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Últimamente, nada ha sido igual para Dolores Mendoza. Acaban de diagnosticarle una enfermedad crónica de la vejiga, ha tenido un incidente humillante que la ha convertido en el hazmerreír de su escuela y ha perdido a su amiga de toda la vida, Shae, que de repente ignora a Dolores para salir con las chicas más populares. Por si fuera poco, su madre la obliga a ir a un «taller de comunicación para chicas». Allí, Dolores establece una tímida conexión con Terpsícore, una joven que recibe educación en casa y es autista. Inesperadamente, ambas hacen un trato: Dolores fingirá ser su amiga para convencer a su sobreprotectora madre de que la deje inscribirse en la escuela pública. A cambio, Terpsícore ayudará a Dolores a recuperar a Shae. Con el tiempo, su amistad de conveniencia empezará a transformar a ambas chicas y a redefinir la forma en que entienden las amistades antiguas y nuevas. «Una historia perspicaz, divertida y realista sobre las consecuencias de crecer». Kirkus Reviews
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Seitenzahl: 396
Veröffentlichungsjahr: 2024
Para mi gente: los jóvenes, sarcásticos y enfermos crónicos.
Estamos en excelente compañía, por lo menos.
Capítulo uno
Baño #62: Iglesia católica de san Francisco de Asís. La clásica experiencia de múltiples retretes con papel higiénico de una sola hoja. Si entras con expectativas de cantos gregorianos, velas e incienso, quedarás decepcionado. Dos estrellas y media.
Yo: Eh, hola, señor. ¿Padre? ¿Así es? Suena raro. Yo… mmm… nunca había hecho esto antes y, seré muy honesta, no estoy totalmente segura de cómo funciona. Ay, Cristo, este lugar es sofocante. Oh, lo siento, ése es… su amigo. ¡Probablemente no debería estarle diciendo esto! ¿Puedo decirlo? ¿Cuáles son las reglas?
Sacerdote: ¿Por qué no empiezas por tomar una respiración profunda?
Yo: Buena idea… bien.
Sacerdote: ¿Eres católica, hija?
Yo: Creo que sí. Mi tía dice que estoy bautizada, pero yo no lo recuerdo.
Sacerdote: ¿Te bautizaron cuando eras muy pequeña, entonces?
Yo: Supongo.
Sacerdote: Eso es perfectamente válido. Eres católica.
Yo: Pero nunca había estado en una iglesia. Ni siquiera sé si creo en Dios o en Jesús o algo así. Mamá nos educó para ser humanistas seculares, ateos.
Sacerdote: Entonces, ¿qué te trajo aquí hoy, si se puede saber?
Yo: Mi tía. Ha estado intentando convencerme para que la acompañe a un servicio religioso, y entonces me dice: “¿Sabes? Nosotros, las personas mayores, no vamos a estar aquí para siempre”, y luego cosas como: “¿No te gustaría hacer algo para que tu tía* se sienta feliz?”. Y hoy cedí, porque estoy pasando por una pequeña crisis, de hecho, y supongo que pensé: ¿por qué no?
Sacerdote: “¿Por qué no?”. Te sorprendería la cantidad de gente que llega aquí gracias a esa pregunta. Casi tanta como la que llega por un simple “¿por qué?”.
Yo: Si le cuento algo, usted debe mantenerlo en secreto, ¿verdad? ¿Así funciona esto?
Sacerdote: El derecho canónico exige que los confesores mantengan en privado todo lo dicho en el Sacramento de la Penitencia. Ni siquiera para salvar mi propia vida podría divulgar una sola palabra de lo que tú me digas.
Yo: Bueno, maldición, probablemente no lleguemos a eso.
Sacerdote: De todos modos, debes saber que todo lo que se diga aquí es entre tú y Dios. Yo sólo soy un mediador, una especie de sustituto para recordarte el perdón de Dios. ¿Qué te preocupa, niña?
Yo: Es difícil saber por dónde empezar. Tengo un problema. Bueno, tres problemas distintos, en realidad, si lo desglosamos todo. Y, por lo general, eso es lo que se supone que hay que hacer, ¿no es así? ¿Desglosar las cosas y abordar los problemas de uno en uno? Pero no puedo hacerlo, en realidad… separar las tres cosas, quiero decir, porque todas son lo mismo.
Sacerdote: Muy parecido a la Santísima Trinidad.
Yo: No, para nada es así. Es, más bien… no sé. Espere, ¿alguna vez ha visto eso que pasa en las alcantarillas, cuando las colas de un montón de ratas se enredan? No recuerdo cómo se le llama a eso, pero después de un rato de estar atrapadas así, acaban convirtiéndose en una gran criatura que se retuerce de dolor, toda fusionada, junto con la sangre y la suciedad y las heces… Así son mis problemas.
Sacerdote: Qué imagen tan vívida.
Yo: Gracias. Y tengo que hablar rápido, porque mi tía cree que estoy en el baño, y así era, pero cuando ya venía de regreso vi la puertecita abierta de este armario…
Sacerdote: Confesionario.
Yo: Eso, claro. Bueno, vi que la puerta estaba abierta, y pensé que tal vez podría entrar y morir mutilada por una bestia gigante de Narnia. Pero eso no va a pasar, ¿verdad?
Sacerdote: Me temo que no, no.
Yo: Eso supuse. Entonces, me di cuenta de que era una de esas habitaciones con un sacerdote al otro lado de la pared, y pensé que quizá me ayudaría poder hablar con alguien, aunque no pudiera verlo. Especialmente, si no podía verlo. ¿Tiene sentido?
Sacerdote: Por supuesto. Continúa.
“Naranja dulce, limón partido, dame un abrazo que yo te pido”.
Tía Vera golpeteaba con los dedos en el volante mientras cantaba. De vez en cuando, en el momento en que el camino requería más concentración, cambiaba al simple tarareo y se inclinaba hacia el frente con los ojos entrecerrados tras sus gafas estilo ojo de gato. Su rosario oscilaba de un lado a otro del espejo retrovisor, a punto de arrancar al san Cristóbal de plástico que llevaba adherido al tablero.
“Si fueran falsos mis juramentos, en poco tiempo se olvidarán”.
