Cegado por el sol - Marisa Ayesta - E-Book
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Cegado por el sol E-Book

Marisa Ayesta

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Beschreibung

Como el gran astro si lo miras de frente, ella lo cegó sin remedio. El dueño de una empresa de seguridad, Nacho Rullatis, ha conseguido infiltrarse en una banda de ladrones que tiene pensado robar el autorretrato de Durero del Museo del Prado. Acostumbrado a salirse con la suya, a realizar su trabajo sin equivocarse y con una clara línea que separa los buenos de los malos, toda su ética saltará por los aires cuando le ponga los ojos encima a la ladrona Sol Carvajal, por la que quedará inmediatamente deslumbrado. Sol hace equilibrios entre su vida legal como profesora de instituto y los trabajos de ladrona que realiza con la banda de su padre. La llegada de Nacho, un experto hacker también con una doble vida, hará que por primera vez abra las puertas al amor. ¿Podrá el amor de Nacho por Sol ser suficiente para apartarla a ella de esa vida y desarrollar con éxito la operación encubierta? - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 María Luisa Ayesta Fernández-Pacheco

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Cegado por el sol, n.º 286 - diciembre 2020

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-012-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

Primera parte

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Segunda parte

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Esta novela es una obra de ficción, cualquier parecido con personas o lugares reales es pura coincidencia o ha sido utilizado para dar credibilidad a la historia.

 

 

 

 

 

 

Para mi amiga Macarena Carvajal,

que tantas y tan buenas lecciones me da de sentido común

y de verdadera amistad.

Para su marido, Antonio Badías,

por su firme cariño,

sin hacerse notar.

Gracias.

Prólogo

 

 

 

 

 

Madrid, hoy

 

En el mismo momento en que Sol Carvajal metió la llave en el bombín y la giró, abriendo la puerta de su apartamento, supo, sin lugar a dudas, que había alguien dentro. No fue porque oyera nada, pues el silencio, tanto en el interior como en toda la planta de ese primer piso del edificio, era absoluto. No fue porque viera nada, pues excepto por la luz automática del distribuidor, donde ella se encontraba, su casa estaba completamente a oscuras. Lo supo de la misma manera instintiva que en tantas otras ocasiones había percibido el peligro y había salvado su vida.

Fingiendo una naturalidad que no sentía, tras unas milésimas de segundo para asumir que quien fuera que estuviera dentro no la quería muerta, al menos todavía, pues seguía viva, y esperanzada con la idea, tiró las llaves que llevaba en la mano al suelo, escupió los dos sobres que colgaban entre sus labios y que había puesto ahí para tener libertad para abrir, y al tiempo que flexionaba las rodillas y se desprendía de la bolsa con la compra de Mercadona y el bolso, liberándose así de toda carga, rodó hacia una esquina de su rectangular entrada y se quedó en cuclillas, agazapada lo más a cubierto posible, protegida por el respaldo de una butaca antigua y un recodo de la pared.

Un silbido cruzó el silencio e hizo que su corazón errante le galopara aún con más fuerza.

—Eso ha sido rápido hasta para ti, Solete.

Reconocer esa voz, aun llevando a su cerebro la tranquilidad de la ausencia de peligro, hizo que su maltrecha alma trepara hasta la garganta donde se aferró como un koala y, aunque con las cuerdas vocales temblorosas, consiguió soltar una palabrota.

Se incorporó tambaleante y encendió la luz golpeando varias veces hasta que atinó en el interruptor. Trató de estabilizarse sobre los finos y altos tacones de sus zapatos y, dando la espalda a su autoimpuesto invitado, con la idea de recomponerse, aprovechó para cerrar la puerta y recoger todo lo que había tirado.

Carraspeó antes de enfrentarle y lo que fuera que iba a decir se le fue de la mente en cuanto se giró y le puso los ojos encima.

Estaba sentado, cuan largo y grande era, en el sillón orejero preferido de Sol, con las estiradas piernas, un tobillo sobre el otro, enfundadas en vaqueros y sus enormes pies en zapatos italianos de cordones, descansando en un escabel isabelino como si no tuviera nada mejor que hacer ni problemas que solucionar.

Vio su mirada negra y afilada recorrerla de arriba abajo y, molesta, sintió cómo la vulnerabilidad la embargaba y se ruborizaba. Retándose y retándole, le miró desafiante.

—¡Cuánto tiempo! —consiguió decir al fin, dado que él no hablaba.

