Consumida por ti - Tracie Delaney - E-Book

Consumida por ti E-Book

Tracie Delaney

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Beschreibung

La novia está impresionante. El novio, de infarto. Una lástima que el padrino sea un imbécil de campeonato. Cuando mi mejor amiga me pide que sea su dama de honor, me siento halagada, claro. Pero solo hasta que me presenta al padrino y me doy cuenta de que ya nos conocemos, justo de esa mañana, cuando… espera… le tiré por accidente un vaso de zumo de naranja encima de su perfecto traje a medida. No es que fuera mi mejor momento, pero tampoco tenía que comportarse como un estúpido. Y ahora, lo peor es que tengo que pasar cinco días en una isla paradisíaca con un tipo que es totalmente lo contrario a mí. Un mandón obsesionado con la limpieza que odia la impuntualidad. Y yo soy descarada y desordenada, y llegaré tarde hasta a mi propio funeral. Aunque, si escarbo un poco, igual es posible encontrar algunas similitudes. Lo detesto, y él me odia. Le encanta ganar. Yo odio perder. Él es un mujeriego… y yo una chica a la que le gusta divertirse. Y por eso no debería sorprenderme que seamos la bomba en la cama. Aunque tampoco importa. La vida es demasiado corta como para quedarse con un solo hombre. Sobre todo, si ese hombre es el billonario Penn Kingcaid…

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Título original: Consumed by You

Primera edición: octubre de 2024

Copyright © 2022 by Tracie Delaney

© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2024

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-65-3

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografía de cubierta: Ndesoart27/Freepik

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

1

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Contenido especial

1

Gia

Nota mental: mira por dónde andas

Tenía todo un arsenal de talentos en mi caja de herramientas interna: era una chef fabulosa, una hija magnífica, una hermana genial para mi hermano pequeño, Roberto, tenía la firme creencia de que iba a conocer a Christian Bale e iba a casarme con él —el hecho de que ya estuviera casado era un problema que todavía no había conseguido resolver— y, además, según mis amantes, era toda una fiera en la cama.

La única habilidad que todavía no había conseguido dominar era la puntualidad.

Lancé el despertador contra la pared y salté de la cama. El sonido de un martillo neumático me taladró el cerebro de camino al baño, y aportaba un rastro de destrucción como el de un tornado a mi despertar . No podía llegar tarde al trabajo otra vez ese mismo mes. A la tercera, Freddo, el jefe de cocina del restaurante donde trabajaba, me echaría la bronca del siglo, o peor.

—No deberías haber salido anoche, idiota —murmuré mientras me secaba el pelo y trataba de abotonarme al mismo tiempo los pantalones.

¿Cuándo iba a aprender? Salir de fiesta la noche antes de un turno de mañana era una idea terrible, y, aun así, cuando mi amigo Ben me llamó y me restregó por la nariz la posibilidad de conocer a su nuevo novio y además de aparecer en la lista de invitados de Paradise Lounge, una nueva discoteca de moda en el Village, fui incapaz de negarme. A ver, podría haberme negado, no es que me fuera imposible decir que no… Es solo que me gustaba divertirme, nada más. La vida estaba para disfrutarla.

Me lo había enseñado mi hermano pequeño. Cada uno de los días de mi vida. Por causas ajenas a él, había tenido que enfrentarse a desafíos hercúleos, pero lo había hecho con una valentía que inspiró a todos los que lo rodeaban.

Le envié un mensaje a Lorenzo, mi compañero de trabajo, para pedirle —o más bien rogarle— que me cubriera las espaldas. Metí un plátano en mi mochila, cerré la puerta de mi apartamento de un portazo y bajé corriendo los cinco pisos de mi edificio hasta llegar a la calle.

El tren estaba atestado de trabajadores que iban a Manhattan desde donde yo vivía, en Brooklyn. Era uno de los principales motivos por los que prefería el último turno. Para el de la comida y el primero de la cena tenía que lidiar con todos los trabajadores que iban de camino al centro, y luego de vuelta a casa. Era una mierda por partida doble en el mismo día.

Me cobijé en una esquina y me tragué el plátano, maldiciendo por no haber cogido también algo de beber del frigorífico. Media hora más tarde salí a la calle y me topé con un aire espeso y húmedo, a pesar de ser tan temprano. Solo estábamos a diez de junio, y ya estaba harta del verano. El otoño era mi estación favorita del año, cuando las hojas se ponían naranjas y doradas, los turistas se largaban cagando leches por donde habían venido y el duro invierno todavía estaba lo suficientemente lejos como para convencerme a mí misma de que ese año nunca llegaría.

La cola de clientes que esperaban ser atendidos en mi deli favorito no era demasiado larga, y como Freddo iba a estar igual de cabreado tanto si llegaba quince minutos más tarde como veinte, me puse a esperar. Pedí un zumo de naranja, la máxima cura para la resaca —al menos para mí—, y un sándwich de ensalada de pollo con pan de centeno para comer. A veces comía en el restaurante, pero mis caderas solo necesitaban un mínimo de pasta para alcanzar unas proporciones que solo podrían solucionarse mediante una intervención dolorosa. Las dietas me ponían de mal humor, lo que era el principal motivo por el que, en cuanto pasaba de dos kilos del peso que me había impuesto, trataba de reprimir mis genes italianos que me exigían comer todo lo que tuviera a la vista. Al menos, durante unos días.

Quité la tapa de plástico del vaso de zumo y me bebí la mitad de golpe antes de salir siquiera a la calle. Comprobé el reloj: ya llegaba quince minutos tarde.

Mierda. Será mejor que corra.

Empecé a trotar, esquivando tanto a trabajadores como a turistas. El sudor me empezó a correr entre los pechos, y el pelo húmedo se me pegó a la frente. No estaba hecha para correr. Tenía demasiadas curvas y las tetas demasiado grandes, de esas que podían dejarte el ojo morado aunque estuvieran embutidas en sujetadores de deporte de máxima sujeción.

Me llegó un mensaje al móvil. Seguro que era Lorenzo diciéndome que me diera prisa, o para darme la mala noticia de que Freddo ya había llegado al restaurante y que mis esfuerzos por evitar que me despidiera habían caído en saco roto. Metí la mano en el bolso. Sí. Era de Lorenzo. Lo abrí para responder y…

—Ay.

Me choqué contra un muro de piedra. Lo que me quedaba de zumo salió disparado del vaso y bañó al pobre desgraciado que llevaba una camisa antes blanca e impoluta, un traje azul marino impecable y un gesto amenazador digno de un luchador de la ufc durante un cara a cara antes del combate.

