Bésame - Maureen Child - E-Book
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Maureen Child

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Beschreibung

¿Había perdido la virginidad... o el corazón? Mientras perfeccionaba el arte de la repostería, Nora Bailey había acabado siendo la última virgen de California. Y ya había llegado el momento de cambiar la situación. El problema era que el único hombre que le interesaba, el guapísimo Mike Fallon, ya tenía ocupado su corazón por una fémina, su hija de cinco años. Al menos se había ofrecido a ayudarla a encontrar al hombre perfecto. Pero Nora juró hacer que se arrepintiera de haber llegado a tal trato...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2003 Maureen Child

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Bésame, n.º 1230 - abril 2016

Título original: Kiss Me, Cowboy!

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8188-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

Ser virgen ya no tenía ninguna gracia.

Pero Nora Bailey estaba dispuesta a cambiar su situación. La cuestión era… ¿quién iba a ayudarla a deshacerse de su cinturón de castidad? No había mucho de dónde elegir.

A través de los cristales del escaparate de su pastelería, Nora observó a los ciudadanos de Tesoro, California, aquella bonita mañana de primavera. Con mirada calculadora, se fijó en los hombres que pasaban por la estrecha calle principal.

Primero vio a Dewy Fontaine, de noventa años de edad, de camino a la farmacia en frente de la pastelería. Se detuvo un momento para saludar a Dixon Hill, padre de seis chicos y casado tres veces. Nora tembló.

Trevor Church pasó rápidamente con su patinete. Encantador, pero solo dieciocho años.

Harrison DeLong, sesenta. Se presentaba una vez más a la candidatura de alcalde… ¿Quién se fiaba de un político?

Mike Fallon. Nora suspiró. No. Continuó mirándolo mientras se acercaba a la heladería. Alto, con pantalones vaqueros gastados y camisa de manga corta color vino burdeos, cabellos negros revueltos y ojos verdes sombríos. Pero la única hembra de la que Mike se fiaba era su hija Emily. Justo en ese momento, la pequeña corrió hacia su padre y le agarró la mano. Mike bajó la mirada y dedicó a su hija una de esas desacostumbradas, pero increíbles, sonrisas.

Una pena que Mike no estuviera interesado.

–¡Vaya suerte la mía! –murmuró Nora para sí–. Ahora que, por fin, estoy dispuesta a hacerlo, no puedo encontrar a nadie con quién hacerlo.

En el pasado, cuando aún estaba estudiando en el instituto, Nora tomó la decisión de permanecer virgen hasta el día de su boda; por aquel entonces, le pareció una buena decisión. Sin embargo, no había contado con ser la única virgen del país de veintiocho años de edad.

Había imaginado que acabaría sus estudios, encontraría a su príncipe azul, se casaría y tendría hijos. Un sueño muy conservador, pero ella había nacido y se había criado en Tesoro, una pequeña ciudad californiana donde la gente aún hacía concursos culinarios con el fin de recaudar fondos para la escuela, donde los vecinos se preocupaban unos de otros y donde se dejaban las puertas de las casas sin cerrar con pestillo.

Donde los hombres solteros eran más difíciles de encontrar que el chocolate bajo en calorías.

Y ahí estaba ella, once años después de salir del instituto, tan pura como el día en el que nació. La cuestión de la virginidad había perdido su encanto; sobre todo, ahora que sus dos hermanas estaban casadas y con un niño cada una. Se había dicho a sí misma una y mil veces que ya encontraría al hombre apropiado para ella, pero últimamente había empezado a dudarlo. Además, no era la clase de mujer que dejaba a los hombres sin respiración.

Sus hermanas eran bajas y guapas. Ella era alta, directa y muy obstinada. Se le daba muy mal coquetear, era demasiado honesta y el negocio no le dejaba tiempo para ir a bares ni a discotecas.

