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Los Bryant.1º de la saga. Saga completa 3 títulos. Una aventura apasionada en una isla desierta no era algo que entrara en sus planes. Desde que la golpeara la tragedia, Millie se había entregado a su trabajo sin dejarse tiempo para pensar ni sentir. Chase Bryant tenía también sus razones para huir de todo. Mientras los dos supieran que aquel paraíso sería solo por una semana, y no se dejaran llevar por los sentimientos, todo podría ir bien. Pero ninguna de esas dos almas heridas estaba preparada para las emociones que desencadenaría su intensa pasión. Los Bryant… orgullosos y poderosos. Unidos por la sangre, separados por los secretos
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Seitenzahl: 215
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Kate Hewitt. Todos los derechos reservados.
BAJO EL VELO DEL PARAÍSO, N.º 86 - Noviembre 2013
Título original: Beneath the Veil of Paradise
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3871-0
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
¿Empezaría a pintar alguna vez?
La mujer llevaba casi una hora sentada mirando el lienzo en blanco. Chase Bryant la observaba desde un bar situado al lado del mar y se preguntaba si se decidiría a acercar el pincel al lienzo.
Al parecer, no.
Chase creía notar que era una mujer exigente. Estaba en un complejo turístico de lujo en una isla remota del Caribe y tanto su pantalón pirata marrón claro como su camiseta azul pálido estaban perfectamente planchados. Chase se preguntó qué haría para relajarse... suponiendo que se relajara alguna vez, porque después de ver su actitud en aquel lugar, lo dudaba mucho.
Aun así, había algo fascinante en su cuerpo tenso, sus hombros rectos y sus labios fruncidos. No era especialmente hermosa, o al menos, no en el sentido en que le gustaban a él las mujeres, rubias y con curvas exuberantes. Aquella mujer era alta, casi tanto como el metro ochenta de él, y angulosa. Podía ver cómo le sobresalía la clavícula y las puntas afiladas de los codos. Tenía la cara fina, la expresión severa, y hasta su peinado resultaba estricto, una media melena de pelo casi negro que transmitía la impresión de que ella se lo recortara con tijeras para las uñas todas las semanas. El borde del cabello se movía al lado de la fuerte línea de la mandíbula al moverse ella.
La había observado desde que llegó con el lienzo y las pinturas bajo el brazo. Se había colocado en la playa, lo bastante cerca como para que él pudiera verla mientras se bebía su agua mineral con gas, pues, desgraciadamente, no podía tomar cerveza en ese viaje.
Ella se había mostrado meticulosa en todo momento, al colocar el caballete plegable, la caja de pinturas y el pequeño taburete de tres patas. Lo había movido todo hasta tenerlo justo como quería. Estaba en una playa del Caribe y parecía que se dispusiera a dar una clase nocturna de arte a mayores de sesenta años.
Chase se preguntaba si sería buena pintora. Tenía delante una vista espléndida, el mar azul y la playa de arena blanca. Y pocas personas que estropearan el paisaje; el complejo no solo era lujoso, sino también elitista y discreto. Él lo sabía bien. Después de todo, era propiedad de su familia. Y en ese momento necesitaba discreción.
Cuando ella terminó de colocarlo todo, se sentó en el taburete a mirar el mar con una postura perfecta y la espalda muy recta. Así estuvo media hora. Habría resultado aburrido de no ser porque él podía verle la cara y las emociones reflejándose en ella como sombras en el agua. No podía descifrarlas exactamente, pero era indudable que ella no tenía pensamientos felices.
El sol había iniciado su lánguido descenso hacia el mar y él decidió que ella debía de estar esperando la puesta de sol, que allí eran espectaculares. Chase había visto ya tres. Le gustaba ver ponerse el sol, sentía que había algo poético en el modo en que una belleza tan intensa desaparecía en un instante. Vio bajar el sol con sus largos rayos creando mil luces en el agua, el cielo en llamas con una miríada de trazos de colores que iban desde el magenta, al turquesa o el oro.