El coche de mi tía no tenía aire acondicionado, porque ¿para qué necesitaría ella una tontería tan cara cuando había ventanas perfectamente útiles que podíamos bajar… hasta la mitad? De alguna manera, y era algo sorprendente, la mujer de sesenta y cinco años ni siquiera estaba sudando. Su maquillaje —los labios rojos y una gruesa base un tono demasiado claro para su piel morena— se mantenía perfectamente en su sitio, gracias a su monumental fuerza de voluntad. Yo, en cambio, no tenía tanta suerte. Estaba segura de que, si el trayecto se alargaba demasiado, los policías me encontrarían derretida, con la carne permanentemente fusionada a la funda granny square arcoíris del asiento. “Pobre chica”, dirían. “Muerta a tan sólo una semana de las vacaciones de verano. Una verdadera tragedia”.
Tía Vera cayó en un bache y jadeé, aferrándome a la puerta con los nudillos blancos. Yo no era la única que estaba teniendo problemas. San Cristóbal (y, por extensión, el Niño Jesús que llevaba a cuestas) se cayó al suelo del lado del conductor, y rodó debajo de los pedales. Tía Vera murmuró algo en español mientras buscaba la figura, retirando su atención del camino.
—¡Tía, cuidado! —grité cuando el coche se desvió.
—¡Ajá! —respondió ella, devolviendo la santa figura a su legítimo lugar y el vehículo a su carril correspondiente—. Cálmate, mija. He tenido este coche durante tres décadas, lo cual equivale a más del doble de lo que tú llevas viva, y ni una sola vez he tenido un accidente.
Condujimos en silencio durante un minuto antes de que ella me mirara y analizara mi expresión de incomodidad mientras yo me aflojaba el cinturón de seguridad del regazo.
—¿Todavía tienes tu aflicción?
Suspiré, moví la cadera en el asiento y miré por la ventanilla entreabierta. Mi aflicción. Roedor asqueroso número uno.
—La cistitis intersticial es crónica, tía. Continua. Persistente. De larga duración. Ocurre durante un largo periodo de tiempo. Así que sí, todavía tengo mi aflicción.
—Ay, niña, sabes que no quise insinuar nada con eso —me reprendió con suavidad.
Las cejas de tía Vera se tocaban en el centro como dos orugas peludas dándose un beso. Mi hermano Mateo tenía esas mismas cejas, y mi padre, y supongo que yo también las tendría si Shae Luden no hubiera descubierto las bandas depilatorias en sexto grado e insistido en que aprendiéramos a usarlas. Todavía podía vernos en el enorme baño principal de sus padres, inclinadas sobre el tocador doble, incitándonos la una a la otra frente al espejo para finalmente arrancar la bandita. Al pensar en Shae, mi garganta se tensó, como cuando tragas demasiado fuerte y sientes un tirón.
—Vitalis de Asís —dijo tía Vera.
—¿Qué? —pregunté, dándome cuenta de que había filtrado la charla de mi tía.
—Te estaba diciendo que lo busqué. Vitalis de Asís es el santo patrón de… —bajó la voz para proteger mi pudor— los problemas de pipí.
Fruncí los labios.
—Tía, ya fui a la iglesia, como me lo pediste. Pero ir una vez no significa que crea en nada de… —señalé al mártir mal pintado en el tablero— esto.
Tía Vera levantó las manos y soltó el volante.
—Claro que sí, por supuesto. Te agradezco que me hayas dado el gusto. Las viejitas siempre presumen de sus hijos y nietos, y ahora saben que tengo la sobrina más guapa —bajó las manos y me miró con un atisbo de sonrisa—. Y nunca se sabe. La fe puede llegar más tarde.
No iba a servir de nada discutir. El coche avanzó hasta detenerse en el callejón lateral junto a la Imprenta Mendoza.
—¿Subes? —pregunté, abriendo la puerta y sacando los muslos desnudos de la cubierta empapada del asiento.
Tía Vera ladeó la cabeza.
—¿Está tu madre en casa?
Revisé la hora en mi teléfono. En la pantalla de bloqueo había una foto mía y de Shae de hacía un par de veranos. Estábamos sentadas en la cubierta del barco de sus padres, sonriendo a la cámara. En ese tiempo, Shae todavía tenía sus frenos y yo un flequillo demasiado corto que ella me había arreglado la noche anterior. Me había parecido una idea brillante en ese momento. Rápidamente, oprimí el botón para oscurecer la pantalla.
—¿El viernes a las seis y media? —respondí, intentando recordar el horario de mamá para esta semana—. Puede ser. Y si no está, llegará pronto.
—Entonces no, gracias, mija —respondió tía Vera y se inclinó para darme el obligado beso en la mejilla. Volví a meterme en el coche para complacerla—. De cualquier manera, tengo que llegar a casa a tiempo para Rosa, mi vida —continuó—. Nos vemos el domingo.
—Hasta el domingo.
Vi cómo el Ford Escort rojo del 87 de mi tía se alejaba por el callejón, tras esquivar por un pelo la esquina de nuestro gran contenedor metálico. San Cristóbal sí que se mantiene ocupado, pensé mientras sacaba las llaves y me daba la vuelta para mirar el cartel de IMPRENTA MENDOZA.
Mis padres rentaron un departamento de dos pisos, sin elevador, en el centro. Así se lo describía siempre a la gente, porque sonaba mucho mejor que la realidad. El angosto edificio de ladrillo estaba encajonado entre dos vecinos: una barbería y una heladería de mala muerte que Mateo y yo estábamos seguros de que servía de tapadera para algún tipo de esquema de lavado de dinero. Mamá nos decía que eso era una locura, pero sólo ofrecían seis sabores, y uno de ellos era regaliz negro, así que ¿de qué otra manera podrían mantenerse en el negocio?
El precio de la renta incluía el escaparate de la planta baja y un departamento en el piso de arriba, al que sólo se podía acceder por unas escaleras de metal verde que se encontraban afuera del edificio y que eran escandalosamente ruidosas. Papá decía que teníamos suerte de que las escaleras hicieran tanto ruido. Era como tener un sistema de alarma gratis.
—Hey, tú —saludó Mateo, mi hermano.
Ya me había abierto la puerta antes de que yo lograra llegar al último escalón.
Lo empujé y seguí mi camino.
—Muévete, tengo que orinar.
—Grosera.
