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Él no estaba dispuesto a renunciar a ella tan fácilmente. En los planes de Brady Finn, el multimillonario diseñador de videojuegos, no entraba una chica irlandesa que lo desafiase constantemente. Esa chica era Aine Donovan, la deslumbrante gerente del hotel que acababa de comprar, y Aine no iba a permitir que Brady, que ahora era su jefe, destruyese las tradiciones con las que se había criado, ni iba a dejarse seducir por él. Sin embargo, la atracción que había entre ellos era tan fuerte que no pudo resistirse a él, y cuando se quedó embarazada tras una noche de pasión, decidió que lo mejor sería ocultárselo.
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Seitenzahl: 193
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2015 Maureen Child
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazones entrelazados, n.º 5567 - febrero 2017
Título original: Having Her Boss’s Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientosde negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcasregistradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y susfiliales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® estánregistradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otrospaíses.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9305-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Brady Finn estaba contento con su vida. Sí, no estaba demasiado entusiasmado con aquella inversión en la que acababa de meterse Celtic Knot Games, pero no había tenido más remedio que tragar con ella. Era lo que pasaba cuando tus socios eran dos hermanos que siempre hacían frente común en todas las decisiones importantes, aunque luego discutieran por pequeñeces.
Pero aun así, no cambiaría nada. Si tenía la vida que tenía era gracias a que los hermanos Ryan y él habían creado esa compañía cuando aún estaban en la universidad. De hecho, habían sacado al mercado su primer videojuego con poco más que sus sueños y la arrogancia propia de la juventud.
Ese juego, Fate Castle, basado en una antigua leyenda irlandesa, se había vendido lo suficiente bien como para financiar su próximo juego, y en la actualidad Celtic Knot Games se encontraba en la cúspide del mercado de los videojuegos. También habían expandido su negocio para abarcar las novelas gráficas y los juegos de rol, pero con aquella nueva inversión se estaban adentrando en un terreno desconocido. Lo poco que sabían de hoteles podría escribirse en la cabeza de un alfiler, es decir, nada de nada.
Pero, ya que no le quedaba otra que aceptar la situación, trataría de ser positivo y pensar que aquel desafío terminaría siendo un nuevo éxito para Celtic Knot Games, se dijo paseando la mirada por la sala de juntas, donde estaban reunidos en ese momento. Tenían sus oficinas en una mansión victoriana en Ocean Boulevard de Long Beach, California. Era un entorno de trabajo relajado, confortable y estimulante. Podrían haberse instalado en un moderno rascacielos de cristal y acero, pero a ninguno de los tres les había atraído la idea. En vez de eso habían comprado aquella vieja mansión y la habían rehabilitado, adaptándola a sus necesidades.
Tenían todo el espacio que querían y no era un lugar frío y agobiante como las oficinas de muchas otras compañías de éxito. Había una vista espectacular de la playa al frente, y en la parte de atrás unos extensos jardines, el sitio ideal para hacer un descanso.
—Pues a mí me parece que los diseños para el nuevo juego son estupendos —insistió Mike Ryan.
—Lo serían si esto fuera un concurso de artes plásticas de quinto de primaria —replicó Sean, alcanzando uno de los dibujos desperdigados por la mesa para ilustrar su punto de vista—. Peter ha tenido tres meses para hacer este guion gráfico —añadió, visiblemente irritado, clavando el índice reiteradamente en el papel—. Mira esta banshee. ¿Te parece aterradora? Tiene más pinta de surfista esquelética que de mensajera de la muerte.
—A todo le encuentras fallos —protestó Mike, rebuscando entre las hojas hasta encontrar la que quería—. Este cazador medieval es genial. Le está costando hacer un diseño convincente de la banshee, de acuerdo, pero seguro que al final acertará con lo que queremos.
