mero hecho del dinero, de la ruina que me provocaron. Aunque, por supuesto también. Lo peor era el acoso, la cacería administrativa, el acorralamiento, la amenaza diaria, la inquietud constante, interminable como una enfermedad mortal, la sensación de que había perdido todo asidero en el mundo, de que mi país era un lugar hostil que, lejos de protegerme, me perseguía para ejecutarme.

Así que el suicidio no era tan solo una salida. Para mí se trataba de la única manera que se me ocurría para resarcirme.

La venganza es algo previo a la justicia. Pero en un mundo donde la justicia no asiste al ciudadano indefenso, sino que está al servicio del poder, solo queda la venganza como triste recurso. Y las personas como yo, incapaces de ejercer violencia contra los demás, terminamos por emplearla sobre nosotras mismas.

Lo tenía todo calculado.

Retransmitiría el atentado contra mí misma en directo, en streaming, y antes de cometer la fatalidad acusaría a los culpables que me llevaban a tomar una decisión tan siniestra y fatal: los políticos y sus esbirros.

Luego, lo pensé mejor.

Y se me ocurrió que era mucho más práctico y social, menos violento y más divertido, escribir este libro.

La religión que nos separa

Una vez conocí a un señor mayor que defendía lo importante que había sido para él convertirse desde muy joven en «un hombre de partido». Se trataba de un viejo socialista al que los nuevos tiempos (un eufemismo que significa: ‘los nuevos dirigentes’) habían expulsado de la militancia.

Me confesó que ser del PSOE había orientado y dado sentido a su vida. Se emocionó contándome las cosas que había hecho durante su juventud por el partido. Viajes, conspiraciones, encuentros y complots con camaradas de otros países, donaciones y trabajos extravagantes para sacar dinero de donde no lo había, aventuras sin número. Se le iluminaba la cara al hablarme de cómo ser socialista era para él una parte fundamental de su existencia, algo que había formateado su alma.

No me resultó difícil comprenderlo. Casi lo envidié.

Se sentía satisfecho y agradecido por lo mucho que había recibido como ser humano, a pesar de que su tiempo en el partido estaba ya acabado. Nuevas generaciones habían reemplazado el trabajo que hizo en unos tiempos bien diferentes. Fue expulsado del ámbito partidario, sin piedad, junto con muchos de sus compañeros de generación, y ahora solo era un jubilado más que se reunía con otros camaradas de juventud para jugar a las cartas y recordar. No se arrepentía de nada. Todo lo malo pasado y presente le parecía poco en comparación con lo mucho y bueno que había recibido.

Mientras lo escuchaba hablar me di cuenta de que estaba oyendo el mismo discurso con que un creyente defendería su fe. Me decía las mismas cosas que ya había oído de boca de las monjas de mi colegio, o de algún familiar adepto a escuchar misa de forma regular.

Porque la fe obra milagros, es un reconstituyente existencial, da fuerzas para seguir luchando cuando la vida deja de tener sentido, cosa que ocurre en más ocasiones de las que todos deseamos.

Los creyentes lo saben. Y por eso se aferran a su religión con la misma fuerza con que aquel señor, nostálgico y agradecido, abrazaba su ideología.

Aunque lo malo de los creyentes es que muchos sienten la tentación del proselitismo. Quieren convertir a los demás a la misma fe que ellos profesan. Al mismo partido al que votan. Y aunque los creyentes religiosos cristianos cada vez se atreven menos a ejercer el proselitismo, no ocurre lo mismo con los creyentes ideológicos, que agitados por sus líderes se enfrentan cada día con quienes no piensan igual que ellos. Más que hacer proselitismo, luchan contra un formidable enemigo: contra todos los demás. Contra las opiniones diferentes. Porque, al igual que ocurre con las religiones, las ideologías también son una mera cuestión de opinión. Algo no racional ni científico. Siempre hay un componente cuestionable y discutible en todas ellas.

La pregunta escéptica del ateo, del agnóstico, del indiferente político es: ¿y por qué debemos los demás soportar el acoso ideológico, no solo de los líderes políticos que nos gobiernan y nos desprecian si no pensamos como ellos, sino de amigos y familiares de una determinada ideología, empeñados en adoctrinarnos a todos a su alrededor? ¿Por qué la ideología, que forma parte de las creencias personales, ha de ser una imposición, constituirse en un acoso, en una excusa para sufrir discriminación, en un malestar existencial que acompañe la vida entera de la ciudadanía? ¿Por qué soportar una concepción del mundo que pertenece a la conciencia de otros, y por qué esos otros la quieren ordenar como única y verdadera, obligando al resto de sus semejantes a someterse a sus dictados, sueños, irracionalidades, auténticas locuras?

¿Por qué la mitad de la sociedad está obligada a encadenarse al modelo de la otra mitad, solo porque una pequeña cantidad de votantes la supere en las urnas?

¿Por qué, incluso quienes no queremos hacerlo, nos vemos forzados a mantener una lucha existencial de ideologías, parecida a la de las religiones, por qué tenemos que pasar toda la vida gritando amenazadoramente: «¡Mi dios, mi líder, es más poderoso que el tuyo!, hace más milagros, aunque me exija sacrificios humanos, aunque me pida arrojar a mis hijos al fuego y oírlos gemir mientras agonizan»?

