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Libro recomendado por las librerías en diciembre de 2022 «Este libro es como una ouija que convoca voces del pasado y del futuro, no os la perdáis. Necesitamos imaginarnos a través de ella, pensar dónde y cómo queremos estar en treinta años». —Aixa de la Cruz Estamos en un futuro cercano. El turismo casi ha desaparecido, por todas partes hay refugiados climáticos, la realidad virtual ha invadido la vida cotidiana y todo el mundo deja atrás el cuerpo a la primera de cambio gracias a su avatar. Paula Pagaldai, una diseñadora que trabaja para el metaverso, se marcha a París en busca de inspiración para un proyecto sobre Mary Wollstonecraft. Tras los pasos de la vindicadora de los derechos de las mujeres, Paula experimentará la realidad de una manera cada vez más mezclada. ¿Dónde acaba lo virtual y empieza lo real? ¿Están la historia y el presente tan separados como nos hacen creer? ¿Por qué Mary Wollstonecraft se le mete en la cama? La nueva novela de la autora de Las madres no es, una vez más, original, inquietante y adictiva. Katixa Agirre reflexiona aquí, con ironía y destreza, sobre las realidades paralelas, la necesidad de evasión, el autoengaño y las aristas de la sexualidad.
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Título original: Berriz zentauro
© Katixa Agirre, 2022
Autora representada por The Ella Sher Literary Agency
© Elkar, 2022 (País Vasco, España)
© de esta edición, Editorial Tránsito, 2022
© de la traducción, Aixa de la Cruz, 2022
DISEÑO DE COLECCIÓN: © Donna Salama
DISEÑO DE CUBIERTA: © Donna Salama
FOTOGRAFÍA DE SOLAPA: © Donna Salama
IMPRESIÓN: KADMOS
Impreso en España – Printed in Spain
IBIC: FA
ISBN: 978-84-125122-6-7
DEPÓSITO LEGAL: M-23339-2022
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katixa agirre
traducido por Aixa de la Cruz
Para Lea y Joanes,y para todas las niñas y niños de hoy.
Pensando en su futuro.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Agradecimientos
OTROS TÍTULOS PUBLICADOS
VR: realidad virtual. Simulación total, a través de gafas y otros artilugios, que es capaz de sacar completamente al usuario de su realidad.
AR: realidad aumentada. Tecnología que permite añadir elementos virtuales sobre la realidad de manera digital, enriqueciendo la percepción.
XR: realidad extendida. Mezcla total de realidad virtual y física, en la cual los objetos físicos llegan a interactuar en el entorno virtual y viceversa.
Las cosas empiezan así. Sin transición. Ese gesto, el de ponerse las gafas, lo cambia todo. Estás aquí y de repente ahí. O al revés.
Por ejemplo.
Tu cuerpo en un prado verde, de pie.
No, no es tu cuerpo.
Digamos mejor que es tu conciencia.
Olvida que tienes cuerpo.
Mejor así.
Siente cómo se disuelve.
Sólo el prado, el prado aquí. Verde. Tan verde. Aún está mojado, ¿lo sientes? El rocío, ese escalofrío lánguido. No juzgues tus sensaciones. Etiquétalas. Etiquétalas y déjalas ir.
Mira a tu alrededor, a izquierda y derecha. Sin miedo. Los rayos del sol hacen que todo sea más verde, tantos verdes diferentes, es embriagador, ¿verdad? Corre algo de viento, muy fino. El cielo está azul, azul infinito. Toma aire, más allá empieza el bosque, suelta aire, allí.
