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Bianca 3032 Una aventura que cambiaría sus vidas para siempre...… Después de un horrible matrimonio, el ama de llaves Carrie Taylor, juró que nunca se enamoraría de otro hombre. Ni revelaría jamás el secreto deseo por su jefe, Massimo. Pero la química entre ellos estaba a punto de encenderse. Acompañar a Massimo a Buenos Aires como su amante fue algo irresistible. Y pronto Carrie recibiría noticias impactantes. Esperaba gemelos. Antes de Carrie, Massimo no se había relacionado con nadie más allá de una sola noche. A pesar de sus malas experiencias con la familia, iba a ser padre. Massimo estaba decidido a reclamar a sus bebés. Pero iba a tener que prometer algo más que sus miles de millones para ganarse la confianza de Carrie...
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Seitenzahl: 183
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Abby Green
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Doble promesa, n.º 3032 - septiembre 2023
Título original: His Housekeeper’s Twin Baby Confession
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411801485
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CARRIE Taylor estaba demasiado atontada para ponerse nerviosa por la entrevista de trabajo para un puesto de ama de llaves en Londres. No entendía cómo la habían considerado candidata idónea, pues su experiencia se reducía a trabajar en hoteles de tres estrellas.
La mansión georgiana, en uno de los barrios más exclusivos de Londres, era otro nivel. Su voluntad de mudarse a Londres, y la disponibilidad inmediata, sin ataduras, podría tener que ver.
Sin ataduras…
La emoción amenazó la barrera de insensibilidad levantada hacía seis meses, pero la contuvo.
Ya tendría tiempo de lamerse las heridas si conseguía alejarse de Manchester. Al menos físicamente. Emocionalmente…
Apartó su mente del traumático pasado e intentó centrarse de nuevo en la entrevista. Era imposible que le dieran el puesto. Varias mujeres, mucho más glamurosas y, sin duda, con más experiencia habían pasado antes que ella. Y también un hombre con un traje de tres piezas.
Ninguno llevaba ropa barata. Carrie se estiró la camisa. La chaqueta y la falda ni siquiera hacían juego, aunque sí eran del mismo color. Tenía un agujero en las medias, que esperaba fuera imperceptible. Había adelgazado varios kilos. Debería haberse comprado ropa nueva.
–No le voy a mentir, es casi imposible –había dicho el reclutador–, pero quien no arriesga, no gana. ¿Seguro que nunca ha oído hablar de Massimo Black, lord Linden? El conde de Linden.
–No, ¿debería? –Carrie había sacudido la cabeza.
–Supongo que no –había contestado el reclutador.
Por el aspecto de la casa, el dueño era indudablemente rico. Un conde. Ya era tarde para buscarlo en el móvil y se maldijo por no haberlo hecho en el tren. Eso hacía la gente antes de las grandes entrevistas de trabajo. Se informaban sobre el empleador.
Se lo imaginó mayor y muy elegante. ¿Pelo blanco? ¿Voz potente?
–¿Señorita Taylor?
–Sí –contestó Carrie claramente nerviosa.
–Lord Linden la recibirá ahora –el ayudante la miró de arriba abajo con frialdad–. Sígame.
Ella lo siguió por el impresionante vestíbulo de clásicos azulejos blancos y negros y una escalera de mármol que conducía a la primera planta.
El ayudante se detuvo ante una puerta, llamó, y una voz grave respondió:
–Pase.
Carrie sintió un hormigueo. La puerta se abrió y el hombre se hizo a un lado. Por un segundo, el sol la cegó, de modo que solo distinguió una silueta muy alta y corpulenta junto a la ventana.
Avanzó otro paso y lo vio. Lo primero que pensó fue: «joven». Y lo segundo, que no había visto a nadie más guapo en su vida. Era una estatua griega hecha realidad.
