Casarse con un extraño - Louise Allen - E-Book

Casarse con un extraño E-Book

Louise Allen

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Beschreibung

Eran iguales pero tan diferentes... La vida de Sophia Langley se vio inmersa repentinamente en un torbellino. Cuando se enteró de la muerte de su prometido en un naufragio, lo último que podía esperar era que Callum Chatterton, el hermano gemelo de este, le propusiera matrimonio. Su romanticismo innato protestó ante la idea de un matrimonio de conveniencia, y el apenado Callum dejó muy claro que eso era lo único que podía ser. Sin embargo, las necesidades económicas de su familia y el carácter arrollador de aquel hombre tan distinto de su prometido, pero que físicamente era igual, la empujaban a aceptar.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Lelanie Hilton. Todos los derechos reservados.

CASARSE CON UN EXTRAÑO, N.º 519 - Enero 2013

Título original: Larried to a Stranger

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2609-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

Hertfordshire 1799

—Amo a Daniel, lo esperaré y me casaré con él —Sophia Langley miró a Callum de hito en hito. Su pecho subía y bajaba dentro del corpiño de su vestido pasado de moda; su nariz, como siempre, estaba manchada de carboncillo.

—Eso es ridículo. Los dos sois demasiado jóvenes —él resistió el impulso de agarrarla por los hombros y sacudirla para ver si conseguía inculcarle algo de sentido común. No entendía por qué su hermano gemelo había tenido que fijarse en la hija de uno de sus vecinos, cuando la jovenzuela en cuestión ni siquiera había salido aún del cascarón.

—Tú no me entiendes, no sabes ni que existo, ¿y ahora sabes qué es lo que me conviene? Tengo diecisiete años y Daniel los mismos que tú —los ojos azules de ella, su mejor rasgo, lo miraron con indignación.

Él estuvo a punto de replicar que era diez minutos mayor que su hermano, pero se reprimió. Con dieciocho años, era ya un hombre y no discutía con chicas.

—¿Cómo que no sé que existes? Jugábamos juntos de niños, ¿no?

Ella hizo una mueca, pero no contestó.

—Los dos estaremos mucho tiempo fuera. Conocerás a otra persona y te enamorarás como es debido cuando crezcas —añadió él.

En cuanto lo hubo dicho, supo que sus palabras carecían de tacto. Sophia se enderezó todo lo que pudo.

—¡Eres un malvado sin sentimientos! No sé cómo puedes ser hermano gemelo de alguien tan maravilloso como Daniel, pero yo lo amo y juro que me casaré con él. Y espero que tú te enamores de alguien que te parta el corazón —ella se alejó con dignidad, pero esa dignidad se vio alterada cuando tropezó con el borde de la alfombra. Él se echó a reír y Sophia dio un portazo.

Callum movió la cabeza y volvió a su tarea de hacer las maletas para su viaje a India.

Uno

Residencia Glebe End, Hertfordshire

5 de septiembre 1809

—Es de Callum Chatterton —Sophia Langley alzó la vista del papel que alisaba con la mano entre el plato y la taza. Su madre, con un trozo de tostada suspendido a mitad de camino de la boca, parecía tan perpleja como se sentía ella—. Dice que vendrá esta tarde.

—Entonces ha vuelto —la señora Langley frunció el ceño—. Creo que no venía por aquí desde marzo.

—Parece que no —Sophia no sabía por qué el hombre que hubiera sido su cuñado quería verla seis meses después del funeral de su prometido—. Lord Flamborough ha hablado muy poco de él, ahora que lo pienso.

Will Chatterton, el conde de Flamborough, hermano mayor de los gemelos, era un vecino próximo. Siempre había sido un buen amigo y había estado presente cuando les dieron la noticia de la muerte de Daniel. Este había muerto en el naufragio del barco que llevaba a los gemelos de vuelta a Inglaterra después de diez años en la India al servicio de la Compañía de las Indias Orientales.

Sophia miró su mano sin anillo y el puño de su vestido de color morado. Había vestido de negro durante tres meses y acababa de pasar al medio luto. Se sentía todavía como una hipócrita cada vez que una de sus amigas o vecinas suspiraba compasiva por su pérdida.

La lectura del testamento después del funeral había dejado claro que Daniel había olvidado cambiarlo después de su compromiso. Ni Callum, que había expresado claramente su opinión en el momento del compromiso, ni el conde, que Sophia sospechaba tampoco lo aprobaba, parecían comprender en qué situación había dejado eso a los Langley.

Daniel no había previsto nada para ella. Callum, que parecía casi petrificado de dolor por la pérdida de su hermano, había intentado explicarle que aquello se debía a un descuido por parte de Daniel, a su renuencia a afrontar pensamientos ingratos como su propia mortalidad y no a una falta de amor por ella.

