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La fotosíntesis es aburrida y estar vivo es un problema irresoluble incluso para una hoja. Impregnadas de preguntas aparentemente irresolubles, las páginas de este libro se ven atravesadas por una premisa velada: ¿Y si este mundo no fuese más que un primer borrador de la existencia dibujado para ser destruido? En este esbozo de la creación nos encontramos con Mira, una mujer que abandona su hogar para proseguir con sus estudios. En la Academia Americana de Críticos Americanos conoce a Annie, cuyo tremendo poder abre un portal hacia lo desconocido. Años después, el padre de Mira muere y su espíritu penetra en ella, convirtiéndose juntos en una hoja de árbol. Al final, Mira debe recordar el mundo humano que ha dejado atrás y elegir si quiere volver a él o no. Color puro brilla como una galaxia: es expansiva, celestial, majestuosa y salpicada de belleza. Se erige como una biblia contemporánea, un atlas de sentimientos, una odisea en constante transformación y una guía absurdamente divertida de las maravillas (y horrores) de la existencia. Sheila Heti se revela como una filósofa de la experiencia moderna, y ha logrado reimaginar los límites de lo que un libro puede contener. La celebrada autora de ¿Cómo debería ser una persona? y Maternidad ganó, con Color puro, el Governor General's Award, el premio literario más prestigioso de Canadá.
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Seitenzahl: 183
COLOR PURO
Título original: Pure Colour
© Sheila Heti / 2022 Inicialmente publicado en UK en 2022 por Harvill Secker
Todos los derechos reservados, incluidos los derechos de reproducción total o parcial en cualquier formato.
© de la traducción: Eugenia Vázquez Nacarino
© de la ilustración: Julio Fuentes
Primera edición: Noviembre de 2023
© 2023 Mutatis Mutandis Editorial, S.L. Riera de Sant Miquel, 75 08006 Barcelona
Diseño gráfico de colección: Julio Fuentes
www.mutatis-mutandis.es Impresión y encuadernación: Romanyà i Valls
ISBN: 978-84-127248-5-1
COLOR PURO
Sheila Heti
Índice
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
Después de crear el cielo y la tierra, Dios se alejó para contemplar la creación, como un pintor se aleja del lienzo.
Ese es el momento que estamos viviendo: el momento en que Dios se aleja. ¿Quién sabe desde cuándo? Desde el principio de los tiempos, sin duda, pero ¿cuánto abarca eso? ¿Y cuánto más continuará?
Cabe pensar que duraría solo un instante, esa pausa de Dios al retirarse y acercarse de nuevo a completar el lienzo, y en cambio parece que se prolonga eternamente. Aunque, ¿quién sabe si este mundo nuestro resulta efímero o infinito desde el punto de fuga de la eternidad?
Ahora la tierra se está calentando antes de ser destruida por Dios, que ha decidido que el primer esbozo de la existencia tenía demasiados defectos.
Dispuesto a hacer un segundo intento con la creación, con la esperanza de que le salga mejor esta vez, Dios aparece en el cielo, se desdobla y se manifiesta en tres críticos: un gran pájaro que critica desde arriba, un gran pez que critica desde el centro y un gran oso que critica mientras acuna la creación en sus brazos.
~
A quienes nacen del huevo del pájaro les interesa la belleza, el orden, la armonía y el sentido. Observan la naturaleza desde arriba, de un modo abstracto, y conciben el mundo con cierta distancia. Estas personas son como pájaros remontando el vuelo: huidizas, frágiles y fuertes.
Quienes nacen del huevo de un pez aparecen en una suspensión de gelatina, y esta gelatina contiene cientos de miles de huevos, donde lo más importante no es cualquier huevo individual sino la situación del conjunto. A los peces les preocupa menos el destino de un huevo que desovar en las mejores condiciones, con la temperatura más idónea y la corriente más suave, paraque la mayoría sobreviva. Para los peces, son las condiciones colectivas las que importan. La persona que sale de un huevo de pez se preocupa por la equidad y la justicia aquí en la tierra: que la humanidad llegue a la temperatura idónea para la mayoría. Un pez se preocupa por un millar de huevos, mientras que quien sale del huevo de un oso se aferra, todo lo posible, a una persona especial.
