Días de verano - Noches de verano - Susan Mallery - E-Book
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Días de verano - Noches de verano E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Días de verano Envuelto en una inesperada disputa por unas tierras, Rafe Stryker se vio atrapado en un lugar al que había prometido no volver nunca más: Castle Ranch, un rancho situado a las afueras de Fool's Gold, en California. Rafe, que había ganado millones desafiando a los más despiadados adversarios en una sala de juntas, no estaba preparado para enfrentarse a la obstinada y atractiva Heidi Simpson. Para Heidi, Castle Ranch era el hogar que siempre había deseado. Por eso no iba a renunciar sin luchar, ni siquiera por un hombre cuyos besos le hacían anhelar ser menos… íntegra. Noches de verano El experto en caballos, Shane Stryker, estaba harto de tanta pasión. Ahora estaba decidido a buscarse una mujer que se conformara con la tranquila vida que llevaba la esposa de un ranchero. Y la menuda y fogosa pelirroja que lo deslumbró en un bar del pueblo, definitivamente, no encajaba en aquel perfil. La bibliotecaria Annabelle Weiss nunca se había tenido por una mujer fatal: de ahí que no entendiera la atracción que suscitaba en aquel hombre. Shane se había formado una opinión completamente equivocada de ella, pero solo él podía ayudarla con el desfile que estaba preparando para la próxima fiesta de Fool's Gold.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 134 - mayo 2020

 

© 2012 Susan Mallery, Inc.

Días de verano

Título original: Summer Days

 

© 2012 Susan Mallery, Inc.

Noches de verano

Título original: Summer Nights

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-437-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Días de verano

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Noches de verano

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Este libro es para Kristi y esto es lo que ella me pidió que dijera la dedicatoria:

 

Me gustaría dedicar este libro a mi madre, Doris, por haberme enseñado el entretenimiento y el valor de la lectura y haber tenido siempre un buen libro a mi disposición. Para mi amiga Ann, con la que intercambio libros y con la que soy capaz de reírme sin motivo alguno una y otra vez. Para Kevin, mi marido, el amor de mi vida, que sigue haciéndome reír y jamás me ha privado de una buena lectura. Y para Julie, mi queridísima hija, que me inspira y de la que tan orgullosa me siento. Os quiero a todos, gracias por toda la diversión y las risas compartidas. Besos y abrazos, Kristi.

1

 

 

 

 

 

Solo en Fool’s God podía verse uno obligado a parar un Mercedes por culpa de una cabra. Rafe Stryker apagó el motor de su potente coche y salió. La cabra que descansaba en medio de la carretera le miró con un brillo confiado en sus ojos oscuros. Si no hubiera sabido que era imposible, Rafe habría jurado que le estaba diciendo que aquella carretera era suya y que si alguien iba a tener que ceder en aquel conflicto de voluntades, iba a ser él.

–¡Malditas cabras! –musitó, mirando a su alrededor en busca del propietario de aquel animal descarriado.

Pero lo que vio fue unos cuantos árboles, una cerca rota y, a lo lejos, las montañas elevándose hacia el cielo. Alguien había descrito aquel lugar como digno de un dios. Pero Rafe sabía que Dios, siendo inteligente y sabiéndolo todo, no querría tener nada que ver con Fool’s Gold.

Resultaba difícil creer que solo a tres horas de allí en dirección este estuviera San Francisco, una ciudad llena de restaurantes, rascacielos y mujeres atractivas. Y era allí a donde él pertenecía. No a aquellas tierras situadas a las afueras de una ciudad que se había prometido no volver a pisar en toda su vida. Y aun así había regresado, arrastrado por la única persona a la que jamás le negaría nada: su madre.

Miró a la cabra perjurando para sí. Debía de pesar unos cincuenta y cinco kilos. Aunque Rafe había pasado los últimos ocho años intentando olvidar su vida en Fool’s Gold, todavía recordaba todo lo aprendido en Castle Ranch. Imaginó en aquel momento que si había sido capaz de enfrentarse a un buey adulto, sería perfectamente capaz de espantar a una cabra. O, por lo menos, de levantarla y dejarla a un lado de la carretera.

Bajó la mirada hacia sus pezuñas, preguntándose si estarían muy afiladas y el efecto que podrían tener en su traje. Apoyó el codo en el techo del coche y se pinzó el puente de la nariz con los dedos. Si no hubiera sido porque su madre estaba desolada cuando le había llamado por teléfono, habría dado media vuelta en ese mismo instante y habría vuelto a su casa. En San Francisco tenía empleados, subalternos incluso. Personas que se harían cargo de un problema como aquel.

Rio al imaginar a su almidonada asistente enfrentándose a una cabra. La señora Jennings, un ciclón de unos cincuenta años con una capacidad innata para hacer sentir incompetente hasta al más exitoso de los ejecutivos, probablemente se quedaría mirando a aquella cabra con expresión sumisa.

–¡La has encontrado!

Rafe se volvió hacia aquella voz y vio a una mujer corriendo hacia él. Llevaba una cuerda en una mano y lo que parecía una lechuga en la otra.

–Estaba muy preocupada. Atenea se pasa la vida metiéndose en problemas. Soy incapaz de encontrar un buen cierre que consiga retenerla. Es muy inteligente, ¿verdad, Atenea?

La mujer se acercó a la cabra y le palmeó el lomo. La cabra se estrechó contra ella como un perro en busca de afecto. Aceptó la lechuga y la cuerda alrededor del cuello con idéntica conformidad.

La mujer miró entonces a Rafe.

–¡Hola, soy Heidi Simpson!

Debía de medir cerca de un metro setenta y cinco, tenía el pelo rubio y lo llevaba recogido en dos trenzas. La camisa de algodón metida por la cintura de los pantalones mostraba que era una mujer de piernas largas y sinuosas curvas, una combinación que normalmente le resultaba atractiva. Pero no aquel día, cuando todavía tenía que enfrentarse a su madre y a un pueblo que despreciaba.

–Rafe Stryker –se presentó él.

La mujer, Heidi, se le quedó mirando fijamente y abrió los ojos como platos mientras retrocedía un paso. La boca le tembló ligeramente y su sonrisa desapareció.

–Stryker –susurró, y trago saliva–. May es tu…

–Mi madre, ¿la conoces?

Heidi retrocedió un paso más.

–Sí, eh… ahora mismo está en el rancho. Hablando con mi abuelo. Al parecer ha habido una confusión.

–¿Una confusión? –utilizó la que la señora Jennings denominaba su voz de asesino en serie–. ¿Es así como describes lo que ha pasado? Porque yo me siento más inclinado a pensar que ha sido una estafa, un robo. Un auténtico delito.

 

 

No era una situación cómoda, pensó Heidi, deseando salir corriendo de allí. Ella no era una persona que huyera de los problemas, pero en aquel caso se habría sentido mucho mejor enfrentándose a ellos rodeada de gente, y no en una carretera desierta. Miró a Atenea preguntándose si una cabra bastaría para protegerla y decidió que, probablemente, no. Atenea estaría más interesada en saborear el obviamente carísimo traje de Rafe Stryker.

El hombre permanecía frente a ella con aspecto de estar seriamente disgustado. Lo suficiente al menos como para atropellarla con aquel coche enorme y seguir su camino. Era un hombre alto, de pelo y ojos oscuros, y en aquel momento estaba tan enfadado que parecía capaz de destrozarla con sus propias manos. Y Heidi tenía la sensación de que era suficientemente fuerte como para conseguirlo.

Tomó aire. Muy bien, a lo mejor no la destrozaría, pero seguro que quería hacerle algo. Lo leía en sus ojos castaños, casi negros.

