Sobrevivientes - Adriana Bartels - E-Book

Sobrevivientes E-Book

Adriana Bartels

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Beschreibung

SOBREVIVIENTES contiene los relatos ganadores del Concurso Internacional de Cuento, Diamante. Sus autores, tienen algo que los identifica: Son sobrevivientes. Han asumido sus pruebas, heridas y caídas, como base para crear historias que sean luz para otros. No tuvieron miedo. Corrieron el riesgo y aquí están. Los 10 relatos abarcan temas como volver a empezar, el primer amor, el duelo, la fe, el perdón, sanar culpas, romper cadenas y nunca rendirse.

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10 relatos para no rendirte

 

 

 

 

ISBN libro impreso: 978-607-99032-6-8

ISBN libro digital: 978-607-99032-8-2

 

Está estrictamente prohibido por la Ley de derechos de autor copiar, imprimir, distribuir por Internet, subir o bajar archivos, parafrasear ideas o realizar documentos basados en el material de esta obra. La pirateria o el plagio se persiguen como delito penal. Si usted desea usar parte del material de este libro deberá escribir la referencia bibliográfica. Si desea usar más de dos páginas, puede obtener un permiso expreso con la Editorial.

 

Derechos reservados:

D.R. © Adriana Bartels González. México, 2021.

D.R. © Mara González González. México, 2021.

D.R. © Laura Elena Castro Morera. México, 2021.

D.R. © Karen Yuritzi Salas Gómez. México, 2021.

D.R. © Jesús Manuel Silva Alquisirez. México, 2021.

D.R. © Steven Wladimir Macas Paccha. México, 2021.

D.R. © Dhierich Jarwell Valderrama Núñez. México, 2021.

D.R. © Hilda Andrea Gutiérrez Su. México, 2021.

D.R. © Arianys del Carmen Núñez. México, 2021.

D.R. © Sara Michell Rodríguez Villota. México, 2021.

 

Mariano Escobedo No. 62, Col. Centro, Tlalnepantla Estado de México,

C.P. 54000. Miembro núm. 2778 de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

Tels. y fax: (0155) 55-65-61-20 y 55-65-03-33

Lada sin costo: 01-800-888-9300 EU a México: (011-5255) 55-65-61-20

y 55-65-03-33 Resto del mundo: (0052-55) 55-65-61-20 y 55-65-03-33

 

Correo electrónico: [email protected]

[email protected]

 

www.ccsescritores.com

www.editorialdiamante.com

Tabla de Contenido

Prólogo

El ángel del amanecer

Adriana Bartels, Costa Rica

El vagón número siete

Laura Castro, Costa Rica

Un ángel a prueba

Mara G. Quirón, México

Mientras haya vida

Karen Salas, México

Eso que llamamos hogar

Manuel Alquisirez, México

Cinco estaciones

Steven Macas, Ecuador

Sombras de muerte

Dhierich Jarwell, Panamá

Entre las sombras

Andrea Gutiérrez Su, México

El peso de una promesa

Arianys Núñez, Panamá

El hombre de las historias perfectas

Sara Rodríguez, Colombia

Prólogo

Carlos Cuauhtémoc Sánchez

Todos los cuentos publicados en esta obra consiguen tocar. Porque las palabras tocan. Y el toque de buenas palabras, tocan bien.

Eso lo aprendí de mi madre.

Yo fui un adolescente tímido y abstraído. Comencé a escribir mi primera novela en la escuela secundaria. A los dieciocho años había redactado más de mil cuartillas. Intenté publicar y no pude. Fui rechazado por editores, amigos, y familiares. Solo mi madre me entendía. Y me apoyaba. En gran medida soy lo que soy gracias a ella.

Recuerdo una noche de soledad en la que me sentía devastado como escritor novel. A pesar de haber ganado un premio de literatura, cuando quise ejercer mi derecho de ser publicado, tal como debía suceder, fui humillado de forma atroz. Al parecer los organizadores se retractaron de editar mi trabajo. Al menos así lo entendí (tiempo después supe que el rechazo hacia mi persona fue obra de un solo sujeto). Aquella noche de abatimiento me encerré a llorar. A mi modo de ver había fracasado, no solo en publicar mi novela; había fracasado en mi vida entera. No tenía amigos. No tenía novia. Era un estudiante raro, ensimismado en sus escritos; obsesionado con la idea absurda de llegar algún día a ser un escritor reconocido. Me había equivocado; eso nunca sucedería. Me lo había dicho de forma brutal el tipo encargado de publicar en la editorial del gobierno. Me lo habían dicho también las cartas escuetas de tantos impresores, distribuidores privados, a quienes mi libro les había parecido “alejado de su línea editorial”.