La persona que nace del huevo de un oso es como una criatura abrazada a su muñeco favorito. Los osos no tienen un pensamiento pragmático que les permita sacrificar a sus predilectos por un fin superior. Acaban consumidos por los suyos. Los osos acaparan a unas pocas personas a las que amar y proteger, sin torturarse por sus elecciones; tienden hacia aquellas a las que pueden oler y tocar.
Las personas nacidas de estos tres huevos distintos nunca llegarán a entenderse del todo. Siempre pensarán que quienes nacen de un huevo diferente confunden por completo sus prioridades. Y sin embargo los peces, los pájaros y los osos son igual de importantes a ojos de Dios, y el mundo no sería mejor si solo hubiera peces, ni sería mejor si solo hubiera osos. Dios necesita que los tres critiquen la creación. Pero aquí, en la tierra, cuesta creerlo: a los peces les parecen superficiales las preocupaciones de los pájaros, mientras que los pájaros se impacientan con las críticas de los peces. No hay nada que pese tanto como el juicio de un huevo diferente paraque una persona sienta que la obra de su vida —o ella misma— es invisible.
Aun así, los pájaros deberían agradecer que alguien se ocupe de la crítica estructural, para así no tener que hacerla ellos. Y los peces deberían agradecer que alguien se ocupe de la crítica estética, para así poder centrarse en la estructural.
~
Dios se enorgullece sobre todo de la creación como producto estético. Basta con mirar la exquisita armonía del cielo, los árboles, la luna y las estrellas para apreciar qué buen trabajo hizo Dios, estéticamente. Por eso quienes nacen del huevo de un pájaro son los más agradecidos de todos. Quienes nacen del huevo de un pez son los más indignados, y quienes nacen del huevo de un oso tampoco es que estén muy contentos.
A lo mejor Dios no debería concebir la creación como una obra de arte, la próxima vez; así cuidará más de la justicia y la intimidad en nuestra vida. Pero ¿es posible para un artista plasmar su impulso en una forma que no sea, al final, una forma artística?
~
Esta historia en particular trata de Mira, una mujer con aspecto de pájaro que se debate entre el amor por la misteriosa Annie, que a Mira le parece un pez distante, y el amor por su padre, que parece un oso entrañable.
~
El corazón del artista está un poquito hueco, los huesos del artista están un poquito huecos. El cerebro del artista está un poquito hueco, pero eso le permite volar. Quienes no salen del huevo de un pájaro tal vez se pregunten por qué fueron los pájaros —que centran sus pensamientos en sí mismos— quienes nacieron para dar al mundo sus metáforas, imágenes e historias. ¿Por qué se les concedió ese don a los pájaros?
Un pájaro puede aprender a andar en el suelo como un oso, y puede pasarse la vida entera andando, aunque así nunca llegue a ser feliz. Mientras que un pez varado en la orilla boquea para respirar, desesperado por volver al mar.
~
¡Cómo le habría encantado a Mira haber nacido del huevo de un oso! Le encantaría ser embajadora de un amor sencillo y duradero, aquí, en esta tierra. Sin embargo, cada vez que pone todo su corazón en esos actos, a pesar del anhelo y el afán, apenas consigue alcanzarlos. Amar al prójimo: esa es la parte más endeble de sí misma, la más absurda, la más dispersa y siempre culpable.
Aun así, no debería sentirse mal por ser un pájaro, o por lo preciosas que son las flores de su ventana… Las flores en el alféizar de su ventana, ¡allí! Cómo hacen sonreír sus pétalos y sus hojas a los transeúntes, que alguien ame la belleza y le importe. Sus flores nos hacen pensar en las flores que hay en el alma de la persona que las puso allí. Son las flores en el alma de la persona que las puso allí lo que nos hace felices y nos alegra el corazón. La belleza de las flores es una clave de la belleza del corazón humano. Son el ojo de la cerradura que abre un corazón humano.
Y el acto de bondad de un pez, incluso el gesto más insignificante, cuando nace de dentro, es un atisbo del corazón humano. Y el atisbo de un corazón es un atisbo de muchos. Y las esperanzas del oso son las que comparte toda la humanidad. Y lo que abre un corazón, abre muchos.
Mira se fue de casa. Después encontró trabajo en una tienda de lámparas. La tienda vendía lámparas Tiffany y otras lámparas de cristales de colores. Eran lámparas carísimas. La menos cara costaba cuatrocientos dólares, un mes de sueldo para ella. Cada noche, antes de cerrar, Mira tenía que apagar todas las lámparas, una por una. Tardaba once minutos. La mayoría las apagaba tirando de una cadenita. Tenía que ir con cuidado al soltar la cadenita para que no golpeara la bombilla o la lámpara. Tenía que tirar de la cadenita con mimo, con delicadeza. Era una tarea tediosa. Mira no hacía el turno de mañanas. A esa persona le tocaba encender las lámparas. No era un trabajo más agradecido que el suyo.
