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"Doña Perfecta" de Benito Pérez Galdós profundiza en las complejidades de la sociedad, la religión y la moral española. Ambientada en la conservadora localidad de Orbajosa, la novela explora el choque entre los valores tradicionales y la modernidad. La narrativa se desarrolla con la llegada de Pepe Rey, desencadenando una dramática serie de acontecimientos que exponen la hipocresía y el fanatismo. Galdós teje magistralmente una crítica social, desentrañando las consecuencias de creencias y expectativas sociales rígidas. Los personajes lidian con la moralidad, el amor y el poder, haciendo de "Doña Perfecta" una exploración atemporal de la naturaleza humana en el contexto de la España del siglo XIX.
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Benito Pérez Galdós
Doña Perfecta
Spanish Language Edition
New Edition
Published by Sovereign Classic
This Edition
First published in 2021
Copyright © 2021 Sovereign
All Rights Reserved.
ISBN: 9781787362956
Contents
I VILLAHORRENDA!... CINCO MINUTOS!...
II UN VIAJE POR EL CORAZÓN DE ESPAÑA
III PEPE REY
IV LA LLEGADA DEL PRIMO
V ¿HABRÁ DESAVENENCIA?
VI DONDE SE VE QUE PUEDE SURGIR LA DESAVENENCIA CUANDO MENOS SE
VII LA DESAVENENCIA CRECE
VIII A TODA PRISA
IX LA DESAVENENCIA SIGUE CRECIENDO
X LA EXISTENCIA DE LA DISCORDIA ES EVIDENTE
XI LA DISCORDIA CRECE
XII AQUÍ FUÉ TROYA
XIII UN CASUS BELLI
XIV LA DISCORDIA SIGUE CRECIENDO
XV SIGUE CRECIENDO, HASTA QUE SE DECLARA LA GUERRA
XVI NOCHE
XVII LUZ A OBSCURAS
XVIII TROPA
XIX COMBATE TERRIBLE.—ESTRATEGIA
XX RUMORES.—TEMORES
XXI DESPERTA, FERRO
XXII. ¡DESPERTA!
XXIII MISTERIO
XXIV LA CONFESIÓN
XXV SUCESOS IMPREVISTOS.—PASAJERO DESCONCIERTO
XXVI MARÍA REMEDIOS
XXVII EL TORMENTO DE UN CANÓNIGO
XXVIII DE PEPE REY A D. JUAN REY
XXIX DE PEPE REY A ROSARITO POLENTINOS
XXX EL OJEO
XXXI DOÑA PERFECTA
XXXII FINAL
XXXIII
NOTES
I VILLAHORRENDA!... CINCO MINUTOS!...
Cuando el tren mixto descendente número 65 (no es
preciso nombrar la línea), se detuvo en la pequeña estación
situada entre los kilómetros 171 y 172, casi todos los viajeros
de segunda y tercera clase se quedaron durmiendo o bostezando
dentro de los coches, porque el frío penetrante de la5
madrugada no convidadas a pasear por el desamparado
andén. El único viajero de primera que en el tren venía
bajó apresuradamente, y dirigiéndose a los empleados, preguntóles
si aquél era el apeadero de Villahorrenda. (Este
10nombre, como otros muchos que después se verán, es
propiedad del autor.)
—En Villahorrenda estamos—repuso el conductor, cuya
voz se confundió con el cacarear de las gallinas que en
aquel momento eran subidas al furgón.—Se me había olvidado
15llamarle a usted, Sr. de Rey. Creo que ahí le esperan
a usted con las caballerías.
—¡Pero hace aquí un frío de tres mil demonios!—dijo el
viajero envolviéndose en su manta.—¿No hay en el apeadero
algún sitio donde descansar y reponerse antes de
emprender un viaje a caballo por este país de hielo?
20No había concluído de hablar, cuando el conductor,
llamado por las apremiantes obligaciones de su oficio,
marchóse, dejando a nuestro desconocido caballero con la2
palabra en la boca. Vió éste que se acercaba otro empleado
con un farol pendiente de la derecha mano, el cual movíase
al compás de la marcha, proyectando geométricas series de
ondulaciones luminosas. La luz caía sobre el piso del
5andén, formando un zig zag semejante al que describe la
lluvia de una regadera.
—¿Hay fonda o dormitorio en la estación de Villahorrenda?—preguntó
el viajero al del farol.
10—Aquí no hay nada—respondió éste secamente, corriendo
hacia los que cargaban y echándoles tal rociada de
votos, juramentos, blasfemias y atroces invocaciones, que
hasta las gallinas, escandalizadas de tan grosera brutalidad,
murmuraron dentro de sus cestas.
—Lo mejor será salir de aquí a toda prisa—dijo el
caballero para su capote.—El conductor me anunció que15
ahí estaban las caballerías.
Esto pensaba, cuando sintió que una sutil y respetuosa
mano le tiraba suavemente del abrigo. Volvióse y vió una
obscura masa de paño pardo sobre sí misma revuelta y por
cuyo principal pliegue asomaba el avellanado rostro astuto20
de un labriego castellano. Fijóse en la desgarbada estatura
que recordaba al chopo entre los vegetales; vió los sagaces
ojos que bajo el ala de ancho sombrero de terciopelo viejo
resplandecían; vió la mano morena y acerada que empuñaba
una vara verde y el ancho pie que, al moverse, hacía sonajear25
el hierro de la espuela.
—¿Es usted el Sr. D. José de Rey?—preguntó, echando
mano al sombrero.
—Sí; y usted—repuso el caballero con alegría—será
el criado de doña Perfecta, que viene a buscarme a este30
apeadero para conducirme a Orbajosa.
—El mismo. Cuando usted guste marchar... La jaca
corre como el viento. Me parece que el Sr. D. José ha de ser
buen ginete. Verdad es que a quien de casta le viene...
3—¿Por dónde se sale?—dijo el viajero con impaciencia.
—Vamos, vámonos de aquí, señor... ¿Cómo se llama
usted?
