Corazones rivales - Abby Green - E-Book

Corazones rivales E-Book

Abby Green

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Beschreibung

Leo Parnassus había regresado a Atenas para hacerse cargo del imperio familiar. Nacido y criado en Nueva York, le resultó difícil lidiar con las intrigas familiares y las expectativas de que se casara y produjera herederos. En medio de tanta tradición, aquella hermosa joven resultaba una distracción bienvenida. Tal vez fuera una humilde camarera, pero Ángela ocultaba algunos secretos... A Leo le encantó descubrir que era virgen, ¡pero no saber que se trataba de la hija de su adversario!

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Abby Green. Todos los derechos reservados. CORAZONES RIVALES, N.º 2061 - marzo 2011 Título original: The Virgin’s Secret Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9819-5 Editor responsable: Luis Pugni

ePub X Publidisa

Corazones rivales

Abby Green

Prólogo

Leonidas Parnassus miró por la ventanilla de su avión privado. Acababan de aterrizar en el aeropuerto de Atenas. Para su consternación, sentía una incómoda sensación en el pecho. No tenía ningún deseo de moverse de su asiento, a pesar de que las azafatas estaban preparándose para abrir la puerta y él odiaba estarse quieto. Lo achacó a que aún estaba irritado por haber accedido a la petición de su padre de que acudiera a Atenas para «hablar». Él no se dedicaba a nada ni a nadie que considerara una pérdida de tiempo o energía: ya fuera un negocio, una amante, o un padre que había antepuesto el crear una fortuna familiar y limpiar su apellido, a tener una relación con su hijo. Leo hizo una mueca, tanto por el tórrido calor proveniente del asfalto, como por sus sombríos pensamientos. Él era griego de pura cepa, pero nunca había pisado suelo griego. Su familia había sido exiliada de su hogar antes de que él naciera, pero su padre había regresado triunfal hacía unos años, cumpliendo su sueño de limpiar su apellido de un crimen terrible, y glorificándose con su nuevo estatus y su incalculable riqueza.

Una amarga ira se apoderó de él al recordar el rostro de su amada yaya, ajado por la tristeza. Ella no había podido regresar a casa: había muerto en un país extraño que nunca llegó a amar. Y, aunque ella lo había urgido a que volviera en cuanto tuviera oportunidad, él había jurado que no volvería al lugar que había rechazado a su familia con tanta facilidad.

Atenas todavía era el hogar de la familia Kassianides, responsables de todo su dolor y tristeza, y que estaban sufriendo demasiado tarde y demasiado poco por lo que habían hecho. Habían ensombrecido su niñez de muchas maneras. Y sin embargo... ahí estaba él.

Algo en la voz de su padre, una debilidad inconfundible, le había hecho acudir, a pesar de todo lo sucedido. ¿Tal vez quería demostrarse que no se encontraba a merced de sus emociones?

Esa idea no le hacía ninguna gracia. Con ocho años, se había jurado que no permitiría que lo abrumaran las emociones: ellas habían acabado con su madre. Él podía presentarse en su hogar ancestral, con toda su dignidad, y luego rechazarlo de una vez por todas, ¿cierto? Pero antes debía enfrentarse al hecho de que su padre quería que se hiciera cargo del negocio familiar de transporte internacional. Él había renunciado a su herencia hacía mucho tiempo. Se había entregado al espíritu emprendedor de Estados Unidos, y dirigía un negocio que englobaba finanzas, compras e inmuebles, y que recientemente había volado una manzana entera de edificios en el Lower East Side de Nueva York para reurbanizarla.

Su única opinión en el negocio de su padre había sido un par de años atrás, cuando habían apretado el nudo alrededor del cuello de Tito Kassianides, el último patriarca vivo de aquella familia. El deseo de venganza había sido lo único que había conectado a padre e hijo.

Leo se había complacido especialmente en asegurarse de que la familia Kassianides desapareciera, gracias a una poderosa fusión que su padre había orquestado con Aristóteles Levakis, uno de los titanes de la industria griega. Sin embargo, en aquel momento, a punto de pisar Grecia, se sentía extrañamente vacío. No podía evitar pensar en lo mucho que su abuela había deseado que llegara aquel momento, y nunca había tenido la oportunidad de verlo.