Y ella seguía allí sentada.
Chase sintió cierta irritación. Si ella había llevado todo eso hasta allí, era obviamente porque pensaba pintar algo. ¿Y por qué no lo hacía? ¿Tenía miedo? Más probablemente se trataba de una perfeccionista. Y él sabía ya que la vida era demasiado corta para esperar el momento perfecto. A veces uno tenía que meterse en el lodazal y hacer lo que tenía que hacer. Vivir mientras pudiera.
Apartó el vaso, se levantó del taburete y se dirigió hacia ella.
A Millie no le gustaba sentirse tonta. Y sentada en aquella hermosa playa mirando un lienzo en blanco, cuando era obvio que había ido allí a pintar, se sentía no solo tonta, sino también patética.
Simplemente, ya no quería hacerlo.
Había sido una idea estúpida, el tipo de cosas que se leen en libros de autoayuda o en revistas femeninas. Había leído una en el avión hasta St Julian’s, un artículo sobre que había que ser amable con una misma. El artículo describía que una mujer había empezado a dedicarse a la jardinería después de su divorcio y había acabado montando un negocio de paisajismo. Había cumplido su sueño después de años de un matrimonio poco feliz. Eso la había inspirado, pero había sido una bobada. Millie se volvió desde el lienzo.
Y se encontró mirando los bien formados abdominales de un hombre. Alzó la vista y vio a un adonis moreno que le sonreía.
–Sé que hay personas vacilantes en el mundo, pero esto es ridículo.
¡Genial! Un listillo.
Millie se levantó del taburete para quedar a su altura.
–¿Qué quiere decir? –preguntó.
–Quiero decir que a qué espera.
–Inspiración –respondió ella. Lo miró a los ojos–. Y aquí no la encuentro.
Si había sido su intención ofenderlo, no lo consiguió. Él se limitó a reírse y la miró de arriba abajo con sus profundos ojos oscuros.
Millie estaba tensa y empezaba a enfadarse. No le gustaban nada los hombres como aquel: guapos, ligones y terriblemente arrogantes.
La mirada de él llegó por fin hasta su cara y a Millie le sorprendió ver en sus ojos un reflejo de algo que casi parecía comprensión.
–Ahora en serio –musitó él, abandonando el aire ligón–. ¿Por qué no ha pintado nada?
–Eso no es asunto suyo.
–Obviamente, no. Pero siento curiosidad. Llevo casi una hora observándola desde el bar. Ha pasado mucho tiempo en los preparativos y después se ha quedado más de media hora mirando al infinito.
–¿Qué es usted, un acosador?
–No. Simplemente estoy muerto de aburrimiento.
Ella lo miró, intentando descifrarlo. Lo había tomado por un ligón barato, pero había algo extrañamente sincero en sus palabras. Como si sintiera curiosidad de verdad, y de verdad estuviese aburrido.
Algo que vio en sus ojos oscuros y en su media sonrisa le hizo contestar de mala gana:
–Simplemente no podía hacerlo.
–¿Porque hace tiempo que no pinta?
–Algo así.
Millie empezó a guardar las pinturas. No tenía sentido fingir que iba a hacer algo aquel día. Ni ningún otro. Sus días de pintora habían pasado hacía mucho.
Él plegó el caballete y se lo tendió.
–¿Puedo invitarla a tomar algo?
Millie negó con la cabeza.
–No, gracias.
Hacía dos años que no tomaba algo a solas con un hombre. Hacía dos años que no hacía otra cosa que respirar, trabajar e intentar sobrevivir. Y aquel hombre no le iba a hacer cambiar sus costumbres.
–¿Está segura?
Ella se volvió y lo miró con los brazos cruzados. Era irritantemente atractivo: ojos marrón oscuro, pelo corto, mentón firme y buenos abdominales. Llevaba pantalones cortos de surf y tenía unas piernas largas y fuertes.
