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Extensa colección de cuentos cortos de Leopoldo Alas, Clarín. Los relatos que recoge este volumen abarcan desde lo satírico a lo onírico, pasando por lo costumbrista o lo más lírico.-
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Seitenzahl: 445
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Leopoldo Alas Clarín
Saga
Cuentos morales
Copyright © 1890, 2021 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788726550528
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.
www.sagaegmont.com
Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com
[Indicaciones de paginación en nota.1 ]
—[V]→
Muy corto. Me paso la vida disertando acerca de materia estética, pero no me gusta hacerlo tratándose de mis propias obras. Esto no es un programa literario, ni defensa de escuela, tendencia o cosa por el estilo; es, sencillamente, una breve explicación del título de este libro. No digo Cuentos morales en el sentido de querer, con ellos, procurar que el lector se edifique, como se dice; mejore sus costumbres, si no las tiene inmejorables; y declaro que no aspiro a esos laureles que ciertas gentes, que confunden la ética con la estética, tienen reservados para las buenas intenciones.
Yo soy, y espero ser mientras viva, partidario del arte por el arte, en el sentido de mantener como dogma seguro el de su sustantividad independiente. No hay moda literaria, ni reacción que valgan para sacarme de esta idea. Sigo opinando que los libros no pueden ser morales ni inmorales, como los Estados no pueden ser ateos ni católicos, a no ser en el — VI→ mundo de los tropos peligrosos. Aun reduciendo el significado de moral a la virtud que una cosa pueda tener para moralizar a los que cabe que sean seres morales (los individuos racionales), diré que mis cuentos no son morales en tal concepto. Los llamo así, porque en ellos predomina la atención del autor a los fenómenos de la conducta libre, a la psicología de las acciones intencionadas. No es lo principal, en la mayor parte de estas invenciones mías, la descripción del mundo exterior, ni la narración interesante de vicisitudes históricas, sociales, sino el hombre interior, su pensamiento, su sentir, su voluntad.
Al dar ese tinte general a estos cuentos (como lo tienen otros antes publicados y muchos que se publicarán, si Dios quiere, más adelante) no sigo inspiración ajena, ni tendencias de escuela, ni pruritos de la moda, ni nada que se le parezca: no sigo más que naturales impulsos que la edad imprime en quien llega a la mía y es, por vocación y hasta por oficio, inclinado a reflexionar un poco. Ya lo han dicho muchos escritores insignes: el lado moral de la vida preocupa al hombre amigo de pensar, más que cuando la vida empieza, o está en su florecimiento, cuando nos vamos haciendo ricos de experiencia del mundo... para aprender a dejarlo dignamente. Tal vez esto —VII→ contribuya a que el progreso moral no sea tan rápido como otros: los que más tienen que hacer en el mundo todavía, los jóvenes, no saben lo que deben hacer; y a los viejos, los que ya saben algo de la vida... lo que más les importa es morirse.
Yo no soy viejo todavía; pero, como si lo fuera... porque ya no soy joven. Si en la juventud hubiese sido poeta, en el fondo de mis obras se hubiera visto siempre una idea capital: el amor, el amor de amores, como dice Valera, el de la mujer; aunque tal vez muy platónico. Como en la edad madura soy autor de cuentos y novelillas, la sinceridad me hace dejar traslucir en casi todas mis invenciones otra idea capital, que hoy me llena más el alma (más y mejor ¡parece mentira!) Que el amor de mujer la llenó nunca. Esta idea es la del Bien, unida a la palabra que le da vida y calor: Dios. Cómo entiendo y siento yo a Dios, es muy largo y algo difícil de explicar. Cuando llegue a la verdadera vejez, se llego, acaso, dejándome ya de cuentos, hable directamente de mis pensares acerca de lo Divino.
Hay quien nace para joven y quien nace para viejo. Yo confieso que soy de los últimos; pues, aunque tuve algún tiempo el orgullo de ser uno de los más puros rumiantes de amorplatónico, jamás las cosas raras y profundas —VIII→ que el amor de mujer me hizo sentir en la juventud, fueron algo tan dulce, tan suave, tan de las entrañas, tan mío, como esto que ahora siento y pienso a veces, y que no va con ella, sino con Dios y el Universo suyo. Mi leyenda, mis ensueños de la Idea Divina, ya empezaron cuando empezaban mis ensueños amorosos, de don Juan por dentro... y a todas mis Dulcineas las he ido siendo infiel; y mi leyenda de Dios queda, se engrandece, se fortifica, se depura; y espero que se acompañe hasta la hora solemne, pero no terrible, de la muerte.
He hablado tanto de mí mismo y tan poco de los intereses generales literarios, porque la razón de ser de mis cuentos como son, se funda en cosas mías, no en influencias ni propósitos escolásticos.
Hágame el público el favor, aunque le aconsejen otra cosa algunos críticos, de no ver en este libro y otros que escriba y que se le parezcan, un prurito de novedad (valiente novedad), un amaneramiento exótico. Tanto valdría llamar amanerado al otoño, la estación más filosófica del año... y de la vida.
CLARÍN.
Noviembre de 1895.
—[1]→
«El cura del lugar de Vericueto,
»como nunca da nada... de barato,
»dicen que tiene gato
»de viejas peluconas bien repleto...»
Así empezaba el pequeño poema burlesco, parodia campoamoriana, que estaba escribiendo mi amiguito Higadillos, paisano de Campoamor, estudiante de medicina y colaborador de tres o cuatro periódicos con momos y sin religión positiva.
Higadillos era un badulaque, por supuesto, que se creía un sabio positivo y positivista a los veinte años, porque había leído a Spencer traducido, y leía el Gil Blas, periódico de parís, y la Revue des Revues; además había estado en París una —2→ temporada, y con esto y no pagar a la patrona, aunque se hundiera el mundo, se consideraba más esprit fort que un roble, y de vuelta, como decía él, de todas las neurosis místicas y evangelizantes, de que se reía con delicia. Le parecía a él que después de tantas diabluras como se discurrían para buscar nuevos idealismos, después de las misas sacrílegas y otras barbaridades por el estilo, el género nuevo más original, más oportuno, era... volver simplemente, decía, al kulturkampf, al volterianismo y al realismo pornográfico y escéptico. ¡Guerra al clero! Esta era la sencillanovedad que se la ocurría.