–Ya sé lo que estás pensando –comenzó a decir.

–Lo dudo.

Tenía una voz grave, aterciopelada, que la hizo sentirse incómoda. Como si no pudiera predecir lo que iba a pasar a continuación y, sin embargo, supiera que fuera lo que fuera, iba a ser malo.

–Mi abuelo ha traspasado los límites –comenzó a decir, pensando que no era la primera vez que Glen se había rendido a su premisa de «mejor pedir perdón que pedir permiso»–. No pretendía hacer ningún daño a nadie.

–Le ha robado a mi madre.

Heidi esbozó una mueca.

–¿Estás muy unido a ella? –sacudió inmediatamente la cabeza–. No importa, es una pregunta estúpida.

Si a Rafe no le importara su madre, no estaría allí en aquel momento. Y tampoco podía decir que la sorprendiera. Por lo que ella sabía, May era una mujer encantadora que se había mostrado muy comprensiva con aquel error. Aunque no lo bastante como para mantener a su hijo al margen.

–Glen, mi abuelo, tiene un amigo al que le diagnosticaron un cáncer. Harvey necesitaba tratamiento, no tenía seguro y Glen quería ayudarle –Heidi intentó sonreír, pero sus labios no parecían muy dispuestos a cooperar–. Así que… se le ocurrió la idea de vender el rancho. A tu madre.

–Pero el rancho es tuyo.

–Legalmente, sí.

Era su nombre el que aparecía en el crédito del banco. Heidi no había hecho cuentas, pero imaginaba que tendría alrededor de setenta mil dólares en patrimonio, el resto del rancho todavía estaba sujeto a la hipoteca.

–Le pidió doscientos cincuenta mil dólares a mi madre y ella no ha recibido nada a cambio.

–Algo así.

–Y ahora tu abuelo no tiene manera de devolverle el dinero.

–Tiene seguridad social y tenemos algunos ahorros.

Rafe desvió la mirada hacia Atenea y volvió después a mirarla.

–¿De cuánto estamos hablando?

Heidi dejó caer los hombros con un gesto de derrota.

–De unos dos mil quinientos dólares.

–Por favor, aparta la cabra. Voy hacia el rancho.

Heidi tensó la espalda.

–¿Qué piensas hacer?

–Quiero que detengan a tu abuelo.

–¡Pero no puedes hacer una cosa así! –Glen era el único familiar que tenía–. Es un anciano…

–Estoy seguro de que el juez lo tendrá en cuenta cuando determine la fianza.

–No pretendía hacer ningún daño a nadie.

Rafe no se dejó conmover por su súplica.

–Mi familia siempre vivió en este lugar. Mi madre era el ama de llaves. El propietario de este rancho no le pagaba prácticamente nada. Mi madre a veces ni siquiera tenía dinero suficiente para dar de comer a sus cuatro hijos. Pero continuó trabajando para él porque le había prometido que heredaría el rancho cuando muriera.

A Heidi no le estaba gustando aquella historia. Sabía que acababa mal.

–Al igual que tu abuelo, le mintió. Cuando al final murió, dejó el rancho en herencia a unos parientes lejanos que vivían en el Este –sus ojos se transformaron en unos rayos láser que la taladraron prometiendo un castigo innombrable.

–No voy a permitir que mi madre vuelva a sufrir por culpa de este rancho.

¡Oh, no!, se lamentó Heidi. Aquello era peor de lo que imaginaba. Mucho peor.

–Tienes que comprenderlo. Mi abuelo jamás haría ningún daño a nadie. Es un buen hombre.

–Tu abuelo es el hombre que le ha robado doscientos cincuenta mil dólares a mi madre. El resto es simple artificio. Ahora, aparta de ahí esa cabra.

Incapaz de pensar una respuesta, Heidi se apartó de la carretera. Atenea trotó a su lado. Rafe se metió en el coche y se alejó de allí. Lo único que quedó tras él tras su furiosa partida fue una nube de polvo. Sin embargo, la carretera estaba pavimentada y bien cuidada por el Ayuntamiento. Aquella era una de las ventajas de vivir en Fool’s Gold.

Heidi esperó hasta perderlo completamente de vista, se volvió hacia el rancho y comenzó a correr. Atenea la seguía sin insistir, casi por primera vez en su vida, en alargar su período de libertad.

–¿Has oído eso? –le preguntó Heidi. Sus zapatos deportivos resonaban en el asfalto–. Ese hombre está muy enfadado.

Atenea trotaba a su lado, aparentemente ajena al triste destino de Glen.

–Como tengamos que venderte para devolverle el dinero a May Stryker te arrepentirás –musitó Heidi, e inmediatamente deseó no haberlo hecho.

Durante toda su vida había deseado una sola cosa: tener un hogar. Un verdadero hogar, con techo, cimientos, alcantarillado, agua corriente y electricidad. Cosas que la mayoría de la gente daba por sentadas. Pero ella había crecido yendo de ciudad en ciudad. El ritmo de sus días lo marcaba las ferias en las que trabajaba su abuelo.

Cuando había encontrado Castle Ranch, se había enamorado localmente de aquel rancho. Del terreno, de la vieja casa y, sobre todo, de Fool’s Gold, la ciudad más cercana. Tenía un rebaño de ocho cabras, incontables vacas salvajes y cerca de cuatrocientas hectáreas de tierra. Había comenzado a montar un negocio de queso y jabón, elaborados ambos con leche de cabra. Vendía la leche de las cabras y sus excrementos como fertilizante. En el rancho había cuevas naturales en las que podía curar el queso. Aquel era su hogar y no estaba dispuesta a renunciar a él por nada del mundo.

Pero tendría que hacerlo por alguien, por Glen. Su abuelo había vendido un rancho que no le pertenecía a una mujer con un hijo muy enfadado.

 

 

Rafe aparcó el coche al lado del de su madre. El rancho tenía peor aspecto de lo que él recordaba. Las cercas marcaban los límites de forma casi imaginaria, la casa estaba ligeramente combada y necesitada de pintura. Se le ocurrían miles de lugares mejores en los que estar. Pero marcharse no era una opción, al menos hasta que aclarara todo aquel lío.

Salió del coche y miró a su alrededor. El cielo estaba azul, típico de California. De aquel azul que los directores de cine adoraban y al que los compositores cantaban en sus canciones. En la distancia, las montañas de Sierra Nevada acariciaban el cielo. Cuando era niño se quedaba mirándolas fijamente, deseando estar al otro lado. En cualquier parte que no fuera aquel rancho. A los quince años se sentía atrapado en aquel lugar. Era curioso que al cabo de tanto tiempo continuara experimentando aquella sensación.

La puerta de la casa se abrió y salió su madre. May Stryker podía ser una mujer de mediana edad, pero continuaba siendo muy atractiva, gracias a su altura y su figura estilizada y a un pelo oscuro que caía libremente por sus hombros. Rafe había heredado su altura y el color de pelo y de ojos aunque, por lo que decía su madre, tenía la personalidad de su padre. May era una mujer de gran corazón, que quería cuidar y sanar al mundo. Rafe descansaría mucho mejor cuando lo hubiera conseguido.

–¡Has venido! –exclamó May mientras se acercaba sonriendo hasta él–. Sabía que vendrías. ¡Oh, Rafe! ¿No te parece maravilloso haber vuelto?

Sí, claro, pensó Rafe con amargura. Y a lo mejor podía pasarse después por el infierno.

–Mamá, ¿qué está pasando aquí? Tu mensaje no estaba muy claro.