–¿Por qué se molesta en preguntarlo? –dijo–. Apostaría cien pavos a que no soy su tipo –y él no era el tipo de ella.
–¿Ya me ha catalogado?
–No es difícil.
Él sonrió levemente.
–Pues tiene razón, no es mi tipo habitual. Demasiado alta y... ya sabe... severa. ¿A qué viene ese pelo?
–¿El pelo? –ella se tocó instintivamente la media melena–. ¿Qué le pasa?
–Da miedo. Miedo al estilo Morticia Addams.
–¿Morticia Addams de la familia Addams? Ella tenía el pelo largo –a Millie le costaba creer que estuvieran hablando de su pelo.
–¿Ah, sí? Pues quizá esté pensando en otra persona. Alguien con un pelo como el suyo, con un corte muy estricto.
–Eso es ridículo y ofensivo –musitó Millie, que, sin embargo, se sorprendió sonriendo. Le gustaba la sinceridad de él.
Él enarcó las cejas.
–Entonces, ¿cenamos?
–¿No era beber algo?
–Como sigue hablando conmigo, he aumentado la oferta.
Ella soltó una carcajada. La risa le salió desganada, pero era una risa al fin y al cabo. Aquel hombre irritante, arrogante y atractivo la divertía. No recordaba cuándo se había reído por última vez. Y estaba de vacaciones. Forzadas, sí, pero tenía una semana entera por delante. Siete días eran mucho tiempo. ¿Por qué no divertirse? ¿Por qué no demostrar que estaba pasando página, como Jack, su jefe, le había dicho que hiciera? Asintió con la cabeza.
–De acuerdo, pero solo a beber algo.
–¿Está regateando?
El interés de ella aumentó. Los tratos eran lo suyo.
–¿Cuál es su contraoferta? –preguntó.
Él inclinó la cabeza a un lado y la miró despacio una vez más. Y ella reaccionó a esa mirada con una dolorosa mezcla de atracción y sobresalto. Alarma y deseo. Calor y frío. Una confusión de emociones que atravesó su adormecimiento y le hizo sentir.
–Una copa, cenar y un paseo por la playa.
Millie sintió como una sacudida eléctrica en el bajo vientre.
–Se supone que tenía que rebajar la oferta, no subirla.
Él sonrió.
–Lo sé.
Ella vaciló. Tenía que decirle que lo olvidara, pero, sin saber por qué, eso le parecía un fracaso. Podía lidiar con él. Necesitaba poder lidiar con él.
–Muy bien –aceptaba porque era un desafío, no porque quisiera. Le gustaba ponerse desafíos, pruebas de resistencia física y emocional. «Puedo correr cinco kilómetros en dieciocho minutos y medio y no quedar sin aliento. Puedo mirar este álbum de fotos durante media hora sin llorar».
Él, sonriente, tendió la mano hacia el lienzo que apretaba ella contra el pecho.
–Permítame llevarle eso.
–Muy caballeroso por su parte, pero no es necesario –ella se acercó a un contenedor de basura que había al borde de la playa y arrojó dentro el lienzo, las pinturas y el taburete.
No lo miró cuando lo hacía, pero sintió que se sonrojaba. Solo se mostraba práctica, pero sabía que su actitud parecería severa.
–Es usted una mujer que da miedo.
Ella lo miró enarcando las cejas.
–¿Lo dice todavía por mi pelo? –preguntó.
–Por todo. Pero no se preocupe, me gusta –él sonrió y ella lo miró de hito en hito.
–No estoy preocupada.
–Lo que me gusta de usted –comentó él cuando caminaban hacia el bar– es que es muy fácil exasperarla.
Millie no tenía respuesta para eso. Era cierto que se sentía susceptible. No le gustaban las playas, los bares ni las citas. No se relajaba. En los dos últimos años no había hecho otra cosa que trabajar y tomar el sol en la playa con un libro de bolsillo, y un MP3 era para ella como si le arrancaran una a una las uñas de los dedos. Peor. Porque al menos eso no duraría una semana entera.