Sin casi darte cuenta, te has movido. Con la mirada, eso es: te fijas en ese punto lejano y ya. No tú, tú no te has movido (recuerda que no tienes cuerpo), pero sí tu conciencia. Los pájaros cantan. Pío. Sólo para ti. Esa tú que no eres tú, pero en fin. Uno de ellos se cruza en tu camino, doblas el cuello para seguir su vuelo, antes de que se pierda para siempre llegas a verle la cola brillante, mueve las alas lentamente, parece un dragón pequeñito. Miras hacia la lejanía otra vez. Avanzas de golpe. Ya estás en medio del bosque. Troncos rígidos, ondulados, troncos. Ciempiés gigantes de color rosa abrazan los árboles, perfecta coordinación de todos sus miembros.
Una libélula ahora, que cambia de color según va pasando por delante de tus ojos. Toma aire, disfruta de todo el oxígeno nuevo que te ofrece este bosque, suelta aire, oxígeno limpio, todo para ti. Toma aire, llénate de esta paz, esta paz tan verde y tan salvaje, más lejos, aún más lejos, suelta aire, verás el mar, el aire se llenará de sal y yodo, las olas rugirán, toma aire, suelta aire, todo para ti.
Pero Paula no tiene paciencia para cruzar también ese bosque, para que la arena cálida le bese por fin los pies, para esperar a que su respiración y la respiración del mar acaben por sincronizarse. No tiene paciencia. Ya está. Se quita las OFtal, de manera brusca, y se desvanecen entonces el prado, el bosque, el mar, desaparecen los pájaros imposibles y los ciempiés rosas y gigantes. Explota la burbuja. Plop. Cuatro paredes de una habitación. C’est tout. Las cosas acaban así. Sin transición. Ese gesto. Estás ahí y de repente aquí, en este cuarto de hotel.
O al revés.
Y aquí, o puede que allí, son las dos de la mañana y a Paula no le queda más remedio que aceptar que ha recorrido el módulo NIX de arriba abajo y nada, de arriba abajo y fracaso, de arriba abajo y frustración. Tiene éxito el módulo NIX, mucha gente asegura que se han acabado los problemas de insomnio gracias a él. Promete mucho, eso es cierto: música tibetana, sonidos relajantes de naturaleza amable, sesiones ASMR, música en frecuencia de 432 Hz, un concierto entero de canto gregoriano en un monasterio de piedra, una voz incansable que contará ovejitas sólo para ti, varias sesiones de meditación guiada (kundalini, vipassana y transcendental), y esto, la última esperanza blanca, el abrazo de la jungla, la experiencia forestWellness. Que nadie pueda decir que su insomnio no tiene solución. No hay más que mirar el menú desplegable del módulo NIX.
Pero hoy no, hoy algo falla. Paula sigue despierta. ¿Qué puede ser? Es la falta de neopreno, claro. Ni siquiera tiene aquí los guantes.
Ahora se arrepiente de no haberlos traído.
Tenía que llegar este momento. Estaba orgullosa de su decisión, un tanto radical, casi épica, que sin embargo había tomado de manera natural. ¿Dependencia? Ninguna, si no, no habría resultado tan fácil dejar el traje en el armario de su dormitorio. Ahora ya no estaba tan segura. Es difícil, tan difícil, sentirse orgullosa de una misma a las dos de la mañana, respirando a duras penas en el pozo del insomnio.
Suspira y observa entonces su cuerpo. Ahí sigue, enterito. El neopreno, en cambio, se ha quedado en casa. Y aquí el cuerpo. Un cuerpo pelado, despojado. Y, en fin, habrá que apañarse con esto. Pero, sinceramente, qué es este cuerpo: una palmera, un baobab, un platanero en pleno otoño. Cualquier árbol, en realidad, cualquier árbol repleto de insomnio. Un árbol que ha pasado el día absorbiendo un humo invisible —en la estación, en el tren, en el taxi autónomo—, y que ahora, concluida la fotosíntesis, explota y expulsa por todos sus poros lo absorbido, convertido ya en materia orgánica.
