Cuentos de amor, locura y muerte - Horacio Quiroga - E-Book

Cuentos de amor, locura y muerte E-Book

Horacio Quiroga

0,0

Beschreibung

La barbarie contra la civilización, los peligros de la vida salvaje, las enfermedades letales o la muerte, son algunas temáticas narradas en estos cuentos. El cuentista y poeta uruguayo Horacio Quiroga es considerado el maestro del cuento latinoamericano.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 211

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Viento Joven

I.S.B.N.: 978-956-12-2929-7

59ª edición: mayo de 2023.

Obras Escogidas

I.S.B.N.: 978-956-12-1262-6.

60ª edición: mayo de 2023.

Ilustración de portada: Mariano Ramos

© 1998 por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Inscripción Nº 213.008. Santiago de Chile.

Derechos reservados de la presente versión.

Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

Teléfono (56-2) 2810 7400.

E-mail: [email protected] / www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Diagramación digital: ebooks [email protected]

Índice

PALABRAS PRELIMINARES

Una estación de amor

El solitario

La muerte de Isolda

La gallina degollada

El almohadón de plumas

A la deriva

La insolación

El alambre de púas

Los mensú

Yaguaí

Los pescadores de vigas

La miel silvestre

Nuestro primer cigarro

La meningitis y su sombra

PALABRAS PRELIMINARES

Horacio Quiroga

Horacio Quiroga nació en 1878 en Salto, Uruguay, de padre argentino y madre uruguaya. Provenía de una familia acomodada. A los seis meses de edad tuvo su primer suceso trágico: su padre murió de un disparo accidental cuando regresaba de una cacería. Desde entonces su vida, colmada de hechos desgraciados, transcurría yendo y viniendo entre distintas ciudades de Argentina y Uruguay.

De carácter inquieto y rebelde, cuando joven se interesó por la fotografía, el ciclismo, la química, la cerámica y las actividades literarias.

En 1900 viajó a París, donde tomó contacto con escritores del movimiento modernista, entre otros con Rubén Darío y Antonio Machado.

A su regreso se estableció en Montevideo, donde fue uno de los fundadores del primer cenáculo modernista del Uruguay (Consistorio del Gay Saber). A fines de 1902 vivió otro de los acontecimientos trágicos de su existencia: el joven mató accidentalmente a uno de sus íntimos amigos mientras revisaba con éste un arma.

Hacia 1903, Quiroga participó como fotógrafo en una gira por las antiguas misiones religiosas del Uruguay. Así descubrió las regiones selváticas que serían el escenario de muchos de sus cuentos.

En 1909, recién casado, se trasladó a una modesta vivienda en San Ignacio, en el territorio de Misiones que había conocido como fotógrafo. Durante cinco años realizó diversas actividades –juez de paz, periodista, fabricante de carbón, destilador de jugo de naranjas…–. Salvo en la de periodista, en todas ellas le fue muy mal. En 1915 murió trágicamente su esposa, tras lo cual el escritor volvió a Buenos Aires, adonde pudo trasladar a sus dos hijos, que vivían con su abuela paterna.

En 1932 se instaló de nuevo en San Ignacio, esta vez con su segunda esposa, de la que tuvo una hija. Pero aquella nunca pudo acostumbrarse a la vida selvática y terminó separándose del escritor en 1936. Durante esos años, ninguna de las actividades de éste –incluso la de cónsul de distrito– tuvo éxito.

Enfermo de cáncer, Quiroga puso fin a su vida en 1937, en Buenos Aires.

Sus obras

Quiroga se inició en el periodismo en 1898, colaborando en un semanario de El Salto. Luego lo hizo en las revistas Caras y Caretas (1906) y Fray Mocho, donde publicó varios cuentos entre 1912 y 1917. Desde 1920 hasta 1922 escribió también para La Nación, El Hogar, La Prensa y La Atlántida, todos de Argentina.