Pelo grueso, rubio oscuro, peinado hacia atrás. Mandíbula fuerte. Boca firme. Físico poderoso. Cada línea de su cara y su cuerpo gritaba poder y privilegio, y algo mucho más inquietante, una sensualidad innata, que ella no había percibido nunca.
Hablaba, pero, por un instante, Carrie no oyó nada. Estaba conmocionada. Era la primera vez que alguien o algo atravesaba el entumecimiento de su cuerpo. Y su corazón.
–Disculpe, ¿decía?
–Decía que, por favor, tome asiento –lord Linden, contuvo su irritación.
Esa mujer lo miraba como si jamás hubiera visto a un hombre. Estaba acostumbrado a reacciones algo menos descaradas. Quizás su ayudante se había equivocado al decirle: «Esta es la última, jefe, y por lo visto nunca ha oído hablar de usted».
Eso había llamado su atención. Era raro que alguien no lo conociera, a él y la escabrosa historia de su vida: heredar la inmensa fortuna Linden y el título de conde a los dieciocho años tras la prematura y escandalosa muerte de sus padres. Su madre, de sobredosis en la casa de campo familiar tras una fiesta desenfrenada, y su padre, semanas después mientras pilotaba un helicóptero con su nueva amante. Y luego la trágica muerte de su querido hermano pequeño, heredero del gen destructivo, a pesar de sus esfuerzos por mantenerlo en el buen camino.
Hasta el momento, ninguna de las candidatas le había impresionado, a pesar de sus currículos y referencias. Así pues, no tenía muchas esperanzas en esa, que carecía de todo eso.
La mujer… Carrie Taylor, se sentó en el borde de una silla. Massimo se preguntó por qué, hasta que vio que tiraba de la falda, como si quisiera taparse la rodilla. Tenía un agujero en las medias.
Algo se agitó en su interior. Conciencia. «¿Por ese despojo?», se burló de sí mismo. Porque era un despojo. La ropa le colgaba y necesitaría tomar el sol durante unos meses.
Llevaba el pelo rubio recogido en un moño, con algunos mechones sueltos. A primera vista, su rostro era soso, pero al sentarse frente a ella percibió una fina estructura ósea, una nariz recta y una boca sorprendentemente sensual. Sus enormes ojos eran verdes.
Ella lo miró, y Massimo tuvo que esforzarse para controlarse.
–Aquí dice que es viuda… –consultó su expediente.
–Sí –ella se estremeció.
Massimo sabía lo que era perder a un ser querido. El dolor por la muerte de su hermano, hacía casi diez años, seguía vivo.
–Lo siento. ¿Hace mucho?
–Seis meses –ella evitó su mirada.
–También pone que está dispuesta a empezar de inmediato y a vivir como interna.
–Sí.
Massimo sentía curiosidad por esa mujer que había viajado desde Manchester para solicitar un trabajo que tenía muy pocas posibilidades de conseguir.
–¿Qué le hace pensar que está cualificada para ser ama de llaves de esta casa?
Ella respiró hondo y sus pechos, más rotundos de lo esperado, se marcaron bajo la camisa. Massimo desvió la mirada, de nuevo indignado por reaccionar.
–No tengo título universitario –ella lo miró fijamente–, pero llevo trabajando desde los dieciséis.
–¿Abandonó la escuela?
–Sí –Carrie alzó la barbilla.
Massimo no pudo evitar admirar su rebeldía.
–Empecé a trabajar en un hotel, haciendo camas y limpiando baños, y a los veinte ya era gerente. Era responsable del buen funcionamiento de… todo.
Massimo dejó el expediente y se sentó. El inconfundible orgullo en su voz lo impresionó. No tenía ningún título académico, pero tenía más experiencia que cualquiera de los otros candidatos.
–¿Por qué dejar todo eso para venir a dirigir una casa en Londres?
–Porque no tengo ataduras y necesito un cambio –una sombra cruzó el rostro de Carrie–. Quiero adquirir experiencia en el sector privado.
Massimo tuvo la sensación de que había algo más.
