Cuando nos conocimos - Susan Mallery - E-Book
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Cuando nos conocimos E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Angel Whittaker se había ganado sus cicatrices de la forma más dura, sin embargo, las cicatrices que no se veían eran las que más lo atormentaban. Desde que se había mudado a Fool's Gold, California, se había labrado una vida como entrenador de guardaespaldas. Así que, aunque no fuera feliz exactamente, al menos su corazón estaba a salvo. Trabajar con estrellas de fútbol había enseñado a la estricta y dura relaciones públicas, Taryn Crawford, que podía tratar con cualquier hombre. Pero, entonces, Angel, el oscuro y peligroso exagente de las Fuerzas Especiales, decidió seducirla… y la retó a resistirse a sus tentadores besos. Taryn nunca se echaba atrás. A menos que Angel pudiera convencerla de que rendirse podía ser incluso mejor que la victoria.   "Una nueva historia, dulce, tierna y sencilla, con mucho romanticismo y que te deja con una sonrisa satisfecha, que cumple las expectativas que tenía en ella, me ha entretenido y he disfrutado leyéndola, me ha hecho emocionarme y me ha hecho reír, y sobre todo me ha hecho querer saber más de este precioso pueblo donde la amistad y la familia son los baluartes y donde la gente siente haber llegado por fin al hogar." Lectura Adictiva

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Susan Macias Redmond

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

Cuando nos conocimos, n.º 83 - junio 2015

Título original: When We Met

Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-6319-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Si te ha gustado este libro…

Hay pocas cosas en este mundo tan increíbles como mis lectoras. He de admitir que suceden montones de milagros maravillosos, pero en el ámbito de lo increíble, mis lectoras ganan con diferencia. Aquí tenéis un ejemplo.

Durante cinco años, Fool’s Gold ha sido «La Tierra de los Finales Felices». Por motivos argumentales decidí hacer un cambio, y cuando leáis este libro, veréis por qué. Espero que las circunstancias os resulten tan graciosas como a mí. Pero esa semana no me sentía especialmente brillante y no se me ocurría nada remotamente factible. Así que pedí ayuda por Facebook, como suelo hacer, y mis increíbles lectoras respondieron con fabulosas sugerencias para un nuevo eslogan.

El más increíble fue el de Crystal B. Así que este libro está dedicado a ella. Por ser brillante y encantadora. Gracias, Crystal. ¡Y la alcaldesa Marsha también te las da!

Capítulo 1

–Los dos sabemos adónde nos lleva esto.

Taryn Crawford levantó la mirada hacia el hombre que había de pie junto a su mesa e ignoró los nervios que la invadieron al ver quién era. Alto, con los hombros anchos y los ojos grises. Pero su rasgo más llamativo era una cicatriz en el cuello, como si alguien hubiera intentado rajarle la garganta. Se preguntó qué habría sido de la persona que lo atacó y falló.

Suponía que habría montones de mujeres que se sentirían intimidadas por el hombre que tenía delante. Esa masa de músculo puro podía inquietar a más de uno. Pero a ella no, por supuesto. Y ante la duda, se ponía un traje impactante y unos taconazos. Si eso no le servía, simplemente se limitaba a trabajar más y mejor que los demás. Hacía lo que hiciera falta para ganar. Y sí, aunque conllevaba un precio, no le importaba.

Precisamente esa fue la razón por la que pudo mirarlo fríamente y preguntar:

–¿Ah, sí?

La boca de él se curvó ligeramente en una media sonrisa.

–Claro, pero si te sientes más cómoda fingiendo que no, también puedo hacer que eso funcione.

–Un reto. Intrigante. No esperarás que eso me haga ponerme a la defensiva y empezar a decir más cosas de las que tenía pensadas, ¿verdad? –se aseguró de estar totalmente relajada en su silla porque estaba segura de que ese hombre estaría prestándole tanta atención a su lenguaje corporal como a sus palabras. O tal vez más. Esperaba que no le pusiera las cosas fáciles. Estaba cansada de cosas fáciles–. Odiaría que te sintieras decepcionado –murmuró ella.

El hombre esbozó una sincera sonrisa.

–Yo también lo odiaría –retiró la silla que había frente a ella–. ¿Puedo?

Ella asintió. Él se sentó.

Eran poco más de las diez de un martes por la mañana. El Brew-haha, la cafetería del pueblo a la que se había escapado en busca de unos minutos de soledad antes de volver al caos actual de su oficina, estaba relativamente tranquila. Había pedido un café con leche y había sacado la tablet para ponerse al día de las últimas noticias financieras. Hasta que la habían interrumpido. Qué bien saber que iba a ser un buen día.

Se fijó en el hombre que tenía enfrente. Era mayor que los chicos, pensó. Mayor que los tres hombres que trabajaban con ella. Jack, Sam y Kenny, también conocidos como «los chicos», no pasaban de los treinta y cinco. Su invitado rondaba los cuarenta; lo suficientemente mayor para tener la experiencia necesaria para hacer que las cosas resultaran intrigantes.

–Nunca nos han presentado –dijo ella.

–Ya sabes quién soy.

Fue una afirmación, no una pregunta.

–¿Ah, sí?

Él enarcó una oscura ceja.

–Angel Whittaker. Trabajo en CDS.

También conocida como la escuela de guardaespaldas, se recordó ella. Para ser un pueblo pequeño, Fool’s Gold estaba bien servido de negocios poco habituales.

–Taryn Crawford.

Esperó, pero él no se movió ni un ápice.

–¿Es que no nos vamos a dar un apretón de manos? –le preguntó antes de levantar su taza de café con ambas manos. Solo por el hecho de mostrarse difícil, porque ser difícil hacía que las cosas fueran más divertidas.

–Había pensado que nos guardaríamos el roce para más tarde. Creo que es mejor que esa clase de cosas pasen en privado.

Taryn había fundado Score, su empresa de Relaciones Públicas y Publicidad, ocho años atrás. Había tenido que soportar comentarios desagradables como que era una idiota, que le preguntaran quién era su jefe, que le dieran palmaditas en el trasero y que algunos dijeran que si trabajaba con tres antiguos jugadores de fútbol americano, debía de haber conseguido el puesto por acostarse con ellos. Estaba acostumbrada a no perder la calma, a guardarse sus opiniones y a salir victoriosa ejecutando una jugada sorpresa.

En esa ocasión había sido Angel el primero en marcarse el tanto. Era bueno, pensó intrigada y solo ligeramente molesta.

–¿Se me está insinuando, señor Whittaker? Porque aún es por la mañana, un poco temprano para esa clase de cosas.