Baño #1: Departamento de los Mendoza. Compartido por tres adultos y una adolescente, este ruidoso inodoro tiene una gran demanda, aunque sus instalaciones dejan mucho que desear. El personal de limpieza es escaso y es común que no se repongan los artículos de primera necesidad, como el papel higiénico y el jabón de manos. El lugar sólo se salva por su excelente recepción de internet y un novedoso interruptor de luz en forma de elefante. Considera largos tiempos de espera, furiosos golpes en la puerta y un inquietante anillo amarillo en la parte inferior del asiento del escusado. Una estrella.
Una vez que me sentí moderadamente mejor, volví a la sala y me dejé caer de cara sobre el respaldo de nuestro viejo sofá beige. El sofá gimió en señal de protesta y su estructura se hundió tristemente.
—Mira todo este sudor —anuncié, con la voz amortiguada por el cojín—. Soy un monstruo del pantano —lancé las sandalias al suelo.
—Me encanta que todo eso se filtre en el sofá —se quejó Mateo. El sillón reclinable chirrió cuando se sentó frente a mí.
—Ay, por favor. Este sofá se mantiene unido a pesar de tus gases. Un poco de sudor no va a hacer ninguna diferencia —me di la vuelta—. Hey, ¿por qué no estás abajo?
Mateo tenía casi veintiún años pero aún vivía en casa. Mamá y papá lo nombraron “gerente” del negocio familiar, lo que significaba que se quedó aquí y no se fue a la universidad como sus amigos dos veranos atrás. Mi hermano estaba bien afeitado, tenía el cabello oscuro y rizado, y una constelación de granos sobre su tupida uniceja. Al igual que papá, medía un poco menos de metro setenta, pero mientras papá era corpulento y cargaba una panza cervecera, Mateo mantenía esa apariencia del Jesús de las estampas: delgada y musculosa. Shae siempre estuvo enamorada de él.
—Tenía que poner una carga de ropa —respondió Mateo para defenderse—. Además, no había nadie abajo, así que pensé que Johann podría manejar las cosas solo por unos minutos.
—Oh, mi Johhhhhaaaaaann —canté.
Las mejillas de Mateo enrojecieron.
—No es eso. Sólo somos amigos.
Johann Dietrich estudiaba en la escuela de arte local. Su madre, estadounidense, se fue a estudiar a Alemania y nunca regresó. Johann decidió, en el espíritu de la tradición, que quería hacer lo contrario en su experiencia universitaria. Mamá lo había contratado dos años atrás para que se encargara de los asuntos de diseño en la imprenta, cuando el local ganaba dinero en lugar de perderlo como si fuera una hemorragia. Mateo había estado locamente enamorado de Johann desde su primer turno. Pero mi hermano era demasiado cobarde para aceptarlo.
—Quieres lamer su bonita cara alemana —bromeé.
Mateo suspiró.
—Es tan bonita.
Levanté la cabeza y escuché el tintineo lento y decidido de las escaleras, lo que significaba que mi madre estaba en casa. Cuando las cosas en la imprenta empezaron a ir mal, mamá consiguió un nuevo trabajo como conserje en el gimnasio de veinticuatro horas al otro lado de la ciudad. Ella lo odiaba. Nunca lo ha dicho, pero no hacía falta, lo escuchaba en el ruido que hacían sus pies al subir las escaleras.
Obedientemente, Mateo le abrió la puerta y mamá entró arrastrando los pies y deslizó sin mayor ceremonia dos cajas de pizza sobre el mostrador de la cocina.
Mi corazón se hundió.
—¿Otra vez pizza? —pregunté, tratando de que la decepción no se colara en mi voz.
Mamá se sentó a la mesa para quitarse los tenis con plantillas ortopédicas.
—Sí. ¿Y?
Puse mala cara e hice una pregunta cuya respuesta ya sabía.
—¿Esta vez elegiste la que lleva salsa blanca? Sabes que no debo comer tomates.
Mamá cerró los ojos y giró la cara hacia la polvorienta lámpara. Vi cómo las arrugas de su frente se tensaban y luego se relajaban mientras respiraba largamente antes de volver a mirarme.
—Lo siento, Dolores, lo olvidé por completo.
Mateo sacó un trozo de pizza de la caja.
—Puedes quedarte con mis orillas, Dolores. Mételas en el horno para que se doren con un poco de queso, báñalas en algo de aceite de oliva y orégano. Haz algo elegante.
Me levanté y sacudí la cabeza mientras empezaba a investigar en los gabinetes de la cocina.
—Está bien. Tengo peras en almíbar y galletas saladas por aquí, en alguna parte.
—Bueno, no puedo competir con eso —respondió Mateo con tono sarcástico.
Le mostré el dedo de en medio.
Mamá examinó a mi hermano con desconfianza y luego miró su reloj.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó—. Cerramos hasta las siete y media. La gente recoge sus pedidos de camino a casa, al salir del trabajo.
Mateo agachó la cabeza con gesto culpable.
—Johann está a cargo —murmuró entre su grasiento bocado de pizza.
—Deberías tomar algunas de sus horas —dijo mamá—. A Johann tenemos que pagarle. A ti no —hizo una pausa—. Si las cosas siguen como hasta ahora, vamos a tener que dejarlo ir.
La uniceja de Mateo se elevó hasta unirse a su cabello.
—No te atreverías —dijo, lanzando su pizza de nuevo en la caja como para remarcar la gravedad de la situación—. Él es lo único bueno de estar aquí.
—Grosero —intervine.
Mateo cambió su expresión a una de suave súplica mientras se acercaba a mamá.
—Quiero decir, además de mi maravillosa familia y mi hermosa y compasiva madre, que nunca jamás arrebataría los últimos restos de mi alma despidiendo al amor de mi vida —Mateo tomó las manos de mamá entre las suyas y batió sus largas pestañas negras—. Y debo añadir que estás radiante con ese uniforme azul marino. Realmente resalta tus ojos.
Mamá ocultó una leve sonrisa.
—Mándalo a casa por hoy —dijo ella—. Pero tú tienes que quedarte y asegurarte de que esos carteles de las mesas estén perfectos. Un error más, y el señor Kim se llevará sus pedidos a otra parte.
—Sí, señora —respondió Mateo, haciendo un saludo militar con el trozo de pizza recuperado antes de desaparecer por la puerta. Su rápido descenso por las escaleras fue el único ruido en el departamento por un rato.
Mamá suspiró y se fue a su recámara a cambiarse.