Al otro lado de la calle había otra lampistería. La tienda donde trabajaba Mira era solo de lámparas, pero en la de enfrente vendían toda clase de accesorios, y también plafones de techo con ventiladores incorporados; una iluminación muy moderna, en contraste con sus artículos clásicos. La gente prefería el otro establecimiento. El dueño de la tienda de Mira tenía los clientes justos para que el negocio saliera adelante, ya que la mayoría de las parejas iban enfrente y compraban lámparas blancas modernas o lámparas traslúcidas de plástico industrial. Los compañeros de trabajo de Mira se lamentaban y decían que aquella gente no tenía gusto. A la hora decerrar, Mira veía al tipo flaco que trabajaba enfrente apagando todas las luces, una por una. A ambos les tocaba la misma tarea cada noche. Mira, que sentía que nadie en el mundo podía comprenderla, se preguntaba si aquel tipo la comprendía, pero avergonzada por el paralelismo entre los dos evitaba cruzar la mirada con él.
En aquellos tiempos se sentía muy sola. No es que le importara. Solo cuando te vas haciendo mayor todo el mundo te reprocha que estés sola o insinúa que convivir con otras personas en cierto modo es mejor, porque demuestra que te haces querer.
Sin embargo, no estaba sola porque no se hiciera querer. Estaba sola para poder oír sus pensamientos. Estaba sola para poder sentirse viva.
¿Cómo encontró Mira el trabajo en la tienda de lámparas? Debió de ver un cartelito en el escaparate al pasar por delante. ¿Cómo se encontraba trabajo entonces, antes de que todo el mundo supiera lo que los demás querían? Con cartelitos de papel.
¿Cómo encontró el cuarto donde vivía? Probablemente había un papel pegado con cinta adhesiva en algún sitio, o clavado en un tablero de corcho en una cafetería del barrio. La casa tenía dos dormitorios en el primer piso y un cuarto de baño compartido. Había un gran apartamento en la planta baja ocupado por un hombre rubio gay que una noche llegó a casa cubierto de sangre por una paliza. Se encontraron por casualidad en la escalera, y el hombre le dio la espalda, furioso y alterado.
En su rellano vivía un hombre huraño unos diezaños mayor que ella, a quien Mira vio un par de veces nada más. Era silencioso y tímido. Compartían el cuarto de baño, y la bañera estaba sucia, así que ella no se bañaba nunca y apenas se duchaba. Como el hombre se hacía la cena en la cocina, ella se compró un hornillo para su cuarto.
Junto a su dormitorio había una galería con paredes de listones de madera por las que pasaba la corriente y ventanas ligeramente torcidas que miraban hacialos tres lados. Con buen tiempo habría sido un precioso cuarto de estar, pero Mira se mudó allí en otoño y a principios de primavera ya se había ido. Guardaba todos sus libros en un estante de ese cuartito gélido. Cuando llegó el momento de mudarse, abrió la puerta para recoger sus libros y vio que estaban todos llenos de moho y con las páginas onduladas por el frío húmedo del invierno.
Mira empezó a estudiar. La aceptaron en la Academia Americana de Críticos Americanos, en una de sus escuelas satélite internacionales. No era nada fácil entrar. Todos los que querían ser críticos querían estudiar allí. Cada año había muy pocas plazas, así que cualquiera que entraba tenía inmediatamente algo de lo que presumir. El mero hecho de entrar marcaba tu personalidad y tu conciencia. Significaba que estabas por encima de los demás.
En la escuela había una sala grande con mesas, un espacio en forma de tetraedro con sillas baratas de plástico industrial y paredes relucientes, manchadas por el humo. Allí era donde se reunían los estudiantes. A través de una ventanita podías comprar cruasanes y té, y rara vez, o nunca, veías a la gente que trabajaba al otro lado de la pared.