–Cuando me insinúe, lo sabrás –le informó–. Ahora mismo solo estoy diciéndote cómo están las cosas.

–Lo cual nos lleva a tu comentario sobre eso de que los dos sabemos adónde nos lleva esto. He de admitir que estoy confusa. Tal vez me has confundido con otra persona.

Descruzó sus largas piernas para volver a cruzarlas. No intentaba ser provocativa, pero si Angel se distraía con el movimiento, no era culpa suya.

Durante un segundo se permitió preguntarse si habría sido muy distinta de haber crecido en una casa más tradicional, una casa con dos o tres hijos y unos padres normales. Lo que estaba claro era que no habría sido una mujer con tanta iniciativa. Ni tan dura. A veces no estaba segura de si eso era bueno o malo.

Él se inclinó hacia ella.

–No creía que fueras de las personas a las que les gusta jugar.

–Todos jugamos.

–Es verdad. En ese caso iré al grano.

Ella dio un sorbo de café y tragó.

–Por favor.

–Te vi el otoño pasado.

–Qué bien –murmuró.

Cuando había estado buscando locales. Trasladar una empresa requería tiempo y esfuerzo. Se habían instalado en Fool’s Gold hacía un par de meses, pero había estado en el pueblo el otoño anterior y, sí, ella también lo había visto a él. Se había enterado de quién era y se había planteado… posibilidades. Aunque eso no se lo diría.

–Te observé.

–¿Debería preocuparme que seas un acosador?

–No, porque tú también estuviste observándome.

¿Se había dado cuenta? Mierda. Había intentado ser sutil. Pensó en mentir, pero decidió mantenerse en silencio directamente. Al cabo de un segundo, él continuó.

–Bueno, entonces ya hemos terminado de evaluarnos, así que ya es hora de pasar a la siguiente fase del juego –dijo él.

–¿Es que hay fases? –preguntó. No tenía sentido mencionar lo del juego, sabía muy bien qué estaban haciendo, pero, aun así, resultaba divertido fingir que no.

–Varias.

–¿Y hay instrucciones o tarjeta para ir anotando los puntos?

Sus ojos grises se mantuvieron clavados en ella.

–Tú no juegas así.

–Ten cuidado con tus suposiciones.

–No es ninguna suposición.

Tenía una voz atractiva, grave y con un toque de… no era un acento profundo del Sur, pero sí tenía cierta cadencia. ¿Virginia? ¿Virginia Occidental?

Dejó la taza sobre la mesa.

–Si hago caso a lo que has dicho, lo cual no admito estar haciendo…

–Por supuesto que no.

Ella ignoró su comentario y el gesto de diversión de su boca.

–¿Adónde crees que nos lleva esto?

Angel se recostó en su silla.

–Esto es un juego de apareamiento, Taryn. ¿O es que no lo sabías?

Ah, su primer error. Ella se quedó mirándolo fijamente a los ojos sin dejar que se reflejara en su mirada su sensación de triunfo.

–¿Es que quieres casarte conmigo?

A Angel se le tensó un músculo de la mandíbula.

–No me refiero a esa clase de apareamiento.

–Si no eres preciso, es complicado estar seguro. Entonces es que quieres acostarte conmigo.

–Sí, pero hay algo más que eso.

Ella bajó la mirada hasta su torso y de ahí pasó a los brazos. A pesar de las frescas temperaturas de finales de abril, llevaba una camiseta sin cazadora. Pudo ver un tatuaje de una rosa junto con varias cicatrices en sus brazos. Tenía unas manos fuertes e igual de maltratadas.

Volvió a centrar su atención en la cicatriz de su cuello y decidió hacer la pregunta obvia.

–¿Qué le pasó al otro?

Él se tocó el cuello y se encogió de hombros.

–Tuvo un día muy malo.

Taryn vivía en el mundo de los negocios. Podía hablar de finanzas y de proyecciones de ventas, pero su verdadero don era diseñar campañas de publicidad que fueran innovadoras y de gran éxito. En Score, el trabajo estaba dividido entre los cuatro socios. Kenny y Jack eran como los hacedores de lluvia. Encontraban clientes potenciales y los atraían. Sam manejaba el dinero. Pero Taryn era el motor creativo que gobernaba el barco.

Estaba acostumbrada a tratar con ejecutivos, diseñadores gráficos, banqueros y demás profesionales. En su mundo, era un peso pesado y nadie podía con ella. Pero Angel pertenecía a un mundo completamente distinto. Su poder no provenía de una sala de juntas ni lo transmitía un buen traje. Lo llevaba en el cuerpo. Formaba parte de él.

Sabía alguna que otra cosa de él, ya que las personas a las que respetaba y en quienes confiaba lo apreciaban. ¿Pero los detalles? Seguían siendo un misterio. Un misterio que le gustaría resolver.

–¿Qué te hace pensar que estoy interesada lo más mínimo?

–Que sigues aquí.

Buena apreciación. Ella no quería otro ejecutivo porque se parecería demasiado a ella, y en cuanto a figuras del deporte, trabajaba con tres y la agotaban. Angel era distinto y ahora mismo la palabra «distinto» era exactamente lo que necesitaba.

–Hará falta un esfuerzo –le dijo ella.

–Lo mismo digo.

Taryn se rio ante el inesperado comentario.

–No te pensabas que fuera a ser fácil, ¿eh? –le preguntó él.

–Aparentemente no.

Él se levantó.

–No te preocupes. Se me da bien planear las fases de una misión y llevarla a buen término –fue hacia la puerta y se volvió hacia ella–. Y se me da bien esperar.

Se marchó dejándola con un café que se enfriaba rápidamente y con un artículo sobre la confianza del consumidor que de pronto le resultó mucho menos interesante que su encuentro con un hombre intrigante llamado Angel.

Tanta petulancia le había sentado bien, pensó Angel al cruzar la calle en dirección al ayuntamiento. Había estado esperando al momento adecuado para hablar con Taryn, y cuando la había visto tomando café sola había decidido actuar. Le había parecido tan intrigante como había esperado: inteligente, segura de sí misma y tremendamente sexy. Una combinación a la que le habría costado resistirse en las mejores circunstancias. Pero en ese pueblo, teniéndola cerca constantemente… Había querido acercarse desde el primer día.

Pero esperar había sido mejor, se dijo mientras subía corriendo las escaleras del edificio gubernamental. Ahora podía poner en marcha su plan. Un plan que lo conduciría por un camino de tentaciones y con un objetivo final que los satisfaría a los dos.

Subió más escaleras hasta el segundo piso y siguió las indicaciones hasta el despacho de la alcaldesa.