—Me llamo Pedro Lucas—respondió el del paño pardo,5
repitiendo la intención de quitarse el sombrero; pero me
llaman el tío Licurgo. ¿En dónde está el equipaje del
señorito?
—Allí bajo el reloj lo veo. Son tres bultos. Dos maletas
y un mundo de libros para el Sr. D. Cayetano. Tome10
usted el talón.
Un momento después señor y escudero hallábanse a
espaldas de la barraca llamada estación, frente a un caminejo
que partiendo de allí se perdía en las vecinas lomas
desnudas, donde confusamente se distinguía el miserable
15caserío de Villahorrenda. Tres caballerías debían transportar
todo, hombres y mundos. Una jaca de no mala
estampa era destinada al caballero. El tío Licurgo oprimiría
los lomos de un cuartago venerable, algo desvencijado,
aunque seguro; y el macho, cuyo freno debía regir
20un joven zagal de piernas listas y fogosa sangre, cargaría
el equipaje.
Antes de que la caravana se pusiese en movimiento,
partió el tren, que se iba escurriendo por la vía con la parsimoniosa
cachaza de un tren mixto. Sus pasos, retumbando
25cada vez más lejanos, producían ecos profundos bajo
tierra. Al entrar en el túnel del kilómetro 172, lanzó el
vapor por el silbato y un aullido estrepitoso resonó en los
aires. El túnel, echando por su negra boca un hálito
blanquecino, clamoreaba como una trompeta, y al oír su
30enorme voz, despertaban aldeas, villas, ciudades, provincias.
Aquí cantaba un gallo, más allá otro. Principiaba
a amanecer.
II UN VIAJE POR EL CORAZÓN DE ESPAÑA
Cuando empezada la caminata dejaron a un lado las
casuchas de Villahorrenda, el caballero, que era joven y de
muy buen ver, habló de este modo:
—Dígame usted, Sr. Solón...
5—Licurgo, para servir a usted...
—Eso es, Sr. Licurgo. Bien decía yo que era usted un
sabio legislador de la antigüedad. Perdone usted la equivocación.
Pero vamos al caso. Dígame usted, ¿cómo
está mi señora tía?
10—Siempre tan guapa—repuso el labriego, adelantando
algunos pasos su caballería.—Parece que no pasan años
por la señora doña Perfecta. Bien dicen que al bueno
Dios le da larga vida. Así viviera mil años ese ángel del
Señor. Si las bendiciones que le echan en la tierra fueran
15plumas, la señora no necesitaría más alas para subir al cielo.
—¿Y mi prima la señorita Rosario?
—¡Bien haya quien a los suyos parece!—dijo el aldeano.
—¿Qué he de decirle de doña Rosarito, sino que es el vivo
retrato de su madre? Buena prenda se lleva usted, caballero
20D. José, si es verdad, como dicen, que ha venido para
casarse con ella. Tal para cual, y la niña no tiene tampoco
por qué quejarse. Poco va de Pedro a Pedro.
—¿Y el Sr. D. Cayetano?
—Siempre metidillo en la faena de sus libros. Tiene
25una biblioteca más grande que la catedral, y también escarba
la tierra para buscar piedras llenas de unos demonches de
garabatos que dicen escribieron los moros.
—¿En cuánto tiempo llegaremos a Orbajosa?
—A las nueve, si Dios quiere. Poco contenta se va a
30poner la señora cuando vea a su sobrino.... Y la señorita
5Rosarito que estaba ayer disponiendo el cuarto en que usted
ha de vivir.... Como no le han visto nunca, la madre y la
hija están que no viven, pensando en cómo será o cómo no
será este Sr. D. José. Ya llegó el tiempo de que callen
5cartas y hablen barbas. La prima verá al primo y todo
será fiesta y gloria. Amanecerá Dios y medraremos, como
dijo el otro.
—Como mi tía y mi prima no me conocen todavía—dijo
sonriendo el caballero,—no es prudente hacer proyectos.
10—Verdad es; por eso se dijo que uno piensa el bayo y
otro el que lo ensilla—repuso el labriego.—Pero la cara
no engaña... ¡qué alhaja se lleva usted! ¡Y qué buen
mozo ella!
El caballero no oyó las últimas palabras del tío Licurgo,
15porque iba distraído y algo meditabundo. Llegaban a un
recodo del camino, cuando el labriego, torciendo la dirección
a las caballerías, dijo:
—Ahora tenemos que echar por esta vereda. El puente
está roto y no se puede vadear el río sino por el cerrillo de
20los Lirios.
—¿El cerrillo de los Lirios?—dijo el caballero, saliendo
de su meditación.—¡Cómo abundan los nombres poéticos
en estos sitios tan feos! Desde que viajo por estas tierras,
me sorprende la horrible ironía de los nombres. Tal sitio
25que se distingue por su yermo aspecto y la desolada tristeza
del negro paisaje, se llama Valleameno. Tal villorrio de
adobes que miserablemente se extiende sobre un llano árido
y que de diversos modos pregona su pobreza, tiene la insolencia
de nombrarse Villarica; y hay un barranco pedregoso
30y polvoriento, donde ni los cardos encuentran jugo, y
que sin embargo se llama Valdeflores. ¿Eso que tenemos
delante es el Cerrillo de los Lirios? ¿Pero dónde están esos
lirios, hombre de Dios? Yo no veo más que piedras y
yerba descolorida. Llamen a eso el Cerrillo de la Desolación
6y hablarán a derechas. Exceptuando Villahorrenda, que
parece ha recibido al mismo tiempo el nombre y la hechura,
todo aquí es ironía. Palabras hermosas, realidad prosaica
y miserable. Los ciegos serían felices en este país, que
5para la lengua es paraíso y para los ojos infierno.
El Sr. Licurgo o no entendió las palabras del caballero
Rey o no hizo caso de ellas. Cuando vadearon el río, que
turbio y revuelto corría con impaciente precipitación, como
si huyera de sus propias orillas, el labriego extendió el brazo
10hacia unas tierras que a la siniestra mano en grande y desnuda
extensión se veían, y dijo:
—Estos son los Alamillos de Bustamente.
