Desconfianza - Meredith Webber - E-Book
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Desconfianza E-Book

Meredith Webber

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Beschreibung

Divorciarse de Jenessa había sido la única opción de Angus McLeod cuando él no había podido darle el bebé que tanto quería. Pero no había dejado de amarla. Cuando lo hirieron en África, su única obsesión fue volver a su hogar, en Australia, y con su mujer, Jenessa, para cortejarla y conquistarla nuevamente. Descubrir que Jen estaba embarazada había sido un shock. Pero a medida que pasaba el tiempo, Angus se convenció de que ella lo seguía amando, y de que el bebé que ella llevaba en su vientre sería suyo, aunque él no fuera su padre biológico. Pero, ¿podría convencerla a ella de todo aquello?

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Meredith Webber

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Desconfianza, n.º 1109 - abril 2020

Título original: A Hugs-And-Kisses Family

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-092-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

ENTONCES, ¿cuáles son tus planes para cuando regreses a Australia? –preguntó Alain.

Angus se quedó mirando a su amigo mientras pensaba en la pregunta. No sabía si contestar la verdad.

Alain Corot había sido su cable a tierra durante las siete semanas que había estado en el hospital, y su anfitrión durante los siguientes quince días de convalecencia, antes de que los médicos lo considerasen suficientemente curado como para volver a su casa.

En aquel momento, mientras estaban sentados en el salón del aeropuerto Charles De Gaulle, esperando el embarque del vuelo de Angus a su casa, sintió que la amistad era algo efímero; que difícilmente traspasaba el umbral de las mutuas postales de navidad.

¡Lo que podría convertir a Alain en el confidente perfecto! Alguien con quien Angus podría expresar sus pensamientos en voz alta y ver su confirmación, algo que ayudaría a su propia seguridad.

–Voy a cortejar y conquistar nuevamente a mi ex esposa –contestó, con la esperanza de que su voz sonara más segura de lo que en verdad la sentía para sus adentros–. Tengo intención de sitiarla, de probarle mi amor, y lo más importante: volver a intentar la fertilización in vitro hasta que ella pueda concebir el niño que tan fervientemente desea.

¡Lo había dicho por fin! Había expresado la síntesis de todos los pensamientos que le habían rondado la cabeza desde su repatriación a Francia, o desde que se había dado cuenta de dónde estaba y había sido capaz de ir formando ideas y frases en su cabeza.

–¿Es guapa, tu ex esposa?

Angus se sonrió con picardía. Conocía a Alain para saber que su análisis de los encantos femeninos era una fachada para ocultar su timidez. Siempre lo había visto mirar a las chicas, pero jamás tocarlas.

–Muy guapa. Como la Madonna que vimos en aquel cuadro de Murillo en el Louvre.

–¿La virgen y el niño? Creo recordar que te quedaste mirándolo mucho tiempo. ¿Es por ello por lo que quieres dejarla embarazada? ¿Porque te gustó el cuadro?

–El cuadro me gustó, pero como obra de arte, no como para querer tener un niño –explicó Angus–. Jenessa, mi esposa, deseaba desesperadamente tener un hijo. Al principio no, cuando estábamos estudiando. Pero después de cinco años de matrimonio decidimos dejar de tomar precauciones. Es decir, decidimos que ella dejara de tomar la píldora, que fue el único método contraceptivo que usamos.

–¿Y estuvisteis contentos con la decisión? ¿Fue una decisión conjunta? –Alain parecía sinceramente interesado en la conversación.

–Sí, muy contentos –dijo Angus, un poco molesto por mentir. Luego pensó que si quería empezar de nuevo con Jenessa, tendría que empezar por decir la verdad.

–Yo estaba un poco ambivalente –admitió al fin–. Siempre he sido un poco solitario, desde que mis padres se divorciaron y yo me fui a vivir con mi padre. El niño se quedó con el padre y la niña con la madre. Cuando conocí a Jenessa fue como encontrar un alma gemela. En realidad creo que lo que me pasó fue que tuve miedo de que un niño afectase a nuestra intimidad y nuestra compenetración.