Sonó una discreta tos.

–Disculpe, caballero.

Leo elevó la vista, furioso porque alguien lo observara en un momento privado, y vio a la azafata señalándole la puerta abierta de la cabina. Volvió a sentir una opresión en el pecho, y tuvo el impulso infantil de decirles que cerraran la puerta y despegaran de nuevo rumbo a Nueva York. Era como si algo estuviera esperándolo al otro lado de aquella puerta. Una mezcla de emociones estaban emergiendo a la superficie, y eran tan incómodas que se puso en pie de un salto, como para sacudírselas.

Se dirigió hacia la puerta, consciente de las miradas del personal. Estaba acostumbrado a que la gente observara sus reacciones, pero en aquel momento le molestó enormemente.

Lo primero que experimentó fue un golpe de calor, seco y abrasador. Extrañamente familiar. Aspiró el aire de Atenas por primera vez en su vida, y el corazón le dio un vuelco ante la intensa sensación de familiaridad. Siempre había creído que, si iba allá, traicionaría el recuerdo de su abuela, pero en aquel momento sentía como si ella estuviera a su lado, animándolo. Para un hombre cerebral como él, era una sensación extraña y perturbadora.

Se puso unas gafas de sol mientras sentía un desagradable cosquilleo. Tenía la sensación de que todo en su vida iba a cambiar.

Al mismo tiempo, en otro lugar de Atenas

–Inspira hondo y dime cuál es el problema, Delphi. No puedo ayudarte si no me lo cuentas.

Eso sólo provocó más lágrimas. Ángela le tendió otro pañuelo, mientras un escalofrío le recorría la espalda. Su medio hermana pequeña habló entre sollozos.

–Yo no hago cosas así, Ángela. ¡Soy estudiante de Derecho!

Ángela le recogió el cabello tras una oreja y dijo suavemente:

–Lo sé, cariño. Escucha: sea lo que sea, no puede ser tan malo, así que cuéntamelo para que podamos hacer algo al respecto.

Lo dijo con total confianza. Delphi era introvertida, demasiado callada. Siempre lo había sido, pero se había intensificado desde el trágico accidente que había acabado con la vida de su hermana gemela, Damia, hacía seis años. Desde entonces, se había enfrascado en libros y estudios. Así que, cuando con un hilo de voz anunció que estaba embarazada, Ángela simplemente no registró las palabras.

–¿Me has oído? Estoy embarazada –insistió Del phi–. Ése es el problema.

Ángela apretó con fuerza las manos de su medio hermana y la miró a los ojos, tan diferentes de los suyos a pesar de que compartían el mismo padre.

Intentó que la conmoción no se adueñara de ella.

–¿Cómo ha sucedido? –inquirió, e hizo una mueca–. Quiero decir, sé cómo, pero...

Su hermana bajó la vista, con culpabilidad y las mejillas encendidas.

–Ya sabes que la relación entre Stavros y yo se ha vuelto más seria... –respondió Delphi, y la miró.

Ángela se derritió ante la confusión que vio en su rostro.

–Ambos queríamos. Sentimos que era el momento, y deseábamos hacerlo con alguien a quien amáramos...

A Ángela se le encogió el corazón. Ella también había deseado lo mismo, hasta que... Su hermana continuó, sacándola de su doloroso recuerdo.

–Tuvimos cuidado, usamos protección, pero... se rompió –explicó, ruborizándose–. Decidimos esperar hasta ver si había algo de lo que preocuparnos... y ahora lo hay.

–¿Stavros lo sabe?

Delphi asintió y la miró tímidamente.

–No te lo había dicho, pero el mes pasado, por mi cumpleaños, me pidió que me casara con él.

No suponía una sorpresa, los dos llevaban toda la vida como una feliz pareja.

–¿Se lo ha contado él a sus padres?

Delphi asintió, y se le inundó el rostro de lágrimas.

