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Benito Pérez Galdòs

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Beschreibung

"De Vuelta de Italia" es una novela de Benito Pérez Galdós que se sitúa en la intersección del realismo y la crítica social, características distintivas de la época. A través de la travesía del protagonista, Galdós explora temas como la identidad y el desencanto, representando la sociedad española de finales del siglo XIX. La prosa del autor es rica en matices y detalles, creando un ambiente vívido que refleja las complejidades de la experiencia humana. La obra, además, se enmarca en un contexto literario donde la literatura se convierte en un espejo de los cambios sociales y políticos que atraviesa España, marcando un hito en la narrativa contemporánea. Benito Pérez Galdós, uno de los autores más influyentes de la literatura española, fue contemporáneo de las transformaciones sociales y políticas de su época. Nacido en Las Palmas en 1843, su pasión por la literatura lo llevó a estudiar en Madrid, donde se familiarizó con el naturalismo y el realismo. Galdós, quien también se involucró en la política, empleó su obra para criticar la injusticia social y las hipocresías de su tiempo, convirtiéndose en una voz clave de la narrativa española. Recomiendo encarecidamente "De Vuelta de Italia" a todos aquellos interesados en sumergirse en una obra que no solo entretiene, sino que también invita a la reflexión sobre la condición humana y la sociedad de su época. Su estilo evocador y su profundo análisis social hacen de esta novela un clásico que resuena con la actualidad, demostrando la relevancia perdurable de Galdós en la literatura.

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Benito Pérez Galdós

De Vuelta de Italia

Publicado por Good Press, 2023
EAN 08596547818281

Índice

I. La Nación italiana
II. Roma
III. Verona
IV. Venecia
V. Florencia
VI. Padua. Bolonia
VII. Nápoles
VIII. Pompeya

I. La Nación italiana

Índice

Santander, Octubre 30 de 1888.

Hace quince días próximamente me encontraba en Roma presenciando los preparativos de las fiestas con que la capital intangible y sagrada de la moderna Italia ha celebrado la visita del Emperador de Alemania Guillermo II. Puedo dar fe, aunque no vi la entrada del Emperador en Roma, del sincero entusiasmo con que los italianos se disponían a recibir al aliado de Humberto. La opinión en todo el reino y principalmente en su grandiosa capital, era tan unánime, que no hay posibilidad de tergiversarla. Los que dirigen la política italiana han tenido el acierto de hacer popular la triple alianza. El partido antigermánico o no existe o está reducido a exiguas proporciones. Consideran los italianos la triple alianza como garantía firmísima de su recién conquistada unidad, y ven en la visita del soberano más poderoso de Europa como una solemne consagración de aquel mismo principio.

Quien no conozca a Roma no puede formarse idea del magnífico escenario que aquella ciudad ofrece para toda clase de fiestas. Ninguna capital de Europa contiene tantos y tan hermosos monumentos. Aparte de los recuerdos que embellecen e idealizan todos los sitios, predisponiendo en la mente a engrandecer cuanto ven los ojos, Roma es la decoración más admirable que puede concebirse. Sus doscientas iglesias, sus innumerables palacios, sus imponentes ruinas ofrecen un fondo sin igual para dar lucimiento a las multitudes. Cualquier solemnidad religiosa o cívica tiene allí un brillo extraordinario.

La arquitectura grandiosa da a la ciudad el carácter de imperial residencia, y no es necesario engalanarla para que los huéspedes regios aparezcan allí como en su morada propia.

El sentimiento de la unidad es tan vivo en Italia que absorbe enteramente la vida política del país. Todo se subordina a la unidad, conquistada no hace mucho, y el temor de perderla acalla las pasiones y quita al poder público multitud de estorbos. En los países donde la unidad está asegurada, como en España, donde nadie piensa en ella, el poder público vive azarosamente en constante peligro. La ambición y el orgullo toman mil formas y sostienen constante guerra civil sin armas. En Italia existiría la misma agitación que entre nosotros, si la idea de la unidad no lo impidiera. Diríase que aquel noble país no ha vuelto aún del asombro que le produce el verse constituido en nación de primer orden, y que teme despertar de este sueño glorioso y encontrarse de nuevo dividido y despedazado, formando estados insignificantes.