—¡Mis tierras!—exclamó con júbilo el caballero, tendiendo
la vista por los tristes campos que alumbraban las
primeras luces de la mañana.—Es la primera vez que veo15
el patrimonio que heredé de mi madre. La pobre hacía
tales ponderaciones de este país y me contaba tantas maravillas
de él, que yo, siendo niño, creía que estar aquí era
estar en la gloria. Frutas, flores, caza mayor y menor,
montes, lagos, ríos, poéticos arroyos, oteros pastoriles, todo20
lo había en los Alamillos de Bustamente, en esta tierra bendita,
la mejor y más hermosa de todas las tierras....
¡Qué demonio! La gente de este país vive con la imaginación.
Si en mi niñez, y cuando vivía con las ideas y con
el entusiasmo de mi buena madre, me hubieran traído aquí,25
también me habrían parecido encantadores estos desnudos
cerros, estos llanos polvorientos o encharcados, estas vetustas
casas de labor, estas norias desvencijadas, cuyos cangilones
lagrimean lo bastante para regar media docena de
coles, esta desolación miserable y perezosa que estoy mirando.30
—Es la mejor tierra del país—dijo el señor Licurgo—y
para el garbanzo es de lo que no hay.
—Pues lo celebro, porque desde que las heredé no me
han producido un cuarto estas célebres tierras.
7El sabio legislador espartano se rascó la oreja y dió un
suspiro.
—Pero me han dicho—continuó el caballero—que algunos
propietarios colindantes han metido su arado en estos
grandes estados míos, y poco a poco me los van cercenando.5
Aquí no hay mojones, ni linderos, ni verdadera propiedad,
Sr. Licurgo.
El labriego, después de una pausa, durante la cual parecía
ocupar su sutil espíritu en profundas disquisiciones, se expresó
de este modo:10
—El tío Pasolargo, a quien llamamos el Filósofo por su
mucha trastienda, metió el arado en los Alamillos por encima
de la ermita, y roe que roe, se ha zampado seis fanegadas.
—¡Qué incomparable escuela!—exclamó riendo el caballero.—Apostaré
que no ha sido ese el único... filósofo.15
—Bien dijo el otro, que quien las sabe las tañe, y si al
palomar no le falta cebo no le faltarán palomas.... Pero
usted, Sr. D. José, puede decir aquello de que el ojo del
amo engorda la vaca, y ahora que está aquí ver de recobrar
su finca.20
—Quizás no sea tan fácil, Sr. Licurgo—repuso el caballero,
a punto que entraban por una senda a cuyos lados se
veían hermosos trigos que con su lozanía y temprana madurez
recreaban la vista.—Este campo parece mejor cultivado.
Veo que no todo es tristeza y miseria en los Alamillos.25
El labriego puso cara de lástima, y afectando cierto desdén
hacia los campos elogiados por el viajero, dijo en tono
humildísimo:
—Señor, esto es mío.
—Perdone usted—replicó vivamente el caballero—ya30
quería yo meter mi hoz en los estados de usted. Por lo
visto, la filosofía aquí es contagiosa.
Bajaron inmediatamente a una cañada, que era lecho de
pobre y estancado arroyo, y pasado éste, entraron en un
8campo lleno de piedras, sin la más ligera muestra de vegetación.
—Esta tierra es muy mala—dijo el caballero, volviendo
el rostro para mirar a su guía y compañero que se había
quedado un poco atrás.—Difícilmente podrá usted sacar5
partido de ella, porque todo es fango y arena.
Licurgo, lleno de mansedumbre, contestó:
—Esto... es de usted.
—Veo que aquí todo lo malo es mío—afirmó el caballero,
riendo jovialmente.10
Cuando esto hablaban, tomaron de nuevo el camino real.
Ya la luz del día, entrando en alegre irrupción por todas
las ventanas y claraboyas del hispano horizonte, inundó de
esplendorosa claridad los campos. El inmenso cielo sin
nubes parecía agrandarse más y alejarse de la tierra para15
verla y en su contemplación recrearse desde más alto. La
desolada tierra sin árboles, pajiza a trechos, a trechos de
color gredoso, dividida toda en triángulos y cuadriláteros
amarillos o negruzcos, pardos o ligeramente verdegueados,
semejaba en cierto modo a la capa del harapiento que se pone20
al sol. Sobre aquella capa miserable el cristianismo y el
islamismo habían trabado épicas batallas. Gloriosos campos,
sí, pero los combates de antaño les habían dejado horribles.
—Me parece que hoy picará el sol, Sr. Licurgo—dijo el
caballero, desembarazándose un poco del abrigo en que se25
envolvía.—¡Qué triste camino! No se ve ni un solo árbol
en todo lo que alcanza la vista. Aquí todo es al revés. La
ironía no cesa. ¿Por qué, si no hay aquí álamos grandes
ni chicos, se ha de llamar esto los Alamillos?
El tío Licurgo no contestó a la pregunta, porque con toda30
su alma atendía a ciertos lejanos ruidos que de improviso se
oyeron, y con ademán intranquilo detuvo su cabalgadura,
mientras exploraba el camino y los cerros lejanos con sombría
mirada.
9—¿Qué hay?—preguntó el viajero, deteniéndose también.
—¿Trae usted armas, D. José?
—Un revólver.... ¡Ah! ya comprendo. ¿Hay
ladrones?5
—Puede...—repuso el labriego con mucho recelo.—
Me parece que sonó un tiro.
—Allá lo veremos... ¡adelante!—dijo el caballero
picando su jaca.—No serán tan temibles.
—Calma, Sr. D. José—exclamó el aldeano deteniéndole.10
—Esa gente es más mala que Satanás. El otro día asesinaron
a dos caballeros que iban a tomar el tren.... Dejémonos
de fiestas. Gasparón el Fuerte, Pepito Chispillas,
Merengue y Ahorca Suegras no me verán la cara en mis
días. Echemos por la vereda.15
—Adelante, Sr. Licurgo.