Escritor prolífero, Quiroga incursionó en la novela, el cuento y el teatro. En 1908 publicó su novela Historia de un amor turbio y en 1920 estrenó su obra teatral Las sacrificadas, las que tuvieron poco éxito. Su fuerte era el cuento. Estos se nutrieron principalmente del ambiente tropical de San Ignacio. Sus protagonistas se enfrentan en la selva con los peligros de la naturaleza, donde la razón humana es casi siempre derrotada.

Quiroga, por temperamento e influido seguramente por Edgar Allan Poe, sentía una fuerte atracción por lo extraño y lo misterioso, así como por los estragos que podían provocar el amor y la locura. Tales sentimientos los vertió en sus Cuentos de amor, de locura y de muerte, reunidos en 1917. Esta obra contiene el célebre cuento “El almohadón de plumas”, escrito en 1907.

Un año más tarde reunió en un libro ocho cuentos y los publicó con el título de Cuentos de la selva. Su núcleo son los relatos que Quiroga inventaba para entretener a sus hijos en Misiones. Por eso, cuando los publicaba en revistas los llamaba “cuentos de mis hijos”. Póstumamente apareció otro libro con ese título, donde se recopilan cuentos no incluidos en el primero.

Los protagonistas de ambas obras son animales de la fauna norteña argentina. El acento de las narraciones está puesto en la convivencia del hombre con esos animales, un poco como en las fábulas.

Como en 1935 su situación económica era nuevamente muy precaria, sus amigos se encargaron de publicar su último libro de cuentos: Más allá.

Quiroga luchó siempre por la perfección del estilo. Por ello su prosa es sencilla, concisa y desprovista de adornos. Sus descripciones son luminosamente evocativas y de un gran poder de síntesis. De sus primeras líneas, sus cuentos sumergen al lector en plena trama.

Cuentos de amor,

de locura y de muerte

Una estación de amor

PRIMAVERA

Era el martes de carnaval. Nébel acababa de entrar en el corso, ya al oscurecer, y mientras deshacía un paquete de serpentinas, miró al carruaje de delante. Extrañado de una cara que no había visto en el coche la tarde anterior, preguntó a sus compañeros:

–¿Quién es? No parece fea.

–¡Un demonio! Es lindísima. Creo que sobrina, o cosa así, del doctor Arrizabalaga. Llegó ayer, me parece…

Nébel fijó entonces atentamente los ojos en la hermosa criatura. Era una chica muy joven aún, acaso de no más de catorce años, pero ya núbil. Tenía bajo el cabello muy oscuro un rostro de suprema blancura, de ese blanco mate y raso que es patrimonio exclusivo de los cutis muy finos. Ojos azules, largos, perdiéndose hacia las sienes entre negras pestañas. Tal vez un poco separados, lo que da, bajo una frente tersa, aire de mucha nobleza o gran terquedad. Pero sus ojos, tal como eran, llenaban aquel semblante en flor con la luz de su belleza. Y al sentirlos Nébel detenidos un momento en los suyos, quedó deslumbrado.

–¡Qué encanto! –murmuró, quedando inmóvil, con una rodilla en el almohadón del surrey. Un momento después, las serpentinas volaban hacia la victoria. Ambos carruajes estaban ya enlazados por el puente colgante de papel, y la que lo ocasionaba sonreía de vez en cuando al galante muchacho.

Mas aquello llegaba ya a la falta de respeto a personas, cocheros y aun al carruaje: las serpentinas llovían sin cesar. Tanto fue, que las dos personas sentadas atrás se volvieron y, bien que sonriendo, examinaron atentamente al derrochador.

–¿Quiénes son? –preguntó Nébel en voz baja.

–El doctor Arrizabalaga… Cierto que no lo conoces. La otra es la madre de tu chica… Es cuñada del doctor.

Como en pos del examen, Arrizabalaga y la señora se sonrieran francamente ante aquella exuberancia de juventud, Nébel se creyó en el deber de saludarlos, a lo que respondió el terceto con jovial condescendencia.

