Dueños del mundo - José Calvo Poyato - E-Book

Dueños del mundo E-Book

José Calvo Poyato

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Beschreibung

En el Madrid de 1576, flamante capital del Imperio de Felipe II,  abundan las muertes y los duelos, pero cuando el alguacil Diego de Paz, veterano de los Tercios, se hace cargo del hallazgo de un cuerpo cruelmente torturado, sabe que se encuentra ante un crimen poco habitual. Se trata de un boticario con fama de alquimista, y conforme avance en sus investigaciones se encontrará con una peligrosa trama que apunta a altas instancias del poder. En la corte se mueven personajes como el secretario Antonio Pérez o la princesa de Éboli, cuando un nuevo asesinato sacude las conversaciones de plazas y mercados. El asesinado es Juan de Escobedo, hombre de confianza del hermanastro del rey, don Juan de Austria, que lucha en Flandes por mantener el poder real. La muerte sin descendencia del rey don Sebastián en la desastrosa jornada de Alcazarquivir supone para Felipe II aspirar al trono de Portugal, pero no será fácil. Una nueva guerra pondrá al duque de Alba al frente del ejército de tierra y al marqués de Santa Cruz al mando de la escuadra que luchará en el mar. José Calvo Poyato regresa con una nueva novela que nos transporta a uno de los periodos más ricos y apasionantes de nuestra historia: el de la mayor extensión del Imperio español. En ella conoceremos no solo a los grandes personajes y eventos de la época, también podremos asistir a la vida cotidiana en las calles del Madrid del Siglo de Oro, con sus mentideros, iglesias y tabernas, o a las salas y corredores de El Escorial y del Alcázar Real. «Del panorama literario actual, José Calvo Poyato es uno de los autores que mejor nos traslada a épocas pasadas». Onda Cero «Un referente de la novela histórica española». El Periódico «Combina con sabiduría la novela histórica y el thriller». Juan Ángel Juristo, ABC «Un gran historiador. Un excelente novelista». J. J. Armas Marcelo

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Seitenzahl: 835

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Créditos

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

www.harpercollins.es

 

Dueños del mundo

© José Calvo Poyato, 2025

Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria

© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.

Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.

 

Diseño de cubierta y mapa del interior: CalderónSTUDIO®

Imagen de cubierta: Alamy

 

ISBN: 9788410642355

 

Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

I

II

III

IV

VI

VII

VIII

IX

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

XXXVI

XXXVII

XXXVIII

XXXIX

XL

XLI

XLII

XLIII

XLIV

XLV

XLVI

XLVII

XLVIII

XLIX

LI

LII

LIII

LIV

LV

LVI

LVII

LVIII

LIX

LX

LXI

LXII

LXIII

LXIV

LXV

LXVI

LXVII

LXVIII

LXIX

LXX

LXXI

Capítulo LXXII

LXXIII

LXXIV

Cuadro genealógico

Bibliografía

Dramatis personae

Nota del autor

Agradecimientos

I

 

 

 

 

Madrid, primeros de mayo de 1576

 

Los dos hombres recogían sus cañas de pescar. Andrés, zapatero de la calle Mayor, que tenía su tienda junto a la Puerta de Guadalajara, y Villegas, el espartero de la Cava de San Miguel. Había sido un mal día. Sólo tenían una carpa y no muy grande.

—Os lo dije. Hoy no era buen día para pescar.

—¡Bah! ¡Bobadas! ¡Cuando pican, pican y cuando no, no!

—Nunca los he visto picar con tanto frío —insistió el espartero—. Las aguas del Guadarrama no son a propósito para pescar por estas fechas.

Echaron a andar y fue entonces cuando algo llamó su atención.

—¿Qué será aquello? —Villegas señaló una oscura masa entre los juncos que crecían en la ribera de aquel recodo del cauce.

—Podría ser un animal agazapado y resultar peligroso. No me parece prudente que nos acerquemos —dijo el zapatero.

—Lo que quiera que sea no se mueve.

—Mejor nos vamos. El día ha sido malo y podemos rematarlo peor.

—Acerquémonos —insistió Villegas, que parecía más decidido.

Procurando no hacer ruido, se aproximaron a aquel bulto inmóvil.

—No se mueve —musitó, miedoso, el zapatero—. ¡Vámonos!

—Marchaos si queréis. Yo no me voy sin saber qué es eso.

El zapatero estaba pasando un mal trago, pero no se iría. Si lo hacía, Villegas lo pregonaría por la vecindad. Estaban muy cerca, pero los juncos y la maleza impedían ver aquello, que permanecía inmóvil. El zapatero había empezado a sudar. La camisa, humedecida, se le había pegado al cuerpo.

