Cautivada por ti - Tracie Delaney - E-Book

Cautivada por ti E-Book

Tracie Delaney

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Beschreibung

Tras otra entrevista de trabajo desastrosa, me meto en un bar y pido un buen gin-tonic para ahogar mis penas. Lo que ocurre a continuación es que acabo ahogándome en el hombre fascinante y cautivador que hay sentado a mi lado en la barra. Nuestras indirectas son eléctricas, la química es innegable, y algo parece encajar desde el principio. Cuando me despierto sola en su lujoso ático con vistas a la bahía de Seattle y me encuentro una nota en la que me desea un buen viaje de vuelta a Chicago, su mensaje me queda claro como el agua: no va a haber una segunda vez. Al principio, me siento aliviada al no tener que enfrentarme a ese momento incómodo de la mañana siguiente. Pero después, mientras observo pasar los rascacielos de la ciudad de camino al aeropuerto, su abrupta despedida me duele. Empiezo a deprimirme por lo mal que fue la entrevista, pero al llegar a casa recibo una oferta de empleo inesperada. Cuando llego el primer día a mi nuevo trabajo, adivina quién viene a saludarme: ni más ni menos que el empresario hotelero multimillonario Asher Kingcaid, mi misterioso extraño. Y me deja bien claro que quiere más que solo una noche. Pero a mí rendirme a sus encantos no me parece muy buena idea. Cuando te has quemado una vez, lo lógico es mantenerte alejada del fuego. Sin embargo, Asher parece decidido a arrastrarme hasta las llamas…

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Título original: Captivated by You

Primera edición: agosto de 2024

Copyright © 2022 by Tracie Delaney

© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2024

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-24-0

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografía del modelo: Ndesoart27/Freepik

Fotografía de cubierta: F11photo/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Nota de la autora

1

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Agradecimientos de parte de Asher

Agradecimientos

Contenido especial

Nota de la autora

Querido lector:

Muchas gracias por haber elegido leer el primer libro de una serie completamente nueva: The Kingcaid Billionaires. Es difícil arriesgarse a leer algo nuevo, ¿verdad?, pero también está ese cosquilleo de emoción que se te pone en el estómago, la alegría de conocer un mundo de personajes nuevos y saber más sobre ellos.

Empezaré contándote un poco sobre los Kingcaid. Treinta años atrás, tres hermanos montaron una empresa y convirtieron lo que comenzó como un pequeño negocio familiar en un fenómeno global que incluía una cadena de hoteles, barcos de cruceros, discotecas, clubs de playa y casinos. Los Kingcaid están metidos en todo lo que se te pueda ocurrir. Y ahora les toca brillar a sus hijos.

Empezamos con Asher Kingcaid, el ceo de Kingcaid Hotels. Asher no lo sabe todavía, pero su vida está a punto de cambiar por completo cuando conozca a Kiana Doherty, una nueva y ambiciosa empleada con mucho por decir.

Y para quien disfrutó con la serie Rogues, puede que se encuentre con una sorpresa dentro de las páginas de Cautivada por ti. Espero que disfrutes conociendo a Asher y a Kiana, así como al resto del clan Kingcaid. Me encantaría saber lo que opinas cuando acabes la lectura. Si te animas, puedes unirte al grupo de lectura de Facebook Tracie’s Racy Aces, y participar en las conversaciones que tenemos allí.

Mientras tanto, pasa página y sumérgete en esta nueva serie que tengo el placer de compartir contigo.

Feliz lectura.

Con cariño

Tracie

1

Kiana

Chicas, proteged vuestros ovarios

Las puertas de cristal tintado se abrieron al llegar a la salida del establecimiento estrella de Kingcaid Hotels, a orillas del mar de Seattle. Mis tacones repiqueteaban sobre el suelo de mármol, y el sonido reverberaba por el enorme y lujoso vestíbulo.

Atravesé las puertas a toda prisa y bajé corriendo los escalones de piedra hasta llegar a la calle. Los ojos me escocían de lágrimas de rabia, y sentía un nudo ardiente en la garganta. Me cerré la chaqueta y giré a la izquierda. Una mujer con prisas casi se me echó encima. La esquivé, y se me torció el tobillo. Solté un chillido y me fui cojeando hacia un banco que había cerca. Me dejé caer, me examiné el pie y me froté el hueso.

¿Cómo se atrevía?

¿Cómo se atrevía ese cabrón a ponerme la mano en el culo y luego darme un apretón, como si fuera mi dueño?

Como si su actitud fuera normal.

Aceptable.

Aunque, claro, para él seguramente sí que lo era. ¿Por qué creían algunos hombres que podían abalanzarse sobre mí sin permiso? La última vez que pasé por algo parecido me costó Dios y ayuda reunir el valor para hacerle frente, y mira dónde acabé: con un billete de ida al paro y perdiendo a la persona que creí que siempre estaría a mi lado. La persona que pensaba que me quería de verdad.

Pero aprendí la lección, y de la peor manera.

Sentí que ardía de rabia, y los nudillos se me pusieron blancos de tanto apretar los puños mientras el corazón amenazaba con explotarme en el pecho.

Pero eso no era todo. También me sentía enferma. Enferma porque, durante un instante muy breve, pensé en quedarme callada. En dejar que me pusiera sus sucias manos encima, y todo por conseguir el puesto que tanto deseaba.

Sentí que la bilis se me subía por la garganta y me estremecí al pensar que había deseado tanto ese trabajo que estaba dispuesta a aguantar las mierdas de ese tipo. Aunque solo fuera por un segundo. Ningún puesto lo merecía.

Dios, tenía ganas de llorar, pero quedarme sentada gimoteando no iba a solucionar nada. Me había dejado la piel en superar las primeras fases de selección y había preparado una presentación que, aunque estuviera mal que yo lo diga, era una pasada. Después de presentarme a más de cien empleos en prácticas, esa era la primera oportunidad que tenía, y lo había dado todo para prepararme, pero ni siquiera me había dado tiempo a abrir el portátil.