Éste fue el principio de un idilio que duró tres meses, y al que Nébel aportó cuanto de adoración cabía en su apasionada adolescencia. Mientras continuó el corso, y en Concordia se prolonga hasta horas increíbles, Nébel tendió incesantemente su brazo hacia adelante, tan bien, que el puño de su camisa, desprendido, bailaba sobre la mano.

Al día siguiente se reprodujo la escena; y como esta vez el corso se reanudaba de noche con batalla de flores, Nébel agotó en un cuarto de hora cuatro inmensas canastas. Arrizabalaga y la señora se reían, volviendo la cabeza a menudo, y la joven no apartaba casi sus ojos de Nébel. Éste echó una mirada de desesperación a sus canastas vacías. Mas sobre el almohadón del surrey quedaba aún uno, un pobre ramo de siemprevivas y jazmines del país. Nébel saltó con él por sobre la rueda del surrey, dislocóse casi un tobillo, y corriendo a la victoria, jadeante, empapado en sudor y con el entusiasmo a flor de ojos, tendió el ramo a la joven. Ella buscó atolondradamente otro, pero no lo tenía. Sus acompañantes se reían.

–¡Pero, loca! –le dijo la madre, señalándole el pecho–. ¡Ahí tienes uno!

El carruaje arrancaba al trote. Nébel, que había descendido afligido del estribo, corrió y alcanzó el ramo que la joven le tendía con el cuerpo casi fuera del coche.

Nébel había llegado tres días atrás de Buenos Aires, donde concluía su bachillerato. Había permanecido allá siete años, de modo que su conocimiento de la sociedad actual de Concordia era mínimo. Debía quedar aún quince días en su ciudad natal, disfrutados en pleno sosiego de alma, si no de cuerpo. Y he aquí que desde el segundo día perdía toda su serenidad. Pero en cambio, ¡qué encanto!

–¡Qué encanto! –se repetía pensando en aquel rayo de luz, flor y carne femenina que había llegado a él desde el carruaje. Se reconocía real y profundamente deslumbrado, y enamorado, desde luego.

¡Y si ella lo quisiera!… ¿Lo querría? Nébel, para dilucidarlo, confiaba mucho más que en el ramo de su pecho, en la precipitación aturdida con que la joven había buscado algo que darle. Evocaba claramente el brillo de sus ojos cuando lo vio llegar corriendo, la inquieta expectativa con que lo esperó y, en otro orden, la morbidez del joven pecho, al tenderle la mano.

¡Y ahora, concluido! Ella se iba al día siguiente a Montevideo. ¿Qué le importaba lo demás: Concordia, sus amigos de antes, su mismo padre? Por lo menos iría con ella hasta Buenos Aires.

Hicieron efectivamente el viaje juntos, y durante él, Nébel llegó al más alto grado de pasión que puede alcanzar un romántico muchacho de dieciocho años que se siente querido. La madre acogió el casi infantil idilio con afable complacencia, y se reía a menudo al verlos, hablando poco, sonriendo sin cesar y mirándose infinitamente.

La despedida fue breve, pues Nébel no quiso perder el último vestigio de cordura que le quedaba, cortando su carrera tras ella.

Ellas volverían a Concordia en el invierno, acaso una temporada. ¿Iría él? “¡Oh, no volver yo!” Y mientras Nébel se alejaba despacio por el muelle, volviéndose a cada momento, ella, de pecho sobre la borda y la cabeza baja, lo seguía con los ojos, mientras en la planchada los marineros levantaban los suyos risueños a aquel idilio, y al vestido, corto aún, de la tiernísima novia.

