Buscadores de sueños - Adriana Bartels - E-Book
SONDERANGEBOT

Buscadores de sueños E-Book

Adriana Bartels

0,0
5,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 5,49 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Soñar despiertos es el principio de la creatividad; la semilla de nuevos ideales; el origen del arte y la ciencia. Nada grande se haría si alguien no lo hubiera soñado primero. Los autores de estos relatos han dado vida a sus sueños, y han iniciado la ruta para lograr el gran anhelo que los une: dejar huella a través de sus escritos. Este libro contiene los relatos ganadores del Premio Internacional de Cuento Diamante. De entre cientos de participantes, surgen estas historias con un común denominador: muestran la debilidad de la naturaleza humana y la fortaleza que nos brinda enfrentar retos. Los 14 relatos abarcan temas como volver a amar, decir adiós, perdonar, cambiar el destino, comenzar de nuevo, romper los límites y luchar contra lo imposible. Porque para aquellos que sueñan, lo único imposible es rendirse.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Buscadores de sueños

Adriana Bartels • Carlos Vesga • Denise Silva • Dhierich Jarwell •Eduardo Burgos • Flory Vargas • Karen Enríquez • Karen Salas •Leonela Gómez • Manuel Alquisirez • Mari Cortés •Michell Merino • Pau Treviño • Wulfran Navarro

Contenido

Prólogo

Carlos Cuauhtémoc Sánchez

Alma Clara

Flory Vargas

15/17

Wulfran Navarro

Un brillo entre penumbras

Karen Salas

Cinco retos para morir

Dhierich Jarwell

La chica de la sonrisa de nieve

Carlos Vesga

Las mecánicas del odio

Michel M. Merino

Origen

Karen Enríquez

Los colores del alma

Mari Cortés

Crónicas de Izhabelh

Manuel Alquisirez

Legado de amistad

Adriana Bartels

Adentrarse en azul

Pau Treviño

Los secretos del tiempo

Leonela Gómez

Un invierno de colores

Denise Silva Alemán

Rumbo alterno

Eduardo Burgos Ruidías

ISBN libro impreso: 978-607-97897-7-0

ISBN ebook: 978-607-97897-8-7

Está estrictamente prohibido por la Ley de derechos de autor copiar, imprimir, distribuir por Internet, subir o bajar archivos, parafrasear ideas o realizar documentos basados en el material de esta obra. La pirateria o el plagio se persiguen como delito penal. Si usted desea usar parte del material de este libro deberá escribir la referencia bibliográfica. Si desea usar más de dos páginas, puede obtener un permiso expreso con la Editorial.

Derechos reservados:

D.R. © Flor Ivette Vargas Castillo. México, 2018.

D.R. © Wulfran David Navarro Guerrero. México, 2018.

D.R. © Karen Yuritzi Salas Gómez. México, 2018.

D.R. © Dhierich Jarwell Valderrama Núñez. México, 2018.

D.R. © Carlos Humberto Vesga González. México, 2018.

D.R. © Michel Millán Merino. México, 2018.

D.R. © Karen Estefanía Enríquez Sesme. México, 2018.

D.R. © Maricruz del Carmen Rodríguez Cortés. México, 2018.

D.R. © Jesús Manuel Silva Alquisirez. México, 2018.

D.R. © Adriana Bartels González. México, 2018.

D.R. © Paulina Treviño Melero. México, 2018.

D.R. © Leonela Gómez Navarro. México, 2018.

D.R. © Denise Elena Silva Alemán. México, 2018.

D.R. © Eduardo Burgos Ruidías. México, 2018.

D.R. © Carlos Cuauhtémoc Sánchez. México, 2018.

D.R. © Ediciones Selectas Diamante, S.A. de C.V. México, 2018.

Mariano Escobedo No. 62, Col. Centro, Tlalnepantla Estado de México,

C.P. 54000. Miembro núm. 2778 de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

Tels. y fax: (0155) 55-65-61-20 y 55-65-03-33

Lada sin costo: 01-800-888-9300 EU a México: (011-5255) 55-65-61-20

y 55-65-03-33 Resto del mundo: (0052-55) 55-65-61-20 y 55-65-03-33

Correo electrónico: [email protected]

[email protected]

www.ccsescritores.com

www.editorialdiamante.com

Prólogo

Prólogo

Carlos Cuauhtémoc Sánchez

La muerte de mi amigo me pareció imposible. Tiene que ser una broma. Apenas ayer lo vi. Estamos haciendo proyectos juntos.

