Bajo el sol de California - Susan Mallery - E-Book

Bajo el sol de California E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

HQN 270 Ni el sol de California puede alegrar a tres hermanas a las que han dejado plantadas la misma semana… Finola, una conocida presentadora de Los Ángeles, se llevó una desagradable sorpresa al enterarse de que su marido se estaba acostando con una joven estrella del pop. Mientras intentaba huir de los tabloides y fingir que estaba bien, estaba derrumbándose por dentro y deseando con locura que él entrara en razón. A Zennie su ruptura no le supuso una gran pérdida. Por eso no tuvo que pensarse mucho lo de acceder a ser la gestante subrogada para su mejor amiga. Sin embargo, el embarazo le resultó más solitario y complicado de lo que se había imaginado. Ali estaba acostumbrada a que nadie le prestara atención, no era ni la más alta ni la más guapa de las hermanas, pero cuando su prometido envió a su hermano a cancelar la boda, se sintió más hundida que nunca. Aun así, Daniel seguía acercándose para «darle su apoyo» y haciéndole preguntarse si quizá, por una vez, alguien la estaba viendo como nadie la había visto nunca. Juntas, estas hermanas reconstruirán su vida con todo el afecto, el encanto y el desternillante humor de Susan Mallery.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2019, Susan Mallery, Inc.

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Bajo el sol de California, n.º 270 - febrero 2023

Título original: California Girls

Publicada originalmente por MIRA Books, Ontario, Canadá

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto d<e la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411414975

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

–¡Están friendo beicon!

Finola Corrado intentó no sonreír al ver la mirada de pánico de su asistente.

–En la sección de cocina tenemos ensalada de patata en cinco estilos, y el beicon son los daños colaterales.

El terror de Rochelle se transformó en indignación.

–Sí, y justo antes está el bloque de «Novedades en vestidos de verano». Me sé muy bien la escaleta –soltó la tableta, plantó las manos en sus estrechas caderas y se inclinó hacia delante como recalcando la importancia de su comentario. Sus trenzas, largas y oscuras, se movieron con ella–. Finola, aquí dentro tenemos modelos. Modelos altas, delgadísimas y hambrientas. Están empezando a ponerse como fieras y a discutir entre ellas. Estoy convencida de que es por el olor del beicon. ¿No pueden cocinarlo en otra parte?

«Y la gente se cree que la televisión es glamurosa», pensó Finola aún conteniendo la risa.

–Lleva a las modelos al camerino de reserva y diles que tenemos un problema de humedad en el plató y que necesitan echarse más laca. Así luego no podrán oler el beicon. Y dile al encargado de la comida que lo limpien todo cuando hayan terminado con el beicon para que no quede ningún olor.

–Ah, vale. Eso funcionará. –Rochelle, una licenciada en Medios de Comunicación inteligente y ambiciosa, se relajó–. Se me tendría que haber ocurrido a mí.

–Pronto será así.

Su asistente, de veinticinco años y pelo y ojos oscuros, pronto podría dirigir el programa, pensó Finola cuando Rochelle se marchó. En unos meses la joven cambiaría de trabajo y asumiría otro con más responsabilidad mientras que ella contrataría a otra asistente y el proceso comenzaría de nuevo.

Meter la cabeza en el negocio de la televisión no era fácil. Había muchos trabajos pésimos y no todos aportaban la experiencia adecuada. Finola se enorgullecía de contratar a los mejores y los más brillantes, y dejaba muy claro lo que exigía: una ética laboral brutal, lealtad plena y entrega del cien por cien. A cambio, ella les enseñaba el negocio, les presentaba a las personas apropiadas y les preparaba una gran fiesta cuando se marchaban a un puesto mejor.

La puerta de su camerino volvió a abrirse. Una de sus ayudantes de producción asomó la cabeza y susurró:

–¡Está aquí! Está aquí. No me lo puedo creer. Qué emoción. ¿No estás emocionada?

Antes de que Finola pudiera responder, la ayudante se había ido, sin duda para compartir esa felicidad con otros.

Quería sentir indiferencia, pero incluso ella debía admitir que estaba deseando conocer a Treasure. AM SoCal era un programa de éxito en un mercado mediático abarrotado. Al grabarse en Los Ángeles tenía más acceso a famosos que la mayoría de los programas de su estilo, pero ni siquiera ellos se podían haber esperado tener a una estrella del country-pop como Treasure.

A sus veintitrés años, Treasure era un fenómeno musical. Su última canción había tenido un millón de descargas durante las primeras seis horas tras el lanzamiento y todos sus vídeos de YouTube tenían cerca de mil millones de visualizaciones. Esa mañana aparecería en el programa para una entrevista de diez minutos seguida de una actuación en directo con la que presentaría su nuevo single That Way. Después llegarían el desfile de moda de las modelos hambrientas y las ensaladas de patata.

Excepto por la presencia de una gran estrella como Treasure, el desarrollo sería el típico: Finola saludaría a su público, tanto al de plató como al de casa, con un poco de palique y unas cuantas bromas y después invitaría a salir a la primera invitada. A las once el programa ya habría terminado y, para cuando llegara el mediodía, todo el equipo estaría preparándose de nuevo para el siguiente programa. Todos menos ella, pensó con una sonrisa. Tenía la próxima semana libre.

–Hawái, allá vamos –murmuró para sí.

Su marido y ella necesitaban esas vacaciones. Últimamente habían estado muy ocupados con sus respectivos trabajos y esa semana les daría tiempo para centrarse el uno en el otro y en su matrimonio. Y tal vez para algo más.

Estaba preparada. Por fin estaba preparada para quedarse embarazada. Nigel llevaba un par de años deseando tener hijos y ella le había estado dando largas. Pero cumplir treinta y cuatro años, tener que oír a su madre quejarse por tener tres hijas mayores y ningún nieto, y haberse dado cuenta de que nunca habría un momento perfecto la habían convencido de que deberían intentarlo ya. Haciendo honor a esa decisión, había preparado un regalo para que Nigel lo abriera cuando entraran en su suite de Maui. Tenía la sensación de que un regalo compuesto por juguetes sexuales y patucos de bebé dejaría muy claro su mensaje. Además, Nigel era un auténtico hombre de acción, así que se divertirían.

Alguien llamó a su puerta y gritó:

–¡Treinta minutos!

Treinta minutos para que comenzara el espectáculo, pensó al sentarse en la silla de maquillaje y cerrar los ojos.

Ya estaba vestida y maquillada, se sabía bien el guion, había escuchado bastante música de Treasure como para poder formar parte de un club de fans y se había saltado los carbohidratos en el desayuno para poder catar las ensaladas de patata hasta hartarse.

–Buen programa –susurró para sí antes de calmar la respiración e iniciar el ritual de relajación que hacía antes de cada programa.

Tenía quince minutos de tranquilidad. Quince minutos durante los que nadie llamaría a la puerta ni irrumpiría en su camerino. Se relajaría y después se dirigiría al plató, donde le pondrían el micro y le aplicarían una última capa de polvos antes de empezar el programa.

Inhaló contando hasta cuatro, contuvo la respiración hasta llegar a ocho y después soltó…

Oyó la puerta abrirse.

–Finola, tenemos que hablar.

Abrió los ojos de par en par. Tenía a Nigel delante. Él agarró los reposabrazos de su silla y la miró fijamente.

–Nigel, ¿qué haces aquí? Salgo en directo en menos de treinta minutos. ¿Qué pasa?