Al acercarse se distinguía mejor el color. Era oscuro y tenía manchas de barro.

—Sigue sin moverse. —El zapatero estaba cada vez más asustado.

—Psss. ¡No habléis tan alto!

—Mejor nos vamos. Esto no me gusta.

—¡Vamos, Andrés! —insistió Villegas.

—¿Le arrojamos algo a ver qué pasa?

—¿Cree vuesa merced que es una buena idea?

—¿Se os ocurre otra mejor? ¡Si es una alimaña…!

—Habría huido y, si fuera a atacarnos, ya habría saltado sobre nosotros.

Se acercaron un poco más y lo que vieron los dejó paralizados.

—¡Es un muerto! —exclamó el zapatero llevándose la mano a la boca.

El cadáver vestía una larga y embarrada túnica de amplias mangas. Se trataba de un hombre que tenía una luenga y canosa barba.

—¡Mirad! ¡Lo han degollado!

No se atrevieron a tocar nada. Discutieron si era mejor olvidarse de aquello o dar conocimiento a las autoridades.

—Si vamos a la justicia, tendremos complicaciones —afirmaba el zapatero, que era persona apocada—. Hasta podrían endiñarnos al muerto.

—Pero no es de cristianos dejarlo ahí tirado. Se está hinchando y las alimañas no tardarán en dar cuenta de él.

—Y si se lo decimos a don Pedro… —propuso Andrés—. Si es él quien da parte a la justicia no le calentarán la cabeza como a nosotros.

—¿Quién te asegura a ti que don Pedro no va con el cuento a los alguaciles y dice que se lo hemos contado nosotros? —dudó Villegas.

—Lo que los curas oyen en confesión no pueden decirlo.

—¿Pretendéis que nos confesemos para decirle que hemos encontrado un muerto?

—¿Se os ocurre a vos algo mejor?

Aquella misma tarde confesaron a don Pedro de Arriaga, párroco de San Ginés, que había un cadáver en el recodo que hacía el Guadarrama poco antes de la huerta de la Florida.

—¿Decís que se trata de un hombre?

—Al que han degollado —respondió Andrés.

Una hora más tarde el párroco daba cuenta al alguacil Diego de Paz.

Diego de Paz y Lastres era el sexto hijo de una familia montañesa, de un pueblo llamado Polaciones, en el valle del Nansa. Era familia con muchos cuarteles en su escudo, pero venida a menos cuando su abuelo, aficionado al naipe, perdió en una noche el patrimonio familiar y se quitó la vida. Rondaba los cuarenta y ocho años y era de estatura más que mediana —dos varas y cuatro dedos—. Tenía un hoyuelo en la barbilla que había encandilado a más de una dama y sus ojos, del color de la miel, conferían a su mirada cierto aire de languidez que se encontraba muy lejos de su temperamento. El pelo, que gastaba corto y había sido castaño en otro tiempo, se había llenado de canas. Tenía unos hermosos mostachos, completamente blancos.

Con apenas dieciocho años se enroló en el ejército y recibió el bautismo de fuego en la batalla de Mühlberg. Fue uno de los que apresaron al jefe de los protestantes, el elector Federico de Sajonia. Después estuvo en Italia y en Ferrara alcanzó el grado de alférez. Combatió contra los berberiscos en el Mediterráneo. Por su valor se le dio patente de capitán y levantó su propia compañía, que integró en el tercio de don Álvaro de Sande. Su última acción militar había tenido lugar una década atrás, cuando su tercio acudió —recién liberado su maestre que había estado preso en Constantinopla— en defensa de la isla de Malta, asediada por los turcos. Allí recibió un arcabuzazo y perdió dos dedos de su mano derecha, lo que le obligó a alejarse de los campos de batalla.

Estuvo casado hacía años, siendo alférez, pero su esposa había muerto en su primer parto y unos días después la niña, que había nacido con el cordón umbilical enredado en el cuello. No había vuelto a casarse y desde hacía un par de años tenía un romance con doña Leonor de Rojas, hija de don Leopoldo de Rojas, secretario del Consejo de Hacienda, caballero de la Orden de Santiago y familiar del Santo Oficio. Mantenían una relación amorosa, sin que él le hubiera dado palabra de matrimonio.

En reconocimiento a sus méritos militares, se le había otorgado una de las plazas de alguacilazgo de la Villa y Corte, cargo que desempeñaba con justicia. Eso le había granjeado algunas simpatías y muchas enemistades. No volvía la cara ante el peligro y solía dar ejemplo a los corchetes que tenía a sus órdenes, quienes le dispensaban un respeto que rayaba en la admiración.

En aquellos años de alguacilazgo había aprendido a manejar el acero con la mano izquierda, y más de uno había podido comprobar que seguía siendo temible con una espada en la mano.