–Su padre le ha amenazado con desheredarlo si nos casamos. Ya sabes que nunca les ha gustado nuestra familia...

Ángela se encogió por dentro. Stavros provenía de una de las familias más antiguas de Grecia, y sus padres eran unos esnobs empedernidos. Pero antes de que pudiera decir nada, Delphi continuó con voz trémula.

–Y ahora es peor, porque la familia Parnassus ha regresado a casa, y todo el mundo sabe lo que sucedió. Y con nuestro padre en bancarrota...

Una conocida sensación de vergüenza se apoderó de Ángela al oír mencionar ese nombre. Muchos años atrás, su familia había cometido un terrible crimen contra los Parnassus, mucho más pobres que ellos, acusándolos falsamente de un horrendo asesinato. Sólo recientemente habían reparado el daño: su tío abuelo Costas, el autor del crimen, había confesado todo en una nota antes de suicidarse, y entonces la familia Parnassus, exitosa y enormemente rica al cabo del tiempo, había visto su oportunidad de vengarse, y había regresado a Atenas desde Estados Unidos envuelta en gloria. El consecuente escándalo y la reorganización del poder había repercutido en que Tito Kassianides había empezado a perder negocios y dinero, hasta el punto de que la familia se enfrentaba a la bancarrota. Peor aún, Parnassus se había asegurado de que todo el mundo supiera la detestable manera en que los Kassianides habían abusado de su poder a conciencia.

–Stavros quiere que nos fuguemos...Aquello devolvió a Ángela al presente. Iba a contestar, pero su hermana la detuvo.

–Pero no se lo permitiré. Sé lo importante que es para él entrar en política algún día, y esto podría arruinar todas sus posibilidades.

Ángela se maravilló ante aquella actitud desinteresada. Tomó a su hermana de las manos.

–¿Y qué me dices que ti, Delphi? También te mereces ser feliz, y un padre para tu bebé.

En el piso de abajo se oyó un portazo y ambas dieron un respingo.

–Ya está en casa... –susurró Delphi, con una mezcla de temor y desprecio en su voz, mientras los inarticulados rugidos de su padre borracho se elevaban desde el piso inferior.

Los ojos se le llenaron de lágrimas de nuevo, y Ángela fue consciente del nuevo estado de su hermana pequeña, quien necesitaba a toda costa protegerse de cualquier escándalo o de perder a Stavros. La tomó de los hombros e hizo que la mirara.

–Has hecho bien en contármelo, corazón. Compórtate como si todo estuviera igual que siempre y encontraremos una solución. Ya lo verás.

–Pero nuestro padre cada vez está más fuera de control –replicó Delphi casi histérica–, y nuestra madre, a punto de venirse abajo...

–No te preocupes. ¿Acaso no he estado siempre contigo?

Al decir eso, se le encogió el corazón. Cuando Delphi más la había necesitado, tras la muerte de Damia, su hermana gemela, ella no había estado a su lado. Por eso se había prometido seguir viviendo en aquella casa hasta que su hermana alcanzara la independencia.

Delphi asintió hecha un mar de lágrimas y la miró con tal confianza, que Ángela sintió un abrumador pánico. Le enjugó las lágrimas.

–Tienes exámenes dentro de pocos meses, y suficientes cosas en las que pensar. Yo me ocuparé del resto.

Su hermana la abrazó fuertemente. Ángela correspondió, emocionada. Tenía que asegurarse de que Stavros y ella se casaban. Delphi no era una tan dura ni provocadora como había sido su hermana gemela. Y además, si su padre se enteraba...

Delphi se separó y pareció leerle el pensamiento.

–¿Y si nuestro padre...?

Ángela la interrumpió.

–No se enterará. Te lo prometo. Y ahora, intenta dormir. No te preocupes, yo me ocuparé de todo.

Capítulo 1

«Yo me ocuparé de todo». Aquellas palabras fatalistas todavía reverberaban en la cabeza de Ángela una semana después. Había intentado hablar con el padre de Stavros, pero él no se había dignado a recibirla. No podía haber dejado más claro que los consideraba la lacra de la sociedad.