Me fui cojeando por el paseo marítimo hasta mi hotel, una versión mucho menos lujosa del de cinco estrellas que acababa de visitar. Era lo único que podía permitirme, y eso, sumado al precio del billete de avión desde Chicago a Seattle, era lo mejor que iba a poder permitirme en mucho tiempo. Sobre todo después de haber fracasado con el motivo de mi visita.

¡Puf! Qué injusto era. La oportunidad de empezar en prácticas en Kingcaid Hotels no se presentaba todos los días. La marca Kingcaid era enorme. Sus dueños tenían las manos metidas en la masa de diversos pasteles, y no solo en hoteles. Contaban con empresas en todo el mundo, desde cruceros hasta casinos, restaurantes, discotecas e incluso un estudio propio de cine y televisión.

Y si no recordaba mal, también contaban con un sello de música. No es que pudiera rivalizar con los grandes como Sony o Warner, pero tenían algunos buenos fichajes. Bandas con futuro.

Unirme a una organización tan grande como Kingcaid me daría la oportunidad de conseguir la carrera con la que siempre había soñado desde pequeña. Algunos niños quieren, de mayores, ser astronautas, o conductores de tren, o médicos. Yo soñaba con trabajar en un hotel de lujo, donde pudiera hacer que los huéspedes disfrutaran de una estancia memorable. Siempre me gustó estar con gente y hacerla sonreír. Trabajar en el sector hotelero era la carrera perfecta para mí.

Pero ahora, por culpa de un gilipollas que no podía tener las manos quietas, tenía que volver a freír hamburguesas, servir mesas y depender de lo que mis padres pudieran darme. No me malinterpretéis, no me negaban ni un solo dólar, pero tampoco era que nadaran en la abundancia, y con veinticuatro años ya debía ser capaz de cuidar de mí misma. Mi mejor amiga, Gia, lo conseguía. Tenía una vida estupenda en Nueva York, donde trabajaba como chef, y tenía pensado dirigir su propio restaurante un día, mientras que yo volvía de nuevo a la casilla de salida.

Rebusqué mi móvil en el bolso para llamar a mi madre. Seguramente estaría sentada junto al suyo esperando todo el día, a pesar de que le había repetido una y otra vez que la entrevista no sería hasta las cinco y media de la tarde.

El reloj de la pantalla mostraba las cinco y treinta y cinco.

Los documentos que me había enviado el departamento de Recursos Humanos del hotel me decían que la entrevista duraría entre una hora y una hora y media.

Aunque, claro, marcharme sin haberle dado la oportunidad al director del hotel de hacerme ninguna pregunta después de haberme dado un apretón en el glúteo derecho era un claro indicio de la brevedad de mi entrevista.

Estaba furiosa con él, pero también conmigo misma. Debería haberle dado una bofetada, haberle gritado a todo pulmón, haber hecho algo, cualquier cosa. Pero no, me quedé allí parada, con la boca abierta, y luego me fui, sin más. Ni siquiera di un portazo.

Era una mierda. Una mierda. Aunque igual esa no era la palabra adecuada. ¿Podría haberse considerado pluriempleo si me hubiera puesto de rodillas para cumplir la fantasía asquerosa de ese tipo?

Marqué el número de mi madre, pero colgué antes de dar al icono de llamar. Era incapaz de reunir el coraje para hablar con ella. Así que hice lo que todo cobarde sabe hacer mejor: programé el mensaje para que se enviara una hora y media después. Opté por ser breve: le dije que no sabría nada durante un tiempo y que la entrevista me había dejado agotada, y prometí llamarla antes de coger el vuelo al día siguiente. Cuando volviera a casa ya se lo contaría todo. Tener una conversación como esa en mitad de Seattle era lo último que deseaba hacer.

Justo después de dejar que me manosearan en una entrevista para conseguir el trabajo de mis sueños.

Cuando llegué al hotel, la idea de entrar y sentarme en esa habitación deprimente, con sus colchas que picaban, sus paredes blancas rayadas y una moqueta harapienta, se me antojaba de lo más desmoralizador.

La barriga me rugió. Estaba tan nerviosa por la entrevista que solo había conseguido comerme una manzana para desayunar y nada más durante el resto del día. Menos mal que todavía podía comer, a pesar de que los pedazos de mis sueños rotos seguían esparcidos por todo Seattle. Aunque, claro, había muy pocas cosas que me impidieran comer. Era una de esa especie rara de personas que podía tragarse un costillar entero aun teniendo gastroenteritis.

Giré a la izquierda y vagué por las calles en busca de un lugar que me pareciera acogedor. El cielo empezó a oscurecerse, como queriendo poner fin a mi vagabundeo, y me metí en el primer bar que me encontré justo cuando empezó a lloviznar.

El local estaba escasamente iluminado y era demasiado chic para mi gusto, pero parecía lo suficientemente acogedor. A pesar de ser temprano, ya había un montón de gente dentro después del trabajo, todos con una cerveza y seguramente felicitándose a sí mismos por haber sobrevivido otra semana más en la América corporativa. Se quedó libre un asiento frente a la barra y me lancé a por él, colgando mi chaqueta sobre el respaldo de manera posesiva. Me senté y esperé a que el camarero me viera. Treinta segundos después, se acercó, deslizó una servilleta hacia mí, me colocó delante un cuenco de cacahuetes y me saludó con la barbilla.

—¿Qué quieres tomar?

Tenía una norma: no beber nunca antes de las seis. Miré el reloj que había detrás de la barra. Las cinco y cincuenta y nueve.

A la mierda.

—Un gin-tonic, por favor. Que sea grande.

El camarero se rio, cargó hielo en un vaso y le echó un chorro generoso de ginebra.

—¿Has tenido un mal día?

Puse los ojos en blanco.

—Ni te lo imaginas.

Dejó mi copa sobre la barra y le añadió dos rodajas de limón. Le miré la chapa identificativa. Saul.

—Eeeh… ¿Saul?

Él arqueó una ceja. A lo mejor se había sorprendido de que me fijara en su chapa. O de que le hubiera llamado por su nombre.