—Poco más de un año. —Se encogió de hombros su interlocutor, como si no importara.

Dolida y todavía nerviosa, ella le espetó:

—Pues ya te puedes ir yendo. No tienes nada que hacer aquí.

Su acento, andaluz, le hacía desaparecer las eses.

Él negó con la cabeza, todavía sin alterar su displicente postura.

—Antes no solías ser tan arisca.

—Antes —remachó enarcando las cejas— confiaba en ti.

Tan rápido como un parpadeo, él se levantó y se puso ante ella, casi dos metros de un anchísimo hombre, grande y perfecto como un modelo.

—Pues vas a tener que volver a confiar.

Sol estaba acostumbrada a que mucha gente le ganase en altura, por eso procuraba llevar siempre tacones, pero el hombre ante ella era el más imponente que había conocido. Aun así, no quiso dejarse intimidar. Sabía que él, ya lo había demostrado, nunca le haría daño.

—¡Ni en sueños!

—Escúchame, porque no es momento de tonterías.

—¿Tonterías? —le interrumpió—. ¿A qué estás llamando tonterías? ¿A ser el responsable de que mataran a mi padre? —le espetó aun a sabiendas de que la acusación era injusta, pero por ganas de herirle—. ¿A esa tontería te refieres?

—Yo no apreté el gatillo —dijo Nacho ocultando su dolor y su turbación—. Y sí, son tonterías cuando hay algo mucho más importante.

—¿Qué puede ser más importante que la traición?

—No fue una traición, al menos no completamente. —No pensaba cansarse nunca de explicarlo y repetirlo—. Y es mucho más importante porque Charlie ha vuelto a España.

Sol sintió un escalofrío. Solo el nombre de ese canalla le provocaba pesadillas. El dolor por su padre, un dolor físico en el pecho, le pegó uno de sus familiares zarpazos.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo mis métodos.

Ella no lo dudó.

—Ya no me afecta. Para mí es agua pasada.

—Para él, no.

—¿Qué puede querer de nosotros? Todos salimos perdiendo aquel día.

—Quiere venganza, Sol. Y tú, Chomin y yo estamos en grande en su diana.

Sol sintió que tenía suficiente, ya no podía seguir aparentando una confianza y una seguridad que no sentía, y en el mismo escabel donde antes él había puesto los pies, se sentó abrumada.

Él se acuclilló ante ella, sus grandes manos apoyadas consoladoras sobre las rodillas enfundadas en medias de seda.

—¿Qué vamos a hacer? Ese tío es una bestia.

Al olvidarse de fingir, su acento sevillano se hizo aún más pronunciado.

—Tengo un plan.

Ella lo miró con una ceja levantada.

—¿Tú o la policía?

Nacho se encogió de hombros molesto. Ella suspiró aceptando.

—Dame unos días para darle una vuelta.

—No estoy negociando.

—Quizá tú no, pero yo no soy tu posesión para que puedas contar conmigo cuando y como quieras.

—Mi posesión no, pero la última vez que miré la hora eras mi esposa.

—No me vengas ahora con esas. —Se levantó, apartándolo—. Llevo un año sin saber de ti. —Y como el dolor le superaba, cambió de tercio—: Tenemos cosas más importantes que discutir en cualquier caso. —Con nuevo ímpetu se levantó—. Voy a llamar a Chomin.

—Está de camino, ya le he avisado yo. Estará entrando en Madrid ahora —dijo mirando su reloj de pulsera.

Le molestó tanto que él se hubiera adelantado como que le hubiera avisado a ella después.

—Estás en todo.

—Estoy ahorrando tiempo. Necesitaba hablar con los dos. Solo he hecho lo mismo que tú ibas a hacer.

La rabia, pero también el miedo, bullían en ella.

—Va a ser una noche larga. Voy a ir preparando la cama de Chomin y algo de cena.

—Si no quieres que duerma en la tuya, dame sábanas a mí también.

Ella se giró asombrada.

—La última vez que te vi tenías un pisazo en la calle Castelló. ¡Ah, no! —dramatizó llevándose la mano a la frente con un ligero golpe—. Que eso era un piso franco. Que tu pisazo está en Cea Bermúdez.

Él levantó los hombros. Estaba preparado para esa batalla.

—Si prefieres que durmamos todos en mi casa, por mí está bien.

—¿Y si dormimos cada uno en la suya? —preguntó con ironía.

—No pienso perderte de vista ahora que él está aquí.

—Todo por la seguridad.