Silencio. El silencio había sido mi enemigo durante las dos últimas semanas. En el silencio, no podía evitar recordar esa cosa terrible que me estaba acechando desde las sombras. Imaginaba que se parecía a la estatua de jaguar que sostenía la mesita de cristal de la casa de tía Vera: una bestia congelada con el lomo arqueado y los ojos de piedras preciosas fijos en su objetivo, esperando por siempre el momento oportuno para atacar.
Había reproducido la escena tantas veces en los últimos catorce días que el recuerdo había adquirido un cariz más bien cinematográfico. Tal vez fuera un mecanismo de defensa para hacer frente a la miseria de mi degradación, tal vez fuera el resultado del traumatismo cerebral, pero me imaginaba el momento como una de esas telenovelas empalagosas de colores brillantes que tanto le gustaban a mi tía: Rosa, mi vida,Los ojos del amor, El corazón palpitante. Había una iluminación espectacular, unas tomas desde extravagantes ángulos de la cámara y una arrolladora partitura interpretada por un cuarteto de cuerdas…
INTERIOR DE LA ESCUELA SECUNDARIA SUSAN B. ANTHONY, A ÚLTIMA HORA DE LA TARDE, DOS SEMANAS ATRÁS
Abrimos en una clase de octavo grado preparada para los exámenes estandarizados de fin de curso. La SEÑORITA HARPER camina de un lado a otro mientras los ALUMNOS en los pupitres metálicos tachonean exageradamente sus pruebas. Oímos el clic, clic, clic de los tacones de la profesora en el suelo. DOLORES muerde la punta del lápiz, inquieta, sudorosa. La cámara se detiene en la botella de agua vacía de su mesa. Dolores aprieta sus piernas juntas y le lanza una mirada al reloj, la toma se acerca a sus ojos aterrorizados. El tic-tac del reloj se suma al golpeteo de los tacones de la profesora, los sonidos se enlazan con la urgente melodía de un violín solitario.
SEÑORITA HARPER
Queda un minuto, muchachos.
El rostro de Dolores se contorsiona en una máscara de dolor mientras rellena el último círculo de su plantilla de respuestas. Da la vuelta a su examen y se levanta victoriosa, prácticamente derribando el escritorio. ¡Pero es demasiado tarde! Un río de humillación se desliza por sus piernas. La imagen se acerca a su boca abierta cuando deja escapar un gemido de desesperación.
DOLORES
¡Noooo!
Sus compañeros se giran uno a uno con expresiones amplificadas y marcadas por cuerdas percusivas. ¡Horror! ¡Asco! ¡Diversión! Devastada, Dolores se cubre los ojos con el brazo mientras intenta huir del salón. ¡Pero no lo consigue! Dolores resbala en el charco y cae, cae, cae, en cámara lenta. El fuerte golpe de su cráneo contra el suelo de linóleo detiene la música. La señorita Harper corre a su lado y su rostro se asoma por encima de la cámara. Su voz suena aturdida.
SEÑORITA HARPER
No te muevas, Dolores. No te muevas. ¡Podrías haberte roto el cuello!
Las luces fluorescentes entran y salen de foco.
Dolores parpadea en silencio, con las lágrimas fotogénicamente congeladas en sus mejillas. Desde arriba, el charco de orina del color de un resaltador amarillo se extiende inexplicablemente por el suelo, empapando a la chica, a la profesora y los zapatos de los asqueados espectadores. De fondo, se oyen las risas y burlas de los alumnos, distorsionadas, agudas, resonando por encima de todo.
SEÑORITA HARPER
¡Que alguien llame al 911!
ESTUDIANTE #1
¡No podemos! ¡Usted nos quitó los teléfonos para el examen!
EXTERIOR DE LA ESCUELA SECUNDARIA SUSAN B. ANTHONY, AL FINAL DE LA TARDE
Vuelve la música, suave y melodramática. Una ambulancia se detiene con un rechinido de llantas frente a la escuela. Dos PARAMÉDICOS se apresuran a entrar y vuelven a salir tan sólo un instante después, sacando de la escena a la lamentable alumna de octavo grado, empapada e inmovilizada por un collarín. Tras las ventanas, los alumnos de la escuela presionan sus caras contra el vidrio para echar un vistazo. De nuevo, vemos primeros planos de sus expresiones. ¡Desprecio! ¡Lástima! ¡Fascinación! Los paramédicos suben a una empapada y goteante Dolores a la parte trasera de la ambulancia. Sobre esta conmoción, el título aparece en la pantalla en letras cursivas: UNA CATÁSTROFE ADOLESCENTE… protagonizada por DOLORES MENDOZA y SU VEJIGA TRAICIONERA. Una producción de TELEVISIA.
—Dolores. ¡Dolores!
Brinqué, y me giré para mirar a mi madre, que estaba inclinada sobre el respaldo del sofá.
—¿Qué?
—Estabas mirando al vacío —entrecerró los ojos con suspicacia—. Es esa conmoción cerebral, ¿no es así? ¿Sabes? Fue por eso nunca dejé que Mateo se apuntara al futbol americano.
—Mateo no quería jugar futbol americano; él sólo quería jugar con el equipo.
Mamá frunció los labios.
—Eso no tiene gracia —me dijo.
—Es divertidísimo. Y cierto.
El sofá crujió siniestramente. Mi madre se enderezó y se acercó al sillón reclinable.
—Supongo que tu cerebro está bien, entonces. Como sea, ¿en qué estabas pensando?
—En nada —respondí.
—¿Nada?
—Ajá —no iba a decirle la verdad sobre la telenovela mexicana que se desarrollaba en mi mente. De ninguna manera ella pensaría que mi cerebro estaba bien entonces.
—¿Sabes…? —empezó mamá, estirando la palabra como si fuera un caramelo mientras cambiaba de tema—. La señora Luden no se ha puesto en contacto conmigo sobre las fechas de su viaje al lago este año.
Me sentía abrumada por la extraña sensación de balanceo cada vez que miraba la foto en mi pantalla bloqueada.
—¿Es sólo una omisión —insistió mamá— o hay algo de lo que quieras hablar?
La sensación de balanceo se convirtió en mareo. Era como estar de vuelta en el lago, Shae y yo recostadas en traje de baño y camiseta. Me imaginaba al señor Luden al volante, con un aspecto muy parecido al de los hombres de los anuncios de Viagra: alto y en buena condición, con el cabello grueso y canoso, y una sonrisa enmarcando sus blancos dientes. El rostro de la señora Luden siempre estaba completamente oscuro bajo su sombrero de ala ancha. Ella no era una persona: era una fachada glamurosa, una novela de bolsillo abierta, una mano con garras sosteniendo una copa de soda con vodka y limón. Y luego, estaba Shae, de color rosa-Pepto por el sol, resoplando de risa por algo que estaba ocurriendo en la orilla.