Nigel, cirujano plástico de Beverly Hills, no pasaba consulta los viernes y saldrían de viaje a la mañana siguiente. ¿Qué era tan importante que no podía esperar hasta después del programa?

–Lo siento –dijo sin dejar de mirarla.

Lo que llamó la atención de Finola no fueron tanto las palabras como el tono, y tal vez la expresión de aflicción. Se le encogió el estómago.

–¿Qué ha pasado?

Imágenes de sus hermanas o su madre tiradas en la carretera le llenaron la mente. O tal vez había sido un incendio. O…

–No sé qué decir –dijo Nigel antes de detenerse.

La bilis le subió a la garganta, las pulsaciones se le multiplicaron por mil y notó un pitido en los oídos. Había muerto alguien. Estaba segura.

–Estoy teniendo una aventura.

Mientras hablaba, Nigel soltó la silla y caminó de un lado a otro de la habitación. Seguía hablando; ella podía ver que movía los labios, pero le era imposible oír nada. El zumbido era demasiado intenso, demasiado estridente.

Repitió las palabras una y otra vez en su cabeza hasta que las entendió. Unos años atrás se había caído desde un porche alto. Había aterrizado en el césped de costado y se había quedado sin aire en los pulmones. Ahora se sentía igual. No podía respirar, no podía frenar el pánico que la recorrió a la vez que le empezaba a temblar el cuerpo. A la falta de aire le siguió un dolor agudo y desgarrador en el corazón.

¿Cómo había podido? ¿Cuándo? ¿Con quién? ¿Por qué? Estaban casados. Se querían. Era su mejor amigo. Iba a quedarse embarazada en su viaje a Hawái.

No, tenía que ser un error. No podía haberla engañado. Pero al ver cómo la miraba supo que Nigel no estaba mintiendo y que, efectivamente, con cuatro simples palabras la había destrozado a ella y había destrozado su matrimonio.

–Tienes que entenderlo. Siento tener que decírtelo ahora. Sé que no es muy buen momento.

–¿Que no es muy buen momento? –gritó ella antes de obligarse a bajar la voz–. ¿Que no es muy buen momento? Estoy a punto de salir en directo por televisión. ¿No te bastaba con soltarme esto y has tenido que hacerlo justo ahora para fastidiarme aún más?

–He intentado decírtelo en muchas ocasiones durante las últimas semanas, pero estás demasiado ocupada para escuchar. Siempre hay otro programa que hacer.

Sintió un destello de rabia y lo agarró con ambas manos. Al menos esa furia le daría algo de fuerza momentánea.

–¿Me estás culpando de esto? ¿Entras aquí, me dices que estás teniendo una aventura y es culpa mía que hayas tenido que esperar hasta este mismo instante para decírmelo?

–No es eso.

–¿Ah, no? –Se secó las lágrimas–. ¿Entonces qué es?

Él se giró.

–He pensado que tenías que saberlo.

Antes de que Finola pudiera comprobar si estaba temblando demasiado como para poder mantenerse en pie, él se marchó. Así, sin más. Se quedó sola con las náuseas, los dolores, la vida rota y un reloj que la advertía de que le faltaban dieciocho minutos y doce segundos para salir en directo.

«Esto no puede ser real», se dijo con desesperación. Era imposible. No podía estar pasando y Nigel no acababa de decirle que tenía una aventura. Nigel no podía haber hecho algo así. Ese marido maravilloso, simpático y cariñoso que siempre estaba a su lado no podía haberlo hecho. Lo conocía, pero no conocía al frío desconocido que acababa de marcharse.

Ojalá dejaran de pitarle los oídos, pensó desesperada. Ojalá pudiera respirar o llorar o gritar o echar a correr. Una aventura. Había habido otra mujer en su vida, en su corazón y en su cama. En la cama de los dos. No. ¡No! Se había acostado con otra, le había susurrado a otra, había tocado a otra, había tenido orgasmos con otra.

Su mente se negaba a creerlo a pesar de que su corazón empezaba a sangrar. La traición, la tristeza y la incredulidad se entremezclaron hasta atragantarla. Tenía que salir de ahí. Tenía que irse a casa y…

Miró el reloj. «No», se dijo. No podía marcharse. En quince minutos tenía un programa en directo. Tenía que salir en antena y actuar como si no pasara nada, como si estuviera bien y el mundo no acabara de salirse de su eje para caer en un agujero negro del que nunca escaparía.

Tomó aire, con cuidado de no hiperventilar, y después corrió al espejo. Encendió las potentes e implacables luces y se observó un segundo antes de agarrar un pañuelo de papel y un corrector. Tenía los ojos muy abiertos y parecía conmocionada, como si acabara de ver algo terrible. O como si acaraba de experimentarlo. Por Dios, no podía hacerlo.

–¿Finola? –Rochelle llamó una vez antes de entrar–. Te necesitan en plató.

Finola asintió sin decir nada. Se aplicó un poco más de polvos y tomó aire antes de forzar una sonrisa.

–Estoy lista.

Su asistente frunció el ceño.

–¿Qué ha pasado?

–Nada. Estoy bien.

–Ha pasado algo y no es bueno.

Finola fingió otra sonrisa y se marchó corriendo.

–No tengo ni idea de lo que dices.

Corrió por el pasillo hacia el estudio abriéndose paso entre muros falsos, telones de fondo y cables. El productor del programa le sonrió.

–¿Has conocido ya a Treasure? Es preciosa. Solo la he visto de lejos, pero ¡madre mía!

Finola no se molestó en decir que aún no había conocido a la estrella porque había estado demasiado ocupada viendo cómo se derrumbaba su matrimonio. De todos modos, Treasure tampoco había pedido que las presentaran; había querido que se conocieran en directo, delante del público, para que la experiencia resultara «más espontánea». Dentro de las exigencias de las superestrellas, esa era sencilla y factible y mucho mejor que la de una cantante que había pedido «seis gatitos blancos como la nieve para jugar antes de cantar».

Gary, el técnico de sonido, le dio un micrófono pequeño. Se lo puso en la solapa de la chaqueta mientras él le colocaba el fino cable por encima del hombro antes de engancharle la petaca a la cinturilla de la falda.

Finola solía gastarle bromas con el hecho de que la tocara y sus amistosas guasas eran parte habitual de su ritual de preparación. Pero hoy no se le ocurría ni una sola cosa que decir, y en ocho minutos eso supondría un problema.

«Respira», se dijo. Respiraría y confiaría en que sabía lo que hacía. Llevaba casi cuatro años haciendo ese programa. Se le daba bien. Le encantaba su trabajo y lo haría bien… Siempre que no oyera el eco de los gritos que no se atrevía a dar.

Gary le estiró la chaqueta, le guiñó un ojo y le sonrió.

–Estás lista, Finola.

–Gracias –se aclaró la voz–. Probando, probando.

Ya habrían comprobado el micrófono, pero ella siempre se aseguraba de que funcionara.

Gary le dio el visto bueno levantando el pulgar antes de darle el auricular que la conectaría con la sala de control. El suyo no era un programa de noticias, así que no iban a darle información de última hora, pero aun así necesitaba estar conectada con la sala de control por si saltaba alguna noticia importante. Así podría ir preparando a sus televidentes antes de avisarlos de que Nueva York iba a interrumpir el programa.

Se colocó el auricular y entonces oyó la suave voz de Melody, la directora.

–Buenos días, Finola. Salimos en cinco minutos. Buen programa.