—Protejo lo que es mío.

—¿Tuyo? Un puñetero papel en el Registro Civil no te hace mi dueño.

—Me hace tu esposo, Sol, algo que estuviste dispuesta a olvidar muy convenientemente. Y aunque no me dedicase a esto, solo por ese papel lucharía con cualquiera que se atreviese a tocar un solo pelo de tu cabeza.

Lo dijo sin aspavientos, que fue precisamente lo que le dio credibilidad.

—No soy una niñita con necesidad de guardaespaldas. Sé defenderme.

—Y me alegro, pero no pienso discutir y nadie me va a mover de tu lado.

El sonido del telefonillo les cortó la discusión. Sol se dirigió a abrir aceptando que, a pesar del rencor por las mentiras y la falta de confianza en el pasado, había algo que sabía con certeza meridiana sobre el hombre que estaba en su salón: antes moriría que dejar que a ella le pasara nada malo.

Primera parte

 

 

 

 

 

El que sospecha invita a traicionarlo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Madrid, un año atrás

 

Nacho Rullatis había conseguido, después de más de seis meses de triquiñuelas y engaños, que la banda conocida como los Ches le buscaran para involucrarle en un golpe.

Crear la figura de un experto ladrón informático no había sido difícil del todo debido a los numerosos contactos de Nacho en los bajos mundos.

Aunque había fundado una empresa de seguridad privada que se había convertido en la primera en el mercado nacional, y en el de media Europa occidental, ejercer la gestión y presidencia no había evitado que, en muchos de los casos, Nacho continuara remangándose la camisa y haciendo lo que más le gustaba: el trabajo de campo.

Se mantenía en excelente forma, no solo gracias a los duros entrenamientos de gimnasio a los que se sometía diariamente, sino por la multitud de actividades que solía realizar al aire libre. Había pocos deportes que no le gustasen y no practicase.

De joven, se había alistado en la legión, y había estado destinado en operaciones especiales. Sin embargo, a pesar de su pasión por las actividades que realizaba en el ejército, donde se había encontrado especialmente satisfecho colaborando tanto en labores humanitarias como misiones bélicas, había descubierto que el Estado de Derecho tiene muchas limitaciones para ejercer la justicia.

La idea de poder trabajar sin el sometimiento a la jerarquía y a la ley fue lo que le convenció para empezar por su cuenta. Ahora, en su empresa privada había seguido haciendo labores de extracción de rehenes en zonas hostiles, desarrollo de ayuda humanitaria donde las ONGs habituales no llegaban, protección a interesantes personalidades, y había ampliado los servicios a las nuevas tecnologías e Internet, todo lo relacionado con el hackeado y seguridad en sistemas y software informáticos, alarmas y propiedades privadas, e investigación de robos y delitos menores. Y todo con la tranquilidad de que podía elegir a sus clientes, seleccionar sus misiones y prodigar justicia sin llegar a ser ilegal, pero con más manga ancha que en el ejército.

Así es como había aceptado el encargo de encontrar al tal Charlie, miembro de una banda de ladrones que se hacía llamar los Ches y sospechoso de haber asesinado a una adolescente.

La policía nacional llevaba más de tres años detrás de él, sin haber conseguido echarle la zarpa. Nacho había intercambiado opiniones con el inspector de la Brigada Central de Delincuencia Especializada en la Sección de Robos y Atracos de la Comisaría Central de Madrid. Lo último que se sabía del pieza es que se había unido a un par de ladrones de poca monta y juntos habían creado el grupo. Se les adjudicaban hasta el momento tres grandes robos. Uno en casa de Alicia Koplowitz, a la que habían robado un Goya de su colección privada, delito al que había que añadir el asalto a mano armada y dejar malherido a un guardia de seguridad al que habían amordazado, atado, golpeado en la cabeza y dislocado un hombro. El guardia había asegurado que no podía describirlos ya que iban con los rostros cubiertos, pero que el hombre que le amenazó con la pistola dejó entrever un tatuaje entre el guante y el brazo, en la cara interna de la muñeca, parecido a un escorpión, lo que coincidía con los datos descriptivos que se tenían de Charlie.

La banda realizó un segundo trabajo en la vivienda madrileña del matrimonio formado por Adolfo Autric y Charo Tamayo, patronos de la cátedra Autric Tamayo de la Universidad Complutense, a quienes les robaron dos obras de Javier Mariscal.