VERANO

El 13 de junio, Nébel volvió a Concordia, y aunque supo desde el primer momento que Lidia estaba allí, pasó una semana sin inquietarse poco ni mucho por ella. Cuatro meses son plazo sobrado para un relámpago de pasión, y apenas si en el agua dormida de su alma el último resplandor alcanzaba a rizar su amor propio. Sentía, sí, curiosidad de verla. Hasta que un nimio incidente, punzando su vanidad, lo arrastró de nuevo. El primer domingo, Nébel, como todo buen chico de pueblo, esperó en la esquina la salida de misa. Al fin, las últimas acaso, erguidas y mirando adelante, Lidia y su madre avanzaron por entre la fila de muchachos.

Nébel, al verla de nuevo, sintió que sus ojos se dilataban para sorber en toda su plenitud la figura bruscamente adorada. Esperó con ansia casi dolorosa el instante en que los ojos de ella, en un súbito resplandor de dichosa sorpresa, lo reconocerían entre el grupo.

Pero pasó, con su mirada fría fija adelante.

–Parece que no se acuerda de ti –le dijo un amigo, que a su lado había seguido el incidente.

–¡No mucho! –se sonrió él–. Y es lástima, porque la chica me gustaba en realidad.

Pero cuando estuvo solo, se lloró a sí mismo su desgracia. ¡Y ahora que había vuelto a verla! ¡Cómo, cómo la había querido siempre, él que creía no acordarse más! ¡Y acabado! “¡Pum, pum, pum! –repetía sin darse cuenta–. ¡Pum! ¡Todo ha concluido!”.

De golpe: “¿Y si no me hubieran visto?… ¡Claro! ¡Pero claro!” Su rostro se animó de nuevo, y acogió esta vaga probabilidad con profunda convicción.

A las tres golpeaba en casa del doctor Arrizabalaga. Su idea era elemental: consultaría con cualquier mísero pretexto al abogado; y acaso la viera. Fue allá. Una súbita carrera por el patio respondió al timbre, y Lidia, para detener el impulso, tuvo que cogerse violentamente a la puerta vidriera. Vio a Nébel, lanzó una exclamación, y ocultando con sus brazos la ligereza de su ropa, huyó más velozmente aún.

Un instante después, la madre abría el consultorio, y acogía a su antiguo conocido con más viva complacencia que cuatro meses atrás. Nébel no cabía en sí de gozo; y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces su presencia a la del abogado.

Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente. Y como tenía dieciocho años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha.

–¡Tan pronto, ya! –le dijo la señora–. Espero que tendremos el gusto de verlo otra vez… ¿No es verdad?

–¡Oh, sí, señora!

–En casa, todos tendríamos mucho placer… ¡Supongo que todos! ¿Quiere que consultemos? –se sonrió con maternal burla.

–¡Oh, con toda el alma! –repuso Nébel.

–¡Lidia! ¡Ven un momento! Hay aquí una persona a quien conoces.

Lidia llegó cuando él estaba ya de pie. Avanzó al encuentro de Nébel, los ojos centelleantes de dicha, y le tendió un gran ramo de violetas, con adorable torpeza.

–Si a usted no le molesta –prosiguió la madre–, podría venir todos los lunes… ¿Qué le parece?

–¡Que es muy poco, señora! –repuso el muchacho–. Los viernes también… ¿Me permite?

La señora se echó a reír.

–¡Qué apurado! Yo no sé… Veamos qué dice Lidia. ¿Qué dices, Lidia?

La criatura, que no apartaba sus ojos rientes de Nébel, le dijo ¡sí! en pleno rostro, puesto que a él debía su respuesta.

–Muy bien; entonces hasta el lunes, Nébel.

Nébel objetó:

–¿No me permitiría venir esta noche? Hoy es un día extraordinario…

–¡Bueno! ¡Esta noche también! Acompáñalo, Lidia.

Pero Nébel, en loca necesidad de movimiento, se despidió allí mismo y huyó con su ramo, cuyo cabo había deshecho casi, y con el alma proyectada al último cielo de la felicidad.