Pocas noches en mi juventud recuerdo haber llorado con tanto pesar.

Y mi madre entró a la habitación; ella había sentido mi dolor a través de las paredes. Ella era así. Se sentó a mi lado. Me abrazó sin hablar. Seguí llorando, y mis lágrimas fueron como el líquido que lava poco a poco las impurezas de una herida infectada. Luego me acarició la cabeza con la mano y preguntó. Yo contesté. Hablé profusamente y ella escuchó. Me tomó de los hombros y me obligó a mirarla de frente.

–Sigue escribiendo –me dijo–, algún día lograrás tu sueño de ser escritor.

–Pero yo gané un concurso –rebatí–, y no me quieren publicar. El encargado me dijo que mi libro no sirve.

–¿Y desde cuándo haces caso a ese tipo de gente? Escúchame bien…

Y me dijo tres palabras que cambiarían mi vida para siempre. Tres palabras que fueron como un bálsamo sanador. Tres palabras que detuvieron en seco mi aflicción y me ayudaron a levantarme para volver a empezar.

Esa noche también entendí que las palabras tocan. Que tienen más poder del que imaginamos. Unas aplastan y otras enaltecen. Unas levantan y otras demuelen.

Me prometí esa noche que seguiría escribiendo. Que convertiría mis palabras escritas en un toque de exaltación para mis lectores. Hoy (también es de noche) escribo el prólogo de SOBREVIVIENTES, se me eriza la piel y se me nubla la vista al recordar aquella otra noche lejana en que mi madre me tocó con sus palabras y me dio el valor para atreverme.

Porque el anhelo de convertirse en escritor es un atrevimiento. Mi vida entera lo ha sido. A la fecha he publicado treinta y cinco libros, de los que se han vendido más de veinte millones de ejemplares. Pero entre todas mis obras hay una muy especial en la que quise revelar mis secretos de escritor, con el único fin de alentar a quienes quieren escribir y no se atreven…

“¡Atrévete a escribir!” Les digo desde el título, y en cada una de las páginas. “Tienes mucho que decir. Sal a la luz. Sé luz. Exprésate como nunca. Celebra tu historia a través de la palabra. Atrévete a más”.

Escribir es el ejercicio más legítimo de existir. Cuando escribimos, somos, estamos, aparecemos, nos abrimos, emergemos. Puede ser una práctica intimidante. Porque nos vemos expuestos, en el mejor de los casos, a interpretaciones erradas.

Aun así, para la publicación de este libro, más de cien escritores lo hicieron: Se atrevieron.

SOBREVIVIENTES es una recopilación de historias premiadas en un concurso sui géneris.

Tuve el honor de ser el guía a la distancia con el método que revelo en mi libro Atrévete a escribir. Conflictos, creencias y sueños. Decenas de participantes de varios países aceptaron el reto de ir paso a paso, siguiendo mi técnica. Hubo diez ganadores.

El CONCURSO INTERNACIONAL DE CUENTO DIAMANTE, tuvo, además de ese requisito metodológico, la exigencia de que, al final, el relato “dejara al lector mejor de como estaba”. Los finalistas del concurso fueron elegidos por el jurado editorial justo porque consiguieron un sello distintivo: se nota en sus letras el anhelo de dejar una huella positiva en el lector.

Fue maravilloso caminar con tantos escritores noveles durante un taller previo al concurso: los vimos crecer, aprender y superarse hasta alcanzar la meta de ver su cuento publicado.

Los autores (jóvenes, adultos, estudiantes, profesionales, mexicanos, panameños, costarricenses, colombianos, ecuatorianos), tienen algo que los identifica: Son sobrevivientes. Han asumido sus pruebas, heridas y caídas, como base para crear historias que sean luz para otros. No tuvieron miedo. Corrieron el riesgo y aquí están.