El hombre la llevó a través del bar hasta un grupo de mesas colocadas encima de la arena. Todas tenían sombrilla, sillones cómodos y una vista perfecta del mar.
El barman lo saludó al pasar, por lo que Millie supuso que su acompañante era conocido allí. Probablemente, gastaría mucho. ¿Un niño de familia rica o un financiero? ¿Y acaso importaba?
–¿Cómo se llama? –preguntó, sentándose frente a él.
Él miraba el mar con atención. Las pinceladas naranjas del ocaso parecían cintas animadas cruzando el cielo. Él volvió su atención a ella.
–Chase.
–Chase –ella soltó una risita–. Un nombre apropiado.
–En realidad, no suelo ir de caza –él le dedicó una sonrisa lenta y sexy que la hizo estremecerse.
–Encantador, Chase. ¿Eso lo practicas en el espejo?
–¿El qué?
–La sonrisa.
Él se rio y se recostó en el sillón.
–No, jamás. Pero debe de ser una buena sonrisa si crees que la practico –la miró pensativo–. Aunque lo más probable es que creas que soy un asno arrogante muy pagado de sí mismo.
Esa vez ella rio sorprendida. No esperaba que fuera tan sincero.
–Y yo también puedo decirte lo que piensas de mí.
Chase enarcó una ceja.
–¿Qué?
–Que soy una estirada sabelotodo que no sabe divertirse –en cuanto lo hubo dicho, se arrepintió de sus palabras. Ella no quería tener esa conversación.
–La verdad es que no pienso eso –él seguía relajado, pero su mirada la observaba de un modo que hacía que Millie se sintiera extrañamente expuesta–. En la superficie sí. Desde luego. Pero debajo de eso, pareces triste.
Ella se puso tensa. Él sonreía y la sonrisa llevaba la atención hacia sus labios, que eran lo bastante exuberantes como para poder haber sido de mujer y, sin embargo, al mismo tiempo, también intensamente masculinos.
–No sé por qué dices eso –musitó ella.
Sabía que estaba a punto de quebrársele la voz, pero no podía evitarlo. Apartó la vista, sacó su móvil y pulsó algunos números. Chase la miraba en silencio, pero ella sentía algo que llegaba de él. Algo oscuro, comprensivo y totalmente inesperado.
–¿Cómo te llamas? –preguntó él al fin.
Aunque ella sabía que era de mala educación, no alzó la vista del teléfono.
–Millie Lang –desgraciadamente, no tenía emails del trabajo.
–¿De qué es diminutivo Millie? ¿De Millicent, de Mildred?
Ella levantó la vista por fin y lo vio observándola.
–De Camilla.
–Camilla –repitió él, saboreando las sílabas, pronunciándolas con una sensualidad que no parecía forzada ni fingida–. Me gusta –señaló el teléfono–. ¿Qué ocurre en el mundo real, Camilla? ¿Tus acciones siguen bien? ¿En el trabajo se arreglan sin ti?
Ella se sonrojó y guardó el teléfono. Había estado a punto de consultar el NASDAQ por quinta vez aquel día.
–Todo va bien. Y, por favor, no me llames Camilla.
–¿Prefieres Millie?
–Desde luego.
Él se echó a reír.
–Va a ser una velada divertida.
El rubor de ella aumentó y bajó por su cuerpo. Aquello era un estúpido error. ¿De verdad había creído que podía divertirse, cenar y coquetear? Ridículo.
–Creo que debo irme.
Hizo ademán de levantarse, pero Chase le puso una mano en la muñeca para detenerla. El contacto de sus fuertes dedos en la piel de ella tuvo el mismo efecto que si hubiera explotado una bomba dentro del cuerpo de Millie. No sintió solo el cosquilleo de atracción, la lluvia de chispas de una reacción física básica ante un hombre apuesto. No, aquello fue una bomba. Apartó la mano y se oyó respirar con fuerza.
–No...