–Como hijo de divorciados, debes de haberte sentido responsable, en parte, del fracaso del matrimonio de sus padres. Suele suceder, dicen.

Angus asintió con la cabeza. El haber sido separado de su hermana había aumentado el sentimiento de culpa por la ruptura de sus padres, de algún modo. Y el irse a vivir con su padre había sido como un castigo por algo de lo que no había sido consciente.

–Has hablado de fertilización in vitro… –dijo Alain–. ¿Ella tenía problemas para quedarse embarazada? ¿Ya lo habéis probado en algún otro momento?

–Te aseguro que no es fácil. No es tanto por las pruebas como por las esperanzas y la desilusión que viene luego, después de usar una nueva estrategia y que ésta falle. Lo intentamos durante un año y luego no quise seguir. Fui sincero con Jenessa acerca de mis sentimientos…

–¿Le dijiste que no querías tener un niño? –preguntó, incrédulo, Alain.

–Me pareció mejor decir la verdad –musitó–. Yo pensaba que ella podría estar pasando por todo aquello por mí. Que tal vez se sintiera culpable por tener que darme un hijo.

En realidad él había pensado que cuando terminase la presión que suponía estar en un programa de fertilización in vitro, volverían a la normalidad, a su vida de antes del programa. Había pensado que la fisura que se había dado entre Jenessa y él desaparecería milagrosamente, que desaparecería la presión sobre sus relaciones sexuales, programada y controlada por la medición de la temperatura y los fármacos para la fertilidad. Y que el amor volvería a reinar entre ellos.

–¿Y ella se sentía culpable como tú dices?

–No. Bueno, no del todo. Creo que se sentía incompleta –dudó, preguntándose hasta dónde dejar brotar la confesión–. Pero Jenessa realmente quería tener un hijo. Ella también tuvo una infancia solitaria. Supongo que es lo que nos unió e hizo nuestros lazos más fuertes. De lo que no me di cuenta fue de que ella tenía aquella idea de familia desde muy joven. Era un sueño al que se aferraba cuando pasaba momentos malos.

–Eso debe de haberla hecho sentir peor frente al fracaso de la concepción. Sin embargo es extraño que ella no haya compartido este sueño contigo, antes del matrimonio, o en los primeros tiempos de casados.

Angus sintió el peso de la responsabilidad caer sobre sus hombros.

–¡Oh! Ella lo compartió, si te refieres a hablar conmigo de ello cada tanto, cuando nos sentíamos felices y estábamos relajados. Pero ya sabes, Alain, cuando hay dos médicos en la familia, falta el tiempo para hablar y comunicarse de forma íntima. Durante nuestros años de médicos residentes, teníamos la suerte de vernos una vez al día, y de pasar una noche juntos una vez a la semana. Y cuando estábamos juntos había cosas más importantes de las que preocuparnos, que el futuro, como la sexualidad, y tratar de arreglar nuestros horarios para saber cuándo volveríamos a tener relaciones sexuales nuevamente.

Alain se rió.

–¿Ésa es tu idea de esos años? ¿O es la de ella también?

–¡Es una buena pregunta! Es mi visión de las cosas, en realidad. Recuerdo haber estado obsesionado con ello, no tanto con el sexo, pero sí con la organización que nos llevaba poder tenerlo. Siempre me decía que no debía tomármelo así. Supongo que Jen debe de haberlo sentido de manera diferente, aunque en aquel momento ella parecía estar tan interesada como yo en nuestras estrategias.

–Pero la residencia de los médicos no dura eternamente. –señaló Alain–. Tú estabas en una consulta privada, antes de irte de voluntario a África. La práctica de la medicina privada necesita dedicación, pero no es tan exigente, no demanda una actividad tan frenética como el trabajo en un hospital o una clínica.