–¡Kassianides!

El grito de su jefe la sacó bruscamente de sus sombríos pensamientos. Debía de ser la segunda o tercera vez que la llamaba, a juzgar por la impaciencia en su rostro.

–Cuando dejes de estar en Babia, acércate a la piscina y asegúrate de que todo está despejado y las velas adornan las mesas.

Ella masculló una disculpa y se marchó corriendo. En realidad, su preocupación la había distraído de algo mucho más aterrador y estresante: se hallaba en la mansión de los Parnassus, en lo alto de las colinas de Atenas, para trabajar como camarera en una fiesta en honor de Leonidas Parnassus, el hijo de Georgios Parnassus. Se rumoreaba que tal vez iba a hacerse cargo del negocio familiar. Sería un golpe maestro, ya que Leo Parnassus se había convertido en un emprendedor multimillonario por su cuenta.

Se detuvo en seco y se llevó una mano al pecho, cada vez más histérica. Aquél era el peor lugar donde podría hallarse, hogar de la familia que odiaba enardecidamente a la suya. Dentro poco, ella, Ángela Kassianides, estaría sirviendo bebidas a lo mejor de la sociedad ateniense delante del mismo Parnassus. Sólo con pensar en lo que haría su padre si la viera, le invadió un sudor frío.

Se obligó a ponerse en marcha. Suspiró aliviada tras echar un rápido vistazo a la zona de la piscina y no ver a nadie. Los invitados aún no habían empezado a llegar y, aunque algunos se alojaban en la mansión, estarían arreglándose para la fiesta. Aun así... un incómodo cosquilleo le erizó el vello.

No había podido evitar acudir allí esa noche. Sólo a mitad de camino de su destino, sus colegas camareros y ella habían sabido adónde se dirigían en el minibús de la empresa, debido a «razones de seguridad». Y Ángela sabía que, si se hubiera negado a trabajar, su jefe la habría despedido en el acto. Y ella no podía permitírselo, dado que sus ingresos eran lo único que permitía a su hermana continuar con sus estudios universitarios, y poder comer todos los días.

Intentó darse seguridad: su jefe era inglés, y se había mudado a Atenas recientemente con su mujer anglogriega. No conocía quién era ella, ni su escandalosa conexión con la familia Parnassus.

Observó las mesas adornadas con manteles blancos de Damasco, y comenzó a colocar velas en los candelabros que las adornaban. Dio gracias nuevamente porque ninguno de los demás compañeros fueran atenienses: la empresa tenía tanto trabajo, que para aquella ocasión habían llamado a empleados ocasionales, y todos eran extranjeros o de fuera de Atenas.

Su único temor residía en que algún invitado de la fiesta la reconociera. Pero estaba segura de que, con su uniforme, nadie se detendría a mirarla. Tal vez podía quedarse en la cocina, preparando las bandejas, y evitar así...

Oyó un ruido y se sobresaltó: había alguien en la piscina. Lentamente, colocó la última vela y se apresuró a regresar a la cocina. Como si lo hubiera sabido a nivel inconsciente, pero lo hubiera ignorado, se dio cuenta de que alguien debía de haber estado todo el tiempo en el agua, pero sin nadar, y por eso ella no lo había advertido.

Además, estaba empezando a oscurecer. Miró rápidamente hacia la derecha al captar movimiento, y casi se desmayó ante lo que veían sus ojos.

Un dios griego de piel cetrina estaba saliendo del agua con un movimiento ágil, y gotas de agua caían en cascada por sus poderosos músculos. Todo parecía ir a cámara lenta. Ángela sacudió la cabeza, pero la tenía acorchada. Los dioses griegos no existían. Aquél era un hombre de carne y hueso. Se dio cuenta de que lo estaba mirando embobada y le entró pánico.