Por último, hacía menos de dos meses que la banda había perpetrado otro golpe en un domicilio particular a las afueras de Barcelona. Probablemente habían sido informados de que la vivienda estaría vacía dado que la familia al completo pasaba unos días en un crucero por el Mediterráneo en el barco de unos amigos. Sin embargo, una de las hijas, de diecisiete años de edad, se había quedado en casa con fiebre por catarro. Al escuchar ruido, se había levantado y, sorprendido por la inesperada presencia, Charlie (antes de morir la joven había declarado que había sido él y no otro) le había disparado a bocajarro, probablemente con la idea de no dejar una testigo. Efectivamente, casi veinte horas después, la desafortunada adolescente fallecía. El tiempo que había estado tirada en el suelo del inmenso salón de donde los Ches se habían llevado un Picasso que la familia había adquirido en una subasta reciente en Sotheby’s había sido determinante. De camino al hospital, todavía consciente en la ambulancia, había descrito a su agresor y había hablado también del tatuaje del escorpión.

El padre de la muchacha, cansado de esperar resultados de la policía, había terminado contactando con Nacho para solicitarle que él personalmente encontrara al malnacido asesino y se lo sirviese al fiscal en bandeja de plata.

Según los informes policiales, era evidente que el trío trabajaba por encargo, pues iban a tiro hecho y solo a por uno o varios objetos concretos, despreciando en sus incursiones muchísimas otras obras de valor incalculable. Por su modus operandi se deducía que colocaban lo robado desprendiéndose de ello casi inmediatamente, de manera que no se les pudiera relacionar con los hechos.

La mesa del imponente despacho de Nacho se llenó con el amplio expediente que, sumado al de la policía, había recopilado sobre la banda.

Rullatis había mirado con ojo crítico a los hombres a los que se iba a enfrentar, analizando las diferentes fotos que habían ido consiguiendo de ellos.

Estaba muy acostumbrado a verse y a tratar con hijos de puta. Ladrones, secuestradores, explotadores, asesinos. Pero no podía con los que hacían daño a los niños o a las mujeres. Le superaba. Desde muy pequeño había procurado estar en forma para no permitir que nadie abusara de él. Desde entonces nunca se había tenido que enfrentar a su propia indefensión. Su trabajo le permitía elegir sus propias batallas. Incluso en el ejército, nunca había ido a ciegas a ninguna misión. Estudiaba con frialdad al enemigo y sus puntos débiles y dónde tenía que golpear para hacerlo caer rápido y efectivamente. Jamás se había enfrentado a la frustración porque siempre había cumplido sus misiones con éxito. No conocía a nadie que se atreviese con él directamente. Medía más de un metro noventa y tenía la constitución de un buey. Era especialista en artes marciales, cinturón negro de kárate y taekwondo. Había sido tirador selecto con pistola del ejército y llevaba con orgullo, de su época de buzo de la Armada Española en el Equipo Operativo de Buceo de Cartagena, la Gran Cruz al Mérito Naval al haber salvado la vida, aun a riesgo de la suya, de un superior.

El suceso, acaecido tras una operación de rescate de un barco pesquero que había quedado atrapado en las aguas heladas de la Antártida donde estaba destinado su operativo y que requirió de inmersión, comenzó cuando el comandante entró en pánico al no encontrar la salida a la superficie, convertida en una durísima capa de hielo.

Nacho, sin perder la tranquilidad, llegó a tener que noquear a su jefe para poder subirlo a la superficie.

El oficial, eternamente agradecido, continuaba enviando a Nacho todas las Navidades una sentida felicitación acompañada de un Louis Roederer animándole a brindar.

El dinero, que el padre de la niña asesinada había depositado en una de sus cuentas corrientes como anticipo, no habría sido necesario. Cuando Nacho era consciente de que había un depredador libre de esa naturaleza, se tomaba como algo personal el ayudar a ponerlo entre rejas… o acabar con él.

Los informes consideraban cabecilla de los Ches al mayor del grupo, José María Carvajal, un segoviano ubicado en Cádiz, que vivía en un pequeño barco permanentemente atracado en el Puerto de Santa María y que hacía alguna que otra travesía de pesca ilegal partiendo y volviendo en el mismo día.

Su rostro moreno, con arrugas, rodeado de una abundante cabellera blanca, ocultaba unos despiertos ojos azules que no perdían ripio. En su juventud, había estado casado con la hija pequeña de los Murube, una familia de ganaderos con algo de renombre en la capital andaluza. El matrimonio había durado poco, pero lo suficiente para que el joven matrimonio tuviera una niña de la que se sabía poco o nada, excepto que actualmente trabajaba como maestra en un instituto de la capital, y parecía limpia.