Angus miró a lo lejos. Sonrió y luego contestó.

–No, no fuimos médicos residentes toda la vida. De hecho, cuando empezamos a llevar una vida más estable, no entendía por qué el sexo había sido tan importante para mí en aquel momento. El matrimonio, es decir, el compartir el tiempo, los ideales, las ideas, el trabajar juntos con un propósito común, todo eso se transformó en algo muy importante. Jenessa pasó a ser alguien muy preciado para mí, nuestra vida llegó a ser completa, perfecta. Al menos eso creí yo.

Alain se quedó un momento en silencio, luego preguntó sonriendo:

–¿Hasta que empezó a hablar de tener un bebé?

Anunciaron varios vuelos, y Angus fingió estar escuchando mientras pensaba una respuesta para dar a su amigo. Le interesaba pensarlo, puesto que la siguiente persona con quien hablaría sería con Jenessa.

Pero en medio del mensaje en francés escuchó claramente la palabra Sydney y Singapore. Era su vuelo. Y no podría completar la explicación.

Agradeció a Alain su ayuda y compañía, le prometió mantener el contacto y se despidió, pero la pregunta de su amigo se quedó con él, como una compañía indeseada a lo largo de su vuelo.

«Cortejaré y conquistaré a Jenessa», murmuró para sí, mientras se adentraba en la manga para embarcar en el avión. Sus palabras se convirtieron en un mantra que tenía que repetir en su mente hasta que se hiciera realidad.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL ÚLTIMO tramo del viaje, un vuelo nacional desde Sydney, pareció eterno, pero finalmente el avión aterrizó en el aeropuerto de Coolangatta. Angus pestañeó para borrar la inesperada humedad de sus ojos. Era el cansancio del viaje, emprendido demasiado pronto después de salir del hospital. Cualquiera en su lugar habría sentido emoción al volver a casa después de una experiencia tan penosa.

Pero, ¿era volver a casa? ¿Tenía hogar él?

Se sintió incómodo, un poco desanimado, casi deprimido.

¿Deprimido? ¿De dónde sacaba esos estados de ánimo? Había estado soñando con su regreso desde que se había marchado de París… ¡Por supuesto que tenía un hogar allí! Estaba en el barrio de Palm Beach, en la ciudad de la Costa Dorada, en Queensland, en el mundo, ¡en el universo!

El avión se acercó a la terminal. El pequeño edificio fue creciendo a medida que se acortaba la distancia. Y él siguió dándole vueltas a las cosas.

Era cierto que su casa de la playa ya no era su hogar. Le había dicho a Jenessa que se quedara con ella, cuando él se había marchado a África. Le había dicho que en algún momento, en el futuro, arreglarían cuentas, pero que mientras ella viviera allí, cerca de su trabajo, en una consulta de medicina general anexa al Hospital de John Flynn.

Legalmente él era el dueño de la mitad, puesto que su divorcio no había establecido un reparto. Se habían apurado a hacer el papeleo estableciendo una mínima separación, que había sido más teórica que práctica, ya que él se había quedado en la habitación de invitados hasta que se había ido. De hecho, no había pensado en el divorcio, aunque había sido el primero en admitir que su matrimonio se había roto, y el primero también en hacer planes sin Jenessa. Había sido él quien había insistido en que lo hicieran oficial, como para quedar libre antes de marcharse.

Pero el concepto de libertad era algo nebuloso, a diferencia de una maleta, que podías hacer y llevar contigo. Como el concepto de hogar. Era más bien una sensación, un estado mental.

El avión había frenado y parado. Él se echó hacia atrás en su asiento y observó a los otros pasajeros ponerse de pie, estirarse y bajar el equipaje que tenían en sus compartimentos, charlando entusiasmados como niños en el recreo.