En la vida de las naciones dos o tres lustros no significan nada. Parece que fué ayer cuando Cavour soñaba la unidad en el débil estado de Cerdeña, cuando Roma defendida por las bayonetas francesas era la ciudad papal, Venecia y Milán pertenecían al Austria, y Toscana, Nápoles, Parma y Módena formaban estados sometidos a distintas ramas de la familia de Borbón.

El poder de una idea lo transformó todo en unos cuantos años. El hecho material se realizó en poco tiempo; pero la idea venía incubándose en la mente italiana desde hace siglos. En todos los poetas de aquel suelo ha sido la unidad una verdadera manía. Desde Dante hasta Leopardi, todos han encontrado en esa lira acentos dignos de Isaías para lamentar el mal inmenso de la desmembracion italiana. El privilegiado suelo de la península ha sido al través de los siglos campo de batalla de las ambiciones de los poderosos de la tierra.

Las interminables rivalidades del Imperio y la Iglesia en la Edad Media, las contiendas entre las Repúblicas, las guerras de Francisco I y Carlos V, toda esa serie de epopeyas, que constituye lo más interesante y dramático, de la historia, parece haber existido exclusivamente para ensangrentar y desgarrar el suelo de Italia. Cuando se visita hoy la nación formada como por milagro bajo el cetro de la casa de Saboya, no se pueden apartar de la mente las doloridas estrofas de la célebre oda de Leopardi. El gran poeta, abrumado por sus males físicos, el alma entristecida por el pesimismo, llora los males de Italia, se lamenta amargamente de su insignificancia militar y política, de su esclavitud, y ni siquiera vislumbra que tal situación puede hallar remedio.

Leopardi llora y no profetiza; no ve la redención; parece creer que la miseria y la abyección de un país han de ser interminables. Y sin embargo, la redención se aproxima en los días en que el eximio poeta lanzaba con tanta amargura sus ayes elocuentes. Aun no había pasado medio siglo cuando apareció la Italia una con su cabeza en Florencia primero, después en Roma, la ciudad más ilustre y gloriosa del mundo. Si Leopardi resucitara y viera el estado de grandeza a que ha llegado la “formosíssima donna”, creería padecer una aberración del pensamiento o ser víctima del delirio enfermizo que le atormentó en lo mejor de su vida. Causa en verdad maravilla ver como se ha formado en tan poco tiempo esa nación fuerte y rica. La unidad política no es más que el resultado de la unidad de pensamiento en toda la familia italiana, y de este bien inmenso se deriva la firmeza de las instituciones y la regularidad de los diversos organismos del Estado.

Porque Italia ha demostrado su extraordinaria vitalidad no solo en el establecimiento del principio de la unidad política, sino en la manera de desenvolverla y hacerla práctica. Italia ha sabido crear una administración idónea, una hacienda próspera. Con estos medios y el gran elemento del patriotismo que alienta en todas las clases sociales, ha creado un ejército poderoso y una marina que puede compararse a las más formidables del mundo.

Los que hace veinte o más años visitaban la península sin otro móvil que admirar el Arte que ilustra sus gloriosas ciudades, y vuelven hoy anhelando renovar las dulces impresiones y refrescar el recuerdo poético de las edades pasadas, encuentran una transformación completa en el pais que tales riquezas atesora. Como depositaría de tantos tesoros artísticos, Italia no ha perdido nada; al contrario, ha ganado mucho en el método de conservación de aquellas preciosidades y en las facilidades que ofrece para que el mundo las admire.