—Mierda. Joder, lo siento. —Meneé la mano delante de él como si pudiera limpiarle la camisa por arte de magia.

—Sí que deberías sentirlo. —Me apartó las manos de un manotazo, como cuando uno espanta a una avispa con la que ya no tiene más paciencia—. ¿Por qué coño no miras por dónde vas?

—¿Es que no te gusta el naranja? —Sonreí de oreja a oreja, con la esperanza de apaciguarlo—. O sea, el naranja y el azul combinan muy bien, ¿lo sabías? A lo mejor puedes empezar una nueva moda.

—No estarás hablando en serio. —Hizo una mueca todavía peor—. ¿Acaso has visto esto?

Se señaló a sí mismo, como si me hiciera falta un letrero que me indicara dónde estaba la mancha naranja enorme que estaba empezando a secarse ya con el calor del sol mañanero.

Entrecerré los ojos.

—He dicho que lo siento.

—Si no estuvieras tan ocupada comprobando la cantidad de likes de tu última publicación en Instagram, no te habrías chocado conmigo y, por tanto, no haría falta que te disculparas. Y yo no tendría que llegar a una reunión importante con estas pintas.

¿Instagram? Vale, le había permitido estar enfadado conmigo hasta ese momento. El accidente había sido culpa mía por completo, pero, venga ya, que solo era una camisa. Se limpiaba con facilidad. No hacía falta que siguiera despotricando como si hubiera mutilado a un cachorro o algo así.

Tampoco es que fuera a mutilar a ningún cachorro. Dios, solo de pensarlo me ponía enferma.

Céntrate, Gia.

De alguna manera, logré sacar mi lado americano simpático, proveniente de mi padre, en vez del peleón italiano, de mi madre, y mantuve un tono calmado.

Bien por mí.

—Te pagaré la tintorería.

—¿Crees que… que… este desastre naranja en la camisa se puede limpiar? No seas ridícula.

Rechiné los dientes. Vale, ya era suficiente.

Lo siento, papá, pero ha llegado el momento de que mis raíces milanesas asuman las riendas.

—Mira, gilipollas: solo es una puñetera camisa, y tampoco es que sea demasiado interesante. Me he disculpado, pero tú has decidido seguir portándote como un imbécil en vez de aceptar mi disculpa. Y ahora, si me perdonas, tengo cosas mucho más importantes que hacer que quedarme aquí escuchándote.

Me largué al trabajo furiosa, totalmente lista para enfrentarme a Freddo después de lo de Don Gilipollas. Me colé en el restaurante por la puerta del personal y guardé la mochila en mi taquilla con la sangre todavía casi en punto de ebullición. De verdad, ¿tanto les costaba a algunas personas dejarlo pasar y enviar la factura de la tintorería, o el precio de una camisa nueva?

La puerta se abrió detrás de mí y me di la vuelta.

—Joder, Lorenzo, qué susto me has dado. ¿Ha llegado ya Freddo?

—Te has escapado por los pelos. —Lorenzo cogió mi gorro de chef y mi chaquetilla de la percha y me los echó encima, y un mechón de pelo oscuro se escapó de su propio gorro al hacerlo—. Cámbiate y entra en la cocina antes de que se entere de que has llegado tarde. Otra vez. —Sonrió y no reaccionó en absoluto cuando le saqué la lengua.

Me abroché los botones de la chaquetilla, metí mi espesa y larga melena en una redecilla y me puse el gorro antes de ir a la cocina. Lorenzo había dispuesto mi mesa de preparaciones con las verduras que tenía que preparar para el servicio de la comida. Me puse de puntillas y le di un beso en la mejilla.

—Amigo mío, eres un ángel.

—Tú harías lo mismo por mí. Nosotros, los trabajadores, debemos apoyarnos. —Me dio un codazo—. ¿Verdad?

—Tienes razón.

Empecé a trocear los pimientos rojos y amarillos mientras le contaba a Lorenzo el altercado con el trajeado de la mañana. Se echó a reír, tal y como pensaba que haría.

—Pobrecito. Empapado en zumo de naranja y, encima, una italiana va y le echa la bronca, todo antes de las nueve de la mañana.

—Pobrecito y una mierda. Una lástima que me hubiera bebido la mitad del zumo. Se merecía que se lo hubiera echado todo encima.

—Me encantaría ser una mosca en la pared de su oficina para escucharle contar su versión de la historia.

—Bah. Seguro que suelta algún «estúpida» por aquí o por allá, además de un «zorra» o dos. Parecía de los que tienen prejuicios contra las mujeres.

Lorenzo se volvió a reír y los ojos castaños le brillaron.

—¿Quieres contarme por qué has llegado tarde y te he tenido que cubrir las espaldas por tercera vez este mes?

—No me ha sonado la alarma. —Hice una mueca—. O, más bien, puede que sí, pero no la he escuchado. —Lo miré de soslayo—. Anoche salí.

—¡Gia! —Lorenzo meneó la cabeza—. Después de la última vez, dijiste que no volverías a salir de fiesta la noche antes de un turno de mañana.

—Ya lo sé —gimoteé—. Pero es que Ben me llamó y me restregó por la nariz el evento de un premio que no podía rechazar.

—¿Qué tipo de premio?

—Uno que te encantaría probar a ti. —Meneé la cejas—. Me llevó a esa nueva discoteca gay del Village.

—¿Paradise Lounge?

Cuando asentí, se le abrió la boca de par en par.

—Menuda zorra con suerte.

—Lo sé. Dios, estuvo genial. Se te habrían salido los ojos de las órbitas todo el rato. Y además me presentó a su nuevo novio. —Agité la mano delante de mi cara—. Madre mía, y cómo estaba. Lo que daría yo por comerme ese bocadillo tan rico.

—Equipamiento incorrecto, nena.

—Ya lo sé. —Hice un mohín—. ¿Por qué todos los hombres guapos son gays?

Lorenzo se acarició los dientes superiores con la lengua y adelantó una cadera.

—Porque somos un regalo de Dios, cariño.

—¿Sabes? Creo que los homosexuales son la última jodienda de Dios hacia las mujeres.

—¿Y eso?

—A ver: nos da la regla cuando somos demasiado jóvenes para soportarla, después la menopausia cuando la vida justo empieza a mejorar y, entretanto, nos lanza hombres gays por doquier mientras se ríe de nosotras. Uf.