Lo que quería decirle era que no había conseguido explicarle cómo se había visto envuelta en aquel lío. Lo único que su madre le había dicho era que había comprado el rancho y que el hombre que se lo había vendido le decía que no podía entregárselo. Principalmente porque no era suyo.

Una auténtica estafa. O un robo. Fuera como fuera, aquel prometía ser un día muy largo.

–Ya está todo arreglado –le explicó su madre–. Glen y yo hemos estado hablando y…

–¿Glen?

Su madre sonrió de oreja a oreja.

–El hombre que me vendió el rancho –rio suavemente–. Por lo visto, tiene un amigo con cáncer y…

–Sí, esa parte ya la he oído –la interrumpió.

–¿Quién te lo ha contado?

–Heidi.

–¡Ah, así que la has conocido! ¿No te parece maravillosa? Se dedica a la cría de cabras. Llevan aquí cerca de un año y son una gente encantadora. Glen es el abuelo de Heidi. La pobre perdió a sus padres cuando era niña y ha sido él el que la ha criado –May suspiró–. Forman una familia maravillosa.

A Rafe no le gustaba cómo estaba sonando aquello.

–Mamá…

Su madre sacudió la cabeza.

–Yo no soy uno de tus clientes rebeldes, Rafe. A mí no puedes intimidarme. Siento haberte llamado para pedirte que vinieras, pero ahora lo tengo todo bajo control.

–Lo dudo.

Su madre arqueó las cejas.

–¿Perdón?

–Tú no eres la única que está involucrada en este caso. Yo firmé todos los documentos de la compra ¿recuerdas?

–Puedes retirar la firma. Yo me encargaré de todo. Ahora lo que tienes que hacer es volver a San Francisco.

Antes de que pudiera explicarle que no había manera de retirar la firma de un documento legal, la puerta de la casa volvió a abrirse y salió un anciano del interior. Era más alto que May, tenía el pelo blanco y los ojos de un azul chispeante. Le guiñó el ojo a May, le dirigió a Rafe una sonrisa encantadora y avanzó hacia ellos.

–Así que ya estás aquí –dijo el hombre, tendiéndole la mano mientras se acercaba–. Soy Glen Simpson. Encantado de conocerte. Tengo entendido que ha habido una ligera confusión con tu encantadora madre, pero te aseguro que todo se va a solucionar.

Rafe lo dudaba.

–¿Tiene los doscientos cincuenta mil dólares que le ha robado?

–¡Rafe!

Rafe ignoró a su madre y continuó mirando fijamente a Glen.

–No exactamente –admitió el anciano–. Pero los conseguiré. O encontraré la forma de llegar a un acuerdo con May. No hay ningún motivo para poner las cosas más difíciles, ¿no crees?

–No.

Rafe sacó el teléfono móvil del bolsillo y se apartó de su madre y de Glen. Antes de marcar, se aflojó el nudo de la corbata. Después, llamó a Dante Jefferson.

–Ya te dije que no fueras –le saludó una voz familiar.

–Te pago para que me aconsejes –musitó Rafe–, no para que me digas «ya te lo dije».

Dante Jefferson, su abogado y socio en el negocio, se echó a reír.

–El «ya te lo dije» es gratis.

–¡Qué suerte la mía!

–¿Tan mal está la situación?

Rafe miró a su alrededor, contemplando aquellas hectáreas tan familiares para él. Había crecido allí, por lo menos hasta los quince años. Había trabajado como un animal en aquel lugar en el que incluso había pasado hambre.

–Sí, necesito que vengas –contestó Rafe. Esa misma mañana, antes de salir hacia allí, le había informado a Dante de la situación–. Por lo que sé hasta ahora, no pueden devolverle el dinero y el hombre que se lo vendió no es el propietario del rancho.

Dante soltó un bufido burlón.

–¿Y creía que no se daría cuenta de que no le daban el rancho después de haber pagado doscientos cincuenta mil dólares?

–Por lo visto, sí.

–Nunca he estado en Fool’s Gold –comentó Dante.

–Todo el mundo tiene una racha de mala suerte alguna vez en su vida.

Dante se echó a reír.

–Tu madre adora ese lugar.

–Mi madre también cree en los extraterrestres.

–Por eso me cae tan bien. ¿Te he dicho alguna vez que firmar documentos sin leerlos podría causarte problemas? ¿Y me has hecho caso alguna vez en tu vida?

Rafe se aferró con fuerza al teléfono.

–¿Es esta la ayuda que me estás ofreciendo?

–Sí, esta es mi forma de hacer las cosas. Llamaré a la policía local y haré… –se oyó movimiento de papeles–, que detengan a Glen Simpson. Antes de que yo llegue ya le habrán detenido. Estaré allí a las seis. Hasta entonces, no hagas nada de lo que tenga que arrepentirme.

No estaba dispuesto a prometer nada, pensó Rafe mientras colgaba el teléfono. Se volvió y descubrió a su madre corriendo hacia él.

–¡Rafe! ¡No pueden arrestar a Glen!

El anciano ya no parecía tan sonriente. Palideció ante la mirada de Rafe y comenzó a retroceder hacia la casa.

–Mamá, ese hombre te ha quitado dinero haciéndote creer que estabas comprando un rancho. No es el propietario del rancho, de modo que te ha robado y no tiene ninguna forma de devolverte lo que te ha quitado.

May apretó los labios.

–Lo dices como si…

Rafe la interrumpió.

–Las cosas son como son.

–No entiendo por qué tienes que tomártelo todo de ese modo.

Rafe desvió la mirada hacia la casa, esperando ver a Glen deslizándose en su interior. Pero el anciano se había quedado en el porche. A lo mejor pretendía salir huyendo. A Rafe no le importaba disfrutar de una buena pelea, pero prefería oponentes más fuertes.

Desvió la mirada de la casa al jardín. Había flores, eran distintas de las que plantaba su madre, pero igual de coloridas. En un enorme letrero se anunciaba la venta de leche de cabra, queso de cabra y estiércol. Por un instante, se descubrió pensando que esperaba que guardaran los tres productos en diferentes contenedores y a suficiente distancia.

Y, hablando de cabras, vio un par de ellas más allá de la cerca del rancho. Había también un caballo al lado del establo. No había bueyes, advirtió mientras recordaba lo mucho que había tenido que trabajar con ellos cuando era niño.

Había habido buenos momentos, admitió para sí. Muchos ratos en los que se divertía con sus hermanos y su hermana. Su padre les había enseñado a Shane y a él a montar a caballo, Rafe le había enseñado a Clay y más tarde a Evangeline. Había sido Rafe el que había asumido el papel de su padre tras la muerte de este. O, por lo menos, lo había intentado. Al fin y al cabo, solo tenía ocho años. Todavía recordaba lo mucho que le había costado asimilar que su padre nunca volvería a casa y que eran muchas las cosas que dependían de él.

Aquella mujer, Heidi, fue trotando hacia la casa. La cabra corría a su lado como un perro bien domesticado.

–Glen, ¿estás bien? –preguntó, jadeando ligeramente–. ¿Qué ha pasado?

–Nada, todo va bien –le contestó Glen.

Parecía estar tranquilo para ser un hombre que estaba a punto de ir a la cárcel.

–No, no va nada bien –repuso May con firmeza–. Mi hijo está poniendo las cosas difíciles.

–No me sorprende –musitó Heidi, volviéndose hacia él–. Sé que estás enfadado, pero podemos llegar a un acuerdo, siempre y cuando estés dispuesto a escuchar y ser razonable.

–Espero que tengas suerte –dijo May con un suspiro–. A Rafe le cuesta mucho ser razonable.

Rafe se encogió de hombros.

–Todo el mundo tiene algún defecto.