—No estoy segura de que vayan a ir —respondí, tratando de mantener mi voz casual—. Quizás estén muy ocupados este verano.
—Aaah… —mamá frunció los labios—. Dolores…
El sonido de pisadas, pom, pom, pom, subió por las escaleras.
—¡Papá está en casa! —salté para abrir la puerta, desesperada por escapar de la pregunta que sabía que mi madre haría a continuación.
La cara de mi padre estaba radiante cuando me estrechó entre sus brazos y me besó en la mejilla.
—¡Mija, nunca adivinarás lo que traje! —exclamó con esa voz áspera y rotunda que espantaba a los monstruos de la infancia y narraba cuentos para dormir—. ¡Vamos, chicos, súbanla, pero con cuidado!
Me incliné sobre el barandal metálico. Mateo y Johann estaban levantando cuidadosamente una enorme caja de un televisor de la parte trasera de la vieja camioneta Chevy de papá. Los dos se esforzaban por llevar la monstruosidad hasta la delgada y empinada escalera.
—No te creo… —dije.
—¡Es muy grande, señor Mendoza! —exclamó Johann con su suave acento alemán. Su flequillo rubio entrecortado asomaba por encima de la caja—. ¡Oh, hola, Lola!
Johann siempre me llamaba Lola. Me recordaba a esa canción. “Ella era Lola, una corista…”.
Papá y yo entramos otra vez en el departamento para dejar pasar a los chicos. La cara de mamá se ensombreció cuando los dos metieron la caja del televisor a la sala.
—Un momento —dijo en voz baja y con tono cortante—, no podemos permitírnoslo. Tienes que devolverlo.
—No te preocupes —respondió papá rodeando la cintura de mi madre con el brazo. Ella se puso rígida—. Me la dieron con una tarjeta de crédito de la tienda —explicó él—. Sólo pagaremos un poco cada mes, así que es prácticamente gratis. Además, tengo la sensación de que las cosas están cambiando por aquí. Y es una ocasión tan especial…
Papá tenía un ritual cuando traía a casa regalos extravagantes, un guion que habíamos seguido desde antes de que Mateo y yo tuviéramos memoria siquiera. Era una fórmula que tal vez había utilizado con mi madre cuando la cortejó por primera vez, un millón de años atrás.
—¿Qué ocasión especial? —pregunté.
Mi padre sonrió satisfecho y levantó su uniceja, con sus hoyuelos prácticamente taladrando sus huecos en las mejillas mientras me miraba.
—¿Por qué, no es hoy tu cumpleaños?
Negué con la cabeza.
—No, papá, no lo es.
Él fingió estar confundido y se volvió hacia mi madre.
—Bueno, ¿debe ser el tuyo? —preguntó, y cuando ella no respondió, él la empujó suavemente hasta que la expresión de mamá se suavizó y negó con la cabeza—. ¿Mateo?
—Nop —respondió mi hermano.
Papá señaló a Johann, una nueva incorporación al ritual.
—¿Qué hay de ti? ¿Es tu cumpleaños?
Los ojos verdes de Johann delataron su confusión.
—No, no es mi cumpleaños —dijo él lentamente, mirando a Mateo como si se tratara de algún tipo de extraña tradición norteamericana que no entendía—. En Alemania, no tenemos deseos de cumpleaños antes de tiempo. Trae mala suerte.
Papá levantó las manos al aire en un gesto dramático.
—¡Mea culpa! —gritó en voz alta, golpeándose el pecho con un brazo—. Debo haber confundido las fechas. Perdónenme.
Mamá se clavó los dedos en las sienes.
—Diego —exclamó.
Una sola palabra. En la escuela no te enseñan que a veces un nombre puede ser una frase en sí mismo. Mateo miró a mi madre con preocupación, pero yo sabía que no iba a decir nada mientras Johann estuviera cerca.
—¿Quién se está encargando de la tienda? —preguntó mamá.
Papá se negó a que echaran abajo su buen ánimo.
—Nadie, la cerramos. Les di a los chicos los últimos treinta minutos libres —señaló a la pareja—. Van a ayudarme a poner esta cosa en la pared. ¡Es un trabajo para tres hombres!
Mamá se apartó.
—Me está dando una migraña —murmuró—. Me voy a la cama.
Papá parecía sorprendido.
—Abigail…
La puerta de la habitación se cerró con un golpe, y Johann, Mateo y yo nos quedamos mirándonos los unos a los otros y a la caja del televisor y al suelo, a cualquier parte menos a mi padre.
—Está bien, está bien —nos tranquilizó papá—. Su madre, eh, siempre manteniéndome a raya —hizo una pausa—. Está bien, ya saben, pero también esta tele nueva. ¿Verdad?
Los tres asentimos, quizá con demasiada fuerza.
—Es que los quiero mucho —añadió papá con seriedad—. Quiero que lo tengan todo, mijitos.
Mateo tragó saliva.
—Nosotros también te queremos, papá —dijo él—. Mmm… vamos a poner esta cosa en la pared, supongo.
Pero no lo hicieron. Resultó que papá había comprado un soporte para el televisor del tamaño equivocado. Y aunque hubiera sido el correcto, no logró encontrar ninguna de las herramientas que necesitaba para montarlo.
—Sé que tengo un detector de vigas en alguna parte —repetía una y otra vez, mientras rebuscaba en los gabinetes.
El dulce Johann resistió durante casi una hora, antes de inventar una excusa para irse. Una vez que se fue, Mateo y yo volvimos a nuestras habitaciones. Dudo que papá se diera cuenta de que no estábamos allí. Hasta bien entrada la noche, las dos primeras veces que me levanté para ir al baño, pude oírlo murmurar solo, rebuscando por la casa hasta que finalmente, en silencio, se fue a la cama.
* Las palabras escritas originalmente en español se conservarán en cursivas para reflejar su intención inicial. N. de la T.
Capítulo dos
Mi vejiga me despertó antes de que saliera el sol. Cuando volví a meterme bajo las sábanas, sabía que no podría volver a dormir. Lo intenté de cualquier forma, pero sólo di vueltas en la cama como una foca en un muelle, desesperada por encontrar un lugar cómodo antes de que la luz de la ventana cambiara de azul a rosa. Fue inútil. A pesar de mis esfuerzos, me fue negado el dulce olvido de la inconsciencia. Grité contra la almohada y aparté el edredón de mis piernas.