—¿Sí, señorita?

—¿Puedes hacerme un favor?

Arqueó la ceja todavía más.

—Depende de lo que sea.

Solté una carcajada.

—No te preocupes, no te estoy tirando los trastos. Tienes razón, he tenido un día terrible, y aunque ahogar mis penas en un buen gin-tonic puede parecer una buena idea, en realidad no lo es. Así que solo quiero que me sirvas tres copas. Después me dirás que me vaya, ¿vale?

Pillarme una cogorza y caerme de bruces no iba a ayudarme en mi carrera. Y una resaca, junto con un vuelo de cuatro horas, implicarían un viaje horrible de vuelta a casa.

Saul me guiñó un ojo.

—Entendido.

Se desplazó por la barra para servir al siguiente. Yo cogí mi copa y me bebí un tercio de su contenido un trago, para secarme después la boca con el dorso de la mano.

—Si bebes tan rápido, seguramente sea buena idea que limites la ingesta —anunció una voz ronca a mi lado, arrastrando las palabras y con tono de burla.

Ah, qué bien. Ahí estaba yo, ocupándome de mis propios asuntos, y algún gilipollas creía que podía salirse con la suya tras insultarme. El fin perfecto a un día perfecto. Cuadré los hombros y me quedé mirando mi vaso.

—Mi ingesta no es asunto tuyo.

—Cierto. Mis disculpas.

Que lo admitiera me llamó la atención. Lo estudié: pelo castaño oscuro muy corto en la nuca, ojos brillantes color topacio, una mandíbula fuerte cubierta por una barba de diseño, pómulos afilados y una nariz perfecta. Llevaba un traje de buen corte, y lo había conjuntado con una camisa blanca impoluta y una corbata del mismo color que sus ojos. Me aposté los treinta pavos que llevaba en el bolso a que lo había hecho a propósito. Sonreía de medio lado, con un asomo de diversión.

Genial. Se estaba riendo de mí. Solté un suspiro. Otro gilipollas guapo y rico, igual que el imbécil que me había entrevistado. Volví a centrarme en mi bebida.

—Lo siento de verdad. Ha sido una estupidez por mi parte. Debería haberte saludado sin más.

—Sí, la verdad. —Se hizo un silencio prolongado. Me removí en mi asiento—. Supongo que eres de los que están acostumbrados a tener el control. —Lo miré por el rabillo del ojo.

Sus labios se curvaron, cosa que interpreté como una señal de satisfacción.

—¿Por qué lo dices?

—Por intuición. —Me encogí de hombros.

Él sonrió y me mostró una hilera de dientes blancos perfectos, a juego con su nariz perfecta y sus pómulos perfectos. Y esos ojos… Ese hombre habría debido llevar un cartel rojo de neón en el que hubiera puesto: «Chicas, proteged vuestros ovarios».

—¿Y qué más ves?

Me di unos golpecitos con tres dedos en los labios. Ahora sí tenía la oportunidad de poner en su sitio a un hombre poderoso. Después del día que había tenido, me alegré de poder decirle exactamente lo que pensaba, dada la seguridad que me daba estar en un lugar público. A ver…, me lo estaba pidiendo él, ¿no?

—Mmm… —Volví a recorrerlo con la mirada y me percaté del reloj caro que llevaba en la muñeca, de las uñas con manicura y de su piel impecable. Llevaba zapatos de cuero italianos y el traje hecho a medida—. Eres rico. Tienes éxito. Eres un poco vanidoso. Estás acostumbrado a salirte con la tuya. No aceptas bien las órdenes, así que trabajas para ti mismo. Te gustan las cosas buenas.

Metiéndome de lleno en ese juego tan divertido, me dejé llevar por mi imaginación y empecé a inventarme burradas sobre la marcha.

—Tu madre te malcrió de pequeño, y sigues anhelando la atención y aprobación de tu padre. Eres el hijo mayor, con uno o dos hermanos. Tu familia se lleva muy bien, pero está llena de cabezotas, así que suele haber muchas peleas, y cuando no ganas, te pones de morros, porque eres ultracompetitivo y no puedes aceptar perder ni no salirte con la tuya. En cuanto a las mujeres, no estás por la labor de sentar cabeza. Te gusta probar de todo, servirte como en un bufé. Ninguna mujer te domará nunca. —Sonreí y levanté las manos al aire, con las palmas hacia arriba—. ¿Qué tal lo he hecho?

Los ojos le brillaron, pero consiguió controlar la expresión de sorpresa en una milésima de segundo. Guau. A lo mejor había dado en el clavo con una o dos de mis sugerencias.

Se rio por lo bajo.

—¿Y todo eso lo has deducido a partir de un encuentro de treinta segundos?

Me llevé mi copa a los labios y le di un sorbo, esta vez con más calma.

—Para ser sincera, me ha bastado con veinte para calarte.

Le dio vueltas a su copa. Los cubitos de hielo chocaron contra el cristal. Se quedó mirando el líquido ambarino, después le dio un sorbo y me miró a los ojos.

—No está mal.

—¿En qué parte me he equivocado?

Sus labios casi formaron una sonrisa.

—Eso lo dejaré a tu imaginación, que debo añadir que es bastante prolífica.

—Gracias. Mi madre estaría de acuerdo contigo.

—¿Me toca a mí ahora?

—No.

Ladeó la cabeza.

—Eso no me parece justo.

—La vida no es justa. Y además, me lo has pedido tú. Yo no te lo he pedido. He tenido un día de mierda; no necesito que vengas tú a psicoanalizarme.

—Seguramente sea lo mejor. Se me daría fatal.

Llamó a Saul con un dedo, y entonces me di cuenta de que me había terminado la copa. El camarero volvió a llenarnos los vasos y el extraño chocó el suyo contra el mío.

—¿Cómo te llamas? —pregunté.

—A… Anthony.

Me froté los labios. Que un hombre tan refinado como él hubiera tartamudeado solo quería decir una cosa: que me había dicho un nombre falso.

—¿Y el tuyo?

—Ethel.