La alcaldesa Marsha Tilson era el alcalde de California con más años de servicio. Servía bien al pueblo y parecía conocer los secretos de todo el mundo. Angel aún tenía que averiguar de dónde sacaba toda esa información, pero, por lo que había visto, tenía una red de contactos que avergonzaría a la mayoría de los gobiernos.

Entró en su despacho exactamente quince segundos antes de la hora a la que habían quedado.

La secretaria de la alcaldesa, una mujer mayor con una chaqueta negra, lo miró con unos ojos enrojecidos e hinchados. Inmediatamente, Angel percibió una emoción desbordante y miró a su alrededor en busca de una salida.

La mujer, alta y morena, resopló.

–Debe de ser el señor Whittaker. Pase. Está esperándole.

Angel hizo tal como se le indicó esperando encontrar una atmósfera más tranquila en el despacho de la alcaldesa. Y su cauto optimismo fue recompensado. La alcaldesa Marsha tenía el aspecto de siempre: perfectamente competente. Llevaba un traje verde claro, perlas, y tenía su cabello canoso sujeto en un cuidado recogido. Sonrió y se levantó al verlo.

–Señor Whittaker. Ha venido.

–Angel, por favor –cruzó la sala y le estrechó la mano antes de sentarse frente a ella.

El despacho era grande y con varias ventanas. Detrás del escritorio colgaban banderas de los Estados Unidos y del estado de California junto con un gran sello que, suponía, representaba al pueblo de Fool’s Gold.

–Su secretaria parece disgustada.

–Marjorie lleva años trabajando para mí, pero sus hijas gemelas se han instalado en Portland, Oregón, y las dos están embarazadas. El marido de Marjorie se ha jubilado, así que van a mudarse más cerca de su familia. Y aunque está emocionada por ir a vivir junto a sus hijas y sus futuros nietos, está muy triste por dejarnos a todos aquí.

Era más de lo que habría querido saber, pensó Angel manteniendo una expresión educada.

La alcaldesa Marsha sonrió.

–Ahora tendré que encontrar a otra persona. Contratar empleados es relativamente fácil, pero lo de los secretarios es otra cuestión. Tiene que haber química y confianza. Una no puede confiarle a cualquiera los secretos del pueblo –su sonrisa aumentó–. Aunque eso no es por lo que has venido hoy a verme –se inclinó hacia delante y agarró una carpeta que tenía sobre la mesa–. Bueno, Angel, a ver qué tenemos por aquí –se puso las gafas de leer–. Estás interesado en participar en algún proyecto que te implique en la comunidad.

Angel había estado en algunos de los lugares más peligrosos del mundo desempeñando distintas funciones. Después, había llevado su experiencia como francotirador al sector privado y ahora diseñaba programas de estudio para gente que se estaba formando para ser guardaespaldas profesionales. No muchas cosas le sorprendían, pero juraría que no le había contado a nadie la razón de su cita con la alcaldesa, lo cual generaba una pregunta: ¿Cómo lo sabía ella?

La alcaldesa lo miró por encima de sus gafas.

–¿Es correcto?

Angel decidió que no tenía más opción que asentir y responder:

–Sí, señora.

La alcaldesa volvió a sonreír.

–Bien. Posees una formación única y una cantidad inusual de habilidades. Le he dado muchas vueltas al tema y creo que serías un perfecto Guardían de la Arboleda.

¿Un qué?

–¿Cómo dice, señora?

–¿Sabes algo de la historia del pueblo? –le preguntó cerrando la carpeta–. Esto es California, así que por aquí pasaron los exploradores españoles en el 1700, pero mucho antes de eso, Fool’s Gold la fundó la tribu Máa-zib.

Angel había oído algo.

–Una rama de los Mayas –murmuró él–. Un matriarcado.

–Sí –sonrió de nuevo–. Imagino que respetarías a un grupo de mujeres que solo quieren a los hombres por el sexo.

Angel no estaba seguro de si debía esbozar una mueca de disgusto o darle unas palmaditas en la espalda a la mujer felicitándola por el comentario. En lugar de eso, se aclaró la voz y dijo:

–Vaya. Interesante.

–Sí que lo es. Llevamos mucho tiempo celebrando nuestra cultura Máa-zib y eso incluye a un grupo de jóvenes. La Futura Legión de los Máa-zib. Empiezan con una introducción de dos meses sobre lo que supone pertenecer a la FLM y, a continuación, cuatro años de membresía. Tenemos Bellotas, Brotes, Plantones, Árboles que Tocan el Cielo y los Robles Poderosos. Cada grupo o tropa se conoce como Arboleda y la persona al mando es el Guardián de la Arboleda.

Se quitó las gafas.

–Tenemos una arboleda sin guardián y creo que te necesita.

Niños, pensó sorprendido. Le gustaban los niños. Su objetivo había sido implicarse en la vida de Fool’s Gold porque había decidido quedarse allí y lo habían educado para entregarse a la comunidad. Se había planteado trabajar como voluntario en algún comité consultivo o impartir algún tipo de clase, aunque sus habilidades no encajaban exactamente en el mundo normal. Aun así, niños…

Vaciló un segundo y entonces entendió que había pasado mucho tiempo desde que había perdido a Marcus. El dolor seguía ahí, siempre formaría parte de él, como una cicatriz, pero se había vuelto algo controlable. Creía que a esas alturas ya sería capaz de trabajar con adolescentes sin querer discutir con el Cielo sobre lo injusto que había sido todo.

–Claro. Puedo dirigir una Arboleda.

Los azules ojos de la alcaldesa se iluminaron con una sonrisa.

–Me alegra oírlo. Creo que te resultará una experiencia gratificante a varios niveles. Me aseguraré de que recibas el material en los próximos días. Después podrás reunirte con el Consejo de Arboledas.

Él sonrió.

–¿En serio? ¿Es que hay un Consejo de Arboledas?

Marsha se rio.

–Por supuesto. Estamos hablando de la Futura Legión de los Máa-zib, ¿qué iba a haber si no? –se levantó y él la siguió–. Gracias, Angel. Normalmente tengo que salir a intentar convencer a los nuevos residentes para que participen, así que te agradezco que hayas venido tú –lo observó–. Imagino que tu interés por dar algo a la comunidad es el resultado de tu educación. Creciste en un pueblo minero, ¿verdad? ¿En Virginia Occidental?

Aunque esa información no era ningún secreto, tampoco era algo que compartiera con frecuencia.

–Usted da un poco de miedo, lo sabe, ¿verdad?

La alcaldesa sonrió más aún.

–No mucha gente tiene el valor de decírmelo a la cara, pero espero que sea eso lo que dicen a mis espaldas.