Cerré los ojos con fuerza y volví a abrirlos como si quisiera reiniciar un programa que ha caído en bucle. El comunicado en mi celular centellaba con una luz acusatoria y mustia. Letra por letra decía lo inverosímil. Mi socio había fallecido el día anterior. ¿Pero cómo? Era fuerte, entusiasta, de apenas cincuenta y tantos años. Se veía sano. ¿Tuvo un accidente? ¿Lo mataron?

Luchando contra la pesadez del pasmo, hice una llamada para comprobar la noticia. Era cierta. Fue un infarto múltiple, nocturno, en la soledad de una habitación aislada que usaba para trabajar. Cuando sintió los alfilerazos en el pecho, reptó hasta la puerta en busca de ayuda. Pero no pudo abrir. Se quedó recargado como un toro de lidia que ha recibido el espadazo final junto a las barreras.

Al día siguiente teníamos una junta importante y mi amigo no asistió; después, no contestó las llamadas. Enviamos a un grupo comisionado para buscarlo y tuvieron que empujar la puerta ante la inminencia de un peso inerte que la obstruía.

Acudí al sepelio como flotando en una densa neblina de estupefacción. Sentía esa extraña mezcla de miedo y tristeza que nos sobreviene cuando estamos frente a un evento incomprensible. Me dolía la pérdida de un amigo como los que hay pocos, pero me espeluznaba la conciencia de que en su ataúd podía estar yo… ¿Por qué no? Éramos muy parecidos. Ambos empresarios, hombres de familia, de la misma edad, colegas de oratoria y compañeros de deporte. ¿Por qué sus proyectos habían sido cortados de tajo mientras que los míos seguían en pie? ¿Qué méritos, qué diferencia, qué virtudes nos separaban en ese velatorio? Nada tangible. Solo la soberanía de un Ser Supremo que toma decisiones con una visión distinta.

La gente lloró mucho esa noche. Él dejó hijos jóvenes en plena formación; dejó una esposa brillante y amorosa. Clientes, empleados, discípulos y amigos. Todos unidos en el desconcierto.

Permanecí largos minutos junto a su ataúd, escuchando el llanto ahogado de sus deudos, y pensando en mis propios pecados de omisión.

Él quería escribir los recuerdos de un pasado accidentado del que salió ileso. Trató de plasmar su historia… Nunca lo logró. Se fue con ella a la tumba… Y me sentí culpable.

En una reunión me dijo:

—Todas las personas tenemos una historia que contar; en cada mente hay ideas, problemas, convicciones y sueños; vale la pena ponerlos en papel. Tú has escrito muchos libros. Enséñame tus secretos.

Sonreí y moví la cabeza.

—No es cuestión de secretos, sino de práctica.

—De acuerdo. Pero los expertos pueden darnos atajos. Pueden, si quieren, hacernos la vida más fácil a sus seguidores.

Le cambié el tema… Tenía razón.

A lo largo de treinta y cinco años como escritor he desarrollado técnicas que he guardado en mi baúl de tesoros. Mis libros han sido exitosos gracias a esas técnicas. He podido vivir de la escritura y con los frutos de ella he emprendido otros negocios. La verdad es que lo último que había pensado hacer en la vida era desvelar mis secretos. Eran míos, producto de muchos años de esfuerzo y entrenamiento. ¿Por qué los regalaría? Pocos los entenderían y aún menos los valorarían. Pero frente al cadáver de mi socio supe que no me quedaba otra opción. Mañana o pasado, podía ser yo quien reposara en una despedida definitiva de cuerpo presente. Nadie me aseguraba que viviría muchos años más. Ni siquiera uno.

Salí de ese velatorio directo a escribir. Otro libro. Pero no uno más. Esta vez sería distinto, único; mi testamento profesional. Los secretos que desarrollé con sangre y sudor a lo largo de una vida peleando con las letras. Siete pruebas y veinticinco retos. Como homenaje a mi amigo y con la confianza de que en algún lugar del mundo alguien valoraría el regalo, publiqué el libro Conflictos, Creencias y Sueños. Casi de inmediato mis editores convocaron un concurso para personas dispuestas a seguir un taller a distancia con los veinticinco retos del libro. La respuesta fue abrumadora. Cuando vi la cantidad de inscritos, sentí un nudo en la garganta. Y comprobé lo que mi amigo me dijo: “Todos tenemos una historia que contar; ideas, problemas, convicciones y sueños; vale la pena escribirlos”.