¿Cuándo acabará la tiranía del mundo de los creyentes?

¿Y podremos los no creyentes rebelarnos y evadirnos de ella algún día?

Parece difícil. Pero no imposible.

¿Y por qué existen los apolíticos, pero no los aideológicos? ¿Por qué se puede comprender que alguien no se interese por la política, pero resulta inconcebible que no tenga ideología? Aun sabiendo que la ideología es, fundamentalmente, un señuelo. Porque, en el fondo, y en la superficie, la mayoría de las veces todo trata de intereses partidarios, dado que los partidos políticos, con sus poderosos y sacerdotales dirigentes, se han convertido en empresas endeudadas y muchas veces corruptas, en clubs y cotos privados para las élites. Y lo inexplicable, como bien podría decir Bertrand de Jouvenel, es que sigamos sometidos a ellos. Que les rindamos obediencia sin obtener nada a cambio, nada que mejore nuestras existencias o las haga más dignas. Los creyentes ponen sus vidas a disposición de sus sacerdotes de partido, les entregan su obediencia. ¿Por qué, para qué? ¿De verdad esperan que los sacerdotes ideológicos construyan un mundo a la medida de sus sueños? ¿Y qué coste, en millones de muertos, ha tenido cada uno de esos intentos hasta ahora?

Todo eso cuando, en realidad, la ideología también es una cadena económica (sobre todo, es eso), y si falta el lubricante del dinero se derrumba la construcción ficticia de favores, intereses, ambiciones, voluntades, deseos. La ideología se ha convertido en un trabajo, en un negocio lucrativo, más que en una forma de vida. La ideología impide que la derecha pueda defender a los homosexuales, a la cultura, a los animales, a la ecología, lo social. Simplemente porque son temas que la izquierda ha patrimonializado. Mientras la izquierda se ve obligada a ser anticapitalista, a pesar de que practique el capitalismo con fruición. Visto así, desde luego, la izquierda se ha pedido las mejores cartas, por eso sigue siendo moralmente superior, aunque sea en teoría.

¿Por qué un partido que gobierna tiene que decidir sobre la educación de los hijos de los demás, obligando a la ciudadana a doblegarse, y a los niños a aprender una concepción del mundo que quizás sus padres no aprueben, haciendo que supediten sus propias creencias a las de los dirigentes del partido político que gobierna en ese momento, pero que algún día será sustituido por otro, con ideas totalmente diferentes, pero igualmente de cumplimiento obligatorio? ¿Por qué, por qué?

¿Cómo empezó todo esto y cómo hemos llegado hasta aquí?

La verdad al descubierto

La Revolución Francesa acabó con el Ancien Régime y separó al Estado de la Iglesia cristiana.

Hoy necesitamos otra transformación —que no revolución sangrienta— que termine con la ideología y la separe del Estado, para que los ciudadanos puedan liberarse del yugo ideológico al que los ha sometido la clase política desde entonces.

Este libro ha sido escrito en tiempos de la pandemia generada por el coronavirus, COVID-19. El panorama político que ha descubierto la pandemia es aterrador, desolador, e induce a la pérdida de toda esperanza ciudadana. La verdad —en tiempos de posverdad— sí se ha revelado.

Por si no teníamos bastante con el virus y la depresión económica, hemos de soportar a políticos de ceño fruncido que a todas horas enseñan los dientes como chacales, como si nos fueran a morder y a contagiar la rabia. Por si no estábamos ya bien infectados con el coronavirus, ahí están ellos, siempre cabreados, gritando, dándonos lecciones morales mientras practican la más flagrante inmoralidad. Azuzándonos para que nos ataquemos unos a otros, como si estar en bronca continua garantizase que no se nos vaya a caer la papeleta del voto (con el nombre de su partido) de la boca.

Algunos nunca pensamos que viviríamos para contemplar este espectáculo vergonzoso. Habiendo leído a Huxley y a Orwell, jamás atisbamos que el futuro tuviera ese putrefacto color de alimaña, bajo el mando de una oligarquía irritada, cabreada, agria. Sus caras son mensajes de odio ellas mismas. Loas del rencor iracundo.

¿Por qué?, ¿a qué viene esa actitud?

No solo no solucionan nada, sino que generan problemas extras derivados del enfrentamiento constante que inducen en sus votantes, ya de por sí enfermos, resignados, furibundos, en el paro…

¿Acaso no está la casta política lo bastante cómoda engordando sobre sus moquetas, coches y palacios oficiales? ¿Qué les falta a los exquisitos elegidos de los dioses de la ideología? ¿Qué frustración anida en sus corazones, qué los pudre por dentro? ¡Luego se extrañan de que la gente se alborote y salga a la calle a protestar!

La mayoría, ciudadana contribuyente, es gente precarizada, arruinada o a punto de estarlo, enferma, doliente por sus muertos. A ninguna de esas personas se les ve el ceño fruncido como a los políticos de la ira, que gritan desde sus esponjosos y calefactados escaños.