—Más trabajo y menos cháchara, Gia. —Freddo pasó a toda prisa por la cocina en dirección al restaurante.

—Claro, Freddo. —Le sonreí con dulzura, y luego le saqué el dedo cuando desapareció de mi vista.

—Uno de estos días te pillará haciéndolo —dijo Lorenzo—. Y luego… —Se pasó el dedo índice lentamente por el cuello.

—Qué va, soy demasiado lista para Freddo. Y además, para entonces ya tendré mi propio restaurante.

La mirada de Lorenzo se enterneció. Sabía cuánto significaba para mí tener mi propio restaurante, pero también sabía, igual que yo, que no sería fácil ni barato, ni tampoco pronto. Eso significaba que no debía sacar de quicio a Freddo a cada mínima oportunidad.

—Es bueno tener objetivos, Gia. Y si alguien puede hacerlo, esa eres tú.

—Está escrito en las estrellas, amigo mío. —Sonreí—. Un día lo tendré todo.

2

Penn

El zumo de naranja es más pegajoso que el semen

Ese día aprendí algo nuevo: el zumo de naranja es más pegajoso que el semen. No era una lección de vida que pensé que aprendería ese día al despertar, pero el torbellino de mujer que había doblado la esquina y me había vertido toda esa maldita cosa por encima me lo había dejado bien claro.

Por suerte, mi traje favorito de Tom Ford se había salvado de lo peor. Sin embargo, no podía decirse lo mismo de la camisa de mi diseñador favorito. Y de todos los días en que podía suceder algo así, tenía que ser en el que estaba a punto de dar la noticia a mi padre y a toda la junta directiva de que había abierto mi propio restaurante al margen de la consagrada marca de la «familia Kingcaid». Y encima, por si fuera poco, estaba a tan solo dos manzanas de un hotel Kingcaid y, cuando se extendiera el rumor, podría afectar a nuestro negocio.

Asher, mi hermano mayor y ceo de Kingcaid Hotels, era consciente de mi nueva aventura. Se lo había contado cuando solo era una idea, y como Asher era quien era, me había animado a lanzarme a por ello sin preocuparme una mierda en lo que pensara nuestro padre. Vale, no había usado esas palabras exactamente. Los dos respetábamos un montón a nuestro padre, pero, de todas formas, Asher había estado de mi parte.

No había abierto el restaurante por el dinero. Bien sabía Dios que, entre mi sueldo como ceo de Kingcaid Restaurants y el considerable fideicomiso al que había conseguido acceder el año anterior, al cumplir los veinticinco, tenía más dinero del que nunca podría gastar ni aunque encontrara la cura de la mortalidad. Pero por muy duro que trabajara, sentía que siempre iba subido al carro de lo que habían conseguido mi padre y sus hermanos. Este restaurante era mi oportunidad de demostrar mi valor fuera de Kingcaid.

Sin embargo, el verdadero motivo era Theo. Mi mejor amigo y yo habíamos planeado emprender un negocio de restauración juntos algún día. Pero entonces murió. Por mi culpa.

Sentí un nudo en el estómago. La culpa era una compañera constante. Me lo froté y luego maldije al ver que tenía la palma de la mano llena de pringue naranja.

Mientras subía en el ascensor a mi despacho, sentí una punzada de vergüenza en el pecho. No debería haber sido tan grosero con la mujer del zumo de naranja. Había reaccionado desproporcionadamente, y después de todo solo había sido un accidente. Yo, más que nadie, sabía que los accidentes sucedían con mucha facilidad. Si no hubiera estado atenta al teléfono, a lo mejor no la habría insultado por habernos chocado. Pero, vamos, que ella no se había quedado atrás. Seguramente, por las venas le corría salsa picante en vez de sangre.

Sonreí. Fijo que, al contarles lo ocurrido a sus amigos o compañeros de trabajo de donde fuera que iba de camino, entre los múltiples adjetivos que usara para describirme estarían el de «idiota» y el de «gilipollas».

La puerta del ascensor se abrió y salí a la zona de recepción. Hazel, la recepcionista, me miró de arriba abajo, espantada.

—Ay, madre mía, Penn.

Le dediqué una de mis famosas sonrisas.

—He tenido una discusión con un vaso de zumo de naranja, y he salido perdiendo, evidentemente. Anda, sé buena chica y llama a Neiman Marcus para que pongan una camisa nueva en mi cuenta y me la envíen. Rápido. Con cuello de cuarenta centímetros. Y una corbata —añadí, tras pensarlo bien—. Azul.

—Ahora mismo.

Cogió el teléfono y me sonrió con compasión al marcar. Me fui a la sala de reuniones. Aspen, mi prima y ceo de Kingcaid Music, me miró la camisa manchada de naranja y se echó a reír.

—¿Qué te ha pasado?

—Una mujer ha pensado que el naranja me quedaba mejor que el blanco. —Puse cara de asco. El olor ácido del zumo de naranja seco me estaba empezando a dar náuseas.

—Dile que no trabaje en moda. El blanco quedaba mucho mejor con el azul. —Aspen se dio unos golpecitos en el labio con el dedo—. ¿Ha sido otra muesca en tu cabecero la que ha decidido que al final no le iba demasiado eso de «uno y no más», Penn?

—En realidad ha sido una desconocida.

—¿Y no lo son todas? —Se pasó una mano por su escandaloso pelo morado y sus labios de color rojo rubí formaron una sonrisa—. No te las quedas lo suficiente como para llegar a conocerlas.

—Ah, ¿qué tengo aquí? —Me metí la mano en el bolsillo superior de la chaqueta y luego le saqué el dedo corazón.

Aspen se volvió a reír.

—¿Esa es la mejor réplica que se te ha ocurrido?

—No, pero no eres lo suficientemente especial como para que me entren ganas de sacar la artillería pesada.

Eso no era completamente cierto. Adoraba a Aspen, y ella me idolatraba a mí. Nuestra familia estaba muy unida, pero también discutíamos y nos peleábamos entre nosotros, y eso pasaba mucho entre Aspen y yo. Mis padres tenían tres hijos, igual que mi tío Jameson. El padre de Aspen, Jacob, era el único de los hermanos de mi padre que tenía una hija, además de dos hijos. Huelga decir que los ocho primos éramos sumamente protectores con Aspen.

Aunque ella no necesitaba nuestra protección. Mi prima tenía un gancho derecho de la leche.