–Lo es –le aseguró él.

Se dieron un apretón de manos y Angel salió. Al ver que Marjorie seguía llorando, pasó apresuradamente por delante de ella y bajó las escaleras corriendo. Tal vez se pasara la tarde buscando campamentos, pensó animado. Tenía montones de habilidades de supervivencia que podía transmitir a su Arboleda. Formas de ayudarlos a crecer y a convertirse en hombres seguros de sí mismos. ¡Sí, la cosa iría bien!

–Jack, para –dijo Taryn sin levantar la mirada de los papeles que tenía delante.

El sonido paró, aunque comenzó de nuevo cinco segundos más tarde. Ella respiró hondo y miró al otro lado de la mesa de reuniones.

–Lo digo en serio. Eres peor que un niño de cinco años.

Jack McGarry, su socio y exmarido, giró el hombro.

–¿Cuándo llega Larissa?

–Ya te lo he dicho. Llega mañana. Dentro de veinticuatro horas la tendrás a tu lado otra vez. Y ahora, ¿podrías centrarte, por favor?

Sam, el único socio tranquilo y racional, se echó atrás en su silla.

–Te esfuerzas demasiado y sabes que eso nunca funciona.

Porque su trabajo era esforzarse mucho. Tenía a «los chicos» bien atados porque, si no, se desmadraban.

Jack era al que conocía desde hacía más tiempo. Tras su fugaz matrimonio y divorcio igual de rápido, él le había montado la empresa. Le había facilitado el dinero, ella había aportado su saber en el mundo de la Publicidad y Score había sido un éxito instantáneo… ayudado por todo el negocio que Jack había puesto en su camino. Había sido un acuerdo fantástico.

Por desgracia, cuatro años después, Kenny se había lesionado la rodilla y su carrera deportiva había terminado ahí. Sam había estado planteándose salir de la Liga Nacional de Fútbol Americano y, por razones que Taryn no podía entender, Jack también se había unido a ellos. Su marido había dejado atrás su puesto estrella como quarterback de los L.A. Stallions. Había dicho que quería retirarse estando aún en lo más alto, pero ella sospechaba que su marcha había tenido más que ver con sus amigos que con ninguna otra cosa. Aunque eso era algo que Jack no admitiría.

Y ahí estaban, tres exdeportistas, con montones de dinero y fama y sin perspectivas de futuro. Pero entonces recordaron algo: Jack poseía la mitad de una empresa de Publicidad. Y así, antes de que ella se hubiera podido dar cuenta de lo que estaba pasando, él se había llevado a Kenny y a Sam y ahora los cuatro eran socios.

En un principio había estado segura de que fracasarían, pero mucho antes de lo que habría creído posible se habían convertido en un equipo y después en una familia. Jack y Kenny se encargaban de las cuentas. Ellos atraían a los clientes y eran el rostro público de la empresa. Sam se ocupaba de las finanzas, tanto de la empresa como de cada uno de ellos personalmente. No solo era inteligente, sino que además había estudiado en la universidad.

Taryn se ocupaba de todo lo demás. Dirigía el negocio, mandaba a los chicos y creaba las campañas que habían ido aumentando su patrimonio. El suyo era un acuerdo poco convencional, pero les funcionaba.

Jack se movió de nuevo y se le tensó el músculo de la mejilla. Taryn se recordó que no podía evitarlo, tenía dolores. Nadie podía aguantar una década en la Liga Nacional de Fútbol Americano sin tener el cuerpo hecho polvo para demostrarlo. Larissa, la asistente personal de Jack y masajista de los chicos, no había podido mudarse a Fool’s Gold tan rápidamente como ellos, y después de casi un mes sin sus sanadoras manos, los tres estaban sufriendo.

–Mañana –repitió.

–¿Estás segura?

–Sí –se detuvo–. Podrías tomarte algo.

Pronunció la frase con su voz más delicada, esa que sus compañeros casi nunca oían. Porque sabía que Jack iba a negarse. Con lesiones crónicas y la angustia que estas generaban, los analgésicos podían suponer un camino directo al infierno. Y ninguno de los chicos quería pasar por ahí.

–¿Y ahora qué? –preguntó él ignorando sus palabras.

–Jack y yo hemos tenido una segunda reunión con el director ejecutivo y fundador de Living Life at a Run –dijo Kenny abriendo una carpeta. Después, agarró el mando a distancia que estaba en el centro de la mesa y pulsó un botón. La pantalla situada en el extremo opuesto de la sala se encendió y en ella apareció un logo.

Taryn observó las letras angulares y el peculiar acrónimo. LL@R. Quería decir que faltaba una «a», pero sabía que no serviría de nada. El director de la empresa tenía fama de excéntrico y complicado, pero les ofrecía la oportunidad de probar con el tradicional comercio al por menor, un área en la que Score nunca había tenido mucha suerte de encontrar clientela.

–Están creciendo rápido –dijo Kenny–. Están de moda y muchos famosos llevan su ropa.

–La ropa es un mercado secundario para ellos –añadió Jack–. Se centran principalmente en equipos deportivos. Si pudiéramos conseguirlos, podríamos pasar a empresas más grandes como REI.

A Taryn le encantaría echarle mano a una empresa de primera como REI, pero el viejo cliché era cierto. Tendrían que aprender a caminar antes de aprender a correr.

–¿Siguiente punto? –preguntó.

–Yo tengo una reunión dentro de unos días –dijo Kenny.

Taryn esperó y Jack miró a su amigo.

–¿Yo? ¿Yo? ¿Así que en esas estamos? ¿Cada uno por su lado? ¿Qué ha pasado con el equipo? ¿Qué ha pasado con eso de que somos una familia?

Kenny, con su metro noventa de puro músculo, gruñó.

–No te pongas así. Ya sabes qué quería decir.

–¿Lo sé? Pues a mí me parece que todo esto gira exclusivamente en torno a ti.

–Tienes que ser más específico –dijo Sam con suavidad, claramente satisfecho de sumarse a la discusión fingida. Taryn sabía que en cualquier momento atacaría a Jack porque eso era lo que pasaba siempre que se ponían así.

Eran hombres de éxito, guapos y ricos. Y aun así había momentos en los que eran tan rebeldes y traviesos como una camada de cachorritos. Sam y Jack eran morenos. Sam, que había sido pateador, era esbelto y medía poco más de metro ochenta. Jack lo superaba por unos cuantos centímetros y, al menos, trece quilos de músculo. El clásico físico de quarterback de Jack, hombros anchos, caderas estrechas y largas piernas, le había venido muy bien tanto dentro como fuera del campo. Y después estaba Kenny, el delicado gigante del grupo.