¡Yo soy un primitivo! gritaba, dando a ese adjetivo un sarcástico sentido, con que, por antífrasis además, significaba todo lo contrario de lo que querían decir los pintores al llamar primitivos a los cristianos artistas del misticismo italiano de la Edad Media. Era un primitivo porque suponía la sencillez, la sinceridad y la naturalidad en el sensualismo y en la impiedad, en la ligereza filosófica del siglo XVIII.
-Señores -exclamaba Higadillos en el café- es un prurito enfermizo el andar buscando constantemente novedades metafísicas, éticas y estéticas; supone esa variación constante, además de la inhibición malsana de las facultades mentales que deben ejercer la hegemonía, supone falta de gusto, falta de juicio serio, personal, firme. La —3→ verdad no está en la novedad, no está en el cambio; está en algo histórico, en uno de los momentos que ya vivió el pensamiento humano: el quid, la gracia del talento, está en averiguar cuál de esos momentos, sin ser de moda, es el que está en lo cierto. Pues bien, yo lo he averiguado, lo cierto es Lucrecio en un sentido, Rousseau en otro, Voltaire en otro, Spencer en otro, Zola en otro y... El Motín en otro. Materialismo, o mejor, sensualismo, determinismo, hedonismo, naturalismo, individualismo, escepticismo ético, este es la fija. El caso es ahondar ahí, no buscar nuevas tierras. El mundo ya está descubierto; ahora a descubrir minas.
Una tarde, hablándome de estas sus filosofías, Higadillos me preguntó:
-Tú que eres de allá, ¿no conoces al cura de Vericueto? Pues es divino; todo un documento, como ahora se volverá a decir. Voy a hacer con él un poema que sea la antítesis del cura de Pilar de la Horadada. Ya tengo tres o cuatro números romanos en que imito las muletillas indeclinables de don Ramón. Oye el principio...
Y empezó a leer lo que ustedes han visto.
Excuso decir que yo dejé de atender al quinto o al sexto verso; pero lo que después, en prosa, me dijo Higadillos acerca del cura de Vericueto, me llamó la atención bastante; y me propuse, en volviendo a la tierra, conocer la original personaje de —4→ quien se burlaba el famoso mozalbete de repugnante impiedad superficial y bachillera.
Yo tengo mi casa de campo en la marina, donde los montes alzan poco la cresta y parecen las olas suaves y nada altaneras que se deshacen sobre la playa en ondas graciosas, tenues, cada vez más tenues, hasta ser un cordón de encaje que entre el sol y la arena disipan de una sola chupadura. Las montañas, como olas de la tierra que van al encuentro de las olas del agua, son, en el alta mar de los puertos, gigantes que meten la cabeza cana, como de rizada espuma, por las nubes plomizas; pero según se van acercando a la costa, se van achicando, achicando, hasta ser colinas, cubiertas de verdores, hasta la cima, y luego suaves lomas que llegan a confundirse con las dunas, donde las montañas del Océano también se desvanecen.
Desde un altozano, donde tengo una huerta, u en medio de ella un modesto belvedere, suelo yo contemplar en la lejanía del horizonte, medio borrados por la niebla, los picos y las crestas de las sierras y cordales, que son la espina dorsal del Pirineo —5→ por esta parte cantábrica. Cuando el cielo está muy despejado por todos los puntos cardinales, se ve desde mi huerta los Picos de Europa, que parecen girones de nubes que a veces dora el sol, para mí ya ausente.
Pues una tarde, recreándome con la vaga poesía romántica de tales contemplaciones, este verano, me vino a la memoria de repente la imagen, a mi modo fabricada, del cura aquel de la montaña que Higadillos me había pintado en Madrid como un Harpagón de misa y olla. Por aquella tarde del horizonte, en uno de aquellos repliegues de piedra blanquecina que se destaca sobre las laderas de hayas, pinos, robles y castaños, vivía y tenía su parroquia el pobre sacerdote que yo deseaba conocer. En una de las estribaciones del Cordal deSuaveces estaba Vericueto, el lugar que daba nombre a la parroquia de mi señor cura.
Pensar en él y reanimarse el deseo de visitarle fue en mí todo uno; y como Higadillos vivía por allí cerca, y me había invitado repetidas veces con franca hospitalidad, y como pago de no pocos socorros con que mi flaca bolsa le había sacado de varios apuros, sin vacilar, decidí el viaje; y al día siguiente el tren me llevó cerca de aquellas sierras; u desde cierta estación, un mal caballo me sirvió para andar lo peor del camino, que fue el subir por cañadas peligrosas las primeras cuestas del Cordal de Suaveces; hasta dar con mis huesos — 6→ molidos en la parroquia de Antuña, donde Higadillos me recibió con los brazos abiertos, pues era tan alegre y expansivo camarada, como superficial pensador y profundo mentecato.
Cuando le recordé su promesa de llevarme a casa del cura de Vericueto, y le declaré que esta visita era el móvil principal de mi viaje, se turbó un poco; así, cual algo contrariado; pero pronto se repuso, y, por lo menos, fingió celebrar mucho mi buena memoria y excelente propósito.
Y al día siguiente, muy de mañana, a pie, emprendimos la marcha, que fue toda cuesta arriba, pues era Vericueto lugar muy bien pintado por su nombre; porque, si os queréis figurar una montaña, muy puntiaguda, como una gran torre, podéis decir que Vericueto ocupaba el campanario.
Vericueto es una bandada de chozas pardas y algunas casuchas blancas esparcidas por la ladera aquella de Suaveces; parece que van al asalto de la cumbre, berrueco inmenso que amenaza desplomarse sobre la diseminada tropa y aplastar todas las viviendas que encuentre en su caída; a la cabeza del asalto, es decir, en lo más empinado del lugarejo, se ve un grupo de aquellas chozas, —7→ de las más humildes, de las más viejas, rodeando la iglesia parroquial, mezquina fábrica, una mala capilla cuadrada, fea, prosaica, que hacen bien en ocultar casi por completo los corpulentos robles que la rodean, con hojarasca siempre gárrula y temblona, a poco, casi nada que sople la brisa. Si la iglesia estuviera blanqueada, como el obispo mandó muchas veces, la nieve de sus paredes brillaría entre las ramas verdes con hernioso contraste; pero no hay tal contraste, porque el cura aborrece los sepulcros -y la iglesia- blanqueados por fuera, y no quiere dar ganancias a los borrachos de los albañiles, blasfemos, quimeristas, jugadores... y volterianos, probablemente, aunque es claro que sin saberlo. Sin contar con que la mano de obra cuesta un sentido. Además, ¿qué se diría si el cura gastase dinero de la fábrica en pompas y vanidades, mientras no puede emplear un céntimo en lo otro, en lo del pique?