Chema, como le llamaban todos sus amigos y conocidos, vivía aparentemente de hacer trabajos de manitas aquí y allá, y Nacho suponía que la mayor parte de sus ingresos provenían del reparto de beneficios tras la venta de objetos robados.

Las fotos que tenía Nacho de él le mostraban siempre sonriendo y en más de una ocasión con un vaso de alcohol en la mano.

Domingo Zabaleitia, que insistía en que se le llamase Chomin a todo aquel con el que cruzaba al menos dos palabras, y remarcaba que se hiciera «con Ch, como toda la vida», era unos cinco años más joven que Chema. Ambos se habían conocido en un colegio de Bilbao en el que Chema estuvo matriculado dos años escasos cuando su padre fue destinado allí puntualmente. Aunque la diferencia de edad entre ellos no facilitaba que hubieran entrado en contacto, Chema casi mató a un compañero de curso al que pilló en el cuarto de baño tratando de abusar sexualmente de Chomin. Aquello les unió para siempre a pesar de que el menor continuó con su vida en el País Vasco donde actualmente regentaba un bar restaurante con menú del día en Bakio. No era muy alto, pero tenía la complexión dura de un boxeador. A sus casi cincuenta años conservaba prácticamente negra su cabellera. Se le daba de maravilla hacer surf. Le encantaba visitar a su amigo cruzando España hasta Cádiz y aprovechar para practicar su afición en Tarifa.

La tercera che era la de Carlos Hernán, Charlie, el objetivo de Nacho. Manchego, bastante más joven que los otros dos, era sospechoso de haber matado a un porreta en la puerta de un bar en Ossa de Montiel, en Albacete, hacía más de quince años. Sin oficio ni beneficio, se desconocía su ubicación exacta. Aparecía y desaparecía como el Guadiana.

A los veinte años había formado una banda con otros tres maleantes, extorsionando a pequeños comercios de la ciudad de Manzanares hasta que dos de ellos fueron detenidos por la Guardia Civil, y cuando implicaron a su amigo en las declaraciones, este desapareció.

También se le consideraba responsable de un robo con rehenes en la joyería Yanes de Madrid, cuatro años más tarde, y de la que consiguió huir escabulléndose entre las víctimas y dejando con el culo al aire a sus propios compañeros. Una exnovia contaba de él que lo dejó porque le daba palizas. Se sabe que había sido un gran consumidor de drogas y alcohol. Desapareció durante unos años en los que se cree que vagó por Europa del Este dando algún que otro palo.

Nacho miró con desprecio a los tres hombres en sendas fotos ante él. Había conseguido un encuentro con ellos. Supuso que, en la jerga de los delincuentes, lo que tenía aquella noche era el equivalente a una entrevista de trabajo. Si el encuentro salía como él esperaba, pronto formaría parte de aquella pandilla de malhechores. Tendría que mimetizarse con ellos y llevarles, poco a poco, al terreno donde poder tenderles la trampa. No había cosa que desease más en aquellos momentos. La justicia era para él casi una obsesión y no podía consentir que alguien que iba por la vida como una apisonadora siguiera impune.

Descolgó el teléfono y llamó a la línea privada del comisario de Chamberí. Estar en contacto con las fuerzas del orden era fundamental para el éxito de la operación.

—Mañana, a las once y media, en la calle Tolosa, en Orcasitas —dijo escuetamente, refiriéndose al edificio de dos plantas del barrio de Madrid en el que había quedado en reunirse y que era uno de los tres lugares que habían estudiado previamente cuando reunían toda la información.

—¡Buena caza! —le contestó aún más escueto el comisario, colgando nada más decirlo para poder dar las órdenes pertinentes a sus muchachos.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Chomin se bajó el último de su vagón del tren en Atocha. Llevaba todo el viaje arrepintiéndose de no haber ido a la capital en coche o, ya puestos, en la nueva moto que se acababa de comprar. Pero Madrid se había vuelto imposible con tanta zona azul y verde y seguía siendo una de las ciudades mejor comunicadas de Europa.

El problema, maldecía el vasco mientras se dirigía al metro, es que él odiaba las multitudes, los espacios tan minúsculos de los vagones de tren, la masa de gente que se apiñaba, las colas interminables esperando taxis o en la parada del autobús. Para un amante de la soledad y de la naturaleza como él, las grandes urbes suponían un agobio insufrible. Solo el anzuelo de un buen trabajo había sido capaz de sacarle de su rutina y de lo que él consideraba, hacía más de treinta años, su hogar.