—¿Vuestra paternidad lo ha visto? —preguntó al padre Arriaga.

—No, pero puedo asegurar a vuesa merced que la noticia es abonada.

—¿Quién os la ha dado?

—Eso no puedo decíroslo.

Diego frunció el ceño y el párroco se encogió de hombros y mostró las palmas de las manos.

—Secreto de confesión.

Diego pensó que, si se lo habían dicho en confesión, debía ser cierto.

—¡Vamos entonces! ¿Vuestra paternidad desea acompañarnos?

—Iré, aunque sea poco lo que pueda hacer por él.

—Pues no perdamos tiempo. Pronto será de noche.

El alguacil y dos de sus hombres montaron a caballo y otros dos lo hicieron en un carruaje donde iba el párroco. Subieron por la calle de los Tintoreros hasta el juego de Pelota y desde allí hasta la plazuela donde se abría la huerta de la Priora. Luego, ganada la trasera de los jardines del Alcázar, enfilaron la Puerta del Parque y llegaron a la ribera del Guadarrama cuando todavía quedaba algo de luz.

Buscaron entre los juncos por el recodo del río a la altura de la casa de la huerta de la Florida. Cuando llegó el carruaje, el párroco y los otros dos corchetes se sumaron a la búsqueda. No era fácil encontrar algo entre aquella maleza. Los sotos de la ribera del río eran una pequeña selva donde podían ocultarse muchas cosas. A ello se añadía que la luz menguaba. El sol acababa de ocultarse por el horizonte.

—Si no damos pronto con él, tendremos que dejarlo para mañana. La noche se nos echa encima y no veremos a un palmo de nuestras narices.

Diego estaba a punto de ordenar a sus hombres que cesaran cuando el párroco, que se había arremangado hasta la cintura su negra loba, gritó:

—¡Aquí, aquí está! ¡Venid!

Todos miraron en silencio el cadáver de aquel desconocido, al que habían rebanado el cuello.

—Improvisemos unas angarillas —ordenó el alguacil—. ¡Buscad unos palos y utilizaremos una de las mantas de los caballos!

Era noche cerrada cuando, manchados de barro hasta las rodillas, colocaron las improvisadas parihuelas en la parte trasera del carruaje.

El corchete que lo conducía preguntó a Diego:

—¿Adónde lo llevamos?

—¡Al hospital de San Ginés! —respondió el párroco para añadir a continuación—: Si don Diego lo considera oportuno.

—¡Por lo pronto lo llevaremos allí! ¡Después ya veremos!

El hospital de los Caballeros de San Ginés estaba en la calle del Arenal, muy cerca de la parroquia. Era donde atendían a los peregrinos que pasaban por Madrid, y por esa razón algunos lo llamaban hospital de Santiago de los Caballeros y se sostenía con las limosnas de sus benefactores.

Algo más de media hora después el cadáver reposaba sobre una fría losa de mármol. Unos enfermeros lo habían despojado de la túnica y quedaron horrorizados al ver que el cuerpo estaba lleno de cortes y quemaduras.

—¡A este desgraciado lo torturaron antes de degollarlo! —exclamó el párroco.

—Eso significa que buscaban sacarle algo —señaló Diego.

Mientras los enfermeros lavaban el cadáver antes de vestirlo con un sayo de paño limpio, el alguacil miraba y remiraba la túnica, tratando de encontrar algún indicio.

—Extraña túnica, ¿no le parece a vuestra paternidad?

—Se la he visto a algunos boticarios. Pero suelen llevar algo debajo y este pobre nada más tenía.

—Sin duda, lo desnudaron para hacerle las perrerías con que lo atormentaron. Después de matarlo no se molestaron en vestirlo de nuevo y sólo le pusieron la túnica. Eso nos dice que no lo mataron donde lo hemos encontrado. Lo llevaron allí para desprenderse del cadáver.

Diego comprobó que el corte en el cuello era muy profundo. La hoja casi había llegado al hueso.

—Quien acabó con su vida tenía un arma muy cortante, sabía manejarla y era fuerte. Sólo hay un tajo y es muy limpio.

—Vuesa merced ve cosas que a los demás se nos ocultan.

—Es parte de mis obligaciones, páter, y para eso me pagan. Me pregunto quién será y por qué ha acabado de esta forma. Mañana volveré al lugar. Quizá encuentre algo que nos dé una pista.

Se oyeron, majestuosas en medio del silencio, las campanadas del reloj de la Puerta de Guadalajara. Eran las diez.

Antes de marcharse, el padre Arriaga bisbiseó unas oraciones, entonó un pater noster y finalmente bendijo el cadáver.