Los ciudadanos soportan la ruina que han precipitado mandamases encolerizados. Aguantan la brutalidad de la enfermedad del COVID-19, más una descabellada subida de impuestos. Ciudadanos sufridos y sufrientes que acumulan más decencia y patriotismo en un solo estómago vacío que en todos los estómagos agradecidos de esos poderosos juntos, indignados sin causa, que dicen defender «al pueblo». Mucho más valor, honestidad y sensatez que esa oligarquía dentona, ceñuda, torcida, que solo se representa a sí misma mientras mastica furiosa la palabra democracia.

Con este pequeño ensayo pretendo demostrar que las ideologías que han sustituido a la Iglesia tras la Revolución Francesa son esencialmente perniciosas en la vida de las personas —consideradas ciudadanas en el curso de la historia reciente—, pues generan una violencia prescindible, además de ruina y dolor.

De manera que propongo erradicar la ideología del gobierno de los Estados, como en su momento se separó a la religión del Estado moderno.

Así, los partidos políticos deberían convertirse en otra cosa: lobbys, centros de estudio y pensamiento, empresas culturales. Pero lejos del gobierno de Estados y ciudades. Muy lejos.

Los políticos que hasta hoy gobiernan deberían dejar la función pública para ser sustituidos por funcionarios no infiltrados ideológicamente, seleccionados y preparados con el objetivo de controlar la Administración y poco más.

Los Estados modernos avanzados de Occidente son como los aviones: pueden funcionar perfectamente con el piloto automático, solo precisan especialistas formados en la vigilancia del sistema, pilotos que se turnen sin dejar huella ideológica de su presencia, y que lleven a buen puerto el aparato del Estado y, sobre todo, las vidas de cada uno de sus ciudadanos.

Propongo que países como los europeos, que no pertenecen precisamente al Oriente Medio, dejen de ser teocracias ideológicas de una vez por todas, ahora que la socialdemocracia ha llegado a su culmen y alcanzado todos sus objetivos.

Que se produzca un avance real, olvidando la ideología, igual que se dejó la teología atrás, que permita gestionar la cosa pública como un espacio laico desinfectado de religiones e ideologías.

Existen muchas razones objetivas para iniciar este proceso.

Entre otras, que la ideología acaba con la eficacia administrativa y, por tanto, empeora sustancialmente las vidas de los individuos que componen la sociedad.

La ideología es un obstáculo incívico, además de un elemento esencial de fomento de la corrupción.

La ideología se basa en la lucha, en la construcción de un enemigo, pero, ¿por qué deberían ser mis enemigos mi vecino, mi hermana, mi colega de ideologías contrarias a la mía?

¿Estoy proponiendo que los ciudadanos deban renunciar a sus creencias? Lógicamente, no.

Entre otras razones porque eso es imposible. Erradicar una creencia de una mente individual adulta es una tarea ímproba, de resultados vanos por lo general.

Tan solo hago notar que tales creencias deberían practicarse en las parroquias correspondientes: en las sedes u organizaciones de los partidos políticos. Como parte de la religión cívica o social que son. Pero apartándolas del gobierno de las naciones. Para siempre.

Creíamos haber logrado un alto nivel de civilización (en Occidente). La conversación pública había admitido a todos los que hasta hacía poco dejaba fuera (mujeres, niños, extranjeros, razas distintas a la blanca). Aunque bien es cierto que, en gran parte, eso ha ocurrido por puro y simple interés material, contante y sonante, y por el poder que implica ampliar el círculo ciudadano: cuantas más personas dentro, mayor poder, más dinero. Más negocio.

El espacio público era —¡por fin!— socialdemócratamente correcto y democrático. Todo parecía indicar que los índices de tolerancia, convivencia y pluralidad enriquecerían la vida, y darían vuelo y grandeza a la democracia, escribiendo gloriosos capítulos de la historia.

Sin embargo, ha resultado todo lo contrario. El sesgo domina el espacio público. La discriminación es cada día más lacerante e insoportable.

Pensábamos que las clases sociales se volverían porosas, favoreciendo la movilidad entre ellas, pero se ha producido un fenómeno de atomización, de creación de compartimentos estancos, que está dividiendo a los ciudadanos más que nunca. Y si no más que en otros momentos de la historia, sí al menos de forma más confusa, lo que convierte el brumoso panorama en un terreno lleno de peligros. El sesgo, con su connotación de cosa oblicua, inclinada y dirigida, se percibe dolorosamente por doquier.

Cada día las personas son y se muestran más cerriles, están menos dispuestas a cambiar de opinión incluso después de que les demuestren con claridad su error.

Es muy frecuente oír a algunas personas asegurar categóricamente que nunca votarán a la izquierda o la derecha. Todos nos encasquillamos en ideas y creencias que nada consigue rebatir, ni refutar, ni cambiar.

Los bloques ideológicos cada día son más sólidos e inconmovibles. Solo la educación —en manos de la ideología— puede variar su inclinación a uno u otro lado trabajando las mentes infantiles y juveniles (las únicas susceptibles al cambio).