Sus chicos, pensó mientras ellos discutían. Eran los responsables de que se hubiera mudado a Fool’s Gold, algo que no estaba segura de estar dispuesta a perdonarles todavía. El pueblo no estaba tan mal como le había resultado en un principio, pero en absoluto era como Los Ángeles. Adoraba L.A.

–¿Entonces estoy al mando? –preguntó Jack con una sonrisa.

–Tu mamá –contestó Kenny.

–No rompáis nada –dijo Taryn mientras recogía sus papeles y se dirigía a la puerta. Porque siempre que oía «tu mamá», después venían los golpes.

Sam salió con ella.

–¿Es que no vas a intentar detenerlos? –le preguntó animadamente mientras salían al pasillo.

–Eso tendrías que hacerlo tú.

Algo golpeó la pared. Sam siguió andando.

–No, gracias.

–Nunca vais a crecer, ¿verdad?

–No soy yo el que se está peleando.

Ella lo miró.

–Esta vez no.

Él le guiñó un ojo, se marchó, y Taryn continuó hasta su despacho. A lo lejos oyó otro golpe. Lo ignoró y miró su agenda. Tenía una teleconferencia a las once y el departamento gráfico le había pedido un momento para charlar.

–Gracias –dijo Taryn al sentarse en su mesa. Miró el ordenador–. Un día más en el paraíso –y adoraba cada minuto.

Los chicos eran su familia y por muchas sillas, mesas, ventanas y corazones que rompieran, estaría a su lado. Por mucho que de vez en cuando fantaseara con la vida mucho más serena que tendría si se hubiera metido en ese negocio con un par de tipos pacifistas que creían en el poder de la meditación para la resolución de conflictos.

A lo lejos se rompió un cristal. Ella siguió mirando la pantalla del ordenador y tecleando.

Capítulo 2

Taryn apilaba platos sobre la estrecha encimera. La cocina era diminuta; una miniatura con un horno y una nevera de tamaño pequeño. Los colores eran bonitos y los electrodomésticos modernos, pero aun así no había sitio ni para dos personas.

–Explícamelo –dijo desenvolviendo vasos y colocándolos junto a los platos–. Yo firmo los cheques y sé que podías permitirte un lugar más grande.

Larissa Owens sacó una cafetera de la caja que había puesto sobre la mesa. Se había recogido su larga melena rubia en una coleta y no llevaba ni una gota de maquillaje. Era muy delgada, tenía la piel bronceada y estaba increíble con esos pantalones de yoga y esa camiseta. Si no fuera porque Taryn ya la adoraba, le habría resultado muy fácil odiarla.

–No necesito un lugar más grande –le dijo su amiga–. Con una casa de una habitación tengo suficiente. Y como el alquiler es baratísimo tendré más dinero para destinarlo a mis causas.

Y eso era exactamente lo que pasaría, pensó Taryn sacando unas tijeras para cortar la cinta adhesiva de la caja vacía y poder plegarla. Larissa era gran defensora de ciertas causas, en especial, de las que tenían que ver con animales. Además de su trabajo a tiempo completo, trabajaba como voluntaria en algunos refugios, casas de acogida para perros, gatos y conejos y donaba dinero prácticamente a todas las organizaciones que lo pedían.

Taryn observó el apartamento de apenas cincuenta metros.

–Aquí no podrás meter una mascota que ocupe más que un pececito de colores.

–Podría tener un gato –le dijo Larissa con tono alegre–. No querría un perro porque no estoy en casa lo suficiente. Además, si necesito algo más grande…

–Siempre está la casa de Jack –dijo Taryn terminando la frase por ella–. Sí, lo sé.

Jack, que permitía que Larissa lo utilizara para apoyar a todas esas organizaciones que tanto significaban para ella. Taryn nunca había sabido por qué, pero la situación les funcionaba. Como antiguo quarterback de la Liga Nacional de Fútbol Americano se esperaba de él que apoyara alguna obra de caridad. Como había perdido a su hermano gemelo por una enfermedad coronaria cuando eran pequeños, había elegido colaborar con niños que necesitaban transplantes de órganos. En cuanto a sus colaboraciones con Larissa, él firmaba los cheques que financiaban el transporte y acogida de los animales, y Larissa era la que se mantenía en contacto con las organizaciones.

–Te echa muchísimo de menos –le dijo Taryn.

–Ya lo he oído en innumerables mensajes de voz –arrugó la nariz–. Echa de menos mis masajes. No es que sea lo mismo exactamente.

–Pero también eres su secretaria. Seguro que echa de menos que le lleves café.

Larissa sonrió.

–Eso también –agarró otras tijeras y plegó su caja–. Por cierto, el pueblo… Creía que me estabas tomando el pelo cuando me lo describiste.

–Ojalá, pero no. Es un lugar encantador, limpio y la gente es extremadamente agradable.

–Me gusta –dijo Larissa al pasarle otra caja a Taryn–. Ya siento como si hubiera hecho amigos. La mujer que tiene esa cafetería tan mona me ha invitado a café esta mañana. Ha sido muy agradable.

–Patience –farfulló Taryn–. Se llama Patience. Y sí, es encantadora. Todos son encantadores. Menos Charlie, que es bombera y siempre está de mal humor. Me cae genial.

Lo cierto era que le caía bien todo el mundo que había conocido, y eso resultaba algo exasperante. ¿Y si acababa afectándola tanto encanto? ¿Y si empezaba a sonreír a los desconocidos y a decirles cosas alegres como «que pase un buen día»? Se estremeció. Ser sarcástica y distante emocionalmente siempre le había funcionado. ¿Por qué cambiarlo ahora?

–¿Los chicos ya se han hecho a estar aquí?

–Supongo. Ya sabes que intento evitar hablar de sus vidas privadas siempre que puedo, así que puede que mi información no sea muy precisa. Pero por lo que sé, Jack y Kenny parecen estar libres de ligues por el momento y Sam… bueno… –sonrió–. Pobre Sam.

Larissa apretó los labios.

–No deberíamos burlarnos de él.

–¿Por qué no? No puede oírnos.

–Pero es muy triste.

Sí, en parte lo era, pensó Taryn, pero también era muy divertido. Sam Ridge, multimillonario y famosísimo pateador, tenía la peor de las suertes en lo que respectaba a las mujeres. Si había una mujer fatal en un radio de ochenta kilómetros, Sam la encontraba y se enamoraba de ella. Lo había experimentado todo, desde una acosadora a una exmujer que había escrito un libro contándolo prácticamente todo de su vida privada, pasando por una novia que se había acostado con sus mejores amigos.

