Crimen al mediodía - Convento, Muerte y Dolce Vita - Valentina Morelli - E-Book

Crimen al mediodía - Convento, Muerte y Dolce Vita E-Book

Valentina Morelli

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Beschreibung

Benvenuto a Santa Caterina: un pintoresco pueblo de la Toscana donde las campanas del convento local resuenan con fuerza a través de las idílicas laderas verdes. Pero hoy, al mediodía, la hermana Isabella nota un silencio inquietante; las campanas para el rezo no han sonado. Intrigada, Isabella se dirige a investigar y hace un descubrimiento terrible: ¡la hermana Raffaella yace sin vida en el claustro! Aunque parece que cayó del campanario, un número críptico grabado en la arena cerca de su cuerpo sugiere lo contrario... La madre superiora insiste en que se trata de un accidente, pero Isabella no está convencida. Junto al joven carabinero Matteo, Isabella comienza su propia investigación y pronto descubren un oscuro secreto...¿Lograrán desentrañar el misterio antes de que sea demasiado tarde? ¡Solo una intervención divina puede ayudar! Un monasterio, un asesinato y dolce vita: una serie policíaca como unas vacaciones bajo el sol italiano. A los fanes de El Club del Crimen de los Jueves de Richard Osman les encantará esta lectura acogedora de crimen humorístico.

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Valentina Morelli

Crimen al mediodía - Convento, Muerte y Dolce Vita

La hermana Isabella investigando

Translated by Sofía Noguera

Saga

Crimen al mediodía - Convento, Muerte y Dolce Vita

 

Translated by Sofía Noguera

 

Original title: Tod zur Mittagsstunde

 

Original language: German

 

Copyright ©2020, 2024 Valentina Morelli and SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788728062418

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrieval system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

www.sagaegmont.com

Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

Convento, asesinato y dolce vita – La serie

¡Bienvenido a Santa Caterina! En este pintoresco pueblo situado en el corazón de la Toscana, vive, trabaja y reza la hermana Isabella. Sin embargo, de pronto, ¡se ve envuelta en la investigación de un asesinato! A partir de ese momento, resolver los crímenes, pequeños y grandes, de los lugareños se convierte en el trabajo principal de la vida de esta monja tan curiosa. El carabiniere Matteo no cabe en sí de gozo ante esta ayuda celestial, pues, como es el único policía de Santa Caterina, no da abasto con todo...

Sobre este episodio

Es mediodía en el convento de Santa Caterina y la hermana Isabella se pregunta cómo es que no han sonado las campanas para el rezo. Cuando Isabella va a ver qué ha sucedido, descubre algo terrible: sor Raffaela yace sin vida en el patio del convento. La afanosa monja ha debido de caerse del campanario. Pero ¿ha sido realmente un accidente, como sostiene la madre superiora? ¡Isabella no se lo cree! ¿Y qué significa el número que aparece garabateado en la tierra junto a la muerta? En colaboración con el joven policía Matteo, Isabella investiga también por cuenta propia y no tarda en descubrir un oscuro misterio... ¡Ahora solo el auxilio divino podrá acudir en su ayuda!

Los protagonistas

Sor Isabella

La religiosa tiene 35 años y su nombre civil es Isabella Martini. Desde muy niña supo que quería ser monja e ingresó primero en un pequeño convento de Calabria, en el sur de Italia. Cuando este cerró, acabó en Santa Caterina, donde encontró su verdadera vocación resolviendo casos criminales. Frecuenta el pueblo, se da a la vida mundana y, de paso, también se dedica a atrapar a los delincuentes.

 

Matteo Silvestri

La hermana Isabella ayuda a este policía local de 29 años en sus pesquisas... ¿o es acaso al revés? Matteo no tiene todavía mucha experiencia como agente de Policía e Isabella lo toma bajo su protección.