–Tranquila –él alzó las manos ante sí–. Perdona, lo siento –pero no parecía arrepentido, parecía que sabía bien lo que ella acababa de sentir–. Lo decía en serio, Millie. Será una velada divertida. Me gustan los retos.
–¡Oh, por favor! –el estúpido comentario de él hizo que se sintiera segura. Quería que el tal Chase fuera exactamente lo que ella pensaba que era: atractivo, arrogante y nada peligroso.
Chase sonrió.
–Sabía que esperarías que dijera eso.
Millie bajó la vista y tomó la carta.
–¿Pedimos?
–Primero bebidas.
–Yo tomaré una copa de Chardonnay con hielo, por favor.
–Muy bien.
Chase se levantó de la mesa y Millie lo observó caminar hasta la barra. Sí, le estaba mirando el trasero. El pantalón corto de surf le quedaba muy bien.
Con un esfuerzo de voluntad, apartó la vista de él y miró su teléfono. ¿Por qué no podía haber una crisis en el trabajo? Había una docena al día cuando ella iba a la oficina. Pero Jack había insistido en que se tomara una semana de vacaciones sin interrupciones. No se había tomado vacaciones en dos años y la empresa había aprobado una norma nueva, supuestamente para velar por la salud de sus empleados, por la que insistía en que todos usaran al menos la mitad de las vacaciones pagadas cada año.
Una norma ridícula.
Ella quería trabajar. Llevaba dos años trabajando doce, catorce y hasta dieciséis horas diarias y parar de golpe para ir allí la había puesto muy nerviosa.
–Aquí tienes –Chase había vuelto a la mesa y le puso una copa de vino delante. Millie miró el vaso de él; parecía un refresco.
–¿Qué bebes tú?
–Algún tipo de cola –él se encogió de hombros–. Al menos está fría.
–¿Tienes problemas con el alcohol? –preguntó ella.
Chase se echó a reír.
–Buena idea. Vayamos directos a los temas importantes. No, no tengo problemas con el alcohol, simplemente, no bebo en este momento –tomó un sorbo de su vaso y la miró pensativo.
Millie le sostuvo la mirada. Sabía que su pregunta había sido muy brusca y un poco rara, pero había olvidado cómo sostener conversaciones intrascendentes.
–¿De dónde eres, Millie?
–De Nueva York.
–Tendría que haberlo adivinado.
–¿Ah, sí? –ella volvió a sentirse molesta–. Pareces pensar que ya me has catalogado del todo.
–No, pero suelo ser observador. Y tú, desde luego, tienes aire de gran ciudad.
–¿Y se puede saber de dónde eres tú?
Chase sonrió y ella pensó que sus ojos eran tan cálidos que quería acurrucarse en ellos, lo cual era una soberana tontería.
–También soy de Nueva York.
–Creo que debí haberlo adivinado.
Chase se echó a reír.
–¿Por qué?
–Tienes aspecto de chico de ciudad mimado y privilegiado –respondió ella con dulzura.
Él hizo una mueca exagerada.
–Eso me ha dolido.
–Al menos ahora nos entendemos mutuamente.
–¿Tú crees? –preguntó él con suavidad–. ¿Por qué eres tan susceptible?
–No lo soy.
Millie sabía que su respuesta era tonta. Sí era susceptible. Hacía mucho tiempo que no trataba con un hombre y no sabía por dónde empezar. ¿Por qué había aceptado aquello? Tomó un sorbo de vino.
–Lo siento –dijo después de un momento–. Yo no suelo ser tan antipática.
–¿Yo saco lo mejor de ti?
–Supongo que sí –contestó ella.
Lo miró a los ojos con una sonrisa de disculpa y vio que él la miraba con una intensidad que hizo que a ella le latiera con fuerza el corazón. Quería mostrarse superficial e ingeniosa, pero la mirada de él no tenía nada de superficial.
–¿Qué haces en St Julian’s? –preguntó Chase.
–Estoy de vacaciones, por supuesto.
