De las Alas Caracolí - Jairo Aníbal Niño - E-Book

De las Alas Caracolí E-Book

Jairo Aníbal Niño

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Beschreibung

Jacinto Caracolí es un viejo explorador del mar. En una de sus búsquedas por langostas, encuentra un pequeño tesoro. Ansioso por venderlo, deja a sus nietos cuidándolo mientras halla a un comprador, pero estos tienen que escapar de una banda de ladrones que pretende apoderarse de él. Entonces, Ramón y Rosalba de las Alas Caracolí, los nietos, temiendo perder el tesoro y también por la suerte de su abuelo, inician un viaje fantástico por el mar, donde hallan nuevos amigos y, por supuesto, nuevos enemigos, siempre en ese ambiente poético e imaginativo que destacan las obras de Jairo Aníbal Niño, autor de "La alegría de querer".

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Niño, Jairo Aníbal, 1941-2010

De las Alas Caracolí / Jairo Aníbal Niño ; ilustraciones Daniel Jaime Aulí. -- Segunda edición. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2021.

112 páginas : ilustraciones ; 21 cm. -- (Literatura juvenil)

ISBN 978-958-30-6293-3

1. Novela juvenil colombiana 2. Familia - Novela juvenil

3. Océano - Novela juvenil 4. Fantasía - Novela juvenil

I. Jaime Aulí, Daniel, ilustrador II. Tít. III. Serie.

Co863.6 cd 22 ed.

Segunda edición, octubre de 2021

Primera edición, Carlos Valencia Editores, 1988

Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,

marzo de 1997

Autor: Jairo Aníbal Niño

© Herederos de Jairo Aníbal Niño

© Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000

Tienda virtual www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

llustraciones

Daniel Jaime Aulí

Diagramación

María Paula Forero Díaz

ISBN 978-958-30-6293-3(impreso)

ISBN 978-958-30-6347-3(epub)

Prohibida su reproducción total o parcial

por cualquier medio sin permiso del Editor.

Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

Calle 65 No. 95-28, Tels.: (571) 4302110- 4300355

Fax: (57 1) 2763008

Bogotá D. C., Colombia

Quien solo actúa como impresor.

Impreso en Colombia - Printed in Colombia

JAIRO ANÍBAL NIÑO

Ilustraciones de Daniel Jaime

El mar estaba tranquilo. Una brisa calma llegó del sureste. El viejo Jacinto Caracolí se despojó de su cachucha de beisbolista y de una camiseta que tenía estampado el nombre de una fábrica de motores marinos. La costa lejana era una línea de espuma. A los oídos del viejo llegó el chillido de una gaviota solitaria. El hombre miró por unos instantes el vuelo del ave y luego se deslizó hacia el agua apoyándose en la popa de espejo de su bote. Tragó una bocanada de aire, arqueó su cuerpo y se sumergió. En ese momento, bajo el agua, el pescador adquirió una elasticidad de ave y entonces la gaviota y Jacinto ocuparon con sus vuelos solitarios los dos cielos del mundo: uno en las alturas submarinas y otro en las profundidades del firmamento.

Jacinto Caracolí buscó afanosamente en el arrecife de coral a las langostas. Trató de descubrir el color y el temblor de las antenas que a veces surgen de las madrigueras, o la fila india de las que se aventuran por los dorados valles de arena del fondo, pero esta vez, como ocurría desde hacía algún tiempo, fue inútil la búsqueda. Era como si todas las langostas hubieran desaparecido en el mar de los recuerdos.

Cuando el viejo salió resollando a la superficie lo primero que se dibujó en sus pupilas fue el vuelo de la gaviota. “Me pregunto si es real o si es el deseo el que la está pintando en mis ojos”, pensó.

Una corriente fría acarició su cintura. Antes de sumergirse nuevamente contempló al ave. Le hacía bien sentir esa presencia. Era un remedio casero para su soledad.