Cuando Chema le llamaba, no se lo pensaba. Con un papel indefinido entre el padre que nunca ejerció de tal y el hermano mayor que nunca tuvo, Chema, y por ende su hija, lo eran todo para él y ambos eran su familia.

Sin embargo, el amor que les tenía no le privaba de juzgarles a ambos y analizarles críticamente. Y, aun así, como ya había pasado otras veces, aunque no estuviera de acuerdo con ellos, los seguiría hasta el mismísimo infierno, sin dudarlo, si era lo que ellos querían.

Así se sentía últimamente con los recientes trabajos que realizaban. Charlie no terminaba de convencerlo y no comprendía por qué Chema había aceptado hacer cosas con él. Había en el manchego una veta, más allá de la chulería, que al vasco le daba indicios de maldad. Además, desde que habían comenzado con él, el trabajo se había convertido solo en eso: trabajo. Habían perdido el placer de organizar las cosas los dos, de disfrutar mientras lo hacían, de elegir ellos dos los objetivos y hasta los clientes. Y lo ocurrido con aquella adolescente… Chomin no se lo podía perdonar. Chema ya le había tratado de tranquilizar, asegurando que había sido inevitable, pero Chomin sabía que Charlie simplemente no era de fiar. En toda su trayectoria profesional ni él ni Chema habían usado jamás la pipa, ni habían hecho algo más que algún que otro golpe a alguna víctima. Pero ¿asesinato? Eso estaba fuera de su liga… y así quería Chomin que siguiera.

Entre risas, Chema le había acusado de estar celoso y a Chomin le había sentado tan mal aquella verdad que no había vuelto a hacer ningún comentario contra Charlie ni a negarse a trabajar con él. Porque sí, aparte de no gustarle Charlie nada, en realidad le sentaba mal que Chema no viese lo idiota que era y el lío en el que les iba a acabar metiendo. Una cosa era robar, pero matar llamaba demasiado la atención, por no hablar de que en su código ético no se contemplaba la posibilidad. Antes se dejaba coger que matar a alguien. Así habían pensado siempre los dos. No entendía cómo ahora su amigo de toda la vida disculpaba tan fácilmente las animaladas hechas por Charlie.

El estridente sonido de un claxon proveniente de un Fiat 500 rojo le sacó de su ensimismamiento y le iluminó la cara cuando identificó a la conductora que se desveló al bajarse el cristal del conductor.

Haciendo honor a su nombre, Sol Carvajal iluminaba la existencia de Chomin como iluminaba la de su padre. Desde niña había tenido una gracia innata, de esa que no se trabaja, sino que sale por sí sola y sin intención alguna de su poseedor.

Con la rapidez que caracterizaba a la joven, se bajó del auto, se colgó de su cuello y se pegó a él para darle un abrazo de los suyos.

Chomin no conocía a una persona más cariñosa que ella. Tenía una necesidad constante de tocar, de acariciar, de transmitir su enorme cariño con el tacto. No era raro que lo hiciera además sin darse cuenta, en mitad de una conversación, sin venir a cuento. Solía cogerte de una mano y la dejaba un rato unida con la tuya mientras con la otra te acariciaba el antebrazo. Luego, como si se diese repentina cuenta de lo que estaba haciendo, te soltaba después de darte unos cachetitos.

—Me he enterado de milagro de que venías —le dijo con su acento andaluz—. De verdad voy a matar a mi padre algún día. Ya te ha liado, ¿no?

Chomin sonrió mientras ambos se introducían en el pequeño coche.

—No soy difícil de liar.

—Bueno, yo me voy a meter porque no me fío un pelo de Charlie. Mi padre está ciego con él. —Al no contradecirle su compañero, añadió—: Y no me mires así, que sé que piensas lo mismo, pero simplemente no lo dices porque eres un cagao.

—¿Cagao de qué?

—¡Yo qué sé! —Se encogió mientras luchaba contra la vorágine del tráfico—. Nunca te he visto llevarle la contraria a mi padre. Y no me vengas con que él es el mayor, que a vuestra edad la diferencia que os lleváis no es ná.

—Ahora ha metido a uno más en el encargo.

—¿Quién? ¿Mi padre?