—Ese es el problema con Peter —intervino Brady. Los dos hermanos se giraron para mirarlos—. Siempre es «al final»; no ha cumplido ni un plazo de entrega desde que empezó a trabajar con nosotros —sacudió la cabeza y tomó un sorbo de café, que ya estaba enfriándose.
—Es verdad —asintió Sean—. Le hemos dado a Peter muchas oportunidades para que nos demuestre que se merece el dinero que le pagamos y aún no lo ha hecho. Quiero que probemos con Jenny Marshall.
—¿Jenny Marshall? —repitió Mike frunciendo el ceño.
—A mí no me parece mala idea —intervino Brady de nuevo—. Lleva seis meses con nosotros, y los fondos que dibujó para Forest Run estaban muy bien. Tiene talento. Se merece una oportunidad.
—No sé —murmuró Mike—. No es más que una ayudante. ¿De verdad creéis que está preparada para confiarle los diseños de los personajes?
Sean iba a decir algo, pero Brady levantó la mano para interrumpirlo. Si seguían con aquella discusión, no terminarían nunca.
—Yo sí lo creo. Pero antes de que decidamos nada, hablaré con Peter. Mañana es la fecha límite que le dimos, y si vuelve a fallarnos, no volvemos a contratarlo. ¿Estamos de acuerdo?
—Por supuesto —asintió Sean, y le lanzó una mirada a su hermano.
—Está bien —dijo Mike. Se echó hacia atrás en su asiento y apoyó los pies en la esquina de la mesa—. Y, cambiando de tema, ¿cuándo llegaba nuestra visitante irlandesa?
—Debería aterrizar dentro de una hora —contestó Brady.
—Habría sido más fácil que fueses tú a Irlanda —apuntó Mike—. Así podrías haberle echado un vistazo al castillo, de paso.
Brady sacudió la cabeza.
—Estoy muy ocupado como para irme ahora de viaje. Además, ya hemos visto el castillo en los vídeos en trescientos sesenta grados que hay en la página web.
—Es verdad —dijo Mike con una media sonrisa—. Será perfecto para nuestro primer hotel: Fate Castle.
La idea, además de ponerle el nombre de su primer videojuego, era reformar aquel castillo, que había sido convertido en un hotel hacía varias décadas, para hacer de él un complejo vacacional de lujo donde los huéspedes podrían imaginarse que eran parte del mundo de fantasía donde se desarrollaba la historia.
Brady seguía sin verlo claro, pero los seguidores habían enloquecido cuando lo habían anunciado en la última edición de Comic-Con, la convención anual de cómics, cine y videojuegos de San Diego.
—¿Y cómo dijiste que se llamaba esa mujer? —inquirió Sean.
—Se apellida Donovan —respondió Brady—. Su nombre de pila debe ser gaélico. Se escribe «Aine», pero no tengo idea de cómo se pronuncia. En fin, es igual —dijo bajando la vista a la carpeta que habían recibido sobre el hotel castillo y sus empleados—. Lleva tres años como gerente, y aunque los dueños del hotel estaban perdiendo dinero, parece que estaban contentos con su trabajo. Tiene veintiocho años, es licenciada en Gestión de Hostelería y vive en la propiedad, en una cabaña de invitados, con su madre y su hermano pequeño.
—¿Tiene casi treinta años y aún vive con su madre? —Sean dejó escapar un largo silbido y fingió que se estremecía—. Debe ser muy fea. ¿Hay alguna foto de ella en la carpeta?
—Sí —Brady sacó la hoja y la empujó hacia Sean, que estaba sentado frente a él.
Era una foto pequeña, la típica foto de carné, y aunque no era un esperpento, tampoco era demasiado atractiva.
Tanto mejor, porque a él le perdían las mujeres guapas y lo último que querría sería tener un romance con una empleada.
—Bueno, no está mal —dijo Sean al ver la foto.
Aquel patético intento de arreglarlo hizo reír a Brady con sorna. La verdad era que la chica no parecía gran cosa. En la foto tenía el pelo peinado hacia atrás, probablemente recogido en un moño, las gafas hacían que sus ojos verdes pareciesen enormes, y su pálida piel parecía aún más blanca en contraste con la puritana blusa negra que llevaba.