Se despidieron en la puerta del hospital. El alguacil se embozó la capa y, embebido en sus pensamientos, llegó a la plazuela de la Leña. Hacía frío y no había un alma en la calle. Dio un rodeo por la trasera de la Concepción Jerónima y por la calle de Toledo caminó hasta donde los jesuitas estaban levantando el monumental edificio donde tenían el colegio Imperial. Muy cerca estaba la casa de Leonor.

Tocó a la puerta con suavidad para no llamar la atención entre el vecindario, pues sus amores daban lugar a toda clase de comentarios. Unos los censuraban y otros los aplaudían. La mayoría de los hombres envidiaban a Diego porque Leonor de Rojas era una mujer muy atractiva. Tenía los ojos negros, como su melena, y en su alargado rostro lucía un lunar junto a la comisura de los labios. Muchos estarían dispuestos a poner en peligro la salvación de su alma por meterse entre sus sábanas y gozar de sus encantos.

Leonor era mucho más joven que Diego —acababa de cumplir treinta años— y también era viuda. Al morir su marido, en un accidente de caballo, poco después de haber contraído matrimonio, su familia dispuso su ingreso en un monasterio. Pero Leonor, que era mujer de carácter, se había negado enfrentándose a su familia. Abandonó la casa paterna y se acomodó en una vivienda más humilde, en la esquina de la calle que empezaban a llamar de la Compañía, frente al convento que habían fundado los mercedarios pocos meses después de que Felipe II hubiera decidido convertir la villa de Madrid en la capital de sus dominios. Disponía, gracias a los bienes que había heredado de una tía suya estando todavía soltera, a la dote y a ciertas mandas que su marido le había dejado en el testamento, de suficientes rentas para tener una vida cómoda. Era, pues, una viuda joven, guapa y rica. Había tenido que espantar a algunos moscones que la consideraban un excelente partido.

Una criada, que debía de estar aguardando la llamada al otro lado de la puerta, dada la rapidez con que abrió, le franqueó el paso.

—Buenas noches, don Diego —lo saludó haciéndose cargo de su capa y sombrero y mirando horrorizada el barro reseco de sus botas.

—Buenas noches, Eufrasia.

—Mi señora os espera arriba. Hace rato que subió. —Miró la capa, también manchada de barro—. Veré qué puedo hacer para dejárosla limpia.

Tomó el candelabro que la criada le ofrecía y subió a la alcoba. Leonor estaba ante el tocador, pasándose un cepillo con la empuñadura de plata, una y otra vez, por su negra y sedosa melena.

Se giró al sentir el pestillo de la puerta.

—Mucho os habéis retrasado. —Era una reconvención mimosa.

Diego dejó el candelabro y se desprendió del tahalí, en lugar de responder. Ella se levantó y él la tomó entre sus brazos. La besó en los labios y el cuello, y luego todo sucedió muy deprisa. Él deshizo los lazos de su camisón y ella los de su camisa. Se echaron en la cama donde entre caricias y besos acabaron de desnudarse. Bajo las sábanas se amaron entre jadeos y palabras dichas en voz baja.

—¿Qué os ha retrasado tanto? ¡Llevo esperándoos más de dos horas! En vuestro billete decíais que vendríais a las ocho. ¡Os he echado tanto de menos! ¡Una semana sin veros! ¡Los días se me han hecho eternos!

Diego dejó escapar un suspiro.

—También a mí. No encontraba el momento de volver.

El alguacil había estado una semana fuera y había regresado aquella mañana. Le había mandado un billete diciéndole que la vería a las ocho.

—¿Habéis cenado?

—No he probado bocado desde el almuerzo. Pasada la media tarde, las cosas se complicaron.

—¿Por eso os habéis retrasado y vuestras botas están hechas una pena?

—Ha aparecido un cadáver en un recodo del río. Le habían rebanado el cuello.

Ella le puso un dedo en los labios.

—Después me lo contaréis. Ahora tenéis que comer algo.

Se puso el camisón e impartió órdenes desde la puerta de la alcoba. Poco después Eufrasia apareció con una bandeja —hojaldrillos rellenos de carne picada, unas pechugas de capón y lomos de bacalao en salsa—, una frasca con vino y dos copas. Diego comió con apetito y ella lo acompañó dando sorbos al vino que se había servido.

Cuando terminó, se llevó las manos al vientre con satisfacción.

—Un marqués no habría cenado mejor.

Ella hizo un mohín.

—¿Nada que decir de la compañía?

—Ese marqués no la habría tenido tan grata. —Se levantó, la besó y, abrazándola, se fueron otra vez a la cama, donde volvieron a amarse con pasión. Una semana separados había sido demasiado tiempo.