 

Filomena, la abadesa

«El Señor nos da, el Señor nos quita...». Bajo esta máxima vive la madre superiora, Filomena. Tiene 63 años y nadie la ha visto nunca sin los hábitos. Ha pasado toda su vida monástica en Santa Caterina, y aquí es donde terminará sus días. Se dedica en cuerpo y alma a la protección del convento y de «sus» pupilas religiosas.

 

Duccio Lenzi

Duccio Lenzi es el alcalde del pueblo y se considera el promotor de Santa Caterina: generoso, solidario, pero también inflexible cuando algo no le conviene. En su opinión, no todo tiene que trascender al público, pero, por desgracia para él, la hermana Isabella lo ve, con demasiada frecuencia, de manera diferente...

Sobre la autora

Valentina Morelli lleva muchos años escribiendo novelas. Con Convento, asesinato y dolce vita rinde un homenaje a la tierra de su corazón y captura el incomparable espíritu de la Toscana. La novela policíaca es para ella un medio de contar historias profundamente humanas.

CAPÍTULO 1

—¡Vaya mierda! Con este calor tan sofocante no sería posible ni hacer salir a un burro de su establo —maldijo la hermana María Alessia sin siquiera tomarse la molestia de frenar sus impetuosos improperios en presencia de Filomena, la madre superiora.

Tampoco cuando esta última, para que se tranquilizara, le lanzó a la cara primero una mirada severa y luego unas hojas verdes de zanahoria.

María Isabella sonrió para sus adentros, a pesar de que le dolían todos los huesos y su encorvada espalda se resentía mientras desherbaba y recogía los tomates maduros. Además, sudaba bajo el grueso hábito y el sudor le corría por el rostro.

El sol toscano de principios de verano era despiadado. Especialmente a la hora del almuerzo, cuando incluso la escasa sombra de los olivos se encogía y las hermanas quedaban completamente expuestas mientras trabajaban en el huerto. Sin dejar de jadear, María Isabella miró su muñeca izquierda... y no vio nada. Claro, se había dejado el reloj en su celda sobre la mesita de noche, al lado de la maltrecha Biblia que su abuela le había regalado por su primera comunión. Era un libro muy especial; no en el sentido convencional de valioso, pero de inestimable significado para ella, un recuerdo entrañable de esa abuela cuyo primer nombre llevaba: María Estrella. Había sido una mujer orgullosa que nunca había aceptado más opinión que la suya propia. Sin embargo, no había dudado en regalarle esa Biblia en su primera comunión.

Isabella agradeció en gran manera aquel regalo. Y no solo por los diez billetes de cincuenta mil liras que la abuela había metido entre las páginas y que cayeron sobre Isabella como una lluvia de dinero cuando puso el libro boca abajo sobre su cabeza.

Aquella Biblia era una reliquia familiar desde hacía ya cinco generaciones.

A Isabella le encantaba ese viejo librito, encuadernado en cuero negro mate con unos bordes dorados que le daban un aspecto noble, porque este regalo la había fortalecido en su fe. Y no porque necesitara firmeza, pues la fe en Dios siempre había estado anclada en Isabella. Pero el celo por aferrarse a lo correcto lo había logrado ese regalo o, mejor dicho, su contenido allí escrito. Ya siendo todavía una niña, supo lo que le tenía deparado el destino, su futuro estaba literalmente escrito entre las tapas de cuero de ese libro. Nunca hubo otra alternativa. Nunca otro plan de vida.

 

Tampoco aquel endiablado calor (¡que Dios la perdonara!) podía cambiar lo del reloj. Lástima que no pudiera saber cuánto faltaba para el merecido descanso de mediodía y su correspondiente comida.

Le llegaba ya desde la cocina el olor del estofado de col de la hermana María Hildegard, que tan bien olía a tomillo y ajo tierno. No había forma de parar los rugidos de su estómago. Tampoco le haría ascos a una copita de Chianti de su propia cosecha. Quien trabajaba duro tenía derecho a beber vino. En esto, todas las religiosas estaban de acuerdo.

Se secó el sudor de la frente y miró al cielo. Tuvo que entornar los ojos para protegerse del sol.