–Está contratada –tomó la decisión en una fracción de segundo–. Un mes de prueba. Mi ama de llaves saliente permanecerá una semana para enseñarle el funcionamiento de todo. ¿Cuánto tiempo necesita para hacer las maletas y mudarse?
–¿Lo dice en serio? –ella lo miró aturdida, los ojos muy abiertos.
Él asintió, fascinado por el color rosa de sus mejillas. Pero sería su ama de llaves. Estaba vetada. Si aceptaba el trabajo, no permitiría que volviera a afectarle.
–Solo necesito un día o dos… ¿Podría instalarme después del fin de semana?
–Perfecto –Massimo se levantó y le tendió la mano–. Mi ayudante la ayudará con el traslado.
Carrie no se lo podía creer. Se levantó con piernas temblorosas y le estrechó la mano a lord Linden, que la envolvió en su calor. El contacto fue como una descarga eléctrica.
Sin duda era por la impresión al obtener el trabajo. Y por lo carismático que era él. Y joven. Tendría que ser de piedra para no sentirse atraída hacia ese hombre.
–Gracias por darme esta oportunidad –Carrie retiró la mano–. No se arrepentirá.
Sintió un inmenso alivio por poder alejarse de los sombríos recuerdos de su vida. Empezaría de nuevo. En un lugar nuevo. Sanaría y, tal vez, algún día seguiría adelante con su vida.
Era difícil evitar la mirada de lord Linden. Oscura. Indescifrable.
«Mejor», se dijo a sí misma. No quería leer sus emociones. Era su jefe y había demasiado en juego como para permitir que la afectara, emocional o físicamente.
–Gracias –repitió, jurándose que él no tendría motivos para arrepentirse de haberle dado esa oportunidad.
Cuatro años después
Massimo se sentía culpable. Acababa de salir de una entrevista con un importante periódico financiero. Sonó el teléfono del coche, miró la pantalla y frunció el ceño.
Lo ignoró y pisó el acelerador para sortear el tráfico. El potente motor no contribuyó a mejorar su ánimo. Para eso necesitaría la carretera despejada y sin límite de velocidad.
Sonrió con amargura. Quizá el destructivo gen familiar daba por fin la cara. El mismo que se había cobrado la vida de su hermano pequeño, muerto en un circuito de carreras.
La periodista lo había irritado desde el principio, preguntándole cómo se sentía al ser nombrado de nuevo el hombre más rico del mundo.
–¿Siente la responsabilidad de garantizar una descendencia que continúe su legado filantrópico?
En otras palabras, ¿sentaría la cabeza? No iba a confesarle a una periodista que no engendraría otra generación de Linden. No tras el excelente ejemplo de paternidad destructiva y caótica ofrecida por sus padres.
Su hermano y él habían vivido entre niñeras e internados, sin coherencia. Siendo el mayor, Massimo había desarrollado un fuerte sentido de la responsabilidad. Un deseo de lograr una estructura y crear orden del caos.
Su hermano pequeño había seguido el ejemplo de sus padres. Massimo se preguntaba a menudo si se habría rebelado su hermano de haber sido él menos meticuloso. Pero ese pensamiento conducía a la locura.
En cualquier caso, llevaba en él la sangre temeraria de su madre, una condesa italiana, y también de su padre, un irresponsable playboy, y jamás se arriesgaría a transmitirla a otra generación. Había visto a su hermano estrellarse y arder, literalmente. No le haría eso a su propio hijo.
Elegía escrupulosamente a sus amantes y solo pasaba una noche con ellas, para no generar expectativas. Después de ver cómo su padre anulaba la poca confianza de su madre encadenando amantes sin disimulo, Massimo no tenía intención de poner a prueba su fidelidad.
Le bastaba con una noche… hasta hacía unos seis meses. Cuando había perdido el apetito.