Pero el corazón de Sophia decía otra cosa. Daniel había dejado de amarla, igual que ella a él, aunque no podía decirle eso al sufriente hermano. Y si no se habían amado, ella no tenía derecho a esperar nada. Si hubiera sido sincera consigo misma, habría terminado el compromiso antes; así podría haber encontrado esposo y su familia habría estado segura. Probablemente habría podido tener familia propia.

Quizá el conde o Callum le habrían dado algunos fondos si se los hubiera pedido, pero su orgullo, y saber que había sido una tonta al aceptar el compromiso tan joven, le habían impedido mencionarlo.

Will las visitaba regularmente para ofrecer su ayuda... prestarles un jardinero de la mansión, su carruaje cuando necesitaban ir a St Albans, o cederles un exceso de verduras de sus huertos. Pero las negativas continuas y amables de ella habían hecho que tales visitas fueran disminuyendo. Sophia se esforzaba mucho por disfrazar su pobreza y, hasta el momento, lo iba consiguiendo. Pero el montón de facturas en su escritorio no dejaba de crecer y las educadas peticiones de pago se volvían cada vez más bruscas. Ella sabía que estaban llegando a un punto en el que tendría que tomar decisiones sobre su futuro.

—Quizá ha decidido hacer lo correcto y pasarte parte de su herencia de Daniel —comentó la señora Langley.

—No hay razón para que lo haga —le explicó Sophia con paciencia—. La propiedad que ha heredado de Daniel no es transmisible; no podría traspasarla aunque quisiera, y tiene que pensar en su carrera y su futuro. Sin duda se casará pronto, sobre todo si no regresa a la India.

—¡Ah, bueno! —suspiró su madre—. No importa. El querido Mark terminará pronto sus estudios y se ordenará y entonces tendrá una parroquia y todo irá bien.

Sophia no se molestó en señalar que era poco probable que Mark encontrara una parroquia con dinero suficiente para mantenerlos a los tres y hacerse cargo de las deudas sin contar con alguien influyente que lo apoyara. Su hermano no tenía ni la ambición ni el carisma suficientes para buscar una buena posición; era más probable que acabara de coadjutor en una ciudad industrial o una parroquia rural. Le tocaría a ella lidiar con aquello.

Miró de nuevo la carta, escrita con letra decidida. Era una nota breve y sin explicaciones. Callum Chatterton tendría el honor de visitarla esa tarde y confiaba en que ella podría recibirlo.

Sophia recogió el resto del correo antes de que su madre notara que una gran parte parecían ser facturas. ¿Cómo podía haber tantas cuando tenía la impresión de que lo único que hacía era lidiar con ellas?

—Me ocuparé de esto esta mañana —dijo—. Será interesante volver a ver a Callum Chatterton.

Su escritorio estaba en el rincón de su dormitorio, y cerró la puerta con la sensación de entrar en un santuario. Antes o después tendría que hacer entender a su madre lo seria que era la situación, pero todavía no. Un mes más y escribiría a una agencia de Londres en busca de empleo. El trauma de haber tenido que despedir a su único lacayo había sido ya suficiente para la señora Langley, que sentía intensamente su pérdida de estatus. Saber que su hija tendría que empezar a ganarse la vida le provocaría un ataque de histeria.

La habitación era sencilla y luminosa, con cortinas de muselina blanca. Una habitación de niña. «Y ya no soy una niña», pensó Sophia. «Tengo veintiséis años y ninguna expectativa de casarme».

¡Si hubiera tenido el sentido común de admitir que había dejado de estar enamorada! Debería haberle escrito a Daniel. Si se lo hubiera explicado, habrían podido romper el compromiso sin escándalo, pues a todo el mundo le había sorprendido que el padre de ella lo hubiera permitido siendo Sophia tan joven.

Ella se había mostrado pasiva en aquel tema, pero en otros aspectos había cambiado mucho en nueve años. Había crecido y madurado. Ahora tenía conocimientos; ideas propias. Tenía intereses y creencias.

Había esperado nueve años, resignada y paciente, mientras aprendía a llevar una casa y mejoraba su mente. Se preguntó si había sido paciente. Tal vez había sido egoísta y había disfrutado del lujo de tener tiempo para aprender a ser ella misma. Cuando sus amigas se compadecían de su espera, ella no se quejaba. Su arte era su forma de huir, y había dedicado su tiempo libre y su energía a perfeccionarlo.

En la mesa estaba abierto su cuaderno de dibujo con el autorretrato que había intentado unos días atrás. Eso le había hecho mirar su imagen con sentido crítico y, desde luego, no era probable que el resultado la volviera vanidosa.

En los años transcurridos desde la marcha de Daniel, había crecido. Ahora era más bien demasiado alta para la moda, demasiado delgada, sin muchas curvas que llenaran los vestidos por delante. Su nariz era un poco larga y la boca un poco ancha, pero los ojos le parecían satisfactorios. Eran más azules que antes, o quizá eso se debía a que las pestañas se habían oscurecido con el pelo, que ahora era prácticamente negro, no castaño como antes.