María Isabella era bastante buena en orientarse según la posición del sol. Lo había aprendido con los Scautismi, los Exploradores. Y según su cálculo hacía rato que habían dado las doce del mediodía.

«¿Por qué no habían tocado las campanas?».

—¿Qué hora tienes? —le preguntó a la corpulenta hermana Alessia, la cual, en cuclillas junto a ella, debía de sufrir mucho bajo aquel sol y aquella extenuante tarea.

Pero la madre superiora era implacable y exigía igualdad para todas. Incluso la mayor de entre ellas, la hermana Immaculata, blandía una escoba para barrer el patio con adoquines del monasterio. Y en el convento siempre había algo que barrer. El incesante viento llevaba la arena de la playa a lo largo de kilómetros hasta los muros del convento, formando una fina capa de tierra. «La arena tiene su propia cabeza», solía decir la madre superiora. A Isabella le parecía más bien que era la abadesa quien tenía su propia cabeza.

—¿Por qué? —replicó malhumorada la hermana Alessia—. ¿Ya estás cansada? Hemos de trabajar hasta que toquen las campanas.

Isabella se limitó a asentir, ya conocía las reglas. No obstante, seguía sin verlo claro.

—Pero es que no han tocado.

—Porque todavía no son las doce —intervino la abadesa al tiempo que arrancaba de la tierra una gruesa mata de diente de león.

—¡Pues compruébelo! —instó Isabella a la madre superiora, que la miró sorprendida.

Aunque María Filomena no estaba acostumbrada a recibir órdenes, levantó el brazo izquierdo, comprobó la hora y después miró a Isabella a la cara. Con los ojos desorbitados. Despacio, volvió a dirigir la vista al reloj. Primero incrédula, luego irritada.

—¿Qué hora es? —volvió a preguntar Isabella con insistencia.

—Casi las doce y media.

Poco a poco, las hermanas que las rodeaban fueron dejando sus tareas para intercambiarse miradas de sorpresa.

—Pero... —empezó a decir una de ellas.

—Ya me parecía a mí muy larga la mañana —murmuró otra.

En un solo movimiento, todas las cabezas se volvieron hacia el campanario rectangular que se alzaba majestuoso sobre ellas. Y mudas. Todas mudas.

—¿Quién estaba de servicio? —Una pregunta en un tono cargado de reproche.

—La hermana María —se apresuró a contestar María Alessia.

—¿Qué María? —protestó malhumorada María Filomena.

Miró a María Alessia con los ojos entornados. No se la podía culpar por esta irritación. El destino había querido que la mitad de las hermanas que vivían allí se llamaran María de nombre pila. Probablemente el nombre más sagrado que se le podía poner a una niña. O el que una misma podía ponerse, como solían hacerlo tradicionalmente muchas hermanas cuando accedían a la vida monástica. Las confusiones recurrentes y molestas estaban a la orden del día, lo que había llevado a la abadesa a prescindir cada vez más de los primeros nombres y a dirigirse a las hermanas por el segundo.

—María Raffaela —respondió María Alessia tímidamente.

—Típico —soltó la abadesa—. Seguro que ha vuelto a abusar de la grapa. Todo el mundo sabe que es un pecado beber antes de comer.

Una de las religiosas presentes se santiguó.

Por lo que Isabella podía recordar, no había ninguna mención a ello en la Biblia. Ni en el Antiguo Testamento ni en el Nuevo. Pero no replicó, se limitó a estirar la espalda y poner las manos en las caderas.

—Voy a ver qué ha pasado —explicó a las otras—. Tal vez haya habido un problema con la cuerda.

Se oyeron murmullos de aprobación.

Solía ocurrir que la cuerda de la campana se atascase y, por consiguiente, no era posible tocar. En un caso así, seguro que una mano amiga no vendría de más.