–No me extrañaría que lo próximo fuera que se enamorara de un travesti –dijo Larissa con una sonrisa–. Pobre Sam.

–No lo entiendo –admitió Taryn–. Es inteligente y perspicaz, pero cuando se trata de mujeres, es como si no pudiera encontrar a nadie normal.

–¿Y qué me dices de ti? –preguntó Larissa–. ¿Has encontrado a alguien tentador?

La pregunta fue formulada a modo de broma, y Taryn lo sabía. No solía salir con nadie, le gustaban los hombres, se acostaba con ellos, pero no se implicaba demasiado en las relaciones. Ella nunca le confiaría ni su corazón ni ninguna parte de su psique a ningún hombre. Eso sí que sería una estupidez.

Sin embargo, cuando Larissa le había formulado la pregunta, Taryn inmediatamente había pensado en Angel. Pero pensar en Angel significaba que no estaba pensando en nada más, y sintió como si no pudiera mover los labios para formar las palabras: «¿Qué? ¿Un hombre? ¿Conmigo? De eso nada».

Larissa soltó la sartén que acababa de desenvolver y miró a su amiga.

–¡Ay, Dios mío! ¿Qué? ¿Has conocido a alguien? ¿Quién es? Cuéntamelo todo –sus ojos azules se abrieron de par en par–. ¿Es de aquí? Un padre soltero o algo así –suspiró–. Eso sí que sería romántico. Un chico muy dulce con dos niños pequeños. Un mecánico de coches o el dueño de un pequeño supermercado con la casa encima del local. Aún echa de menos a su esposa, pero está listo para seguir adelante. Lo único que no sé es qué te parecerá lo de los niños.

Taryn se la quedó mirando.

–No me necesitas delante para mantener esta conversación, ¿verdad? ¿Un viudo con dos niños y una tienda de ultramarinos? Eso no va a pasar.

Larissa hundió los hombros.

–¿Por qué no te gusta? Es majísimo.

Taryn contuvo un grito.

–No hay ningún tipo con una tienda de ultramarinos. Te lo has inventado. ¿Pero qué te pasa? El único hombre que me interesa es un antiguo francotirador de las Fuerzas Especiales que tiene una cicatriz que parece indicar que alguien quiso rajarle el cuello.

Larissa le pasó la sartén.

–Pues preferiría al chico de la tienda de ultramarinos.

–¿Ese chico que no es real?

–Siempre te fijas en lo que no te conviene. Anda, venga, háblame del francotirador.

–No hay mucho que contar.

Taryn empezó a colocar los platos y los cuencos en los armarios, aun sabiendo que eso no serviría para distraer a su amiga.

–Hay algo –le dijo Larissa–. Te sientes atraída por él.

–A lo mejor. Sí. Un poco –suspiró–. Al menos es viudo. Eso debería alegrarte.

De eso sí que se había enterado, aunque era difícil obtener información sin contarle a la gente por qué la quería, y no estaba dispuesta a contarle al mundo que Angel le parecía muy atractivo.

–Al menos es algo. ¿Pero no va a comprar una tienda de ultramarinos?

–Larissa, te lo suplico. Para.

Larissa sonrió.

–Todo el mundo cree que eres una chica dura, pero en realidad no lo eres.

–Puedo serlo, pero contigo no.

–Bueno, a ver qué pasa con ese tal Angel. ¿Estáis saliendo?

–No exactamente. Nos estamos evaluando.

–¿Y qué significa eso?

Taryn pensó en el comentario que le había hecho Angel sobre que se le daba bien esperar. Un pequeño escalofrío de excitación le recorrió la espalda al preguntarse cuándo iría a dar el primer paso. Estaba haciéndola esperar a propósito, y eso lo respetaba. Él quería que fuera un juego intrigante… para ambos.

–No tengo ni idea –admitió–, pero te avisaré cuando lo descubra.

Angel puso la revista de bodas sobre la mesa. Ford lo miró con incredulidad.

–¿Así, sin más? –le preguntó su amigo–. ¿Es que te has despertado pensando que este sería un buen día para morir?

–Está comprometida –dijo Angel sonriendo–. Lleva anillo de compromiso. Estoy celebrándolo.

Ford alzó las manos con el clásico gesto de rendición, pero Angel se sentía intrépido. Últimamente tenía la sensación de que todo le salía bien. La respuesta a la pregunta de Harry el Sucio de ¿Es mi día de suerte? era «sí». Sí que lo era. No importaba que la película se hubiera estrenado un año antes de que naciera, podía identificarse con el personaje. Y, ante la duda, una pistola más grande solía solucionar el problema.

Consuelo, su diminuta colega, entró en el despacho. Miró la revista y después los miró a los dos.

–Ha sido él –dijo Ford señalando a Angel–. Lo ha hecho él.

Angel miró a su amigo.

–¿Así son las cosas ahora?

Ford fue hacia la puerta.

–La ley de la selva, hermano. Así, mientras se ceba contigo, yo puedo salir huyendo. Isabel y yo estamos intentando tener un bebé. Quiero estar vivo para ver crecer a mi hijo.

Consuelo, casi un metro sesenta de músculo y determinación, levantó la revista, la hojeó y volvió a dejarla sobre la mesa. Sonrió a Angel.

–Gracias. Has sido muy considerado.

Le lanzó a Ford una mirada de «¿Lo ves?», y después se movió hacia ella.

–Sé que Kent y tú os habéis comprometido. Espero que seáis muy felices juntos.

Consuelo lo abrazó. Cuando él se apartó, ella se echó a un lado, agarró a Ford por el brazo y le hizo una llave haciéndolo caer al suelo de golpe. Cuando recobró la respiración, se incorporó.

–¿Ey, a qué ha venido eso? –le preguntó indignado.

–Por ser un cínico. Estás casado y deberías saber muy bien cómo funciona esto.

Consuelo le dio la espalda, agarró la revista y fue hacia la puerta.

–Volveré después del almuerzo.

–Ni siquiera son las diez –farfulló Ford mientras se levantaba–. ¿Por qué puede marcharse ya?

Angel se rio.

–¿Es que quieres decirle que no puede?

–No.

–Eso me imaginaba. Venga, nosotros también nos vamos.

–¿Y adónde vamos? –preguntó Ford alcanzándolo.

–A un vivero. Hace un par de meses encargué una orquídea. Ya ha llegado y tengo que ir a firmar la tarjeta para que puedan enviarla.

Salieron.

–¿Y cómo ha podido tardar una orquídea dos meses en llegar? –preguntó Ford.

–Es una especie rara. Quería una muy específica.