Con la ayuda de mi colega escritora y coautora de uno de mis libros, Romina Bayo, fui dando seguimiento, reto por reto, a los cientos de participantes. Vimos cómo cada semana los concursantes elevaban la calidad de sus escritos. Fuimos testigos de una transformación incuestionable. Los retos funcionaban, tal como fueron concebidos, como una escalera hacia el mejor manejo de las letras. Participantes de todo el mundo caminaron con nosotros paso a paso hasta alcanzar un nivel digno de escritura. Entonces llegó la etapa final del concurso: escribir un cuento. Recibimos cientos. Nunca nos imaginamos lo complejo que sería leer todos y seleccionar a los mejores… Este libro es el resultado.

Los autores (estudiantes, profesionistas, empresarios, trabajadores; mexicanos, colombianos, peruanos, ecuatorianos, costarricenses, panameños), tienen un común denominador: son bohemios, artistas, conquistadores de sueños. Ha sido un honor trabajar con ellos y ver, en este libro, sus esfuerzos coronados. Deseo que sigan escribiendo y se conviertan en los novelistas, guionistas, cuentistas, ensayistas y poetas del futuro.

Este libro contiene muchas horas de trabajo; mucha pasión; mucha entrega. Y lo más importante: contiene catorce relatos contra lo imposible. Buenos relatos.

Los autores han sobrevivido a batallas cruentas y tienen ideas que pueden deleitar e inspirar. Son soñadores que viven intensamente; que han buscado sus sueños y les han dado vida aquí, con la alegría de saber que en sus sueños están cumpliendo una misión; pues como dice Calderón de la Barca... “¿Qué es la vida? Un frenesí. ¿Qué es la vida? Una ilusión, una sombra, una ficción, y el mayor bien es pequeño; que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

Alma Clara

Alma Clara

Flory Vargas

—No puedo morir. No quiero morir. ¡Por Dios, tengo apenas treinta y dos años!

Esa mañana mi chequeo anual obligatorio me envió directo a la “obsolescencia programada”. Así se le dice.

Una niña me observó llorando en el tranvía. Limpié mis lágrimas. ¿Habría adivinado mis frases de frustración? ¿Estaría consciente de que a ella también podía pasarle? Cada año sería revisada por el sistema y, si tenía cualquier deterioro físico, su muerte sería decretada y ejecutada.

El mundo había cambiado. Ya no se permitía la existencia de seres humanos enfermos o defectuosos. Éramos demasiados. Solo los perfectos tenían derecho a vivir. Por lo visto yo no lo era; ya no. Pero dentro de mí había una voz que quería gritar y rebelarse. No era justo. ¿En qué momento la humanidad perdió su libertad para equivocarse y ser imperfecta? ¿Cuándo permitimos que un gobierno global computarizado, frío y sin alma se apoderara del planeta para hacernos vivir una perfección impuesta y contraria a la naturaleza humana? Antes se decía: “Nadie es perfecto”. Ahora, simplemente, si no eres perfecto, te mueres. Pero yo no quería morir. No debía. Aún me quedaba mucho por hacer. ¡Aunque al sistema eso no le importara!

Sentí ganas de vomitar. El tranvía aéreo llegaría a la siguiente parada en cualquier momento; la impresionante velocidad del infernal vehículo, conocido como el Straddling, me causaba siempre la misma sensación de náuseas. Al fin se detuvo, salí tan rápidamente que perdí el equilibrio, pero logré aferrarme a una de las barandas metálicas que protegían el andén, a quince metros de altura. Ahí me quedé un rato, paralizada por mi vieja fobia a las alturas, a la que se sumaba el temor por la terrible noticia que había recibido hacía apenas unos minutos.

—¿Morir yo? —susurré—. ¿A mi edad? ¡No he trabajado lo suficiente! ¡No he formado una familia! ¡Ni siquiera he hecho el amor las suficientes veces! No, ¡caramba!, no puedo morir… No puedo dejarme matar…

Bajé las escaleras platinadas que me llevaron al nivel principal de la calle, allí donde alguna vez transitaron los automóviles y ahora sólo se permitían peatones.