Pasó la página para observar la cabeza y los hombros de un hombre. Después de recibir la carta que le comunicaba el regreso inminente de Daniel, había estudiado la miniatura de él que había pintado antes de que Callum y él se marcharan. Sabía que no era un trabajo bueno, así que había empezado a dibujar al hombre de veintisiete años en que podía haberse convertido aquel chico. Y había sido entonces cuando por fin se había permitido aceptar que no lo amaba. Lo había esperado porque la haría su esposa y le daría un lugar en la sociedad. Su familia, sus recursos y su posición en la Compañía de las Indias Orientales silenciarían por fin a los acreedores.

Había sido una sorpresa ver el eco de ese dibujo en Callum las pocas veces que se habían encontrado antes de que él se marchara de Flamborough Hall en marzo. Él había crecido también. Su cuerpo ya no era el de un muchacho delgaducho, sino el de un hombre fuerte. Sus inteligentes ojos avellana, oscurecidos por el dolor, contenían años de experiencia; su boca era más firme y su expresión más reservada. Solo su pelo castaño oscuro era el mismo, con propensión a caer de lado sobre la frente, como había hecho el de Daniel.

Recordó la confrontación con Callum el día antes de que Daniel y él se marcharan para Londres y para su nueva vida en la India. Era extraño lo a menudo que había pensando en aquello. «Amo a Daniel y juro que me casaré con él», había dicho ella. Y había roto aquel juramento. La aceptación de la verdadera naturaleza de sus sentimientos la había sacudido como si fuera una mariposa que salía de su crisálida a un mundo brillante, peligroso y excitante.

—Ya no te amo —había susurrado al retrato—. ¿Y si no quiero casarme contigo cuando vuelva a verte?

Había empezado a pensar que quizá podía ganarse la vida dibujando, no enseñando a chicas sino vendiendo su trabajo. Ya no era el amor por un hombre lo que hacía latir su corazón con fuerza, sino el acto de la creación cuando un dibujo cobraba forma en la página, cuando la visión en su mente adquiría vida con la punta del lápiz. Había jugado con la idea de contactar con editores de libros, los famosos John Murray o el señor Ackermann, que publicaba tantos grabados.

Pero no era realista. La idea de ganarse así la vida era un sueño. Las señoritas no se convertían en artistas comerciales; eso estaría solo un paso por encima del escenario y de la reputación escandalosa que conllevaba.

Y una dama tampoco podía dejar plantado a un caballero; sería una desagradecida si hacía eso después de haber dejado que el compromiso durara años. Nadie esperaba que los matrimonios se hicieran por amor, así que eso no era excusa. Y una buena hija no tiraba por la borda una alianza que llevaría fortuna a su familia... y desde luego no para quedarse convertida en una solterona de veintiséis años. Tenía que casarse con Daniel y cumplir con su deber. Pero luego la tragedia la había liberado del único modo que aceptaría la sociedad, y eso había empeorado aún más su tumulto emocional.

Sophia lanzó las facturas encima del cuaderno y caminó por la estancia. Pero no había escape, pues eso la llevó hasta el baúl con su ajuar, donde cada sábana, almohadón y toalla llevaba bordadas en una esquina la C y la máscara de gato que eran el escudo familiar de la familia de Daniel. Había también ropa interior, pañuelos, camisones y guantes. El baúl representaba nueve años de recopilar y bordar, y de ir tachando cada artículo de la lista del «Compendio de las damas y recordatorio del ama de casa».

Eso había sido casi una fantasía. Había jugado a estar prometida mientras seguía adelante con su vida, tan independiente como podía ser una mujer de recursos limitados y con una reputación que mantener. Pero había llegado la realidad y sabía que habría tenido que romper el compromiso años antes y haber encontrado otra pareja. Si lo hubiera hecho, no sería una solterona, su esposo mantendría a su madre y ella no tendría miedo de abrir el correo o mirar el libro de cuentas.

Sophia enderezó los hombros y fue a sentarse ante el escritorio. Ignorar el lío en el que estaban solo conseguiría empeorarlo. Apelar a la misericordia a lord Flamborough y pedirle un préstamo sería sacrificar su autoestima y su orgullo. Intentar ganarse la vida con su arte escandalizaría a todos sus conocidos.

—Señor Chatterton, buenas tardes —Sophia dejó el cuaderno de dibujo y el lápiz en una cestita de flores al lado del asiento rústico y cruzó el césped hacia él. Llevaba media hora fingiendo cortar flores para evitar que a él le abriera la puerta la doncella para todo, la única criada aparte de la cocinera que quedaba en la casa.