Durante dos meses, en todos los momentos en que se veían, en todas las horas que los separaban, Nébel y Lidia se adoraron. Para él, romántico hasta sentir el estado de dolorosa melancolía que provoca una simple garúa que agrisa el patio, la criatura aquella, con su cara angelical, sus ojos azules y su temprana plenitud, debía encarnar la suma posible de ideal. Para ella, Nébel era varonil, buenmozo e inteligente. No había en su mutuo amor más nube que la minoría de edad de Nébel. El muchacho, dejando de lado estudios, carreras y demás superfluidades, quería casarse. Como probado, no había sino dos cosas: que a él le era absolutamente imposible vivir sin Lidia y que llevaría por delante cuanto se opusiese a ello. Presentía –o más bien dicho sentía– que iba a escollar rudamente.

Su padre, en efecto, a quien había disgustado mucho el año que perdía Nébel tras un amorío de carnaval, debía apuntar las íes con terrible vigor. A fines de agosto habló un día definitivamente a su hijo:

–Me han dicho que sigues tus visitas a lo de Arrizabalaga. ¿Es cierto? Porque tú no te dignas decirme una palabra.

Nébel vio toda la tormenta en esa forma de dignidad y la voz le tembló un poco al contestar:

–Si no te dije nada, papá, es porque sé que no te gusta que te hable de eso.

–¡Bah! Como gustarme, puedes, en efecto, ahorrarte el trabajo… Pero quisiera saber en qué estado estás. ¿Vas a esa casa como novio?

–Sí.

–¿Y te reciben formalmente?

–Creo que sí…

El padre lo miró con fijeza y tamborileó sobre la mesa.

–¡Está bueno! ¡Muy bien!… Óyeme, porque tengo el deber de mostrarte el camino. ¿Sabes tú bien lo que haces? ¿Has pensado en lo que puede pasar?

–¿Pasar?… ¿Qué?

–Que te cases con esa muchacha. Pero fíjate: ya tienes edad para reflexionar, al menos. ¿Sabes quién es? ¿De dónde viene? ¿Conoces a alguien que sepa qué vida lleva en Montevideo?

–¡Papá!

–¡Sí, qué hacen allá! ¡Bah! No pongas esa cara… No me refiero a tu… novia. Esa es una criatura, y como tal no sabe lo que hace. ¿Pero sabes de qué viven?

–¡No! Ni me importa, porque aunque seas mi padre…

–¡Bah, bah, bah! Deja eso para después. No te hablo como padre, sino que como cualquier hombre honrado pudiera hablarte. Y puesto que te indigna tanto lo que te pregunto, averigua, a quien quiera contarte, qué clase de relaciones tiene la madre de tu novia con su cuñado. ¡Pregunta!

–¡Sí! Ya sé que ha sido…

–¡Ah!, ¿sabes que ha sido la querida de Arrizabalaga? ¿Y que él u otro sostiene la casa en Montevideo? ¡Y te quedas tan fresco!

–¡…!

–¡Sí, ya sé! ¡Tu novia no tiene nada que ver con esto, ya sé! No hay impulso más bello que el tuyo… Pero anda con cuidado, porque puedes llegar tarde… ¡No, no, cálmate! No tengo ninguna idea de ofender a tu novia, y creo, como te he dicho, que no está contaminada aún por la podredumbre que la rodea. Pero si la madre te la quiere vender en matrimonio, o más bien a la fortuna que vas a heredar cuando yo muera, dile que el viejo Nébel no está dispuesto a esos tráficos, y que antes se lo llevará el diablo que consentir en ese matrimonio. Nada más quería decirte.

El muchacho quería mucho a su padre, a pesar del carácter de éste; salió lleno de rabia por no haber podido desahogar su ira, tanto más violenta cuanto que él mismo la sabía injusta. Hacía tiempo ya que no lo ignoraba. La madre de Lidia había sido querida de Arrizabalaga en vida de su marido, y aun cuatro o cinco años después. Se veían todavía de tarde en tarde, pero el viejo libertino, arrebujado ahora en su artritis de solterón enfermizo, distaba mucho de ser respecto de su cuñada lo que se pretendía; y si mantenía el tren de madre e hija, lo hacía por una especie de agradecimiento de ex amante, y sobre todo para autorizar los chismes actuales que hinchaban su vanidad.