–¿Te parece gracioso? –le exigió Heidi, con los ojos centelleantes de indignación y miedo–. ¡Estamos hablando de mi familia!

–Y de la mía.

Justo en ese momento aparcó un coche tras el suyo. Rafe reconoció el distintivo de la alcaldía y el escudo de la policía local.

Salió del coche una mujer de unos cuarenta años, con uniforme y gafas de sol. En la placa que llevaba en el pecho se leía «jefa de policía Barns». Rafe estaba impresionado. Dante no solo había hecho las llamadas pertinentes, sino que había ido hasta el final.

Heidi se acercó a la mujer sin soltar la cabra. Sonrió, aunque le temblaban los labios. A pesar de lo mucho que le irritaba la situación, Rafe tuvo que reconocer que parecía tan inocente como una cabrera. Miró a la cabra.

–Jefa de policía Barns, soy Heidi Simpson.

–Ya sé quién eres.

La policía sacó un teléfono móvil del bolsillo y buscó en la pantalla.

–Estoy buscando a Rafe Stryker.

–Soy yo –Rafe se acercó a ella–. Gracias por venir personalmente.

–He venido ante la insistencia de su abogado –y no parecía muy contenta–. Cuénteme, ¿qué está pasando aquí?

–Glen Simpson le vendió a mi madre Castle Ranch a cambio de doscientos cincuenta mil dólares. Se quedó el dinero y le entregó una documentación falsa. Él no es el propietario del rancho, no ha ingresado el dinero y ya se lo ha gastado. A pesar de que dice que quiere arreglar las cosas, no tiene forma de devolver el dinero.

May soltó un sonido de disgusto.

–Mi hijo tiene muy claro lo que ha pasado, pero ha pasado por alto un pequeño detalle.

–¿Qué es? –preguntó Barns.

–Que no había ninguna necesidad de meter a la policía en esto.

–Me gustaría estar de acuerdo con usted, señora, pero su hijo ha puesto una denuncia. Y supongo que no va a decirme que no tenía ningún derecho a hacerlo. ¿Me está diciendo que he venido hasta aquí para nada?

–Yo también figuro como propietario del rancho –le aclaró Rafe. Y eso era culpa exclusivamente suya–. Mi madre cree en la bondad innata del señor Simpson, pero yo no.

–No es un mal hombre –insistió Heidi.

La jefa de policía se volvió hacia Glen.

–¿Usted tiene algo que decir?

Glen alzó la mirada hacia el cielo y se volvió hacia la policía.

–No.

–En ese caso, voy a tener que llevármelo.

–¡No puede llevárselo! –Heidi se interpuso entra la policía y su abuelo, con la cabra todavía a su lado–. ¡Por favor! Mi abuelo es un hombre mayor. ¡Si le encierran, morirá!

–No van a llevárselo a Alcatraz –le recordó Rafe–. Estará en una prisión de un pueblo pequeño. No va a ser tan duro.

–¿Lo dices por experiencia propia? –le preguntó Heidi.

–No.

–Entonces, será mejor que te calles –a Heidi se le llenaron los ojos de lágrimas cuando se volvió hacia la policía–. Seguro que puede hacer algo…

–Tendrá que hablar con el juez –respondió Barns con una voz sorprendentemente amable–. Pero su amigo tiene razón. La prisión no está tan mal. Estará bien.

–Yo no soy su amigo.

–No es mi amigo.

Heidi y Rafe se miraron el uno al otro.

–¿Puedo darle una patada? –le preguntó Heidi a la policía–. Solo una, pero fuerte.

–A lo mejor más tarde.

Rafe comprendió que era mejor no protestar. Por la forma en la que aquellas dos mujeres le estaban fulminando con la mirada, una patada sería una sentencia amable.

Le habría gustado señalar que él no había hecho nada malo, que el malo era Glen. Pero aquel no era momento para la lógica. Conocía a su madre suficientemente bien como para saberlo y dudaba de que Heidi fuera muy diferente.

Glen no opuso ninguna resistencia. Se dejó esposar y se sentó en el asiento trasero del coche patrulla.

–Iré allí en cuanto pueda pagar la fianza –le prometió Heidi.

–Hasta mañana por la mañana no fijarán la fianza –le explicó la policía–. Pero puede ir a verlo. Y no se preocupe, estará bien atendido.

La policía se montó en el coche y se marchó. Heidi soltó a la cabra y May se volvió indignada hacia su hijo.

–¿Cómo has podido detener a Glen?

Rafe pensó en la posibilidad de señalar que no había sido él el que le había detenido, que lo único que había hecho había sido llamar a la policía para que le detuvieran. Un detalle que, seguramente, su madre no apreciaría.

–¡Te ha robado, mamá! Ya perdiste este rancho en una ocasión y no voy a permitir que vuelvas a perderlo.

El enfado de su madre se aplacó visiblemente.

–¡Oh, Rafe, siempre has sido muy bueno conmigo! Pero puedo cuidarme sola.

–Acaban de estafarte doscientos cincuenta mil dólares.

–¡Deja de repetírmelo!

Rafe le pasó el brazo por los hombros y le dio un beso en la frente. A pesar de que May era una mujer alta, continuaba siendo más alto que ella.

–Sabes que me desesperas, ¿verdad? –le preguntó.

Su madre le devolvió el abrazo.

–Sí, pero no lo hago a propósito –May alzó la mirada hacia él–. ¿Y ahora qué?

–Ahora vamos a conseguir tu rancho.

2

 

 

 

 

 

Heidi permanecía en medio de Fool’s Gold, sin estar muy segura de qué era lo primero que tenía que hacer. Glen necesitaba su ayuda, y ella necesitaba un abogado. No tenía dinero para pagarlo, pero de ese problema ya se ocuparía más adelante. De momento, lo más urgente era sacar a su abuelo de la cárcel.

Giró lentamente y vio el letrero de la librería Morgan y del Starbucks en el que solía quedar con sus amigas. Estaba también el bar de Jo, pero en ninguno de aquellos establecimientos anunciaban ayuda legal gratuita.

Sacó el teléfono móvil y buscó hasta encontrar el número de Charlie. Le envió un mensaje a toda velocidad: Es urgente, ¿podemos hablar?

A los pocos segundos recibía la respuesta: Claro, quedamos en el parque.

«El parque» era el parque de bomberos del pueblo. Heidi dejó la camioneta donde estaba y recorrió a pie las tres manzanas que la separaban del lugar de su cita.

El parque de bomberos estaba en la zona más antigua del pueblo. Era un edificio de ladrillo y madera de dos plantas, con un enorme garaje con puertas a la calle. Aquella cálida tarde de abril estaban abiertas. Charlie Dixon la esperaba al lado del enorme camión de bomberos que conducía.

–¿Qué ha pasado? –preguntó en cuanto vio a Heidi corriendo hacia ella.

–Glen se ha metido en un lío.

Charlie, una mujer alta y competente que no había conocido nunca a un hombre al que no pudiera batir en todo, puso los brazos en jarras y arqueó las cejas.

–Estamos hablando de Glen. ¿En qué lío puede haberse metido?

–Ni te lo imaginas.

Heidi puso rápidamente al tanto a su amiga de lo que había ocurrido con Glen, le habló de la simpática viuda a la que había estafado y del misterioso y despiadado Rafe Stryker y terminó explicándole que Glen estaba en aquel momento encarcelado.

Charlie soltó una maldición.

–¡Solo a un hombre se le ocurre organizar un lío como este! –gruñó–. ¿De verdad Glen ha vendido el rancho?

Heidi suspiró.

–Falsificó los documentos y todo.