La puerta de la sala de reuniones se abrió y entró Asher. Mi hermano vivía en la Costa Oeste, en Seattle, pero acababa de volver hacía poco de un viaje a la isla de Gran Caimán para ver a mis abuelos y había decidido pasarse de vuelta a casa para ver qué tal le iba al hotel Kingcaid Manhattan, el negocio del que él se ocupaba. No me quejaba. No veía tanto a Ash como quisiera, y ahora que estaba a punto de que lo cazaran, vería todavía menos a mi hermano mayor. No lo culpaba. Su prometida, Kiana, era una chica espectacular. Demasiado buena para Asher, una opinión con la que él mismo estaría muy de acuerdo.

—¿Qué demonios te ha pasado? —Ash sacó una silla a la cabeza de la mesa—. ¿Te has peleado con una calabaza? Todavía faltan meses para Halloween.

Aspen se rio por lo bajo. Ash se unió a ella. Yo los fulminé con la mirada.

—Qué gracioso. Un accidente con un zumo de naranja. Eso es todo.

—Supuestamente, a causa de una desconocida —añadió Aspen, haciendo la señal de las comillas con los dedos.

—Ah, así es como las llama últimamente. —Ash asintió como si lo entendiera muy bien—. Pronto, en un futuro no muy lejano, querido hermanito, te vas a colar hasta las trancas por alguien y ni siquiera te vas a enterar. Y yo, por mi parte, estoy impaciente por verlo.

Me acaricié el interior de la mejilla con la lengua y meneé la cabeza despacio.

—Eso no va a pasar.

Ash puso expresión de «Sí, claro» y arrancó el sistema de videoconferencias. Yo miré el reloj y me pregunté cuánto tardaría Neiman Marcus en entregar la maldita camisa.

En cuanto se me cruzó ese pensamiento por la cabeza, apareció Hazel, respirando agitada, y me tiró una bolsa.

—Espero que te quede bien.

—Eres un ángel. —Me quité la chaqueta, luego la corbata y me desabotoné la camisa, todo ello en tan solo tres segundos. Cuando tiré la prenda destrozada sobre la mesa de reuniones, Aspen se tapó los ojos.

—¡Me he quedado ciega! ¡Me he quedado ciega!

—Vete a la mierda, Aspen. Estoy cachas y soy guapísimo, y lo sabes. Me curro mucho este cuerpo.

—El problema, querido Penn, es que tú lo sabes, y eso te da demasiada confianza.

—Tonterías. —Metí los brazos en la nueva camisa y me la abotoné—. Es imposible tener demasiada confianza.

—Ya lo veremos cuando le cuentes al tío Joshua que te has atrevido a alejarte del negocio familiar.

Sentí un retortijón en el estómago. Papá era un tío guay. Estaba seguro al noventa por ciento de que apoyaría mi nuevo proyecto. Pero el diez por ciento restante no dejaba de susurrarme, en un rincón de mi mente, que se sentiría decepcionado por que no lo hubiera avisado antes de lanzarme y abrir Theo’s. Esperaba poder explicarle cuánto había ansiado enfrentarme a un reto propio que no produjera un éxito garantizado a causa del apellido de mi familia. Había decidido contárselo en ese momento porque el restaurante estaba teniendo un éxito inicial que no había previsto, y lo último que quería era que mi padre se enterara por otros medios.

—Vale, y ahora que ya estás completamente vestido, Penn, ¿podemos empezar?

Yo asentí, y se me secó la boca cuando Ash conectó el software de la videoconferencia. Uno a uno, los miembros de mi familia comenzaron a aparecer en pantalla. Cuando le tocó a mi padre, cogí mi vaso de agua.

Allá vamos.

Pues resultó que no hacía falta que me preocupara. Ganó el noventa por ciento. Mi padre y sus hermanos se mostraron muy animados de que hubiera decidido lanzarme solo, siempre y cuando no me olvidara de mis responsabilidades como ceo de la cadena de restaurantes de Kingcaid. Yo les aseguré que tenía suficiente tiempo en mi agenda como para poder dedicarme a los dos, y que contaba además con un equipo excelente que me apoyaba.

Hubo un momento incómodo, cuando mi padre me preguntó por qué le había puesto el nombre de Theo’s al restaurante. Yo me las arreglé para esquivar la pregunta, controlar mi expresión y tragarme el nudo que tenía en la garganta. Luego Aspen me lanzó un insulto espontáneo y el tema quedó olvidado.

Mi familia no sabía nada de Theo, un chico al que conocí durante mi primera semana en Harvard y que se convirtió en mi mejor amigo en tan solo unos diez segundos. No tenían ni idea de que, tres años antes, mi estupidez había provocado su muerte, ni idea de la culpa que me corroía por dentro. Y yo no tenía intención alguna de compartir lo ocurrido aquel fatídico día.

Dimos por acabada la reunión, y la tensión que llevaba sobre los hombros desde que me había despertado a las siete de la mañana desapareció de inmediato. Aspen se marchó tras murmurar algo así como «Malditas estrellas de rock».

Ash me dio una palmada en el hombro.

—Te dije que se lo tomaría bien.

—Sí. —Sonreí—. Menudo listillo estás hecho. —Me abroché la chaqueta—. Bueno, tengo que irme. Tengo dos empresas de las que ocuparme.

—¿Qué vas a hacer esta noche?

Arqueé una ceja.

—Trabajar.

—Kiana y yo volveremos a Seattle mañana, pero queremos hablar contigo sobre la boda.

—Ah, ¿sí?

—Ya hemos fijado fecha.

—Es una noticia genial.

—Y… —se detuvo un momento— me gustaría que fueras mi padrino.

Se me desencajó la mandíbula y sentí que el pecho se me llenaba de orgullo.

—Me… me encantaría, Ash. Será un honor. —Solté una risita—. Aunque puede que Johannes se cabree, ya que es el segundo hermano y todo eso.

—No le importa. Ya he hablado con él. Me parecía lo justo.

Y ese era mi hermano. No había mejor persona en el planeta que Ash, aparte de mis padres. Era una buena persona de verdad, que se merecía la mejor boda del mundo. Y, como padrino, me tomaría mi responsabilidad muy en serio, sobre todo en lo que respectaba a su despedida de soltero.

—Este sí es un verdadero motivo de celebración, Ash. Esta noche cenamos, yo invito. En Theo’s.

—Pensaba que lo tenías todo reservado.

—Y lo tengo. Pero puedo hacer un hueco para tres.