Esta insistente incapacidad para conciliar el sueño es la materia orgánica, el nuevo humo invisible, el veneno que invade la habitación. Una materia orgánica que no encuentra escapatoria en este hotel. Las ventanas no se pueden abrir; es este un edificio inteligente y, como tal, sabe mejor que nadie que los insomnes no deben abrir las ventanas, sacar la cabeza, llegar a fantasear siquiera con la posibilidad de una huida.
Las dos y diez. A la mierda todo. Paula se imagina entonces enfundándose el neopreno y entrando en las salas rojas de Delphi. No se salta ningún gesto, los repasa todos. La imaginación es un placebo. Se abren las puertas. Y allá que va.
Desaparece el tiempo en ese espacio sin zonas horarias. Incluso decir espacio es decir demasiado. Es la hora que quieras allí, en ese no-espacio, en esa burbuja, en esa nube acolchada. Es la hora que tú quieras si estás sola, o la hora que acuerdes con quienes te acompañen. Horario democrático y asambleario. Y no sólo eso. Allí el tiempo avanza a la velocidad que tú desees. Vertiginoso. Lento. ¿Y quién dice que siempre tenga que avanzar? También puede detenerse por completo. Habrá que devolver todo ese tiempo robado en algún momento, no está de más recordarlo. Aunque eso ocurrirá después, mucho después: dentro del neopreno no hay sino presente, presente ligero, presente límpido y neutral.
Si tuviera los guantes puestos, escogería ahora, con gestos cotidianos, su avatar. Un avatar es un permiso para dejar atrás el cuerpo.
Qué importante es escoger bien el avatar, diseñarlo con gusto y ganas, no reparar demasiado en gastos a la hora de actualizarlo. Al principio Paula tenía muchos, cerca de una docena, versiones baratas para un juego sin fundamento, pelo rubio, bigote negro, piel marrón, sombreros y gafas de sol. Aquello era el juego del quién es quién, un picoteo de aquí y de allá. Llegó a encargar avatares de su yo anciana y su yo niña, dos curiosidades que al final no le dieron ningún juego. Ha ido afinando sus opciones hasta quedarse sólo con dos. El primer avatar, realizado a partir de un escáner de su cara, la retrata fielmente y, además, está programado para envejecer al mismo ritmo que lo hace ella, despacio y con sutileza, a traición. Si se encuentra con conocidos, estos pueden identificarla fácilmente, sin mirar el nombre de usuario. Todos los asuntos laborales los realiza con este avatar, también los encuentros con amigos, los eventos a medio camino entre el ocio y el negocio. Con el segundo avatar, nadie podría reconocerla. Se trata de un rostro generado por una inteligencia artificial, un encargo algo caro pero que mereció la pena. Este otro avatar no está programado para envejecer. Siempre treintaicinco, la edad que Paula considera óptima. Es alto, musculoso, con una tupida barba de color castaño, y viste siempre unos pantalones estrechos que le marcan la entrepierna. De constitución escandinava y rizos mediterráneos. Lo mima y le compra nuevos accesorios cada poco: camisas de marca, bigotes más finos. Está satisfecha con la última voz adquirida —también única y exclusiva—, su elección después de probar otro par de tonos y colores: oscura pero dulce, un chorro de miel espesa. Allí lo conocen como Viktor, en ese no-lugar, en esa burbuja, esa nube esponjosa.
Y ese es su secreto. Bien guardado en la burbuja. Allí, Viktor. Plop.
Si tuviera el neopreno a mano sin duda escogería ese segundo avatar para hacer frente al insomnio. Es la contundencia de la masculinidad lo que necesita en este preciso momento, esa manera concreta e inapelable de pisar el mundo. Y eso, ay, no puede dárselo el maldito módulo NIX. Necesita medidas más enérgicas.
Viktor, ven aquí, por favor.
Pero Viktor no viene. Se toca la cara y siente la piel suave, la mandíbula fina, el cuello delgado. Y entre las piernas, ese vacío.
Esto es todo lo que le queda entonces.
Y, en fin, habrá que apañarse con esto.