Pero su cuerpo no obedecía sus órdenes de moverse y, cuando lo hizo, fue totalmente descoordinada. Para mayor horror suyo, al recular se tropezó con una silla y estuvo a punto de caerse. Cosa que habría sucedido si el hombre no hubiera llegado a su lado como una bala y la hubiera sujetado. De esa forma, en lugar de hacia atrás, cayó sobre el pecho de él, al tiempo que lo abrazaba por el cuello.

Durante un largo momento, intentó convencerse de que aquello no estaba sucediendo. De que no estaba inhalando una embriagadora mezcla de especias y algo muy terrenal. Que no se hallaba apoyada sobre un pecho desnudo y mojado, tan duro como el acero, y con la boca a meros centímetros de aquella piel cubierta de vello masculino.

Se separó, obligándose a romper su abrazo, y le ardieron las mejillas al elevar la mirada desde aquel ancho pecho hasta el rostro de su propietario.

–Lo siento mucho. Me he asustado. No había visto...

Vio que él enarcaba una ceja, y tragó saliva. El rostro era tan bello como el resto del cuerpo. Qué hombre tan irresistible, de cabello negro y abundante, pómulos marcados y mandíbula cuadrada. El gesto de la boca era severo, pero insinuaba una sensualidad que le hizo estremecerse.

De pronto, él sonrió y ella tuvo que sujetarse de nuevo para no caerse: advirtió una delgada cicatriz desde el labio superior hasta la nariz, y tuvo que contenerse para no tocarla. ¿Cómo era posible que un extraño le generara esa reacción?

–¿Estás bien?

Ángela asintió levemente. Él tenía acento estadounidense. Tal vez era un colega de negocios, un invitado que se alojaba en la mansión. Aunque eso no acababa de convencerla. No podía pensar con claridad, pero intuía que él era «alguien». Tuvo que esforzarse para recordar dónde estaba y qué había ido a hacer allí. Quién era ella.

Asintió.

–Sí, estoy bien.

Él frunció ligeramente el ceño, sin dar mayor importancia a encontrarse medio desnudo.

–¿No eres griega?

Ángela negó y asintió después.

–Soy griega. Pero también medio irlandesa. Pasé mucho años en internados allí... así que mi acento es más neutro.

Cerró la boca. ¿Qué tonterías estaba diciendo?

El hombre frunció algo más el ceño y recorrió su uniforme con la mirada.

–¿Y estás trabajando de camarera hoy aquí?

Al oír su tono incrédulo, Ángela recuperó la cordura. En Grecia, sólo las hijas de las familias adineradas salían a estudiar fuera. Se sintió muy expuesta. Debía hacerse notar lo menos posible, no ponerse a hablar con los invitados de los anfitriones.

Se separó de nuevo y clavó la vista en el hombro de él.

–Discúlpeme, tengo que regresar al trabajo.

Estaba a punto de darse media vuelta, cuando oyó la voz lacónica de él:

–Tal vez quieras secarte antes de empezar a servir champán.

Ángela siguió la mirada de él, detenida en sus senos. Ahogó un grito al ver que estaba empapada, y se apreciaban claramente su sujetador blanco y sus pezones erectos. ¿Cuánto tiempo había estado apoyada sobre él?

Ahogando un grito de mortificación, dio varios pasos atrás y estuvo a punto de tropezarse de nuevo con otra silla, asunto que evitó antes de que pudiera repetirse el rescate anterior. Y mientras volaba escaleras arriba, sólo pudo oír una carcajada burlona.

Algo después, Leonidas Parnassus paseó la vista por el abarrotado salón e intentó contener su irritación al no localizar a la camarera. Le había incomodado su urgencia de verla de nuevo, nada más entrar en el salón principal de la fiesta. También le había molestado lo vívido de su recuerdo mientras se duchaba, circunstancia que le había obligado a usar sólo agua fría.

La imagen de ella aparecía una y otra vez en su mente, burlando sus intentos de ignorarla. Recordaba sus mejillas encendidas, sus claros ojos azules enmarcados entre espesas pestañas, mirándolo como un cervatillo asustado. Como si no hubiera visto nunca un hombre.