—Para cuatro. Le pediré a Kiana que invite a su dama de honor. Será una oportunidad genial para que os conozcáis. A ver, después de los novios, vosotros dos sois las personas más importantes de la boda.

—Perfecto. Me encanta la idea. Voy a poner en práctica mi encanto a tope. —Me acaricié el labio inferior con la lengua.

Él me señaló con el índice.

—Escúchame un momento: Gia es sumamente importante para Kiana, y, por tanto, lo es también para mí. Así que pórtate de manera impecable. Y mantén la polla dentro de los pantalones. Nada de ligar con la dama de honor.

Me reí y levanté las manos en señal de rendición.

—No sé si sacármela durante la cena es el ambiente que busco para Theo’s.

—Penn. —Ash aumentó el tono de advertencia—. Lo digo muy en serio.

—Vale, vale. Juro que mi polla seguirá dentro de los pantalones y que no saldrá en plan detector de metales en busca del coñito de la dama de honor.

Ash soltó un gemido.

—Eres una maldita causa perdida.

—Y, aun así, me quieres. —Me dirigí hacia la puerta y me despedí levantando la mano por encima de la cabeza—. Envíame la hora por mensaje y me encargaré de la mesa.

3

Gia

El universo me odia

Cuando acabó el turno de comidas estaba toda sudada, las piernas me dolían de estar de pie todo el día y los efectos de la noche anterior me atacaron de pleno. Solo tenía que superar la preparación del servicio de la cena y podría irme a casa, remojar mis pobres pies destrozados en una bañera ardiente con espuma y acostarme antes de las ocho de la noche.

Madre mía, a lo mejor era que me estaba haciendo vieja. Los veinticinco estaban muy cerca de los treinta, ¿y no era esa edad cuando salir te costaba mucho más y tardabas tres días en recuperarte de una resaca?

—La Tierra llamando a Gia. —Lorenzo me dejó los ingredientes de la pasta en mi mesa de trabajo—. Tagliatelle, fideos finos y raviolis de espinacas suficientes para treinta y cinco comensales.

—¿Quién te ha convertido en el jefe de la cocina? —Apoyé mi cabeza cansada en su hombro—. No quiero. —Fingí lloriquear. Lorenzo se echó a reír.

—Míralo así: cuanto antes lo acabes, antes podrás irte a casa.

—Uf. Odio cuando usas la lógica.

—Y —añadió—, a lo mejor, la próxima vez que Ben te restriegue algo por la nariz, lo rechazarás.

—Depende de cuál sea el premio. —Arqueé una ceja—. O sea, si decide experimentar y trae a su nuevo novio para una noche de locura, no tendré más remedio que aceptarlo.

Lorenzo meneó la cabeza.

—Eres incorregible. Además, yo tengo más oportunidades de llevarme ese premio que tú.

—Otra vez estás con tu maldita lógica. —Le hice una mueca—. Estúpida biología.

Trabajé sin parar durante los noventa siguientes minutos, y estaba a medio cortar el último lote de raviolis cuando Freddo, el jefe de cocina, apareció a mi lado como un maldito fantasma.

—Tienes visita, delante del restaurante. Cuando acabes de prepararlo todo puedes salir a ver. —Me hizo una advertencia meneando el dedo índice—. Pero antes no.

—Madre mía, Freddo, eres todo corazón. ¿De quién se trata?

—Dice que se llama Kiana.

Solté un chillido, tiré el cortador de los raviolis y salí corriendo del restaurante, ignorado los gritos exasperados de Freddo exigiéndome que tenía que acabar primero.

—¡Kee! —Abracé a mi mejor amiga, cubriéndola entera de harina—. ¿Por qué no me has dicho que ibas a venir?

Cogí el paño que llevaba colgado de la cintura de mi chaquetilla y la limpié con él.

Ella se rio y me apartó la mano.

—Quería darte una sorpresa.

—Bueno, pues lo has conseguido del todo. Dios, cómo me alegro de verte. Casi se me había olvidado qué aspecto tenías.

—Pero si hicimos una videollamada hace una semana…

—Sí, bueno. —Hice un puchero—. Eso no es lo mismo que vernos en carne y hueso. Ha pasado mucho tiempo.

—Han pasado siete semanas. Traje a Ash para que lo conocieras, ¿te acuerdas?

La miré con los ojos entrecerrados.

—Estás bronceada. El sol no brilla en Seattle, así que ¿cómo es que estás morena?

—El sol sí brilla en Seattle, tonta. A veces. Pero esto… lo he conseguido al pasar unos días en la isla Gran Caimán para conocer a los abuelos de Ash.

Solté un gemido.

—Madre mía, qué suerte tienes. ¿Por qué no puedo conocer yo a un multimillonario fabuloso que me aleje de todo esto? —Hice un gesto hacia el restaurante.

Kiana sonrió.

—Bueno, su abuela nos puso en habitaciones separadas, así que no te pongas celosa.

Abrí la boca de par en par.

—¿En serio?

—En serio. Tuvimos que escaparnos al bosque para pasar un rato «a solas».

—Mírate, poniéndote toda guarrona al aire libre. Ya he conseguido contigo lo que quería.

—Ay, para ya.

Kee me lanzó una de sus miradas especiales, de esas con el ceño fruncido y negando con la cabeza, con expresión de desaprobación. Sin embargo, detrás de su desesperación a causa de mi actitud despreocupada, me seguía queriendo. Igual que yo a ella.

—¿A qué hora terminas de trabajar?

Miré por encima del hombro. Freddo estaba de pie en la entrada de la cocina, con los brazos cruzados y una expresión ceñuda en su cara arrugada.

—Todavía tengo que preparar unas pocas cosas más, luego limpiar para el servicio del turno de noche y seré toda tuya. —Me olí las axilas—. Después de una ducha, claro. Puf. —Me agité una mano delante de la cara.

Kee se inclinó y me olió también.

—Buena idea. Y cuando te hayas duchado, vendrás conmigo a cenar. —Ladeó la cabeza—. Considéralo una celebración por aceptar ser mi dama de honor.

Me quedé boquiabierta. Me tapé la nariz y la boca con las manos.

—¡Dios mío, estarás de broma! —grité, aunque el sonido salió amortiguado.

—No, no estoy de broma. ¿A quién más iba a tener, si no es a ti? Pero prepárate. La abuela de Ash ha planeado algo enorme en Gran Caimán con una lista de invitados de quinientas personas, incluyendo algún senador que otro, el gobernador y Dios sabe quién más. —Le dio un escalofrío enorme—. Estoy cagada de miedo solo de pensar en caminar hacia al altar delante de tanta gente, que se me enganche el tacón en el dobladillo del vestido y que me caiga de bruces.