Se rio, y sentí que me estaba volviendo adicta a ese sonido con mucha rapidez.

—Tú no te llamas Ethel.

—Y tú tampoco Anthony, pero si no me vas a decir tu nombre real, entonces yo te daré otro falso.

Esta vez, los ojos le brillaron durante más tiempo.

—Eres una mujer astuta, Ethel.

—Gracias.

Volvimos a quedarnos en silencio, una situación con la que nunca me había sentido cómoda. Solía tratar de rellenar los huecos con cháchara absurda, metiéndome por lo general en algún que otro fregado. Me quedé mirando mi vaso. Sentía su mirada sobre mí, y me costó horrores no mirarlo.

—¿Has comido?

Como si lo hubiera estado esperando, el estómago me rugió.

—No, todavía no.

Dejó unos cuantos billetes sobre la barra, se levantó y cogió mi chaqueta de la silla para tendérmela.

—¿Te importaría venir a cenar conmigo y así puedes contármelo todo sobre tu día de mierda?

Lo miré con los ojos entornados y ladeé la cabeza.

—Ir a cenar con un hombre al que acabo de conocer y que me ha dicho un nombre falso se me antoja un viaje de ida a la morgue.

Los hombros le temblaron de risa contenida.

—Te prometo que no soy un asesino en serie.

—Eso es lo que dicen todos.

—¿De verdad? —Arrugó la frente—. ¿A cuántos asesinos en serie has conocido?

Me aguanté las ganas de sacarle la lengua. Las mujeres de veinticuatro años no hacían algo tan infantil. Qué lástima.

—Seguramente sea lo que dicen todos.

Recorrió el bar con la mirada.

—¿Accederías a comer conmigo si nos quedamos aquí? Así, Saul podría protegerte. Es decir, lo conoces cuarenta y cinco segundos más de lo que me conoces a mí, así que es toda una apuesta segura.

Esa vez me tocó reírme a mí, y no intenté reprimirme.

—Das unos motivos muy válidos, falso Anthony.

—Me alegro de que lo creas, falsa Ethel.

Empezó a alejarse con mi chaqueta, y yo lo seguí a toda prisa. Cuando lo alcancé, ya había hablado con la recepcionista y lo estaba acompañando a una mesa.

Bueno, madre mía. Voy a cenar con un extraño.

Pensé en añadirlo a mi lista de deseos, aunque solo hubiera sido por el gusto de tacharlo.

2

Asher

Dar un repaso no es buena idea

Treinta años llevaba yo en el mundo.

Había visto mucho, había hecho mucho, había conocido a personas de todas partes.

Pero nunca, jamás, me había encontrado con una mujer tan astuta como aquella desconocida. Esa mujer impresionante que me llamó la atención desde que capté el sutil aroma de su perfume al sentarse a mi lado. Y desde el momento en que abrió la boca y habló, ya estaba perdido.

Había dado en el clavo con casi todo lo que dijo de mí, prácticamente como si hubiera hurgado dentro de mi cabeza para sacar a relucir al hombre que no le mostraba a nadie. Era una habilidad extraña, y quería conocerla mejor. Podía ser que no me hubiera permitido diseccionarla, pero, según fue progresando la noche, bajó la guardia y yo arremetí.

Colgué su chaqueta en la silla que le aparté. Al marcharme a mi sitio, ella se estiró la falda, se sentó y, debo admitir, le eché una buena ojeada a su escote. Levanté la mirada justo a tiempo.

O eso creía.

Las llamaradas que lanzaban sus pupilas ambarinas me dijeron que me acababa de pillar. Le sonreí avergonzado.

—Lo siento.

Continuó mirándome furiosa unos dos o tres segundos más, luego se levantó y cogió su chaqueta de la silla.

Yo me puse de pie de un salto.

—¿Qué estás haciendo?

—Ya me han cosificado sexualmente bastante hoy, Anthony, o como quiera que te llames. Seguro que tienes bastantes nombres de chicas en tu agenda secreta que estarán encantadas de que te las comas con la mirada, pero yo no pienso ser tu última muesca.

Se giró sobre los talones y se fue directa hacia la salida. Yo salí disparado detrás de ella y la alcancé justo cuando estaba abriendo la puerta. La típica lluvia de Seattle, más bien tirando a una llovizna continua que a un aguacero, nos saludó.

—Ethel, por favor, para. —La agarré del codo—. Por favor, vuelve dentro. Lo siento. Lo siento de verdad. He metido la pata hasta el fondo. Dame la oportunidad de compensártelo.

Yo no era de los que perseguían a las mujeres. Ethel me había calado bien al valorar mi carácter y el lugar que ocupaban las mujeres en mi vida. Mi empresa era lo más importante en mi vida, y se llevaba el cien por cien de mi tiempo y atención. No había cabida para relaciones significativas.

Sin embargo, mi intuición me decía, y muy en mi interior lo sabía, que dejar marchar a esa mujer sería un error catastrófico. No sabía por qué, pero cada fibra de mi ser me gritaba que la detuviera, que la convenciera de que me diera otra oportunidad.

Ella me miró, todavía furiosa. El color de sus ojos me recordó al de la miel de Manuka, profundo y dorado, el tipo de ojos que cualquier hombre se quedaría mirando durante horas interminables sin cansarse nunca.

Una ligera brisa le revolvió el pelo por la cara, y ella se lo apartó con irritación.

—¿Y por qué iba a hacerlo?

Buena pregunta.

Levanté las manos.

—No tengo nada más que ofrecerte que una humilde disculpa y la promesa de mantener los ojos en su sitio.

Apretó los labios.

—Y las manos.

—Las manos, seguro. —Le sonreí con picardía—. Siento ser el típico gilipollas, pero me gustas. Me gustan tu ingenio y tu perspicacia, y sería un honor para mí si me dejaras invitarte a cenar. Para compensarte, puedes pedir lo más caro de la carta.

Me estudió durante unos segundos, y luego soltó la puerta. Se cerró de un golpe, bloqueando el aire frío de otoño.

—Prepárate para escarbarte esos bolsillos, Ant.