Contra la prudencia y la costumbre, desde hacía meses salía a pescar sin ninguna compañía. Era el último pescador de langostas de esa parte del mar; los demás preferían labores menos penosas que las de perseguir animales que escaseaban cada vez más. A veces lo acompañaba su nieto, pero él prefería que Ramón, junto con la pequeña Rosalba de las Alas Caracolí, hiciera todos los días el largo camino hasta la escuela del pueblo.

Su mano húmeda recorrió su rostro. Los niños necesitan zapatos y un diccionario y yo deseo la guayabera bordada que vende el turco José. Es una guayabera de fiesta. Solo una vez vi un brillo semejante, cuando hace años conocí a una garza de las nieves. Volaba serenita, serenita; parecía vivir en una rama de viento porque gastó mucho tiempo en su vuelo hacia el norte sin posarse jamás. Las plumas de ese pájaro eran de un color idéntico al que tiene la guayabera que me está esperando en el almacén de José.

El viejo se soltó del bote y, como en sus buenos tiempos, impulsó su cuerpo hacia el fondo con movimientos rítmicos y vigorosos de brazos y piernas. Mientras descendía, la presión hizo traquetear sus oídos.

Al pasar junto a unas plumas de mar, pensó: “Ahí voy por mi ropa. La tienen las langostas”.

Un pueblo de pececillos refulgentes huyó conservando su forma de ramillete de flores.

El anciano se deslizó entre la arena y las rocas del fondo.

El viejo impulsó su cuerpo hacia el fondo con movimientos rítmicos y vigorosos.

Una barracuda, con su cuerpo de cuchillo, saltó desde no se sabe qué sombra de agua y apuñaló a una isabelita negra; luego desapareció.

Jacinto buscó con ansia a sus presas. De pronto sintió un fuerte dolor en el pecho; y ese sufrimiento no era de carne sino de barco. Siempre imaginó a su cuerpo como un bote. Cuando todo iba bien, era como si navegara en un mar apacible, con buen viento y sol amable. En las contadas ocasiones en que visitaba a un médico, lo hacía porque alguna parte de su humanidad necesitaba ser calafateada. Su muerte —cuando llegara— sería exactamente igual a un naufragio.

Salió boqueando a la superficie. La gaviota se había ido.

El bote navegaba bajo el sol de la tarde. Los niños lo vieron en el horizonte. La vela rectangular, hinchada por el viento, se recortaba con sus bordes nítidos como si fuera una carta enviada por un amigo que vive en el océano.

El viejo vio a lo lejos los cocoteros. Formaban un collar alrededor de la casa de paredes de varita y techo de palma.

—No sé si algún día tendré que mudarme al pueblo —pensó en voz alta el viejo.

Agarró la caña del timón como si la acariciara, y agregó:

—Me dicen que es malo vivir tan aislado. ¿Aislado? Pero si todos somos islas. Las casas, los amigos, los recuerdos, están rodeados de mar por todas partes. En este lugar nací y me crie; es el romance donde ha atracado siempre el barco de mi existencia. No, jamás me iré de aquí.

Los niños agitaron los brazos. El viejo dejó que un último golpe de viento arrimara el bote a la playa. Saltó al agua y le dio un empujón vigoroso. Ramón acercó los troncos y el bote se deslizó sobre ellos como si fueran la última ola del viaje.

—¿Qué hay, hijos? —dijo Jacinto.

—¿Cómo le fue, abuelo? —preguntó la niña.

El anciano no dijo nada. Sacaron los aparejos del bote y se dirigieron a la casa.

—¿Ya hicieron sus tareas? —preguntó Jacinto.

—Sí —contestaron los niños.

—Abuelo, ¿cuánto es una rosa, y dos rosas, y cinco rosas, y siete rosas? —preguntó Rosalba.

—Son quince rosas —se apresuró a contestar Ramón.

Una rosa, y dos rosas, y cinco rosas, y siete rosas, son un jardín, pensó el viejo.

Más tarde, a la luz de una lámpara de petróleo, consumieron en silencio el arroz y el pescado de su cena.