—¿Qué es eso del cadáver que habéis encontrado?

Le explicó, sin detallar lo más escabroso, la noticia, la búsqueda y el traslado del cadáver al hospital de San Ginés.

—¿No tenéis idea de quién puede ser?

—El párroco dice que su túnica es propia de los boticarios…

—Aguardad un momento. No, mejor vestíos —le ordenó ella saltando de la cama y poniéndose el camisón.

Desde la puerta de la alcoba gritó:

—¡Eufrasia! ¡Eufrasia! —Sin apenas aguardar, insistió—: ¡Eufrasia! ¿Es que no me oyes?

Empezaba a impacientarse cuando le llegó la respuesta.

—¿Me ha llamado la señora? —La voz llegaba desde el pie de la escalera.

—¡Sube! ¡Sube, rápido!

La criada llegó resoplando.

—¿Ocurre algo, señora? Estaba limpiando la capa de don Diego…

Leonor vio que Diego se había puesto los gregüescos y la camisa.

—¡Pasa!

—¡Señora!

—¡Pasa, te digo!

Entró, miró a Diego y agachó la cabeza.

—¡Cuéntale, cuéntale al alguacil lo que me dijiste esta mañana!

La criada, extrañada, sin levantar la vista, preguntó:

—¿Qué os conté esta mañana?

—Lo del boticario.

Con la vista fija en el suelo, como si fuera pecado mirar, comentó:

—Esta mañana, en la tahona, decían que el boticario de la calle del León llevaba desaparecido tres días.

—¿Eso lo has oído esta mañana?

—Sí, señor —respondió Eufrasia, que seguía sin alzar la vista.

—¿Quién lo dijo?

—Creo que fue el panadero.

—¿Sabes cómo se llama ese boticario?

—Me parece que era Baltasar, pero…, pero no puedo asegurároslo.

—¿Recuerdas algo más? —le preguntó su ama.

—No, señora.

Cuando Eufrasia se hubo marchado, llevándose las botas para lustrarlas, se desvistieron y, después de muchos besos y caricias, ella se quedó dormida y él, antes de que lo rindiera el sueño, recapituló. Tenía un caso complicado, pero hilos de los que tirar. Lo primero que haría al día siguiente sería acudir a la botica de la calle del León.

II

 

 

 

 

Se despertó con las primeras luces del día. Leonor dormía. Se levantó, tratando de no hacer ruido, pero al echar agua en la jofaina para lavarse la cara y el torso, ella se removió. Estaba casi vestido, con la camisa abotonada, las botas, que encontró a la puerta de la alcoba, calzadas e iba a ponerse el jubón cuando ella se despertó.

—¿Ya os marcháis?

—Tengo mucho trabajo.

Ella deslizó la manta y las sábanas y mostró su torso desnudo.

Su salida de la alcoba se retrasó un buen rato. Leonor, abrigada con una bata de gruesa lana, bajó a la cocina y no permitió que se fuera hasta que se hubo bebido una jarrilla de leche con unos mojicones que ella misma había preparado la víspera.

—¿Vendréis esta noche?

—Haré todo lo posible.

—¿Eso es un sí o un no?

La miró a los ojos. Eran bellísimos.

—Vendré, aunque sea tarde —respondió y la besó en los labios.

En la calle reinaba una gran animación. Estudiantes que se dirigían a las aulas del colegio Imperial, cabreros que ordeñaban a sus animales en la puerta de las casas donde se lo pedían, aceiteros que pregonaban su mercancía, llevando sus toneles de cobre a la espalda y el juego de medidas en las manos. Se veían también esportilleros que iban y venían, y aguadores con sus borricos repartiendo agua de sus cántaras. Las tahonas estaban muy concurridas y el olor al pan que salía de los hornos enmascaraba algo la fetidez de los detritus callejeros, porque había vecinos que no limpiaban debidamente la parte de calle que correspondía a la fachada de su casa, según establecían las ordenanzas municipales.

Dejó atrás la calle de la Merced y al llegar al cruce de los Relatores el gentío aumentó. En torno a la fuente que abastecía de agua a los vecinos de la zona, se levantaba diariamente un mercado al que acudían hortelanos, que subían por las calles de Lavapiés y de Atocha con sus frutas y verduras, y recoveros con sus cestas de huevos, gallinas viejas y pollos. Con el tiempo se habían sumado ropavejeros que exponían medias zurcidas, calzas remendadas, jubones deslustrados, bonetes variados… Muchos de los artesanos que tenían sus tiendas por los alrededores montaban sus tenderetes poco después del amanecer. Allí podían encontrarse las cosas más diversas: sogas, cuerdas y espuertas; alpargatas, escobas, recogedores, correas, bolsas de cuero, alforjas, mantas, lienzos, cestos de mimbre… Se arreglaban ollas y calderos, se componían con lañas piezas de loza y cerámica. Incluso podían encontrarse productos de más valor como ciertas especias y pigmentos. Los relatores, que habían dado nombre a la calle, se ganaban sus buenos reales escribiendo cartas o memoriales a quienes nada sabían de letras y, por alguna razón, necesitaban de su trabajo. Con sus bonetes de picos y las negras togas aguardaban, en uno de los laterales de la calle de la Magdalena, tras sus mesas, donde colocaban tinteros, cálamos y pliegos de papel.