El bulevar se veía hermoso en esa tarde de verano, con sus maceteros llenos de coloridas flores y sus limpias baldosas de pálido gris; sin embargo, lo que yo necesitaba con urgencia era calmarme y recuperar el aliento. El temblor de las piernas me impidió llegar hasta una de las banquetas al lado de la vía y preferí adentrarme en un estrecho callejón. Lo que menos quería era llamar la atención. Tosí. Hice algunos ejercicios de respiración. Era como si el aire se negara a fluir por mi tráquea. ¿La gente lo notaría? Entonces vomité. No pude controlarlo.

Me sentí el ser más miserable del planeta. Estuve inmóvil, mientras por encima de mí se escuchaba el zumbido de los vagones del Straddling que se deslizaban dentro de los oscuros tubos de presión. Poco a poco recuperé el aliento. De repente alguien me tomó por los hombros; trepidé con un sobresalto de terror. Pensé que podría ser la policía, si me habían notado enferma. No me moví. La persona a mis espaldas puso en mis manos un pañuelo blanco impecable. Lo tomé. Di la vuelta; era una mujer mayor que sonreía con bondad y me miraba fijamente. Tenía su cabeza envuelta en una pañoleta de seda que terminaba atada en un pequeño nudo en su barbilla y llevaba una larga gabardina que le añadía un toque aristocrático. Resultaba asombrosa la edad tan avanzada que aparentaba, considerando que era muy extraño ver adultos mayores por las calles.

—Gracias. Es usted un ángel —le dije en un ahogado susurro.

—Pronto estarás mejor, no te preocupes. Yo misma siento vértigo al pensar en toda esa gente que viaja allí encerrada como ganado. Serán unos trescientos por vagón, supongo. Hace mucho que no me subo a uno, ya no lo soportaría —su comentario me provocó desconcierto.

—¿No usa el Straddling? ¿Y cómo se mueve de un lugar a otro? Ese es el único medio de transporte permitido a los civiles.

—No lo hago —confesó.

—¿Qué ha dicho? ¿Solo camina? ¿Y cómo vive? ¿Dónde trabaja? ¿A qué se dedica?

Ella giró la cabeza como queriendo huir… Era una fugitiva. Lo adiviné. Una mujer de su edad no podía estar viva. No lo merecía según las reglas del sistema.

El sonido del tubo supersónico sobre nuestras cabezas atenuó la incomodidad de un silencio obligado.

—Prefiero no pensar en ellos como ganado… Me refiero a la gente que viaja en el Straddling, yo suelo subirme a observar a esas personas que viajan; imagino hacia dónde van y qué tipo de vida tendrán, su personalidad, sus historias.

Cada vez estaba más convencida de que la existencia de esa mujer iba en contra de todas las normas existentes, del nuevo orden que imperaba: un mundo en el que ya no se permitía envejecer más allá de esa delgada línea en donde, si te convertías en una carga para los demás, ya no tenías derecho a vivir.

Se dio cuenta de que había descubierto su secreto, pero la detuve amablemente por el brazo.

—Espere… No se vaya… Necesito que me ayude. Estoy desesperada. Me han decretado sentencia de muerte…

—A ti… —lo dijo despacio, casi en un susurro—, ¿también?

—Sí.

—Te vi toser hasta casi ahogarte. ¿Estás enferma?

—Es solo una gripe. Se me pasará…

—A nadie le decretan sentencia de muerte por una gripe.

—Soy asmática…

—Ajá… ¿Nada más?

—Lupus. Pero puedo vivir. Solo sufro rachas malas; siempre me recupero. Tengo demasiados sueños por cumplir. En cambio…

—En cambio aquí estoy yo, que soy un desperdicio del tiempo, ¿verdad?

—No diga eso, por favor. ¡Todo lo contrario! Ayúdeme a aclarar mi mente, se lo ruego. Este es un momento muy difícil para mí.

—Es difícil para todos.

—Quiero saber cómo ha llegado usted a vivir tanto; todo eso que me perderé.

—Está bien… vamos.

La anciana empezó a caminar; la seguí hasta llegar a la terraza de una acogedora cafetería inspirada en el estilo francés de antaño. Los supermercados ya no existían desde que los cerraron para racionar los alimentos de forma personalizada según cada organismo. A pesar del excesivo control en los temas de salud y nutrición, afortunadamente se habían conservado los restaurantes, en realidad por razones lúdicas y de socialización. A falta de pan, un poco de circo…

Nos sentamos junto a una pequeña mesa de madera añejada con centro de vidrio; presioné un par de veces uno de los botones disponibles en el menú electrónico. Cinco minutos después, la mesera apareció con una bandeja que contenía dos porciones idénticas de fruta, un par de galletas de granola y las tazas de humeante sustituto de café.