En la sala, los estudiantes se ponían de pie en las mesas a declamar. Soltaban sus arengas y se reían escandalosamente, y era el único lugar en todo el edificio donde no sentían que estaban actuando para sus profesores. Era el único lugar donde se sentían libres. ¡Derrochaban vanidad! Les parecía importante poner a prueba sus opiniones. Aspiraban a desarrollar un estilo de escritura y de pensamiento que sobreviviera al paso de los años y al mismo tiempo penetrara incisivamente en supropia generación. Para eso habían entrado en la escuela: eran los elegidos. Creían que el futuro se fraguaría en los moldes que habían construido. Era importante saber lo que pensabas: cómo creías que era el mundo y cómo creías que debía ser.
~
Simplemente no contemplaron la posibilidad de que en el futuro un día se pasearían por ahí con teléfonos, de los cuales la gente con mucho más carisma haría brotar un incesante torrente de imágenes y palabras. Simplemente no tenían ni idea de que el mundo sería tan grande, ni la competencia tan feroz.
Comían cruasanes y bebían infusiones. Fumaban hierba e iban a clase colocados. Tenían pocas clases, y las que se ofrecían no valían para nada y estaban desfasadas.
Todas las mañanas tenían que practicar taichí en el sótano de la escuela. Las sesiones las dirigía un profesor de cincuenta y tantos años, delgado y enérgico. Se daba a entender que, si practicaban taichí todas las mañanas durante el resto de su vida, acabarían siendo tan enérgicos y ágiles como él. Iban todos menos Matty, que no creía que un crítico necesitara saber taichí. ¡Le daban rabia aquellas clases! Pensaba que a esas horas deberían estar durmiendo. No le habían dicho, al matricularse, que hacer taichí a las ocho de la mañana sería la obligación de todo alumno. De haberlo sabido, no hubiera pedido una plaza allí. Era cosa suya mover el cuerpo o no moverlo, y no le incumbía a nadie más. A pesar de que sus compañeros de clase le daban la razón, iban a taichí de todos modos.
Mira llevaba solo unos días en la escuela cuando vio por primera vez a Matty, que salía de darse un baño desnudo en el lago. La vio, la saludó con la cabeza. Ella lo vio, le devolvió el saludo y apartó la mirada rápidamente. Era alto, corpulento, con el pene colgando, el escroto enrojecido, y mucho pelo por todas partes, y las greñas también colgando, y tenía los labios hinchados, y los ojos enrojecidos por el agua, y la miró sin prisa, y levantó despacio la mano hacia ella, y Mira solo esperó no volver a encontrárselo mientras estuviera allí.
Su viejo profesor, Albert Wolff, estaba de pie delante de una pantalla en la que se proyectaba la diapositiva del cuadro de un espárrago. Hizo un gran alarde de buscar lo que no veía, rodeado de estudiantes en la sala a oscuras. Explicó que la fiebre por Manet seguía viva, pero pronto todo el mundo compartiría su punto de vista.
—Édouard Manet es una personalidad curiosa. Como pintor tiene ojo, pero no mano. Un hada madrina le dio al nacer las cualidades esenciales que ha de poseer un artista, pero pronto el hada malvada se acercó a su moisés y le dijo: «Criatura, nunca llegarás lejos. Con mis poderes, ahora voy a arrebatarte las cualidades que al fin y al cabo hacen al verdadero artista».
Mira, apoyada en la pared, sintió un exquisito temblor en el pecho, como si algo se le hubiera metido dentro y expirara allí. Al cabo de unos instantes, sin embargo, sintió la piel caliente y se avergonzó de la distancia entre lo que le hacía sentir el cuadro y lo que estaba diciendo Albert Wolff: que la pintura tenía «algunas» de las cualidades del arte, pero que faltaba algo, lo esencial, la chispa que lo proyecta «más allá».