La red de ferrocarriles es hoy tan completa que puede visitarse cómodamente toda Italia en breve tiempo. Los billetes circulares abaratan el viaje hasta lo increíble. Solo falta que el servicio se perfeccione hasta equipararlo al de Francia. Hoy las empresas hacen un servicio aceptable dentro de las condiciones premiosas de la vía única; pero la afluencia de viajeros en todas las estaciones del año exige mayor rapidez y comodidad, para lo cual urge el establecimiento de la doble vía, reclamada también por razones de un orden político y militar. Ultimamente se ha demostrado que si Italia tuviera que movilizar su ejército en pocos días, no podría hacerlo por insuficiencia de sus medios ferroviarios. Le faltan vías dobles y carece de material suficiente. Pero aún sin contar con las exigencias de una guerra, el movimiento ordinario de viageros reclama una completa reforma en los ferrocarriles italianos.

Los españoles nos encontramos en Italia como en nuestra propia casa. No sé que hay allí de común, la raza sin duda, la lengua, las costumbres. La semejanza entre ambos idiomas es tal, que más fácilmente se hace entender un español en Italia que en Portugal. Aprendemos el italiano sin gran esfuerzo y nos asimilamos las inflexiones y el acento de la lengua del Dante casi sin darnos cuenta de ello. Al propio tiempo hallamos paridad tan grande entre las ciudades del Mediodía de Italia y las nuestras, que a ratos la ilusión es completa. Las casas parecen las mismas, el campo y los árboles idénticos, la gente idéntica también en el vestir, y más aún en la viveza de la imaginación y en la rapidez un tanto alborotada del lenguaje. Recorriendo las calles de Nápoles, hay momentos en que cree uno encontrarse en Cádiz, en Málaga o en Valencia. La alegría de la calle de Toledo es tal, y anda por ella el pueblo tan regocijado y bullicioso que se creería que al extremo de aquella larga vía hay una plaza de toros, y que la corrida va a empezar.

Fuera de esto hay mil cosas que aumentan la semejanza. Si los italianos no tuvieran la gran idea de la unidad que les vigoriza y les infunde un concepto elevado de la vida política, se parecerían extraordinariamente a los españoles en la quietud devorante, y si nosotros tuviéramos que sostener la unidad recién conquistada y no exenta de peligros, seríamos quizás tan formales como ellos y tendríamos un patriotismo tan absorbente como el suyo.

La principal atracción de Italia consiste en las riquezas artísticas que guarda. Lo poco que de Grecia nos queda, allí está; la arquitectura civil de Roma tiene allí sus modelos más admirables, y por fin las artes florentinas y venecianas de la Edad Media y del Renacimiento enriquecen aquel suelo privilegiado. Lo que más asombra en Italia es que el arte existe allí como en su terreno natural. Se le ve y se le respira por todas partes desde Génova hasta Nápoles, y aunque no existieran en Florencia y Roma los maravillosos museos de “Gli ufizii”, Pitti, el Capitolio y el Vaticano, no sería menos interesante la visita a Italia. En todas partes hay museos; pero estos tienen siempre un carácter de coleccionismo que no satisface el alma del artista. Este goza más viendo en las calles de Florencia, en sus iglesias y palacios de qué manera tan viva sentían la belleza los antiguos habitantes de las Floridas del Arno. Roma no proporciona en grado tan alto las emociones de un medio artístico completo. Es ciudad donde lo grandioso abunda más que lo bello, y donde la esplendidez papal, con ofrecer tantas magnificencias, no llega a igualar la sencillez ingénua y la gracia inefable del arte florentino.

La ciudad de los Médicis, sin tener la opulencia abrumadora de la capital del catolicismo, es el foco de toda la cultura artística y científica en el Renacimiento. Toda ella revela aun el hermoso papel que desempeñó en siglos pasados, y los nombres de Dante Alighieri, Donatello, Miguel Angel, Galileo y Maquiavelo bastan a ilustrar su nombre. Es Florencia una ciudad que en su recinto modesto encierra memorias y nombres superiores a los de las más orgullosas capitales, y tiene un sello de señorío, un no se qué de aristocrático que la distingue de todas las poblaciones del orbe y de sus hermanas de Italia.