—Hubo una época —rememoró la anciana— en la que podías decidir lo que comías.

—Yo no conocí esa época. Cuando nací el sistema ya lo controlaba todo. Para mí, el racionamiento es bueno. Dicen que gracias a eso la gente es más sana y ya no se ve el exceso de peso como antes.

—Igual te vas morir. ¿De qué te ha servido todo esto? —sentí el comentario como un balde de agua helada… Ella se dio cuenta, pero no se disculpó. Coincidí.

—En eso tiene toda la razón, no voy a negarlo —pero no pude controlar la congoja; mis manos temblorosas apenas podían sostener la taza—. ¡Por Dios, tengo apenas treinta y dos años! —y rompí en un llanto desconsolado que se plasmó en el pañuelo, cuyo tono blanco ahora surcaban los trazos oscuros de mi maquillaje mezclado con lágrimas.

—¿Ya se lo contaste a tu familia?

—No tengo familia. Mis padres ya murieron, ni siquiera los dejaron llegar a la edad límite de obsolescencia; supongo que la genética no ayudó. Soy hija única y nunca encontré con quién compartir mi vida.

—Lo siento.

—Y pensar que hace años se creía que el futuro se podía predecir entre estos restos oscuros y aromáticos del café; ahora lo retuercen y acomodan a su antojo.

—¿Ya tienes fecha?

—No. Justo a eso iba cuando me encontré con usted. Me dirigía a ese maldito lugar.

Señalé con el índice al final de la calle, donde se encontraba un enorme edificio blanco de mármol, identificado con brillantes letras doradas: “IPRO”.

La anciana no tuvo que girar la cabeza. Sabía muy bien dónde se encontraba el Instituto de Programación de la Obsolescencia.

Todos estábamos muy acostumbrados a la muerte ajena. Pocas personas llegaban a conservar a sus padres y otros parientes con vida por largos periodos. El límite general establecido, sin excepciones, era de setenta años. Antes de eso, se fijaba la fecha de finalización en todos los casos que, bajo criterio médico, implicaran una pérdida de capacidades físicas o mentales, así como requerimientos médicos y cuidados hospitalarios que el Estado ya no estaba en posibilidad de cubrir. Visto fríamente, el esquema riguroso de organización había sido un éxito. Quedaba más dinero para alimentación, educación e infraestructura. Ya no era necesario contar con tantos hospitales y medicamentos, excepto para la salud preventiva.

—¿Cómo te llamas, hija?

Le agradecí el gesto familiar. Ella podía ser mi madre ¡y yo añoraba mucho a la mía!

—Clara. Me llamo Clara. ¿Y usted? Cuénteme de usted. ¿A qué se dedica?

—Elena. Soy escritora, o lo fui, al menos. Mis padres me heredaron la casa donde vivo sola, aquí, a un par de cuadras y, con el paso de los años me volví, digamos, alérgica a las emociones y relaciones humanas. Tampoco tengo familia ni amigos; como te dije, ya todos murieron o “caducaron”. De hecho, hace mucho no tenía una conversación amena con alguien. Me resisto a creer que vivamos en un mundo en el que te desechan sin importar lo mucho que tengas todavía para dar.

Me atreví a pronunciar la pregunta crucial. La que había tenido en la punta de la lengua:

—¿Cuántos años tiene?

—Ochenta y nueve.

Tragué saliva. ¡No podía ser! Yo calculaba que tendría sesenta y nueve. La observé. Era verdad. Su rostro era de alguien mucho mayor. Pero había muy pocas personas de casi setenta años en el mundo. En mi mente no existían muchas referencias para comparar. ¿Quién era esa mujer?

—¿Y cómo ha llegado a vivir tanto? Es usted muy afortunada.

—De algún modo me traspapelé en todo este engranaje científico y aquí estoy. No regresé a mis controles y nadie preguntó por mí. Esa es la única explicación posible. Supongo que simplemente soy una falla en el sistema. Al fin y al cabo, algún error debe tener.

—Oh.

—Por favor, no se lo digas a nadie. Voy a confiar en ti.