¿Qué es lo del pique? Ya se verá luego.
Más alta que la iglesia, más alta que todas las chozas del grupo, está la casa del señor cura, que para dar ejemplo de humildad y de protesta contra la hipocresía, tampoco está blanqueada por fuera... ni por dentro; y se está cayendo a pedazos y deja que yedra y más yedra trepe por los costados y amenace comérsela y enterrarla.
Si alguien le dice al párroco, y hace ya mucho tiempo que nadie le dice nada que se refiera al —8→ presupuesto de gastos, -Señor cura, ¿por qué no reteja usted la rectoral?
-En un pesebre -contesta el cura- nació Nuestro Señor; en un portal, o tal vez en una cueva, pero de seguro a teja vana.
-Pero, señor, que las paredes se están haciendo polvo...
- Quia pulvis es... Nosotros y las paredes de la rectoral somos de barro, y en cuanto hay sequía, naturalmente, volvemos al polvo.
Además, ¿había de gastar dinero en tejas y adornos de confitería para poner la rectoral como un castillo de terrones y bizcocho, mientras no se gasta un ochavo, a pesar del peligro inminente que amenaza a todos, en lo del pique?
Y sobre todo, concluía el cura; Fiat just et ruat caelum. -Cúmplase la ley, y húndase el cielo, y con él la rectoral-. Y la ley es: «que tu mano izquierda no gaste lo que gane la derecha».
Pero repito que todas estas conversaciones ya estaban en desuso. Años hacía que nadie se acordaba de molestar al cura de Vericueto aconsejándole gastos que no había de hacer.
La única vez que el obispo llegó en su visita cerca de Vericueto, se abstuvo de subir a la iglesia porque estaba muy arriba, y porque lo del pique, que el cura le exageró, a propósito, para que no subiera, le dio un poco de asco y le hizo pensar: «No vaya a llegar el obispo en el momento en —9→ la cosa suceda... ya que ha de suceder». Y no subió a Vericueto.
Pero ya es hora de que subamos nosotros, sin miedo a lo del pique; que por ahora no sabemos lo que es.
Jadeante, dignos de que nos enjugara el rostro la Verónica, con la americana al hombro, llegamos Higadillos y yo al atrio de la iglesiuca; asomamos las narices por unos agujeros de la puerta principal, que dejaba ver el interior del templo, mezquino, adornado más de grietas y telarañas que de retablos e imágenes... Pero allí corría un vientecillo más fresco, y el miedo a la pulmonía nos hizo continuar la marcha, hasta dar en la quintana de la rectoral misma; y sin pararnos a saludar a las gallinas y al perro, que nos recibió gruñendo, entramos en lo que debiera ser portal y era ya la cocina. O no había chimenea para el hogar, o el funcionaba bien; ello era que le humo llenaba la estancia, y después de muchas idas y venidas salía por el tejado, metiéndose por donde podía.
La casa tenía planta baja y un piso; pero la parte de este, que estaba sobre la cocina hacía muchos años que se había deshecho, podrida la madera; se había inutilizado y a trechos se veía desde abajo el desván. El humo salía por allí a sus anchas; en la cocina no encontramos alma humana, pero sí de cerda, pues, gruñendo también, —10→ nos salieron al encuentro dos de la piara de Epicuro, como diría el párroco; pero no dos volterianos, sino dos de Teberga, con la oreja larga, dos que prometían para un próximo porvenir excelentes jamones, dignos de la fama de su pueblo.
Al sentir que no cejábamos, los señores de la Cerda se acobardaron y corrieron hacia las habitaciones interiores, sirviéndonos, sin pensarlo, de guías, y anunciando nuestra presencia.
-¿Quién anda ahí? -gritó una voz áspera y perezosa allá dentro.
-Gente de paz -contestó Higadillos disfrazando la suya.
-¡Ramona! ¿No está ahí Ramona? ¿Qué pasa? ¿quién va?
-¡Somos los hombres... del porvenir!... -cantó mi amigo con música de La Marsellesa.
-¡Ah, vaya! Adelante... el Gran Oriente.
Pisando despacio, con cierto recelo o respeto, no sé por qué, entramos en una sala estrecha, cuyo pavimento no se sabía de qué era, pues lo cubría capa empedernida de secular suciedad, aluvión de la desidia amasada con polvo, restos de todos los despojos e inmundicias. En la sala no había nadie más que los futuros Ifigenios del mondongo, que al creerse acosados, parecían dispuestos a una defensa digna del más refractario jabalí.
Higadillos y el que suscribe tuvimos miedo.
—11→
Pero la voz, que sonaba en una alcoba del fondo, rugió de esta suerte:
-¡Chin! ¡chin! ¡fuera, chin! ¡Ramona, torna los gochos!
No se presentó aquella mitológica Ramona a tornar a los señores de la Cerda; pero ellos, a los gritos del amo (tal vez porque se llamaban chin los dos, siendo tocayos), huyeron por la puerta que dejamos franca con mil amores. La sala era, por lo visto, comedor y biblioteca y... bodega. A un lado había una mesa de castaño, de grandes alas dobladas; cerca de ella anqueles de pino con platos y otros enseres de rudimentario menaje culinario; enfrente, en un estante, en forma de tríptico, tosco y sucio y viejo, algunas docenas de libros mezclados con botellas, unas lacradas y otras vacías. La leyenda de oro estaba custodiada por dos ejemplares de sidrade Cima embotellada; y en cuanto a Perrone parecía que le llevaban preso dos corpulentas, y muy galoneadas de oro y rojo, botellas de cognac, de cuello de cigüeña.
-¿Se puede, señor de la tribu de Levi?
-Ya he dicho que pase el Gran Oriente.
-Es que no vengo solo.
-Pues adelante con los faroles... de toda la masonería militante...