Como le había dicho al cura, se cernían sobre mí tres problemas: mi impía trinidad. Empezó con el problema uno, mi globo de pipí defectuoso, que llevó al problema dos, orinar accidentalmente en público durante la última semana de la escuela secundaria, lo cual causó el problema tres, mi condición de leprosa. Una leprosa sin colonia. Una pequeña y solitaria leprosa.
Tomé mi teléfono y fruncí el ceño. No había notificaciones. De todos modos, abrí mis mensajes de texto y me desplacé hasta el final de la larga cadena de burbujas azules a lo largo de la parte derecha de la pantalla. Desesperada, envié otra andanada al abismo que nos separaba.
Ya pasaron dos semanas Shae por qué me estás ignorando?
Tus papás te quitaron el teléfono?
Por favor di algo para saber que estás bien
En realidad tú deberías estar preguntando si yo estoy bien
No lo estoy, por cierto
Tengo una historia divertida sobre Mateo quieres oírla?
Shae por favor
Mamá llamó a mi puerta y la abrió de golpe.
—¿Puedo pasar? —preguntó.
Puse el teléfono boca abajo en la mesita junto a mi proyecto favorito: Compendio Absurdo de Cuartos de Aseo (el C.A.C.A., para abreviar). Después de pasar una parte alarmante del año en los baños, me pareció apropiado que hubiera algún tipo de registro escrito que lo conmemorara. Así que abrí una carpeta. Tenía sesenta y dos brillantes entradas, protegidas, que los calificaban entre una y cinco estrellas. Había empezado como una estúpida bromita privada. Pero seguí haciéndolo mucho después de que ya había perdido la gracia. No estaba segura de por qué.
Mamá se aclaró la garganta.
—¿Tengo opción? —pregunté.
—La verdad es que no —contestó mamá, cruzando la recámara para sentarse al final de mi cama. Ya llevaba su uniforme de conserje y el cabello recogido en una cola de caballo. Puso un folleto sobre el edredón, entre nosotras.
—¿Qué es esto? —pregunté, analizando la genérica foto de la portada. Un grupo de adolescentes de distintas razas se sonreían como si no pudieran creer lo bien que se llevaban entre sí.
Mamá señaló el encabezado.
—Es un taller, ¿ves? Habilidades de comunicación para niñas de diez a trece años. Te apunté.
Parpadeé, sin comprender lo que estaba pasando.
—Tengo catorce.
—No hace tanto que tenías trece —mamá se apoyó en una mano y tomó el folleto con la otra—. Nadie estará en la puerta comprobando identificaciones. De todos modos, es gratis, y parece… —lo abrió— esclarecedor —decidió.
—¿Esclarecedor?
—Como para ayudarte a “comprender los problemas de comunicación más comunes” —dijo metódicamente, mientras recorría con la mirada la primera solapa—. “Aumentar tu confianza a la hora de hacer amistades y desenvolverte en ellas, practicar en escenarios”…
—Deja de leerme el folleto —la interrumpí y le arranqué el papel de las manos—. No lo necesito. Sé perfectamente cómo comunicarme.
Mi madre echó un vistazo a la habitación. Observó los cajones desordenados, el suelo cubierto de ropa sucia, la impresionante pila de tazas y cucharas sobre la cómoda.
—Dolores, sé que lo estás pasando mal en estos momentos —habló con la misma voz tranquila y mesurada con la que uno se enfrenta a un animal salvaje—. Tal vez tenga que ver con tu percance en la escuela o con que Shae no te haya invitado al lago este año. Está bien que no quieras hablar conmigo de eso. Yo no quería hablar con mamá de nada cuando tenía tu edad. Pero tal vez… —lo pensó por un segundo—. ¿Tal vez podrías hablar con Mateo sobre esto?
Puse los ojos en blanco.
—Porque Mateo tiene tantos amigos —dije.
—Ha tenido más de uno —rebatió mamá.
Fruncí el ceño.
—Sólo me refiero a que Shae y tú eran inseparables. Desde que eran unas niñas —explicó mi madre, retrocediendo diplomáticamente—. No necesitaste hacer ninguna amiga más, y eso era genial.
La forma en que enfatizó la palabra genial me hizo saber que pensaba que era cualquier cosa menos eso.
—¿Adónde vas con todo esto? —pregunté, entrecerrando los ojos.
—Lo que quiero decir es que ustedes dos pasaron tanto tiempo juntas que inventaron su propia forma especial de comunicarse, como… —mamá se pasó la lengua por los dientes mientras buscaba una analogía— como si fueran unas gemelas salvajes. La forma en que interactuaban entre ustedes tenía sentido para la otra, pero era mucho menos clara para los demás.
—Demasiadas críticas para ser tan temprano. De todos modos, Shae y yo estamos bien. Ya te lo dije. Su familia no irá al lago este año.
Mamá levantó las manos.
—Lo único que digo es que te faltó aprender a hablar con los demás, a formar nuevas amistades. Este taller me pareció un buen comienzo. Y lo mejor es que puedes ir caminando. ¿No es genial?
—Sólo los bichos raros irían a algo así —gemí—. O sea, las niñas de sexto grado o las masoquistas o las extraterrestres en trajes de carne humana para aprender cómo pasar desapercibidas.
Mamá negó con la cabeza.
—Búrlate todo lo que quieras, lo entiendo. Pero vi este folleto y pensé en ti, y yo sólo… tuve un buen presentimiento. Como si fuera algo que en verdad pudiera ayudar —frunció los labios y se quedó viendo sus manos—. Eso es todo.
Miré a mi madre, la miré de verdad: el surco profundo que le cruzaba la frente, las arrugas que empezaban a formarse alrededor de los ojos y los ojos mismos, rojos como si hubiera llorado hasta quedarse dormida. Seguro que fue así, después de lo que pasó ayer con papá y el televisor. Con lo preocupada que estaba por el dinero, era probable que llorara hasta quedarse dormida casi todas las noches. Y luego estaban mis cuentas médicas, que sólo Dios sabe a cuánto ascendían.
Mamá se veía vieja. Ésa era la palabra. En cuanto lo pensé, la piel se me puso caliente y me empezó a dar comezón, y recordé entonces lo que había dicho tía Vera sobre que todos los viejos morirían algún día.