—Señorita Langley —Callum bajó del caballo y lanzó las riendas sobre un poste de la valla, antes de entrar en el pequeño jardín delantero. Se quitó el sombrero y tomó la mano extendida de ella—. Espero que estéis bien.

—Muy bien, gracias —ella sonrió animosa—. Vos estáis... desde la última vez que os vi...

Él había perdido parte del color adquirido en la India y el viaje por mar, pero también las líneas de tensión y dolor del rostro, cosa que lo convertía en un hombre muy atractivo. Aunque hacía solo seis meses que no lo veía, el efecto en ella fue de desconcierto. Se le aceleró el pulso y supo que se ruborizaba. Sin duda tenía poco trato con caballeros.

—Era un momento difícil —reconoció él—. Creo que ya lo he superado. Ahora puedo mirar atrás con gratitud por los recuerdos y adelante hacia el futuro.

Sophia descubrió que su mano seguía todavía en la de él y que no tenía ganas de retirarla.

—Me alegro de que el dolor esté sanando. Imagino que, si ya es terrible perder a un hermano, debe ser todavía más duro perder a un gemelo.

—Sí. Sois muy intuitiva. No todo el mundo entiende eso —él colocó la mano de ella en su codo—. ¿La casa de verano sigue en pie?

—¿La casa de verano? Sí —ella se volvió y se dejó guiar al lateral de la pequeña villa—. ¡Qué raro que lo recordéis! Daniel y yo solíamos escondernos allí para hablar sin parar e imaginar que mis padres no sabían dónde estábamos. Está igual que antes, pero más vieja.

Ese verano había vuelto a haber pequeñas rosas amarillas alrededor de las puertas, rosas que ella había pensado recoger para su boda.

La puerta estaba abierta y él la siguió lentamente al interior pequeño y polvoriento.

—No es el refugio romántico que imaginábamos entonces —comentó ella—. Debéis disculpar las arañas y las tijeretas.

—Todavía me sorprende lo pequeños que son los insectos en Inglaterra —musitó Callum; su boca se curvó en la primera sonrisa que le había visto ella desde su regreso—. ¿Podemos sentarnos aquí a hablar?

—Sí, por supuesto. ¿Pido a la doncella que nos traiga refrescos? Quizá debería llamar a mi madre.

—Gracias, nada de refrescos —Callum colocó dos sillas cerca de la puerta, limpió los asientos con el pañuelo, dejó en una mesa el sombrero, los guantes y la fusta y esperó a que ella tomara asiento—. ¿Sentís la necesidad de tener carabina?

—En absoluto. Hace años que os conozco. Sois casi mi hermano.

Callum alzó una ceja.

—Os aseguro que mis sentimientos por vos nunca han sido fraternales.

Sophia se sonrojó y se sentó. Ahora que él le había metido la idea de peligro en la cabeza, lo encontraba demasiado varonil y demasiado próximo en aquel espacio pequeño.

—¿El conde está bien? —preguntó.

—Sí, gracias. Tengo entendido que hace tiempo que no os veis.

Ella había esquivado a Will y su amabilidad, temerosa de acabar humillándose y pidiéndole ayuda, sabedora de que, si él se enteraba de la situación en la que estaban los Langley, se sentiría obligado a ayudarlos.

—Ha sido muy amable —murmuró—. Vos habéis estado en Londres desde...

—Desde el funeral. Sí. Me ofrecieron un puesto en la Compañía de las Indias Orientales, en Leadenhall Street. Al principio me ayudó trabajar muy duro y luego aprendí a encontrar fascinante lo que hacía.

—Me alegro por vos —repuso Sophia—. Es gratificante que sea reconocido vuestro talento.

—Gracias. He abierto casa en Half Moon Street, una zona de moda cerca de St. James Park.

—¿De verdad?

—Y ahora he decidido que falta una cosa en mi nueva vida —él miraba los arbustos de fuera.

—¿Sí? —musitó ella, alentándolo a seguir.

—Una esposa —Callum Chatterton se volvió a mirarla

—¿Una esposa? —Sophia lo miró a los ojos.

—Una esposa. ¿Me haréis vos el honor, Sophia?

Dos

—¿Yo?

La sorpresa de Sophia resultaba casi cómica. Lo miró un momento con la boca abierta y Callum se preguntó si se había equivocado y ella no era la joven inteligente y desenvuelta que le había parecido seis meses atrás. Luego cerró la boca, pensó un momento y preguntó:

—¿Por qué queréis casaros conmigo, señor Chatterton?

Ah, sí. La inteligencia estaba allí; y el valor también. Había alzado la barbilla; estaba sorprendida, casi alarmada por la inesperada proposición, pero no se iba a dejar abrumar por ella. Callum recordó la primera vez que la había visto después de su regreso. Él estaba medio ahogado, lleno de moratones y ronco de gritar toda la noche el nombre del hermano al que se había llevado el mar, y no se hallaba en condiciones de mostrarse gentil con ella.