Se acaricia ese vacío entre las piernas, no más de diez segundos, quince como mucho, por encima del pijama, con los ojos cerrados, a desgana pero concentrada. No puede pensar en nada y nada ocurre. Un atasco. Un cortocircuito. Un fusible fundido. Una señal de que algo no va como debiera. Pero si tuviera enfundado el neopreno…
Suficiente. Debería dejar de pensar en el neopreno, no le está ayudando en nada. Los minutos siguen avanzando, malditos, y ella sigue despierta. Como ejercicio compensatorio, decide quitarse el pijama. Pide al asistente de la habitación que suba dos grados la temperatura. Se desnuda despacio, como si no fuera una obligación. Y ahora, desnuda frente al espejo, se queda mirando ese cuerpo-palmera, casi desesperada.
¿Desesperada? ¡No puede ser! Un último esfuerzo, ¡vamos! Se endereza, estira el cuello y simula esa mirada desafiante que sólo ha practicado en su vida con tres o cuatro personas. Entonces aún emerge un halo apetecible que la rodea y la anima. Ahí sigue. Ese relámpago. Ese relámpago minúsculo. Si deja caer los hombros, retrae el cuello y la columna vertebral se hunde, entonces todo acaba: el vientre luce ahora como un acordeón sin aire y sin música, los pliegues se acumulan uno encima del otro. Reaparecen las ojeras, las arrugas de la frente, las cicatrices que dejaron las criaturas al abrirse paso, todas esas bolsas repletas de aire cansado. La imagen que le devuelve el espejo es la de una tarta de muchos pisos que, tras un fugaz momento de esplendor, se ha desmoronado sin remedio. Plop.
Ahora ya no es una palmera, ni un baobab. ¿Un plátano en pleno otoño? Ni siquiera. Una coliflor recién salida de la olla exprés, en el mejor de los casos.
Etiqueta tus sensaciones: piel seca, carne marchita, mansedumbre y decadencia. Etiquétalas y déjalas ir.
Lejos, que se vayan lejos.
No juzgues tus sensaciones: de acuerdo, ¿y eso cómo se hace? No sabes explicarlo, ¿verdad? Entonces apaga la luz, asistente inteligente, asqueroso, maldito asistente de pacotilla, vamos a ver si dormimos de una vez porque si no me va a explotar la cabeza.
Todavía desnuda —otra costumbre de hotel, igual que ese insomnio militar—, se mete de nuevo en la cama, que ya se ha quedado fría, y extraña entonces otro cuerpo, un cuerpo caliente, que caliente el suyo.
Y entonces, con esa simplicidad y asombro con los que se cumplen los deseos, con esa falta total de temor, siente una presencia junto a su cuerpo. Que cómo es posible, no lo sabe, pero ahí está. Todo empieza por las orejas: una bocanada fina de aire caliente. Cierta tibieza discreta luego, que le acaricia toda la piel, desde los pies hasta la cabeza y vuelta. Finalmente, un pequeño temblor sísmico en el colchón: 0,01 en la escala de Richter. Sin saber a ciencia cierta si tiene los ojos abiertos, la ve. Es ella, Mary Wollstonecraft. Dama de la Ilustración, vindicadora de los derechos de las mujeres, portavoz del amor libre. Acaba de atravesar unos cuantos siglos para estar aquí ahora. Se agradece el detalle. Están cara a cara, la tiene tan cerca, es imposible dudar: es ella. Viste una robe a l’anglais gris, un turbante negro, discreto. Piel blanca, mejillas sonrosadas, labios carnosos, mirada estricta. Paula ha observado tanto su retrato en estos últimos tiempos que la visión le resulta del todo familiar. Es su último retrato el que más fijamente se le ha quedado en la memoria, obra de John Opie, realizado cuando Wollstonecraft estaba embarazada por segunda vez: tan llena de vida y tan cerca de la muerte. Ay, Mary…
La tiene tan cerca ahora, tumbada de costado, con un codo bien clavado en el colchón y una mano sujetando firme la cabeza, que se le ocurre que puede tocarla. Pero se detiene y recuerda que no tiene puesto el neopreno, que esto es otra cosa. Pero qué. No importa: tan cerca, tan contemporánea, tan rotunda y tan real que llega a verle las venitas bajo los ojos, los puntos negros de la nariz. El cuerpo de Mary Wollstonecraft es una orquídea.