Jacinto Caracolí estuvo balanceando su cansancio en la hamaca toda la noche.

Cuando el nuevo día dejó ver su aleta brillante en el horizonte, el anciano se levantó y estiró su cuerpo. Los huesos crujieron.

“Es el óxido de la vejez”, pensó.

Sacó agua de la tinaja y bebió con placer. Los niños dormían profundamente. La niña estaba cubierta con una sábana que tenía instrumentos musicales estampados.

—Es como si durmiera entre una fiesta —musitó el viejo. Se acercó a ella y suavemente la besó en la frente. Aspiró el perfumado sudor de la niña y sonrió conmovido.

—¿Por qué los abuelos querremos tanto a los nietos? —susurró.

Puso al fuego una olleta para preparar el café, y añadió:

—¿Será porque con ellos somos dos veces padres, o será porque con ellos somos otra vez niños? Sí, eso debe ser. En ellos descubrimos que eso de envejecer es puro cuento, que somos siempre jóvenes como lo es toda persona querida. Porque, vamos a ver: ¿Alguien alguna vez ha pensado que mi compadre Blas Piña, o Joaquín Gutiérrez, que está jugando en las grandes ligas, o Margarita Chica, que hace los vestidos de novia más lindos del mundo, pueden envejecer? No. Simón Bolívar, por ejemplo, es un muchacho eterno montado en un caballo blanco. Sí, señor: esa debe ser la gloria. Vivir jovencito en la memoria de la gente por los siglos de los siglos.

El amanecer se llenó con el aroma del café.

—Ninguna agua de olor puede compararse a este perfume —dijo Jacinto Caracolí.

—¿Con quién habla, abuelo? —preguntó Ramón.

—Con nadie. Siga durmiendo, hijo. Es muy temprano.

El niño no le hizo caso.

Corrió hacia el mar.

El sol estaba creciendo. Era visible la mitad de su brillante circunferencia. Se veía como si el mundo fuera la verdadera gallina de los huevos de oro en plena postura.

“Si las langostas se mudaron a otros rumbos del mar, voy a buscarlas hasta que las encuentre”, pensó Jacinto Caracolí.

El bote avanzaba veloz.

—Es un buen bote —dijo el viejo solitario, acariciando la madera como se acaricia la tabla del cuello de un caballo. Y añadió: —Está hecho con madera de mi apellido, con un tronco de caracolí. Y nosotros los Caracolí hemos sido siempre muy marineros.

Un cardumen de macarelas se desplazaba hacia el sur.

Las aguas del océano se cubrieron con un polvo de luz iridiscente.

Una golondrina de mar parecía asomada a la ventana de una nube gris.

Un carguero navegaba en el sinfín.

Ya casi no divisaba la costa cuando decidió virar a la caracola y probar suerte cerca de un islote que tenía forma de cabeza de pelícano.

Respiró hondo, preparando sus pulmones para la zambullida. Mientras descendía y le sacaba el quite a unos corales de fuego, pensó: “¿Por qué un viejo como yo está en menesteres tan duros? Sería más fácil buscar peces con anzuelos, o atarrayas”.

El paisaje submarino lo envolvió entre sus esplendores. Una familia de bonitos se movió veloz a estribor de su cuerpo. Como si volara sobre un bosque de todos los colores, el viejo buscó encarnizadamente las langostas.

Se metió entre un desfiladero rocoso y buceó hacia una hondonada de aguas claras. De pronto quedó paralizado por la sorpresa. Allí, en el fondo del mar, estaba un tren. En el costado de uno de los vagones alcanzó a ver un letrero que decía Ferrocarril del Nordeste.

Cuando salió a la superficie, con el aire quiso sorber el sol. Nadó hacia el bote, lo abordó con gran esfuerzo, se echó en el fondo de la embarcación, pensó en la maravillosa visión del tren, y lloró.

Dotado de una fuerza nueva se zambulló varias veces en su reconocimiento del tren sumergido.