—Es una gerente, no una modelo —apuntó, sintiéndose por algún motivo en la obligación de defenderla.
—Déjamela ver —le dijo Mike a su hermano.
Sean le pasó la hoja con la foto. Mike la estudió un momento antes de levantar la vista y encogerse de hombros.
—Parece… eficiente —dijo, y le devolvió la hoja a Brady.
Este sacudió la cabeza, volvió a meter la hoja en la carpeta y la cerró.
—Mientras haga bien su trabajo, da igual qué aspecto tenga —concluyó—. Y según los informes que tenemos sobre el hotel y sus empleados, es buena en lo que hace.
—¿Les has hablado de los cambios que tenemos pensados? —preguntó Mike.
—La verdad es que no. No tenía sentido intentar explicárselo todo por teléfono. Además, la última vez que hablé con ella aún no habíamos terminado el plan para la remodelación.
Y como las reformas comenzarían dentro de un mes, era el momento de poner al corriente a Aine Donovan.
—Bueno, pues si ya hemos acabado con este asunto, me ha llamado una compañía de juguetes que está interesada en fabricar muñecos de algunos de nuestros personajes —dijo Sean.
—¿Muñecos? —Mike soltó una risa burlona—. Eso no va con nosotros.
—Estoy de acuerdo —dijo Brady—. Nuestros videojuegos van dirigidos a adolescentes y adultos.
—Ya, pero si fueran figuras coleccionables… —apuntó Sean, esbozando una sonrisa.
Brady y Mike se miraron y asintieron.
—Eso sería otra cosa —dijo Brady—. Si la gente pudiera comprar figuras coleccionables de nuestros personajes, eso aumentaría la popularidad de los juegos.
—Sí, podría funcionar —asintió Mike—. Haz los números, y cuando tengamos una idea más concreta de cómo sería el acuerdo de licencia, volvemos a hablarlo.
—De acuerdo —Sean se levantó y miró a Brady—. ¿Vas a ir a recoger a la señorita Donovan al aeropuerto?
—No —respondió Brady, levantándose también—. He mandado a uno de nuestros chóferes para que la recoja y la lleve a su hotel.
—¿Dónde la has alojado?, ¿en el Seaview? —preguntó Mike.
Era donde solían alojar a los clientes que les visitaban. Estaba a quince minutos a pie de sus oficinas, lo que lo hacía muy accesible para las reuniones que tuvieran que organizar. También era donde él vivía, en una de las suites del ático.
—Sí, me pasaré esta tarde para reunirme con ella, y mañana la traeré aquí para que le enseñemos las reformas que tenemos en mente.
—¡Ya estoy aquí, mamá! ¡Esto es precioso! —exclamó Aine por el móvil, mirando las azules aguas del Pacífico.
—Ah, ya… estupendo, hija —contestó su madre, Molly Donovan, al otro lado de la línea.
Aine, que estaba en el balcón de su habitación del hotel, contrajo el rostro al oír la voz soñolienta de su madre. Se le había olvidado por completo la diferencia horaria. Allí, en California, eran las cuatro de la tarde, y el sol brillaba en el despejado cielo. En Irlanda debía ser más de medianoche.
Tendría que estar agotada, pero curiosamente no lo estaba. Sería por la emoción del viaje, mezclada con los nervios que tenía por qué pensaría hacer Celtic Knot Games con su castillo. Bueno, no era suyo, pero se sentía muy ligada a él. ¿Qué podrían saber esos americanos de su historia, del legado que suponía para el pueblo, para sus gentes? Nada, absolutamente nada.
Estaba muy preocupada; ¿qué interés podía tener para una empresa de videojuegos el castillo Butler, una fortaleza con siglos de historia a las afueras de un minúsculo pueblo? Ni siquiera había sido nunca un importante atractivo turístico. En Irlanda había otros castillos mucho más visitados y mejor comunicados.