Lo que le había hecho reconsiderar su situación fue la aparición de Becky Sloan en su pastelería el día anterior. Becky, la chica a la que Nora había cuidado cuando sus padres salían por las noches, iba a casarse; había ido a la pastelería a encargar su tarta nupcial. A los diecinueve años de edad, Becky iba ya por su segundo noviazgo, y Nora estaba casi segura de que aún no había dejado al primero.

Fue eso lo que le hizo cuestionarse su virginidad. ¿Para quién la estaba reservando? Al paso que iba, acabarían enterrándola «intacta». Muy deprimente. Por eso estaba decidida a abandonar las filas de los puros.

Por supuesto, había discutido su decisión con su mejor amiga, Molly, el día anterior durante el almuerzo.

–¿Que Becky Sloan va a casarse? –dijo Molly con sorpresa–. Aún me acuerdo de cuando esa niña aún no sabía abrocharse los cordones de los zapatos.

–Sí, ya lo sé. Hace que me sienta vieja.

–Debe de ser humillante para ti –comentó Molly, y bebió otro sorbo de su espumosa copa–. Becky va a casarse y tú aún pura como la nieve.

–Vaya, gracias –contestó Nora–. Ahora me siento mucho mejor.

–Perdona.

Molly Jackson, de ojos verdes y cabello rojo, parpadeó. Molly era una persona sumamente fiel, divertida, impaciente y lo suficientemente creativa como para haber montado una empresa de tarjetas de felicitación que dirigía desde su casa. También era madre de la niña de seis meses más encantadora del país, y estaba casada con el sheriff de la ciudad, un hombre que la adoraba.

–¿Cuándo es la boda? –preguntó Molly.

–La semana que viene –contestó Nora–. El sábado.

Dos cejas rojas se arquearon.

–Qué rapidez, ¿no?

–Sí –Nora agitó la paja que tenía en su vaso–. Y Becky no me parecía tener muy buen aspecto, la he visto un poco pálida.

Molly sonrió y sacudió la cabeza.

–¿Vas a decirme que la envidia te corroe?

–No –Nora suspiró y se recostó en el respaldo del asiento–. Es solo que hace nada de tiempo solía quedarme a cuidar de ella por las noches cuando sus padres salían, y ahora…

–Bueno, ya sabes que me encanta decirte «te lo había dicho» –dijo Molly–. Pero esta vez no voy a hacerlo. Lo único que voy a decirte es que ha llegado el momento de que hagas algo, Nora. Sabes perfectamente que la mayoría de los hombres evitan a las vírgenes como a la peste; las consideran demasiado románticas, creen que lo único que quieren es cortarles las alas.

–Es verdad.

Por lo tanto, para encontrar a su príncipe azul, tenía que deshacerse de su virginidad. Una mujer con experiencia tendría más suerte que una novata.

Nora suspiró.

–Lo que tengo que hacer es dejar de ser virgen.

–¿No llevo años diciéndote precisamente eso?

–Has dicho que no me ibas a decir «ya te lo había dicho».

–Perdona –Molly alzó una mano y juró solemnemente no volver a hacerlo–. Nunca más te diré que te ha llevado demasiado tiempo llegar a la conclusión de que los hombres sin ataduras en Tesoro son una especie casi extinta. Sin embargo, es mejor que te busques uno de aquí. Con los hombres de las grandes ciudades nunca se sabe.

Nora sonrió. Si había algo en la vida de lo que podía estar segura era de la honestidad de Molly. Siempre decía lo que sentía, aunque a ella no le gustara.

–Bueno, he de decirte que me siento mejor.

–Te sentirás mejor –le prometió Molly mientras terminaba su margarita–. Te sentirás mejor una vez que superes… este pequeño obstáculo.

–¿Pequeño?

–De acuerdo, no es tan pequeño. Pero no te preocupes, ya encontraremos a un hombre. Espera y verás. Además, todavía no puede decirse que seas una vieja solterona.

Nora se estremeció. Qué idea tan horrible. De repente, se imaginó a sí misma a los sesenta años viviendo sola, a excepción de una docena de gatos. No, no era esa la vida que quería para sí. Quería una familia. Quería amor. Y había llegado el momento de empezar a buscar.