España ha sido culturalmente religiosa, ferviente. Y continúa siéndolo: a través de la ideología, que se vive de forma apasionada.

Pero hemos llegado a un límite a partir del cual, para hacer prosperar y pacificar el tejido social, desarrollando una sociedad avanzada, deberíamos colocar la ideología en el espacio de la intimidad, de la privacidad, no en el lugar público del gobierno de la ciudad, del país.

Los años veinte del siglo XXI son el escenario de desavenencias políticas que se repiten en muchos lugares del mundo, desde Estados Unidos a Brasil, desde Israel a España. Ha terminado el tiempo de las grandes mayorías políticas partidarias. El voto se ha fraccionado, han surgido muchos partidos políticos donde antes solo había un par de ellos. Por todos lados se pueden encontrar líderes que han escalado hacia el poder mientras dividían a sus propios pueblos, incitando el odio hacia los adversarios políticos para tratar de asegurarse el apoyo de unas mínimas mayorías de electorado, mientras desprecian al resto y, más tarde, gobiernan únicamente para sus votantes.

Está demostrado que, en tiempos de crisis y escasez económica o peligro sanitario, no es posible gobernar de esa manera tan agresiva, porque genera grandes daños personales en la ciudadanía. Si bien es cierto que la agresividad ha dado resultados políticos, por ejemplo en Cataluña o el País Vasco, donde el independentismo ha arraigado mejor cuanta más obstinación ha demostrado, el coste en dolor social es impagable.

La práctica política de muchos pequeños fundamentalismos coloca inmediatamente a las personas (fieles votantes) en el departamento correspondiente y las obliga a seguir los mandamientos debidos, por desquiciados que sean.

Esta época está inoculando a los ciudadanos «la rabia del entusiasmo», como decía Voltaire que hizo Mahoma con los primeros musulmanes.

Un Occidente más agnóstico (en sentido religioso) que nunca está viendo nacer generaciones de individuos progresivamente obtusos (es lo único en que, de verdad, se percibe un progresismo galopante: en la cerrilidad), personas que oprimen sus conciencias en la defensa cerrada de causas que mayoritariamente, y bien pensado, no merecerían ni un pestañeo de atención.

El paisaje mundial es confuso, en todos los sentidos, lo que resulta un acicate para que las ciudadanas —turbadas y desorientadas— se aferren a la ideología como a una tabla de salvación. Igual que antaño lo harían a una cruz de madera.

Energía, política, tecnología, paro, enfermedad.

Demasiados elementos, todos en ebullición.

¿El petróleo se está acabando?

Quizás no, pero Kuwait ha estado (quizás siga estándolo) en números rojos por la bajada del crudo, que ya no es la única energía que moviliza al planeta. Increíblemente, los combustibles fósiles están siendo desplazados, viven un extraño ocaso. No es que haya surgido una energía más barata y ecológica (los coches eléctricos son carísimos, y sus baterías tienen difícil reciclaje), sino que la conciencia ecológica es hoy más poderosa, cotiza al alza mucho más que el precio del petróleo. Lo que no ha logrado una fuente de energía alternativa lo está consiguiendo un cambio de mentalidad. Porque ese es el gran motor del globo: la mentalidad colectiva.

Desde un punto de vista ecológico, el fin del petróleo supondrá un alivio, un respiro a la contaminación, una prórroga en la destrucción del entorno natural que el ser humano comenzó con brío desde la primera Revolución Industrial hasta hoy. Los avances industriales han hecho desarrollarse y han dado prosperidad a los cada vez más numerosos seres humanos, mientras mermaban los recursos de la Tierra.

Por el lado político, el reemplazo de los combustibles fósiles por otras fuentes de energía está cambiando el mundo de forma sorprendente. Muchos países petroleros que financiaban con petrodólares las viejas guerras convencionales, y también el terrorismo (de excusa religiosa, o política, o ambas), se quedarán con los bolsillos vacíos. ¿Quién pagará ahora esas cruzadas mundiales de terror y conflicto en aras de objetivos tan oscuros como el crudo? ¿De dónde saldrá el dinero cuando el petróleo ya no sea hegemónico?

Otros, que costeaban revueltas y cambios políticos radicales, como la Venezuela castrochavista, han adoptado el narcotráfico como fuente de subsidios, una vez que el petróleo ya no logra pagar la enorme factura de patrocinar el comunismo en el mundo. Además, su ineptitud congénita hace que no sean capaces de extraer ni siquiera el petróleo que les queda. Les resulta menos complicado usar el narcotráfico como manantial de recursos. La manera mafiosa de operar del tráfico de drogas les es propia —están acostumbrados a las prácticas delincuentes— y se ha fusionado a la perfección con los modos heredados de la Komintern (la antigua Internacional Comunista, leninista), que incluía (e incluye) el uso de la fuerza.

Además, muchos de los abanderados de esta ideología han pasado de asaltar los cielos a asaltar los bancos. Directa y literalmente.

Así, hoy el narcomunismo funciona con un motor de arranque que usa la droga para culminar su asalto al poder (no al cielo). Mientras nuevas energías se crean, destruyen y transforman.