—Perdona, mamá, no me había acordado de que hay un montón de horas de diferencia con Irlanda.
Molly bostezó, y Aine oyó un ruido de fondo, como si su madre estuviese incorporándose en la cama.
—No pasa nada. Me alegra que hayas llamado. ¿Qué tal el vuelo?
—De maravilla —respondió ella con una amplia sonrisa. Nunca antes había viajado en un jet privado, y ahora que lo había hecho sabía que viajar en turista se le haría insoportable—. Por dentro el avión parecía más un elegante salón que un avión, con mesitas, sillones de cuero, y hasta flores en el cuarto de baño. Y la azafata me sirvió galletas recién horneadas con el café. Bueno, a lo mejor solo las calentó. Pero la comida estaba deliciosa, y me trajeron champán. Casi me dio pena tener que bajarme del avión cuando llegamos al aeropuerto.
Sí, le había dado pena, pero solo por lo relajada que había estado durante todo el vuelo, porque al bajar a tierra había recordado por qué estaba allí: para reunirse con uno de los dueños de la compañía que había comprado el castillo y podía arruinar su vida y la de tantos otros.
Claro que tampoco tenía sentido que hubiesen comprado el hotel solo para cerrarlo. Cierto que en los últimos dos años no había dado los beneficios esperados, pero ella tenía un montón de ideas que podían hacer que el negocio remontase. El anterior dueño no había querido escucharlas, y solo podía cruzar los dedos por que ese señor Finn con el que iba a hablar se mostrase más cercano y receptivo.
Aunque por el tratamiento que le estaba dando, parecía que quería descolocarla. Primero, en vez de dejar que viajara en turista, la había llevado en su jet privado. Luego, en vez de recogerla en el aeropuerto, había enviado a un chófer a buscarla. Y, para terminar, la había alojado en una suite más grande que todo el piso inferior de la cabaña en la que vivía con su madre y su hermano.
Era como si, con toda esa ostentación y ese comportamiento descortés con ella, quisiese dejarle claro que no estaban al mismo nivel, que sus socios y él eran quienes mandaban, y ella solo una empleada. Se preguntaba si toda la gente asquerosamente rica sería igual.
—¡Vaya!, ¡menudo lujo! —exclamó su madre—. ¿Y ya estás en el hotel?
—Sí, estoy en la terraza de mi habitación, que es enorme, y hay unas vistas increíbles del océano. Y hace sol y la temperatura es estupenda, no como allí, que no parece que sea primavera.
—¿Qué me vas a contar? Hoy ha llovido todo el día, y parte de la noche. Oye, y dentro de nada tienes la reunión con ese señor, ¿no?
—Sí —murmuró Aine, llevándose una mano al estómago, atenazado por los nervios—. Me dejó una nota en recepción diciéndome que estará aquí a las cinco.
Una nota…, pensó sacudiendo la cabeza. Después de no haberse molestado en ir a recogerla, ni haber tenido la deferencia de estar esperándola a su llegada al hotel, aquel pequeño detalle era otra manera de recalcarle que ahora estaba en su territorio, y que sería él quien tomase las decisiones. Tal vez tuviese las riendas porque era quien ponía el dinero, pero cuando menos haría que la escuchase.
—¿No irás a tirarte a la yugular de ese hombre nada más conocerlo, verdad? —le preguntó su madre—. ¿Intentarás tener un poco de paciencia?
La paciencia no era lo suyo. Su madre decía que siempre había sido así, que no le gustaba esperar, y que por eso había nacido dos semanas antes de que saliera de cuentas.
No, no le gustaba nada esperar, y en los últimos meses casi la había vuelto loca que el castillo hubiese sido vendido y que aparte de eso no supiese nada más. Quería respuestas. Necesitaba saber qué planeaban hacer con él los nuevos propietarios.