Higadillos levantó una cortina de percal verde, y yo, sin pasar del umbral, desde la puerta de la alcoba, que tenía luz propia, la de una gran ventana —12→ a Oriente, vi en una cama de nogal, ancha y recia, bajo una colcha de punto, blanca y limpia, un busto de clerigón, una camisa de buen hilo, de señor, fina y reluciente, pero sin tirilla, como si hubiera reventado por arriba para dejar libre la salida del cuello de atleta, fuerte, sonrosado, de músculos fornidos; digno fuste de una cabeza que me recordó en seguida algunos de los grabados con que Doré ilustró los Cuentos droláticos de Balzac.
La impresión general que producía aquel rostro despertaba la imagen del tronco de una añosa encina... con verrugas. Era una gran masa de carne surcada por arrugas expresivas, regueros por donde corría la malicia que tenía sus manantiales en los ojos pequeños, agudos, picarescos, llenos de chispas que saltaban con las palabras. La cara del cura de Vericueto no era un cliché de la fisonomía del avaro, era un misterio complicado en que no había de seguro más que la malicia, la astucia... y un no se sabía qué de bondad, de honradez latente arraigada en el espíritu. Recordaba una de esas grandes sátiras con que la Edad Media supo zaherir al clero sin lastimar a la Iglesia.
Don Tomás Celorio, a quien todos los curas del arciprestazgo llamaban familiarmente «Vericueto» —13→ por el nombre de su parroquia, llevaba de párroco propietario veinte años, y hacía dos que no se movía de la cama.
Poco a poco le habían ido acorralando los achaques, y cuando ya no pudo defenderse y tuvo que rendirse al peso de su corpachón y de los cánones, que exigieron otro clérigo en la parroquia, admitió el auxilio a regañadientes, tomó al coadjutor como a enemigo solapado de los intereses propios, y no le cedió un ochavo de cuantos derechos le pertenecían, habiendo de atenerse el intruso, que en rigor lo hacía todo, al mezquino sueldo de su Cargo Secundario.
Celorio mandaba y disponía desde la cama cual un Caudillo que, rendido por las heridas en tierra, sigue dirigiendo una batalla. El cura seguía siendo él; nada de economato; un coadjutor como otro cualquiera; no consentía Celorio, ni al obispo en persona, que se le tratara como un trasto inútil. «Yo soy ahora un párroco inmueble, gritaba, pero párroco en funciones; mi iglesia es mía». Y como no podía ir al templo, ejercía la cura de almas desde su lecho como Dios le daba a entender. Su gran afán era no perder un cuarto de cuantos la ley católica le concedía como cura propio de Vericueto. No bautizaba, ni llevaba al Señor a los enfermos, ni casaba ni enterraba a nadie, pero cobraba todo lo que hacía a la caso, y para cumplir con las apariencias, de tarde en tarde, reunía en —14→ torno de su lecho a las beatas y a los santurrones de la parroquia, y les enderezaba una plática breve, con voz gangosa y enérgica entonación, predicando siempre en favor de la caridad y el desprecio de los bienes efímeros de este mundo.
También seguía siendo desde la cama padre espiritual de algunas privilegiadas criaturas, viejas místicas que acudían a la cabecera del lecho de nogal convertido en confesonario, y allí, de rodillas junto a la mesilla de noche, declaraban sus culpas, que Celorio oía rascándose el cogote. Lo más gracioso era que no pareciéndole decente escuchar los pecados ajenos, y atar y desatar en mangas de camisa, como un mozo de cordel, reconocía la necesidad de revestirse de ciertas ropas que, sin hacerle salir del lecho, dejarán ver en él al sacerdote. No le servía la sotana, que era demasiado larga... y además porque estaba hecha pedazos. La única que tenía le había durado veinte años, y estaba or todas partes agujereada, inservible; y como en la cama no la necesitaba, había discurrido no comprar otra; siendo, en su opinión, esta una de sus economías más razonables. Pero, gracias a Dios, Ramona, el ama de Celorio, vestía de por vida el hábito de los Dolores, u el cura dio en la peregrina invención de meterse por la cabeza una falda negra, de alpaca, propiedad de Ramona, que la lucía los domingos. Con aquella falda sobre la camisa —15→ absolvía Celorio a las hijas de confesión que acudían al pie de su lecho en busca de la gracia.
Lo mismo que la cura de almas y consiguientes derechos de estola y pie de altar, dirigía y cobraba a don Tomás, sin salir de la cama, sus negocios y ganancias temporales: pues dijeran lo que quisiesen allá en palacio, era el párroco de Vericueto tratante en una porción de artículos de consumo, y ejercía en el mercado de la próxima villa de Suaveces una especie de hegemonía económica, que no era monopolio, pero sí supremacía lucrativa. Con gran descaro, y sin miedo a denuncias, Celorio ganaba honradamente, pero con olvido de las leyes eclesiásticas, muy buenos réditos de un capital esparcido en multitud de pequeñas industrias y comercios, tales como la cría de cerdos, las vacas en comuña o aparcería, venta de legumbres, frutas, gallinas y hasta pañuelos de seda en una tienda del aire, o sea puesto ambulante, de baratijas, en que, junto a los colorines de la seda indiana, brillaban las piedras falsas de la joyería, pendientes y collares mezclados y confundidos con rosarios, escapularios, cintas tocadas al Santísimo Cristo de Cueto, y medallas procedentes de Roma y bendecidas por el Papa.
Si a todos estos anzuelos del industrioso párroco acudían los ochavos que con tanto sudor ganaban los aldeanos del contorno, debíase, no a malas artes, ni menos a imposiciones hierocráticas, sino —16→ a la lealtad y honradez de las transacciones, a la baratura de los productos, a la parsimonia con que Celorio procuraba cierta ganancia en cada trato, en cada venta, siendo su afán, no el lucro excesivo, fabuloso, en cada caso, sino la muchedumbre de negocios. Su lema era no consentir cohecho ni perdonar derecho; todo lo suyo para él, pero nada más que lo suyo.