—Espera. —La agarré de los antebrazos—. ¿Me estás diciendo que la boda es en la isla de Gran Caimán?

—Ah. —Kee asintió—. Sí. A la abuela de Ash no le gusta nada viajar.

Se encogió de hombros, y yo solté un chillido. Freddo me ladró que volviera a la cocina de una puñetera vez.

—Será mejor que termine antes de que me despida. —La abracé con fuerza—. Pero quiero escucharlo todo esta noche.

—Entonces, ¿vendrás a cenar?

—Claro.

Sonrió.

—Genial. Nos vemos a las siete en un sitio que se llama Theo’s. Está en…

—El Soho. Ya lo sé. ¡Guau! Es el restaurante que está más de moda ahora mismo en el distrito. La lista de espera para una mesa es como de un millón de años o algo así. Supongo que así será tu vida, ahora que te vas a casar con un millonario. —Hice un gesto con las manos, como cuando Moisés dividió el mar—. El mundo se postra a tus pies. A este paso te olvidarás de que me conoces. Pero que ocurra solo después de la boda, ¿vale? Necesito unas vacaciones.

Kee meneó la cabeza.

—Menuda dramática estás hecha, Gia.

—Ya me conoces.

—Y, para tu información, conseguir mesa no tiene nada que ver con el dinero y mucho con las conexiones familiares. El hermano de Ash, Penn, es el dueño del restaurante.

—Ah, otro tipo rico y guapo. —Me di golpecitos con el índice en el labio inferior—. No se parecerá a Christian Bale, ¿verdad?

Mi héroe, mi ídolo absoluto y el hombre con quien comparaba al resto de los chicos. Por desgracia, ninguno le había llegado a la altura, ni siquiera se había acercado. Ese era el motivo de que mi pasado estuviera lleno de múltiples líos de una noche.

¿Qué puedo decir? Tengo el listón muy alto.

Vale, puede que no fuera verdad al cien por cien en lo que respectaba a mi vida sexual, ¿pero conformarme con un tipo que no era Christian Bale? Ya tenía que ser muy especial, y, aceptémoslo, esos eran más escasos que los cumplidos de Freddo. Además, la vida era demasiado corta como para conformarse. Mi lema era darme el gusto mientras todavía fuera lo suficientemente joven como para poder rodear el cuello de un tipo con las piernas sin dislocarme la cadera.

—Bueno, al menos es veinte años más joven, así que va a ser que no.

—Eh, no hables mal de mi Bale. La experiencia vale millones.

Kee puso los ojos en blanco.

—Hasta que no te olvides de esa absurda fantasía, nunca encontrarás a tu chico ideal.

—Las relaciones están sobrevaloradas.

—Gia, si quieres este trabajo, tienes diez segundos para meter tu culo en la cocina.

Miré a Freddo por encima del hombro y le hice un gesto desdeñoso con la mano.

—Ay, lo siento, Kee. Será mejor que me vaya antes de que la cara se le ponga de un color morado asqueroso. No pienso hacerle el boca a boca si se cae el suelo.

Kee se echó a reír.

—Dios, cómo te quiero. —Me dio un abrazo y un beso en la mejilla—. A las siete. No llegues tarde.

Sonreí.

—Qué va, nunca.

Arrojé por la ventana todos mis sueños de un baño de burbujas y un largo sueño solo con pensar en pasar un buen rato con mi mejor amiga antes de que su prometido me la robara. A la mierda con el dolor de pies. Solo tenía veinticinco años, y había que disfrutar de la vida. Ya tendría tiempo suficiente para dormir —y descansar los pies— cuando me muriera.

Además, podría fardar delante de Lorenzo. La noche anterior había estado en Paradise Lounge, y esa noche iba a estar en Theo’s. Dos de las entradas más codiciadas de la ciudad, que podría restregarle por las narices durante semanas. Terminé mi tarea, solté los planes que tenía para esa noche, me reí cuando se le pusieron las mejillas verdes a Lorenzo —un color que le sentaba fatal— y me fui corriendo a casa para acicalarme.

Comprobé cuál era el código de vestimenta del restaurante y rechiné los dientes al leer «informal elegante». Odiaba esa descripción. Freddo también la usaba en nuestro restaurante, y solía quejarme mucho al respecto. ¿Qué demonios significaba? ¿Traje formal y corbata para los hombres o solo camisa? ¿Vestido de cóctel para las mujeres o con una blusa y unos pantalones de vestir sobraba? Google tampoco servía mucho de ayuda. Las preguntas tales como «¿Valen unos vaqueros como “informal elegante”?», que daban como respuesta un «Depende» valían tanto como un hombre sin un buen pene.

Al final, me decanté por un vestido sin mangas en color crema que me llegaba hasta la rodilla y un par de tacones bajos. Me recogí la melena oscura en una cola alta, añadí unos pendientes de aro enormes y me coloqué un conjunto de brazaletes que tintineaban cada vez que movía la muñeca.

Mi teléfono vibró con un aviso de Uber, para decirme que el conductor ya estaba esperando fuera. Era un poco extravagante, pero llegar a un restaurante como el de Theo en metro no me parecía adecuado.

Por mucho que me esforcé, aún llegué diez minutos más tarde de lo que habíamos quedado. Tras comprobar que no tenía papel del váter pegado en los tacones, ni que se me hubiera quedado pillado el vestido en las bragas, entré en el restaurante. El interior me dejó sin aliento. Se habían gastado una buena pasta en decorarlo. El suelo, de roble, estaba colocado en espiga, y tras un mostrador de recepción moderno y brillante había una recepcionista elegante que daba la bienvenida a los clientes. Unas escaleras giraban a la izquierda y daban a la primera planta, y la parte principal del restaurante estaba llena de reservados de cuero color crema con una iluminación suave sobre cada una de ellos.

Informal elegante, y una mierda.

Menos mal que se me había ocurrido arreglarme un poco.

Cuadré los hombros y me acerqué al mostrador de recepción.

—Hola, soy Gianna Greene. He venido a ver a Kiana Doherty y Asher Kingcaid.

—Señorita Greene, por supuesto, bienvenida a Theo’s. La estábamos esperando. Por favor, sígame.