Su recorrido hacia la torre del campanario, con sus cuarenta y tres metros de altura, la llevó a través del patio interior salpicado de macizos de verduras y coles, y de los gallineros, donde los animales cacareaban y arrullaban alegremente pensando que habría algo de comer. Para estas aves de corral, las mujeres vestidas de negro y blanco eran sinónimo de comida. A veces María envidiaba a estos animales por su simpleza de espíritu. No tenían que arrancar malas hierbas ni pensar si se podía o no beber vino antes de la comida.

Cuando dobló la esquina de los establos, su mirada se posó en el banco de piedra con arcadas que estaba a la sombra de la torre del campanario.

Allí estaba sentada Immaculata. Desplomada más bien. Junto a ella la escoba de mijo con la que se había escabullido por la mañana bajo la mirada de lince de la madre superiora.

Isabella la miró preocupada. La anciana no se movía. Se acercó a ella y la zarandeó con cuidado. Primero de forma tentativa. Pero, al ver que seguía sin moverse, con un poco más de fuerza. La hermana Immaculata se desplomó hacia un lado.

—¡No, por favor! —exclamó Isabella.

Espantada, estaba conteniendo la respiración cuando resonó un estruendoso ronquido. Tan fuerte que el pecho de la anciana se estremeció ante cada sacudida.

Aliviada, Isabella se acercó y miró el rostro surcado de arrugas. Por un momento pensó en despertarla, sin embargo, decidió no hacerlo. Había algo infantil en ella, así sentada con la barbilla sobre el pecho. Quién podía enfadarse con ella por haber descuidado su deber. Isabella levantó con cuidado el brazo izquierdo de Immaculata y lo colocó sobre su regazo para protegerlo del sol y evitar quemaduras.

Ello significaba, no obstante, que iba a tener que ser ella quien se ocupara del barrido del patio, si no quería que la anciana hermana recibiera una regañina de la superiora.

Pero primero debía ocuparse de las campanas. Imaginaba que la hermana Raffaela debía de estar intentando solucionar el problema de la torre, así que siguió su camino hacia allí, contenta, porque le gustaba aquel lugar. La altura de la torre le ofrecía la oportunidad de estar más cerca de Dios.

Dios estaba siempre con ella, por supuesto, pero allí arriba incluso un poquito más cerca.

Si no hubiera hecho tanto calor, habría aprovechado la oportunidad para subir hasta lo más alto. Desde la plataforma de la torre se gozaba de una vista impresionante sobre los tejados de terracota de San Commaditás, tras los cuales serpenteaba el Serchio hasta el mar de Liguria, que resplandecía con un azul tan celeste que casi parecía antinatural. Por el otro lado, se extendía hasta el horizonte un sinfín de colinas cubiertas por viñedos y olivares, que en su mayoría pertenecían al convento.

Hacía mucho tiempo que no iba a la playa y se prometió remediar este descuido lo antes posible. Al fin y al cabo, ¿para qué valía la vida si uno no podía disfrutar de las maravillas del mundo?

Con la falda recogida, siguió avanzando hacia la torre del campanario. Dio tres pasos antes de volver a detenerse. Allí había algo que llamó su atención. Una sombra en el suelo. No, no era una sombra. Una forma de algo. Al principio la hermana Isabella no supo identificarla. Como si alguien hubiera arrojado unos harapos de forma descuidada. Pero no tardó en darse cuenta de su error. No era ropa. Era una persona.

A medida que se fue acercando, trató de ubicar la imagen. Hasta que, al final, supo lo que tenía delante, o, más exactamente, a quién.

Vio a Raffaela tendida sobre los adoquines frente a ella. Tenía la pierna derecha y el cuello torcidos formando un ángulo inusual. Los ojos estaban abiertos y parecía que la estuviera mirando con pena. Esos ojos habían brillado antes llenos de vida y resplandor, pero ahora estaban turbios y vacíos.

El rostro parecía una máscara deformada.

No era la primera vez que un muerto miraba a Isabella.