Massimo atravesó las puertas electrónicas de su casa de Londres. La irritación de su conversación con la periodista se desvaneció al bajarse del coche. La puerta principal se abrió por arte de magia.
Pero no había magia, solo su ama de llaves, la señorita Taylor, vestida con su habitual uniforme de camisa negra de manga corta y pantalón negro. Zapatos planos. Pelo rubio recogido en un moño a la altura de la nuca. Sin maquillaje. Sin joyas.
Y ahí estaba. Ese pequeño palpitar, por mucho que intentara ignorarlo o reprimirlo.
–Bienvenido, señor –ella sujetó la puerta y frunció el ceño–. No lo esperaba tan pronto… ¿todo bien?
La irritación resurgió. ¿Era su vida tan reglamentada, tan predecible, que ni siquiera podía volver temprano a su propia casa? Era extraño, porque la señorita Taylor era una de las pocas personas que no lo irritaban.
Ella tenía un efecto único sobre él, algo perturbador… balsámico. ¿Cómo podía ser a la vez consciente de alguien y sentirse calmado por ella? Se estaba volviendo loco.
A menudo se felicitaba por haber confiado en su instinto al contratarla. Se había convertido en una de sus empleadas de mayor confianza. Y estaba a punto de pedirle un enorme favor.
–Tengo que pedirle algo –le dijo–. ¿Puede venir a mi despacho?
–Por supuesto –contestó Carrie, tras dudar un instante, cuando lord Linden la miró fijamente.
Lo siguió hasta su despacho, intentando no fijarse en cómo llenaba ese traje de tres piezas. El pelo se le rizaba un poco en la nuca y Carrie sintió el impulso de tocarlo y sugerirle que se lo cortara.
Notó que estaba de un humor extraño, ella siempre percibía su humor con una especie de sexto sentido. No solía estar de mal humor. Melancólico, sí. Pero nunca la tomaba con los empleados.
Lo siguió al interior del despacho, cerrando la puerta tras ella. Allí había mantenido su entrevista. Era extraño pensar que habían pasado cuatro años. Una oleada de emoción la invadió. Ese trabajo le había proporcionado todo lo que había esperado. Un lugar donde asentarse y empezar a sanar.
Por lo general, evitaba el contacto visual con su jefe, y las conversaciones giraban siempre en torno a la casa y los horarios. Él viajaba mucho. A veces podía estar fuera un mes seguido.
Pero últimamente no viajaba tanto. Y verlo casi a diario había empezado a ponerla un poco nerviosa. Sentía que perdía el control en su presencia.
–Por favor, siéntese, señorita Taylor.
Carrie se sentó, sin saber de qué quería hablarle lord Linden. Él se sentó tras el escritorio, dominando el espacio, aunque ya no estuviera de pie.
Hacía meses que no tenía una amante.
El pensamiento, aleatorio e incendiario, saltó a la mente de Carrie, que se sonrojó. ¿Qué le pasaba? ¿Qué le importaba si él había tomado una amante últimamente o no?
«Porque te molesta verlas a la mañana siguiente».
Carrie intentó recuperar la compostura. Quizás se llevaba a sus amantes a un hotel. O pasaba la noche en sus apartamentos.
–¿Está bien? –preguntó lord Linden.
–Sí… –Carrie asintió–. Hace un poco de calor, eso es todo.
Lord Linden se levantó y abrió la ventana que daba a un exuberante jardín trasero. Todo un lujo en el centro de Londres. Carrie estaba hipnotizada por los músculos bajo el traje.
–¿Mejor?
–Sí, gracias.
–Sabe que viajo a Nueva York mañana –Massimo volvió a sentarse
–Sí, una semana, ¿no? –respondió ella aliviada.
–Posiblemente más. Pero hay un problema. Mi ama de llaves en Manhattan se ha jubilado anticipadamente por motivos de salud. Mi equipo aún no ha encontrado una sustituta. Voy a ofrecer un cóctel y necesito que todo esté bajo control, en orden.