Esperaría al final de la cola en lugar de que lo empujaran. Luego caminaría a una cabina de teléfonos y llamaría a Jen, y le advertiría que estaba de regreso, para que no tuviera un ataque al corazón al verlo en casa al volver del trabajo.

En uno o dos días, tal vez una semana, cuando hubiera visto al especialista y tuviera claras las cosas, buscaría otro sitio donde quedarse. Seguramente eso sería mejor para su plan que quedarse en la casa. Al fin y al cabo, el cortejarla incluía llamadas telefónicas, llegar a su casa con ramos de flores. ¿Podría funcionar si vivieran juntos?

Suspiró profundamente. Todo había parecido más fácil visto desde París.

Mientras tanto estaba seguro de que a ella no le importaría que él se quedara en la habitación de sobra que tenían. Después de todo habían sido amigos antes de convertirse en amantes, y habían seguido siendo amigos durante su matrimonio, aunque ese aspecto de su relación se había visto resentido también durante el proceso de fertilización in vitro, cuando habían tenido que ir digiriendo los fracasos. Sin embargo, en sus discusiones antes del divorcio, se habían dicho que siempre mantendrían la amistad. Que, divorciándose, la preservarían, incluso la harían más fuerte.

Hizo un esfuerzo por ponerse de pie, al darse cuenta de que estaba solo. Bueno, al fin y al cabo no era nada nuevo. La soledad lo había acompañado durante todo ese tiempo, y había ganado terreno a la libertad con la que él había fantaseado.

–¿Necesita ayuda? –le preguntó una azafata rubia.

–No, estoy bien. He esperado a que se marcharan todos. Sólo llevo este bolso, así que no tendré que esperar el equipaje.

La azafata sonrió y se hizo a un lado para dejarlo pasar.

–Que tenga una feliz estancia –dijo sinceramente la mujer.

–Eso espero –contestó él.

Tenía miedo a desembarcar del avión. Tal vez Jenessa no se alegrase tanto de su regreso como él. Quizás no tuviera ganas de que la cortejasen y la conquistasen…

¡Sí se alegraría de verlo! Ella era una persona cálida por naturaleza, sensata, práctica y controlada también.

Aunque su decisión de quedar embarazada, los meses de pruebas y tratamientos, de humillantes visitas a especialistas, el tiempo transcurrido en pequeños cubículos, produciendo esperma mientras las probetas sacaban óvulos de los ovarios cargados de medicamentos, le habían mostrado un aspecto de su personalidad diferente, que él no conocía de ella.

De pronto recordó su última noche en Australia, cuando habían celebrado su divorcio, tanto como habían celebrado su boda, con una cena en el Sheraton, vino y una noche de desenfrenada lascivia.

Él se había sorprendido, y había estado encantado de redescubrir su compatibilidad en la cama. Mientras habían querido concebir un niño, sus relaciones sexuales habían dejado de ser «hacer el amor». Al principio se habían transformado en sexo, temperaturas controladas estrictamente, y análisis de sangre, luego hasta el sexo había sido evitado para no interferir en el proceso de conseguir el embarazo. Al final habían empezado a compartir la cama como extraños, y luego él se había pasado a la habitación de invitados, donde se había sentido más cómodo teniendo su propio espacio.

Entró al edificio de la terminal y caminó entre la gente hacia un teléfono desocupado.

Levantó el auricular, metió monedas en la ranura y marcó el teléfono directo de Jen, para no tener que pasar por la recepción del hospital.

–Con la doctora Blair, por favor. Soy el doctor McLeod –sonrió al decirlo.

Cuando las cosas habían empezado a ir mal entre ellos, él la había acusado de querer más un niño que el matrimonio. Y había usado su rechazo a usar profesionalmente el nombre de casada como arma arrojadiza, aunque en su momento lo había aceptado razonablemente.