Recordó su lunar sobre el carnoso labio superior, y el efecto sobre él de cintura para abajo. Frunció el ceño. No le gustaban esas respuestas tan arbitrarias de su cuerpo. Pero, cuando la había visto llegar junto a la piscina y realizar su tarea, con movimientos rápidos y eficaces, y su sedoso cabello castaño recogido en un moño alto, algo le había conmovido; algo acerca de la profunda preocupación que la embargaba, ya que era evidente que no le había visto. Y él no era un hombre que pasara desapercibido.

La irritación lo invadió de nuevo. ¿Por qué no la veía? ¿Habría sido un invento de su imaginación? Entonces, vio acercarse a su padre con un colega, y forzó una sonrisa, irritado por sentirse esclavo de una camarera cualquiera.

Le distrajo momentáneamente lo frágil que se había vuelto su padre desde la última vez que lo había visto. Como si algo en su interior hubiera cambiado sutil pero profundamente. Una profunda sensación de inevitabilidad lo invadió: él, Leo Parnassus, era necesario allí, a pesar de tener su propio imperio. Pero ¿era aquél realmente su lugar? Pensó: «hogar», y se le aceleró el corazón.

Pensó en su lujoso ático de Nueva York, y en los rascacielos de acero y plata del lugar donde vivía. Pensó en su amante, tan experimentada y siempre impecable. Pensó en qué sentiría al alejarse de todo aquello y... no sintió nada.

Atenas, en la semana que llevaba allí, le había sorprendido: sentía como si se hubiera conectado a una parte básica de su alma. Algo había renacido en su interior, y no quedaría relegado a algún lugar lejano y oculto.

Justo entonces, contribuyendo a aquel sentimiento, vio algo en la esquina más lejana del salón: un sedoso cabello recogido en un moño, dejando ver un cuello largo y delgado; una espalda delgada y familiar.

Notó que el corazón se le aceleraba, y aquella vez a un ritmo diferente.

Ángela estaba esforzándose por mantener la cabeza gacha, para no encontrarse con ninguna mirada. Había hecho todo lo posible por quedarse en la cocina, preparando las bandejas para sus compañeros, pero su jefe la había enviado al salón principal dado que era su empleada con más experiencia.

De pronto, advirtió que Aristóteles Levakis la miraba fijamente, con el ceño fruncido, desde el extremo opuesto de la sala, y se le encogió el estómago de pánico renovado: aquello era un desastre en ciernes. Él la conocía, porque sus padres habían tenido una relación cordial antes de que el suyo falleciera. Y era socio de Parnassus.

Ángela, que llevaba una bandeja con copas de vino tinto, tropezó con una compañera. La bandeja se tambaleó y, con creciente horror, ella vio cómo las cuatro copas llenas de vino se derramaban sobre el prístino vestido blanco de una de las invitadas.

Durante un segundo no sucedió nada. La mujer se quedó mirando su vestido horrorizada. Y de pronto, soltó un chillido tan agudo que Ángela se estremeció. Al mismo tiempo, un terrible silencio se extendió por la sala.

–¡Estúpida chica!

Justo entonces, igual de repentinamente, vio aparecer una enorme sombra a su lado: el hombre de la piscina. El corazón se le detuvo un instante, y luego empezó a latir desenfrenado. El hombre le guiñó un ojo y se llevó a la mujer a un lado, donde le habló en voz baja. Ángela vio que su jefe se acercaba para solucionar el asunto. Y contempló cómo él y la mujer eran despachados rápidamente, y el hombre se giraba hacia ella. Resultaba tan intimidante con su fabuloso esmoquin, que el asombro estaba dejándola sin habla, sin respiración y sin poder moverse.

Él le quitó con tranquilidad la bandeja vacía de las manos y se la entregó a otro camarero. El estropicio de las copas caídas estaba siendo limpiado. Ángela habría dicho que lo limpiaba ella, si hubiera podido hablar.

Todo el mundo a su alrededor pareció desvanecerse y, tomándola suave pero firmemente del brazo, él la sacó de la habitación y, atravesando unas puertas, llegaron hasta una amplia terraza.