Las autoridades hacían la vista gorda porque los mercados en la Villa y Corte, reglados por ordenanzas que se habían quedado obsoletas con el rápido crecimiento que Madrid había experimentado en los últimos años, no daban abasto para satisfacer las necesidades de un vecindario que se había multiplicado por cuatro en poco tiempo. Desde primera hora, los agentes del cabildo municipal estaban ojo avizor para cobrar lo que llamaban ocupación de la vía pública, y que iba desde los dos maravedíes que pagaban quienes apenas ocupaban un par de varas hasta los seis a quienes llenaban con sus mercancías un mayor espacio.

Al ver a Diego, dos corchetes lo saludaron. Eran quienes se encargaban de mantener el orden y resolver los enfrentamientos, muy frecuentes, entre los vendedores que se disputaban los mejores sitios.

—Buenos días nos de Dios, don Diego.

—Buenos días. ¿Alguna novedad?

—Todo en orden, señor. Una pequeña disputa que ya se ha resuelto. ¿Puedo preguntaros algo?

—Preguntad.

—¿Encontró vuesa merced ayer un cadáver en el río?

Madrid era un mentidero. Las noticias volaban.

—No fue en el río, sino en un ribazo. Lo degollaron y quienes lo hicieron lo llevaron hasta allí.

—¿Es cierto que lo torturaron? —preguntó el otro corchete.

—Es cierto, y ahora continuad con la ronda.

Se despidió, llevándose la mano al ala de su sombrero.

La botica de la calle del León estaba cerrada y preguntó a unas mujeres que formaban corrillo.

—Dios guarde a vuesas mercedes.

—¿Qué se le ofrece al caballero? —respondió la que parecía más desenvuelta.

—¿Está cerrada la botica por alguna razón?

Todas respondieron a la vez, por lo que no se enteró de nada.

—Sosiego, mis señoras, sosiego. Hablad sólo una. —Diego miraba a la que le había preguntado.

—Es que el boticario ha desaparecido.

—Desde hace cuatro días no se le ha visto el pelo —añadió otra.

—¿No…, no trabaja nadie más en la botica?

—Sólo maese Rodrigo y, a veces, Agustinillo le hace recados.

Anotó mentalmente el nombre de maese Rodrigo y preguntó:

—¿Quién es Agustinillo?

Una de las mujeres señaló a un sujeto que acababa de aparecer por la esquina de la calle de las Huertas.

Era tan bajo que lo llamaban con aquel diminutivo. No llegaba a vara y media. Vestía de forma desaliñada y tenía el pelo negro, sin una sola cana, algo muy extraño para quien frisaba los cuarenta. Se acercó al grupo y, al ver a un hombre al que no conocía, tuvo la tentación de salir corriendo, pero se limitó a arrugar la frente. El detalle no pasó desapercibido al alguacil.

—Este caballero preguntaba por ti —le dijo una de las mujeres.

—No…, no tengo el gusto y voy con prisa. He de ver al barbero, porque esta muela… —Abrió la boca y mostró una negra dentadura en un estado lamentable.

—Pues tendréis que aguardar. —La voz de Diego sonó autoritaria.

—¿Puedo saber por qué?

—Porque he de haceros unas preguntas.

—No me gusta hablar con desconocidos. Además, ¿quién sois vos para hacerme preguntas?

—Soy el alguacil Diego de Paz. Así que vamos a buscar un sitio donde podamos hablar.

Agustinillo vislumbró una posibilidad.

—¿Vuesa merced ha desayunado?

—Sí.

—Pues yo estoy en ayunas. Si os parece…

Acompañado por Diego, volvió sobre sus pasos. En la calle de las Huertas había un bodegón donde servían comidas. Se acomodaron en una mesa apartada y el bodeguero, después de asegurarse de que Diego pagaría la cuenta, sirvió a Agustinillo un suculento desayuno. Tenía hambre atrasada y, entre rebanadas de pan untadas con manteca, jarrillas de vino y gruesas salchichas que, según el bodeguero, eran de carne de puerco —el alguacil no se explicaba cómo en un cuerpo tan pequeño cabía tanta comida—, fue contando cosas de maese Rodrigo.