–¿Angus? ¿Eres tú? ¡No puedo creerlo! ¿Cómo estás? ¿Dónde estás? No pensé que serías capaz de llamarme algún día. ¿Recibiste mi carta? ¿Cómo lo has tomado?

Jen habló atropelladamente mientras el corazón de Angus se aceleraba al oír su voz sensual. Pero él se dijo que sería la reacción de cualquier viajero que vuelve a su tierra.

–No estoy en África. Estoy en casa, en el aeropuerto de Coolangatta. Llamaba para ver si podía quedarme en tu casa una o dos noches.

–¡Estás aquí!

Él no supo si el tono de voz de Jen expresaba desesperación, o qué emoción exactamente.

–¡Oh, Angus! No hacía falta que volvieras. Yo me hubiera arreglado sola, me estoy arreglando sola, y sé que no te apetecía. Por supuesto que te puedes quedar. Lamento no poder ir a casa ahora, pero iré más tarde. O por la mañana. Estoy de guardia este fin de semana, pero me gustaría poder escaparme un rato, al menos. ¡Oh, Angus! Estoy…

La línea se cortó. Pero no sin que Angus se diera cuenta antes de que ella estaba llorando. Pero no, no podía ser. Jenessa no lloraba nunca. Ni siquiera cuando él había querido gritar su frustración al verla angustiada por el resultado negativo de una nueva prueba. La había visto deambular por la casa con los ojos secos. En el trabajo se había comportado como si no pasara nada, sólo él había visto el cambio gradual de la mujer positiva y sonriente con la que se había casado, hasta convertirse en una distante y silenciosa sombra.

Salió del edificio del aeropuerto y tomó un taxi.

Saludó al taxista, habló del tiempo. Su estómago parecía dar saltos. De pronto sintió celos. ¿Y si ella estaba con otro hombre? Sería mejor que no estuviera viviendo con ella. ¡En su casa!

–¿Es por aquí? –preguntó el taxista, e hizo unos comentarios acerca del lugar para ser amable con su cliente.

Pero Angus no podía corresponderlo en su cortesía. Se encontraba incómodo y apenas pudo contestar.

Sacó el equipaje, buscó las llaves, y pagó al taxista.

–Quédese con el cambio –salió en dirección a la puerta de la casa antes de que el hombre hubiera arrancado.

Probó la llave, pero no pudo abrir.

¡Maldita sea! La mujer había cambiado la llave. ¿Habría sido su amante quien la hubiera cambiado? ¡Maldición! ¡Arruinaban su vuelta a casa!

Probó otra llave.

Al principio, cuando le habían dicho que no podía volver a África, él se había sentido devastado. Su sueño de servicio a los demás se había visto derrumbado por un niño adicto a las drogas. Luego lo había empezado a ver como una jugada del destino, que le había dado una segunda oportunidad, que jamás se le iba a volver a presentar. La idea de cortejar y conseguir a Jen había sido un rayo de esperanza, distante al principio, pero cada vez más cercano y posible cuanto más lo pensaba. Pero volver a casa para enterarse de que Jen tenía otro amante…

El cambio de cerradura no lo detendría. Él le enseñaría a quien fuera quién era el dueño de la casa. Entraría a la fuerza, si era preciso. No sería la primera vez que forzara una de las ventanas y entrase en la casa.

Miró alrededor y se dio cuenta de que el viejo bloque de pisos de vacaciones del fondo de la calle había sido demolido en su ausencia. El tiempo pasaba. Al menos no habría ningún vecino entrometido que lo estuviera observando. Esas casas sólo se usaban en vacaciones, así que podría actuar sin que lo vieran.

La ventana de la habitación estaba excesivamente dura, y finalmente se dio por vencido. Luego rodeó la casa para intentar abrir otras. También probó abrir las puertas correderas que daban al jardín, aunque sabía que estarían cerradas con llave por dentro. La ventana de la cocina cedió un poco. Sin tener en cuenta el dolor en su hombro, golpeó con él, y vio que cedía un poco más. Luego una sombra, oscura y amenazante, cayó encima de él. Se dio la vuelta y sintió un golpe en su hombro. Y entonces el mundo se oscureció y ya no vio nada más.