—Lo más que puedo prometer es que no diré nada hasta que haya escuchado lo que tenga que decir —respondió. Esperaba poder cumplir esa promesa.
Es que aquello era tan importante para ella, para su familia, para el pueblo que contaban con que los huéspedes del hotel comprasen en sus comercios y comiesen en sus pubs. Todos estaban muy preocupados.
Durante los tres últimos años, Aine había sido gerente del hotel, y aunque había tenido que pelear con el anterior propietario por cada reforma necesaria para su mantenimiento, consideraba que había hecho bien su trabajo.
Pero ahora no era solo una cuestión de ética profesional, ahora lo que estaba en juego era el futuro de su familia y de todo el pueblo. Si ese Brady Finn hubiese ido a Irlanda en vez de hacerla ir a ella allí, a California, no estaría tan nerviosa. Al menos habría sentido, aunque no fuese verdad, que tenía bajo control la situación. Tal y como estaban las cosas, tendría que mantenerse alerta y hacer ver a los nuevos dueños la importancia de la responsabilidad moral que conllevaba el que hubiesen comprado el castillo.
—Sé que harás lo mejor para todos nosotros —dijo su madre.
Era duro llevar sobre sus hombros la fe que habían depositado en ella todos aquellos a quienes conocía y quería. No podía fallarles.
—Pues claro que sí. Bueno, te dejo para que vuelvas a dormirte. Mañana te volveré a llamar —hizo una pausa, y añadió con una sonrisa—: a una hora menos intempestiva.
Aine decidió aprovechar para arreglarse un poco antes de que llegara su nuevo jefe. Se retocó el maquillaje y se peinó, pero como no tenía tiempo para deshacer la maleta no se cambió de ropa.
Sin embargo, cuando llegaron las cinco y el señor Finn seguía sin aparecer, empezó a irritarse. ¿Tan ocupado estaba, que no podía llamarla siquiera para decirle que había cambiado de planes? ¿O es que la consideraba tan insignificante que le daba igual llegar tarde?
En ese momento sonó el teléfono de la suite.
—¿Sí?
—Buenas tardes, señorita Donovan. La llamo de recepción. Ya ha llegado su chófer, y está esperándola para llevarla a las oficinas de Celtic Knot.
—¿Mi chófer?
—Al señor Finn le ha surgido un imprevisto y ha pedido que vengan a recogerla para que se reúna con él.
Aine echaba chispas.
—¿Señorita Donovan? —dijo el recepcionista.
—Sí, perdone. De acuerdo, bajaré enseguida —se apresuró a responder ella.
Aquel hombre no tenía la culpa de que su nuevo jefe tuviese la delicadeza de una apisonadora.
Colgó, fue a por su bolso y se detuvo un momento para mirarse en el espejo que había junto al armario. Aunque estaba presentable, salvo por el color encendido de sus mejillas, fruto de la indignación que sentía, vaciló, preguntándose si no debería cambiarse de ropa después de todo.
No, mejor no. Seguramente al señor Finn le traía sin cuidado haberla hecho esperar, pero sin duda no se lo tomaría demasiado bien si fuera ella quien lo hiciese esperar a él.
Además, al haber viajado en un jet privado no tenía la ropa tan arrugada como después de un vuelo de doce horas en turista. «Así que allá vamos», se dijo, «a conocer a ese hombre que espera que sus vasallos salten de la silla a una orden suya». Y aunque la reventase por dentro, se guardaría el genio en un bolsillo.
—Necesitamos el nuevo guion gráfico para mañana como muy tarde —dijo Brady enfadado por teléfono. Su paciencia estaba empezando a agotarse—. No más excusas, Peter: o cumples con el plazo, o le damos el encargo a otra persona.
Los artistas solían ser difíciles de tratar, pero Peter Singer era incapaz de organizarse. Con la mejor de las intenciones les daba una fecha de entrega, pero como era tan desorganizado nunca conseguía cumplir con los plazos que él mismo se ponía.