«El ojo del amo engorda el caballo», era otra máxima popular que le sirvió de guía y norte mientras pudo andar por su pie. Aunque es claro que, descaradamente, él no se ponía en el mercado detrás del mostrador (un banco portátil) de su tienda a vender arracadas y cintas del Cristo, rondaba por allí cerca: iba, además, de un puesto a otro; de las berzas, repollos y remolachas a la cesta de fruta, y hasta se le veía en el mercado de cerdos, saltar entre los menudos lechoncillos con la sotana un poco levantada, como al descuido, pero muy atento, las transacciones que le importaban harto más que el encargado de la venta. A veces olvidaba todo disimulo, y cuando sus intereses estaban amenazados por exigencias excesivas del comprador, el cura, con toda su actividad y pericia, terciaba en el trato; y hasta llegaba a declararse propietario de la cosa en la venta cuando se ponía en duda el mérito de los productos. Solía esto suceder tratándose de lechugas, tomates y pimientos, que eran el orgullo del —17→ buen párroco, hortelano de vocación. Sabía él que declarar la procedencia de aquellos frutos era tanto como hacer su apología, pues la huerta del cura de Vericueto tenía fama muchas leguas a la redonda.
En ocasiones, cuando todos eran de casa, es decir, no había en el mercado gente forastera, Celorio se despojaba de todo disimulo y se sentaba sobre una cesta volcada, entre sus repollos y berzas; y mientras se comía una cebolla que iba remojando en agua, pesaba y repesaba, cobraba la calderilla y entregaba al comprador los cogollos rozagantes, orgullo y amor del buen Columela tonsurado.
Que de estos y otros parecidos excesos llegaban soplos al obispo, ya lo sabía él; pero también le enseñaba la experiencia que el obispo hacía oídos de mercader, porque profesaba a Celorio un cariño cogido allá en la adolescencia, en el seminario, a la edad en que las amistades se injertan para no separarse en la vida.
Siempre le había repugnado la idea de que el lícito comercio estuviera vedado a los clérigos. Parecíale esta prohibición especie de estigma que para siempre deshonraba la industria más universal y necesaria. «Mientras tenga la Iglesia por cosa mala para sus sacerdotes el cambio leal y justo de sus mercancías por dinero, los mercaderes se creerán autorizados para ser algo ladrones. —18→ Si el comercio estuviera sólo en manos de quien recibe al Señor en su cuerpo todas las mañanas, y lo recibe dignamente, mejor andarían los negocios; iría el crédito como una seda, se evitarían pleitos, gastos, policía, cien y cien trabas, obra muerta, muy cara y embarazosa, de la vida económica. Quédese para los paganos tener el mismo dios para el robo y para el comercio. Si Jesucristo arrojó del templo a los mercaderes fue por vender en el templo; pero al mandarnos pagar el tributo, que es el precio de la paz y el orden que debemos al Estado, bien nos dijo el Señor que en comprar y vender no hay pecado.
Más aún que tales teorías, la irresistible necesidad del lucro legítimo mantenía a Celorio en aquella situación algo irregular de pastor que convertía a su rebaño en consumidores de sus productos; de párroco que convertía a sus feligreses en parroquianos.
Pero no bastaba ganar, era necesario ahorrar, gastar lo menos posible. Celorio vivía como un cenobita, no por penitencia, no por mortificar la carne, que de todos modos en él prosperaba, gracias al buen natural y a la vida morigerada e higiénica; vivía con muy poco por guardar mucho; y a tanto llegó en él este espíritu de economía, que le sacrificó hasta el instinto de conservación, como lo demostró en el asunto que se llamaba del pique, el cual vamos a ver, por fin, en qué consistía.
—19→
En lo más alto de aquella montaña, camino de cuya cumbre, y no muy lejos, estaba la iglesia y rectoral de Vericueto, mas otras muchas casas y chozas de la parroquia, había, según ya se ha dicho, un enorme berrueco, o sea peñón ingente que, no sé si se dijo también, amenazaba desplomarse sobre aquellas frágiles moradas y hacerlas polvo. Esto de la amenaza no es retórica, sino la pura verdad; porque, según pude ver por mis ojos aquel día que visité al cura Celorio, la tal peña, grandísima y formidable, estaba como por milagro sostenida en la altura, y el instinto de las leyes del equilibrio que a nuestro modo, y por observación, tenemos todos, le decía a cualquiera que la mole granítica o lo que fuese (granítica no sería, pero ya pesaba sus miles de quintales) no debía de poder mantenerse mucho tiempo, si caigo o no caigo, y tenía que caer por fuerza el día menos pensado. Poco a poco ya se había venido inclinando, y si había grandes tormentas, cuando las aguas arañando la tierra rodaban con gran fragor de lo más pino y eminente, la fiera de la altura se sacudía un poco, rompiendo algunos eslabones de la cadena que la sujetaba todavía; ello era, sin metáforas, —20→ que el agua y el viento trabajaban como en una mina, en el asiento secular de aquella mole, y cada vez era mayor el peligro de que le faltase punto de apoyo y se dejara caer al valle rodando, de seguro, pues no había otro en camino, sobre la rectoral de Vericueto, su iglesia y el lugarejo que las rodeaba. Y si el berrueco se desplomaba no podía quedar piedra sobre piedra, ni bicho viviente en todos aquellos edificios que tenían existencia tan precaria con amenaza tan fiera.
La industria de aquellos pobres montañeses ya de muy atrás había procurado impedir, o por lo menos dilatar, la catástrofe; y aunque parezca mentira es verdad2 que con cuerda, con débiles cuerdas, puntales, ramaje entrelazado, especies de trincheras y otras fábricas no más seguras, los vecinos de Vericueto habían puesto como dique al diluvio de piedra que los amenazaba; y tenían como obligación inmemorial el renovar de tarde en tarde la complicada máquina de su pobre defensa.
Muchos forasteros, al ver con espanto aquel inminente peligro, habían indicado la idea de emigración de aquellas buenas gentes. «¿Cómo consentían en seguir habitando lugares que tanto daño podían recibir a la hora menos pensada?». A esto los de Vericueto no contestaban más que con encogerse de hombros, como los aldeanos pobres, y aún —21→ muchos ricos, cuando les hablan de curar males crónicos y de muerte con gastos exorbitantes
¡Mudarse! Ahí es nada, ¿Y adónde había de ir? -El cura Celorio era el primero que encontraba descabellada la idea de abandonar la parroquia. Sería una especie de traición. Además, la costumbre del peligro se lo había hecho ver tan remoto que, en el fondo, los naturales de aquella altura amenazada ya no tenían miedo. En tiempo de sus padres y de sus abuelos ya amenazaba caer la Muela, que así llamaban al peñón, no sé por qué; y no había caído. ¿No tiraría una generación más? Nadie negaba que había desprendimientos de tierra, que la peña se ladeaba más cada pocos años, que la defensa de cuerdas, maderos y tierra era pobre cosa, cada día más inútil... Pero el peligro, que en buena filosofía, en pura lógica, nadie negaba, no los tenía asustados. El cura veía que era algo así como las amenazas de los castigos eternos, o muy largos y duros, de la otra vida, que nadie por allí negaba, y sin embargo hacían en los feligreses poca mella. Nadie desconocía que al malo le espera el infierno o el purgatorio, a buen dar; y con todo... se vivía como si el fuego eterno, o secular por lo menos, fuera cosa d ela semana que no traía jueves. Lo mismo sucedía con lo del peñasco.