Nébel evocaba a la madre; y con su estremecimiento de muchacho loco por las mujeres casadas, recordaba cierta noche en que hojeando juntos y reclinados sobre una Ilustration, había creído sentir sobre sus nervios, súbitamente, tensos un hondo hálito de deseo que surgía del cuerpo pleno que rozaba con él. Al levantar los ojos, Nébel había visto la mirada de ella, mareada, posarse pesadamente sobre la suya.

¿Se había equivocado? Era terriblemente histérica, pero con raras crisis explosivas; los nervios desordenados repiqueteaban hacia adentro, y de aquí la enfermiza tenacidad en un disparate y el súbito abandono de una convicción; y en los pródromos de la crisis, la obstinación creciente, convulsiva, edificándose con grandes bloques de absurdos. Abusaba de la morfina por angustiosa necesidad y por elegancia. Tenía treinta y siete años; era alta, con labios muy gruesos y encendidos, que humedecía sin cesar. Sin ser grandes, sus ojos lo parecían por el corte y por tener pestañas muy largas; pero eran admirables de sombra y fuego. Se pintaba. Vestía como la hija, con perfecto gusto, y era ésta, sin duda, su mayor seducción. Debía de haber tenido, como mujer, profundo encanto; ahora la histeria había trabajado mucho su cuerpo –siendo, desde luego, enferma del vientre–. Cuando el latigazo de la morfina pasaba, sus ojos se empañaban, y de la comisura de los labios, del párpado globoso, pendía una fina redecilla de arrugas. Pero a pesar de ello, la misma histeria que le deshacía los nervios era el alimento un poco mágico que sostenía su tonicidad.

Quería entrañablemente a Lidia; y con la moral de las burguesas histéricas, hubiera envilecido a su hija para hacerla feliz; esto es, para proporcionarle aquello que habría hecho su propia felicidad.

Así, la inquietud del padre de Nébel a este respecto tocaba a su hijo en lo más hondo de sus cuerdas de amante. ¿Cómo había escapado Lidia? Porque la limpieza de su cutis, la franqueza de su pasión de chica que surgía con adorable libertad de sus ojos brillantes eran, no ya prueba de pureza, sino escalón de noble gozo por el que Nébel ascendía triunfal a arrancar de una manotada, de la planta podrida, la flor que pedía por él.

Esta convicción era tan intensa, que Nébel jamás la había besado. Una tarde, después de almorzar, en que pasaba por lo de Arrizabalaga, había sentido loco deseo de verla. Su dicha fue completa, pues la halló sola, en batón, y los rizos sobre las mejillas. Como Nébel la retuvo contra la pared, ella, riendo y cortada, se recostó en el muro. Y el muchacho, frente a ella, tocándola casi, sintió en sus manos inertes la alta felicidad de un amor inmaculado, que tan fácil le habría sido manchar.

¡Pero luego, una vez su mujer! Nébel precipitaba cuanto le era posible su casamiento. Su habilitación de edad, obtenida en esos días, le permitía por su legítima materna afrontar los gastos. Quedaba el consentimiento del padre, y la madre apremiaba este detalle.

La situación de ella, sobrado equívoca en Concordia, exigía una sanción social que debía comenzar, desde luego, por la del futuro suegro de su hija. Y sobre todo, la sostenía el deseo de humillar, de forzar a la moral burguesa a doblar las rodillas ante la misma inconveniencia que despreció.

Ya había tocado el punto varias veces con su futuro yerno, con alusiones a “mi suegro”…, “mi nueva familia”… “la cuñada de mi hija”. Nébel se callaba y los ojos de la madre brillaban entonces con más sombrío fuego.