–Buen programa –dijo ella automáticamente.

Apagó el micrófono para darse un momento a solas justo cuando alguien la tocó en el hombro.

Al girarse, se topó cara a cara con Treasure. La cantante de country-pop era más o menos de su estatura, con un pelo largo y rojizo oscuro que caía como una cascada de rizos. Tenía los ojos de un verde intenso e incluso con el denso maquillaje de televisión, su piel resultaba increíble.

Finola parpadeó sorprendida.

–Hola. Creía que no querías que nos viéramos antes de la entrevista –como pudo, sonrió y alargó la mano–. Encantada de conocerte, Treasure. Soy una gran admiradora.

La chica de veintitrés años sonrió.

–Qué va –dijo con tono suave–. Y si lo eres ahora, dejarás de serlo.

Ignoró la mano extendida de Finola.

–Eres mayor de lo que creía. ¿Treinta y cuatro, verdad? No podrías ser mi madre, pero tampoco mi hermana mayor. Tal vez mi tía.

Finola no tenía ni idea de lo que estaba hablando.

–Bueno –dijo despacio–. Tengo que salir a saludar al público. Todos están deseando verte y ver tu actuación.

Antes de poder girarse, Treasure la agarró del brazo. Le clavó los dedos lo bastante para resultar incómodo.

–Soy yo –susurró acercándosele–. Soy la que se está acostando con tu marido. Soy la que ha hecho con él cosas que ni te puedes imaginar. Y no es solo sexo, ¿sabes? Es todo –puso los ojos en blanco–. Él no quería contártelo, se pensaba que podría tenerme escondida, pero le dije a mi mánager que me trajera a tu programa para que no tuviera elección.

Su sonrisa se volvió cruel.

–Bueno, pues ahora ya lo sabes.

Finola no podía más que mirarla mientras su mente rechazaba esas palabras. «Esto no está pasando», pensó con desesperación. «No puede ser». Nada de lo que le estaba diciendo esa mujer podía ser verdad. Antes de poder reaccionar, Treasure la soltó y se marchó. Ella se llevó una mano al estómago con la esperanza de detener la hemorragia lo suficiente para no morir ahí mismo.

Tenía que echar a correr. Tenía que salir de ahí. Tenía que…

–¿Finola?

La voz de Melody competía con el fuerte zumbido de su cabeza.

–Finola, tienes que ir al plató ya.

El programa. Tenía que hacer el programa. Era en directo, así que no había más oportunidades. Tenía que salir allí y enfrentarse a las doscientas personas del público, por no hablar del cerca del millón que estaban en sus casas. AM SoCal era muy popular. Ella era bastante apreciada en la comunidad y ese día tenían a una estrella gigantesca. Tendrían una audiencia enorme.

–¿Finola?

–Estoy aquí.

Respiró hondo e intentó sacar de lo más profundo cada gramo de profesionalidad, y del instinto de supervivencia, que había logrado acumular en su vida. Tenía que sobrevivir durante sesenta minutos. Solo sesenta minutos y luego podría venirse abajo. Solo una hora. Nada más.

Salió a enfrentarse a su público, que inmediatamente estalló en aplausos. Los saludó con la mano mientras sonreía centrándose solo en la gente de las primeras filas. Cerca del pasillo central parecía haber tres generaciones: abuela, hija y nieta, aplaudiendo felices. Había algunos de los habituales que siempre acudían al programa, pero el resto del público estaba lleno de adolescentes.

«Los fans de Treasure», pensó angustiada. ¿Cómo iba a sobrevivir? Miró el teleprónter y respiró aliviada. Gracias a Dios.

 

Buenos días a todos y bienvenidos al programa. Hoy os tenemos reservado algo muy especial, aunque viendo la edad del público, parece que ya se ha corrido la voz. –Pausa para risas–.

 

Se situó en posición y esperó a oír la cuenta atrás para salir en directo. Normalmente habría charlado un poco con el público, pero no solo no había tiempo, sino que no podría haberlo hecho. Hoy no.

–Cinco, cuatro, tres. –Vio los dedos marcar en silencio «dos, uno» y entonces pensó en cachorritos y gatitos jugando y en cómo se iba a emborrachar después.

Cuando la luz roja de la cámara se iluminó, estaba bastante convencida de que su sonrisa parecía auténtica.

–Buenos días a todos y bienvenidos al programa.

Hizo la presentación. En ningún momento llegó a encontrarse bien, pero el impacto y el dolor se disiparon lo justo para dejarle respirar. Se obligó a relajar el cuerpo y se centró en lo que tenía que hacer.

–Aquí está, y he de confesar que yo también estoy un poco deslumbrada por su presencia. ¡Treasure!

Se giró hacia el lugar por donde entraría la cantante. Treasure cruzó el plató tan tranquila, y su familiar paso juguetón y su sonrisa levantaron al público. Se oyeron muchos gritos y silbidos. Saludó a todo el mundo con la mano y después la miró. Por un segundo algo oscuro y malvado pareció convertir su rostro en una máscara siniestra, pero al instante desapareció y Finola se preguntó si serían imaginaciones suyas o si en realidad la superestrella estaba a punto de hablar de su aventura en televisión.

Estaban sentadas giradas la una hacia la otra. Finola agradeció que su supereficiente equipo hubiera cargado las preguntas en el teleprónter. No tenía que pensar, se recordó. Solo tenía que parecer involucrada y formular las preguntas ya escritas.

–Tu nuevo álbum está funcionando increíblemente bien –comenzó–. Enhorabuena.

–Gracias. Estoy muy feliz con cómo están respondiendo mis fans, sobre todo con el primer single–le lanzó una sonrisa al público–, That Way.

–Es una canción provocativa.

Treasure se inclinó hacia ella y bajó la voz.

–Es sobre sexo.

El público se rio.

Finola no sabía si se había puesto colorada o si había palidecido del todo. Estaba mareada y esperaba no estar balanceándose en el asiento. Las probabilidades de que se produjese una catástrofe eran enormes y si Treasure decía algo…

La chica suspiró.

–Bueno, ya sabes, hay hombres que saben cómo complacer a una mujer. El modo en que te tocan y te besan… es mágico.

Más risas. Finola hizo lo posible por unirse a ellas.

–Siempre has sorprendido con los temas que tratas en tus canciones. Este álbum continúa con esa tradición.

–Sí. –Treasure guiñó un ojo–. No soy una persona dulce. No soy mala, pero cuando quiero hablar de algo o tener algo, lo consigo. A ver, Finola, ¿cuál ha sido tu experiencia sexual favorita?

La pregunta la alcanzó como una bofetada. Logró mantener la compostura lo justo para soltar una risita y decir:

–Treasure, soy lo bastante mayor como para ser tu tía. Seguro que nadie quiere oír mi respuesta a eso. Sales de gira en un par de meses. ¿Qué haces para prepararte para un espectáculo tan grande como el tuyo?

–Necesito estar descansada y feliz. Y ya sabes a qué me refiero. A estar con la persona adecuada. Es genial.

 

Háblanos del hombre que hay en tu vida.

 

Finola miró el teleprónter y supo que Dios se había ido a ayudar a otra. No podía hacerlo, pensó angustiada. No podía seguir hablando, no podía soportarlo. Iba a derrumbarse en directo y entonces todo el mundo se enteraría. Sería el hazmerreír, se compadecerían de ella, se haría viral del peor modo y todo porque su marido la había engañado con Treasure.