—Atrás, Sr. D. José—replicó el labriego con afligido
acento.—Usted no sabe bien qué gente es esa. Ellos
fueron los que en el mes pasado robaron de la iglesia del
Carmen el copón, la corona de la Virgen y dos candeleros;20
ellos fueron los que hace dos años robaron el tren que iba
para Madrid.
Don José, al oír tan lamentables antecedentes, sintió que
aflojaba un poco su intrepidez.
—¿Ve usted aquel cerro grande y empinado que hay allá25
lejos? Pues allí se esconden esos pícaros en unas cuevas
que llaman la Estancia de los Caballeros.
—¡De los Caballeros!
—Sí señor. Bajan al camino real, cuando la Guardia
civil se descuida, y roban lo que pueden. ¿No ve usted30
más allá de la vuelta del camino una cruz, que se puso en
memoria de la muerte que dieron al alcalde de Villahorrenda
cuando las elecciones?
—Sí, veo la cruz.
10—Allí hay una casa vieja, en la cual se esconden para
aguardar a los tragineros. A aquel sitio llamamos las
Delicias.
—¡Las Delicias!...
—Si todos los que han sido muertos y robados al5
pasar por ahí resucitaran, podría formarse con ellos un
ejército.
Cuando esto decían, oyéronse más de cerca los tiros, lo
que turbó un poco el esforzado corazón de los viajantes,
pero no el del zagalillo que, retozando de alegría, pidió al10
Sr. Licurgo licencia para adelantarse y ver la batalla que
tan cerca se había trabado. Observando la decisión del
muchacho, avergonzóse D. José de haber sentido miedo, o
cuando menos un poco de respeto a los ladrones, y exclamó,
espoleando la jaca:15
—Pues allá iremos todos. Quizás podamos prestar auxilio
a los infelices viajeros que en tan gran aprieto se ven, y
poner las peras a cuarto a los caballeros.
Esforzábase el labriego en convencer al joven de la temeridad
de sus propósitos, así como de lo inútil de su generosa20
idea, porque los robados robados estaban y quizás muertos,
y en situación de no necesitar auxilio de nadie. Insistía el
señor a pesar de estas sesudas advertencias, contestaba el
aldeano, poniendo la más viva resistencia, cuando la presencia
de dos o tres carromateros que por el camino abajo tranquilamente25
venían conduciendo una galera, puso fin a la
cuestión. No debía de ser grande el peligro, cuando tan
sin cuidado venían aquéllos, cantando alegres coplas; y así
fué en efecto, porque los tiros, según dijeron, no eran disparados
por los ladrones, sino por la Guardia civil, que de30
este modo quería cortar el vuelo a media docena de cacos
que ensartados conducía a la cárcel de la villa.
—Ya, ya sé lo que ha sido—dijo Licurgo, señalando
leve humareda que a mano derecha del camino y a regular
11distancia se descubría.—Allí les han escabechado. Esto
pasa un día sí y otro no.
El caballero no comprendía.
—Yo le aseguro al Sr. D. José—añadió con energía el
legislador lacedemonio,—que está muy retebién hecho;5
porque de nada sirve formar causa a esos pillos. El juez
les marea un poco y después les suelta. Si al cabo de seis
años de causa, alguno va a presidio, a lo mejor se escapa,
o le indultan y vuelve a la Estancia de los Caballeros. Lo
mejor es esto: ¡fuego en ellos! Se les lleva a la cárcel,10
y cuando se pasa por un lugar a propósito... «¡ah!
perro, que te quieres escapar... pum, pum».... Ya
está hecha la sumaria, requeridos los testigos, celebrada la
vista, dada la sentencia.... Todo en un minuto. Bien
dicen, que si mucho sabe la zorra, más sabe el que la toma.15
—Pues adelante, y apretemos el paso, que este camino,
a más de largo, no tiene nada de ameno—dijo Rey.
Al pasar junto a las Delicias, vieron, a poca distancia del
camino, a los guardias que minutos antes habían ejecutado
la extraña sentencia que el lector sabe. Mucha pena causó20
al zagalillo que no le permitieran ir a contemplar de cerca
los palpitantes cadáveres de los ladrones, que en horroroso
grupo se distinguían a lo lejos, y siguieron todos adelante.
Pero no habían andado veinte pasos, cuando sintieron el
galopar de un caballo que tras ellos venía con tanta rapidez,25
que por momentos les alcanzaba. Volvióse nuestro viajero
y vió un hombre, mejor dicho, un Centauro, pues no podía
concebirse más perfecta armonía entre caballo y ginete, el
cual era de complexión recia y sanguínea, ojos grandes,
ardientes, cabeza ruda, negros bigotes, mediana edad y el30
aspecto en general brusco y provocativo, con indicios de
fuerza en toda su persona. Montaba un soberbio caballo
de pecho carnoso, semejante a los del Partenón, enjaezado
según el modo pintoresco del país, y sobre la grupa llevaba
12una gran balija de cuero, en cuya tapa se veía en letras
gordas la palabra Correo.
—Hola, buenos días, Sr. Caballuco—dijo Licurgo, saludando
al ginete, cuando estuvo cerca.—¡Cómo le hemos
tomado la delantera! pero usted llegará antes si se pone5
a ello.
—Descansemos un poco—repuso el señor Caballuco,
poniendo su cabalgadura al paso de la de nuestros viajeros,
y observando atentamente al más principal de los tres.—
Puesto que hay tan buena compaña....10
—El señor—dijo Licurgo sonriendo,—es el sobrino de
doña Perfecta.
—¡Ah!... por muchos años... muy señor mío y
mi dueño....
Ambos personajes se saludaron, siendo de notar que15
Caballuco hizo sus urbanidades con una expresión de altanería
y superioridad que revelaba cuando menos la conciencia
de un gran valer o de una alta posición en la comarca.