Hasta que un día la llama se levantó. Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Faltaba más de un mes aún, pero la madre hizo entender claramente al muchacho que quería la presencia de su padre esa noche.

–Será difícil –dijo Nébel después de un mortificante silencio–. Le cuesta mucho salir de noche… No sale nunca.

–¡Ah! –exclamó solo la madre, mordiéndose rápidamente el labio. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio.

–Porque usted no hace un casamiento clandestino, ¿verdad?

–¡Oh! –se sonrió difícilmente Nébel–. Mi padre tampoco lo cree.

–¿Y entonces?

Nuevo silencio, cada vez más tempestuoso.

–¿Es por mí que su señor padre no quiere asistir?

–¡No, no señora! –exclamó al fin Nébel, impaciente–. Está en su modo de ser… Hablaré de nuevo con él, si quiere.

–¿Yo, querer? –se sonrió la madre, dilatando las narices–. Haga lo que le parezca… ¿Quiere irse, Nébel, ahora? No estoy bien.

Nébel salió, profundamente disgustado. ¿Qué iba a decir a su padre? Éste sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio y el hijo ya había emprendido las gestiones para prescindir de ella.

–Puedes hacer eso y todo lo que te dé la gana. Pero mi consentimiento para que esa entretenida sea tu suegra, ¡jamás!

Después de tres días, Nébel decidió concluir de una vez con ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.

–Hablé con mi padre –comenzó Nébel–, y me ha dicho que le será completamente imposible asistir.

La madre se puso un poco pálida, mientras sus ojos, en un súbito fulgor, se estiraban hacia las sienes.

–¡Ah! ¿Y por qué?

–No sé –repuso con voz sorda Nébel.

–Es decir… que su señor padre teme mancharse si pone los pies aquí.

–¡No sé! –repitió él, obstinado a su vez.

–¡Es que es una ofensa gratuita la que nos hace ese señor! ¿Qué se ha figurado? –Añadió con voz ya alterada y los labios temblantes–. ¿Quién es él para darse ese tono?

Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia.

–¡Que es, no sé! –repuso con la voz precipitada a su vez–. Pero no solo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento.

–¿Qué? ¿Qué se niega? ¿Y por qué? ¿Quién es él? ¡El más autorizado para esto!

Nébel se levantó:

–Usted no…

Pero ella se había levantado también.

–¡Sí, él! ¡Usted es una criatura! ¡Pregúntele de dónde ha sacado su fortuna, robada a sus clientes! ¡Y con esos aires! ¡Su familia irreprochable, sin mancha, se llena la boca con eso! ¡Su familia!… ¡Dígale que le cuente cuántas paredes tenía que saltar para ir a dormir con su mujer antes de casarse! ¡Sí, y me viene con su familia!… ¡Muy bien, váyase; estoy hasta aquí de hipocresías! ¡Que lo pase bien!

Nébel vivió cuatro días en la más honda desesperación. ¿Qué podía esperar después de lo sucedido? Al quinto, y al anochecer, recibió una esquela:

Octavio: Lidia está bastante enferma, y solo su presencia podría calmarla.

María S. de Arrizabalaga

Era una treta, no cabía duda. Pero si su Lidia en verdad…

Fue esa noche, y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel: sin afabilidad excesiva ni tampoco aire de pecadora que da disculpas.

–Si quiere verla…

Nébel entró con la madre y vio a su amor adorado en la cama, el rostro con esa frescura sin polvos que dan únicamente los catorce años, y las piernas recogidas.

Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no hacían sino mirarse y sonreír.

De pronto, Nébel sintió que estaban solos y la imagen de la madre surgió nítida: “Se va para que el transporte de mi amor reconquistado pierda la cabeza y el matrimonio sea así forzoso”. Pero en ese cuarto de hora de goce final que le ofrecían adelantado a costa de un pagaré de casamiento, el muchacho de dieciocho años sintió –como aquella vez contra la pared– el placer sin la más leve mancha de un amor puro en toda su aureola de poético idilio.