Autobiografía - Charles Darwin - E-Book

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Charles Darwin.

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Beschreibung

«Un editor alemán me escribió pidiéndome un informe sobre la evolución de mi mente y mi carácter —escribe Darwin—, junto con un esbozo autobiográfico, y pensé que el intento podría entretenerme y resultar, quizá, interesante para mis hijos o para mis nietos. [...] He intentado escribir el siguiente relato sobre mi propia persona como si yo fuera un difunto que, situado en otro mundo, contempla su existencia retrospectivamente, lo cual tampoco me ha resultado difícil, pues mi vida ha llegado casi a su final.»

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«Un editor alemán me escribió pidiéndome un informe sobre la evolución de mi mente y mi carácter —escribe Darwin—, junto con un esbozo autobiográfico, y pensé que el intento podría entretenerme y resultar, quizá, interesante para mis hijos o para mis nietos. [...] He intentado escribir el siguiente relato sobre mi propia persona como si yo fuera un difunto que, situado en otro mundo, contempla su existencia retrospectivamente, lo cual tampoco me ha resultado difícil, pues mi vida ha llegado casi a su final.»

CHARLES DARWIN

No obstante, a los ojos de la familia, y especialmente de su mujer Emma Wedgwood, Darwin escribió estas memorias con demasiada libertad. El autor de El origen de las especies exponía abiertamente sus opiniones sobre amigos y conocidos, y de manera muy particular sobre la religión (el cristianismo le parecía, por ejemplo, «una doctrina detestable»). El texto apareció censurado en su primera edición, y sólo en la década de 1950 se recuperó la versión íntegra, sin recortes.

Charles Darwin

Autobiografía

Título original: Autobiography

Charles Darwin, 1887.

Introducción~ por Martí Domínguez ~

Francis Darwin, el tercer hijo de Charles Darwin y su colaborador más próximo y fiel, fue el encargado de revisar y preparar para la edición la Autobiografía inédita y póstuma de su padre. Se trata de un texto explicativo de la vida del científico, al parecer para uso exclusivamente familiar, pero donde, como dice Niles Eldredge (2005), se nos muestra tan franco e incisivo como en sus otros escritos científicos. Darwin redactó las 121 páginas del relato principal entre mayo y agosto de 1876, escribiendo —como lo explica él mismo— una hora todas las tardes. Durante los seis últimos años de su vida, amplió el texto a medida que le llegaban los recuerdos e insertó 67 páginas de adenda. Por tanto, constituye un documento excelente para conocer de primera mano su biografía, la percepción de sus éxitos, las inquietudes producidas por sus libros y muchos otros detalles transcendentales de su vida.

Sin embargo, en el momento de editar la Autobiografía, cinco años después de su muerte, Francis Darwin decidió realizar una larga serie de correcciones y supresiones, bajo la firme supervisión de su madre, Emma Wedgwood. Al mismo tiempo, añadió un conjunto de apéndices, basados en recuerdos sobre su padre, una recopilación de cartas y un largo capítulo dedicado a recoger sus opiniones sobre la religión. Según escribe Nora Barlow en la introducción de la edición de 1958, la familia estaba dividida respecto a la oportunidad de publicar algunos párrafos relativos a sus ideas religiosas: si bien Francis Darwin era partidario de publicar el texto sin ninguna modificación que no fuera absolutamente necesaria, otros miembros de la familia —entre ellos, sin duda, su madre, de fuertes convicciones religiosas— opinaban que algunas de aquellas opiniones podrían resultar perjudiciales para su memoria. Finalmente se pactó un texto de consenso que pareciese bien a todos los miembros de la familia, tan unida por otra parte en los demás asuntos. Resulta por ello muy interesante analizar de qué manera recortaron, recondujeron y, sencillamente, manipularon la Autobiografía de Darwin, con el objeto de presentarla con el aspecto menos polémico posible.