Cuando el orgulloso ginete se apartó y por breve momento
se detuvo hablando con dos Guardias civiles que llegaron20
al camino, el viajero preguntó a su guía:
—¿Quién es este pájaro?
—¿Quién ha de ser? Caballuco.
—¿Y quién es Caballuco?
—¡Toma!... ¿pero no le ha oído usted nombrar?—25
dijo el labriego, asombrado de la ignorancia supina del
sobrino de doña Perfecta.—Es un hombre muy valiente,
gran ginete, y el primer caballista de todas estas tierras a la
redonda. En Orbajosa le queremos mucho; pues él es...
dicho sea en verdad... tan bueno como la bendición de30
Dios... Ahí donde le ve, es un cacique tremendo, y el
Gobernador de la provincia se le quita el sombrero.
—Cuando hay elecciones...
—Y el Gobierno de Madrid le escribe oficios con mucha
13vuecencia en el rétulo.... Tira a la barra como un San
Cristóbal, y todas las armas las maneja como manejamos
nosotros nuestros propios dedos. Cuando había fielato no
podían con él, y todas las noches sonaban tiros en las
puertas de la ciudad... Tiene una gente que vale cualquier5
dinero, porque lo mismo es para un fregado que para
un barrido.... Favorece a los pobres, y el que venga de
fuera y se atreva a tentar el pelo de la ropa a un hijo
de Orbajosa, ya puede verse con él.... Aquí no vienen
casi nunca soldados de los Madriles; cuando han estado,10
todos los días corría la sangre, porque Caballuco les buscaba
camorra por un no y por un sí. Ahora parece que vive en
la pobreza y se ha quedado con la conducción del correo;
pero está metiendo fuego en el Ayuntamiento para que haya
otra vez fielato y rematarlo él. No sé cómo no le ha oído15
usted nombrar en Madrid, porque es hijo de un famoso
Caballuco que estuvo en la facción, el cual Caballuco padre
era hijo de otro Caballuco abuelo, que también estuvo en la
facción de más allá.... Y como ahora andan diciendo que
vuelve a haber facción, porque todo está torcido y revuelto,20
tememos que Caballuco se nos vaya también a ella, poniendo
fin de esta manera a las hazañas de su padre y abuelo, que
por gloria nuestra nacieron en esta ciudad.
Sorprendido quedó nuestro viajero al ver la especie de
caballería andante que aún subsistía en los lugares que25
visitaba, pero no tuvo ocasión de hacer nuevas preguntas,
porque el mismo que era objeto de ellas se les incorporó,
diciendo de mal talante:
—La Guardia civil ha despachado a tres. Ya le he dicho
al cabo que se ande con cuidado. Mañana hablaremos el30
Gobernador de la provincia y yo....
—¿Va usted a X?
—No, que el Gobernador viene acá, señor Licurgo; sepa
usted que nos van a meter en Orbajosa un par de regimientos.
14—Sí—dijo vivamente el viajero, sonriendo.—En Madrid
oí decir que había temor de que se levantaran en este país
algunas partidillas... Bueno es prevenirse.
—En Madrid no dicen más que desatinos...—exclamó
violentamente el Centauro, acompañando su afirmación de5
una retahíla de vocablos de esos que levantan ampolla. En
Madrid no hay más que pillería... ¿A qué nos mandan
soldados? ¿Para sacarnos más contribuciones y un par
de quintas seguidas? ¡Por vida de!... que si no hay
facción debería haberla. Con que usted—añadió, mirando10
socarronamente al joven caballero,—¿con que usted es el
sobrino de doña Perfecta?
Esta salida de tono y el insolente mirar del bravo
enfadaron al joven.
—Sí, señor. ¿Se le ofrece a usted algo?15
—Soy amigo de la señora y la quiero como a las niñas
de mis ojos—dijo Caballuco.—Puesto que usted va a
Orbajosa, allá nos veremos.
Y sin decir más picó espuelas a su corcel, el cual, partiendo
a escape, desapareció entre una nube de polvo.20
Después de media hora de camino, durante la cual el Sr.
D. José no se mostró muy comunicativo, ni el Sr. Licurgo
tampoco, apareció a los ojos de entrambos apiñado y viejo
caserío asentado en una loma, y del cual se destacaban
algunas negras torres y la ruinosa fábrica de un25
despedazado castillo en lo más alto. Un amasijo de paredes
deformes de casuchas de tierra pardas y polvorosas como el
suelo, formaba la base, con algunos fragmentos de
almenadas murallas, a cuyo amparo mil chozas humildes alzaban
sus miserables frontispicios de adobes, semejantes a caras30
anémicas y hambrientas que pedían una limosna al
pasajero. Pobrísimo río ceñía, como un cinturón de hojalata,
el pueblo, refrescando al pasar algunas huertas, única
frondosidad que alegraba la vista. Entraba y salía la gente en
15caballerías o a pie, y el movimiento humano, aunque pequeño,
daba cierta apariencia vital a aquella gran morada, cuyo
aspecto arquitectónico era más bien de ruina y muerte que
de progreso y vida. Los innumerables y repugnantes
mendigos que se arrastraban a un lado y otro del camino,5
pidiendo el óbolo del pasajero, ofrecían lastimoso espectáculo.
No podían verse existencias que mejor cuadraran, ni que
más apropiadas fueran a las grietas de aquel sepulcro,
donde una ciudad estaba no sólo enterrada sino también
podrida. Cuando nuestros viajeros se acercaban, algunas10
campanas tocando desacordemente indicaban con su
expresivo son que aquella momia tenía todavía un alma.
Llamábase Orbajosa, ciudad que no en Geografía caldea
o cophta, sino en la de España, figura con 7,324 habitantes,
Ayuntamiento, sede episcopal, partido judicial, seminario,15
depósito de caballos sementales, instituto de segunda
enseñanza y otras prerogativas oficiales.