Dios mío. —¡Bien!
—¿En serio? —su cara se iluminó tanto que me hizo sentir mal por haber opuesto resistencia.
—Sí. Lo que tú digas —dije, omitiendo el hecho de que fue necesario imaginar su mortalidad para motivar mi obediencia. Ay, tía Vera y esos viajes de culpabilidad católico-mexicanos.
Mamá me rodeó con sus brazos. —Gracias.
—¿De qué? —murmuré pegada a su uniforme.
—Por hacer a un lado tu independencia lo suficiente para dejarme ser tu madre —mamá me soltó y se levantó—. Es hoy de dos a cuatro. La dirección está en el folleto —enseguida desapareció por la puerta antes de que yo pudiera cambiar de opinión—. ¡Y ponte ropa de verdad! ¡Nada de sudaderas!
Baño #2: Imprenta Mendoza. Este inmaculado baño de un solo retrete, revestido de azulejos, es todo lo que el baño de arriba desearía ser. La falta de clientes asegura que este pintoresco remanso permanezca perpetuamente vacío, pero los propietarios lo mantienen siempre abastecido de costoso papel higiénico y aromatizante, “por si acaso”. El único inconveniente es la actitud del gerente hacia los no-clientes que se refugian en este oasis sagrado. Cuatro estrellas y media.
—Ya te lo he dicho, Dolores —Mateo enderezó un expositor de tarjetas de felicitación—. Ese baño no es para ti.
Mis dedos se detuvieron ligeramente en la perilla de la puerta.
—Eso sólo me hace desearlo más.
—Exclusivo para Clientes —señaló el cartel que colgaba al nivel de mis ojos—. A menos que uno de nosotros sea el único que esté a cargo de la imprenta, los Mendoza deben subir al departamento. Reglas de mamá.
Tenía dos cosas que esperar en mi futuro: agujeros en el revestimiento de mi vejiga y cuatro años en los que mi nombre iría inmediatamente seguido de “¿Sabes? En octavo se resbaló con su propia pipí, se golpeó la cabeza y se la llevaron en ambulancia”. Con eso en el horizonte, el baño prohibido era uno de los pocos consuelos preciados que me quedaban. No iba renunciar a él sin luchar.
—No haces que Johann suba —argumenté.
Mateo resopló.
—Me encanta Johann. ¿Crees que quiero que sea testigo de nuestro baño? ¿Crees que quiero que vea tu arte capilar en la pared de la ducha, o el asqueroso protector bucal de mamá, o la colección de jabones de no tan buena suerte de papá? —la boca de Mateo formó esa misma pequeña línea que hace la de mamá cuando está enfadada—. O sea, ni siquiera sabría cómo empezar a explicar eso último.
—Tal vez no exista un equivalente alemán —miré alrededor de la imprenta—. ¿Dónde está papá? No está su camioneta.
Mateo negó con la cabeza.
—Está haciendo algún trabajo para una de las amigas de Vera, creo. Lo cual es bueno, supongo, siempre y cuando se acuerde de cobrarle.
Papá siempre había complementado los ingresos familiares con esporádicos e informales trabajos de contratista. Era difícil saber exactamente cuánto ganaba, pero parecía gastarlo con bastante libertad. Volví a pensar en esa mañana, cuando me había servido un tazón de cereal y me di cuenta de que el televisor, de nuevo en su caja, seguía incómodamente guardado en la sala. Los trozos desparramados del soporte de tamaño incorrecto estaban esparcidos por la alfombra. Dudaba que alguien pudiera encontrar alguna vez las arandelas o los tornillos.
—¿En serio teníamos suficiente dinero para esa tele? —pregunté, temiendo la respuesta.
Mateo me miró con severidad.
—Escúchame, Dolores. No somos nosotros, son ellos. Sus finanzas. Sus decisiones. Sus líos. Es entre ellos —se frotó los ojos—. Nada de esto tiene que ver contigo, ¿entendido?
—Pero la cuenta de la ambulancia sí fue mía —gemí.
—No —dijo él con firmeza—. Eres su hija. Eres dependiente. Es el trabajo de tus padres cuidarte.
Asentí, sorprendida por su tono.
—Como sea —dijo, sacudiéndose la seriedad—, mamá dijo que irías a esa reunión de niñas tristes en ese espacio para eventos a unas calles de aquí, y me preguntaba si podrías colocar algunos volantes en el camino.
—¿Para qué?
Mateo fue detrás del mostrador y sacó una caja con papeles, tachuelas y cinta adhesiva.
—Una oferta promocional especial para la tienda —miró con tristeza por el gran escaparate en la parte delantera del local—. Tengo que hacer que Johann siga trabajando aquí. Mi plan de quince años depende de ello. Empieza con un romance en el trabajo y termina con nosotros como propietarios de una hostería en algún pueblecito alemán con calles empedradas y un castillo a lo lejos —me puso la caja en los brazos—. No me lo fastidies.
Forcé una sonrisa.
—Ni en sueños.
Supe que iba a ser un mal día para mi vejiga en el momento mismo que pasé frente a la heladería. Hacía dos años que One Fell Scoop había sustituido a una aburrida agencia de trabajo temporal de color beige. Desde entonces, mi tradición había sido agacharme bajo el gran escaparate cuando caminaba por ahí. En cuanto pasaba, echaba un vistazo rápido al interior para ver si podía sorprender a los dos hombres que trabajaban allí en medio de alguna acción nefasta. Tenía apodos para ellos basados en los tatuajes de sus caras: Araña y Lagrimita. Hoy estaban detrás del mostrador rosa y azul, limpiando la máquina de conos de wafles. Un par de niños estaban concentrados en sus enormes conos de helado en una mesa de la esquina, y una mujer mayor estaba ante una de las pequeñas mesas redondas, hojeando una revista y bebiendo una malteada.
En cuanto me levanté, lo sentí. A veces el dolor aparecía rápido y agudo a primera hora de la mañana, clavándome a la cama como una mariposa en una vitrina. Otras veces, cambiaba a lo largo del día, comenzando incómodo y haciéndose más agudo, más cruel, rechinando sus dientes en mi pelvis. Pero siempre, siempre estaba ahí. Eso era lo que no podía explicarle a mi familia ni a Shae, lo que nadie con quien hablara podría entender.