Recorrí el lugar con la mirada mientras seguía a la recepcionista. Estaba lleno hasta la bandera, y podía ser que me equivocara, pero vi a Nate Brook, una superestrella de Hollywood que era de Nueva York. Sí. Era él seguro. Madre mía, su compañera era impresionante, con el pelo de color cobrizo fuego, curvas atléticas, tetas bien puestas y cero barriguita.

Daba igual, me gustaban mis curvas amplias. Estar muy delgado estaba sobrevalorado.

Divisé a Kee antes de que ella me viera a mí, porque estaba centrada en Asher. Y, para ser sincera, no la culpaba. Ese hombre era un bombón. Te dejaba impactada. No entendía cómo había podido resistírsele Kee durante tanto tiempo, sobre todo después de haber probado la mercancía desde el principio. Yo no habría durado ni un solo minuto.

Aunque, claro, no era famosa por mi capacidad para resistirme a los encantos del sexo. Y me importaba una mierda lo que todo el mundo pensara de ello.

—¡Gia! —Se levantó para saludarme y nos abrazamos incluso aunque ya lo habíamos hecho como si nuestra vida dependiera de ello solo unas horas antes—. Llegas tarde. —Meneó el dedo delante de mi nariz.

—Solo diez minutos está bien, viniendo de mí.

—Cierto. Llegarás tarde hasta a tu propio funeral.

Asher se levantó para saludarme. Kee le tocó el brazo, y su mirada de adoración me llegó al alma. Su amor era muy especial, era único, y aunque otras mujeres se habrían muerto de la envidia, yo solo sentía felicidad en mi corazón.

—Hola, Ash. Encantada de verte de nuevo. Siento haber llegado tarde, pero seguro que Kee ya te ha contado que la puntualidad no es uno de mis puntos fuertes.

Ash se rio con una de esas risas graves y roncas que llegaban hasta el clítoris a las chicas y les hacían querer cruzarse de piernas para buscar algo de alivio. Yo me deslicé en el banco que había enfrente de ellos dos y dejé el bolso sobre la mesa.

—Yo también me alegro de verte, Gia.

—¿Va a venir tu hermano? Me muero de ganas de conocerlo y darle la enhorabuena por este sitio. Es impresionante.

Asher soltó un gemido.

—Por favor, no se lo digas. Ya tiene el ego del tamaño de un planeta, tal y como están las cosas.

—Lo han llamado de la cocina hace unos minutos. Volverá pronto. Creo que vosotros dos os llevaréis bien. —Algo le llamó la atención por encima de mi hombro, y asintió—. De hecho, ya está aquí.

Me di la vuelta y…

Esto tiene que ser una puñetera broma.

Apreté la mandíbula.

Buena jugada, Lucifer. Buena jugada.

—Penn, esta es mi mejor amiga, Gianna Greene.

Yo le hice una mueca al gilipollas de aquella mañana.

—Gia, para los amigos. Una lástima que tú no estés a ese nivel.

—Me parece genial —contestó él, arrastrando las palabras—. Soy muy selectivo con mis amigos. Les exijo llegar a cierta categoría. —Me recorrió con la mirada y con gesto aburrido—. A ti te queda muy lejos.

—¡Penn! —gruñó Asher—. ¿Qué coño haces?

La cabeza de Kee pivotaba de mí al hombre, que tuvo los cojones de deslizarse en el banco y sentarse a mi lado, bloqueándome la salida.

—Espera. ¿Os conocéis?

—«Conocer» implica un interés, Kiana, y yo no tengo ninguno. Nuestra única interacción ha sido esta mañana, cuando tu «amiga» estaba demasiado ocupada escribiendo en el móvil como para mirar por dónde iba y me tiró un vaso de zumo de naranja sobre mi camisa carísima antes de una reunión muy importante. —Cogió un palillo y lo clavó en una oliva antes de metérsela en la boca.

Me pregunto qué pondrán en mis antecedentes penales si le quito el palillo y se lo clavo en el ojo…

Asher sonrió.

—Ah, así que tú fuiste la causante de la «naranjada».

—Fue un accidente. —Fulminé a Penn con la mirada—. Pero creo que podría repetirse con esta copa de vino tinto. —Estiré la mano por encima de la mesa y cogí la copa de Asher—. Ay, ay, ay. —La mecí delante del regazo de Penn—. Espero que no se me resbale.

—Gia —me rogó Kee con la mirada. Penn apuñaló otra oliva.

—¿Recuerdas lo del detector de metales que te mencioné después de la reunión de hoy, hermano? Bueno, pues te informo de que, por ese lado, no va a haber ningún problema.

—¿Detector de metales? ¿Es algún tipo de código privado?

—Para nada. —Asher miró enfadado a su hermano—. Penn, discúlpate con Gia.

—¿Por qué? No fui yo la torpe que estaba más interesada en sus redes sociales que en mirar por dónde iba.

—No, pero sí fuiste el imbécil grosero que se negó a aceptar una disculpa genuina —repliqué yo.

—¡Penn! —Asher dio un puñetazo en la mesa que llamó la atención de los comensales de varias mesas a nuestro alrededor—. Discúlpate con Gia ahora mismo o no vendrás a la maldita boda.

Penn se ahuecó la mejilla con la lengua, suspiró y clavó el palillo en otra oliva.

—Vale. Perdón. Acepto que fue un accidente. —Terminó toda la disculpa sin mirarme siquiera—. ¿Estás contenta ya?

Solté un resoplido.

—Madre mía, te disculpas como un niñato de cinco años que necesita una buena azotaina.

Al fin, me dirigió su preciada atención.

—Me encantan los buenos azotes, cariño, como muchas de mis amantes estarían encantadas de confirmar. Pero, por desgracia, también me tiene que gustar la mujer que los reparta, así que es muy poco probable que tu mano y mi culo entren en contacto en el futuro.

Debí haber adivinado que era un playboy. Y que, además, le gustaba ganar, eso era evidente. Bueno, pues a mí también. Y yo tampoco me rendía con facilidad.

Sonreí con tanta dulzura que podría haberlo convertido en diabético.

—A lo mejor mi mano y tu cara sí entran en contacto en breve.

—Por Dios. —Kee se agarró la cabeza y la levantó unos segundos después para tomar aire—. ¿Podemos empezar de nuevo, por favor? A riesgo de parecer egoísta, tengo que deciros que la cosa no se centra en vosotros dos. Se trata de nuestra boda. —Le agarró la mano a Asher—. Queremos que forméis parte de nuestro día tan especial, una parte importante, pero si os vais a tirar de los pelos todo el tiempo, entonces creo que no funcionará. Así que esto es lo que va a ocurrir: vosotros dos vais a dejar vuestras diferencias a un lado hasta que Ash y yo nos hayamos dado el «sí, quiero». Y después no me importa si termináis matándoos a palos o arrancándoos los ojos o follando como conejos. Lo que sí me importa es que mi boda vaya como la seda. ¿Entendido?