De Tailandia. Una orquídea conocida por el contraste de sus colores. La parte exterior de la flor era de un rosa muy pálido, pero el interior era un azul oscuro casi violeta. Y ese tono tan poco habitual era exactamente del color de los ojos de Taryn.

–¿Y cómo es que ahora te gustan las flores?

Angel miró a su amigo.

–¿Pero qué te pasa hoy? Deja de hacer preguntas. ¿Vienes conmigo o no?

Ford se apoyó contra su Jeep y sonrió.

–Alguien lleva tiempo sin comerse una rosca. Siempre te pones de mal humor cuando llevas tiempo sin acostarte con nadie.

–Cierra el pico.

–Gracias por demostrar que tengo razón.

Taryn aparcó el coche y agarró su maletín. La noche anterior había estado revisando papeleo y el correo electrónico, y a las diez ya se había metido en la cama. Y eso, como vida personal, era muy triste. Tenía que salir más, hacer amigos. Como le había dicho a Larissa el día antes, la gente del pueblo era verdaderamente agradable. Todas las mujeres habían sido muy simpáticas, pero…

Suspiró mientras cruzaba el aparcamiento. El pueblo no era el problema, admitió aunque fuera solo para sí. Ella era el problema. Le costaba hacer amigos. No le resultaba fácil confiar en la gente, y mucho menos entregarle a alguien una parte de sí misma. Más de un hombre había comentado que después de verla durante varias semanas, y con verla había querido decir acostarse con ella, sabía exactamente lo mismo de ella que el primer día que se habían visto. Pero Taryn nunca se molestaba en decirles que en eso consistía la relación con ella. Si eran tan estúpidos como para no darse cuenta, ¿entonces por qué iba ella a malgastar aliento explicándoselo?

No había querido marcharse de Los Ángeles, pero había salido perdiendo en la votación. Ahora Score se encontraba ubicada en Fool’s Gold y tenía que sacar lo mejor de esa situación. Y lo más importante, tenía que recuperar su vida. No podía limitarse únicamente a trabajar.

Oyó el sonido de una pelota de baloncesto botando contra la acera y lo ignoró. Pero Sam era persistente y pronto la alcanzó.

–¿Vienes conduciendo al trabajo? Vives a un kilómetro y medio.

Ella se detuvo y lo miró.

–¿Has visto mis zapatos? Llevo unos Charlotte Olympia de doce centímetros. ¿Acaso tú podrías llegar hasta la esquina caminando con ellos? Creo que no. Además, hoy no puedes hablar conmigo. Estoy más alta que tú.

Sam suspiró.

–Va a ser un día de esos, ¿verdad?

–Y tanto que sí.

Sonrió a Sam y desapareció dentro del edificio. Él cruzó la calle hasta la cancha de baloncesto que los chicos habían insistido en construir. Y esa era de tamaño real, no pequeña como la de su última oficina. Ni sabía cuánto les había costado, ni quería saberlo.

Si hubiera tenido delante a alguno de sus compañeros en ese momento se habría puesto a refunfuñar sobre lo irritantes que eran, pero ya que estaba sola, se detuvo para mirar por la ventana. Los tres, Kenny, Jack y Sam, vestían pantalones cortos anchos y camisetas. Sam, musculoso y con su poco más de metro ochenta, parecía pequeño al lado de los otros dos, pero era rápido y utilizaba la cabeza cuando jugaba. Kenny y Jack básicamente reaccionaban, lo cual explicaba por qué normalmente Sam les daba una buena paliza.

Se enfrentaron por el balón, y entonces Sam lo atrapó, se giró con un movimiento elegante, saltó y marcó. Mientras los observaba, Taryn se dio cuenta de que los chicos también necesitaban algo más. Que siempre jugaran los tres unas cuantas mañanas a la semana no podía ser muy divertido.

Echó a andar hacia su despacho. Una vez se sentó en su mesa, levantó el teléfono, pero lo colgó de nuevo. Se dijo que los chicos ya pasaban de los treinta y podían cuidarse solitos, que no quería que nadie, es decir Angel, pensara que estaba buscando excusas para verlo. Y es que decirle que no lo llamaba por ella solo le haría pensar que lo hacía precisamente por eso. Suspiró y levantó el teléfono de nuevo.

–CDS –dijo la voz de un hombre.

–Con Justice Garrett, por favor.

–Al habla.

–Hola, Justice, soy Taryn Crawford. Conozco a tu mujer. Soy socia de Score, de aquí, del pueblo.

–Sí, Patience me ha hablado de ti. Tienes una empresa de Publicidad junto con los futbolistas.

–Esos somos nosotros –qué estupidez. Se sentía como una madre intentando buscarle amiguitos de juegos a su hijo socialmente inadaptado. Con la diferencia de que a pesar de estar haciéndolo de mala gana, sí que quería que los chicos fueran felices. Aunque la enfadaran de vez en cuando, eran la única familia que probablemente llegaría a tener.

–Tenéis contratados a exmilitares, ¿les gusta hacer ejercicio y cosas de esas?

Hubo una pausa. Taryn podía hacer una presentación publicitaria de miles de millones de dólares al más escéptico sin ningún problema, así que ¿por qué eso le estaba resultando tan difícil?

–¿Ha sido eso una pregunta? –preguntó Justice.

–No. Bueno, sabes que Jack, Kenny y Sam trabajan conmigo y que son antiguos jugadores de fútbol. Aún son muy competitivos y… –se dijo que debía ir al grano–. Tienen una nueva cancha de baloncesto exterior y juegan varias mañanas a la semana. Había pensado que a lo mejor a ti y a tus chicos os gustaría uniros a ellos para echar unos partidos.

Hubo otra pausa, y entonces Justice se rio.

–A mis chicos y a mí nos gustaría mucho. Espero que los tuyos no sean unos perdedores.

Taryn sonrió.

–Buen intento. Tu equipo va a perder.

–Eso ya lo veremos. ¿A qué hora empiezan?

–A las seis. Pasado mañana.

–Allí estaremos.

Ella colgó sintiéndose algo más que orgullosa de sí misma. Accedió al banco de datos de la empresa y descargó el trabajo que había estado haciendo la noche anterior para actualizar algunas cuentas.

A las nueve se reunió con su gente del departamento gráfico. Su equipo, formado por seis personas, era el alma de la empresa. Todas las presentaciones salían de ese despacho, incluyendo el diseño gráfico y los vídeos para los anuncios de muestra y spots promocionales.

Además estaban los empleados de Sam, dos contables que llevaban todos los números, la secretaria de Taryn que hacía también las labores de jefa de personal, Larissa, que era la secretaria personal de Jack además de la masajista de los chicos, y también estaba la secretaria de Kenny y Sam.