Pasó a mi lado sin esperar una respuesta y volvió a nuestra mesa. Yo sonreí a sus espaldas. No conocía a esa mujer, pero, joder, quería hacerlo. No solo por su cuerpo, tan perfecto que debería ser ilegal, sino por su mente también. Tenía el tipo de inteligencia que yo encontraba increíblemente atractiva, además de cierta calidez que me atraía profundamente.

Volví a ocupar mi asiento y me puse la servilleta en el regazo. Después, abrí la carta. Los precios de la comida eran los normales para un bar, pero el olor que salía de la cocina abierta me hacía la boca agua casi tanto como la mujer que tenía sentada delante. Mientras revisaba los entrantes, recordé algo que había dicho ella.

—¿Qué querías decir con que ya te han cosificado sexualmente bastante hoy?

Ella mantuvo la mirada fija en la carta. Después, la cerró y se reclinó en la silla.

—Hoy he tenido una entrevista de trabajo, y el tipo que me ha entrevistado parecía pensar que no había ningún problema en agarrarme el culo y darme un buen apretón. —Apretó la mandíbula—. Ya sabes, como suele hacerse en un entorno profesional.

Se me desencajó la mandíbula.

—¿Estás de broma?

Me miró con los ojos muy abiertos, incrédula.

—¿Te parece que estoy bromeando?

—No. O sea… Joder, menuda mierda.

—¿Verdad? —Asintió—. ¿Y sabes qué es lo peor? Que era el trabajo de mis sueños. Había superado todas las pruebas online con creces, mi presentación había dado en el clavo, y cuando me tocó superar el último obstáculo, viene ese imbécil que cree que puede tocarme y yo me lo tengo que tragar porque no me queda otro remedio. —Se rio con amargura—. Ningún trabajo merece que tenga que pasar por eso.

Sentía que el ácido me corroía el estómago, y mis fosas nasales aletearon al respirar con profundidad varias veces.

—No, no lo merece. —Estuve a punto de estirar la mano para cogerle la suya con el fin de reconfortarla y demostrarle que me solidarizaba con ella, pero me lo pensé mejor—. Entonces, ¿qué has hecho? ¿Le has dado una patada en las pelotas y has llamado a la policía después?

Soltó una carcajada sarcástica.

—Mucho peor. No he hecho nada. Me he marchado, sin más.

—¿Qué? ¿Por qué?

Entrecerró los ojos.

—No me juzgues.

—No lo estoy haciendo. —Alcé las manos al aire—. Solo estoy… furioso, y me gustaría haber estado allí para darle una patada en las pelotas de tu parte. ¿Qué trabajo era?

El pecho se le levantó al respirar hondo, y luego soltó el aire por la nariz.

—Un puesto en prácticas para una cadena hotelera importante. Era la oportunidad perfecta que había estado buscando desde hacía meses. Al fin tenía ocasión de utilizar mi título hotelero. Pero ahora… —se rio de nuevo, otra vez sin alegría—, vuelvo a Chicago, a servir mesas hasta que encuentre otra cosa. Si es que alguna vez ocurre.

Una sensación de ansiedad se me asentó en el estómago. No creía en las coincidencias, y deseé con todas mis fuerzas estar equivocado. Oculté los puños apretados debajo de la mesa y esperé a que las siguientes palabras que salieran de su boca no fuesen las que yo me temía.

—¿Qué hotel?

No lo digas. No lo digas. No lo digas, joder.

—Kingcaid —contestó—. El pijo que hay frente al mar.

¡Mierda!

De alguna manera, conseguí mantener una expresión neutra, pero por dentro estaba que trinaba. Ardía de una furia que más bien parecía lava y que se abría paso por mis venas. La sangre se me convirtió en ceniza, y las ganas de vengarme, con violencia y sin piedad, se apoderaron de mí.

—Ojalá le hubiera dado una bofetada a ese cabrón —continuó, mientras yo me esforzaba por centrarme en cualquier cosa que no fuese la rabia que me corroía por dentro—. Ojalá le hubiera partido los dientes. Aunque, claro, un hombre así seguramente habría llamado a la policía, y habría sido yo quien hubiera tenido un problema. —Resopló—. Es tan típico…

—¿Cómo se llamaba? —Tenía la voz rasposa, y ella se dio cuenta del cambio en mi entonación, porque entrecerró los ojos y se inclinó hacia mí.

—Brandon Forster. ¿Estás bien?

—Sí. —Me aclaré la garganta—. Sí. Estoy bien.

—¿Lo conoces?

—¿A quién?

Ella puso los ojos en blanco.

—A Brandon Forster.

En esas circunstancias, hice lo único que podía hacer.

Mentir.

—Nunca he oído hablar de él.

—Mmm… Ojalá yo tampoco. —Se encogió de hombros—. Pero ahora ya no tiene remedio.

—¿Por qué no has llamado a la policía?

Se rio.

—Ay, Ant. ¿Y qué le iba a decir a la policía?

Me encantaba que acortara mi nombre, aunque fuera falso. Significaba que se sentía más cómoda conmigo.

—Que te ha tocado sin tu permiso.

Ella ladeó la cabeza y me miró con pena.

—Ay, qué fácil es para vosotros, los hombres, ¿verdad? El problema, Ant, es que hay una cosa que se llama «pruebas». Sin ellas, la policía no tiene ningún interés. Por desgracia, las mujeres de todo el mundo se enfrentan a este tipo de situaciones todos los días. No está bien, y me cabrea, pero no es nada raro.

Me avergonzaba admitir que nunca me había tropezado con nada parecido. Pero ahora que «Ethel» me había desvelado que ese tipo de comportamientos escandalosos estaban sucediendo justo debajo de mis narices, en mi puñetera empresa, no tenía ninguna intención de ignorarlo, de meterlo debajo de la alfombra con la esperanza de que desapareciera.

Sí, bueno, solo tenía su palabra. Tendría que realizar una investigación completa antes de actuar. Sin embargo, en el fondo, la creía. Si decía que Forster la había acosado, entonces es que había sucedido.