Dejé caer los hombros. Lo último que quería en la vida era decepcionar a Kee, y si para ello me tenía que morder la lengua y aguantar al imbécil que estaba a mi derecha hasta que Kee se convirtiera en la señora de Asher Kingcaid, entonces lo haría. Bueno, me mordería la lengua cuando estuviéramos cerca de Kee y Asher. Cuando no, no podía prometer nada.

—Lo siento mucho, Kee. De verdad. —Me giré hacia Penn—. Puedo olvidar lo de esta mañana si tú también puedes.

Se frotó la mandíbula y miró a Asher, luego a Kiana y al fin a mí.

—Siento haberte gritado por lo del zumo de naranja. No tengo ninguna excusa. Mi madre me habría puesto de vuelta y media si hubiera escuchado cómo te hablé.

—Cierto —añadió Asher.

—Yo te planté cara.

Se le torcieron los labios.

—Y que lo digas.

Le ofrecí la mano.

—Una tregua.

La palma de Penn estaba caliente, y su piel suave aceptó mi ofrenda de paz. Sin embargo, sus ojos habían adquirido un cariz de desafío que me confirmó que nuestra batalla estaba lejos de acabar.

—Genial. —Kee, que no había captado la ironía, cogió su carta como si nada hubiera ocurrido—. Bueno, ¿pedimos ya?

4

Penn

Y el ganador del comentario más ingenioso es…

La mejor amiga de mi futura cuñada era un enigma para el que no tenía respuesta. Ahora que habíamos dejado de discutir lo suficiente como para observarla bien, tenía que admitir, aunque a regañadientes, que estaba bastante buena. Guapa, con curvas, ingeniosa… Todas las cosas que me atraían de una mujer. Por desgracia, esas cualidades positivas iban acompañadas de una personalidad irritante, impuntualidad —odiaba que la gente llegara tarde— y descaro, y eso ya no me gustaba tanto.

Y de ahí que fuera un enigma.

Cerró su carta de golpe y se giró hacia mí.

—Como es tu restaurante, ¿qué me recomendarías?

Su sonrisa dulce no me engañó. Me habría apostado los beneficios del primer año del restaurante que en cuanto Ash y Kiana no hubieran estado escuchando, habría vuelto a discutir conmigo. Y que yo estuviera impaciente por que lo hiciera tampoco decía nada bueno de mí. Las mujeres listas y descaradas eran como la hierba gatera: me resultaba difícil evitar responder a mordiscos a cada oportunidad que tuviera y disfrutar de cada encuentro.

—Eso depende. —Me acaricié la mandíbula—. ¿Eres alérgica a algo?

—¿Por qué? —Sus labios llenos se alzaron en una esquina—. ¿Esperas poder usarlo en mi contra?

Me reí por lo bajo.

—Mierda. Me has pillado.

—Pues es una lástima. Solo soy alérgica a la falta de comida. —Se acarició sus caderas generosas con las manos—. No he conseguido estas a base de ensalada.

Mi mirada se desvió hacia allí y se me removió la polla dentro de los pantalones.

Lo siento, colega, pero no te vas a acercar a esta mujer en concreto.

Y no porque Asher me lo hubiera advertido… Los dos sabíamos que, si se me antojaba una mujer, pocas cosas me impedirían ligármela. Pero a esa, en concreto…, no, gracias. Podía ser que estuviera buena, pero las desventajas superaban de largo a las ventajas.

Aparté la mirada antes de que me pillara devorándola.

Demasiado tarde.

Apretó los labios y puso cara de «Vuelve a darme un repaso y haré que el chef me cocine tu salchicha y tus dos huevos». Me aclaré la garganta y abrí mi carta, aunque me sabía todos los platos a la perfección.

—Mmm… Los raviolis de langosta son uno de mis platos favoritos. Y no te equivocarás nunca con el filet mignon con salsa a la pimienta.

—Me parece genial. Tomaré las dos cosas.

Parpadeé varias veces seguidas.

—Pero los dos son platos principales.

—Lo sé, pero gracias por recordármelo. No me ha dado tiempo a comer hoy. Solo me he comido un plátano, y eso ha sido de camino al trabajo, así que ahora tengo tanta hambre que me tragaría esta mesa mismo si no como pronto.

—Un plátano y un zumo de naranja —añadí, arqueando una ceja—. No lo olvides.

—Medio zumo de naranja —contestó, cortante—. Tú te chupaste el otro medio.

—Ah —intervino Kiana antes de que me diera tiempo a replicar a su amiga—, no conoces el famoso apetito de Kiana. Podría vencer a cualquiera de los comensales presentes, y a más.

—¿Conoces el programa de Crónicas carnívoras? —preguntó Gia, y prosiguió al ver que asentía—. Bueno, pues están haciendo un remake:Crónicas carnívoras para ellas. Y yo soy la protagonista.

La polla ya no se me removía. Ahora estaba bien atenta. Una mujer con curvas a quien además le gustaba comer era mi cita perfecta.

Dios, mátame, por favor.

—Yo pediré lo mismo. —Le hice una señal al camarero, que vino corriendo con la tablet preparada—. Dos de raviolis de langosta y dos filets mignon poco hechos, con patatas al romero y brócoli morado. —Miré a Asher—. Y lo que quieran ellos.

Cogí la botella de vino y le serví una copa a Gia. El calor de su mirada me quemaba la cara, y cuando volví a dejar la botella en la mesa, la miré.

—¿Qué?

—¿Para ti todo es una competición? —preguntó en voz baja, para que el tono brusco de su voz no llamara la atención.

No hacía falta que se preocupara. Kiana y Asher estaban demasiado ocupados pidiendo su comida como para escucharnos.

Me incliné hacia ella, hasta que mi boca estuvo a tan solo unos centímetros de su oreja.

—Más vale que te lo creas, ricura. Una advertencia: yo nunca pierdo.

—Siempre hay una primera vez para todo. —Cogió su servilleta, se la colocó sobre el regazo y luego se bebió un tercio de la copa de vino de un trago.

—Cierto. —Asentí al mismo tiempo—. Pero necesitaré a alguien más competente que tú para vencerme.