Celorio era de los que más claro veía el peligro, pero también de los que, generalmente, menos —22→ miedo tenían a la catástrofe, para él indefiniblemente aplazada. «No será en mis días», pensaba con cierta esperanza, parodiando sin saberlo, la famosa frase de un diplomático, también con órdenes mayores.
En los gastos que ocasionaba la pobre defensa que de tantos años tenía fabricada Vericueto para que la peña no se le viniera encima, comenzaron las disensiones y reyertas entre los vecinos, y principalmente con el cura; reyertas y disensiones que envenenaban la vida de la aldea harto más que el miedo a la común desgracia que no acababa de venir. Para algunos escépticos era una superstición, aunque ellos no le llamaban así, el miedo a la Muela; estos empíricos exagerados, como no pocos sabios, no admitían que lo que no había sucedido en tantos y tantos años fuera a suceder el mejor, o más bien, el peor día. Lo de desplomarse, y hundir el lugar, el berrueco, era para ellos como la metafísica para ciertos boticarios científicos. «¡Muy largo nos lo fiáis!» venían a pensar, como decía el don Juan Tenorio de Tirso.
El cura no era de estos; pero él creía que los gastos de la reparación de cuerdas, trabajos en los estribos y puntales, etc., etc., que contenían la Muela, debían estar repartidos a proporción del miedo de cada quisque. Otros que más debía gastar el que más tenía que perder; pero el cura a esto replicaba que secundum quid. Él, bienes —23→ materiales tenía por allí más que otros, pero no tenía mujer ni hijos, y a Ramona... que la partiera un rayo. Y sobre todo, que no era el interés sino el miedo al peligro lo que debía, contarse. Y fundado en esto, se negaba a contribuir al entretenimiento de la fábrica de defensa, porque, en resumidas cuentas, él no tenía miedo a la muerte, ni estaría bien que diese tanto precio a la efímera existencia terrena un ministro del Señor.
«Si en desplomarse o no la Muela me fuese a mí la vida del alma, yo pagaría, aunque fuera sólo, todas las cuerdas y vigas que fuese menester: pero el cuerpo, ¿qué me importa a mí el cuerpo?».
Después, cuando supe ciertas cosas, comprendí que a Celorio otra le quedaba; importábale mucho, por lo que más adelante se verá, que su vida terrenal no se cortase de repente y llegara a cierto tiempo; pero en él luchaba el miedo al peligro de perder la existencia, necesaria para las ganancias, con la repugnancia a gastar en obra tan improductiva, y acaso inútil, como aquellas ataduras frágiles de la Muela.
Toda esta guerra de vecindad, sin embargo, era sorda casi siempre y de poco alcance; pero otra cosa fue cuando surgió la cuestión verdaderamente política y social, que se llegó a llamar lo del pique.
Ello fue que un alcalde de Suaveces, más celoso —24→ que otros, o más enemigo de Celorio y los de su partido, que era el retrógrado, el absolutista, o como quiera llamarse, llevó a cabo en la cumbre de Vericueto una revista, que él llamó inspección ocular, y vino en decretar que el berrueco llamado la Muela amenazaba ruina (así dijo en el Ayuntamiento) y era necesario que mediante una derrama, o sea contribución local extraordinaria, los vecinos de Vericueto aflojasen la mosca para pagar los gastos necesarios para proceder al derribo, o lo que fuera, de aquel peñón que podía aplastar medio concejo.
Pero los de la parroquia, unidos esta vez al cura como un solo avaro, pusieron el grito en el cielo, cuanto y más en el berrueco, y juraron morir aplastados como sapos antes que cargar con el mochuelo; pues lo que se les pedía estaba muy por encima de sus posibles, y la obra que el alcalde juzgaba necesaria era en interés, no sólo de Vericueto, sino de todo el concejo; por lo cual Suaveces en masa debía contribuir a los gastos.
Que sí, que no, que qué sé yo; ello fue que se hizo3 cuestión de partido, de cacique contra cacique, de elecciones; y unos por otros la casa por barrer: el Ayuntamiento que el cura, el cura que el Ayuntamiento o Poncio Pilatos; el berrueco siempre tan tieso, es decir, tan torcido, y si caigo no caigo.
Y esto era lo del pique. Por si has de pagar tú —25→ o he de pagar yo, nadie se acordaba de conjurar el peligro, que podía ser en daño de muchos; y los más interesados en la obra proyectada eran los más tercos. Estaban dispuestos a morir como héroes antes que soltar un cuarto al efecto de lo que el alcalde pedía.
Y así pasaron años, y el cura Celorio cayó en cama; de modo que para su persona el peligro aumentaba. Vino el alcalde a verle para hacerle la forzosa; le dijo que reparase en el peligro que corría; que ahora no podía valerse ni echar a correr; más es, recordando una frase que le había apuntado el médico, exclamó:
-Mire, señor cura, que con tener el peñón como lo tiene constantemente, amenazándole encima de su cabeza, está usted como si estuviera bajo la espada de Demócrito.
-Bueno -repuso el cura-; pues dele expresiones a Demócrito, señor alcalde, que yo no aflojo la bolsa ni por Demócrito riendo, ni por Heráclito llorando, cuanto más por ese Damocles como otros le llaman.
Y en esta situación estaban Celorio y lo del pique, cuando yo acompañado de Higadillos, fui a conocer y tratar a D. Tomás Celorio, cura de Vericueto.