El alivio de Carrie se desvaneció. No sabía adónde quería llegar.
–Esperaba que considerara la posibilidad de acompañarme –lord Linden se inclinó hacia delante.
–¿Acompañarlo a Nueva York? –Carrie sintió pánico.
–Como ama de llaves mientras dure mi viaje –él asintió–. Espero que para cuando termine allí habremos encontrado una sustituta.
–No sé qué decir –Carrie apretó las manos–. Nunca he estado allí. No tengo ni idea de cómo funcionan las cosas.
Sentía un millón de sensaciones: Incredulidad, confusión, terror y, probablemente lo más inquietante, excitación. Era lo último que necesitaba… ¡más tiempo en compañía de lord Linden!
–¿Su pasaporte está al día? –él la miró muy tranquilo.
–Lo acabo de renovar –ella asintió.
–Pues no necesita más.
Hacía que pareciera tan sencillo. Nada del otro mundo. Solo la trasplantaba de un lado a otro.
«Pero no tendrás paz».
Estaría aún más cerca de él, justo cuando sentía que perdía el control. Acompañarlo sería una locura y, sin embargo, no tenía elección.
–Pero ¿no me necesitará aquí? –Carrie se resistió.
–Esto funciona como un reloj –respondió lord Linden–. Aguantará una o dos semanas sin usted. Como he dicho, tengo que celebrar un acontecimiento importante en mi apartamento. Me gustaría tener a alguien de confianza allí. Mi ayudante en Nueva York trabajará a sus órdenes.
–¿Una o dos semanas? –ella lo fue asimilando.
–Hasta que terminen mis compromisos allí –Massimo asintió–. Estoy seguro de que para entonces mi equipo habrá encontrado una nueva ama de llaves.
–Supongo que no tengo elección –Carrie reflexionó en voz alta.
–¿Tan terrible será pasar un par de semanas en Nueva York? –él arqueó una ceja–. Tendrá tiempo libre para hacer lo que quiera.
Carrie era consciente de lo raro que resultaría negarse. Era su ama de llaves en Londres. Lo que él le pedía era perfectamente razonable. Y se trataba de Nueva York.
–De acuerdo, iré con usted.
–Bien –contestó lord Linden secamente–. Saldremos mañana antes de comer. Espero que tenga tiempo suficiente para hacer el equipaje y dejar la casa en buenas manos.
–Por supuesto –respondió Carrie con dulzura.
–Muy bien. Eso es todo, señorita Taylor.
Carrie se apresuró a marcharse antes de hacer el ridículo.
Cuatro años trabajando para ese hombre sin mostrar reacción, y de repente sentía que se avecinaba una tormenta.
Carrie solo había viajado en avión dos veces, ninguna en un jet privado. Creía haberse acostumbrado al lujo en casa de lord Linden, pero el elegante jet demostró su equivocación.
El interior era de color crema y dorado. Alfombras suaves y lujosas. El asiento parecía haber sido diseñado para adaptarse a su cuerpo.
Se sentó en la parte delantera del avión y lord Linden detrás, ante un escritorio, trabajando con su portátil. Durante el vuelo le ofrecieron toda clase de bebidas y un menú con la misma comida que solía servirse en las fiestas de lord Linden. Carrie optó por tomar agua con gas.
Estaba demasiado excitada para dormir y alternó la contemplación de las nubes con la de una revista que no leía. Al cabo de un par de horas, se dio cuenta de que no oía la voz grave de lord Linden.
Miró a hurtadillas hacia atrás y lo vio despatarrado, con las largas piernas estiradas, leyendo un documento con el ceño fruncido.
Con el cuello abierto y las mangas de la camisa enrollada, el pelo revuelto y barba incipiente, debería estar bebiendo champán con una hermosa mujer a cada lado. Rezumaba un atractivo sexual que, sospechaba Carrie, él ni valoraba.