—Bueno, Paula, pues aquí me tienes.
Le mira y le sonríe antes de volver a hablar.
—But, of course, if you’d rather speak in English…
Etiqueta tus pensamientos: alucinación, delirio, locura, imaginación trastornada, efectos colaterales del insomnio persistente. Etiquétalos y déjalos ir.
Pero que no se vayan muy lejos.
—Je parle plutôt bien français, vous savez…
Recuerda, no juzgues tus sensaciones. Saluda, por lo tanto, a tu invitada. Don’t be rude. Pero la garganta de Paula no parece ser capaz de emitir sonido alguno. ¿Qué podría decirle? Qué tal, cómo vamos. Cualquier cosa sonaría ridícula. Prefiere mirar en silencio a la criatura. Aprehender todos los detalles. Recordarlo todo. Esto no puede durar mucho más. ¿O sí?
—¿Qué opinión te merece París, Paula? En mis tiempos, París era la capital del mundo. Todo ocurría aquí, todo ocurrió aquí, y yo lo vi. El Sena congelado, las plazas ensangrentadas. ¿Cuántos años tienes, Paula? No hace falta que me lo digas, seguro que tienes ya una edad a la que yo nunca llegué. No es que lo aparentes, en absoluto, ya sé cómo son las cosas en estos tiempos, he oído la palabra pilates, algo me suena de esa técnica puntera que llamáis antiage editing, por no mencionar la lavadora, ¡gran invento! Le das a un botón y magia. Por eso sé que ya has debido de superar esa última edad mía. No te entristezcas por mí, Paula, disfruta tu suerte, tu tiempo.
Entonces lo sabe, piensa Paula, aliviada. Mucho mejor, así no me pondrá en una situación incómoda.
—Claro que lo sé, treinta y ocho años. ¿Joven? En mis tiempos nadie habría dicho tal cosa. Se apenaron mucho, eso sí, porque tuve que dejar a una recién nacida en manos de un viudo, a una recién nacida y a mi pequeña de tres años, mi querida Fanny, mi pobre bastarda. Treinta y ocho años. Conozco también los detalles. Esos once días de agonía. La trampa de la placenta hemocorial y la falta de costumbre de lavarse las manos de los médicos de mi época. No es necesario que sufras, Paula, mantuve la esperanza hasta el final, entre las sombras. Ya sabes a lo que me refiero, ¿verdad? Las sombras hoy en día son diferentes, eso ya lo sé. Hoy en día el gel hidroalcohólico no falta en vuestros hospitales. Tranquila, cariño, no hace falta que hablemos de eso si no quieres. A muy poca gente le gusta hablar de la muerte. Cada vez a menos gente.
Le ha llamado cariño, qué tierno ha sido eso. Quizá debería corresponderle con alguna cortesía similar. Pero no se atreve. En lugar de eso, piensa: sólo en París se visitan las tumbas de muertos ilustres. Nadie va hasta Bournemouth para ver una sepultura, así que esta dama ha tenido que venir desde Bournemouth. Seguro que Mary está tranquila allí, junto al mar. Ese es un pensamiento que tranquiliza a Paula de manera súbita. Ese mármol oscuro con la inscripción Wollstonecraft-Shelley bajo la lluvia de Bournemouth, tan cercano el murmullo del mar. Cuánta humedad y cuánta paz.