Sophia se había desmayado cuando le había dado la noticia, pero al recuperar el sentido se había mostrado tranquila y firme mientras su madre caía en la histeria. Callum, sumido en el dolor, no había podido preocuparse mucho por Sophia o sus sentimientos, aunque sí había agradecido su entereza y el modo en que se había retirado tras la máscara de las cosas educadas que uno dice y hace para mantener a raya las expresiones salvajes del dolor.

Le había contado algo de lo que había pasado y lo había pillado de sorpresa la generosidad de la respuesta de ella, que bien podría haberlo culpado por no haber salvado a su prometido.

—Yo estaba en la cubierta y Daniel en uno de los botes, ayudando a bajar a las mujeres —le había explicado él—. Una ola grande lo arrastró y no pude encontrarlo.

—¿Os tirasteis? ¿Intentasteis salvarlo? —había preguntado ella, horrorizada. En los grandes ojos de ella, Callum había vuelto a ver imágenes de mares tempestuosos, de oscuridad y rocas, y había vuelto a oír gritos.

—Por supuesto —había contestado—. Claro que sí.

—Por favor —ella le había tocado la mejilla con dedos que parecían muy calientes contra la piel fría de él—. Debéis calentaros u os atacará la fiebre.

Semanas después, cuando el frío profundo de su interior había empezado a derretirse, él había recordado aquel contacto y el instinto de ella por reconfortarlo en vez de pedir consuelo para sí.

Mientras aprendía a vivir con su pérdida y a recordar a Daniel, había habido otros recuerdos. Había presionado a su hermano para que rehiciera el testamento cuando él ponía también sus asuntos en orden, y Daniel se había mostrado evasivo. Se había encogido de hombros. No le pasaría nada. Y si le pasara algo, sabía que su hermano gemelo cuidaría de Sophia, ¿no?

—Sí, por supuesto —había dicho Callum—. Cuidaré de ella como si fuera mi prometida, lo juro. Pero aun así...

Pero Daniel no había hecho nada sobre el testamento y después él, Callum, tampoco había hecho nada para ayudar a Sophia. Se había sumergido en el dolor y el agujero negro de la pena. Y cuando empezaba a recuperarse, había recordado su promesa.

Volvió al presente y a la mujer que lo miraba con sus grandes ojos azules. Había madurado en los últimos diez años, pero seguía siendo demasiado delgada, demasiado pálida.

—Me he sorprendido mirando al futuro por primera vez en meses y he pensado que es hora de que me case —dijo él—. Tengo casi veintiocho años; y ahora tengo propiedades en las que pensar así como una carrera que requiere recibir y enviar invitaciones. Una esposa me parece... lógico.

—Comprendo —repuso ella, con cierta aspereza—. ¿Pero por qué yo? Sois hermano de un conde, vivís en Londres, donde podéis conocer a muchas damas solteras que tendrán, y disculpad mi franqueza, más años de fecundidad por delante que yo. ¿Asumo que un heredero es una de vuestras consideraciones cuando habláis de propiedades?

A él le gustó su sinceridad y respondió de igual guisa.

—No quiero un compromiso largo. Podríamos, por así decir, recuperar parte del tiempo perdido.

Ella se sonrojó, pero frunció los labios. Al parecer, poseía sentido del humor.

—Repito —insistió Sophia—. ¿Por qué yo? No puedo creer que no podáis encontrar una esposa en Londres si queréis casaros pronto.

—Ceo que vos seríais muy adecuada. Y siento que es mi deber. Daniel lo esperaría así. Prometí cuidar de vos y he descuidado eso en mi dolor —aquella era la mujer a la que Daniel había amado en otro tiempo.

—¿Qué? No. Fue una tragedia, un accidente, y nadie me debe nada. Y no espero nada... menos aún un matrimonio con vos, Callum Chatterton. Vos nunca mostrasteis ningún interés por mí cuando éramos más jóvenes.

Sophia se levantó con las mejillas sonrosadas y un brillo marcial en los ojos. Callum se incorporó a su vez, pero no hizo ademán de tocarla. Podía ver que se sentía mortificada y el orgullo herido la hacía enfadar.

—Estoy proponiendo... ¿podemos llamarlo un matrimonio de conveniencia?

—Es muy noble por vuestra parte —respondió ella. Callum admiró el modo en que se controlaba. Tenía dignidad además de coraje—. A ver si lo entiendo. ¿Queréis decir que no esperaréis compartir mi lecho?

—Pues por supuesto que querría compartir vuestro lecho y hacer el amor con vos.

Ella abrió mucho los ojos. ¿Era totalmente inocente? ¡Qué interesante! Y estimulante. Callum había buscado antes la compañía de mujeres diestras y sofisticadas, pero una esposa inocente sería igual de interesante, siempre que existiera una sensualidad de base.