—No, Charlie. No sabemos de dónde ha salido. Un frikide estos que hacen cosas con los ordenadores imposibles de explicar.

Sol empezó a reír y su sonrisa, como siempre, fue clara y fuerte.

—¡Friki no! ¡Hacker! Será un hacker. —Y siguió riéndose. A carcajadas.

—Pues eso —aceptó Chomin negándose a dejarse avergonzar solo por un término que ni comprendía.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo ayer tu padre.

—No me gusta, Chomin —expresó en voz alta ella el malestar de los dos—. Te digo yo que Charlie no es trigo limpio. Esta profesión es para hacerse confiando ciegamente los unos en los otros y en que, si las circunstancias se tuercen, no te van a dejar tirado.

—¿Honradez entre ladrones?

—¡Pues sí! —saltó ella enérgica—. ¿O no sabes de sobra que mi padre daría la vida por ti y tú por él? ¿Qué sabemos de Charlie en verdad ni tú ni yo?

—Bueno. —Aun compartiendo su exaltación, Chomin decidió tranquilizarla. No le gustaba ver a Sol así—. Ya sabes que nunca hacemos nada a no ser que estemos cien por cien seguros del resultado.

—¿Como estabais seguros del resultado cuando Charlie mató a aquella niña? —Negó Sol con la cabeza—. No me lo puedo quitar de la cabeza. La sola idea de que estuvieseis allí con él, aunque fuera en distinta planta de la casa, me pone de los nervios. —Y mirando a Chomin, afirmó—: Nosotros no somos así, nunca lo hemos sido. Las vidas nos importan.

—No, nosotros no somos así —le confirmó Chomin. Y no añadió que para la ley sí que lo serían, pues bastaba con haber estado allí para quedar incriminado.

—A ver qué se le ha ocurrido ahora —siguió Sol en su preocupación—. Es demasiado pronto, además. Demasiados golpes en poco espacio de tiempo. Siempre hemos jugado con la garantía de que pasábamos desapercibidos con uno o dos palos al año. Esto es demasiado. Tanto va el cántaro a la fuente… Y la policía no sigue igual a los ladrones que a los asesinos, y si estáis relacionados os meterán en el mismo saco.

—Por eso sería muy inteligente que no te metieras tú ahora. Mantente al margen, Sol —le recomendó Chomin, que no quería tener que preocuparse también de ella.

—No puedo. Es mi padre. Quiero hacer todo lo posible para que rompa con Charlie y quiero que tú me ayudes.

—Me encantaría hacerlo si supiera cómo.

—Algo se nos tiene que ocurrir, de verdad… —suspiró Sol, cuya cantarina voz parecía ahora un gemido.

—Bueno, veamos qué plan tiene y qué podemos hacer.

—Juntos —le dijo Sol mientras le daba un cariñoso apretón en la mano.

—Juntos —le confirmó Chomin.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Nacho Rullatis se miró en el espejo por última vez. Se terminó de poner los guantes negros, la cazadora de cuero y unas gafas de sol low cost que ocultaban su mirada marrón mientras calibraba su reflejo sin el menor narcisismo, tratando solamente de valorar si ofrecía la imagen que quería dar. Se había cortado el pelo, dejándolo peinado hacia arriba, y una ligera barba incipiente.

En su billetera llevaba su documentación, cuidadosamente examinada para no aportar más información que la justa. Si alguien le investigaba, no solo ahora, sino siempre, poco iba a encontrar de él. Ya se encargaban los expertos que contrataba de que no hubiera rastro de la identidad ni la vida de Nacho Rullatis. Ni siquiera aparecía como el dueño y fundador de su corporación de seguridad. Si esa no era la mayor garantía de que él era la mejor elección, ¿qué otra cosa podía serlo? Era capaz de hacer desaparecer el pasado de cualquiera. Y él era tan difícil de seguir y contrastar o más que sus clientes.

Para esta ocasión, había dejado caer cuidadosamente en los lugares apropiados falsa información sobre un par de arrestos de juventud por asalto y robo, y alguna que otra intervención reciente en el extranjero que le sirvieran como coartada.

Una de sus fuentes, un soplón que tenía prácticamente en nómina, se había asegurado de ir sembrando la fama de Rullatis entre los dimes y diretes que se movían en el submundo criminal.

Se había citado en un local de un polígono industrial entre las afueras de la ciudad y para llegar hasta allí se decidió por una moto Harley Davidson decorada con flecos colgando de los manillares, del cubre depósito y de las alforjas. Su casco, tan negro como la chaqueta, estaba adornado con una calavera y logos de grupos de música heavy metal.