–Lo conseguiré, ¿verdad?

–Naturalmente.

Pero antes de que Nora pudiera relajarse un poco, Molly preguntó:

–¿Qué límite de tiempo te has puesto?

–¿Límite de tiempo?

Molly asintió.

–Te conozco, Nora. A la primera oportunidad, acabarás echándote atrás. Si no ponemos un límite de tiempo, no vas a mover un dedo. Acabarás esperando otra vez a que se te presente el hombre de tus sueños.

–¿En serio crees que existe el hombre de tus sueños? –preguntó Nora con voz queda.

Siempre había creído en que había un hombre destinado para cada mujer. Pero cuanto mayor se hacía, más dudaba de esa teoría.

–Sí –respondió Molly tras reflexionar un par de minutos–. Sí, lo creo.

La suave sonrisa de Molly hizo que Nora sintiera envidia sana. Su amiga había encontrado a Jeff.

–Bueno, dime, ¿qué tal está tu hombre?

Molly sonrió traviesamente.

–Estupendamente. Está con la niña en la oficina –Molly se miró el reloj y tragó saliva–. Y, hablando de eso, será mejor que vaya a por mi hija para dejarlo trabajar un poco. Pero antes de irme… ¿qué límite de tiempo?

–¿Cuánto crees que me va a llevar?

–Mmmmm. ¿Qué te parece tres meses?

Nora meditó unos instantes. ¿Era capaz de hacer aquello? ¿Era capaz de convencer a un hombre para que la ayudara a deshacerse de su virginidad? Y si no lo lograba… ¿qué haría? ¿Comprarse unos gatos? No, de ninguna manera.

–De acuerdo, tres meses.

–Estupendo –Molly sonrió–. Ya verás como, antes de que te des cuenta, te sentirás totalmente feliz. Espera y verás.

El reloj del horno sonó, sacando a Nora de su ensimismamiento y devolviéndola al presente. Apresuradamente, cruzó la puerta de vaivén, entró en la cocina, abrió la puerta del horno y sacó una bandeja con pasteles de canela.

Sonriendo, dejó la bandeja a enfriar encima del mostrador; después, con movimientos rápidos, metió otra bandeja en el horno. El aroma a nueces y a canela inundó la cocina. Nora se apoyó en el mostrador de mármol y miró a su alrededor.

La cocina era pequeña, pero sumamente funcional, y contaba con el equipo más moderno que Nora se había podido permitir. Con los años, se había hecho con buena reputación en Tesoro. Su pastelería atraía a gente de Carmel y Monterrey. El negocio iba viento en popa, tenía casa a una manzana de la pastelería, y unos padres y unas hermanas a quien adoraba. Lo único que le faltaba era una familia propia.

Sí, lo echaba mucho de menos.

Siempre había creído que ya habría tiempo de sobra para eso. Se había centrado en su curso de pastelería; después, en montar su negocio. Una vez que abrió la pastelería, había empleado todo su tiempo en progresar en su negocio.

Pero ahora que su pastelería iba bien, tenía tiempo para echar de menos otras cosas. Los años habían transcurrido rápidamente; hasta ahora, no se había dado cuenta de que sus amigas se habían casado y ya tenían hijos. No quería cumplir los cuarenta años y encontrarse sin familia.

Por mucho que le gustara ser la tía Nora de sus sobrinas, no era suficiente. Y si quería cambiar su situación, tenía que hacerlo ya.

Había tenido un golpe de suerte. Todo el mundo que vivía en treinta kilómetros a la redonda asistiría a la boda de Becky Sloan. Era de esperar que, al menos, hubiera un hombre soltero y sin compromiso allí.

 

 

–Por el amor de Dios, Nora, ¿cuándo ha sido la última vez que te has hecho la manicura?

Nora apartó la mano de la de su hermana y examinó sus uñas.

–He estado muy ocupada trabajando.