Sophia recuperó la compostura con un esfuerzo visible.

—Perdonadme si no puedo aceptar una oferta tan halagadora.

—Creo que tenéis suficiente sentido común para no aceptar tonterías románticas por mi parte —respondió él con sequedad—. Podría alegar sentimientos que ambos sabemos que no tengo, igual que no espero que los tengáis vos. Pero seamos francos. Asumo que no habréis hecho voto de castidad —ella frunció el ceño—. ¿Con quién os casaréis ahora? ¿Un terrateniente? ¿El coadjutor? En vez de eso, podríais ser la cuñada de un conde y llevar una vida confortable.

—Dejemos a un lado lo que podría ganar yo con esa boda —Sophia se volvió de espaldas a él y miró el jardín descuidado—. ¿Qué beneficio podéis obtener vos casándoos con una mujer de mi edad que no posee riquezas, aparte de salvar vuestra conciencia? Cualquier esposa calentará vuestra cama tan bien como yo.

—Ganaría una esposa elegante, inteligente, con coraje y aplomo —repuso él—. Tendría la satisfacción de saber que he hecho lo que habría deseado mi hermano gemelo —vaciló, pero decidió que le debía al menos franqueza—. No busco un matrimonio por amor. Si he de ser sincero, ya no me considero capaz de un compromiso de ese tipo. Siento que, desde el naufragio, he perdido esa parte de mí. Vos nos conocisteis a los dos en otro tiempo, parecisteis entender lo que siente un gemelo y me pregunto si podréis comprender ahora que creo que no podré volver a amar totalmente otra vez. Ni a mi hermano ni a una mujer.

Sophia se apartó con brusquedad y apoyó una mano en la jamba de la puerta. No habló.

—Con vos, con vuestra madurez y nuestra pérdida compartida, puedo esperar que aceptéis eso. No estoy seguro de poder pedírselo a una chica joven que busca su primer amor.

Ella siguió sin contestar. ¿La estaba hiriendo al hablarle de Daniel y de sus sueños perdidos?

Al enterarse de la noticia se había desmayado. Se había aferrado durante nueve años a las promesas que había hecho. Había sido fiel, tal y como había jurado aquel día de 1799 en que él había intentando torpemente poner fin a un compromiso que le parecía prematuro y poco fundado. Entonces no había captado un sentimiento profundo en su hermano gemelo y los años siguientes le habían dado la razón.

Daniel debería haber vuelto y haberse casado con ella años atrás, aunque no hubiera querido arriesgarse a llevarla a la India. Ella habría tenido estatus, propiedades, probablemente hijos, si él hubiera vuelto a casa cuando había tenido la oportunidad. No había excusa para no haberlo hecho. Solo el deseo de Daniel de conservar su libertad y su falta de responsabilidad. Y Callum podría haberle hecho volver a cumplir con su deber, pero no lo había intentado porque le gustaba tener a su hermano al lado y no compartirlo con una esposa e hijos.

Se casaría con Sophia si ella lo aceptaba porque era lo que debía hacer y además le convenía, pero no quería pensar en los sentimientos de ella. Ya había sido bastante duro lidiar con su dolor y con el vacío de la ausencia de Daniel.

Debía encontrar una esposa pronto y echar raíces. Tenía dos propiedades que considerar: una de la que solo tenía el usufructo hasta que se desposara o cumpliera los treinta años y la que había sido de Daniel en los mismos términos y ahora era también suya. No le apetecía nada dedicarse a buscar esposa, a cortejar a una mujer y fingirle amor. Era mucho más sencillo desposarse con Sophia y resolver todos sus problemas.

Le ayudaría tener sentimientos positivos, pero parecían haberle abandonado dejando solo un agujero negro y doloroso. Y la empatía también. Sentía el dolor por su hermano Will a distancia y el de Sophia allí presente. Y sin embargo, en todos los demás aspectos había vuelto a la normalidad. Trabajaba duro, su mente era tan aguda como siempre, tenía ambición, hacía planes para el futuro, apreciaba la compañía de amigos y colegas... Comía bien y se cuidaba.

Sophia se movió y el sol brilló en su pelo y delineó vagamente su figura a través del vestido. Se volvió a mirarlo y él captó una curiosidad que no estaba allí antes y sintió que la sangre corría más deprisa por sus venas.

—¿Y bien, Sophia? —preguntó—. ¿Fijamos la fecha?

—Señor Chatterton, no puedo casarme con vos.

A ella no se le ocurría nada más que decir. No podía discutir su sentido del deber ni su deseo de cumplir una promesa hecha a su hermano gemelo. ¿Pero cómo iba a aceptarlo si había sido un error suyo permitir que se prolongara el compromiso? Daniel no habría podido romperlo porque era un caballero.