Respiró hondo y se tranquilizó. Había conseguido lo más importante, que era que la propia banda le hubiera buscado a él. Tenía la parte más difícil del trabajo de infiltración ya hecha. Y se recordó que por eso le gustaba su profesión. Porque hoy era un ladrón especialista en informática y mañana realizaba una operación delicada en Afganistán. Todo legal, pero sin la normativa y la burocracia existentes en las fuerzas y cuerpos de seguridad. Contaba siempre con un margen de error que le permitía que las cosas terminaran bien. Y eso, como al coronel John «Hanníbal» Smith, de la famosa serie televisiva El equipo A, le encantaba. Le encantaba que los planes salieran bien.

Con más de un millar de empleados, su empresa contaba con suficiente personal dedicado a fortalecer legalmente la compañía puliéndola de modo que pudiera superar inspecciones tanto de Trabajo, como de Hacienda o la propia fiscalía penal.

Se le daba fenomenal la informática y la programación. Había entrado y salido de bancos, intranets, webs supuestamente superseguras. Así ganaba su dinero y así cimentaba su fama.

Y luego había casos, casos como este, que requerían un poco menos de papeleo y más de acción. Y Nacho llevaba tiempo deseando un poco de acción.

Arrancó la moto, deseoso del primer cara a cara con los que iban a ser sus nuevos socios. Tenía curiosidad por saber qué se habían propuesto robar ahora e iba a ser un placer acompañarlos.

«Banda de los Ches», pensó mientras se incorporaba al tráfico. «¡Daos por vencidos!».

 

 

El número tres de la calle Tolosa tenía una puerta corredera de hierro del tamaño de las de un garaje, que en el momento en que llegó Nacho estaba abierta y mostraba un espacio sin otra luz que la que le daba una ventana alargada en la pared de enfrente, al menos a cuatro metros de altura. El suelo, de cemento, estaba tan diáfano como sus paredes de ladrillo, y los dos coches allí aparcados, un Mercedes Clase A y un Audi A4, ocupaban una pequeña parte de todo el espacio.

Nacho entró con su Harley y la aparcó allí mientras se habituaba a la menor luz del interior. Vio tres puertas en la pared izquierda de la nave y una escalera alada que bajaba pegada a la pared derecha desde un pasillo, también al aire, metálico, que recorría el perímetro de la fachada y llevaba, de un lado, a dos puertas más, y del otro, a otras tres. En el frente, las ventanas, rectangulares, seguidas unas de otras, iluminaban a través de unos sucios cristales la estancia.

Fue por una de estas puertas de arriba por las que se asomó al que Nacho reconoció enseguida como Charlie. Sin quitarse todavía el casco, se permitió mirarlo mientras apagaba tranquilamente el motor, se bajaba de la moto y descubría por fin su rostro. Notó cómo su adversario, desde toda la altura del edificio, le evaluaba de arriba abajo.

Nacho sabía lo que veía: un hombre bien constituido con el aburrido rostro y la tranquila serenidad de quien no tiene nada que perder.

Como iba en su papel, no se molestó en hablar ni hacer señal alguna de reconocimiento. Perdió el tiempo enganchando el casco en el manillar y entonces vio también a José María aparecer por el alero. Se recordó que no estaba nervioso y que eran ellos los que querían algo de él.

—¡Nacho! —oyó la voz de Charlie—. ¡Sube!

Decidió no enfadarse por la orden. No se podía esperar cortesía entre ladrones, pero se lo tomó con calma. Se entretuvo un poco más quitándose los guantes y observó con desfachatez el recinto.

La sala donde le esperaban los dos hombres tenía el suelo de baldosas de gres y un tablero de más de tres metros puesto sobre caballetes de madera que sostenía en su superficie un par de tazas de café, un par de portátiles (uno de ellos apagado y cerrado), útiles de pintura como rotuladores, lápices de colores sueltos, una regla, un cartabón, un cúter, papel, cuadernos, planos, una chaqueta de cuero, tres móviles de alta gama, un teléfono fijo inalámbrico. Las paredes, desnudas, mostraban manchas sobre un envejecido fondo blanco y dos ventanas alargadas tan sucias como las de fuera. Su mente, rápida, abarcó todo aquello con la técnica de la experiencia y el entrenamiento, valoró que no había armas ni peligros inminentes, mientras su rostro mantenía una expresión casi aburrida.