–No pareces una persona que se tome vacaciones voluntariamente.
Aquello era cierto, pero a Millie no le gustaba que él lo supiera.
–¿Ah, no? –preguntó–. ¿Tan bien me conoces?
Él se inclinó hacia delante.
–Creo que sí.
Millie se echó hacia atrás y enarcó las cejas.
–¿En serio?
–Veamos –él también se echó hacia atrás en su sillón de un modo aparentemente relajado–. Eres abogada o trabajas en finanzas –la miró pensativo–. Finanzas, diría yo, algo exigente pero también elitista. ¿Fondos de inversión, quizá?
¿Cómo narices lo sabía? Millie no contestó.
–Trabajas muchas horas, por supuesto –continuó Chase–. Y vives en un rascacielos con servicio completo. Veamos. ¿En el Upper East Side? Pero cerca del metro para que puedas llegar al trabajo en menos de veinte minutos. Aunque intentas ir al trabajo corriendo al menos dos mañanas a la semana –enarcó una ceja y sonrió–. ¿Qué tal voy?
–Fatal –respondió ella.
Hervía de furia por dentro de pensar que alguien la conociera así, aunque fuera solo en lo más básico. Y odiaba que él fuera capaz de leer en ella como en un libro abierto. ¿Qué más habría adivinado de ella con su supuesto poder de observación?
–Voy corriendo al trabajo tres mañanas, no dos. Y vivo en el centro.
Chase sonrió.
–Estoy perdiendo facultades.
–Pero yo podría adivinar las mismas cosas de ti –protestó ella.
–De acuerdo. Hazlo.
Millie lo observó como había hecho él, intentando ganar tiempo para aclarar sus pensamientos. No tenía ni idea de lo que él hacía ni de dónde vivía. Podía intentar adivinar, pero serían solo suposiciones. Respiró hondo.
–Creo que trabajas en algún campo pseudocreativo, en tecnología o publicidad.
–¿Pseudocreativo? –preguntó Chase–. Eres muy dura, Camilla.
–Millie –le recordó ella. Rob había sido el único que la había llamado Camilla–. Vives en Chelsea o en el Soho, en uno de esos bloques de lofts. Un almacén reconvertido con vistas al río y ningún encanto.
–Eso es tan tópico que me duele.
–Con un espacio abierto que es fantástico para fiestas, sofás de piel de última onda, una tele de pantalla enorme y una cocina de tecnología punta llena de artilugios que nunca usas.
Chase movió la cabeza despacio, con la vista clavada en la de ella. Sonrió casi con lástima.
–Estás muy equivocada.
Ella se cruzó de brazos.
–¿En qué? –preguntó.
–Está bien, puedes haber acertado en lo del loft, pero está en Tribeca. Y la televisión es de tamaño mediano.
–¿Y los sofás de piel?
–La piel se limpia muy fácilmente, o eso dice mi asistenta. Y debes saber que uso mucho la cocina. Cocinar me relaja.
Millie lo miró dudosa.
–No es verdad.
–Sí lo es. Pero apuesto a que tú no cocinas. Compras un sándwich de camino al trabajo, te saltas el almuerzo y cenas un tazón de cereales de pie al lado del fregadero.
Aquello se acercaba mucho a la verdad y sonaba increíblemente patético. Millie deseó de pronto terminar con aquel juego.
–A veces encargo comida por teléfono –dijo–. ¿Y puedo saber a qué te dedicas?
–Soy arquitecto. ¿Eso cuenta como «pseudocreativo»?
–Desde luego –ella se mostraba muy dura, pero tenía miedo de hacer otra cosa. Tenía la sensación de que aquel hombre sacaba sus flaquezas a la luz y quería dar por finalizada aquella cita–. Esto es muy divertido, pero creo que ahora me iré.
Terminó la copa de vino e hizo ademán de levantarse, pero él se lo volvió a impedir tomándole la muñeca. Y, al igual que la primera vez, ella sintió una explosión de sentidos en su interior.