No era la primera vez que su abuelo coqueteaba con la ilegalidad, pero casi siempre había cometido timos de poca monta que no podían considerarse ni delitos. Durante los últimos años, de lo único que había tenido que preocuparse Heidi había sido de su propensión a tener una mujer en cada ciudad. Para ser un hombre de más de setenta años, tenía demasiada actividad.

–Tengo que sacarle de la cárcel –se lamentó Heidi–. Es el único familiar que me queda.

–Lo sé. Muy bien, mantengamos la calma. Y lo digo en serio. La cárcel de Fool’s Gold no es un lugar terrible. Estará bien atendido. En cuanto a lo de sacarle de allí… –miró a Heidi–. No te lo tomes a mal, pero, ¿tienes dinero?

Heidi esbozó una mueca al pensar en el lamentable estado de su cuenta corriente.

–Invertí todo lo que tenía en el rancho.

–¿Y el rancho está hipotecado?

–Sí.

Charlie le dio un enorme abrazo.

–Así que estabas viviendo el sueño americano.

–Sí, estaba –contestó Heidi, agradeciendo el abrazo–. Hasta que ocurrió todo esto.

No le importaba tener que pagar mensualmente la hipoteca al banco. Era una señal de estabilidad, la prueba de que tenía una casa, algo que algún día le pertenecería por completo.

–Conozco a una abogada –le dijo Charlie–. De vez en cuando atiende casos gratuitamente. Déjame hablar con ella y después ve a verla.

–¿Crees que me ayudará?

Charlie sonrió de oreja a oreja.

–Me adora. Estuve saliendo con su hijo. Cuando rompimos, su hijo se enrolló con una chica atractiva y sin cerebro, la dejó embarazada y se casaron. Aunque él está localmente enamorado de ella y adora a su familia, Trisha sigue pensando que fui yo la que lo dejé.

Charlie era la mujer menos femenina que Heidi había conocido en su vida. Llevaba el pelo muy corto, vestía de forma muy cómoda, sin preocuparse por las modas, y no se maquillaba jamás. Pero eso no significaba que no fuera una mujer atractiva o que, a su manera, no se cuidara. Heidi había visto a muchos hombres fijándose en ella. La miraban como si sospecharan que era una mujer difícil de dominar, pero que vivir junto a ella sería una emocionante aventura.

–Él se lo pierde –le dijo Heidi.

–Eres una buena amiga.

–Y tú también. No sabía a quién llamar, Charlie.

Tenía otras amigas, pero, intuitivamente, había sabido que Charlie iría al fondo del asunto, que la ayudaría a salir del lío sin hacer un mundo de todo aquello.

–Saldremos de esta.

Heidi se aferró a aquella promesa. Sus padres habían muerto cuando tenía un año. Ni siquiera se acordaba de ellos. Glen había decidido criarla y desde ese momento, se habían convertido en un equipo. Hubiera hecho lo que hubiera hecho, Heidi iba a permanecer al lado de su abuelo. Aunque eso significara tener que enfrentarse a Rafe Stryker.

 

 

Por lo que le había dicho Charlie, Trisha Wynn era una mujer de unos sesenta años, pero aparentaba cuarenta y vestía como si tuviera veinticinco. Su vestido, rosa, dorado y escotado, marcaba unas curvas impresionantes. Llevaba tacones altos, pendientes largos y toneladas de maquillaje.

–Cualquier amiga de Charlie será bien recibida por mí –fue su recibimiento mientras conducía a Heidi a un despacho pequeño, pero muy cómodo y acogedor–. Así que Glen se ha metido en un lío. No puedo decir que me sorprenda.

Heidi se hundió en la cómoda butaca de cuero que le ofreció la abogada.

–¿Conoces a mi abuelo?

Trisha le guiñó el ojo.

–Pasamos un largo fin de semana juntos en un centro turístico este otoño. Habitación con chimenea y un excelente servicio de habitaciones. Normalmente evito a los hombres, pero con Glen hice una excepción. Y mereció la pena.

Heidi le ofreció la mejor de sus sonrisas y asintió, cuando lo que realmente le habría gustado hacer habría sido taparse los oídos y comenzar a cantar. Jamás le había gustado enterarse de los detalles de la vida sentimental de su abuelo y, en aquel momento, le resultaban particularmente incómodos.

–Sí, bueno, me alegro de que te… gustara –comenzó a decir.

Trisha ensanchó su sonrisa.

–Sí, esa es una buena forma de decirlo. Pero cuéntame, ¿qué ha hecho Glen ahora?

Por segunda vez en menos de una hora, Heidi tuvo que explicar lo que les había hecho Glen a May Stryker y a su hijo. Trisha escuchaba y tomaba notas mientras Heidi hablaba.

–Y ahora no tienes dinero para pagar a May.

Era una afirmación, más que una pregunta, pero Heidi contestó de todas formas.

–No, no tengo dinero para pagar. Tengo dos mil quinientos dólares en mi cuenta corriente, eso es todo.

Trisha respingó.

–¡No sigas! Y nunca le digas eso a un abogado.

–¡Oh! Charlie dijo… bueno, más bien insinuó que podrías llevar este caso de forma gratuita.

Trisha unió las yemas de sus dedos, con las uñas pintadas de color fucsia brillante.

–Sí, a veces lo hago. Normalmente porque me interesa el caso o porque me siento obligada a ello. Mi cuarto marido, que en paz descanse, me dejó en una situación económica holgada, así que no necesito el dinero. Pero aun así, sigue siendo agradable que me paguen.

Heidi no sabía cómo contestar a eso, así que mantuvo la boca cerrada.

Trisha se reclinó en la silla.

–Por lo que veo, aquí tenemos el principal problema. En primer lugar, el hecho de haberle quitado a alguien doscientos cincuenta dólares es algo que a ningún juez le va a hacer ninguna gracia. Estamos hablando de un delito que podría mantener a Glen en la cárcel durante años. Y si tienes tan poco dinero como dices, no vas a poder devolver esa cantidad.

Heidi asintió.

–Si pudiéramos pagar a plazos…

–Esa será parte de nuestra defensa. Que tú quieres pagar a plazos. Tienes que proponer un plan de devolución. ¿A qué te dedicas?

–Tengo cabras. Utilizo la leche para hacer queso y jabón. Ahora tengo a dos preñadas y podré vender los cabritos.

Trisha arqueó las cejas.

–Aunque solo fuera por una vez en mi vida, me encantaría trabajar con alguien que esté lanzando un proyecto en Internet –volvió a prestar atención a Heidi–. Así que cabras. Muy bien, eso te vincula a la comunidad. Y ese tal Harvey, la raíz del problema, quiero que lo traigas. El juez tiene que ver el motivo por el que Glen se llevó el dinero. ¿Cómo está, por cierto?

–Genial. El tratamiento ha funcionado y los médicos dicen que morirá en la cama dentro de veinte años.

–Estupendo. Pídele a Harvey que traiga los informes médicos.

Trisha continuó detallando su estrategia. Cuando terminó, le preguntó:

–¿Cómo se llama su hijo?

–Rafe Stryker.

Trisha tecleó el nombre en el ordenador y apretó los labios.

–Has elegido al hombre equivocado, señorita. Podría asustar a un tiburón –continuó tecleando y gimió–. ¿Es atractivo?

Heidi pensó en aquel hombre alto y ligeramente aterrador que quería hacer trizas todo su mundo.

–Sí

–Si yo estuviera en tu lugar, intentaría llevármelo a la cama. El sexo puede ser la única forma de arreglar todo esto.

Heidi se quedó boquiabierta. Y cerró conscientemente la boca.

–¿Y no hay un plan B?