–No intentes levantarte, porque no puedes.

Angus registró las palabras y poco a poco fue volviendo a la realidad. A medida que recobraba la consciencia, se iba dando cuenta de dónde estaba: tirado en el suelo, debajo de la ventana, con un peso de diez toneladas en la espalda. Intentó ponerse de pie a pesar de la advertencia, pero constató que la voz tenía razón, no podía.

–¡Quítese de mí! –gritó Angus. Tenía hierba en el ojo derecho y en la boca, y el hombro muy dolorido.

–De ninguna manera, amigo. Se quedará donde está hasta que llegue la policía. No tardarán en llegar. Los he llamado antes. Si el delincuente se ha escapado, no acudirán la próxima vez que los llame.

–No soy un delincuente –dijo Angus–. Soy el dueño de la casa. No pude abrir con la llave –se preguntó si el joven, porque por su voz debía de ser un muchacho, conocería a Jenessa–. Bueno, uno de los dueños. He estado fuera. Mi esposa… Es decir, mi ex esposa, vive aquí.

El pie que tenía en la espalda se acomodó y pareció caer con más peso.

–¡Oh, sí! ¿y cuál es su nombre, entonces?

–Angus McLeod.

En ese momento oyó las sirenas de la policía. El pie se volvió a acomodar y Angus se desmayó nuevamente.

Cuando recobró la consciencia aquella vez, al menos no estaba tirado en el suelo sino en una posición y sitio normal. De hecho se encontraba en su propia casa, acababa de descubrir, en el salón, una habitación espaciosa que ocupaba el ancho de la casa. Pero en lugar de tener frente a él la vista del mar, como cuando se sentaba en su cómodo sofá, tenía dos caras que lo miraban con el ceño fruncido.

–¿Se encuentra bien, entonces? –preguntó el más viejo–. He encontrado su pasaporte en su bolso, y comprobé que era quien decía que era, llamé a su ex mujer y me dijo que podía entrar. Aunque no puede culpar al pobre muchacho de que lo tomase por un ladrón. Es una idea un poco estúpida querer entrar en una casa por la fuerza, aunque sea la suya. Los vecinos sospecharían en cualquier caso, sobre todo si usted es un extraño para ellos.

Angus escuchó palabras que no podía comprender totalmente, aunque en aquel momento era el dolor y no las emociones lo que empañaba su cerebro. El hombre llevaba un uniforme de policía, así que no había problema. La otra cara que lo miraba era menos conciliadora. Supuestamente era el «muchacho», aunque por su aspecto, podría haber sido una persona más sospechosa que él para la policía: la cabeza rapada, enfermizamente pálido, y un tatuaje visible en el escote de su camiseta rota.

Angus se dio la vuelta hacia el policía y preguntó:

–¿Ha llamado a Jenessa, verdad? ¿Va a venir a casa?

Aparte de otras cosas, Jenessa llevaría su maletín de primeros auxilios y podría darle algo para el dolor del hombro.

–Vendrá en cuanto pueda. Mientras tanto lo tengo que cuidar yo –contestó el joven.

A Angus no le gustó aquella perspectiva. No sabía muy bien qué quería decir con «cuidar» aquel sujeto.

–¿Usted también se quedará? –le preguntó Angus al policía.

Sus esperanzas se vieron truncadas cuando el hombre negó con la cabeza.

–Es mejor que me marche. Nunca se sabe. Tal vez haya alguien que aprese a un ladrón de verdad esta noche –el policía extendió la mano hacia Angus, quien lo saludó.

–Supongo que una taza de té no forma parte del «cuidar» del que ha hablado, ¿no es cierto? –preguntó Angus débilmente, cerrando los ojos.