—Comprendo que vuestros sentimientos por Daniel pueden hacer que esto resulte extraño —siguió Callum, con la misma pasión que si comentara el precio del té—. No obstante, me esforzaré por ser un buen esposo para vos. Ahora estoy seguro de que permaneceré en Inglaterra, por lo que no debéis temer un clima insano ni largas separaciones.

Sophia parpadeó. Él creía que había estado enamorada de Daniel. Comprendió que no podía sacarle de su error en ese momento. Sería horrible decirle que no había amado a su prometido cuando Callum sentía tanto su pérdida.

Pero él seguía hablando, así que ella se esforzó por prestar atención.

—... una esposa sensata y amable y vos necesitáis esposo. Podríamos desposarnos sin mucho alboroto con una licencia.

—Parece que habéis pensado en todo —contestó ella con la boca seca—. ¡Qué eficiente! Debo confesar que no me siento inclinada a ser sensata ni amable en este momento. En cuanto a que sea lo más inteligente, no tengo ni idea.

Sentía deseos de gritar. Desde luego, necesitaba un esposo; yacía despierta por la noche pensando en ello y preguntándose cómo iba a lidiar con los acreedores cuando estos se dieran cuenta de que en su futuro no había un varón bien relacionado que pagara las deudas. Pero casarse con un hombre que se lo proponía como un deber...

—No puedo casarme con vos solo porque tengáis un impulso amable.

—Yo no me comprometo en asuntos de importancia, de honor, por un impulso —la boca de él se curvó en algo que era casi una sonrisa—. No soy muy dado a los impulsos —confesó. Y ella sintió los ojos de él en su cuerpo, valorándola.

Estaba muy seguro de que ella haría lo que le decía. Sophia se mordió el interior del labio para no estallar. Era muy desagradecido por su parte, pero ella sería la única que decidiría lo que iba a hacer.

—¿Mis sentimientos por vuestro hermano no os preocupan?

—No.

Sophia apartó la vista de sus hombros anchos y piernas largas y de la perspectiva de pasión física. Era un hombre atractivo, pero eso no era una buena razón para un matrimonio, sobre todo porque él difícilmente sentiría la misma atracción física por ella. Una esposa era un cuerpo cálido en el lecho que llevaba a cabo sus deberes maritales y producía hijos. Al parecer, ella servía para eso, aunque no lo volviera loco de deseo.

Aquello era tan malo como se había vuelto la idea de casarse con Daniel, solo que más frío. Sophia se recordó que Callum era un comerciante por trabajo y entrenamiento. Supuso que enfocaba el matrimonio del mismo modo que cualquier otro contrato, racionalmente y con sentido común.

—Económicamente tenéis problemas, ¿verdad? —preguntó él.

Ella tenía que ser sincera en eso por mucho que le costara a su orgullo.

—Sí. Hay más deudas de las que podemos pagar. Había pensado solicitar un puesto de institutriz o quizá de dama de compañía.

—Me lo esperaba —respondió él—. Aunque no sabía que fuera tan grave. Podéis estar segura de que me ocuparé de eso.

Ella saldría ganando en aquel trato, pues no aportaría nada a Callum aparte de sí misma. Aquello era la respuesta a sus plegarias. ¿Por qué, entonces, todas las fibras de su ser se rebelaban contra esa idea? Era un matrimonio excelente y cualquier joven bien educada no esperaría nada más que lo que le ofrecía Callum. La mayoría lo aceptarían sin dudar, profundamente agradecidas de tener una segunda oportunidad.

Pero ella no era otra persona, era ella misma y anhelaba un encuentro de mentes, compañerismo y amor. Su corazón le decía que rehusara firmemente y pusiera fin a aquella humillación, pero su cabeza la frenaba de tomar una decisión irrevocable.

—Tengo que pensarlo —dijo.

—¿Qué hay que pensar? —Callum parecía sinceramente confundido—. ¿Es por vuestra madre? Supongo que habríais hecho planes para su futuro cuando regresara Daniel. Supongo que habrá alguna pariente que pueda hacerle compañía.

—Sí, la prima Lettice estaría encantada de trasladarse aquí; esa fue siempre nuestra intención.

Él asintió.

—Excelente.

—¿Cómo no os va a importar que estuviera prometida con vuestro hermano? —ella extendió las manos hacia él—. ¿No os recordaré a Daniel?

Callum miró las manos sin tomarlas.

—Ya os he dicho lo que siento. He superado el dolor y espero no ser tan tonto como para tener celos de vuestros sentimientos por él —comentó—. Si me decís que no podéis casaros conmigo debido a esos sentimientos... —dejó la frase sin terminar. Allí estaba la ruta de escape de Sophia.

Pero sería una mentira y la huida llevaría a más deudas y miseria para su madre y para ella y más dificultades para Mark. Negó con la cabeza.

—No, no es eso. Sé que está... He aceptado que ha muerto. Es solo que esto es tan repentino e inesperado que necesito tiempo.