Paula ha tenido que dictarle una nota al asistente, un detalle al que puede sacarle partido: no había tenido en cuenta hasta entonces que Wollstonecraft hablaba francés, pero aquel era sin duda un buen contenido que añadir al módulo. Niko tiene razón, no puede dejar de trabajar ni un segundo.
Después se ha dado media vuelta, ha acariciado los bordes de su cuerpo-palmera, sólo por asegurarse de que sigue ahí, ha cerrado los ojos y ha sentido cómo Mary Wollstonecraft volvía tranquilamente a su tumba en la costa inglesa. El mundo se disuelve como un azucarillo y cae lentamente en un sueño dulce, dulce, dulce. Ya no sabe qué hora es en esa habitación de hotel en París.
Había tres hoteles en esta calle, en la Rue Meslay, en el momento álgido del turismo físico. No es una época tan lejana, Paula aún es capaz de recordarla. Aeropuertos, cambios de huso horario, contrastes repentinos entre climas diversos. Cuando se casó con Kai, por ejemplo —aunque parezca que ha pasado una eternidad, en realidad son trece años justos—, aún pudieron tomar un avión y pasar diez días en una isla griega. Fue un viaje caro, un lujo, pero no uno inalcanzable.
Entonces había tres hoteles en esta calle discreta muy cerca de la plaza de la República, en esta Rue Meslay. Un único hotel ahora: Hôtel du Plat d’Etain. Y así es en toda la ciudad, el número de hoteles se ha reducido en la misma proporción en todas partes. Pero no por eso han bajado los precios, en absoluto. La reducción de la oferta y la avidez por el lujo de los escasos demandantes —los únicos huéspedes son ahora los turistas asiáticos más ricos, capaces de pagar los kilómetros extra, y los hombres y mujeres de negocios dispuestos a pagar la tasa medioambiental— han subido las tarifas hasta límites absurdos. Este mismo hotel, un hotelito de tres estrellas sin aires de grandeza hace no tanto, está ahora al alcance de muy pocos, y para que esa exclusividad quede patente, pero evitando al mismo tiempo cualquier inversión seria sin garantías de retorno en un tiempo volátil, se ve plagado de detalles ampulosos, como ese holograma que te saluda en la entrada, te llama a un taxi autónomo o te da indicaciones. Un holograma que, con el aspecto de un botones de uno de esos hoteles míticos de la Costa Azul, no hace sino dejar en evidencia lo absurdo de su presencia e incluso de su oficio. El resultado, según Paula —y algo sabe ella de estas cosas—, les ha quedado bastante deprimente. Cuando anoche ese ser de luz vestido de rojo, de no más de veinte años, diseñado hasta el último pelillo de su bigote incipiente, la saludó con amabilidad, ella simplemente lo ignoró y cruzó las puertas del hotel cargada de vergüenza ajena.
Por suerte, en la recepción la esperaba una persona de verdad y, con toda la dignidad que pudo, Paula le explicó que prefería estar en uno de los pisos bajos, a ser posible en el primer piso. No le explicó que prefería no usar el ascensor, ni por qué, aunque a menudo sentía la tentación de humillarse frente a los desconocidos. La mujer tras el mostrador le tendió la tarjeta de la habitación 105 sin hacer preguntas. Merci beaucoup.
Un sentimiento de plenitud se infló en el pecho de Paula en ese instante, mientras tiraba de su maleta queriendo alcanzar el primer piso. Qué importante era alojarse en esta calle, la Rue Meslay, y por fin estaba aquí. Había llegado a su destino. Al primero de ellos, en cualquier caso. Era importante alojarse en la Rue Meslay, y qué alegría, qué buenos presentimientos cuando descubrió que quedaba un hotel en esta calle. Aquí, aquí tiene que ser, le dijo al asistente, y dicho y hecho.