–¿Tienes miedo, Millie?
–¿Miedo? –repitió ella con todo el desprecio que pudo–. ¿De qué, de ti?
–De nosotros.
–No hay ningún «nosotros».
–Ha habido un «nosotros» desde que aceptaste la copa, la cena y un paseo por la playa –le informó él con suavidad–. Y hasta el momento solo vamos por la copa.
–Suéltame –dijo ella con dureza.
Chase alzó ambas manos en el aire sin dejar de mirarla a los ojos.
–Ya te he soltado.
Era verdad. Ella estaba allí como una idiota, portándose como si estuviera atrapada cuando lo único que la retenía era su propio miedo. Aquel hombre adivinaba demasiado.
No podía irse en ese momento. Admitir la derrota no era una opción. Y si conseguía lidiar con él, ¿no significaría eso algo? ¿No sería un modo de probarse y de probarle que no tenía nada que ocultar ni que temer?
Sonrió con frialdad.
–No tengo miedo.
Chase la miró con aprobación y Millie se sintió extrañamente gratificada. Lo mejor sería que la velada pasara lo antes posible.
–¿Pedimos ya? –preguntó.
–¡Oh, no! No vamos a cenar aquí –le informó Chase.
Millie lo miró atónita. Él sonrió.
–Cenaremos en un lugar más íntimo.
¿Más íntimo? –preguntó Millie alzando la voz.
Dos manchas de color aparecieron en sus mejillas y Chase pensó que ya debería estar irritado. Pero no lo estaba, ni mucho menos. Disfrutaba con la conversación y sentía curiosidad por algo que percibía bajo la capa de dureza de ella, algo real, profundo y vivo. Simplemente, no estaba seguro de lo que era ni de lo que quería hacer con ello.
Pero lo primero era la cena.
–Tranquila, no te voy a secuestrar, por interesante que me resulte esa posibilidad.
–No tiene gracia.
Ella se mantenía totalmente rígida, con el rostro sonrojado todavía de furia. Chase no había esperado que sus planes para cenar provocaran una reacción así. O, mejor dicho, sí lo había esperado, pero no se había dado cuenta de que lo disfrutaría tanto. El pecho de ella se alzaba bajo la camiseta y volvía a caer al ritmo agitado de su respiración, lo que le hacía sospechar que la prenda de algodón ocultaba algunas curvas interesantes.
–Tienes razón, no es gracioso –asintió contrito–. Apenas nos conocemos y yo no pretendía hacerte sentir vulnerable.
Ella alzó los ojos al cielo.
–Esto no es un curso obligatorio para crear un ambiente de trabajo seguro, Chase. Te puedes saltar la charla.
Él se echó a reír.
–Está bien. Con lo de «más íntimo» me refería a una habitación en el complejo turístico. Acompañados por los camareros y totalmente segura. Por si te sientes amenazada.
–No me he sentido amenazada por ti en ningún momento –repuso Millie.
Chase se inclinó hacia delante.
–¿Estás segura? –preguntó con suavidad.
Sabía que la presionaba de un modo en el que ella no deseaba ser presionada. Había visto la sombra de vulnerabilidad en sus ojos y había sentido que Millie había decidido alzar sus defensas. Conocía esas tácticas porque él también las había usado.
«No son buenas noticias, Chase. Lo siento».
Oh, sí, las había usado.
Ella lo miró un momento; el tiempo suficiente para dejarle ver el marrón cálido de sus ojos. Sí, cálido como miel oscura o ron, y era lo único cálido en ella. Hasta el momento.
–«Amenazada» no es la palabra correcta –dijo ella–. Pero sí me haces sentir incómoda.
–¿De verdad?
Ella apretó los labios.
–Creo que a nadie le gusta que le digan que es obvio que cena un bol de cereales de pie al lado del fregadero.
Dicho así, Chase se daba cuenta de que resultaba insultante.
–Yo no diría «obvio» –comentó.