 

 

Rafe conducía lentamente por Fool’s Gold, seguido por su madre a una media manzana de distancia. Hacía años que no estaba por allí y podría haberse pasado fácilmente, por no decir felizmente, toda una vida sin volver.

No era que no le pareciera un lugar atractivo, tenía el encanto y el colorido de las ciudades pequeñas. Los escaparates de las tiendas estaban limpios, las aceras eran anchas. En los escaparates se anunciaban rebajas y fiestas… A pesar de que era un día de entre semana, había mucha gente paseando por las calles. Desde la perspectiva del mundo de los negocios, Fool’s Gold parecía estar floreciendo. Pero para él siempre sería el lugar en el que se había sentido atrapado cuando era un niño, el lugar en el que había tenido que aguantar más de lo que un niño era capaz de soportar.

Todo era más pequeño de lo que recordaba. Probablemente porque lo veía por primera vez desde la perspectiva de un adulto, se dijo a sí mismo. Reconoció el parque en el que se encontraba con sus amigos las raras tardes que podía escapar de las tareas y de la familia. La carretera de la escuela era la misma de siempre. Vio a tres niños montando en bicicleta en aquella dirección.

Él también había tenido una bicicleta, recordó. Una bicicleta que le había regalado una mujer. En aquel entonces tenía diez u once años y estaba desesperado por ser como sus amigos. Pero aquella bicicleta la había recibido por caridad y su orgullo había tenido que batallar contra el pragmatismo.

No podía quejarse. Se habían portado muy bien con ellos. Cada agosto tenían ropa nueva para ir al colegio, zapatos nuevos y mochilas con todo lo necesario para el curso escolar. En verano, recibían cestos con comida y en Navidad regalos. No tenía que pagar la comida en el colegio, algo que siempre le había humillado, aunque los trabajadores del comedor jamás lo habían mencionado. En una ocasión, cuando se dirigía de vuelta hacia su casa, una mujer había detenido el coche, había abierto la puerta y le había tendido una chaqueta. Así de sencillo.

Era una chaqueta nueva y de abrigo. En uno de los bolsillos había unos guantes y cinco dólares. En aquel entonces, le había parecido una gran cantidad de dinero. Y se había sentido agradecido y furioso al mismo tiempo.

Aunque apreciaba aquellos gestos y atenciones, odiaba necesitarlos. A veces, durante la semana, se veía obligado a mentir y a decirle a su madre que no tenía hambre para que sus hermanos pudieran cenar. Se iba a la cama decidido a ignorar el vacío que le devoraba el estómago.

Jamás había comprendido la mezquindad del anciano para el que trabajaba su madre, un hombre que se aseguraba de que nunca le faltara nada, pero que no era capaz de pagarle a su ama de llaves lo suficiente como para que alimentara a sus hijos. Lo único bueno que tenía mirar al pasado era que, mientras que la casa del ama de llaves continuaba en pie, el lugar en el que vivía el anciano había desaparecido.

Fool’s Gold no tenía la culpa de nada de lo ocurrido, se dijo a sí mismo. Pero aun así, los recuerdos permanecían. Eran cosas que había intentado olvidar, enterrar en el pasado. Él era un hombre poderoso, rico. Podía levantar un teléfono y hablar directamente con un diplomático o un senador. Conocía a los directores ejecutivos de las empresas más importantes de los Estados Unidos. Y aun así, mientras cruzaba Fool’s Gold, volvía a sentirse como aquel niño delgaducho que añoraba saber lo que era sentirse a salvo y seguro. Tener el estómago lleno, juguetes y una madre que no tuviera que esconder su preocupación tras una sonrisa.

Giró al llegar al Rona’s Lodge, el principal hotel de la ciudad. El Gold Rush Ski Resort estaba demasiado lejos como para que resultara práctico, de modo que se alojaría allí.

Ronan’s Lodge o, como lo llamaba la gente del pueblo, El Disparate de Ronan, había sido construido durante la fiebre del oro. Aquel edificio de tres plantas era el testimonio de una época en la que hasta el último detalle se hacía a mano. Cuando el conserje corrió a abrirle el coche, Rafe se fijó en las puertas de madera tallada que conducían al interior del edificio.

Años atrás, cuando todavía era un niño, habría sido incapaz de imaginar que alguna vez en su vida podría entrar en un lugar como aquel. En aquel momento abandonó su vehículo y aceptó el ticket que le tendía el conserje como si fuera algo que hiciera cada día. Y así era, pero nunca acababa de acostumbrarse.

Sacó la bolsa de cuero en la que llevaba el equipaje y fue a ayudar a su madre. May miraba sonriente hacia el hotel.

–Me acuerdo de este lugar –le dijo con los ojos brillando de alegría–. Es precioso. ¿De verdad vamos a alojarnos aquí?

–Es lo más práctico.

–Necesitas un poco de romanticismo.

–Ahora ya tienes un proyecto.

May se echó a reír y le acarició la mejilla.

–¡Oh, Rafe! Es maravilloso que hayas vuelto. Mientras venía conduciendo por aquí, no sabía adónde mirar. ¿No te encanta todo? Siento que tuviéramos que marcharnos. ¡Fuimos tan felices en este lugar!

Rafe suponía que sí, que algunos días habían sido felices, pero para él, abandonar Fool’s Gold había sido el objetivo que le devoraba las entrañas. Pero aquella no era una conversación que quisiera tener con su madre, se recordó.

–Podrás volver a ser feliz otra vez en cuanto tengas el rancho –le dijo mientras la acompañaba al interior del hotel.

El vestíbulo era enorme. Había paneles tallados en una de las paredes y una lámpara de araña de cristal importado de Irlanda. Rafe no estaba seguro de dónde había sacado aquella información, ni de por qué la recordaba, pero así era.

Mientras May se detenía con las manos en el pecho y miraba maravillada a su alrededor, Rafe se acercó al mostrador de recepción y se presentó.

–Tenemos reservadas dos habitaciones –dijo, sabiendo que su siempre eficiente secretaria habría hecho todos los arreglos pertinentes.

–Sí, señor Stryker, por supuesto. Les hemos reservado una suite a cada uno en el tercer piso.

La joven, vestida con un traje azul claro le tendió un documento para que lo firmara, le indicó las horas a las que estaba abierto el restaurante y le informó de que el servicio de habitaciones funcionaba las veinticuatro horas del día.

Pero él estaba más interesado en tomar una copa. Dos quizá. Tras dirigir una breve mirada al bar, agarró a su madre del brazo y la condujo hacia el ascensor.

–A mí con una habitación pequeña me basta –le advirtió ella cuando bajaron en la tercera planta.

–Muy bien.

–Estoy segura de que conseguiré llegar a un acuerdo con Glen y con Heidi y no tendré por qué continuar en el hotel.

Rafe se detuvo delante de la primera puerta e introdujo la tarjeta en la rendija.

–Mamá, cuando te conviertas en la propietaria del rancho, ¿de verdad vas a querer vivir allí? Estarás en medio de la nada –aunque su madre todavía era joven, no le gustaba la idea de que estuviera sola en el rancho–. La casa es vieja y no creo que esté particularmente cuidada.

Pensó en el tejado hundido y en la pintura descolorida y sintió que comenzaba a dolerle la cabeza.

May le palmeó el brazo.

–Me gusta que te preocupes por mí, Rafe, pero estaré perfectamente. He estado deseando volver al rancho desde que lo perdimos hace veinte años. Siento que pertenezco a ese lugar. Quiero convertirlo en mi hogar. Y sé que todo va a salir bien. Ya lo verás.