Meslay, o Meslée, como se escribía entonces: la primera residencia de Mary Wollstonecraft cuando llegó a París, en medio de la Revolución; su cuartel de invierno, su atalaya, su habitación propia, su cueva y su refugio. Y cómo sería viajar desde Londres a París en aquella época: los peligrosos caminos ingleses, la travesía marítima con todas sus olas, el viaje de tres días en carro desde Calais hasta la capital, los retrasos sin razón aparente, los intentos de los estafadores, cuchicheos, aullidos e inquina, los agujeros en las carreteras y las noches, esas noches definitivas sin luz eléctrica. Y todo ello, todo, sufrido desde un cuerpo de mujer. Pero llegó, y lo hizo sola. Cruzó las murallas de París y se estableció aquí, en esta calle. Rue Meslée. Aquí. Cerca, tan cerca de la torre del Temple, que quizá llegara a escuchar los suspiros desdichados de Luis XVI y María Antonieta. Ahora ya no hay torre del Temple, no hay murallas, no hay Luis XVI ni María Antonieta. Por no haber, no hay ni Rue Meslée, ya que ahora la llaman Meslay, pero en fin, close enough.
Qué importante era estar aquí, aunque ya no haya nada de lo de entonces. Porque lo habrá, claro que sí, en eso radica el objetivo de este viaje. Habrá barullo, habrá torres y prisiones, pasquines y oradores excitados gritando desde tabernáculos improvisados; habrá carros, caballos, excrementos de caballos, cafés elegantes y el caos de los mercados, prostitutas y pescaderas, verduras pisoteadas, miradas lascivas, barro. Y estará ella, Mary Wollstonecraft, dama de la Ilustración y viajera aguerrida, la que anoche se le apareció para librarla del insomnio, cálida, dulce y contemporánea.
Ese es el trabajo de Paula: reconstruir lo que falta. En el interior del vacío, crear algo palpable. La nueva fábrica de sueños no está en Hollywood, sino en las empresas que producen realidad virtual.
Pero antes de producir, antes de crear, Paula debe darle forma al sueño en su cabeza. Su trabajo requiere de la participación de programadores, arquitectos, diseñadores, artistas y un sinnúmero de expertos. Sin embargo, antes de los presupuestos, los bocetos, las subvenciones, los códigos interminables, los prototipos, la optimización, los tests de calibración, el plan de marketing y la coordinación de todo ello, antes de poner en marcha a ese ejército imparable, todo está dentro de ella. Ella da la señal: ahora. Ella dice: así.
No es sólo eso. Paula no es tan arrogante. Sabe que no todo está en su mano, que, incluso impartiendo las instrucciones correctas, las cosas se pueden ir al traste. Porque una vez llevada a cabo la coreografía —presupuesto, boceto, prototipo—, todavía falta lo más difícil. El último salto. El pasito que puede mandar todo ese trabajo a la basura o al cielo. Y es que también se pide el alma y el cuerpo de los usuarios. El usuario, el cliente, el consumidor. Sin él, imposible. En algún sitio debe resonar esa música marcial. En verdad, es mucho lo que se les pide a esos usuarios, clientes y consumidores. Esto: la sumisión voluntaria de todos sus sentidos. Deje su percepción en nuestras manos. Olvide lo que está viendo, nosotros le diremos qué está viendo. Así funciona la magia. Sin transiciones. Estás aquí y de repente allí. Las gafas, los guantes, el neopreno.
Nos vamos.
¿Quieres venir con nosotros?
La nueva fábrica de sueños no está en Hollywood, sino en la conciencia entregada de quien se atreve a adentrarse en Delphi. Ahí están las pantallas blancas del sueño: en el interior de cada cual. Paula se lo imagina y todos esos usuarios, clientes y consumidores se unen a la fiesta. Es hermoso, es difícil, maravilloso y terrorífico. Paula tiene un poder, y también siente el peso de la responsabilidad. Tiene que hacer las cosas bien. Se han acabado los puntos medios, las chapuzas. Ahora es la creadora de un mundo nuevo.