—Sí. Claro. Gracias. Puede confiar en mí… Me voy a llevar el secreto a la tumba —sonreí con tristeza—. Pronto.

—Tampoco creas que es muy hermoso vivir así, casi a escondidas, y totalmente sola. Mi generación completa fue aniquilada, borrada para la eternidad…

—Por el sistema “perfecto”…

—Así es.

—Perdone que no le crea… Es imposible que haya habido un error así. Es escritora. Una mujer creativa e inteligente. No puede decirme algo tan poco verosímil; dígame la verdad. ¿Por qué está viva?

Nos quedamos en silencio un buen rato. Entre nosotras solo estaba el humo del café que ya no era café.

—He preferido pensar que falló el sistema… —comenzó su confesión—. Pero lo cierto es que hay un hombre… Juan Araujo, un ingeniero en informática del IPRO; fue él quien me regaló el tiempo extra, por decirlo de algún modo.

—Fue su… ¿pareja?

—No. Es un lector. Amante de la lectura; según él, mi fan número uno. El muchacho, en aquel entonces, encontró la manera de salirse con la suya manipulando ciertos parámetros… Como ves, el sistema sí es imperfecto. Juan me ha regalado vida a cambio de que yo pueda seguir escribiendo mis novelas.

—¿Cómo lo sabe?

—Él me lo dijo. Hace veinticinco años, en una firma de autógrafos. Me abrazó efusivamente, como pocos lectores lo hacen y me susurró al oído: “Yo tuve una esposa, estaba embarazada de nuestro primer hijo y, a pesar de ello, fue muerta por obsolescencia. Ambos tenían genes defectuosos. Odio el sistema; por eso me metí a trabajar al IPRO; soy programador. Escúchame, Elena, yo amo tus libros, y te amo en cierto modo por la paz que me proporcionan tus historias. No vuelvas a ir a tus chequeos. Aléjate. Escribe para mí. Me encargaré de que vivas. Yo te cuidaré”. Mientras, colocaba en mi mano una tarjeta con su información personal. Y obedecí. Me alejé. Y seguí escribiendo. Pero desde entonces evité publicar. Sólo le he hecho llegar a él mis manuscritos en secreto. He tenido que mantener un perfil bajo para evitar sospechas…, para evitar morir.

La historia era increíble. Épica.

—Nunca había escuchado algo tan romántico.

—Desde aquel encuentro, no nos hemos vuelto a ver en persona… Y con mucha frecuencia escucho su voz en mi mente diciendo: “Yo te cuidaré… Me encargaré de que vivas”. He escrito varios libros, ¿sabes? Muy buenos, por cierto. Solo para él…

—¿Y él? ¿Dónde está ahora? ¿Todavía trabaja en el IPRO?

—No. Renunció después de lo que hizo; antes de que lo descubrieran. También mantiene un perfil bajo. Es tripulante de un crucero: el Monarca del Caribe. Se encarga de los sistemas del transatlántico…

—Veo que han seguido en contacto.

—Sí. Él es, literalmente, la razón de mi vida. Y no me quedan muchas razones, por cierto... ¿Y tú, Clara? Cuéntame más de ti.

Así seguimos por horas. Le conté quién era. Una abogada que también vivía sola; me había pasado la juventud estudiando y trabajando sin descanso, incluyendo fines de semana. Nunca me casé; no porque no hubiera querido, sino porque simplemente no se dio, o tal vez por miedo. Estaba llena de planes y proyectos por realizar: quería aprender a pintar, tocar el piano, hacer un curso de fotografía, mil cosas más, hasta que me diagnosticaron lupus… Mi historia no era épica como la de ella. No había secretos ni amores escondidos… Elena me tomó de la mano y me miró rebosante de empatía. Éramos dos mujeres solas, fuertes e independientes. Ambas lucharíamos contra el destino si fuera necesario. Nos sentimos a gusto juntas, como viejas amigas.

—Y pues, como ya sabe —concluí—, dentro de poco, en cuanto cruce aquellas enormes puertas, alguien me dirá cuál será la fecha exacta en que tendré que morir; tengo dos días que para presentarme al IPRO.

—Si Juan aún trabajara ahí, le pediría que te ayudara —Elena bajó la cabeza, como si de pronto sintiera alguna culpa por su condición privilegiada. También parecía sentir el peso del tiempo como nunca antes.