–Ninguna mujer está tan ocupada como para no tener tiempo de hacerse la manicura –le espetó Jenny.

Jenny volvió a agarrar la mano de Nora y continuó limándole las uñas.

–¿Qué te has hecho en el pelo? –protestó Frannie mirando a su hermana mayor a través del espejo–. ¿Has estado cortándotelo tú otra vez?

Nora parpadeó.

–Me molesta que digas eso.

–Y a mí, como peluquera que soy, me molesta ver un pelo como el tuyo.

Sus hermanas. Nora suspiró y las miró. Bajas, delgadas y rubias. Jenny y Frannie, de veinticuatro y veintitrés años respectivamente, estaban felizmente casadas. A ella, como hermana mayor que era, no le importaría encontrarse en la misma situación. Sus hermanas, tan próximas en edad, siempre habían mantenido una relación muy íntima.

De repente, se preguntó por qué estaba en el salón de belleza de Frannie, adyacente a su casa, sometiéndose a aquella tortura.

–Casi no puedo creer que, por fin, me estés dejando cortarte el pelo y peinarte.

–Por favor, que no se te suba a la cabeza –le advirtió Nora.

Frannie lanzó una carcajada.

–No te preocupes, te prometo que no voy a hacer nada extravagante.

–Me parece que te voy a poner uñas acrílicas –dijo Jenny–. Las tuyas no tienen arreglo.

Nora lanzó a Jenny una mirada de censura.

–¿Por qué no me cortas las manos?

–Debería hacerlo; las tienes hechas un desastre.

Que la ayudaran era una cosa, pero otra muy distinta era que la humillaran de esa manera.

–Ya estoy harta, me voy de aquí ahora mismo.

Frannie la sujetó a la silla.

–Está bien, no vamos a meternos más contigo, pero tú no te vas de aquí hasta que no te haya dejado el pelo como es debido. Mi reputación se vendría abajo si salieras de aquí tal y como has entrado.

–¿No has dicho que no ibais a volver a meteros conmigo?

–Te prometo que ha sido la última vez.

–Yo también te lo prometo –dijo Jenny–. Quédate, ¿vale? Te vamos a poner tan guapa que hasta la novia te va a tener envidia.

Nora se relajó un poco y Frannie rio.

–Eso no va a ser muy difícil. Por lo que he oído, es posible que a Becky le den náuseas de camino al altar.

–Su madre dice que es un virus –dijo Jenny.

–Sí, un virus de nueve meses.

Ese comentario dio pie a Jenny para continuar con las habladurías del lugar. Mientras sus hermanas charlaban, Nora cerró los ojos y rezó por reconocerse a sí misma una vez que sus hermanas hubieran acabado con ella.

Capítulo Dos

 

Mike Fallon se tiró de la corbata que casi lo estaba estrangulando y se dijo a sí mismo que asistir a la boda era bueno para su negocio. En una ciudad del tamaño de Tesoro, era contraproducente insultar a la posible clientela. Además, no podía haberse quedado en el rancho, tenía que pensar en Emily. Tanto si le gustaba como si no, su hija estaba creciendo. No quería que la llamaran «la hija del ermitaño».

Sin embargo, de haber tenido elección, se habría quedado en el rancho en vez de estar allí charlando de cosas sin importancia. Esa era una de las razones por las que Vicky, su ex esposa, se había divorciado de él.

«No pienses en eso», se advirtió a sí mismo en silencio. «No empieces a pensar en Vicky y en las equivocaciones de tu matrimonio».

¿Acaso no era ya lo suficientemente desgraciado?

Bebió un sorbo de cerveza, apoyó un hombro en la florida pared y, para distraerse, empezó a observar a los invitados que se paseaban por la sala de recepciones del club de campo.

Casi instantáneamente, sus ojos se clavaron en Nora Bailey. Esa mujer sí que era una distracción.

Se fijó en el perfecto peinado de ella, en sus bonitas curvas ensalzadas por aquel vestido negro, en sus piernas y hasta en los tacones. Al verla en la iglesia, había tenido que mirarla dos veces. Esa era una Nora a la que no había visto antes.