—Dice que su apellido es Santamaría, pero para mí que no es verdad. Porque estoy seguro de que es judío y oculta su verdadero nombre.

—¿Por qué creéis eso?

—Porque nunca se comería una de estas salchichas y porque alguna vez lo he visto mear. ¡Lo tiene retajado! —añadió bajando la voz.

—¿Qué sabéis de su familia?

—Es viudo y no tiene familia. Apenas tiene relaciones. Sólo con una herborista que le proporciona plantas. Muchas ya las trae preparadas.

—¿Qué quiere decir eso de preparadas?

—Que están secadas o con las hojas y las flores separadas. Esa mujer sabe mucho de ellas y de los remedios que procuran. Suele hacerlo una vez cada dos o tres meses, aunque, a veces, tarda más en aparecer.

—¿La habéis visto después de que el boticario… desapareciera?

—No, vino hace bastantes semanas. Cuando aparece, trae las plantas y hace un favor a maese Rodrigo… Vuesa merced ya me entiende.

—Mejor me lo explicáis.

—Echan un par de polvos. María folla…

—¿La herborista se llama María?

—Sí, y os diré que es una real hembra. ¡Tiene un par de tetas! —Ahuecó las manos y se las llevó al pecho.

—¿Dónde vive?

—En un pueblo llamado Lozoya. Maese Rodrigo le dispensa un trato muy especial, y no lo digo porque se acuesten. Hablan de muchas cosas porque ella tiene conocimientos de todo lo relacionado con la preparación de cremas, ungüentos, jarabes, destilados y todas esas cosas.

Diego tomaba nota mentalmente. Una herborista, de nombre María, vivía en Lozoya y se acostaba con el boticario cuando venía, cosa que hacía cada dos o tres meses.

—¿Qué clase de trabajo hacéis para el boticario?

—Recados y mandados. Llevo las medicinas a algunos clientes y, como sé algo de números y letras, a veces le ajusto cuentas.

Le llamó la atención que supiera leer y escribir.

—¿No sabéis por qué lleva tres días desaparecido?

—Tres, no, cuatro. Estuve haciéndole unos mandados el lunes y hoy ya es viernes… —Al decir aquello pareció reparar en algo—. No iréis a decir que he comido salchichas y no he guardado la abstinencia…

La Iglesia tenía establecida abstinencia de comer carne los viernes a no ser que se tuviera la correspondiente bula, por la que había de pagarse.

—No os preocupéis, además, quienes están enfermos o padecen necesidad, como es vuestro caso, pueden comer.

—¡Cuánta razón hay en esas palabras de vuesa merced!

—Decidme, ¿no os resulta extraño que lleve tantos días desaparecido?

—Antes de que María le trajera las hierbas, salía al campo en busca de plantas y estaba unos días fuera. Pero siempre me lo decía. El lunes no me dijo nada. Eso es lo que me extraña.

—¿Qué más podéis decirme de maese Rodrigo?

Agustinillo dejó escapar un suspiro.

—Algo que quizá os interese, pero tendréis que aflojar la bolsa.

—¿¡Cómo!? ¡Después del atracón que os habéis dado a mi costa!

—Lo que tengo que deciros es muy importante. ¡Os lo juro! —Hizo una cruz con los dedos y se la llevó a la boca—. Es algo que nadie sabe. Lo que os he contado podrían decíroslo otros vecinos. Pero esto… sólo lo sé yo.

—¿Dos reales?

—Cuatro.

—Siempre que lo que me digáis merezca la pena.

—Lo merece. —Bajando mucho la voz, le susurró—: Maese Rodrigo es alquimista. Tiene un laboratorio. Para mí que la botica es una tapadera. ¡Lleva años tratando de convertir el plomo en plata! Habla de eso con María.

Diego pensó que era posible que lo hubieran torturado para sonsacarle aquello. No era información menor.

—¿Dónde está ese laboratorio?

—Debajo de la botica. Es subterráneo.

—¿Habéis bajado alguna vez?

—¡No! ¡Allí sólo baja él!

—Entonces… ¿cómo sabéis que es un laboratorio de alquimia?

—Porque maese Rodrigo es algo despistado y alguna vez no ha cerrado la puerta. He podido husmear, aprovechando que había salido.

—¡Acabáis de decirme que no habéis bajado! ¡No me gusta que me mientan!

—No he bajado con maese Rodrigo, pero he husmeado cuando no estaba. Allí hay atanores, probetas, crisoles, anafes, dos alambiques, uno grande y otro pequeño. Son mejores que el de la botica para los destilados. Hay muchos libros y en las paredes hay colgadas grandes láminas llenas de extraños signos. Tiene minerales, piedras, pigmentos, limaduras… Hay épocas en que pasa allí muchas horas y hasta noches enteras.