Para la gran mayoría de ellos, esta es su primera publicación. Fruto de esfuerzo y trabajo. Para la editorial que los publica y para mí como su mentor, este libro es nuestra forma de decirles las mismas tres palabras que me dijo mi madre, y que cambiaron mi vida para siempre…

Te las voy a decir despacio: Adriana, Laura, Mara, Karen, Manuel, Steven, Dhierich, Andrea, Arianys, y Sara. Veme a los ojos y escúchame. Son tres palabras cortas que significan: lograrás tus sueños. Este libro lo dice con hechos y es realidad. Jamás lo olvides; renueva con ellas el compromiso de seguirte atreviendo, sé que llegarás muy lejos, no me falles: CREO EN TI.

 

Carlos Cuauhtémoc Sánchez

 

El ángel del amanecer

Adriana Bartels

Nayra oprime con mayor precisión e intensifica el masaje cardiaco. ¡Es el primer código azul de su carrera! Los nervios se funden con la adrenalina en sus venas. Tiene los ojos fijos en la paciente, moviéndose al vaivén de las manos; los guantes le estorban y provocan escozor, pero descarta quitárselos. No desea que el doctor Santoro, pendiente de cada acción, la reprenda de nuevo.

—Enfermera, ¡aguarde! —se detienen, aliviados por el bip… bip… del monitor de signos vitales—. Lo conseguimos, está estable —resopla—, por ahora.

—No se ofenda, doctor, pero... ¡se supone que debe estar feliz por salvar una vida! Y más en esta época.

—Cuando usted vea quinientos pacientes más como ella, entenderá mi punto de vista —el tono del médico en jefe de la unidad de cuidados intensivos la incomoda—. Señorita Rodríguez, observe con cuidado —arroja la tablilla de información sobre la cama—, esta mujer tiene más de treinta días en coma, es hipertensa, de noventa años, acorde con el registro, no tiene familiares vivos y es la paciente más crítica de todos los infectados —desborda frustración con cada palabra—. Pacientes así saturan el sistema, agotan recursos y su respirador es muy valioso en estos momentos.

Una luz rojiza ilumina el pasillo que da a la habitación. La enfermera patea el piso consternada, esa es la señal de un nuevo fallecimiento a causa del virus.

—Doctor Santoro, me consta que usted lleva tiempo aquí en el Hospital Saint Angelo, pero creo que se equivoca en todo —señala indignada el monitor—. Primero, la paciente se llama Miriam Nori —en su voz se nota el repudio que siente por los médicos que ven números en lugar de personas—; segundo, al ser la más crítica y no tener familia, es la más importante de cuidar, sin importar su edad; y tercero —eleva su voz intencionalmente—, su corazón ¡sigue latiendo!

Un palpitar de cólera se nota en las sienes del doctor. Dos residentes se asoman, curiosos de tan acalorada discusión.

—Su inocencia es impresionante, enfermera Rodríguez —su voz se impregna de soberbia—, así como yo llevo tiempo aquí, le recuerdo que usted tiene apenas un mes en este hospital, lo que me permite recalcarle la regla de oro de su profesión: evadir la muerte es imposible.

—¿Qué tra…?

—No me interrumpa —alza la mano—, no podemos esperar que los milagros ocurran y en estos casos es común que las profesionales mujeres se envalentonen creyendo que todos pueden ser salvados —la serenidad de Nayra tras la careta impresiona a los residentes—, pero estamos ante una pandemia, nuestra prioridad es ¡que todo alcance! —enfatiza—. Aunque eso signifique reasignar un respirador y convertirnos en “mensajeros de la muerte” —avanza, mientras observa los signos vitales tan desalentadores.

—¡No! —se interpone entre la señora Nori y el doctor Santoro.

—¿Qué cree que hace?

—Impedir que nos vendamos al diablo —el temblor de sus piernas se disimula por el ancho de su traje blanco—, y si eso implica que debo vigilarla toda la noche, estoy dispuesta.

—Muy bien… —el reloj de pared marca las diez en punto—. Acepto su ofrecimiento, pero le recuerdo que, si esta mujer llega a empeorar o no veo cambios para el amanecer, usted será la única responsable y deberá... desconectarla —sale de la habitación dando un portazo.

Nayra suspira con una abrumadora inquietud en su corazón mientras se recarga contra la pared. Respira hondo. Toma conciencia sobre el peso por la decisión impuesta, sin embargo, el bip… bip… que retumba en la habitación blanco marfil reafirma su determinación por cuidar de la señora Nori.