—Están tocando a misa mayor en la catedral—dijo el
tío Licurgo.—Llegamos antes de lo que pensé.
—El aspecto de su patria de usted—dijo el caballero,20
examinando el panorama que delante tenía,—no puede ser
más desagradable. La histórica ciudad de Orbajosa,1 cuyo
nombre es, sin duda, corrupción de urbs augusta, parece un
gran muladar.
[Nota 1: Ya se ha dicho que todos los nombres locales son imaginarios.]
—Es que de aquí no se ven más que los arrabales—afirmó25
con disgusto el guía.—Cuando entre usted en la
calle Real y en la del Condestable, verá fábricas tan hermosas
como la de la catedral.
—- No quiero hablar mal de Orbajosa antes de conocerla—dijo
el caballero.—Lo que he dicho no es tampoco señal30
de desprecio; que humilde y miserable, lo mismo que
hermosa y soberbia, esa ciudad será siempre para mí muy
querida, no sólo por ser patria de mi madre, sino porque en
16ella viven personas a quienes amo ya sin conocerlas. Entremos,
pues, en la ciudad augusta.
Subían ya por una calzada próxima a las primeras calles,
e iban tocando las tapias de las huertas.
—¿Ve usted aquella gran casa que está al fin de esta5
gran huerta por cuyo bardal pasamos ahora?—dijo el tío
Licurgo, señalando el enorme paredón revocado de la única
vivienda que tenía aspecto de habitabilidad cómoda y alegre.
—Ya... ¿aquella es la vivienda de mi tía?
—Justo y cabal. Lo que vemos es la parte trasera de la10
casa. El frontis da a la calle del Condestable, y tiene cinco
balcones de hierro que parecen cinco castillos. Esta hermosa
huerta que hay tras la tapia es la de la casa, y si usted
se alza sobre los estribos, la verá toda desde aquí.
—Pues estamos ya en casa—dijo el caballero.—¿No se15
puede entrar por aquí?
—Hay una puertecilla; pero la señora la mandó tapiar.
El caballero se alzó sobre los estribos, y alargando cuanto
pudo la cabeza, miró por encima de las bardas.
—Veo la huerta toda—indicó.—Allí, bajo aquellos árboles,20
está una mujer, una chiquilla... una señorita....
—Es la señorita Rosario—repuso Licurgo.
Y al instante se alzó también sobre los estribos para
mirar.
—¡Eh! señorita Rosario—gritó, haciendo con la derecha25
mano gestos muy significativos.—Ya estamos aquí...
aquí le traigo a su primo.
—Nos ha visto—dijo el caballero, estirando el pescuezo
hasta el último grado.—Pero si no me engaño, al lado de
ella está un clérigo... un señor sacerdote.30
—Es el señor Penitenciario—repuso con naturalidad el
labriego.
—Mi prima nos ve... deja solo al clérigo, y echa a
correr hacia la casa... Es bonita....
17—Como un sol.
—Se ha puesto más encarnada que una cereza. Vamos,
vamos, Sr. Licurgo.
III PEPE REY
Antes de pasar adelante, conviene decir quién era Pepe
Rey y qué asuntos le llevaban a Orbajosa.5
Cuando el brigadier Rey murió en 1841, sus dos hijos,
Juan y Perfecta, acababan de casarse, ésta con el más rico
proprietario de Orbajosa, aquél con una joven de la misma
ciudad. Llamábase el esposo de Perfecta don Manuel María
José de Polentinos, y la mujer de Juan, María Polentinos;10
pero a pesar de la igualdad de apellido, su parentesco era
un poco lejano y de aquellos que no coge un galgo. Juan
Rey era insigne jurisconsulto graduado en Sevilla, y ejerció
la abogacía en esta misma ciudad durante treinta años, con
tanta gloria como provecho. En 1845 era ya viudo y tenía15
un hijo que empezaba a hacer diabluras; solía tener por
entretenimiento el construir con tierra en el patio de la
casa viaductos, malecones, estanques, presas, acequias,
soltando después el agua para que entre aquellas frágiles
obras corriese. El padre le dejaba hacer y decía: «tú serás20
ingeniero.»
Perfecta y Juan dejaron de verse desde que uno y otro
se casaron, porque ella se fué a vivir a Madrid con el
opulentísimo Polentinos, que tenía tanta hacienda como buena
mano para gastarla. El juego y las mujeres cautivaban de25
tal modo el corazón de Manuel María José, que habría dado
en tierra con toda su fortuna, si más pronto que él para
derrocharla no estuviera la muerte para llevárselo a él. En
una noche de orgía acabaron de súbito los días de aquel
ricacho provinciano, tan vorazmente chupado por las sanguijuelas30
18de la corte y por el insaciable vampiro del juego.
Su única heredera era una niña de pocos meses. Con la
muerte del esposo de Perfecta se acabaron los sustos en
la familia; pero empezó el gran conflicto. La casa de
Polentinos estaba arruinada; las fincas en peligro de ser5
arrebatadas por los prestamistas, todo en desorden, enormes
deudas, lamentable administración en Orbajosa, descrédito
y ruina en Madrid.
Perfecta llamó a su hermano, el cual, acudiendo en auxilio
de la pobre viuda, mostró tanta diligencia y tino, que al10
poco tiempo la mayor parte de los peligros habían
desaparecido. Principió por obligar a su hermana a residir en
Orbajosa, administrando por sí misma sus vastas tierras, mientras
él hacía frente en Madrid al formidable empuje de los
acreedores. Poco a poco fué descargándose la casa del15
enorme fardo de sus deudas, porque el bueno de D. Juan
Rey, que tenía la mejor mano del mundo para tales asuntos,
lidió con la curia, hizo contratos con los principales
acreedores, estableció plazos para el pago, resultando de este
hábil trabajo que el riquísimo patrimonio de Polentinos20
saliese a flote, y pudiera seguir dando por luengos años
esplendor y gloria a la ilustre familia.