–Tanto hablar de tu álbum me ha dado ganas de oírte cantar –dijo sin importarle haberse adelantado dos minutos.

–¿Finola?

La pregunta de Melody le resonaba en el oído, pero ella se limitó a señalar al otro lado del plató, donde habían colocado un micrófono delante de una pantalla en la que emitirían el vídeo musical de la cantante.

–Vale –murmuró Melody–. Nos adelantamos.

El foco se encendió y la música empezó a sonar.

Treasure vaciló lo bastante como para que a Finola se le revolviera el estómago. «Vamos», pensó con desesperación. «Ve a cantar tu puñetera canción y lárgate de aquí».

Al final la chica se levantó y caminó hacia el micrófono. Finola sabía que tenía cuatro minutos de la canción y dos más de la pausa comercial. Seis minutos para averiguar cómo narices iba a aguantar el resto del programa.

Esperó a que Treasure empezara a cantar antes de levantarse y salir del plató en silencio. Rochelle se reunió con ella en el pasillo.

–¿Estás bien? –le preguntó su asistente, preocupada.

Finola se llevó ambas manos a la mejilla en un intento de calmarse.

–Creo que me he intoxicado con algo que he comido –mintió–. Me duele muchísimo el estómago –fue lo único que se le ocurrió que además pudiera justificar por qué había salido del plató.

–¿Así que es eso? –le preguntó Melody al oído–. Ya me parecía que te pasaba algo. Cielo, lo siento mucho. ¿Podemos traerte algo?

–Un poco de agua fría. Aguantaré hasta que termine el programa y luego me pondré bien.

Otra mentira. La más grande de las dos, pero llegados a ese punto, ¿qué más daba?

Rochelle le dijo con gesto compasivo:

–Ahora mismo voy a por ella. Y a por un ginger-ale. Creo que tenemos en una de las máquinas dispensadoras. Voy a ver. Ojalá te encuentres mejor enseguida. Nigel y tú os vais a Hawái mañana. No querrás perder el vuelo.

Finola bajó las manos sin decir nada. Por suerte, no pareció que Rochelle esperara una respuesta, sino que corrió a por agua con hielo y el ginger-ale. Aunque nada de eso la ayudaría, pensó haciendo lo posible por no dejarse vencer por las lágrimas. Nada podría ayudarla. Nigel la había engañado y había destrozado su matrimonio y probablemente sus vidas.

Se llevó las manos al estómago mientras el ácido la revolvía y ella contenía las ganas de vomitar. Y aunque eso haría más creíble la mentirijilla de la intoxicación, preferiría evitarlo todo lo posible. Faltaban… miró al reloj de la cuenta atrás… cuarenta y tres minutos más. Solo cuarenta y tres minutos. Después se quedaría sola y tendría tiempo de averiguar en qué momento exacto lo había perdido todo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

«Ay, qué bien que sigues aquí» no eran las palabras que Zennie Schmitt quería oír ocho minutos antes de que acabase su turno. Llevaba diez horas de pie. El día, que podría considerarse tranquilo, había incluido dos angioplastias que habían salido sorprendentemente bien teniendo en cuenta la edad y el estado físico de los pacientes. Iba de camino a la taquilla a recoger sus cosas cuando había oído que la llamaban por el intercomunicador.

El doctor Chen se mostró aliviado de que siguiera en el hospital.

–Tengo un baipásde urgencia. ¿Te animas?

Zennie entendió la pregunta. Ya había hecho una jornada entera. Estaba cansada y, si no se veía con energía para asistir al doctor Chen en una cirugía de baipás de arteria coronaria, debía decirlo. Era más que una enfermera perioperatoria, o enfermera quirúrgica, como también se las llamaba; formaba parte de un equipo de enfermería de élite que trabajaba en uno de los hospitales de cuidados cardíacos más prestigiosos y concurridos del país. Veían a algunos de los pacientes más enfermos del mundo y cuando tenían a alguien en su mesa de operaciones, solía ser una situación de vida o muerte. Dar menos del mil por cien era inadmisible.

Se tomó un segundo para cerrar los ojos y respirar. Sí, estaba cansada pero no agotada. Con suerte solo tendrían que reemplazar una arteria, aunque era posible que hubiera otras afectadas y que una cirugía de tres o cuatro horas se prolongara mucho más. Aun así, el doctor Chen y Zennie trabajaban bien juntos y a ella le gustaba formar parte del equipo.

–Me paso un momento por la cafetería y voy para allá.

–Excelente.

El doctor Chen colgó sin decir nada como «¡vaya, qué bien!» o el esperado pero rara vez oído «gracias». Era un cirujano brillante y de gran talento que prácticamente hacia magia, hacía revivir corazones que otros consideraban insalvables, pero en lo que respectaba a sus habilidades sociales le faltaba desenvoltura. Mientras corría a la cafetería, Zennie se preguntó si alguna vez había hablado con él de algo que no fuera un paciente.

Pasó de la cafetera y fue directa a la máquina de expresos. Sabía muy bien cuánto tardaría uno doble en incrementar su lucidez mental. Hacia el final de la cirugía estaría agotada, pero para entonces tendría la adrenalina a tope, así que aguantaría bien. Al día siguiente sería supercuidadosa con la dieta para compensar la paliza que su cuerpo se iba a dar esa noche.

Ocho horas y cuarenta minutos, y un doble baipás después, por fin llegó a su coche. Estaba cansadísima y le dolía todo. Las brillantes luces del aparcamiento desentonaban con la tranquilidad y la oscuridad que había al otro lado. Pasaba de la medianoche y la buena noticia era que no tendría que preocuparse por encontrar mucho tráfico de vuelta a casa. De hecho, el trayecto, que solía durar veinticinco minutos, duró doce. Justo después de la una entró tambaleándose en su habitación.

Se quitó el uniforme y se lavó la cara y los dientes. Antes de meterse en la cama, tan agradable y mullida, agarró el teléfono y comprobó los mensajes.

Tenía un recordatorio para salir a correr en grupo a las cinco de la mañana. «Ni de coña», pensó bostezando. A nadie le sorprendería. Los viernes siempre eran un «a lo mejor» y los fines de semana un «sí, seguro», a menos que estuviera de guardia. Además, a las diez y media había quedado con Ali, su hermana pequeña, para probarse el vestido de dama de honor.

Hizo lo posible por no gruñir al pensar en las inminentes nupcias. Y no porque no quisiera a su hermana, sino porque las bodas eran una lata y, la verdad, Glen no le hacía mucha gracia. Parecía como si nunca mirara a Ali con un amor y un afecto claros. Nigel, el marido de su hermana Finola, era todo lo contrario. Cuando miraba a su mujer, podías sentir el calor.

Hablando de calor… Se colocó la almohadilla de calor debajo de la espalda. Tenía los músculos tensos por tantas horas en el quirófano.

Había un mensaje de su padre con una foto de su velero anclado en una preciosa bahía caribeña.

 

Ojalá estuvieras aquí.

 

Zennie sonrió y escribió:

 

Sí, ojalá estuviera allí. Te echo de menos, papá.

 

Sabía que tardaría unas horas en volver a saber de él. Entre la diferencia horaria y que su padre y su madrastra vivían en «modo relax», las respuestas a los mensajes podían tardar un buen rato. Aun así, qué gusto imaginarse un par de semanas en un velero en algún lugar como el de la foto.

El último mensaje era de su madre. Contuvo una carcajada al leer que se ofrecía a organizarle una cita a ciegas con un «chico muy guapo que te va a encantar» antes de terminar diciendo: «Me hago vieja y espero tener nietos antes de morir».