Rafe estaba seguro de que ganarían el juicio. Dante se encargaría de ello. Pero había una enorme distancia entre ganar un juicio y que las cosas salieran realmente bien. Su madre iba a enfrentarse a una situación muy complicada.

–Quiero ir a ver a Glen a la cárcel –anunció mientras le metía la maleta en el dormitorio de la suite.

–Punto uno –musitó Rafe, pensando en la primera de las complicaciones de la lista.

–Me siento fatal sabiendo que está allí –su cálida mirada se enfrió–. No tenías que haber llamado a la policía.

–Ese hombre ha cometido un delito.

–Lo sé y te agradezco que te preocupes por mí, pero creo que deberíamos haber encontrado otra solución.

Con un poco de suerte, habría un mini bar en la habitación, pensó Rafe sombrío. Así no tendría que bajar al bar.

–Glen está perfectamente.

–No tienes forma de saberlo. Pienso ir a verle.

Rafe reconocía aquella cabezonería, principalmente porque él la había heredado de su madre.

–Dame media hora para ponerme en contacto con la oficina y después te llevaré a la cárcel. Iremos juntos.

May volvió a sonreír.

–Gracias.

Claro que sonreía. Al fin y al cabo, acababa de salirse con la suya. Rafe le prometió volver al cabo de media hora y se dirigió a su habitación, situada al final del pasillo.

Utilizando la tarjeta, entró en aquel espacio vacío y libre de las iniciativas de su madre. La habitación daba a las montañas. Las cortinas estaban suficientemente abiertas como para permitirle ver las cumbres de Sierra Nevada acariciando el cielo.

Entró en el dormitorio, dejó la bolsa de viaje sobre la cama y volvió a la zona del salón mientras se quitaba la corbata. En vez de buscar en el mini bar, sacó el teléfono móvil y llamó a la oficina.

–Despacho del señor Stryker –contestó en tono profesional su asistente al primer timbrazo.

–Hola, señora Jennings.

–Señor Stryker, ¿está usted en Fool’s Gold con su madre?

–Sí, y parece que voy a tener que pasar aquí una buena temporada.

–Me lo imaginé cuando el señor Jefferson me comentó que iba a reunirse con usted. Es un sitio precioso.

Rafe arqueó las cejas. La señora Jenning nunca hacía comentarios de carácter personal. Ni siquiera sabía si estaba casada, si era abuela o vivía con un grupo de rock.

–¿Ha estado usted aquí?

–Varias veces. Organizan unas fiestas maravillosas.

Sobre gustos no había nada escrito, pensó Rafe.

–Tendré que comprobarlo por mí mismo.

–Puedo enviarle un calendario. Está en la página web del Ayuntamiento, www.FoolsGoldCA.com.

–Eh, no hace falta, pero gracias por el ofrecimiento. Necesito que me reorganice la agenda. Cancele todo lo que no sea importante y aplace todo lo demás.

Se produjo una pausa durante la que, Rafe estaba seguro, su asistente estaba tomando notas.

–De acuerdo –le dijo–. Ahora mismo estoy revisando las dos próximas semanas y creo que podré hacerme cargo de todo. Excepto de su reunión con Nina Blanchard.

Rafe se hundió en el sofá y reprimió una maldición.

–La llamaré personalmente.

–Por supuesto.

Terminaron la conversación y colgaron el teléfono. Rafe regresó al dormitorio, se cambio rápidamente el traje por unos vaqueros y una camisa de manga larga y se puso la cazadora de cuero.

No podía evitar a Nina Blanchard eternamente, pensó. Al fin y al cabo, había sido él el que la había contratado. Pero no iba a poder aprovecharse de sus servicios mientras estuviera en Fool’s Gold. Nina tendría que esperar hasta que resolviera los problemas en los que se había metido su madre.

 

 

Después de abandonar Fool’s Gold, Rafe se había prometido experimentar todo lo que el mundo pudiera ofrecerle. Había conseguido una beca para estudiar en Harvard, había viajado por Europa y había hecho amistades entre ricos y poderosos. Pero jamás había estado en una prisión.

Y aunque estaba seguro de que todas debían de parecerse, tuvo la impresión de que la prisión de Fool’s Gold era uno de los mejores lugares en los que uno podía ser encarcelado.

Para empezar, en vez de en colores industriales, las paredes estaban pintadas de amarillo y crema. Unos carteles de brillantes colores anunciaban las fiestas que tanto parecían gustar a su asistente. Olía a carne guisada y a pan recién hecho. La mujer que les registró al entrar era una joven de aspecto amable, no el típico funcionario de rostro sombrío que aparecía normalmente en las películas.

–Esta noche estamos recibiendo muchas visitas –comentó la funcionaria Rodríguez.

Llevaba su brillante y larga melena recogida en una cola de caballo.

Rafe estudió su peinado. No le parecía muy buena idea que las fuerzas del orden llevaran una cola de caballo. Al fin y al cabo, eso le daba a los delincuentes algo a lo que agarrarse, les permitía dominar físicamente la situación. ¿Estaría Fool’s Gold tan cerca del nirvana que no tenían que enfrentarse a delitos verdaderamente serios?

–Glen Simpson es un hombre muy popular –sonrió–. La media de la ciudad está mejorando, pero aun así, sigue habiendo pocas posibilidades para mujeres de cierta edad, y Glen es un hombre encantador.

May firmó el documento que le tendía.

–¿Qué media?

–La media de hombres. Teníamos pocos. El año pasado saltó la noticia y se organizó un auténtico lío. Los medios de comunicación decidieron aprovechar el tema y se organizó hasta un reality show.

–Sí, creo recordarlo –comentó May pensativa–. El verdadero amor o Fool’s Gold. Creo que tuvieron que quitarlo de antena antes de que terminara.

–No tenía audiencia, fue una pena. A mí me gustaba. En cualquier caso, sirvió para que se corriera la noticia de que faltaban hombres y no han parado de venir. Desde entonces, mi vida es mucho más interesante –sus ojos castaños chispeaban–. Pero la mayor parte de ellos son jóvenes, así que desde que llegó, Glen ha sido considerado un buen partido. Solo lleva unas cuantas horas en la cárcel y ya ha recibido seis… –miró la tablilla–, siete visitas.

May parecía incómoda.

–Le aseguro que no he venido por ningún motivo relacionado con el romanticismo. Solo quería asegurarme de que Glen, eh… el señor Simpson, estaba bien –se inclinó hacia la funcionaria y bajó la voz–. Ha sido mi hijo el que le ha metido en la cárcel.

–Gracias por darme tu apoyo, mamá.

–Podríamos haber arreglado las cosas de otra manera.

–No, si pretendes recuperar tu dinero.

May tensó la expresión, señal segura de que se había propuesto algo. Alzó las manos.

–Muy bien, tienes razón. Ahora, vamos a ver cómo está. Es lo único que podemos hacer por él.

Rafe resistió la tentación de mirar el reloj. Confiaba en que volvieran al hotel antes de que cerrara el bar.

La funcionaria les condujo a través de un largo y luminoso pasillo y cruzaron con ella una serie de puertas. El olor a comida se hizo más intenso, recordándole a Rafe que no había almorzado y estaban ya cerca de la hora de la cena.

–Aquí le tienen –dijo la funcionaria mientras empujaba una puerta para invitarlos a entrar–. Glen, tienes más visitas.

La única experiencia que Rafe tenía sobre la cárcel procedía de lo que había visto en las películas de televisión. No estaba muy seguro de qué lugar ocuparía la prisión de Fool’s Gold en ese lúgubre espectro. Pero nada le había preparado para las condiciones en las que Glen se encontraba.