 

Afuera muere el día.La temida luz roja ilumina el pasillo dos veces más. Aunque la tristeza se trasluce en su mirada, es un hecho al que trata con todas sus fuerzas de no acostumbrarse. “No son épocas de darle la corona de la vida a este virus”; sonríe para sí misma, desde el inicio de la pandemia, ese pensamiento transmuta toda resignación en vitalidad.

Se acerca con quietud a la cama, contemplando esa pasividad perfilada en el rostro de la señora Nori. El respirador cubre parte de su rostro, pero eso no le resta humanidad. ¡Todo lo contrario! Despierta su firme convicción, como enfermera y mujer, de que nadie merece quedarse atrás. La ternura agita cada fibra de su ser cuando divisa unos mechones rizados, cortos y de un suave gris perla, muy similares a los de su amada abuela. Mientras chequea los signos vitales, permite que su corazón viaje a través de su infancia.

 

El jardín de dalias rosas y anaranjadas es testigo del amor que trasluce en el abrazo entre Olga y su nieta, esa niña recién llegada de la escuela y poseedora de una dulzura capaz de revertir cualquier desánimo.

—¡Te amo, Tita Olga!

—Y yo a ti mi hermoso ángel. Dime ¿qué quieres hacer hoy? —ríe a carcajada limpia ante los gestos ingenuos de su nieta, su carita pensativa y su emoción, realmente piensa lo que quiere hacer, ¿cómo no amarla?

—¡Quiero escuchar Saurom, Tita! ¡Mírame, soy Joselito! —las risas de ambas aumentan con aplausos al mirar a Nayra imitar al bajista de su banda favorita, ese que, según la pequeña, siempre salta para alcanzar el cielo.

—Está bien tesorito, hoy escucharemos su nueva canción: “Ángeles”. Me recuerda mucho a cierta niña —Nayra deja de brincar con un enorme gesto de asombro y su boca abierta—, creo que la escribieron pensando en ti.

—¿En mí? ¡Ponla, Tita! ¡Ponla plis!

Olga enciende su computadora y pone la canción en YouTube. La sonrisa tan pura y mágica de su nieta al escuchar esa combinación de gaitas y bajos confirma su acertada decisión de criarla después de la muerte de sus padres.

—¡Tita, escucha!: “Lejos de todos los miedos... que logré vencer…” —el viento acompaña la jovial voz de Nayra mientras zarandea el brazo de su abuela y la saca de sus pensamientos— es parecido a lo que me dices, ¿verdad? Que no debo temer nunca.

—Así es, mi corazón con alas de cristal —se recuestan en el pasto—, quiero decirte algo —sus miradas se cruzan—: Nunca olvides que la negatividad es el miedo tratando de tirarnos, pero yo estoy criando a un ángel tan valiente como el de la canción, así que más bien diría que el temor debería esconderse de ti —las carcajadas de la abuela retumban en el paisaje.

—¡Sí! “Lejos de todos los miedos…”.

—“… que logré vencer”… —una sonrisa se dibuja en su rostro.

La valentía inunda cada fibra de su cuerpo. Resignarse no es su estilo. Reajusta su careta y los nudos del traje de protección. Eleva el volumen de las máquinas, pero eso no impide que sus oídos capten el quieto estruendo de un rayo en las lejanías de Roma.

Voltea expectante hacia la ventana. Un escalofrío de ansiedad recorre su espina dorsal: el cielo nocturno ilumina la ciudad por los truenos sordos; cachetea suavemente su careta y se repite que es una lluvia normal de noviembre. Toma asiento junto a la cama de la señora Nori y reposa su cabeza sobre el barandal inferior, mientras el bip… bip… del monitor, ambienta resonante la quietud de la habitación.

 

 

Sus pies arden por el desconsuelo de correr a ciegas entre la neblina púrpura, las lágrimas escuecen y salan la resequedad en su boca. Se ahoga en ansiedad con cada trote. El temor de “no llegar” duerme sus músculos. No quiere perderla otra vez.

—Nayra…

—¡¿Por qué te alejas de mí?! —estira su mano al notar múltiples cables y máquinas que se asoman, rodeando una camilla—, ¡no te vayas, Tita! ¡Puedo salvarte!

—Tita se fue… Tu adorado ángel perdió sus alas… Ella ya no existe.

—¡Cállate! —el odio hacia esa voz indolente envenena su furia.