—26→
No saqué de aquella, y otras visitas, la impresión y el juicio que Higadillos pensaba; encontraba, lo mismo en los ojos que en la sonrisa, que en las palabras de Celorio, un fondo de delicadeza así como vergonzante, que no se compadecía con las cualidades del tipo, groseramente epicurista, avaro, carnal y cazurro que Higadillos pintaba en su poema y en su conversación.
Lo que yo vi, por lo pronto, en nuestras prácticas con Celorio, es que este se burlaba lindamente, pero sin saña, de la ciencia valetudinaria de mi huésped y amigo, el cual, en materias filosóficas y de teología, así dogmática como histórica, estaba muy poco fuerte.
Higadillos, por ejemplo, opinaba que los católicos tenían obligación de creer que Cristo estaba en el cielo sentado a la diestra de Dios Padre; y era de ver cómo Celorio, oyendo esto, sacudía la cama de nogal con las carcajadas, y hasta un poco de tos, que el donoso disparate le producía.
-Pero, ciruelo -exclamaba en dejando de toser-, ¿cómo ha de ser literal eso de la diestra de Dios, si Dios, como no es cuerpo, no tiene derecha ni izquierda?
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-Pues es de fe -gritaba Higadillos.
-Lo que es de fe, yo a lo menos lo creo como si lo viera, es que sabe usted tanto de teología como yo de herrar moscas.
Era Celorio hombre de cierta instrucción, aunque de pocas noticias precisas, por tener sus principales estudios fecha muy remota.
Noté que a veces, si Higadillos no le miraba, guiñaba un ojo, sacaba la lengua, y vine a comprender que la preparaba una gran broma.
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«En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Yo, Tomás Celorio, cura párroco de Vericueto, quiero que valga como testamento mío, en que dejo declarada mi última voluntad, este que firmo y redacto por mi propia mano en esta forma tan diferente de las usadas para tales casos, pero no menos válida si hay justicia en la tierra. -No dejo el cuerpo a los gusanos, que ya ellos se lo tomarán sin mi permiso, como cosa muy suya que es; ni dejo el alma a Dios, que fuera dejarle lo que nunca fue mío y siempre de Su Divina Majestad, como Él probará con mandarla adonde a su Justicia convenga. Lo único mío es este montón de papeles, entre los cuales se encontrará este mi testamento, junto todo ello en un arca, si antes algún ladrón, engañado por la fama falsa de rico de que me ha cargado la malicia, no entra en él —29→ escondite del supuesto tesoro que guardo bajo la cama, y con la ira del desencanto destruye todos esos documentos para él inútiles, y que para mí representan el descanso de mi vejez, la paz de mi conciencia, y el rescate de mi pundonor ultrajado. Pues esto de que dispongo, y que ha de ser todo lo mío, si se liquida bien mi herencia, y se compara justamente el debe y el haber que dejo a la hora de mi muerte, quiero que sea de la propiedad de D. Gil Higadillos y Fernández, filósofo y maldiciente de profesión, mi buen amigo a pesar de todo, y que ha de tener un buen sentir antes de verse en el trance por que yo habré pasado cuando esto se lea, y morirá en el seno de mi Santa Madre la Iglesia, según a Dios le pido en mis frecuentes oraciones.
Es asimismo voluntad mía que ese montón de papeles bien doblados no sea registrado sino después de que este mi testamento sea leído por las personas a quien dé el encargo de que apenas yo cierre el ojo abran el arca, que tengo debajo de mi cama y se enteren, ante todo, del contenido del primer documento que encuentren, que será este, si la ajena codicia no me revolvió los papeles.
Ya tengo dicho, y así espero que se cumpla, que esta lectura ha de hacerse en alta y clara voz por el mismo Higadillos, mi heredero, si como espero está presente al acto, y creo que estará, pues su gran curiosidad, su poco de codicia y algo de —30→ piedad, le obligarán a satisfacer este deseo mío, que tantas veces le tengo manifestado. Si Higadillos no estuviere presente, leerá mi coadjutor, y a falta de este la persona de más respeto entre los presentes; y no creo que a esto se falte, pues muchas veces se lo tengo pedido a Ramona Cencillo, mi ama de llaves, a quien buen chasco espera, al coadjutor D. Sancho Benítez y a varios feligreses que serán los que probablemente rodearán mi lecho cuando yo expire.
Para explicar cómo teniendo yo fama de rico, gracias a la usura en que viví más de veinte años, muero tan pobre como pronto verán los que otra cosa esperan, dejo aquí escrita parte de mi historia, toda la que hace al caso para mi disculpa. También la escribo para que con ella adquiera mi heredero algo más de provecho que los papeles adjuntos, pues más que esos papeles y más que cuantos bienes materiales pasaron por mis manos, vale la lección que el filósofo Higadillos puede sacar y disfrutar aprendiendo a no juzgar a los hombres por las apariencias, ni el fondo de los corazones por la exterioridad de ciertos hábitos; que el hábito no hace al monje.
Y sin más preámbulo, empiezo ya a decir quién soy yo y cómo y por qué vine a parar en tan económico administrador de los viles intereses de que fui por poco tiempo a manera de depositario.
Nací en una aldea, no lejana a estos contornos, —31→ en casa que tenía escudo sobre la puerta, recuerdos de antigua bienandanza y de sempiterna honradez, y al venir yo al mundo mermadas rentas, ni con mucho bastantes a mantener, con el decoro necesario a la hidalguía nuestra, a ocho hijos que éramos, entre varones y hembras; diez bocas, contando a los padres, y catorce incluyendo a toda la servidumbre indispensable para ayudarnos en el cuidado de las tierras y ciertas industrias caseras y aldeanas que nos ayudaban no poco. No era yo el primero ni el último de los cinco hermanos varones, ni el mimo de mis padres, ni un estropajo en la casa; se me quería como a todos; pero un buen natural o lo que fuera, seguramente la gran repugnancia que me causaban las reyertas y el dolor propio o ajeno, y sobre todo, el horror a la injusticia, al mal reparto de lo que a cada cual corresponde, me hicieron siempre ceder antes que otros mis pretensiones, por no reñir, por no molestar, por no ser injusto. Grave problema era en la casa el de ir despachando la competencia de los dientes, es decir, colocando tanta herramienta de consumir la hacienda donde menos daño hiciera o ya no lo hiciese; y los expedientes para lograr este anhelo constante de la familia consistían en casar hijas o meterlas en un convento, y en mandar a la Habana a un hijo a que hiciera fortuna, si Dios era servido; buscarle a otro un empleo y aprovechar para alguno la ventaja —32→ de cierta modesta pensión que en el testamento de un canónigo pariente se le dejaba a aquel de nosotros que abrazare el estado eclesiástico. Mi hermano mayor era débil, flaco, enfermizo, amigo del estudio, pero no de las faldas negras que el pariente pedía como condición para su liberalidad póstuma; además, mi padre no quería clérigo al primogénito; el que seguía demostró su afición a los viajes, a los azares de la suerte, y fue el que embarcó casi sin consultar con los otros; y yo, aunque era tal vez el más robusto y el más aficionado a la vida de labrador, a sus tareas y placeres, cargué, no sé cómo ni por qué, por el despego de los demás, antes que por mi afición, con la gravísima incumbencia de cantar misa y cobrar la pensión, con la cual, por acuerdo de mis padres y hermanos, que creían, como yo, interpretar así la real voluntad del tío difunto, había de ayudar a aquellos de mis hermanos que menos amparados quedasen, y aun a mis padres si llegaran a necesitarlo.