Seguía riéndose cuando se quedó dormida.

 

 

Aun sin haberse puesto el despertador, Zennie se levantó temprano. Se duchó, se tomó un batido cargado de proteínas, hizo alrededor de media hora de estiramientos y salió a reunirse con Ali.

La tienda de vestidos de novia de Sherman Oaks era muy elegante y solo atendían con cita. Pensó que tal vez había sido un error ir con pantalones de yoga y camiseta, pero después se dijo que daba igual. De todos modos, iba a tener que quitarse la ropa.

Ali ya estaba allí, prácticamente bailando de emoción cuando Zennie entró en la tienda.

–Hola. Los vestidos han llegado y son preciosos. Vais a estar geniales. Puede que incluso mejor que yo. Finola, seguro. Tener una hermanas preciosas es duro.

Zennie la abrazó.

–La novia eres tú y la novia siempre es la más guapa.

Ali puso los ojos en blanco, pero sonrió igualmente.

–Bueno, bueno, eso ya lo veremos. La semana pasada me probé mi vestido y me alegro de no haber comprado el más pequeño. Debo de ser la única novia de la historia que no se ha molestado en hacer dieta.

Zennie no supo qué decir. Cuando Ali se había comprometido, había acudido a ella pidiéndole una dieta y un programa de ejercicios. Zennie la había ayudado todo lo que había podido, pero Ali nunca había estado muy por la labor. Tenía diez kilos de más desde la pubertad y decía que pasarse el día trabajando en un almacén ya era bastante ejercicio. Ella había intentado explicarle que estar de pie no era lo mismo que hacer ejercicio, pero Ali nunca hacía caso. Aun así, tenía una belleza saludable, natural y encantadora, y el pelo y los ojos marrones. Era la más baja de las hermanas y la más curvilínea. Finola era la belleza alta y rubia que se mantenía delgada para salir por la tele a base de comer cantidades pequeñas y evitar los carbohidratos. Zennie había intentado convencerla de la importancia de una dieta variada, pero Finola se había negado a escucharla.

–¿Lista para ver tu vestido? –preguntó Ali–. Finola se probó el suyo cuando yo me probé el mío la semana pasada.

–Lo estoy deseando –mintió antes de reprenderse por no estar más volcada en los preparativos. La boda era un gran acontecimiento. Debería alegrarse y ser más participativa.

Pero es que el rollo ese de las bodas no iba con ella, pensó mientras Ali la conducía hacia el probador. No, se corrigió. No era solo por eso. Era por todas las expectativas creadas en torno a las parejas. Había crecido dando por hecho que cuando fuera adulta se emparejaría, como los animales del Arca de Noé. Se enamoraría, se casaría y formaría una familia. Pero eso no había pasado y, para ser sincera, no estaba segura de que quisiera.

–¡Tachán! –canturreó Ali al abrir la puerta del probador.

Un vestido largo color azul marino colgaba de un gancho ornamentado y anclado a la pared. Con mangas japonesas y escote corazón, se ceñía en la cintura antes de caer hacia el suelo con delicadeza. El de Finola era del mismo color pero con estilo diferente. Ali había tenido claro que quería encontrar estilos que les gustaran a las dos, lo cual resultaba una cualidad encantadora en una futura novia. Zennie tenía una amiga que se había convertido en una novia lunática y había vestido a sus acompañantes con unos batiburrillos espantosos de color lima y volantes.

Ali solo había pedido que fueran de color azul marino, pero por lo demás les había dejado decidir a ellas.

–Es precioso –murmuró Zennie pensando que era perfecto y bastante bonito para ser un vestido de dama de honor.

–¿Has traído los zapatos?

Zennie le dio una palmadita a su bolsa.

–Aquí están.

Estaba segura de que Finola habría elegido unos de algún diseñador y de diez centímetros. Ella había optado por unas bailarinas planas. Por nada del mundo se pondría tacones, ni siquiera por su hermana.

Se quitó las deportivas sin cordones que llevaba, los pantalones de yoga y la camiseta. No se había molestado en ponerse sujetador, así que no tendría que preocuparse por que se le vieran las tiras. Bajó la cremallera del vestido, se lo puso y se lo subió. Ali se situó detrás de ella para subirle la cremallera y después Zennie se calzó. Las dos miraron al espejo.

–Perfecto –dijo Ali suspirando–. Venga, vamos a verte en el espejo grande. Te queda genial, no creo que haga falta modificar mucho.

La dependienta se reunió con ellas en la sala principal. Zennie se subió a una plataforma frente a un espejo enorme que intimidaba un poco. Mientras se miraba pensó que tal vez debería haberse puesto un poco de máscara de pestañas o ahuecado el pelo.

Pero en lugar de eso, estaba como siempre: con la cara lavada, el pelo corto y de punta y sin el más mínimo rastro de maquillaje. Apartó a un lado la culpabilidad diciéndose que ya hacía un esfuerzo cuando tenía una cita. ¿Acaso no bastaba con eso?

–¿Te gusta? –le preguntó la dependienta a Ali como si la opinión de Zennie no importara–. ¿Es lo que imaginabas?

–Por desgracia, sí –Ali se rio–. ¿Lo ves? Te dije que mis dos hermanas eran fabulosas. Nadie se va a fijar en mí.

–Qué tontería. Serás la novia. –La mujer se subió a la plataforma y empezó a sacar alfileres del alfiletero que tenía en la muñeca–. Voy a ceñir un poco la tela para que te hagas una idea y luego vendrá la modista para marcar con los alfileres.

Las dos mujeres hablaron de todo, desde el largo del vestido hasta la posibilidad de bajar el escote… a lo cual Zennie se negó.

–¿Seguro que no quieres llevar ningún tipo de tacón? –preguntó la mujer.

–Segurísimo.

Ali suspiró.

–Zennie no va a ceder en eso. Menos mal que su novio no es mucho más alto que ella, porque si no quedarían raros juntos.

Zennie miró a su hermana por el espejo.

–¿Novio?

–Pues claro. Clark.

Zennie no entendía nada.

–Clark. Llevas un tiempo saliendo con él. Trabaja en el zoo. Es especialista en primates o como se llame eso.

–Primatólogo, y no es mi novio. Solo hemos salido tres veces.

Apenas lo conocía y no tenía ni idea de si le gustaba o no. ¿Novio? Ni de coña. Ni siquiera le había hablado de Clark a su madre, lo cual explicaba el mensaje ofreciéndose a organizarle otra cita a ciegas.

–Dijiste que ibas a llevarlo a la boda.

–No. Dije que a lo mejor lo llevaba a la boda.

–¡Zennie! Lo he organizado todo contando con que traerías pareja. Tienes que traer acompañante.

¿Por qué? Esa era la pregunta, pensó mientras Ali se distraía hablando de si acortar o no las mangas.

¿Por qué tenía que llevar pareja? ¿Es que sería menos aceptable para la sociedad si no llevaba acompañante? ¿Su conversación sería menos chispeante y su cariño menos grato? No tenía ni idea de por qué había mencionado siquiera a Clark, y mucho menos por qué había comentado que podría acompañarla a la boda. No lo querría allí independientemente del estado de su no relación. Por un lado, la gente haría demasiadas preguntas. Por el otro, su madre se volvería completamente loca ante la posibilidad de que por fin fuera a sentar cabeza con alguien y a darle nietos. Nadie podría sobrevivir a tanta presión.

