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Cuatro entrevistas, una brevisima novela de Henry James en la que se narran las cuatro ocasiones en que el narrador se encuentra con la señorita Spencer, una anodina maestra de Nueva Inglaterra cuyo principal anhelo es poder visitar Europa y empaparse del arte, la historia y el ambiente del viejo continente.
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Sólo fueron cuatro las ocasiones en que la vi, pero guardo un vívido recuerdo de las mismas: ella causó en mí una profunda impresión. Me parecía muy bonita e interesan-te: una encantadora muestra de una tipolo-gía. Lamento muchísimo enterarme de su muerte, y no obstante, pensándolo mejor,
¿por qué razón he de lamentarlo? La última vez que la vi, ciertamente ella no estaba...
Pero describiré todas nuestras entrevistas por orden.
La primera tuvo lugar en provincias, en una pequeña merienda, durante un atardecer nivoso. Debe de hacer unos diecisiete años.
Mi amigo Latouche, que iba a pasar las Navi-dades con su madre, me había persuadido de que fuera con él, y la buena señora había organizado en nuestro honor la fiesta de que hablo. Para mí resultó verdaderamente una fiesta. Nunca había estado en la Nueva Ingla-terra profunda durante aquella estación. Todo el día había nevado, y la amontonada nieve llegaba hasta las rodillas. Yo me preguntaba cómo las damas habrían podido abrirse camino hasta la casa, pero pronto comprendí que en Grimwinter una conversazione que ofrecie-ra como nota de interés dos caballeros de Nueva York, era cosa considerada digna de casi cualquier esfuerzo.
En el decurso de la velada Mrs. Latouche me preguntó si "no desearía" enseñarle las fotografías a alguna de las señoritas. Estas fotografías se hallaban en un par de grandes porfolios y las había traído consigo el hijo de la casa, quien, al igual que yo, recientemente había estado en Europa. Paseé la mirada y me di cuenta de que en su mayoría las señoritas estaban ya interesadas en algo más ab-sorbente que la más fiel reproducción fotográfica. Pero una de ellas permanecía sola junto a la repisa de la chimenea, mirando en derredor de la estancia con una dulce sonrisa gentil que parecía estar en flagrante contra-dicción, llamativamente, con su aislamiento.
La miré un instante y después dije:
-Me gustaría enseñárselas a aquella señorita.
-Oh sí -dijo Mrs. Latouche-, es la persona indicada. No siente inclinación por flirtear; hablaré con ella.
Repliqué que si no sentía inclinación por flirtear, no sería, quizá, la persona indicada; pero Mrs. Latouche ya se había dirigido a ella a proponerle lo de las fotografías.
-Está encantada -dijo volviendo hacia mí-.
Es la persona indicada, tan modesta y tan culta. -Y entonces me comunicó que la señorita tenía, por nombre, Miss Caroline Spencer, y a renglón seguido me la presentó.
Miss Caroline Spencer no era exactamente una belleza, pero sí una figurilla encantadora.
Debía ya frisar en los treinta, pero su aspecto era casi el de una adolescente, y tenía el cu-tis de una niña. Su cabeza era muy hermosa y su cabello estaba arreglado de la manera más parecida posible al de un busto griego, aunque era muy dudoso que hubiese visto jamás un busto griego excepto en alguna imitación de escayola. Sería "artista", sospe-ché, en la medida en que tal aspiración era factible en Grimwinter. Tenía unos suaves ojos inveteradamente sorprendidos y unos labios delgados, que dejaban ver unos dientes muy bonitos. Alrededor del cuello llevaba lo que las señoras llaman, creo, una "gorgue-ra", cerrada con un pequeñísimo alfiler de coral rosado, y en la mano sostenía un abanico fabricado de paja trenzada y adornado con un lazo rosado. Llevaba un sobrio vestido de seda negra. Hablaba con una especie de suave precisión, enseñando los blancos dientes entre sus labios delgados pero de aspecto tierno, y parecía extraordinariamente conten-ta, incluso un poco emocionada, ante la pers-pectiva de mis enseñamientos. Estos se desa-rrollaron muy plácidamente, después de que hube extraído los porfolios de su sitio y colo-cado un par de asientos junto a una mesa con lámpara. Casi todas las fotografías eran de cosas que me eran conocidas: amplias vistas de Suiza, Italia y España, paisajes, reproducciones de célebres edificios, pinturas y estatuas. Acerca de todas ellas dije lo que pude, y mi compañera, mirándolas mientras yo las sostenía, permanecía sentada absolu-tamente silenciosa, con el abanico de paja levantado a la altura de su labio inferior. Oca-sionalmente, al mostrar yo alguna nueva vista, ella decía con mucha discreción: "¿Ha estado usted en este lugar?" Normalmente le contestaba que había estado allí varias veces (yo había viajado mucho), y entonces notaba que por un momento ella me miraba obli-cuamente con sus hermosos ojos. Al inicio le había preguntado si había estado en Europa; a esto me había contestado: "No, no, no", con un rápido susurro confidencial. Pero después de eso, aunque no despegaba los ojos de las fotografías, habló tan poco que temí que se sintiese aburrida. En consecuencia, cuando hubimos terminado el primer porfolio, propuse, si así lo deseaba, abandonar nuestra ocupación. Me di cuenta de que no se sentía aburrida, pero su reticencia me intrigaba y deseé hacerla hablar. Me volví a mirarla y observé que había un ligero rubor en ambas de sus mejillas. Movía agitadamente su pequeño abanico. En vez de mirarme fijó los ojos en el otro porfolio, que estaba apoyado contra una de las patas de la mesa.
-¿No va a enseñarme ése? -preguntó, con un pequeño temblor en la voz. Casi la habría creído bajo una fuerte emoción.
-Con mucho gusto -contesté-, si no está usted harta.
No estoy harta, no -afirmó-. Esto me gusta..., me fascina.
Y cuando hube alzado el otro porfolio posó en él su mano acariciándolo con suavidad.
Y ¿ha estado usted aquí también? -
preguntó.
Al abrir el porfolio resultó que sí había estado yo allí también. Una de las primeras fotografías era una vista general del castillo de Chillon, junto al lago de Ginebra.
-Aquí -dije- he estado más de una vez. ¿A que es bonito? -Y señalé el perfecto reflejo de las escarpadas rocas y las puntiagudas torres en la tranquila agua clara. No dijo "¡Oh, encantador!" para inmediatamente dejar a un lado la fotografía a fin de contemplar la siguiente. Miró despacio y después preguntó si ahí no era donde Bonivard, de quien escribie-ra Byron, estuvo confinado. Asentí, y probé de citar algunos de aquellos versos de Byron, pero trastabillé miserablemente en el intento.
Ella se abanicó un instante y después recitó de memoria los versos correctamente, con una voz queda, apagada y sin embargo agradable. Para cuando hubo concluido [...]