CAPÍTULO 2

—Está muerta. —El hombre con la camisa azul claro de manga corta agitó la cabeza con tanta vehemencia que la bandolera blanca empezó a subir y a bajar y la gorra con visera azul oscuro se le deslizó hasta la frente—. Sí, definitivamente está muerta.

—Bien, pero, para corroborar esto, no necesitábamos a la Policía—. La hermana Isabella estaba con los brazos cruzados entre el joven de la gorra y la fallecida Raffaela, y lo miraba fijamente—. Todavía no entiendo por qué está usted aquí —admitió.

En esos momentos había, sin duda, otras muchas cosas que no entendía. No quería admitir que la hermana Raffaela ya no estuviera entre ellas. Sin ir más lejos, el día anterior habían rezado juntas los laudes en la oración matutina, antes de que cada una se dirigiera a sus respectivos quehaceres. Raffaela, a su trabajo en la Piazza, donde atendía el puesto que el convento tenía en el mercado de Caterina, e Isabella había aprovechado las primeras horas del día para salir a correr por los viñedos.

Que ya no estuviera con vida parecía tan... increíble.

No es que hubieran sido amigas íntimas, pero se apreciaban y respetaban. La muerte de Raffaela suponía una gran pérdida para el convento. Había formado parte del grupo, y la fidelidad a Dios y a la comunidad estaban por encima de todo.

—Puedo leer el escepticismo en sus ojos, hermana. Pero créame, mi presencia aquí es imprescindible. Cuando alguien muere de esta manera... —dijo, al tiempo que miraba hacia el campanario—, hay que descartar la culpa de un tercero. Así que es completamente normal que el médico de urgencias informe a la Policía.

—¿Y dónde está el médico de urgencias?

El policía inclinó la barbilla y luego volvió a mirarla.

—Bueno, es que esto tampoco es cosa de vida o muerte. —Intentó sonreír, pero fracasó estrepitosamente—. Ha habido un accidente grave en la Via Statale 12. Un camión y un autobús... Es posible que la ambulancia tarde un poco en llegar.

Isabella solo lo escuchaba a medias. Estaba todavía demasiado conmocionada.

Inmediatamente después de aquel horrible descubrimiento, había corrido a la sala común para llamar a los servicios de emergencia.

Primero le salieron los bomberos, porque había marcado el número equivocado. Cuando le preguntaron dónde estaba el fuego, se sintió tan confundida que colgó sin más. Fue entonces cuando encontró el número de emergencias. Sin embargo, se preguntó lo que estas podían ya hacer, pues en ese punto Matteo Silvestri tenía razón. La hermana Raffaela estaba muerta, y ni una docena de paramédicos lo iba a cambiar.

Con la ayuda de Filomena, por lo menos había podido evitar que las otras religiosas corrieran hacia la torre, ahorrándoles así la vista de su compañera muerta. Solo la hermana Immaculata seguía sentada en el banco y dormía. A veces ser duro de oído podía resultar una bendición.

Mientras ella había ido a telefonear, la madre superiora se había apiadado y había cubierto el cuerpo de la fallecida con una manta.

Isabella se quedó mirando la forma del cuerpo, todavía no podía creer que la hermana Raffaela yaciera bajo la tela. Una de las pocas personas con las que compartía su vida y su fe. Solo dieciocho hermanas vivían y administraban el consagrado convento de Nostra Cara Regina María. Luego corrigió el número por una persona menos y ofreció una silenciosa oración a la hermana Raffaela.

Sintió entonces la mirada del agente Matteo Silvestri posada sobre ella. Sin duda percibía su estado de ánimo, pues se quitó la gorra en señal de respeto.

—¿Sabe? Yo también conocía a la hermana Raffaela. Del mercado —comentó—. De vez en cuando me ofrecía una grapa de esas que hacen ustedes aquí. Fantástica. —Se llevó el puño a la boca, lo besó y lo abrió como una flor—. Una maravilla.

—Pues entonces puede comprarla aquí. La vendemos en nuestra tienda que hay en la entrada.