Y es que mientras la izquierda dura entiende y justifica la violencia, la derecha solo entiende y justifica la codicia, de manera que, entre codicia y violencia, el mundo, la democracia, se deterioran a pasos agigantados.

Por parte de la izquierda, se ha producido la asimilación de movimientos extremos y terroristas, o amigos civiles de los terroristas, como las FARC o Bildu, que no se integran del todo en el sistema democrático, pero contaminan de forma impresionante con su ideología a quienes han querido asimilarlos. Lo cual es un síntoma inaudito digno de analizar, a pesar de que cada día se intenta con más ahínco ofrecernos el hecho como algo normal. Pero no lo es. Porque si las instituciones se llenan de personas que comprenden la violencia, serán cada vez más violentas y aumentarán la violencia institucional, puesto que esas instituciones están siendo colonizadas democráticamente por los violentos.

Pero en un mundo que ha desterrado —por incorrecto— el término anormalidad, porque ya no sabe dónde situar las líneas que separan normalidad y anormalidad, las abominaciones son frecuentes. Se ha asumido, en el terreno político, el concepto psiquiátrico de anormalidad. La psiquiatría comprende la anormalidad (¡faltaría más, ya que ese es el trabajo del psiquiatra!), y la política comprende y asume también la anormalidad. Pero lo que es anormal en el terreno psiquiátrico no tiene equivalente en la anormalidad política. Lo anormal psicológico no puede compararse nunca con lo anormal político. Y, sin embargo, es una identificación que se está poniendo en práctica.

El resultado solo puede ser inquietante.

Banderas de nuestros padres

Muchos de nuestros padres no creían realmente en las clases sociales, sino en la categoría individual de las personas. Sin haberlo procesado intelectualmente, quizás eran menos prejuiciosos y más justos que nosotros, con toda esa política correcta que nos traba a la hora de enjuiciar a alguien.

Hoy, la individualidad se ha perdido, subsumida por la categoría, el etiquetaje. Las redes sociales nos han acostumbrado a clasificar a nuestros contactos, amigos y conocidos.

De la clase social hemos derivado a la etiqueta.

¿Pero a qué categoría o casta pertenece una dirigencia política que dice que hará todo lo posible por destruir un país y lo dice desde dentro de las instituciones, sentada en el sillón del gobierno, a los mandos de un país, sin que el resto de los miembros de esas instituciones la incapaciten por su amenaza?

Ese tipo de situaciones las hemos vivido en España, donde altos cargos políticos —encumbrados a lo más elevado del poder— han proclamado a los cuatro vientos que su idea y objetivo político es acabar con España, desmembrarla y trocearla (lo han hecho, y siguen haciéndolo, independentistas de derecha y de izquierda dura, y asimilados).Y no ha pasado nada. Una nación es para sus ciudadanos un hogar. Pero ocurre que la confianza ideológica de los votantes logra aceptar lo peor de sus dirigentes siempre que sea en nombre de la ideología cuya fe profesan.

En lugares como Perú, al menos incapacitaron a Vizcarra, un presidente que lo fue por accidente, alegando que adolecía de una «incapacidad moral permanente» debido a su corrupción demostrada, pues supuestamente fue un comisionista que recibía coimas mientras era cargo público, a cambio de conceder obras del Estado.

Vizcarra fue incapacitado por sus pares en el Congreso, pero suscitaba un extraordinario fervor popular (a pesar de las sospechas de corrupción) y, tras su encarcelación, hubo manifestaciones de ciudadanos pidiendo que lo liberasen. ¿Eran espontáneas estas protestas? Quizás. A pesar de que la experiencia suele demostrar que las manifestaciones y movimientos civiles en la calle a menudo están dirigidos, y que para dirigirlos —como sabe bien la izquierda— hace falta dinero. Sin dinero, pocos salen de casa. Es el dinero el que activa en la mayoría de los casos a quienes conducen las protestas.

Una de las dirigentes del movimiento antirracista Black Lives Matter es, según la prensa americana, una rica propietaria inmobiliaria. Sin otra tarea profesional rentable conocida, es de suponer que el activismo antirracista le ha proporcionado extraordinarios dividendos. Mientras las calles arden desaprobando el racismo, ella compra bonitas casas como inversión. ¿De dónde sale el dinero que acumula?

¿Y de dónde proceden los recursos para montar un partido político exitoso que, en muy poco tiempo, aprovecha un movimiento cívico como el 15M en España, para luego constituirse en un fenómeno político que llegaría a tener sesenta y nueve diputados en el Congreso nacional?

¿De verdad alguien piensa que los fenómenos políticos de nuestros tiempos —de protesta violenta callejera o de generación de partidos nuevos de éxito arrollador, con sesgo ideológico— son espontáneos?

Nuestros padres, al menos, los miran con asombro y escepticismo.

La globalización ha sido como una partida de cartas planetaria, jugada con apuestas fuertes. Se han vivido tensiones que, en el siglo XX, quizás se habrían resuelto con una Tercera Guerra Mundial, pero en nuestros días la presión se ha expresado en forma de peligrosas aventuras nacionalistas, batallas comerciales, movimientos migratorios masivos, etcétera.