Una vez le ajustaron y marcaron la tela, Zennie miró el vestido. Jamás se lo diría a su hermana, pero ella lo veía exactamente igual. Aunque, claro, tenía todos esos alfileres clavados para demostrar que no era así.

–¿Puedes terminar sin mí? –preguntó Ali mirando el reloj–. Tengo que pasar por la floristería antes de volver corriendo al trabajo para una reunión.

–Tranquila. Me quedaré aquí de pie hasta que me suelten. –De nuevo pensó en cómo miraba Nigel a Finola mientras que Glen no miraba a Ali–. ¿Tu futuro maridito no debería ocuparse de algo?

–Jamás me fiaría de que Glen se ocupara de las flores. Él es de rosas rojas y eso no funcionaría lo más mínimo. –Ali se subió a la tarima y la besó en la mejilla–. Gracias por hacer esto. Te quiero.

–Yo también te quiero.

Ali corrió a la puerta y miró atrás.

–¡Trae acompañante!

–Que te den.

Ali seguía riéndose cuando salió de la tienda.

Zennie miró su reflejo e intentó no pensar en la boda. Serían cuatro, o tal vez cinco, horas de su vida. Sí, serían una tortura, pero por una buena causa. En nombre de la hermandad y todo eso.

En cuanto a lo del acompañante… Bueno, eso podría suponer un problema porque lo de Clark era imposible con toda seguridad.

 

 

Finola agarraba el volante con tanta fuerza que le dolían los dedos, pero no se atrevía a relajarse. No hasta que estuviera en casa. Condujo despacio, con cuidado de no sobrepasar el límite de velocidad al entrar en su exclusivo barrio de Encino. Según se aproximaba al portón de su pequeña comunidad, sintió que perdía el control.

«Casi hemos llegado», canturreó en silencio. «Casi hemos llegado, casi hemos llegado, casi hemos llegado».

Efectuó dos giros a la derecha y uno a la izquierda antes de acceder al camino de entrada y pulsar el botón para abrir la puerta del garaje. Al entrar se le resbalaron las manos y el coche viró un poco a la derecha. Pisó los frenos de golpe y empezó a retroceder, pero entonces se dio cuenta de que no hacía falta. ¿Qué más daba si se salía de su plaza? Nigel no iba a aparcar a su lado dentro de un rato. De eso estaba segura.

Apagó el motor y agarró la bolsa y el bolso. Una vez cerró la puerta del garaje, entró en la casa.

La recibió el silencio. Nigel y ella nunca habían querido tener servicio doméstico completo. Tenían servicio de limpieza dos veces por semana y servicio de comida a domicilio, pero los habían cancelado de cara al viaje a Hawái. Dos horas antes el plan había sido reunirse en casa con Nigel después del programa para poder terminar de hacer las maletas y salir hacia el aeropuerto a primera hora de la mañana. Pero ahora ya nada de eso pasaría. Ni lo de hacer las maletas, ni lo del viaje, ni lo de estar los dos juntos, ni lo de hacer un bebé.

Soltó el bolso y la bolsa en el suelo y se descalzó. Necesitaba un plan. Tenía que pensar qué hacer en primer, segundo y tercer lugar, pero a cada paso que daba el dichoso impacto se disipaba dejando tras de sí dolor, incredulidad y humillación. Primero salieron las lágrimas y luego los sollozos. Se tambaleó antes de caer de rodillas y cubrirse la cara con las manos mientras se sacaba a gritos la agonía.

Lloró hasta que le dolió el pecho y se le irritó la garganta. Lloró hasta que no le quedó más que un vacío y la certeza de que nunca volvería a estar completa. Se tendió sobre las baldosas frías y duras deseando poder estar en cualquier otra parte menos allí. En cualquier otra parte que no fuera…

–¡No! –gritó al incorporarse y secarse la cara–. En cualquier otra parte no. –En la televisión no. Estar ahí sola, confundida, triste y furiosa era mejor que mirar a esa estúpida cámara mientras todo el mundo que la estaba viendo se preguntaba qué estaba pasando.

Eso se lo había hecho Nigel, pensó mientras se levantaba con dificultad. El muy cabrón había ido a su camerino para contarle lo de su aventura.

No, mucho peor. Le había contado lo de su aventura consciente de que su amante se encararía con ella unos segundos después. Por eso había elegido ese día, justo antes del programa. Por eso había necesitado que lo supiera. La había debilitado sabiendo que Treasure la derribaría. Le había sido infiel y después la había arrojado a las garras de Treasure.

Podría haberle dicho quién era. Podría haberla advertido, haberle dado un segundo para recuperar el aliento, pero había permitido que se quedara descolocada. No solo la había engañado, sino que no la había protegido. La había expuesto sin pensar en su trabajo o en su carrera o en lo que pasaría en la televisión en directo. ¿Y si se hubiera derrumbado? ¿Y si Treasure le hubiera dicho algo al público?

Distintas posibilidades desfilaban ante ella como una pesadilla. Gracias a Dios que era fuerte, pensó con tristeza. Lo bastante fuerte para sobrevivir a Nigel.

Sacó el teléfono del bolso. Ningún mensaje de su marido. Bueno, tampoco era de extrañar, pensó llorando otra vez. ¿Qué se había creído? ¿Que se disculparía y le suplicaría que volviera? Ni siquiera ella era tan tonta.

Recorrió descalza la casa, sumida en el silencio, antes de subir. El dormitorio principal era grande con puertas de cristal dobles que daban a un balcón. Ignoró la belleza del espacio que había adorado hasta ese momento. Ignoró la gran cama y las sábanas que Nigel y ella habían elegido juntos. Contuvo la sensación de sentirse expuesta, contuvo el dolor y la sensación de traición. Tenía que seguir respirando, seguir moviéndose. Tenía que pensar qué narices iba a hacer ahora. ¿Esperar? ¿Esperar a tener noticias de él? ¿Se habría ido para siempre? ¿Era solo una aventura? ¿Cuánto tiempo llevaba acostándose con Treasure? ¿Había otras mujeres? ¿Cuánto tiempo llevaba mintiendo, encandilándola mientras se reía con su amante?

Las lágrimas volvieron. Las ignoró y entró en la zona del vestidor que pertenecía a Nigel. Faltaban secciones enteras: camisas y trajes, vaqueros, camisetas. Alargó la mano como si las prendas no faltaran, como si solo fueran invisibles para ella.

Pero sus dedos no agarraron nada. Allí solo quedaba el espacio que una vez había ocupado la ropa de su marido. Cerró los ojos y se dejó caer en el pequeño banco del vestidor. Justo la noche anterior habían salido a cenar, pensó con desesperación. Justo la noche anterior habían estado hablando de Hawái. Habían ido al restaurante favorito de los dos, un pequeño bistró en Ventura Boulevard, y se habían sentado en su rincón favorito. Habían hablado de sus anteriores viajes y él la había hecho reír, como siempre. La había hecho sentirse amada y especial porque así era él. O así había sido.

Ella había estado a punto de contarle su plan; de mencionarle que había dejado de tomar la píldora y que estaba lista para formar una familia con él, o mejor dicho, ansiosa por hacerlo. Pero había esperado porque había querido sorprenderlo.

Todo había sido mentira. Cada gesto, cada palabra, cada abrazo. No habían hecho el amor, pero la había abrazado y le había dicho que la quería, y todo ello sabiendo lo que le haría al día siguiente. Lo había planeado.