Aunque sí era consciente de poseerlo, era obvio en cada movimiento, pero había algo más… un aire de insolencia que aumentaba su atractivo. Resultaba arrogante y distante, una combinación embriagadora que, sin duda, atraía a muchas mujeres.
Pero no a ella. Ella sabía lo que le convenía.
Massimo levantó la mirada y Carrie no pudo escapar de la mirada oscura. Tragó saliva y se ruborizó.
«¿Seguro que lo tienes controlado?», se burló una vocecilla en su cabeza.
–¿Va todo bien? –él entornó la mirada.
–Bien… muy bien, gracias –ella asintió–. Lo siento, no quería molestarle, lord Linden –se apresuró a añadir cuando él soltó el documento.
–No hace falta que me siga llamando lord Linden –él la miró fijamente.
–Yo… de acuerdo –Carrie disimuló su sorpresa.
Llamarlo por su nombre le recordaba demasiado a las amantes que despedía a la mañana siguiente.
«No ha tenido una amante en meses», le recordó la astuta vocecilla.
–¿Cómo debo llamarlo?
–Massimo.
–¿Está seguro de que es… apropiado? –Carrie palideció.
–Lo es si yo lo digo –Massimo frunció el ceño–. «Lord Linden», me hace sentir viejo y estirado, y no creo ser ninguna de esas cosas, ¿no?
–No –contestó ella, admirando la elegante y sexy postura.
–¿No quieres champán? –Massimo deslizó la mirada hacia la mesa de Carrie.
–Es mediodía –Carrie se enderezó.
–Bueno, en realidad es de noche –una pequeña sonrisa asomó a sus labios.
Ella se sintió expuesta, torpe. Los límites grabados en piedra durante cuatro años parecían disolverse a su alrededor.
–Tú tampoco bebes –observó ella.
–En realidad, apenas bebo –la breve sonrisa desapareció.
Carrie lo había observado en las fiestas en su casa, de pie con una copa de vino en la mano, pero sin beber.
En esas fiestas siempre parecía pensativo. Inaccesible. Y siempre había un montón de mujeres rodeándolo, para las que su aire impenetrable era un reclamo.
Carrie iba a decir: «debería dejarte volver al trabajo», pero lo que salió de su boca fue:
–¿Te importaría llamarme Carrie? «Señorita Taylor», me hace sentir como una maestra de escuela.
Por un momento pensó que se había pasado de la raya.
–Por supuesto –contestó él al fin.
–Gracias. Te dejo volver al trabajo.
–Gracias… Carrie.
Ella se giró antes de que él viera el rubor en sus mejillas. Habían intercambiado más palabras en las últimas veinticuatro horas que en toda su vida laboral. Y se tuteaban. Carrie sintió vértigo.
No debía olvidar que estaba allí porque su jefe la necesitaba para trabajar en Nueva York.
El recorrido en coche hasta Manhattan fue una sobrecarga sensorial. Le impresionaron los altos edificios en las anchas calles. El caos del tráfico, las bocinas sonando. La cantidad de gente.
–¿Todo bien? –preguntó él sin apartar la mirada de ella.
Carrie quiso sacudir la cabeza. Su latido cardíaco se había triplicado. Acababan de tomar un helicóptero desde el aeropuerto hasta una azotea de Manhattan y luego los había recibido un coche con chófer a pie de calle. No podía fingir que estaba habituada.
–No esperaba un viaje en helicóptero hasta la ciudad más famosa del mundo.
–Es útil cuando tengo mucho que hacer y poco tiempo –Massimo se encogió de hombros.
–Claro –murmuró Carrie, no lo hacía por ella…
–El chófer me dejará en mis oficinas y te llevará al apartamento. El conserje tiene instrucciones de dejarte entrar y enseñarte la casa, y mi ayudante irá más tarde para informarte de todo lo que necesitas saber sobre el evento que voy a organizar.
Carrie estaba acostumbrada a tratar con la alta sociedad londinense, pero Manhattan era otra cosa.