Parece que la globalización es buena para la circulación del dinero, tanto de las grandes multinacionales como de los maletines repletos de billetes que manejan los narcos o los grandes paladines de las más altas cunas de baja estofa. El dinero sigue sin tener color, pero las ideas y las personas no tienen la misma facilidad para moverse por el planeta.

La anterior crisis, la del 2008, dibujó cambios drásticos en el mundo. Por ejemplo, separó aún más a Portugal y España: al primero la troika lo convirtió en un paraíso fiscal. A España, por el contrario, se la transmutó en un infierno fiscal a cuya construcción, aderezada de inseguridad jurídica, se aplicó con entusiasmo el equipo gubernamental de aquel momento. Fue un mandato europeo que tal vez ha creado estilo, porque la economía ciudadana española se rige ahora a golpes de látigo.

La enfermedad, como hemos comprobado, también circula perfectamente en un mundo donde los billetes verdes y los virus viajan en primera clase, mientras a la mayoría contribuyente se la condenaba al Síndrome de la Clase Turista.

La clase turista es una clase incómoda, degradante y bajuna, que produce varices, síncopes, violentos codazos con el vecino de asiento y crisis respiratorias pero que, hasta que se desató la pandemia en 2020 y el mundo se paralizó, había permitido que el turismo consiguiente aumentara el PIB planetario como nunca.

Las mercancías circulan copiosamente en un mercado globalizado donde los capitalistas más avarientos continúan fascinados con Oriente, como en la Antigüedad, dado que allí se les permite recurrir a mano de obra esclava que Occidente tiene prohibida.

Muchos capitalistas piensan que cuantos más habitantes contenga el planeta, mayor será su volumen de negocio, mientras los ideólogos —desde neocomunistas a liberales— siguen asimismo empeñados en que, cuantos más seamos, mayor será su parroquia ideológica.

Pero la pandemia lo ha detenido todo. El mundo ha sufrido una parálisis como nunca antes en la historia. Ni las pestes del Medievo lograron algo parecido.

«¿Y ahora qué? ¿Se debería repartir juego de nuevo?», se preguntan muchos. Claro que algunos jugadores de esta partida mundial todavía llevan una buena mano y se resisten a barajar de nuevo. Y es verdad que la baja categoría de los jugadores, mandamases denominados eufemísticamente líderes, puede colocar al mundo al borde del abismo. Además, el juego está mal visto, incluso como metáfora. Es la causa de muchas adicciones juveniles que terminan en tragedia.

El caso es que 2020 ha supuesto un punto de inflexión. El corazón del mundo ha dejado de latir. Del mundo occidental, porque Asia ha seguido con su propio ritmo.

Y solo cabe congratularnos, como ciudadanos, de que (todavía) nos podemos quejar de los gobernantes mundiales, de los jugadores de esta partida. Podemos criticarlos, calificarlos de forma tremenda, insultarlos. A la mayoría los hemos elegido en las urnas. O sea, que podemos clamar en su contra, llamarlos cretinos desgraciados, aun sabiendo que con ellos estamos bien representados.

Porque lo que no está nada claro es que la libertad de expresión vaya a seguir siendo un derecho inalienable en el futuro.

La historia del problema

¿En qué se han convertido las ideologías treinta años después de la caída del Muro de Berlín? ¿Dónde están la izquierda y la derecha?

Una de las actitudes que puede servir para diferenciar a una de otra corriente de pensamiento, en un espacio político cada vez más confuso, es el impulso reformador que siempre ha guiado a la izquierda frente a la «tradicional» (nunca mejor dicho) supuesta «inmovilidad» de la derecha.

Esto es: se dice que la izquierda pasa a la acción en cuanto toma el poder, que pone en marcha iniciativas «sociales» de manera inmediata. Mientras que la derecha no tiene demasiadas ideas que enciendan su motor, y suele replegarse sobre un cierto conformismo que aspira al orden, el interés por la economía y la tranquilidad, más que a cambiar las cosas.

¿Esas son las diferencias sustanciales entre izquierda y derecha? No está muy claro en la práctica. Si bien, en España, desde 1978, esa ha sido una clásica manera de obrar, la bandera de unos y otros.

Pero ¿qué ocurre ahora, desaparecidos los viejos bloques de la Guerra Fría? Por la izquierda tenemos chavismo, bolivarianismo, anticapitalismo, antisistemas, okupación, banderas de género, raza, animalismo.

Quedan aún países comunistas a la vieja usanza en el globo, claro, y aunque han cambiado mucho en estas décadas (China ha adoptado un sistema capitalista, cuestionando aquella premisa clásica de que no hay capitalismo sin democracia), los nuevos movimientos de izquierda radical anhelan conquistar el poder de forma «democrática» (reducida la democracia al mero plebiscito, muchas veces manipulado). En algunos casos lo consiguen, por ejemplo en Latinoamérica.

Por su parte, la derecha ha encontrado en un populismo provocador e incluso gamberro una forma de movilización, que la ha sacado de su proverbial anquilosamiento: Trump, Berlusconi, Boris Johnson, Salvini.