Se rodeó la cintura con los brazos y se balanceó en el pequeño banco. Gritó y el desgarrador sonido resonó por los espacios vacíos. ¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué le había hecho daño? ¿Por qué…?

El teléfono sonó. El sonido la sorprendió. Después se levantó de un salto y buscó el teléfono. Lo vio en una estantería y se lanzó a por él segura de que sería Nigel. Se había dado cuenta de su error y se arrepentía.

–¿Sí?

–Hoy estabas rara. ¿Te encuentras bien?

La voz familiar debería haberla reconfortado, pero no fue así. Aunque su madre siempre la apoyaba en todo, no era especialmente cariñosa. Y tampoco entendería cómo era posible que una zorra estrella del country-pop le hubiera quitado el marido a su hija mayor. Un instante antes de hablar, Finola se planteó soltar la verdad, pero luego lo descartó.

–He tenido… una intoxicación alimentaria –mintió, pensando que era más sencillo ceñirse a lo que ya les había dicho a Rochelle y a Melody–. Acabo de vomitar.

–Ah, eso lo explica todo, porque estabas muy tensa con esa tal Treasure. Por cierto, no me ha gustado su canción, aunque claro, tampoco es que yo sea su público destinatario, ¿no? ¿Estarás bien para volar a Hawái mañana?

–Ese es el plan –dijo haciendo lo posible por controlar la voz mientras las lágrimas le caían por las mejillas–. Ir a Hawái con mi marido.

–Deberías hablar con él sobre quedarte embarazada. Ya va siendo hora, Finola. Y, lo más importante, quiero nietos. Todas mis amigas los tienen, y la mayoría tienen varios. Algunas tienen tantos que hasta se quejan. Eres la única que está casada, así que en tus manos está.

Esas palabras pretendían hacerla sentir culpable, pero Finola dudaba que su madre quisiera saber cuánto daño causaba con ellas. Se sentó en el banco e intentó detener la hemorragia emocional.

–Ali se va a casar.

Su madre emitió un sonido de desdén desde lo más profundo de la garganta.

–¡Por favor! Esperará al menos un año para quedarse embarazada y yo quiero nietos ya.

–Pues es una pena que no se puedan pedir por Amazon. Eres miembro Prime, así que podrías tener uno el martes.

–Muy graciosa. Vale, ya veo que vas a ignorarme, como de costumbre, pero a pesar de eso te quiero y espero que Nigel y tú lo paséis de maravilla. Cuando volváis de vacaciones, puedes ayudarme a preparar la casa para venderla. Hay mucho por hacer y espero que vosotras hagáis gran parte del trabajo.

Ahora mismo Finola no podía lidiar con eso.

–Claro, mamá. Te llamaré cuando esté en casa. Adiós.

Colgó antes de que su madre pudiera decir nada más y después tiró el teléfono sobre la moqueta.

¿Y ahora qué? No tenía ni idea de qué hacer, ni cómo hacer que el dolor fuera menos insoportable. Quería ir arrastrándose hasta un lugar oscuro y esconderse ahí como un animal herido. Quería volver atrás para poder impedir la aventura de su marido.

¿Cómo podía haberle hecho algo así? Se suponía que tenía que amarla para siempre. Eran un equipo, una pareja.

El teléfono zumbó cuando la entrada de un mensaje iluminó la pantalla. Pulsó un botón para que volviera a aparecer y se le aceleró el corazón al ver que era de Nigel.

 

 

Tenemos que hablar. Me pasaré el domingo a mediodía y veremos qué hacer. Está pendiente el viaje a Hawái. Tú tienes toda la documentación. ¿Puedes cancelarlo?

Un segundo mensaje apareció debajo:

 

Lo siento.

 

–¿Y ya está? –gritó Finola a la pantalla–. ¿Es todo lo que tienes que decir? ¿Solo eso? ¿Dónde está la explicación que me debes? ¿Por qué no lo estás solucionando?

No hubo respuesta, ni sonido, nada más que la pantalla fundiéndose en negro lentamente.

Se levantó. Nigel se había ido y no sabía si iba a volver. Siempre había estado a su lado, amándola, haciéndola sentirse increíble, y ahora todo eso había desaparecido. Así, sin más. Y lo peor de todo era que no sabía cuánto de su matrimonio había sido mentira.

Fue a su zona del vestidor y se puso unos vaqueros y una sudadera. Se lavó la cara para desmaquillarse, entró en su pequeño despacho y encendió el portátil. Gracias a Dios que existía internet, pensó con amargura. Solo hicieron falta dos clics y nada de conversación para cancelar el viaje. Una vez estuvo hecho, entró en la habitación de invitados, cerró las persianas, se metió en la cama y se echó las sábanas sobre la cabeza.

Se acurrucó todo lo que pudo y se dijo que debía seguir respirando. Era lo único que tenía que hacer. Todo lo demás se solucionaría solo. Nigel no era idiota; recordaría cuánto la amaba y lo bien que estaban juntos. Treasure no era más que una aventura. Se olvidaría de ella y volvería al lugar donde debía estar. Irían a terapia de pareja, donde él se daría cuenta de todo el daño que le había hecho y le suplicaría que lo perdonara. Ella se negaría al principio, pero después Nigel se la ganaría con su amor y su ternura. La grieta en su matrimonio se repararía y seguirían adelante, con leves cicatrices pero habiendo aprendido algo y más enamorados que nunca. Envejecerían juntos, tal como ella había imaginado siempre. Todo saldría bien. Tenía que salir bien.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

–Tengo un tipo que necesita faros antiniebla y soportes para su Mustang del 67. El ordenador dice que tenemos juegos de faros antiniebla, pero cuando he ido a por ellos no he podido distinguir cuáles son.

Ali Schmitt esperó mientras la impresora escupía el control de inventario de final de semana. Miró a Kevin y enarcó las cejas.

–¿En serio? ¿Qué es lo que no tienes claro?

El chico de dieciocho años cambió el peso de un pie a otro, parecía inquieto.

–Pues… eh… los que quiere. Ray me ha dicho que me asegurara de no equivocarme porque hay una diferencia entre el Mustang del 67 y el del 68.

Kevin llevaba en la empresa seis semanas y había entrado como preparador de pedidos. Era la persona que retiraba los artículos de las estanterías y los llevaba al departamento de envíos, donde se empaquetaban y se enviaban a los clientes. Ray, el jefe de Kevin y un hombre que vivía para aterrorizar a los nuevos, le había dado al chaval un trabajo difícil probablemente para divertirse.

Ali miró a Kevin y recordó que ella había estado igual de perdida cuando la habían contratado. Además había tenido la desventaja añadida de no saber mucho de coches, pero en los últimos ocho años sin duda había aprendido mucho. Y aunque nunca temblaría de emoción ante un Thunderbird de 1958 completamente restaurado, podía desenvolverse a la perfección en la mayoría de conversaciones relacionadas con coches. También era una especie de experta en motocross, al menos en lo que se refería a las piezas. A decir verdad, nunca se había subido a una bici con motor y su habilidad con las de pedales era, como mucho, mediocre.

–¿Qué año? –preguntó dejando las hojas del inventario sobre el escritorio desvencijado antes de dirigirse a uno de los ordenadores que usaban para comprobar la disponibilidad–. El Mustang. ¿De qué año es?

–Eeeh, ¿del 67? –preguntó más que afirmar.