Cuando Kenny, Jack y Sam le habían propuesto mudarse a Fool’s Gold, ella les había advertido que perderían a una plantilla valiosa. Y esa había sido una de las pocas veces que se había equivocado en su vida en lo que respectaba al trabajo. Todo el mundo había estado emocionado con la idea de trasladarse, y ella había sido la única en negarse.

¿Quién se habría imaginado que haber elegido con sumo cuidado a unos empleados centrados en la familia y equilibrados iba a volverse en su contra?, pensó con una sonrisa.

Su secretaria entró en su despacho.

–Están esperándote.

Taryn la siguió hasta la pequeña sala de reuniones. Sam, Jack y Kenny estaban allí, recién duchados después del partido de la mañana, porque parte de la reforma había incluido también un vestuario. Dos, mejor dicho, porque aunque Taryn nunca se había planteado ducharse en el trabajo, había insistido en que hubiera instalaciones iguales para las mujeres. Y por eso ellas también tenían unas duchas grandes, taquillas y una sauna. La diferencia era que ella nunca insistía en celebrar reuniones en la sauna mientras que los chicos ya habían tenido más de una.

Fue hasta el extremo de la mesa y abrió el portátil. Después fijó la mirada en Jack, que había optado por no vestirse después de la ducha y se había sentado en la mesa de reuniones con un albornoz blanco y unas chanclas.

–Dejad que adivine. Larissa está aquí.

–Está preparando la mesa de masajes mientras hablamos.

–Dime que llevas ropa interior.

Jack le guiñó un ojo.

–Mi equipo ha estado trabajando en varias campañas –prosiguió Taryn mientras escribía en el portátil. Mediante la red interna de la empresa podía acceder a sus archivos de ordenador y obtener toda la información necesaria–. Esto es lo que preparamos para la campaña de Klassique Rum. Tendremos el anuncio de prueba listo a finales de semana, pero mientras tanto aquí están nuestras ideas para los anuncios impresos y las campañas por Facebook.

Tocó el teclado y en la gran pantalla situada en el extremo opuesto de la sala apareció una diapositiva.

–Hemos sacado colores de sus nuevas etiquetas. Está claro que el ron se relaciona con fiestas y diversión.

–Fiestas en la playa –la corrigió Kenny antes de sonreír a Jack–. Vaya fin de semana.

Los dos habían visitado el cuartel general de Klassique en el Caribe. Aunque también estaba invitada, Taryn se lo había saltado. Ver a Kenny y a Jack en acción con docenas de núbiles mujeres no era su idea de pasarlo bien.

El manos libres situado en el centro de la mesa sonó.

–Jack, Larissa está lista –dijo la secretaria de Taryn.

Jack ya estaba levantándose.

–Hasta luego.

–Espero que no se quite el albornoz hasta que entre en la sala de masajes –murmuró Taryn.

–Yo también –respondió Sam–. Porque no lleva nada debajo.

Por suerte sus empleados se tomaban bien las idiosincrasias de trabajar con antiguos atletas, pero, de vez en cuando, Taryn tenía que hacer frente a alguna queja por un exceso de desnudez masculina, normalmente procedente del marido de alguna de las empleadas.

Taryn volvió a centrar su atención en la campaña y fue pasando las diapositivas. Kenny expuso varias opiniones del cliente, mientras que Sam fue tomando nota de los costes. Dos horas más tarde, cuando ya casi habían terminado, Jack volvió a entrar en la sala.

Se había puesto unos vaqueros y una camisa de manga larga, pero en lo que más se fijó Taryn fue en que se movía con mucha más facilidad. Se sentó al lado de Kenny.

–Dice que le deis quince minutos para relajar las manos y después estará lista para vosotros.

Kenny asintió.

Taryn miró a Sam.

–¿Te importa esperar?

–Claro.

Como pateador, Sam había sido el que menos golpes había recibido y los otros dos bromeaban con que había tenido el trabajo más sencillo. Sin embargo, Taryn sabía que no era así. Mientras que en circunstancias normales no se habría molestado en conocer nada sobre ese deporte, el hecho de estar asociados implicaba que tenía que saber más sobre el fútbol americano que los datos básicos. Tal vez el pateador no se llevara los golpes que se llevaban los otros jugadores, pero trabajaba bajo una presión increíble. Cada segundo en el campo implicaba ser el centro de atención de todo el mundo. La Liga Nacional de Fútbol Americano era una industria que movía miles de millones y, si uno no podía soportar un escrutinio intenso, no duraba mucho allí.

–¿Qué me he perdido? –preguntó Jack.

–Luego te cuento –le dijo Kenny.

Taryn miró la lista de los puntos que había querido destacar durante la reunión.

–Creo que ya lo tenemos casi todo visto. Sam, ¿estás listo para ponernos al día sobre la fiesta?

Hizo lo posible por formular la pregunta sin rastro de enfado en su voz porque, después de trasladar la empresa al completo a Fool’s Gold, los chicos habían decidido ofrecer una gran fiesta para los clientes más importantes. Habían alquilado una zona del Gold Rush Ski Lodge and Resort durante el fin de semana del Festival del Verano, o lo que fuera eso, y ahora unos veinte clientes con sus esposas e hijos se iban a presentar allí.

Sam se aclaró la voz.

–Claro. Tal como dijimos, vamos a traer a los clientes. En julio.

–Durante el Festival de Verano, ¿no? –preguntó Kenny.

Taryn se giró hacia él.

–¿Sabes lo de los festivales?

–Claro. Es una de las razones por las que queríamos mudarnos aquí. El pueblo celebra festivales todos los meses, por las estaciones y las distintas fiestas –le dio un codazo a Jack–. Hay un festival de globos aerostáticos en junio. Deberíamos alquilar uno y subir.

–Me apunto –dijo Jack–. Yo conduzco.

–Tú no conduces globos –le dijo Kenny.

–Bueno, eso da igual. Estaré al mando.

–Genial –dijo Taryn–. Sam, por favor, asegúrate de que estemos al día de pagos de la póliza del seguro.

Jack esbozó una sonrisa.

–Me echarías de menos, cariño.

–Sí, pero seguiría adelante con mi vida –se giró hacia Sam–. Con respecto a la fiesta –volvió a decir–, ¿cómo estamos?

–En la fase de planificación.

Esperó, pero Sam no dijo nada más.

–Solo faltan tres meses. Tienes que ponerte ya a fondo con ello.

–Eso estoy haciendo.

Eso no era propio de Sam, pensó. Él normalmente siempre llevaba el trabajo adelantado.