Este análisis resulta especialmente sugerente si nos centramos principalmente en la presentación del capítulo dedicado a la religión. Comenzaba con una carta enviada a J. Fordyce, que se publicó en el libro Aspects of scepticism (1883):

Cuáles sean mis propias opiniones es una cuestión que no importa a nadie más que a mí. Sin embargo, puesto que lo pide, puedo afirmar que mi criterio fluctúa a menudo… En mis fluctuaciones más extremas, jamás he sido ateo en el sentido de negar la existencia de un Dios. Creo que en términos generales (y cada vez más, a medida que me voy haciendo más viejo), aunque no siempre, agnóstico sería la descripción más correcta de mi actitud espiritual.

Darwin se declaraba agnóstico, es decir, seguía los pasos de su buen amigo Thomas H. Huxley, creador del término (Dawkins, 2007). Huxley explicó el significado de esta palabra tras recibir la dura crítica del director del King’s College de Londres, el reverendo doctor Wace, que ridiculizó su «cobarde agnosticismo»:

Él puede preferir denominarse agnóstico a sí mismo, pero su verdadero nombre es uno más antiguo: es un infiel, es decir, un no-creyente. Quizá la palabra infiel implique un significado desagradable. Y esta implicación es quizá correcta. Es, y así debe ser, una cosa desagradable para un hombre que dice sin pudor que no cree en Jesucristo.

Ante estas, sin duda, «desagradables» acusaciones, Huxley no tuvo más remedio que replicar:

[Algunos] estaban bastante seguros de que habían alcanzado una cierta «gnosis»; con mayor o menor éxito habían resuelto el problema de la existencia, mientras yo me sentía bastante seguro de que no lo había conseguido y tenía una convicción bastante fuerte de que el problema era irresoluble […]. Por lo que me puse a pensar e inventé lo que entendía que debía de ser el apropiado titulo de agnóstico […]. El agnosticismo, de hecho, no es un credo sino un método, la esencia del cual reside en un principio singular […]. El principio puede expresarse positivamente de la siguiente manera: en cuestiones intelectuales sigue tu razón tan lejos como ella te lleve, sin tener en cuenta ninguna otra consideración. Y negativamente se expresaría así: en cuestiones intelectuales, no pretendas que son ciertas conclusiones que no se han demostrado o no son demostrables. Esto digo que es la fe agnóstica.

Cuando Darwin se declaraba seguidor de la fe agnóstica se exponía también a ser etiquetado de infiel por los más virulentos doctores de la Iglesia. Pero, aun así, su agnosticismo era poco convincente («creo en general pero no siempre»); da la impresión de que la cuestión le interesaba poco, y que intentaba quitarse de encima a los inoportunos investigadores, que lo distraían de su trabajo. Con ésa y otras cartas nos venía a decir que su opinión no tenía demasiado interés, pues no se podía comprobar, y como científico evitaba cualquier opinión poco contrastada. En otra carta indicaba que no había dedicado tiempo suficiente al tema de la religión; «estaréis de acuerdo conmigo en que cualquier cosa que se ha de exponer a la opinión publica ha de ser sopesada y divulgada con precaución». Y en otra, enviada a un estudiante holandés, acababa expresando opiniones demasiado elementales (Darwin, 1887):

Es imposible contestar brevemente su pregunta, y no estoy seguro de que fuera capaz de hacerlo ni siquiera escribiendo con cierta extensión. Sin embargo, puedo decir que la imposibilidad de concebir que este grandioso y maravilloso universo, con estos seres conscientes que somos nosotros, se origine por azar, me parece el principal argumento a favor de la existencia de Dios; pero nunca he sido capaz de concluir si este argumento es realmente válido […]. También me veo inducido a ceder hasta cierto punto a la opinión de muchas personas de talento que han creído plenamente en Dios; pero aquí advierto una vez más el escaso valor que tiene este argumento. Me parece que la conclusión más segura es que todo el tema está más allá del alcance del intelecto humano.