¿Pero qué ideología ha ganado a estas alturas de la historia, la izquierda, o la derecha? Tampoco está claro. Muchas veces la impresión más común es que ambas se encuentran empatadas, en tablas.

Durante la Guerra Fría, el mundo esperaba ver quién era el vencedor de esa tensión ideológica insoportable. ¿Los comunistas o los capitalistas? Hoy, el resultado sigue sin aclararse. El capitalismo continúa despertando odio y aversión, y el neocomunismo parece bastante más disfuncional que el soviético.

Si bien tenemos un Big Data histórico que nos puede orientar sobre las preferencias de la gente: las migraciones masivas. Por ejemplo, masas ingentes de personas abandonan Honduras, Guatemala o Cuba, y pretenden entrar en Estados Unidos, la Unión Europea, los países occidentales. Por el contrario, no se conocen casos de hordas de estadounidenses braceando en el mar para alcanzar las costas de Venezuela o Cuba.

No es la ideología, sino paz, libertad, seguridad y prosperidad lo que desea la mayoría. Y eso ocurre en todo el mundo, desde los comienzos de la historia.

Pero, ¿qué es exactamente la ideología? Habría que empezar por definir el término.

Es sabido que aparece, tal como lo conocemos hoy, durante la Revolución Francesa, acuñado en 1796 por Destutt de Tracy, que en su obra Éléments d’idéologie se propuso desarrollar una teoría genética de las ideas, hacer de las ideas una ciencia, empujado por el espíritu de la Ilustración.

Tanto él como sus discípulos fueron catalogados de ideólogos, un concepto denigrado por Napoleón Bonaparte y más tarde por Carlos Max. Para ambos personajes, de alguna manera había prevalecido la función negativa de la ideología en un contexto político y social.

Napoleón se refería de manera despectiva a la ideología y a quienes intentaban desarrollarla, acusándolos de ociosos, quiméricos y especuladores. Mientras que Marx la entendía como una falsa conciencia que impide ver las cosas tal como son en realidad, que desvirtúa la realidad.

Es curioso que exista una obra clásica de Marx, La ideología alemana, en la que presenta una visión negativa de la ideología contraponiéndola a la ciencia real y positiva, al auténtico saber real. Y digo que resulta paradójico porque el marxismo ha sido un extraordinario generador de ideologías desde entonces. A pesar de que Marx nunca pretendió convertir el término ideología en un «concepto fundamental en la elaboración de su teoría de la sociedad y de la historia» (Nelson Osorio).

Para Engels, la ideología es una falsa conciencia:

Un proceso que se opera por el llamado pensamiento consciente, en efecto, pero con una conciencia falsa. Las verdaderas fuerzas propulsoras que lo mueven permanecen ignoradas para él; de otro modo, no sería tal proceso ideológico. (…) Con esto se halla relacionado también el necio modo de ver de los ideólogos: como negamos un desarrollo histórico independiente a las distintas esferas ideológicas, que desempeñan un papel en la historia, les negamos también todo efecto histórico.

Para Marx, nos formamos una representación alienada/imaginaria de las condiciones de nuestra existencia, porque dichas condiciones de existencia son por sí mismas alienantes.

Eagleton, por su parte, se preguntaba: «¿A qué hace referencia la ideología? La respuesta más general es que la ideología tiene que ver con la legitimación del poder de un grupo o clase social dominante».

Para Van Dijk «ninguna definición de ideología dejará de mencionar que las ideologías sirven típicamente para legitimar el poder y la desigualdad».

Por no mencionar que las ideologías ocultan y confunden la verdad, la realidad y las «condiciones objetivas, materiales, de la existencia», o los intereses de las formaciones sociales.

Esta es una interpretación del pensamiento marxista clásico, ya que, siguiendo a Van Dijk:

… históricamente, sobre todo en la tradición marxista, las ideologías fueron asociadas, por supuesto, a la noción de clase, e inscritas luego en términos más exactos como «formaciones sociales». Más específicamente, las ideologías eran atribuidas a la clase gobernante, aunque solo fuera para ocultar su poder, la desigualdad.

Louis Althusser, en su obra Ideología y aparatos ideológicos del Estado, planteó una «teoría general de la ideología» revisando a Marx, haciendo una crítica de su postura y afirmando que la ideología no es una falsa conciencia ni una generación de sujeto social, sino que es algo inherente al sujeto humano, que no puede desarrollar su existencia sin practicar una ideología concreta. Para Althusser, el ser humano es un ser ideológico:

Toda ideología representa, en su deformación necesariamente imaginaria, no las relaciones de producción existentes (…) sino, ante todo, la relación imaginaria de los individuos con las relaciones de producción y con las que de estas se derivan.

Para él, toda práctica tiene lugar por una ideología y bajo una ideología, y además toda ideología se realiza por el sujeto y para los sujetos.

Obviamente, el ser humano (el hombre en palabras de Althusser) sería un animal ideológico, mientras que el resto de los animales no lo son.