La gratitud de Perfecta era tan viva, que al escribir a su
hermano desde Orbajosa, donde resolvió residir hasta que
creciera su hija, le decía entre otras ternezas: «Has sido25
más que hermano para mí, y para mi hija más que su propio
padre. ¿Cómo te pagaremos ella y yo tan grandes
beneficios? ¡Ay! querido hermano, desde que mi hija sepa
discurrir y pronunciar un nombre, yo le enseñaré a bendecir
el tuyo. Mi agradecimiento durará toda mi vida. Tu30
hermana indigna siente no encontrar ocasión de mostrarte lo
mucho que te ama y de recompensarte de un modo apropiado
a la grandeza de tu alma y a la inmensa bondad de
tu corazón.»
19Cuando esto se escribía, Rosarito tenía dos años. Pepe
Rey, encerrado en un colegio de Sevilla, hacía rayas en un
papel, ocupándose en probar que la suma de los ángulos
interiores de un polígono vale tantas veces dos rectos como lados
tiene menos dos. Estas enfadosas perogrulladas le traían5
muy atareado. Pasaron años y más años. El muchacho
crecía y no cesaba de hacer rayas. Por último, hizo una
que se llama De Tarragona a Montblanch. Su primer
juguete formal fué el puente de 120 metros sobre el río
Francolí.10
Durante mucho tiempo, doña Perfecta siguió viviendo en
Orbajosa. Como su hermano no salió de Sevilla, pasaron
unos pocos años sin que uno y otro se vieran. Una carta
trimestral, tan puntualmente escrita como puntualmente
contestada, ponía en comunicación aquellos dos corazones,15
cuya ternura ni el tiempo ni la distancia podían enfriar.
En 1870, cuando D. Juan Rey, satisfecho de haber
desempeñado bien su misión en la sociedad, se retiró a vivir en su
hermosa casa de Puerto Real, Pepe, que ya había trabajado
algunos años en las obras de varias poderosas compañías20
constructoras, emprendió un viaje de estudio a Alemania e
Inglaterra. La fortuna de su padre (tan grande como puede
serlo en España la que sólo tiene por origen un honrado
bufete), le permitía librarse en breves períodos del yugo del
trabajo material. Hombre de elevadas ideas y de inmenso25
amor a la ciencia, hallaba su más puro goce en la
observación y estudio de los prodigios con que el genio del siglo
sabe cooperar a la cultura y bienestar físico y
perfeccionamiento moral del hombre.
Al regresar del viaje, su padre le anunció la revelación de30
un importante proyecto, y como Pepe creyera que se trataba
de un puente, dársena o cuando menos saneamiento de
marismas, sacóle de tal error D. Juan, manifestándole su
pensamiento en estos términos:
20—Estamos en Marzo y la carta trimestral de Perfecta no
podía faltar. Querido hijo, léela, y si estás conforme con
lo que en ella manifiesta esa santa y ejemplar mujer, mi
querida hermana, me darás la mayor felicidad que en mi
vejez puedo desear. Si no te gustase el proyecto, deséchalo5
sin reparo, aunque tu negativa me entristezca; que en él
no hay ni sombra de imposición por parte mía. Sería
indigno de mí y de ti que esto se realizase por coacción de
un padre terco. Eres libre de aceptar o no, y si hay en tu
voluntad la más ligera resistencia, originada en ley del10
corazón o en otra causa, no quiero que te violentes por mí.
Pepe dejó la carta sobre la mesa, después de pasar la
vista por ella, y tranquilamente dijo:
—Mi tía quiere que me case con Rosario.
—Ella contesta aceptando con gozo mi idea—dijo el15
padre muy conmovido.—Porque la idea fué mía... sí,
hace tiempo, hace tiempo que la concebí... pero no había
querido decirte nada, antes de conocer el pensamiento de
mi hermana. Como ves, Perfecta acoge con júbilo mi plan;
dice que también había pensado en lo mismo; pero que no20
se atrevía a manifestármelo, por ser tú... ¿no ves lo que
dice? «por ser tú un joven de singularísimo mérito, y su
hija una joven aldeana educada sin brillantez, ni
mundanales atractivos....» Así mismo lo dice.... ¡Pobre
hermana mía! ¡Qué buena es!... Veo que no te25
enfadas; veo que no te parece absurdo este proyecto mío, algo
parecido a la previsión oficiosa de los padres de antaño, que
casaban a sus hijos sin consultárselo, y las más veces
haciendo uniones disparatadas y prematuras.... Dios
quiera que ésta sea o prometa ser de las más felices. Es30
verdad que no conoces a mi sobrina; pero tú y yo tenemos
noticias de su virtud, de su discreción, de su modestia y
noble sencillez. Para que nada le falte, hasta es bonita....
Mi opinión—añadió festivamente,—es que te pongas en
21camino y pises el suelo de esa recóndita ciudad episcopal,
de esa urbs augusta, y allí, en presencia de mi hermana y
de su graciosa Rosarito, resuelvas si ésta ha de ser algo más
que mi sobrina.
Pepe volvió a tomar la carta y la leyó con cuidado. Su5
semblante no expresaba alegría ni pesadumbre. Parecía
estar examinando un proyecto de empalme de dos vías
férreas.
—Por cierto—decía D. Juan,—que en esa remota
Orbajosa, donde, entre paréntesis, tienes fincas que puedes10
examinar ahora, se pasa la vida con la tranquilidad y dulzura
de los idilios. ¡Qué patriarcales costumbres! ¡Qué
nobleza en aquella sencillez! ¡Qué rústica paz virgiliana!
Si en vez de ser matemático fueras latinista, repetirías al
entrar allí el ergo tua rura manebunt. ¡Qué admirable lugar15
para dedicarse a la contemplación de nuestra propia alma
y prepararse a las buenas obras! Allí todo es bondad,
honradez; allí no se conocen la mentira y la farsa como en
nuestras grandes ciudades; allí renacen las santas
inclinaciones que el bullicio de la moderna vida ahoga; allí20
despierta la dormida fe, y se siente vivo impulso indefinible
dentro del pecho, al modo de pueril impaciencia que en el
fondo de nuestra alma grita: «quiero vivir.»