Las máquinas que rodean a su abuela enmudecen, el horror la paraliza, ¡los cables comienzan a envolver a Olga! Nayra intenta moverse, pero el suelo se derrite, hundiendo su cuerpo. Quiere salvarla, sabe que puede, pero es demasiado tarde: un abismo atiborrado en oscuridad anula sus gritos hasta caer…

 

 

—¡No! ¡Tita! —su propio grito perturbado la despierta. Hiperventila, siente sus pulmones ásperos. Tiene los ojos desorbitados e irritados. Su frente, cubierta de sudor. Mira alrededor. Está en el suelo, de la oscura habitación. Confirma su angustiante sospecha.“Otra pesadilla”.

Se pone de pie. Enciende la luz. Se calma cuando nota que el respirador y la paciente continúan en su sitio. El monitor muestra los signos vitales sin cambios. Siente vergüenza de su descuido. Observa el reloj de la pared: la madrugada se acerca.

Los alaridos de consternación inundan el pasillo al crudoritmo de la luz roja, poseedora de una macabra puntualidad como mensajera de la muerte en el Saint Ángelo. ¡Tres! ¡Han perdido tres pacientes más durante la guardia!

Pensar que tres familias más extinguen su sonrisa y su legado por una pandemia implacable estruja el corazón de la joven enfermera. Se asoma por la ventanilla frontal solo para atestiguar el colapso emocional en el suelo. Sus compañeras, las encargadas de velar por esas personas, lloran atormentadas. Comprende cada lágrima bajo sus trajes, el coraje de perder una vida frustra y mata por dentro, dejando un sinsabor eterno en el alma. El impulso de salir y abrazarlas se frena a causa del amargo reflejo: su careta y una paciente que pende de un hilo; una persona que Nayra niega convertir en otra luz de la jornada.

“No son épocas de darle la corona de la vida a este virus”, se convence a sí misma.

Su cuerpo da señas de agotamiento, pero se niega a claudicar; la pesadez en sus ojos provoca un fugaz mareo. Se sostiene del barandal, tratando de no caerse, mientras observa a la señora Nori. El remordimiento brota en su conciencia. ¿El respirador de su paciente es capaz de hacer la diferencia? ¿Está siendo egoísta en oponerse a darlo? ¿Su devoción y terquedad por su profesión realmente ayudan?

Ha visto a sus compañeros perder el brillo en su mirada. Salvar vidas ya no es sinónimo de grandeza o virtud, y eso provoca que Nayra cuestione, en lo más profundo de su alma, si hace esto por su paciente o por ella misma.

—Hola, señora Nori —no está segura de si la escucha, pero continúa—, ¿sabe? Creo que no nos hemos presentado, soy Nayra Rodríguez y he cuidado de usted desde que ingresó, ¡fue mi primera paciente! —conmovida, le toma la mano entre las suyas—. Tenía timidez de hablarle, aunque no parezca, ¡en especial porque soy la altanera de la unidad! —ríe nerviosamente y agrega—: Pero esta noche ha sido tan intensa... que deseo confiarle algo: no sé si estoy jugando a ser Dios. Tengo miedo, fe, todo al mismo tiempo, pero soy honesta —su voz se quiebra de angustia—. Si permito que la dejen morir, temo que se repita lo de cuatro años atrás... en esta misma habitación.

 

—¡Por favor resiste, Tita! —un ramo de lirios blancos y los libros de estudios de enfermería caen de sus manos.

El llanto desesperado de Nayra se escucha en todo el pasillo de cuidados intensivos. Una cruda lluvia golpea con furor las ventanas; ella presiona incisivamente los botones de emergencia, ¡su abuela tiene una falla masiva de órganos! ¡¿Cómo es que no está nadie en el cuarto?!

La mano de Olga se posa sobre el rostro de su nieta. Le pide que se acerque, quiere decirle algo. Los monitores no dejan de sonar. Nayra se acerca y teme lo peor.

—Lejos… de todos… los miedos… No lo olvides, mi ángel…

—No, Tita no… no me dejes por favor… ¡No sé cómo salvarte! —la sonrisa de su abuela queda congelada en el tiempo—… ¿Tita?

La calidez del corazón de Olga enmudece, al mismo tiempo que el sonido perpetuo de la máquina de soporte vital tatúa una herida de soledad en Nayra.