Y cuando desvelara la verdad, el futuro de ese cabrón quedaría hecho trizas. Ya me encargaría yo de que así fuera.

—Y si hubiera pruebas, ¿acudirías a la policía?

Ella soltó un suspiro.

—Lo dudo.

Arqueé las cejas.

—¿Por qué no?

—Porque… —Se encogió de hombros—. No ocurriría nada, aunque hubiera pruebas. Como mucho, le darían una colleja, y yo habría tenido que pasar por un montón de mierda para nada. Por no mencionar que vivimos en un mundo pequeño. Se correría la voz, y los alborotadores no perderían el tiempo en aprovechar la oportunidad. —Se mordió el labio, con los ojos vidriosos—. Olvídalo, Ant.

Ni de coña.

Dejé la servilleta en la mesa.

—¿Me disculpas un momento?

—Claro. —Miró la carta y luego de nuevo me miró a mí—. ¿Quieres que pida si viene el camarero?

—Sí, por favor. Yo tomaré el entrecot. Poco hecho.

Me fui al baño y, una vez fuera de su vista, llamé a mi asistente. Como solía estar disponible las veinticuatro horas del día, respondió al primer tono.

—Asher, ¿qué necesitas?

Si no hubiera estado temblando de rabia, me habría reído. Pero en aquellas circunstancias, bastante tenía con agarrar bien el teléfono.

—Siento llamarte un viernes por la tarde.

Soltó un suspiro de resignación.

—Llevo trabajando para ti cinco años. Puedo contar con una mano las veces que no me has llamado un viernes por la tarde.

Esa vez consiguió sacarme una risilla.

—Me sorprende que no lo hayas dejado.

—¿Y dejarte solo y desamparado? Sin mí serías un completo desastre.

—Cierto.

—¿Y bien?

—¿Puedes ponerte en contacto con Recursos Humanos y que me envíen todo lo que tengan de Brandon Forster en sus archivos? Necesito tenerlo en mi correo mañana por la mañana.

—Claro. Ahora mismo me pongo con ello.

—Y después, ponte en contacto con seguridad, pídeles que descarguen todos los vídeos de vigilancia del hotel de Seattle de las veinticuatro últimas horas y que me los envíen luego a mí.

—Entendido. ¿Algo más?

—No, eso es todo. Gracias, Priya. Que disfrutes de tu noche.

Colgué y relegué todos los pensamientos sobre Brandon Forster a una esquina de mi cerebro. Habría tiempo suficiente para represalias. Ahora mismo «Ethel» se merecía toda mi atención. Había tenido un día de mierda por culpa de uno de mis empleados, y yo pensaba compensárselo asegurándome de que la noche acabara mucho mejor.

Tomé asiento y sonreí a la mujer preciosa que tenía sentada enfrente.

—Lo siento.

—No hay problema. Te he pedido el entrecot. Lo querías poco hecho, ¿no? —Los ojos de color miel le brillaron.

—Perfecto —respondí tan tranquilo, antes de darle un sorbo a mi whisky.

Ella soltó una risita.

—Eres bueno, Ant.

Apoyé el codo sobre la mesa y la barbilla en el dorso de mi mano para quedarme mirándola. Ella me miró a su vez con atención, y las pupilas se le dilataron hasta que solo quedó un fino anillo dorado. Aquella imagen me recordó a un eclipse total de sol.

Durante la cena, me enteré de que tenía muchas cosas en común con mi inesperada compañera. Los dos teníamos dos hermanos, aunque los suyos eran gemelos. Nuestras familias nos volvían locos, pero las queríamos mucho. Le encantaba escuchar rock, correr y disfrutar del aire libre. A mí también. Cuanto más tiempo pasaba, más creía que el destino había traído a aquella perfecta extraña a mi vida por algún motivo. Solo que todavía no había adivinado cuál.

El camarero retiró los platos de la cena y los dos rechazamos el postre. Pero, conforme se acercaba el fin de la noche, me molestaba tener que separarme de ella. No recordaba cuándo había sido la última vez que había disfrutado tanto de la compañía de nadie tanto como de la preciosa mujer que tenía delante de mí.

Arrugué la servilleta y la dejé sobre la mesa.

—¿Puedo ser sincero contigo?

—Preferiría que lo fueras.

—No quiero que la noche se acabe.

Se me quedó mirando sin pestañear.

—Yo tampoco.

—Eres preciosa.

—Y tú estás borracho.

Me reí por lo bajo y levanté la copa con la mano que tenía libre.

—Este es solo el tercer whisky de la noche, y ni siquiera me lo he acabado.

—Entonces es que estás ciego.

—Si lo único que veo durante el resto de mi vida es a ti, entonces aceptaré contento mi destino.

Sus labios dibujaron una sonrisa, y meneó la cabeza.

—Cómo te gusta decir tonterías, ¿eh, Ant?

Habría dado cualquier cosa por escuchar mi nombre de esos labios rosados, pero si le hubiera dicho quién era en ese momento, se habría largado en menos que cantaba un gallo. Había tardado demasiado en confesarlo aquella noche. El momento ideal habría sido cuando me di cuenta de que era uno de mis empleados de alto rango quien la había acosado sexualmente. A lo mejor, después de solucionar el desastre que ese cabrón había causado, podía tener la oportunidad de resolver la situación.

—No son tonterías.

Se mordisqueó la esquina del labio inferior y me recorrió la cara con la mirada, después desvió los ojos y luego volvió a mirarme otra vez. Los iris le brillaron, una chispa que me atrajo tanto que hasta me incliné hacia ella. Ella imitó mi postura, como si fuéramos dos imanes que habían aceptado lo inevitable.

—¿Sueles ligar con extrañas en los bares y luego las llevas a cenar?

Yo negué con la cabeza.

—Tú eres la primera.

—¿En serio?

—¿No me crees?

—No.

Fingí sorprenderme y me llevé la mano al pecho.

—Ah, me siento ofendido.

Se acabó lo que le quedaba del gin-tonic y dejó el vaso sobre la mesa.

—No estarás casado, ¿verdad, Ant?