Pocos días después de esta conferencia, Pepe salió de
Puerto Real. Había rehusado meses antes una comisión25
del Gobierno para examinar bajo el punto de vista minero
la cuenca del río Nahara en el valle de Orbajosa; pero los
proyectos a que dió lugar la conferencia referida, le hicieron
decir:—»Conviene aprovechar el tiempo. Sabe Dios lo
que durará ese noviazgo y el aburrimiento que traerá30
consigo.» Dirigióse a Madrid, solicitó la comisión de explorar
la cuenca del Nahara, se la dieron sin dificultad, a pesar de
no pertenecer oficialmente al cuerpo de minas, púsose luego
en marcha, y después de trasbordar un par de veces, el tren
22mixto número 65 le llevó, como se ha visto, a los amorosos
brazos del tío Licurgo.
Frisaba la edad de este excelente joven en los treinta y
cuatro años. Era de complexión fuerte y un tanto hercúlea,
con rara perfección formado, y tan arrogante, que si llevara5
uniforme militar, ofrecería el más guerrero aspecto y talle
que puede imaginarse. Rubios el cabello y la barba, no
tenía en su rostro la flemática imperturbabilidad de los
Sajones, sino por el contrario, una viveza tal, que sus ojos
parecían negros sin serlo. Su persona bien podía pasar por10
un hermoso y acabado símbolo, y si fuera estatua, el escultor
habría grabado en el pedestal estas palabras: inteligencia,
fuerza. Si no en caracteres visibles, llevábalas él expresadas
vagamente en la luz de su mirar, en el poderoso atractivo
que era don propio de su persona, y en las simpatías a15
que su trato cariñosamente convidaba.
No era de los más habladores: sólo los entendimientos
de ideas inseguras y de movedizo criterio propenden a la
verbosidad. El profundo sentido moral de aquel insigne
joven le hacía muy sobrio de palabras en las disputas que20
constantemente traban sobre diversos asuntos los hombres
del día; pero en la conversación urbana sabía mostrar una
elocuencia picante y discreta, emanada siempre del buen
sentido y de la apreciación mesurada y justa de las cosas
del mundo. No admitía falsedades, ni mistificaciones, ni25
esos retruécanos del pensamiento con que se divierten algunas
inteligencias impregnadas de gongorismo; y para volver
por los fueros de la realidad, Pepe Rey solía emplear a
veces, no siempre con comedimiento, las armas de la burla.
Esto casi era un defecto a los ojos de gran número de personas30
que le estimaban, porque nuestro joven aparecía un
poco irrespetuoso en presencia de multitud de hechos comunes
en el mundo y admitidos por todos. Fuerza es decirlo,
aunque se amengüe su prestigio: Rey no conocía la dulce
23tolerancia del condescendiente siglo que ha inventado singulares
velos de lenguaje y de hechos para cubrir lo que a los
vulgares ojos pudiera ser desagradable.
Así, y no de otra manera, por más que digan calumniadoras
lenguas, era el hombre a quien el tío Licurgo introdujo5
en Orbajosa en la hora y punto en que la campana de
la catedral tocaba a misa mayor. Luego que uno y otro,
atisbando por encima de los bardales, vieron a la niña y al
Penitenciario y la veloz corrida de aquélla hacia la casa,
picaron sus caballerías para entrar en la calle Real, donde10
gran número de vagos se detenían para mirar al viajero
como extraño huésped intruso de la patriarcal ciudad. Torciendo
luego a la derecha, en dirección a la catedral, cuya
corpulenta fábrica dominaba todo el pueblo, tomaron la calle
del Condestable, en la cual, por ser estrecha y empedrada,15
retumbaban con estridente sonsonete las herraduras, alarmando
al vecindario, que por ventanas y balcones se mostraba
para satisfacer su curiosidad. Abríanse con singular chasquido
las celosías, y caras diversas, casi todas de hembra,
asomaban arriba y abajo. Cuando Pepe Rey llegó al arquitectónico20
umbral de la casa de Polentinos, ya se habían
hecho multitud de comentarios diversos sobre su figura.
IV LA LLEGADA DEL PRIMO
EL señor Penitenciario, cuando Rosarito se separó bruscamente
de él, miró a los bardales, y viendo las cabezas del
tío Licurgo y de su compañero de viaje, dijo para sí:25
—Vamos, ya está ahí ese prodigio.
Quedóse un rato meditabundo, sosteniendo el manteo con
ambas manos cruzadas sobre el abdomen, fija la vista en el
suelo, con los anteojos de oro deslizándose suavemente
24hacia la punta de la nariz, saliente y húmedo el labio
inferior, y un poco fruncidas las blanquinegras cejas. Era
un santo varón piadoso y de no común saber, de intachables
costumbres clericales, algo más de sexagenario, de afable
trato, fino y comedido, gran repartidor de consejos y advertencias5
a hombres y mujeres. Desde luengos años era
maestro de latinidad y retórica en el Instituto, cuya noble
profesión dióle gran caudal de citas horacianas y de floridos
tropos, que empleaba con gracia y oportunidad. Nada más
conviene añadir acerca de este personaje, sino que cuando10
sintió el trote largo de las cabalgaduras que corrían hacia la
calle del Condestable, se arregló el manteo, enderezó el sombrero,
que no estaba del todo bien puesto en la venerable
cabeza, y marchando hacia la casa, murmuró—
—Vamos a ver ese prodigio.15
En tanto, Pepe bajaba de la jaca, y en el mismo portal le
recibía en sus amantes brazos doña Perfecta, anegado en
lágrimas el rostro y sin poder pronunciar sino palabras
breves y balbucientes, expresión sincera de su cariño.
—¡Pepe... pero qué grande estás!... y con barbas...20
Me parece que fué ayer cuando te ponía sobre mis
rodillas... ya estás hecho un hombre, todo un hombre...