Quizás era por los jeans. Balanceé la caja de folletos contra mi cadera e intenté ajustar la cintura un poco más arriba. Desde que me diagnosticaron la enfermedad, había dado prioridad a la comodidad y vivía exclusivamente con los viejos pantalones deportivos y sudaderas de mi hermano. Eran de su etapa deportiva de undécimo grado, un periodo de su vida que no se nos permitía mencionar. Por suerte para mí, Mateo nunca se deshacía de nada.
Me detuve ante una pared cubierta de carteles que decían cosas como “Clases de piano económicas para todas las edades” y “Se venden cachorros de pura raza” y “Yo sé adónde voy a ir después de morir, ¿y tú? ¡SÁLVATE hoy, antes de que sea demasiado tarde!”. Saqué uno de los volantes de Mateo. En grandes letras mayúsculas, se leía “¡HAZ QUE TE VOLTEEN A VER!” y, debajo: “Diseña tus propios artículos de papel en Imprenta Mendoza. ¡25% de descuento en tu primer pedido!”. En colores vivos y saturados, mi hermano había editado una imagen de un gato con un sombrero de copa volando por el espacio sobre un pterodáctilo, mientras ambos disparaban pistolas láser. Era evidente que Johann no había participado en el diseño.
Colgué cuatro o cinco volantes de camino al taller, que se celebraba en un local que se rentaba en las afueras del centro de la ciudad. Nunca había entrado, aunque ya habíamos impreso la dirección en invitaciones de bodas, fiestas de cumpleaños y retiros. Fue entonces cuando me di cuenta de cómo mi madre había oído hablar de él. Saqué el folleto del bolsillo y miré en la esquina inferior izquierda. Por supuesto, allí estaba nuestro logotipo, un IM de aspecto artístico que Johann había diseñado cuando empezó a trabajar para nosotros. En ese tiempo, no habíamos arruinado por completo el negocio.
—¿Estás aquí para tomar el taller?
Levanté la vista. Una mujer, quizá no mucho mayor que Mateo, estaba abriendo la puerta para mí. Llevaba un saco de color salmón mal ajustado sobre un vestido informal que le llegaba a medio muslo. Miré sus tacones, tal vez demasiado altos y brillantes para ser parte de un atuendo ejecutivo.
—Mmm… —no era posible que alguien hubiera dejado a esta bebé adulta a cargo.
Es demasiado tarde para volver atrás; tienes que orinar, me recordó mi vejiga.
Púdrete en una zanja, respondí. Pero ella tenía razón.
La mujer me hizo un gesto exagerado para que entrara.
—No seas tímida, vamos, todo el mundo se está sentando, integrándose. Hay limonada y galletas de chocolate en la mesa. Puedes dejar esa caja aquí, si quieres.
—¿Me puedes decir dónde está el baño, por favor? —pregunté amablemente.
—Por supuesto. Está aquí detrás, a la izquierda. No hay manera de que te pierdas.
Capítulo tres
Baño #63: Eventos en Verde. Tratándose de un espacio diseñado para ser personalizable, el baño está decorado de forma bastante distintiva. El tema parece ser “escapada a la playa” lo cual podría ser divertido si no nos encontráramos a varios cientos de kilómetros del océano. Aparte de la decoración, está limpio, bien surtido y el ventilador se enciende automáticamente. También debe destacarse una sirena con pezones prominentes, envuelta alrededor del dispensador de jabón. Bastante descarada. Cuatro estrellas.
Al dar vuelta en la esquina y entrar en el espacio principal, me di cuenta enseguida de que había cometido un terrible error al aceptar venir. Una treintena de niñas exploradoras —todas llenas de cintas, vestidas de color caqui y por completo prepúberes— estaba congregada alrededor de la mesa de limonada. Se me hundió el estómago mientras buscaba a alguien, quien fuera, que ya no estuviera en la escuela primaria.
Al darme la vuelta, dispuesta a escapar, me estrellé contra la mujer de la puerta y estuve a punto de hacerla caer.
—Tengo que darte tu cuestionario —me dijo, enderezándose sobre sus tacones de fiesta y poniéndome en las manos un portapapeles y un lápiz.
—Pero… —protesté.
—No te preocupes, es sólo para mi profesor. Si no, no me dan créditos por este proyecto.
Me dirigí a la última fila de sillas plegables de metal y eché un vistazo a la media hoja sobre el portapapeles.
Califica cada afirmación como “totalmente de acuerdo”, “de acuerdo”, “algo de acuerdo”, “insegura”, “algo en desacuerdo”, “en desacuerdo” o “totalmente en desacuerdo”.
1. Me considero una comunicadora eficaz.
2. Me siento cómoda presentándome ante desconocidos.
3. Puedo defender mis necesidades cuando es necesario.
4. Sé cómo comunicar límites saludables.
5. Puedo resolver un desacuerdo con un amigo.
Metí el papel en mi bolsillo y dejé el portapapeles y el lápiz en la silla vacía que estaba a mi lado. De ninguna manera respondería esa estúpida encuesta. Maldito crédito escolar de la mujer de la puerta. ¡Y malditos jeans! Bajé un poco la cinturilla del pantalón mientras las niñas exploradoras se dirigían a sus asientos, entre risitas, dejando para mí toda la última fila.
La mujer se dirigió al frente de la sala y aplaudió.
—¡Hola a todas! Mi nombre es Nora Evans, estudio psicología en la universidad, y estoy muy emocionada de estar aquí con ustedes hoy para hablar un poco sobre la comunicación…
—¿Un poco? —interrumpió una voz desde la primera fila. No alcanzaba a ver a quién pertenecía—. Se supone que esto sería un taller de dos horas. Mi madre no vendrá a recogerme sino hasta las cuatro.
Las chicas frente a mí resoplaban y cuchicheaban entre ellas.
Nora parecía un poco nerviosa.
—O sea, sí, eso es correcto. Vamos a estar aquí hasta las cuatro.
—Bueno, eso es hablar mucho, ¿cierto? —insistió la voz.
Risas divertidas brotaron de la multitud, menos sofocadas ahora.
—Quiero decir, ¿cierto?
¡Qué descaro! Tía Vera me habría dado una bofetada si me hubiera oído hablándole así a un adulto, aunque se tratara de una adulta en formación, como Nora. Casi me sentí mal por la estudiante de psicología, sonrojada hasta tener el color de su saco, al frente de la sala. Me levanté un poco sobre mi silla y por fin logré ver a la culpable.