Arqueé las cejas.

—No.

—Bien.

—¿Por qué está bien?

Extendió la mano sobre la mesa y me recorrió con el dedo el dorso de la mano.

—Porque no me acuesto con hombres casados.

3

Kiana

Las guarradas están muy pero que muy bien

Había perdido mi querida cabeza.

En algún momento entre el primer y el segundo gin-tonic, Ant —o como quisiera que se llamara de verdad— me embrujó.

Durante la cena descubrí que teníamos mucho en común, y a pesar de haberlo conocido esa noche, sentía como si hubiese sido mucho tiempo atrás. Ese extraño tenía algo que me atraía, y estaba impaciente por conocerlo mejor.

No sería mi primer rollo de una noche. Lo había hecho antes, hacía como un año. Había sido una decepción inmensa, y no tenía ganas de repetirlo. Pero no nos engañemos: al decirle a aquel buenorro que tenía delante que no me acostaba con hombres casados, me estaba metiendo de lleno en mi segunda aventura.

Tampoco era que no pudiera echarme atrás, si hubiera querido. Él no habría armado ningún alboroto. Cada fibra de mi ser estaba dando botes por haberme tropezado con todo un caballero, y si perdía el valor, entonces él me acompañaría hasta la puerta de mi hotel, me estrecharía la mano y se marcharía. No haría falta disculparse.

Pero el caso era que no quería echarme atrás. Quería lanzarme de lleno a la aventura.

A diferencia de mi último rollo de una noche, me habría apostado todo el dinero que no tenía a que «Anthony» tenía unas habilidades en la cama que me habrían hecho olvidar todos los desastres de ese día. Su aptitud bajo las sábanas estaba escrita en sus labios llenos, en sus ojos color azul topacio, traviesos e invitadores, en sus brazos bronceados y su pecho amplio, y en ese poder innato que hacía que me lo imaginara empotrándome contra la pared más cercana.

Sentí un escalofrío de placer recorrerme la espalda.

Sí, por favor.

Mi valentía —o puede que algunos lo llamen estupidez— debería haberme sorprendido, o al menos haberme puesto un poco nerviosa. Sin embargo, solo sentía un nudo de emoción en el estómago, y mi cuerpo estaba reaccionando con un cosquilleo de expectación.

Durante los tres últimos años había aprendido a fiarme de mi intuición, a escuchar a mi instinto, y ahora los dos me decían que el hombre que tenía delante era alguien en quien podía confiar, aunque me hubiera dicho un nombre falso. A lo mejor era una fantasía suya fingir ser otra persona y disfrutar de un polvo de una noche.

Tenía que admitir que esa idea también me parecía interesante.

—Tú… Yo… —Frunció el ceño—. ¿Puedes repetirlo otra vez?

Me reí por lo bajo.

—Mírate, Ant. No pensaba que fueses de los que se quedan mudos con facilidad. ¿Es porque estás acostumbrado a dar el primer paso y ahora se te han cruzado todos los cables? ¿No estás acostumbrado a que las mujeres lleven la iniciativa?

—No me conoces.

—Y tú no me conoces a mí. —Arqueé las cejas, juguetona—. ¿Qué pasa si yo soy la asesina en serie, Ant? Una viuda negra que se aparea… y luego mata.

Se quedó callado un momento, y luego echó la cabeza hacia atrás y soltó unas carcajadas.

—Ethel, creo que eres la mujer más increíble que he conocido en mucho tiempo.

—Gracias. Después del día que he tenido, aceptaré el cumplido.

Su expresión se ensombreció. Otra prueba más de que ese hombre no era un cerdo misógino, como el tal Brandon Forster. O un completo cabrón, como…

Detuve mis pensamientos en seco.

No. Por ahí no.

Me negaba a permitir que ese imbécil ocupara un mínimo espacio en mi mente. Y tampoco pensaba cargar con la culpa de las acciones cometidas por otros. No me iba a permitir caer en la desesperación por estar siempre esforzándome en conseguir que mi carrera en ciernes despegara. Ahí fuera, en alguna parte, había una oportunidad esperándome. Tenía que aferrarme a esa esperanza. Pensar que pudiera ser de otra forma era deprimente.

—Lo siento.

Yo negué con la cabeza.

—No tienes por qué sentir nada. No soy de esas que meten a todos los hombres en la categoría de «cabrones», aunque haya un montón por ahí sueltos. Es solo que he tenido mala suerte, nada más.

Dos veces.

—Ten fe. —Se llevó mi mano a los labios y me besó la punta de los dedos—. Todo saldrá bien al final.

Temblé al sentir sus labios aterciopelados rozarme la piel, y sentí mariposas en el estómago. Había pasado mucho tiempo desde que me había acostado con alguien, y mi reacción a ese simple contacto fue bastante reveladora. Sentí un calor que se extendió por toda mi piel, provocándome un cosquilleo delicioso a su paso y despertando unas oleadas iniciales de placer que me recorrieron el cuerpo.

Y eso que todavía no nos habíamos liado.

—¿Nos vamos? —Su voz, profunda y rasgada, contrastaba con sus ojos, que brillaban con promesas guarras. Al menos, eso me pareció a mí —y también lo esperaba—, por la forma en que se le dilataron las pupilas.

Las guarradas estaban bien. Las guarradas estaban muy, pero que muy bien.

—¿Tienes algún lugar adonde ir? —No podía llevarlo a mi hotel. Fijo que nunca había dormido en ninguno que tuviera menos de cinco estrellas. Seguro que tendría miedo de contraer sarna por culpa de las sábanas.

—Sí. A menos que te sientas más segura en un hotel.

Le ofrecí una sonrisa torcida.

—Volvemos al modo asesino en serie.

Él me devolvió la sonrisa.

—Pensaba que habíamos dejado claro que esa eras tú. Y si esta será la noche en que mi vida acabe, prefiero que sea en mi propia cama.

—Pues entonces, en tu casa.