Como puede verse, Darwin se sentía con demasiada frecuencia angustiado por preguntas difíciles que, no obstante, se esforzaba por contestar. Si se declaraba agnóstico es porque no era capaz de responder, porque sencillamente no lo sabía ni creía que se pudiera saber nunca. Por consiguiente, era necesario cultivar la ciencia (todo lo que el hombre puede aprehender y llegar a comprender en su totalidad mediante el uso de la experimentación) y abandonar las discusiones estériles, que no conducen a puerto alguno. De algún modo, el cultivo de la ciencia era la mejor garantía para saber —y en dicho saber se podía incluir también esta revelación de naturaleza religiosa—. Era demasiado pronto para poder resolver nada con seguridad sobre la existencia de Dios, aunque, evidentemente, su teoría de la evolución, con el mecanismo de la selección natural, arruinaba el creacionismo y la tesis de los fijistas. No obstante, advirtió a un estudiante alemán que «la teoría de la evolución es bastante compatible con la creencia en Dios; pero también es necesario que usted tenga en cuenta que las personas tienen diferentes percepciones de Dios».

Parece que Darwin temía ser indiscreto y, al mismo tiempo, expresar opiniones gratuitas. Cuando publicó El origen de las especies, las reacciones no fueron todas entusiastas y, como se temía, comenzaron a llegarle cartas en las que sus ideas se tildaban de heréticas. Una de las primeras provino de su antiguo profesor de geología Adam Sedwigck, quien «había leído el libro con tanto dolor como placer»; le siguió otra más dura del capitán Fitz-Roy, en la que concluía que «no puedo encontrar nada de ennoblecedor en el pensamiento de descender incluso del más antiguo simio». Al mismo tiempo, algunos destacados naturalistas, como Richard Owen, se negaron a aceptar que la selección natural operara en la naturaleza. Como escribe Janet Browne (2002), Owen creía que los organismos desvelaban un plan funcional en su anatomía, y que una fuerza puramente mecánica como la selección natural era del todo inadecuada para explicarlo. Incluso fue más lejos y declaró con impertinencia: «No queremos saber lo que el señor Darwin cree o aquello de lo que está convencido, sino tan sólo lo que puede probar». Sin duda, esta frase malévola lo hirió profundamente y lo tornó mucho más exigente con su investigación y con la exhaustividad de los resultados expuestos.

Por todo ello, un tema tan resbaladizo como el de la religión le resultaba incómodo y peligroso de manera muy particular; sabía que sus palabras serían escudriñadas y analizadas hasta el último detalle, cuando no sacadas de contexto. Aun así, no podía dejar de contestar a las numerosas misivas que recibía al respecto, y cuando el estudiante alemán insistió, el viejo Darwin replicó (Darwin, 1887):

Estoy muy ocupado, soy un hombre viejo, falto de salud y no puedo dedicar tiempo a resolver totalmente sus preguntas; en verdad, tampoco pueden ser resueltas. La ciencia nada tiene que ver con Cristo, excepto en la medida en que el hábito de la investigación hace que una persona sea cautelosa a la hora de admitir pruebas. Por lo que a mí respecta, no creo que haya tenido jamás revelación alguna. En cuanto a una vida futura, cada persona debe decidir por sí misma entre probabilidades inciertas y contradictorias.

Sorprende la paciencia de Charles Darwin. En cualquier caso, de la lectura de todas estas cartas y confidencias recogidas por su hijo Francis se desprende la actitud de un investigador prudente, nada beligerante con la religión, que evita entrar en polémicas fútiles y herir las creencias religiosas de las personas. En este sentido, el hijo de Darwin añadía en una nota al final de dicho capítulo dedicado a la religión que éste era el verdadero criterio de su padre en temas religiosos y que, en cambio, la lectura del texto del doctor Aveling The religious views of Charles Darwin (1883) podía inducir a error al lector. Esta inesperada alusión a Edward Aveling es mucho más interesante de lo que podría parecer.

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