 

 

—Esa noche, juré convertirme en enfermera —la nostalgia adorna sus palabras—. Mi abuela pensaba que son ángeles en la tierra, porque ayudan y lo dan todo sin esperar recompensa. Pero yo me sentí impotente, señora Nori. ¡No pude hacer nada! —se aguanta el llanto y sonríe resiliente—, temo que eso pase con usted; la incertidumbre por esta pandemia es insoportable y aunque no exista cura todavía, debo proteger la vida, sin importar la adversidad, y le prometo, aunque deba enfrentarme al hospital entero, que yo defenderé el aire que respira. Usted es importante, está viva y eso para mí es suficiente.

“Su mano… ¿aprieta?”. Descarta la idea, recuerda que el cansancio puede ser traicionero.

La intriga perfila su rostro al percibir una vibración inusual. El vidrio de la ventana con vistas a Roma y los aparatos de soporte vital tiemblan. Fuera de la habitación, el caos toma el control del pasillo. Médicos y enfermeras corren, olvidando distancia y protocolos. Se petrifica al oír el anuncio del parlante:

“Código marrón, repito, código marrón: alerta de tormenta eléctrica”.

Shock y desasosiego palpitan sin piedad en su corazón. Voltea y posa la vista sobre la ciudad: esas estrellas que suelen adornarla se han perdido por los nubarrones que empiezan a derramar su furia pariendo granizo entre ráfagas colosales.

“¿Estará listo el hospital para algo así? ¿Yo lo estoy esta vez?”, piensa para sí, e intenta alejar de ella el temor y la angustia.

¡PUM!

Un golpe en la ventana contraria provoca que gire, solo para descubrir con sumo coraje una etiqueta negra sobre la misma. Sus compañeros están clasificando a los pacientes en orden de atención, pero se niega a aceptar ese color que marca a la señora Nori como “paciente de recuperación nula”, le hierve la sangre, pues ella aún cree en su despertar.

Intenta quitar esa pegatina, pero un imponente estruendo detiene sus pasos. Todo queda a oscuras. ¡La electricidad se ha ido en todo el edificio! Aunque es incapaz de ver, escucha el alboroto angustioso de sus colegas, y con gran razón, el generador de emergencia no enciende, los pacientes corren peligro.

Con la escasa iluminación de su celular, avanza a la cama y toma el pulso sobre el cuello. “No puede ser, está muy bajo…”,semejante resultado nubla su mente. El pánico parece quitarle el aire, ¡su paciente está a punto de morir! Una inseguridad enorme trata de apoderarse de ella mientras intenta pensar en cómo mantenerla viva.

—“… Lejos de todos los miedos... que logré vencer…”.

Reacciona ante tal susurro, apenas audible para ella.

—Es verdad. ¡Yo soy Nayra Silvia Rodríguez! —saca del carrito de emergencias un respirador manual—. Y usted no morirá hoy —retira la mascarilla de oxígeno de la señora Nori. Posa el aparato en su boca, con la esperanza de elevar el pulso.

Sus manos, una en cada tarea, mantienen su firmeza. Aprieta la bomba de aire cada tres segundos. Tiene fe en que, en cualquier instante, el palpitar entre los músculos incremente su velocidad.

Truenos. Vidrios rotos y ráfagas. A pesar del traje y la careta, siente el frío de la lluvia calar su cuerpo. El rostro de Nayra refleja el pavor que la inunda. ¡El granizo ha destrozado la ventana! La cama se llena de ramas y trocitos de hielo. Ella se coloca como barrera entre su paciente y la tormenta. Continúa accionando el respirador manual. Ni siquiera la naturaleza tiene el poder de hacer que se rinda sin luchar.

Grita de dolor por los golpes húmedos de pequeñas piedras en su espalda. Se exaspera, ¡el pulso sigue sin subir! Aun así, no se detiene ni por el agua entre sus pies; intenta no moverse. Un paso en falso puede hacerla resbalar. Nadie viene a socorrerla. A pesar de sentirse sola, exprime cualquier rastro de energía para continuar. El viento no tiene piedad y la brutalidad de sus ráfagas amenaza con zafar la pequeña bomba de aire. Sus manos se debilitan.

“¡No, por favor!... ¡Ayuda!...”, grita en su mente.

“... la fuerza para poder seguir…”.

La etérea calidez de esa voz inunda su cuerpo, al mismo tiempo que observa perpleja, unas manos posadas sobre las suyas, dándole soporte.