–Tienes que estar seguro –contestó ella al pulsar unas teclas y mostrar dos imágenes en la pantalla. Señaló diciendo–: El de la izquierda es del 67. ¿Ves la barra que cruza la rejilla delantera? Esa barra va detrás de los faros antiniebla y los sujeta. No hacen falta soportes –señaló la imagen de la derecha–. En el Mustang del 68 no hay barra, así que los faros antiniebla los sujeta un soporte. Si estás buscando uno del 67 con soportes, ese animal no existe.

Kevin era unos treinta centímetros más alto, pero mientras ella hablaba él parecía encogerse.

–Vaaaale. Entonces hay un problema con el pedido y tengo que confirmarlo.

–Exacto. –Ali sonrió–. Tienes que hablar con Ray.

El chico pasó de la confusión al miedo.

–¿Tengo que hacerlo?

Ali suspiró.

–Sí. Es tu jefe –vaciló y después cedió a lo inevitable. De algún modo, ella siempre era la que guiaba a los nuevos durante su viaje por la empresa–. Tiene una perra, Coco Chanel. Tiene una foto suya en el escritorio. Bajo ninguna circunstancia hagas bromas con la foto. Tú solo mírala y dile que tiene a la perrita más mona del mundo. Después pídele que te ayude a confirmar lo que quiere el cliente.

La expresión de confusión de Kevin volvió mientras asimilaba el consejo. Ali supo que lo entendería todo en cuanto viera la foto de la chihuahua de dos kilos vestida de pirata.

–Gracias, Ali. –Kevin empezó a alejarse, pero entonces se giró–. ¿Ray no sabía ya que había un problema cuando me dijo que fuera a buscar los faros antiniebla?

–Probablemente. Querría saber si podías averiguarlo solo.

–Ah. –Kevin hundió sus huesudos hombros–. Pues no he podido.

–Hoy no, pero con el tiempo podrás. Y cuando dudes, busca el coche y confirma si tienes la pieza correcta.

–Buen consejo. Gracias.

«Ay, ser joven otra vez», pensó Ali con una sonrisa. Después recogió el inventario y miró el reloj de la pared. No es que no le encantara su trabajo, pero ese fin de semana tenía muchas cosas que hacer. Solo faltaban siete semanas para la boda y su lista de tareas se había cuadruplicado en los últimos días. Esa noche quería comprobar las confirmaciones de asistencia, embalar el contenido de otro armario de la cocina y reducir a dos las opciones para los centros de mesa. Ya había elegido las flores y ahora tenía que elegir el estilo del centro. La florista quería una respuesta definitiva el lunes por la mañana y Ali estaba decidida a tener un favorito para entonces. El problema era que su favorito no dejaba de cambiar.

Salió del trabajo a su hora, todo un triunfo para ser viernes, y después se dirigió al supermercado local. Estaba siguiendo una dieta estricta baja en hidratos… otra vez…, así que compró una ensalada y un pollo asado. A pesar de los cariñosos susurros que le lanzaban los nachos y la ensalada de macarrones, se ciñó a su lista y, mientras se felicitaba por ello, pagó en las cajas de autopago. Había aceptado que no estaría delgadísima para la boda, pero ahora que se había hecho la última prueba, ya no podía subir de peso. Y ese nunca había sido el plan, pero había días en los que lo único que se interponía entre ella y la locura era una galleta de chocolate.

Condujo hasta su apartamento y aparcó. Estaba a medio camino, subiendo las escaleras, cuando vio a alguien de pie en la puerta. Un hombre alto con el pelo oscuro.

Reconoció los hombros anchos y la estrechez de su cintura. Cuando se giró, vio la familiar barba de tres días sobre su fuerte mandíbula. Una cosa que Glen y ella tenían en común era que ninguno de los dos era el más atractivo de su familia. Ali tenía que conformarse con que Finola y Zennie fueran más guapas que ella y Glen tenía que aguantar que lo fuera su hermano pequeño, Daniel.

Aunque Daniel no era guapo al estilo convencional, tenía algo. Algo misterioso y un poco peligroso. Con solo mirarlo una mujer sabía que estaba corriendo un riesgo: aunque el sexo con él pudiera ser increíble, existía al menos un cincuenta por ciento de probabilidades de que luego le robara el coche.

Metafóricamente, claro. Porque Daniel no era un ladrón, ni mucho menos. Era un empresario de éxito dueño de una pista de motocross y, paradójicamente, muy buen cliente suyo; todas las motos que alquilaba necesitaban mantenimiento y por lo tanto piezas, y ahí era donde entraba ella. En teoría esa conexión debería haberlos hecho amigos, y lo eran. Más o menos. Pero había algo en cómo la miraba… No sabía qué pensaba de ella, aunque en el fondo estaba bastante segura de que la consideraba insuficiente. O tal vez nada interesante. Y desde luego nada de eso explicaba qué hacía en la puerta de su apartamento.

Él la vio acercarse y por un segundo se puso tenso, como si no quisiera hablar con ella, como si quisiera estar en cualquier parte menos ahí, esperándola. Ali se detuvo sin saber qué hacer o decir. Al instante se puso a la defensiva, como resentida, lo cual era una exageración teniendo en cuenta que el hombre ni siquiera había dicho nada. ¡Por Dios! Era el hermano de Glen y después de la boda sería su cuñado. Tenía que encontrar el modo de llevarse bien con él.

Forzó una gran sonrisa.

–Anda, hola. Qué sorpresa. Tengo que elegir unos centros de flores. ¿Quieres darme tu opinión? Puedes actuar en representación de todos los hombres que asistirán y, si alguno se queja, puedo decir que es culpa tuya.

Esperó a que él dijera algo, lo que fuera, pero Daniel se limitó a mirarla. La actitud defensiva volvió acompañada de una gran dosis de inseguridad. ¿Por qué tenía que ser tan capullo?

–Ali, tengo que hablar contigo.

Notó algo en su forma de hablar, un tono de urgencia que hizo que se le acelerara el corazón todavía más. De pronto pensó que no se trataba de una visita social. Había pasado algo muy muy malo.

–¿Es Glen? ¿Le ha pasado algo? ¿Un accidente de coche? –Glen estaba de viaje por trabajo–. ¿Se ha estrellado su avión?

–No, nada de eso. Glen está bien. ¿Podemos pasar?

Ali abrió la puerta como pudo. Guardó la compra en la nevera, soltó el bolso en la encimera y al girarse se encontró a Daniel de pie en mitad de su pequeño salón, como si no supiera qué hacer. Ignoró el rápido latido de su corazón y cómo le temblaban las piernas. Fuera lo que fuera, si Glen estaba bien, lo soportaría. Tal vez hubiera gritos o llantos, o las dos cosas, pero lo sobrellevaría.

–Dime –susurró–. Dime lo que sea.

Él señaló al sofá.

–Siéntate.

–Preferiría quedarme de pie.

Daniel la agarró de la mano y la llevó al sofá. Una vez estuvo sentada, se sentó a su lado y la miró a los ojos.

Los iris de Daniel eran marrones oscuros con motas doradas. Nunca se había fijado antes, pero claro, tampoco nunca había estado tan cerca. Distintas emociones le cruzaron la cara y ella creyó haber visto verdadero dolor, aunque no tenía sentido.

–Daniel, no tengo ni idea de qué vas a decir, pero en unos treinta segundos voy a empezar a chillar, así que suéltalo. ¿De verdad Glen está bien?

–Sí. No es… –se giró y maldijo para sí–. Ali, Glen no…