—El cuadro cuelga ante el espectador con la misma franqueza e insignificancia que la persona que lo contempla. No dignifica ni eleva. A mí este cuadro no me inspira a tenerme en más alto concepto como hombreque quedarme frente a una pared de ladrillos. Pienso:
«Los seres humanos estamos derrotados desde el principio; mejor ni intentarlo». Y se supone que el arte debe inspirar justo lo contrario, ¡que el empeño humano tiene alas! Un cuadro debería hacer que el espíritu de una persona levante el vuelo, pero un cuadro como este no tiene alas, así que nos da la sensación de que las alas ni siquiera existen. El espárrago se queda ahí como una piedra en el alma, ridiculizando nuestras pretensiones espirituales,¡pero la espiritualidad no es una pretensión! No hay ninguna diferencia entre la espiritualidad y una canción, y la canción en el corazón de Manet es el sonido de una sirena de niebla. Deberíamos sentir lástima de ese niño pintor, desesperado y escrutador, que carece de lo esencial y ni siquiera lo sabe. Para saberlo bastaría con que se pusiera delante de su cuadro en cualquier museo, y mirara a su derecha, y mirara a su izquierda, y viera cómo la obra de los grandes pintores hace que el alma levante el vuelo, y luego volviera a mirar su propio cuadro vago, precipitado y tosco, que ni tiene encanto ni da alas. ¿Cómo es posible que no lo vea? ¡Un pintor sin ojos! ¡O sin ojos en la mano! ¿Qué buscan los seres humanos en el arte sino esa mirada hacia dentro de sí mismos que dota de sentido la existencia? Pues ¿qué es el arte, sino el acto de infundir en la materia el aliento de Dios? El artista que no es capaz de hacerlo pinta formas irrelevantes, carentes de vida. Es evidente por qué se rieron los críticos: porque les desconcertó no ver lo que estaban en su derecho de ver. Una persona se viste con elegancia para salir a la calle, y el artetambién debe vestirse con elegancia. En cambio, los cuadros de Manet están desnudos, despojados, no solo en su ridícula temática, sino también espiritualmente.
—Un artista se sabe artista por cómo se relaciona con su propia sinceridad —dijo Matty—. Entonces, ¿no habría sentido Manet cierta inquietud mientras pintaba, cierta conciencia de que le faltaba lo esencial?
Matty, allí de pie, fumaba lánguidamente; era la brillante promesa de la escuela. Wolff asintió.
—Un gran artista duerme en los laureles de su talento, y es como dormirse en la cálida mano de Dios. Pero el talento de Manet, ajeno a sus propios tropiezos, no descansa. Es como un perro que camina con tres patas, ¡no se cree distinto de un perro que camina con las cuatro! Manet pretende que el público haga su trabajo: debería maravillarse. Le pide al público que termine su cuadro, porque él es perezoso e incompetente. Debe de sentir una honda frustración mientras trabaja, intentando corregir lo que jamás podrá salvarse, y por eso pinta deprisa, sin querer ver lo que ha hecho. Por eso sus lienzos son un desastre. Al no haber una brújula en su alma, su visión se vuelve caótica. La envidia de su corazón salta a la vista, ¡pero él ni siquiera sabe qué envidiar a los otros pintores! Incapaz de plasmar la belleza, se esconde tras una fealdad a la que él llama belleza, y salen unos lienzos humillantes. Los críticos lo humillan porque él nos hace sentir humillados. Y mientras sigue haciendo sus cuadros que no tienen nada que ofrecer, culpa a los críticos por sus «atropellos».
El odio toma muchas formas, y te puede odiar mucha gente. Al principio ignorábamos cuánto podía odiarnos gente a la que creíamos caer bien, o a la que creíamos no importarle, pero había mucho más odio del que cualquiera de nosotros era capaz de comprender. El odio parecía brotar de lo más profundo de nuestro ser. Años más tarde, bastaría con que miraras por un agujerito y ahí estaba, a la vista de cualquiera: un mundo lleno de hostilidad, sin ningún fin. Como si estuviéramos hechos de rabia.
¿Y por qué no? No estábamos destinados a la felicidad. El amor que imaginábamos nunca sería nuestro. Un trabajo que pudiera ocupar para siempre nuestros corazones y nuestros pensamientos, tampoco estaba destinado a ser nuestro. Nunca ganaríamos el dinero que esperábamos ganar. Nada sería como esperábamos, aquí, en el primer esbozo de la existencia. La gente por fin empezaba a captarlo. Nuestra rabia tenía todo el sentido del mundo.
Por lo menos Dios hizo el amanecer para quienes vivíamos en un acantilado. Por lo menos nos concedió un poco de amor, aunque no fuera a alcanzarnos hasta el final de la vida. Aquí, en el primer esbozo de la existencia, creábamos nuestros propios esbozos —historias, libros, películas y obras de teatro—, puliendo nuestras piedras para mostrar a Dios y a nuestros semejantes cómo queríamos que fuera el siguiente esbozo, consolándonos con nuestras visiones. En los días buenos, reconocíamos que Dios se las ingenió bastante bien: nos había dado la vida y había llenado la mayoría de los vacíos de la existencia, excepto el vacío del corazón.