Fui sacerdote sin gran vocación, pero también sin repugnancia, con fe bastante para tomar en serio la estrecha disciplina de mis deberes. La vida que me esperaba no me parecía muy diferente de la que todas suertes hubiera yo escogido, y sólo en el capítulo de la carne vi un poco de cuesta arriba; pero esto ya cuando le había tomado gusto a la carrera y me había interesado muy de veras —33→ la teología, pues aquella especie de matemáticascelestiales de Santo Tomás eran muy eran muy de mi gusto; y por defender tal doctrina, que me parecía evidente, hubiera yo andado a silogismos, y aun a cintarazos, con cualquiera. Si al principio la vida del seminario me disgustó no poco, fue por la libertad campesina que me faltaba, no por el rigor del régimen eclesiástico; por fin, el hábito, el compañerismo, el espíritude cuerpo, hicieron de mí un cuervo (como nos llamaban), entusiasta, sincero, de aplicación más que mediana, si no modelo de virtudes, tampoco escándalo de la santa casa, donde había muchos como yo que, si transigían con el diablo algunas veces, rescataban los pecados con la debida penitencia, muy sincera, y no pocas veces vencían en aquellas luchas en que la tentación no era ni tan fuerte ni tan hermosa como suelen figurarse los profanos que escriben cosas de literatura a costa de clérigos.
Nunca había yo soñado con casarme; y aun el tiempo en que era libre y podía dejar el seminario, jamás se me pasó por las mientes echar de menos el matrimonio, y la cáfila de hijos con sus docenas de muelas, y los apuros del hambre y las carreras, y las bodas de las hijas, etc., etc. De todo esto había visto sobrado en mi casa; y si algo sentía yo que le faltaba al clérigo que podía serle agradable, no era ciertamente el verse como yo había visto a mi buen padre, a quien nunca llegaba —34→ el agua al sal. No, el matrimonio no era una tentación; pero es claro que una cosa es el matrimonio y otra la mujer. El clérigo renuncia ostensiblemente al matrimonio y a la mujer; pero sabe que si transige con el pecado, el matrimonio seguirá siéndole imposible, pero el amor posible, aunque ilícito. Yo no sé lo que pasará por los demás clérigos que no sean muy buenos; pero por mí, que era mediano, pasó esto que declaro: casi sin darme cuenta de ello, el distingo que dejo apuntado contribuyó no poco a que sin gran esfuerzo ni solemnidades de conciencia contrajera el compromiso de castidad a que me ligaba mi estado. Después, la experiencia me enseñó que no era tan fiero el león como le pintaban. Si primero hubo lucha, no muy encarnizada, y no fue siempre la victoria de la virtud, las batallas ganadas para el bien eran las más, y esto borraba el remordimiento de las pérdidas, amén del considerar que en tales alternativas de fortuna se pasaba la juventud de infinidad de compañeros míos. Del no jactarme de bravucón en tales combates con las tentaciones, creo yo que vino la paz en que me fui viendo luego, pues encontré la concupiscencia un derivativo en el moderado afán de luego que no podía tener en mí otra forma que la del juego. Los apuros pecuniarios que habían sido el tema constante de las preocupaciones familiares en la casa paterna, habían dado como un tinte amarillento a — 35→ todos mis actos mi actividad, fuerte y fecunda, se encaminaba siempre en pos de la legítima ganancia, con gran anhelo de la legítima ganancia, con gran anhelo de la propia y respeto de la ajena. Las tentaciones del amor fueron pronto para mí tortas y pan pintado en comparación de las tentaciones del oro. Pero hubiera yo querido conquistarlo en franca y noble lucha con la naturaleza, en industria lícita y útil a la república. Vedábame el estado sacerdotal todo conato en tal sentido, y hube de atenerme al tresillo, al solo y... a la santina, o sea el monte, que se jugaba en las rectorales en las noches que seguían a las fiestas del Sacramento y otras no menos solemnes. No había para mí otro modo de dar expansión a mi deseo de legítima ganancia.
Metido en la aldea, viviendo de pitanzas, alguno que otro sermonzuco y la pensión de marras, que repartía con la demás familia, vegetaba mi juventud, sin encontrar la reina de Saba en cada rincón frondoso; llevando las tentaciones de bolina; criando mucha sangre, que no se me pudría, pues se gastaba en correr de aquí para allá, madrugar mucho y servir bien en mi oficio. Pero si no me hacía la lujuria tirarme de espaldas o de —36→ vientre sobre cardos y abrojos, otra comezón me apuraba y era la de la ganancia que no conseguía, el prurito del medro codicioso, apegado a mi espíritu como sarna heredada o cogida en la penuria miserable de los míos, en aquel hogar tan pobre en su hidalguía, tan acongojado con los apuros de cada cena, de cada par de zapatos, de cada teja que se rompía, de cada árbol que se secaba. Soñaba yo, así literalmente, con los miedos de hambre que años y años había pasado en casa de mis padres, y para toda la vida se me había pegado el hábito de pensar y anhelar constantemente en la pecunia y por la pecunia.
Parecíame la cosa más seria del mundo, la realidad más realidad, más inexorable, más fija en sus leyes. «Con el dinero no se juega», pensaba yo (¡ojalá no hubiera jugado