¿Es pues la ideología un síntoma de humanidad? Sin ninguna duda. De la misma manera en que lo es la religiosidad, que precedió a la ideología.

La religión y la ideología son algo específicamente humano porque tienen que ver con las creencias. Y los seres humanos ansían creer, adoran creer. Eso les hace más liviana la conciencia de su levedad, de su mortalidad.

La pregunta que cabe hacerse es: ¿Se deshumaniza al ser humano privándolo de su ideología? Quién sabe. Muchos seres humanos no son creyentes ideológicos, ni religiosos, y eso no los hace menos humanos.

Además, en este ensayo no se pretende tal cosa. Como ya se ha dicho, es muy difícil arrancar las creencias arraigadas en lo más íntimo de una persona. Lo que sí estamos obligados a hacer, a estas alturas de la historia, es apartarlas del gobierno del Estado.

Veremos por qué.

Represión e ideología

Siguiendo la idea de Althusser, que contribuye a la teoría marxista del Estado, él advierte que el aparato del Estado se compone de dos subaparatos diferentes: de una parte el represivo y de otra el ideológico.

El aparato represivo está integrado por el gobierno, los tribunales, las prisiones, la Policía, el Ejército, etcétera, que funcionan esencialmente «en forma de violencia».

Por otro lado, «designamos por aparatos ideológicos del Estado a cierto número de realidades que se presentan al observador inmediato bajo la forma de instituciones distintas y especializadas». El aparato ideológico del Estado no utiliza la violencia, sino la ideología.

Sin embargo, yo sugiero que la ideología suele ser otra forma de violencia, más sutil, pero también más eficaz que la de los aparatos represivos.

Para Althusser el poder del Estado se ejecuta de forma duradera cuando la clase dominante que lo controla lo ejerce sobre, y en, los aparatos ideológicos estatales.

Así, en una sociedad capitalista, los aparatos ideológicos del Estado serían los siguientes:

•   AIE (Aparatos Ideológicos del Estado) religiosos: el sistema de confesiones diferentes con que cuente el Estado.

•   AIE escolares, escuelas públicas y privadas.

•   AIE familiares.

•   AIE políticos: el sistema de partidos políticos.

•   AIE sindicales.

•   AIE de la información (prensa, radio, televisión); hoy día tendríamos que añadir también las redes sociales.

•   AIE culturales (letras, bellas artes, deportes).

La clase dominante no solo tiene que ejercer el poder coercitivo del aparato del Estado; si quiere asegurar su dominio, tiene que controlar también la hegemonía ideológica a través de los aparatos ideológicos del Estado. Esto es algo que ha entendido desde siempre la izquierda, gracias a la teoría marxista y a pensadores como Althusser o Gramsci. Mientras que la derecha se ha conformado con ejercer su dominio sobre la parte coercitiva del aparato del Estado, no sobre la parte ideológica.

Según Althusser: «Los aparatos ideológicos del Estado pueden ser, no solamente la encrucijada, sino también el lugar donde se libra una lucha de clases, a menudo de forma muy encarnizada».

De manera que la lucha, según podemos deducir de los presupuestos de Althusser, está indefectiblemente unida a la ideología. No sería arriesgado asegurar entonces que allí donde haya ideología, habrá lucha.

Y ello a pesar de que las ideologías, según el pensador francés, no nacen en los aparatos ideológicos del Estado, sino de las clases sociales empeñadas en la lucha de clases, de sus condiciones de existencia, de sus prácticas, de sus experiencias de lucha, etcétera. Para él las ideologías siempre han estado presentes en la historia humana, vista como una sociedad de clases. Mientras haya clases sociales diferentes enfrentadas, existirían por tanto ideologías distintas asimismo enfrentadas. Y observa que, en la Francia de los siglos XVI al XVIII que terminará en la revolución de 1789, el aparato ideológico del Estado se encontraba dominado por la Iglesia, que también ejercía el monopolio sobre la educación, la información y la cultura, además de sus funciones religiosas básicas.

Porque, obviamente, la Iglesia fue la predecesora de la ideología según hoy la conocemos. La Revolución Francesa transformó la fe religiosa en la fe del gobierno del pueblo. Llevó a los ciudadanos de la confianza en el Cielo a la esperanza sobre la Tierra.

No era mala idea, de no ser porque el método para propagar este cambio no resultó el más adecuado.

Tanto la interpretación positiva como la negativa de la ideología son deudoras de la teoría marxista. Por ello es erróneo acusar hoy día de fascistas a quienes tienen una visión pesimista de la ideología, ya que pueden haber recibido una clara herencia marxista. Por si fuera poco, el fascismo nunca ha sido tan crítico con la ideología como el marxismo, empezando por el propio Carlos Marx.

Muchas personas se acogen a los aspectos positivos de la ideología porque esta les otorga un sentido y un propósito a sus vidas, como ya hemos visto. En línea con pensadores como Paul Ricoeur, que entiende la ideología como un «cuerpo de ideas» que entregan identidad y coherencia a un grupo social determinado.

La moneda de dos caras que es la ideología sigue repartiendo ventajas e inconvenientes, según cómo se la mire.