Sentía como si estuviera flotando por dentro, sin ancla, y el pulso se me aceleró cada vez más mientras él pagaba la cuenta y me acompañaba a la calle, con la mano apoyada en la parte baja de mi espalda. La llovizna había parado, y una brisa templada me acarició la piel sensible mientras caminábamos hacia la orilla del mar.

—¿Está lejos tu casa?

—A cinco minutos.

—Entonces no está lejos.

—No —contestó, en tono divertido, y lo miré para ver que, en efecto, una sonrisa asomaba a sus labios.

—¿Te hace gracia algo?

—Sí. Tú.

Se detuvo y se acercó a mí, hasta apoyarme contra la ventana de una tienda. El corazón me dio un vuelco al sentir de repente su boca sobre la mía. Apasionada. Urgente. Dominante. Me derretí contra él cuando me agarró el pelo con una mano y la mandíbula con la otra, para colocarme en el mejor ángulo mientras arrasaba con todo lo que siempre había pensado de un beso.

Su lengua me exigió el acceso y yo se lo permití y le seguí el ritmo, caricia tras caricia. Su pecho resonó con un gruñido posesivo, y noté que tenía el pene duro, lleno de promesas. Los latidos de mi corazón me ensordecían, la sangre me rugía por las venas, y las rodillas me fallaron, una reacción física reflejo del efecto que ejercía en mí solo con un beso.

Y si así era como él besaba, entonces el muy maldito me destrozaría la vida para siempre.

Se separó, con el pecho dilatándose debajo de la chaqueta del traje mientras luchaba por recuperar el aliento. Dispuesta a colaborar por completo, lo agarré de las solapas y volví a arrastrarlo hacia mí. Esa vez fui yo quien marcó el ritmo, la presión, y aunque destilaba autoridad por cada poro de su piel, me dejó asumir el control, aunque solo fuera unos segundos.

Alguien soltó un silbido y rompió el hechizo. Me puse de pie deprisa, porque había estado todo el rato de puntillas, y me escondí en su pecho.

—¿Cinco minutos, dices?

—Si caminamos rápido, podríamos llegar en cuatro.

—Y si corremos, igual podemos hacerlo en tres.

Se rio por lo bajo.

—Me encanta la idea de oírte jadear, pero esperaba que la causa fuera distinta.

—Estamos perdiendo el tiempo.

Los ojos le ardieron como el fuego bajo la luz de las farolas, y se lamió los labios.

—Tanta urgencia me está poniendo duro.

Me agarró de la mano y me llevó calle abajo. Sus pasos eran tan largos, que tuve que ir corriendo para mantener el paso. Subimos deprisa los escalones de un edificio imponente y entramos en un vestíbulo repleto de gente. Había calculado bien la riqueza del hombre que tenía a mi lado, y por primera vez, dudé.

¿En qué me estaba metiendo?

—¿Ethel?

Me había sacado dos pasos de ventaja cuando se dio cuenta de que no lo seguía. Parpadeé varias veces y luego sonreí al escuchar mi nombre falso de esos labios tan apetecibles, dejando atrás el momento de vacilación.

—Ya llego.

—Ah, sí, claro que sí.

Sonrió, y yo puse los ojos en blanco.

—¿Es eso lo mejor que se te ocurre?

—Si estamos hablando de dobles sentidos, entonces sí, seguramente. Si hablamos de orgasmos, entonces no. Definitivamente, no.

—Estás muy seguro de ti mismo, ¿verdad, Ant?

—Nunca he tenido quejas.

Me hizo entrar en el ascensor y —oh, sorpresa— metió una tarjeta en la ranura que había justo encima del teclado para después marcar el botón con las letras «at». Ático.

Las puertas se cerraron, y no perdió el tiempo en atacar. Distrayéndome con sus labios, me sacó la camisa de la cinturilla de la falda y deslizó las manos por mi espalda desnuda. La piel se me puso de gallina en los brazos, en la nuca, en la espalda. Me abrió el sujetador y apartó las copas para acariciarme los pechos. El estómago se me tensó cuando me pellizcó los pezones, y gemí contra su boca.

El ascensor soltó un pitido y las puertas se abrieron sin la más mínima sacudida. Con las ropas retorcidas —o, bueno, al menos las mías, ya que él seguía todavía impecable—, me arrastró a lo largo de un recibidor pintado de color crema con el suelo de baldosa gris. Una escultura de una mujer desnuda adornaba una mesa enorme de cristal, pero no me detuve ni un segundo para apreciarla. Tampoco me dejó un momento para contemplar las luces de la ciudad al otro lado de los ventanales que daban al mar. Todo pasó, borroso, de largo, mientras me arrastraba con él.

Y entonces llegamos al dormitorio, dominado por una cama al menos una cabeza más grande que él de ancho y de largo. Se quitó la chaqueta y la tiró sobre una silla con respaldo alto, y luego le siguió la corbata. Se desabrochó los dos primeros botones de la camisa y me mostró un pedazo de piel lisa y bronceada, con un poco de vello. No demasiado, lo justo para resultar masculino. Tenía debilidad por un poco de vello en el pecho, y desde donde estaba, Ant estaba cumpliendo con todo lo que a mí me gustaba.

Se cernió sobre mí, como un depredador acorralando a su presa. Solo que yo estaba deseando aceptar mi destino.

—Quítate la ropa —ordenó, con la voz ronca y desviando la mirada hambrienta hacia la blusa arrugada que me colgaba de la falda—. Hazlo despacio.

Tragué saliva, me humedecí los labios y luego volví a tragar saliva otra vez.

—Lo haré si tú también lo haces.

Sus labios se curvaron, y sus dedos se dirigieron hacia su camisa.

—Juntos.

Sincronizados, nos desabrochamos todos los botones y nos quitamos las camisas. Dejé los brazos quietos y el sujetador se cayó sobre la alfombra. Había acertado con el suave vello de su pecho. Para lo que no me había preparado era para sus pectorales fuertes, para los músculos definidos de sus hombros y para esos bíceps que se abultaban al flexionar los brazos. Había supuesto que estaba en forma, pero una cosa era imaginar y otra muy distinta era verlos en realidad.