En mi cabeza empezaba a resonar un tic tac permanente y enloquecedor. Por un lado, me sentía ansiosa por salir al paso de mi suerte y conocer de una vez por todas la fecha fatal; por otro, quería con toda mi alma que alguien me otorgara una oportunidad para vivir, aunque fuera solo un poco más.

Mientras mi vista se paseaba desesperada por el bulevar, se cruzó con el llamativo rótulo de una agencia de viajes, y entonces encontré la respuesta que buscaba.

—¡Tienes que contactar a Juan ahora mismo! ¡Nos vamos de crucero! —exclamé con total determinación.

Elena se puso pálida.

—¿Estás loca? ¡Clara! Recuerda que tienes solamente dos días para reportarte al Instituto y definir la fecha o serás detenida por las autoridades. Otro tanto ocurriría conmigo si paso por un escáner de identificación —y sus ojos se ensombrecieron aún más.

—Mire el póster de las promociones. ¿Puede creerlo? Es una señal divina. ¿No ve que es precisamente el Monarca del Caribe? ¡El barco en el que trabaja Juan!… ¿No le gustaría conocerlo mejor?, ¿hablar con él?, él la ama a través de sus obras. Es su único lector. Durante muchos años ha escrito para él… Ha pensado en él y de seguro él en usted…

Elena se llevó la mano al pecho. Temí que le fuera a dar un infarto. Por primera vez vi la magnitud de su edad.

—Me daría vergüenza que me viera tan acabada… Mírame; soy una anciana… y él debe de tener cincuenta y tantos…

Entonces lo comprobé… Ellos habían mantenido un amor platónico.

—Con más razón —me atreví a ser un poco cruel—. ¿Cuánto tiempo más cree vivir? ¿No le gustaría despedirse de él?

Caminé hasta la agencia de viajes. Tenía saldo en mi cuenta. Mientras no me dijeran la fecha de mi eliminación, podía usar el dinero que había ganado trabajando tanto. Debía usarlo; antes de que me lo congelaran para pasarlo a la Cuenta de Fondos por Obsolescencias.

Creí que Elena no me seguiría. Pero apareció detrás de mí. Ella usó su nombre real para registrarse y, después de rogarle, dejó que yo pagara los dos pasajes.

—¿Cómo hace para comprar sus cosas? —le pregunté—, ¿usa su identidad? ¿Tiene fondos?

—Sí. Juan me deposita una pequeña suma cada mes…

Me quedé pasmada. Otra vez. Pasmada en grado superlativo.

—Zarpamos mañana. La veo en el muelle a mediodía. Será la mejor aventura de nuestras vidas… ¡Ya verá!

—No sé si la mejor —se despidió—. Pero sí será la última.

Al día siguiente ahí estaba, vestida con ropa clara, maquillada y con una pañoleta en la cabeza, cargando una antigua maleta de ruedas, de esas que no se veían hacía tantos años. Era evidente el contraste con la mía, que flotaba por campos magnéticos autoinducidos.

Nos formamos para entrar al barco. El control de pagos e identificación de personas era muy rápido. Apenas un par de segundos por cada pasajero. Llegamos a los controles de identificación… Elena me tomó de la mano. Estaba sudando… Yo también. Me paré primero frente al escáner de rostro e iris, un foco verde me dio el paso. Después ella. El foco tardó en encenderse… Parpadeó en rojo, hubo un momento de tensión. El sudor le corría por la frente, luego el foco se apagó y al fin volvió a encenderse en verde. Los policías del monitor murmuraron entre sí. De seguro habían visto algo irregular en el registro de Elena, pero nos dejaron pasar sin decir nada.

Al fin entramos al barco. Era majestuoso. Un verdadero edificio de lujo flotante.

Llegamos a nuestra habitación. La mejor. No escatimé en gastos. Tenía un amplio balcón y música ambiental.

—Esto es un sueño… —me abrazó—, gracias, Clara… —y luego me miró a los ojos fijamente—, pero voy a pedirte un favor… Déjame aquí. No quiero salir del camarote… Tú ve a las actividades del crucero; toma los tours de cada visita, me gustaría tener una semana de paz absoluta. No podría despedirme mejor del mundo que aquí… en este balcón; voy a escribir mi último libro.

—Para Juan.

Se quedó pensativa.

—Sí…

—Tiene que entregárselo usted misma.

—Ya veremos.