Su talento estaba fuera de toda duda, era bueno haciendo los guiones gráficos que los programadores usaban después para establecer el desarrollo del argumento de cada videojuego. Sin esa «hoja de ruta» todo el proceso de creación iba a paso de tortuga. Le habían dado varias prórrogas a Peter, pero no iban a concederle ninguna más.
—Brady, puedo tenerlo acabado para finales de semana —le contestó Peter—. Estoy haciendo todo lo que puedo, pero para mañana es imposible; imposible. Te juro que no os arrepentiréis si me dais unos días más para…
—Mañana, Peter —lo cortó Brady con aspereza—. O los tenemos aquí mañana a las cinco, o te buscas otro trabajo.
—Al arte no se le pueden meter prisas.
—Te pagamos por el trabajo que haces —le recordó Brady—. Y has tenido tres meses contando con todas las prórrogas que nos has pedido, así que no vengas a quejarte ahora de que te metemos prisa. O nos entregas mañana el guion gráfico o no volveremos a contar contigo. La decisión es tuya —le advirtió.
Y, antes de verse envuelto en otra sarta de súplicas melodramáticas de Peter, colgó. Llevaba la mayor parte del día liado con asuntos de márketing, una parte de su trabajo que no le entusiasmaba, así que tal vez hubiese tenido menos paciencia con Peter de la que tenía normalmente, pero la cuestión era que Mike, Sean y él dirigían un negocio y tenían que ajustarse a unos plazos.
En ese momento nada le apetecía tanto como hacer un descanso y tomarse una bien merecida cerveza, pero aún tenía pendiente una reunión. En ese momento llamaron a la puerta de su despacho; debía de ser ella.
—Adelante.
La puerta se abrió, y en efecto, allí estaba Aine Donovan. Su cabello pelirrojo y sus ojos verdes le decían que tenía que ser ella, aunque ahí terminaba todo parecido con la fotografía de la carpeta. Había esperado encontrarse con la típica solterona con aspecto de bibliotecaria, y la sorpresa no podría haber sido mayor, pensó parpadeando sorprendido y mirándola de arriba abajo.
Iba vestida con un traje negro de chaqueta y pantalón y una blusa roja. La melena, abundante y de un tono rojizo oscuro, le caía por los hombros en suaves ondas.
Sus ojos verdes no se ocultaban tras unas gafas, como en la fotografía, sino que estaban hábilmente maquillados y brillaban.
Era alta, y lo bastante curvilínea como para que a un hombre se le hiciese la boca agua al mirarla. Y, por el modo en que estaba mirándolo, sin apartar la vista, era evidente que tenía carácter. Nada más sexy que una mujer hermosa con confianza en sí misma, pensó, y un repentino deseo lo golpeó con una fuerza que jamás había experimentado.
Desconcertado, reprimió los pensamientos inapropiados que estaba teniendo y luchó por ignorarlos. Aine Donovan iba a trabajar para ellos, y acostarse con una empleada solo le acarrearía problemas. Y, sin embargo, el recordarse eso no solo no bastó para sofocar su deseo, sino que, cuando empezó a hablar, la musicalidad de su acento irlandés lo sedujo aún más.
—¿Brady Finn?
—Así es. ¿Señorita Donovan? —dijo él poniéndose de pie.
La joven entró, se detuvo frente a su mesa y le tendió la mano. Sus gráciles movimientos le hicieron pensar en sábanas de seda, la luz de la luna y el suave roce de piel contra piel. Maldijo para sus adentros y apretó los labios.
—Prefiero que me llamen Aine. Si podemos tutearnos, quiero decir.
—Claro. Los dos somos jóvenes y me siento un poco raro cuando la gente me llama señor Finn. Como no estaba seguro de cómo se pronunciaba… —le confesó él. Al decirlo ella había sonado como «Anya».
Ella esbozó una breve sonrisa.
—Es un nombre gaélico.