El anciano estaba tumbado en la celda. La celda contaba con el consabido camastro, aunque en aquella ocasión cubierto por una bonita colcha y por lo menos una docena de cojines. Una alfombra de colores intensos cubría la mayor parte del suelo. Había jarrones llenos de flores y una mesita de café.

Afuera, junto a las rejas de la celda, habían colocado una televisión de pantalla plana. El sonido de una película de acción invadía aquel minúsculo espacio. Al lado de la televisión había una estantería en la que habían servido una especie de bufé. Sobre ella descansaba una media docena de fuentes cubiertas esperando a ser servidas. Y también pasteles, tartas y galletas.

–¡Usted!

Rafe se volvió y vio a la jefa de policía caminando hacia él.

–¿Señora?

–No me llame «señora» –gruñó.

Le agarró del brazo y le obligó a salir de nuevo al pasillo.

–¡Todo esto es culpa suya! –le espetó cuando estuvieron a solas–. No piense que esto no va a causarle problemas.

La jefa de policía Barnes podía llegarle solamente a la altura del hombro, pero había algo en su actitud que dejaba muy claro que no estaba dispuesta a permitir ninguna insolencia.

–¿De qué está hablando?

–De ese hombre –señaló hacia la puerta que conducía a las celdas.

–Si está causando problemas… –comenzó a decir Rafe, lo que le valió una mirada fulminante.

Una buena mirada. Mejor incluso que la de su asistente.

–Tenemos problemas, sí, pero no es él el que los está causando, sino todas esas mujeres. ¿Sabe cuántas han venido a verle?

–¿Seis? –preguntó.

Recordaba que la funcionaria les había dicho que eran siete y él había asumido que contaba a su madre entre ellas.

–Sí, seis –le confirmó la policía–. Han aparecido aquí con todo tipo de mantas y comida. Una de ellas hasta le ha traído una televisión. Y otra una funda de goma espuma para el colchón. Al fin y al cabo, no queremos que nuestros detenidos duerman incómodos, ¿verdad?

–No creo que todo eso sea culpa mía –replicó.

–Ha sido usted el que nos ha obligado a arrestarlo –le clavó el índice en el pecho–. Sáquele de aquí o le aseguro que convertiré su vida en un infierno.

–Mañana vamos al juzgado.

–Estupendo. Lo último que quiero es ver esta prisión llena de civiles que se comportan como si estuvieran en el club de la parroquia. Cuando el juez le pregunte que si está dispuesto a dejar que Glen salga en libertad bajo palabra, contestará que sí, ¿me ha oído?

Rafe pensó en la posibilidad de decirle que estaba violando varias leyes en aquella conversación. Que él tenía derecho a pedir que Glen continuara encarcelado hasta que se celebrara el juicio, ¿pero de qué serviría? Hasta que no se resolviera aquella situación estaba condenado a estar en aquella maldita ciudad. Tener a la jefa de policía como enemiga no iba a aportar nada a su causa.

–Tendré que hablar con mi abogado –le dijo.

–Es lo único que le pido –tomó aire y lo soltó lentamente–. Le juro que si vuelve a aparecer alguien más con una cazuela de comida, aquí va a haber sangre.

3

 

 

 

 

 

Heidi permanecía incómoda en la sala, al lado de la amiga de Glen. Era la primera vez que estaba en un tribunal. Jamás en su vida le habían puesto siquiera una multa. Le entraban ganas de salir corriendo. La jueza, una mujer alta vestida de negro, la intimidaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. El alguacil le parecía igualmente autoritario con el uniforme. Había un ambiente de expectación, se oían rumores nerviosos entre aquellos que estaban observando lo que allí ocurría.

Desvió la mirada de Glen y de Trisha, que hablaban en voz queda, hacia al otra mesa. Rafe Stryker estaba sentado al lado de un hombre que parecía tan poderoso como él. Los dos iban vestidos con trajes de color azul marino, camisas blancas y corbatas rojas. Pero el parecido terminaba allí. Rafe era un hombre moreno, de pelo negro, ojos negros y ceño sombrío. Miraba a su alrededor con expresión hostil, como si le molestara tener que perder el tiempo con un asunto tan insignificante como aquel. Aunque, según el abogado de Glen, May Stryker había comprado el rancho con su hijo, lo que significaba que Rafe jugaba un papel idéntico al de su madre en la demanda.

El abogado tenía el pelo rubio y unos ojos azules increíbles. Era suficientemente guapo como para que Heidi, a pesar de la preocupación del momento, se fijara en él. Cuando volvió a mirar a Rafe, sintió que algo se le cerraba en la boca del estómago, algo que no le había ocurrido al mirar a su abogado.

Trisha se volvió y le hizo un gesto a Heidi para que se inclinara hacia ella.

–Es Dante Jefferson –susurró, señalando al abogado de Rafe–. Le conozco únicamente de oídas, aunque no me importaría llegar a conocerlo más íntimamente.

Heidi parpadeó sorprendida. Por supuesto, no era ella quién para juzgarla. Al fin y al cabo, Trisha estaba haciendo aquello de forma gratuita.

–¿Es bueno?

Trisha tensó entonces su expresión.

–Es el mejor. No es solo el abogado de Rafe, también es su socio. Ambos son dos hombres de negocios de éxito. Entre los dos han ganado tanto dinero como el Producto Interior Bruto de un país de tamaño medio.

Heidi se llevó la mano al estómago.

–¿Crees que Glen va a ir a la cárcel?

–No, si puedo evitarlo. Eso dependerá de lo que dictamine la jueza –se volvió hacia Harvey–. ¿Estás preparado?

El anciano asintió.

–He venido aquí por Glen, igual que él está aquí por mi culpa.

–Muy bien. La jueza querrá hablar contigo –le advirtió–. Sé sincero. Cuenta exactamente lo que pasó.

–Lo haré.

Heidi esperaba que eso bastara para liberar a su abuelo.

Miró a su alrededor mientras Trisha volvía a concentrarse en Glen. May Stryker cruzó con ella la mirada, la saludó con la mano y sonrió. Heidi no estaba segura de qué hacer tras aquel saludo. Al fin y al cabo, May era la razón por la que Glen se había buscado problemas.

No, se recordó a sí misma. Glen era el culpable de sus propios problemas. Le había estafado a May una enorme cantidad de dinero. Aunque lo hubiera hecho para ayudar a Harvey, había provocado una situación extremadamente compleja.

Quería estar enfadada con su abuelo, pero no era capaz de superar el miedo que la invadía. En cuestión de minutos, podrían haberlo perdido todo. La casa que tan desesperadamente había deseado, sus queridas cabras y hasta el último céntimo que tenía. ¿Y después qué? ¿Adónde iría? Lo único que ella quería era disfrutar de un hogar y estaban a punto de arrebatarle aquella posibilidad.

La jueza Loomis se quitó las gafas.

–He revisado el material. Señora Wynn, ¿defiende al señor Simpson gratuitamente?

La abogada de Glen se levantó.

–Sí, Señoría. Me sentí tan conmovida por el caso que decidí ayudarle.

–Así lo haré constar.

El miedo a perderlo todo llevó a Heidi a levantarse.

–¿Señoría?

La jueza le dirigió una mirada de desaprobación. Trisha gimió.

–Soy Heidi Simpson –se presentó Heidi rápidamente–. ¿Puedo hablar?

La jueza miró los documentos que tenía delante y alzó de nuevo la mirada hacia Heidi.

–Estamos hablando de su rancho. ¿Qué tiene que decirnos, señora Simpson?

Heidi miró a Trisha, que elevó los ojos al cielo. Era consciente de que todo el mundo la estaba mirando.