Me ofrecí a traerle un coctel y algo de comer. Ella ya se había acomodado en una de las sillas del balcón, lista para disfrutar el atardecer mientras el enorme navío zarpaba. El roce de la deliciosa brisa en su piel, el espectáculo del azul marino y los contrastes pasteles del celaje la tenían asombrada.

—Aquí platicaremos cada noche —le dije.

—Perfecto, Clara… Me encanta la idea, pero antes quiero pedirte algo —usó un tono entre maternal y autoritario—. Supongamos que es cierto que después de esta, tendremos la oportunidad de empezar otra vida y que lo único a nuestro favor, en tal caso, serán las enseñanzas que nos haya dejado este ciclo que termina. Quiero que cada noche me digas qué aprendiste durante el día.

—Cuente con ello.

—Háblame de tú, hija... Por favor.

—Claro.

Se puso de pie y volvió a estrecharme para repetir:

—Gracias.

Salí a disfrutar de las instalaciones del crucero. Regresé tarde.

Esa noche, la encontré sentada en el balcón, escribiendo sin parar. No me atreví a hablarle hasta que ella misma decidió detenerse para preguntarme cómo me había ido. De inmediato le describí todo.

—La cena se sirve en un enorme y elegante salón, decorado con hermosas alfombras y cortinas drapeadas. Las mesas estaban montadas con una mantelería impecable y el menú se daba algunas libertades interesantes dentro de las restricciones existentes. Si una persona llegaba sola, como ocurrió en mi caso, era ubicada en una mesa para compartir con algunos desconocidos y la charla se podía tornar amena. Esta noche mis vecinos fueron una pareja de brasileños y sus cuatro hijos, entre los seis y los doce años, me parece. ¡No te imaginas el alboroto tan tremendo! —mis gestos le ponían emoción a la explicación detallada—. Los niños hablaban sin parar, jugaban, reían, compartían con sus padres. Ellos trataban, sin éxito, de mantener conversaciones coherentes de adultos, pero siempre alguno de los chicos necesitaba algo o quería simplemente su atención. A pesar de esto, ellos no hacían más que consentirlos. Había algo especial en sus miradas que no sabría describir. Creí que nunca había querido tener hijos. Me horrorizaba la idea de traer un niño a padecer este mundo automatizado y cruel. Ahora entiendo que me falló el valor y me faltó esperanza para ver que, precisamente, son esos niños los encargados de lograr un mundo mejor, más justo. Me pesa en el alma no poder tenerlos. En conclusión, la esperanza debe estar por encima de todo.

—Qué interesante… ¿Ves cómo siempre se aprende algo?

Se quedó callada, como esperando más de mi parte. No quise hacerla sufrir.

—Investigué. Juan está en las oficinas del barco… Mañana voy a buscarlo.

—No te molestes… Apenas comienza el viaje. Ya habrá tiempo.

Al día siguiente las cosas transcurrieron bastante tranquilas. Después de llevarle el desayuno, me puse el traje de baño y fui a la cubierta; quería sentir el calor del sol en la piel, el olor de la crema bronceadora de coco y mirar al mar interminable que nos rodeaba. Estaba feliz y tranquila; tanto que, al menos por un momento, me olvidé de mi sentencia de muerte.

Por la tarde, compartí con mi amiga en el balcón jugando a los naipes y luego caminé por el barco. Después de cenar, Elena me esperaba atenta.

Le conté que esa tarde, al pasar por una bella zona verde que fue inspirada en el famoso Central Park de Nueva York, tuve la suerte de presenciar una boda. En medio de enredaderas, flores y paredes cultivadas, se encontraba un romántico quiosco de madera combinada con hierro forjado que utilizaron para la ceremonia. Los senderos alrededor estaban adoquinados y bordeados completamente por pequeñas lámparas solares que, por la hora, empezaban a brillar. Solamente estaba presente la familia cercana de la pareja. Todos vestían tan elegantes y felices que no pude evitar sentarme en un rincón a observar la sesión de fotos y el alegre festejo.

—Los novios estaban radiantes de felicidad; más que eso, había entre ellos una complicidad y una atracción increíble. Sin querer sentí, más que envidia, un tremendo vacío. Están cerca mis últimos días y nunca nadie me abrazó o me trató de esa manera. Querida Elena, hoy aprendí que el amor merece una oportunidad.

Giró la cara hacia el espejo y se acarició la piel reseca y arrugada del rostro. Ella estaba de acuerdo.

—Para algunos, es tarde.