—El tiempo no está de vuestra parte. No sois una viuda con hijos —dijo Callum con tal pragmatismo, que ella tardó unos segundos en comprender que la advertía de que estaba dejando pasar su única oportunidad de ser madre—. Si vierais dónde viviréis, eso os ayudaría a decidir. Está la casa de la ciudad, claro, pero también dos propiedades entre las que elegir cuando estemos fuera de Londres. Podríamos ir a verlas juntos y decidir en cuál viviremos y cuál alquilaremos.

—¿Elegir? —todo aquello iba muy rápido—. Pero Long Welling siempre ha sido vuestra, ¿no?

—La administraba mi padre y después Will. No olvidéis que he estado en la India y después en Londres. No tengo ataduras con ninguna de ellas y ambas casas están desocupadas en este momento.

La casa donde viviría con aquel hombre. Una vocecita insidiosa le murmuraba que los brazos de Callum serían fuertes en torno a su cuerpo y que él siempre la protegería. Por fin podría conocer la pasión física. Él le daría hijos. Seguridad. ¿Pero era correcto?

—Necesitáis tiempo para pensarlo —dijo él; y ella vio de pronto que tenía ya el sombrero, los guantes y la fusta en la mano. Estaba tan absorta en sus pensamientos que no lo había visto moverse—. Volveré mañana por la mañana. Adiós, Sophia.

—Adiós —repuso ella—. Callum...

—Claro, ¡qué descuido por mi parte! —él bajó la cabeza y la besó levemente en los labios—. ¿Era eso lo que queríais?

—No lo sé —Sophia consiguió no pasarse la lengua por los labios para saborearlo—. No sé lo que quiero ni lo que debo querer. Habéis puesto mi mundo del revés.

—Excelente —él se alejó por el césped sin mirar atrás.

Sophia se lamió los labios. Había un débil rastro de algo extraño y perturbador mezclado con café. «¿Excelente?».

—Oh, hombre terco e imposible. ¿Has oído algo de lo que he dicho?

Tres

A la mañana siguiente, Sophia estaba sentada en el salón delantero intentando poner orden en sus pensamientos. Sentía resentimiento por el modo en que Callum asumía saber lo que le convenía a ella... y no ayudaba saber que estaba en lo cierto. Respetaba su sentido del deber y su lealtad a Daniel y sabía que el deber de ella para con su familia consistía en hacer un buen matrimonio. Aquel matrimonio.

Su mente volvía una y otra vez a la falta de dinero. Los comerciantes se habían mostrado comprensivos con las facturas desde la muerte de su padre debido a que estaba prometida con un hijo del conde. Pero los últimos seis meses ya sabían que eso no iba a ocurrir. Su hermano tampoco tendría la influencia de una familia importante que potenciara su carrera a menos que ella se casara bien. Y si no se casaba con Callum, ¿con quién podría casarse?

Las oportunidades de la zona eran poco prometedoras... algunos granjeros independientes mucho mayores que ella, el coadjutor, un par de viudos... y ninguno de ellos había mostrado interés por ella. No podía negar que aquel matrimonio ampliaría mucho su mundo. Su madre sería más feliz si ella estaba bien casada.

Y además, Callum Chatterton le parecía físicamente atractivo. El deber y un deseo que apenas entendía le decían que se casara con él. Todas las fibras emocionales de su ser y el orgullo le decían: «No, no siente nada por ti y solo te lo ofrece por su sentido del deber hacia un hombre que no tuviste la constancia de amar hasta su muerte».

El ruido de pasos sobre la grava la sacó de su ensimismamiento sin haber tomado una decisión.

—El señor Chatterton —dijo la doncella, antes de cerrar la puerta tras Callum.

Ataviado con botas, pantalón y levita de montar, debería haber parecido el perfecto caballero inglés de campo, pero en vez de eso tenía un aspecto exótico, casi peligroso. Quizá por los restos del bronceado y el modo en que sus ojos avellana parecían verdes. O quizá por la sensación de concentración que emitía. Era un cazador y ella la presa; por el bien de ella, claro.

—Buenos días, Sophia. Tengo la calesa. ¿Vamos? Hace un día agradable y quizá podamos decidir mejor lo que queremos si estamos libres del peligro de interrupciones —comentó—. He pensado que te gustaría ver las dos casas.

«No seas boba», se dijo ella a sí misma. Si se conocían solo a través de conversaciones forzadas en el salón, jamás decidiría si iba a casarse con él.

—Muy bien. Voy a buscar mi sombrero.

Cuando salió al vestíbulo, dijo:

—Voy a dar un paseo con el señor Chatterton, Lucy. No quiero molestar a mi madre; por favor, si pregunta, dile que quizá no vuelva a casa para el almuerzo.

—Sí, señorita Langley —la doncella tenía los ojos muy abiertos por la curiosidad—. Procuraré no molestarla.