Estaba acostumbrado a verla detrás del mostrador de la pastelería regalando pasteles a los niños y pasándose las manos por unos cabellos siempre revueltos.

Pero esa noche, Nora estaba diferente. Mike agarró con fuerza la botella de cerveza y se la llevó a los labios. Sí, estaba muy guapa. Su cabello rubio parecía más corto y los rizos le acariciaban el rostro. Sus ojos azules parecían más oscuros, las piernas preciosas. ¿Quién habría imaginado que debajo de su acostumbrado uniforme a base de vaqueros, camiseta y delantal se escondía semejante cuerpo?

La vio moverse entre la gente riendo, charlando… bebiendo. No parecía andar demasiado derecha, sino con tendencia a tropezarse… la vio dirigirse hacia él como lo haría una persona ebria tratando de parecer sobria.

Mike frunció el ceño y se dijo que no era asunto suyo si Nora quería tomar una copa de más.

–¿Te da vueltas la habitación? –preguntó él cuando Nora se le aproximó.

Nora se quedó muy quieta, alzó la barbilla y lo miró fijamente. Parpadeó en un intento por aclararse la vista, pero no le sirvió de nada. Mike Fallon no tenía uno, sino dos preciosos rostros. Y cuanto más se esforzaba, peor lo veía. Al final, se dio por vencida.

Quizá no debiera haberse bebido la última margarita, pensó Nora mientras una oleada de calor le recorría el cuerpo.

–Hola, Mike. No, la habitación no está dando vueltas… bueno, quizá un poco –Nora empequeñeció los ojos–. Me sorprende verte aquí.

–El pueblo entero está aquí.

–Sí, es verdad –Nora miró a su alrededor.

Tal y como sus hermanas habían pronosticado, la novia estaba muy pálida. Su madre no hacía más que decirle a todo el mundo que su a su hija la había atacado un virus muy fuerte.

En lo que a Nora se refería, a excepción de las margaritas, la fiesta estaba resultando ser un fracaso. No había encontrado a nadie dispuesto a quitarle la virginidad. No obstante, la celebración aún no había acabado.

Volvió a clavar los ojos en Mike. A pesar de verlo todo borroso, él seguía siendo demasiado guapo para su gusto. Su dura mandíbula y esos ojos verdes eran de ensueño. Y aunque le gustaba más con vaqueros y botas, el traje le sentaba muy bien. Tan atractivo lo encontraba que decidió insinuársele.

Inclinándose sobre él, Nora sonrió y parpadeó.

–¿Se te ha metido algo en los ojos?

–No –respondió ella al tiempo que le lanzaba una furiosa mirada–. Estaba coqueteando.

–Pero muy mal.

–Vaya, gracias.

–Nora, ¿qué te pasa?

Nora suspiró.

–Nada. No me pasa absolutamente nada.

A juzgar por cómo iban las cosas, cada vez le parecía más probable acabar con la casa llena de gatos.

–Espero que no te moleste lo que voy a decirte, pero… te estás comportando de forma muy extraña.

–¿Extraña? –Nora le puso una mano en el pecho y lo empujó. Mike no se movió–. ¿Que me estoy comportando de forma extraña?

Nora lanzó una carcajada y añadió:

–¿Y me lo dices tú que vienes a una fiesta y te quedas ahí en un rincón tú solo sin hablar con nadie? –Nora sacudió la cabeza e, inmediatamente, se arrepintió de haberlo hecho–. ¡Guau!

Después de unos segundos, la estancia dejó de girar y continuó.

–¿Sabes una cosa? Uno puede ir a una fiesta; pero si no participa de la fiesta, es como si no hubiera ido a la fiesta. ¿Entiendes lo que quiero decir?

–No.

Era inútil hacerlo comprender, pensó Nora. Además, mientras perdía el tiempo hablando con una estatua como Mike Fallon, estaba desaprovechando oportunidades.