Aquella información valía más de los cuatro reales que le había pedido.

—He visto que la botica está cerrada. ¿Hay forma de entrar en ella?

—¿Cuánto pagaríais?

—¡Eres un bribón de siete suelas! ¡Estás tentando a la suerte!

Agustinillo se rascó la cabeza.

—El hambre es mala cosa. ¿Vuesa merced la ha padecido?

Diego había pasado hambre en Flandes. La peor de todas en Lombardía, cuando su compañía quedó aislada y estuvieron tres días sin probar bocado, después de otros tantos de tener la comida racionada y sin apenas agua. Cuando los sacaron de aquel aprieto…

—He pasado hambre y también sed, no sabría deciros qué es peor.

—Entonces, tenemos algo en común.

Diego lo miró, sin disimular la sonrisa.

—¿Otros cuatro reales?

—Me parece justo. Pagad esto y nos vamos.

Poco después, estaban en la botica —Agustinillo sabía dónde maese Rodrigo escondía una llave— y algunos vecinos se acercaban a curiosear.

—Será mejor que cerremos la puerta, así nos dejarán en paz.

En la botica, todo estaba en orden, cada cosa en su sitio. Diego comprobó que había otras dependencias. Una era el aposento donde dormía el boticario. Había unas banquetas, un aguamanil, un arca y una cama.

—Ahí es donde follan —comentó Agustinillo.

—Me lo he imaginado. Aunque…, vos, ¿cómo lo sabéis?

—Lo sé.

Aquel sujeto era capaz de tener algún método para verlos.

Pasaron a otra sala donde había una cocinilla que daba a un patio donde crecía un hermoso laurel y podía verse el brocal de un pozo.

—Sacamos el agua de ahí.

Se asomó y comprobó que el agua estaba a menos de una vara del suelo. Regresaron a la botica y vio que había otra puerta.

—¿Esa es la puerta del laboratorio?

—Sí, ¿quiere vuesa merced bajar?

—Está cerrada y con el candado puesto.

—Puede abrirse.

—¿Tenéis también esas llaves? —Diego iba de sorpresa en sorpresa.

—No, señor. Pero tengo esto.

Le mostró una ganzúa.

—¡Santo Dios!

—Si quiere bajar al laboratorio… Mire vuesa merced para otro lado.

—Está bien, abridla.

Con la habilidad propia de quien manejaba aquel instrumento con frecuencia, abrió el candado y la cerradura. Encendió un candil y bajaron por unas escaleras de caracol. El laboratorio era un lugar sin ventanas, sumido en una oscuridad que apenas rompía la tenue llama, el lugar tenía algo de tenebroso. Una pequeña rejilla en el techo permitía renovar aire y una salida de humos debía conectar con la chimenea que había en la botica.

Agustinillo prendió los dos gruesos cirios que había en los extremos de una larga mesa. Allí imperaba también el orden. Los anafes estaban apagados, en ellos había restos de ceniza. Uno de los alambiques había destilado un líquido cristalino que estaba recogido en una garrafa de cristal translúcido. Llamó su atención una especie de torta metálica, blanquecina, pero renegrida por los bordes, que había en uno de los crisoles.

—¿Sabéis qué es esto?

Agustinillo se encogió de hombros.

A la luz del candil, Diego curioseó los libros, cerca de una veintena, casi todos ellos en latín. Después miró los papeles que había sobre la mesa y también un libro que hojeó. En alguna página había anotaciones marginales. Lo que había escrito era un galimatías, imposible sacar algo en limpio.

En el lomo, un tanto deslucido, estaba el título: Liber archimiorum. Decidió llevárselo junto con los papeles y la torta que había en el crisol.

—¿Os vais a llevar todo eso?

—Sí.

Agustinillo supo que al boticario le había sucedido algo grave.

—¿Os importaría decirme qué le ha ocurrido a maese Rodrigo?

Carecía de sentido ocultárselo. Su muerte sería pública en pocas horas.

—Lo han asesinado, después de torturarlo. Parece que quienes lo han hecho querían sacarle alguna información.

Agustinillo había empalidecido.

—Me temía que algo pudiera pasarle… Pero torturarlo…

—¿Por qué decís eso?

—Porque hace poco vino un sujeto con el que discutió. Oí algo…

—¿Qué oísteis? ¡Os advierto que no voy a daros más dinero!

—Perded cuidado, no os lo voy a pedir. Maese Rodrigo había conseguido algo importante en el laboratorio. Lo sé porque habló de eso con María. Después de follar se relajaba y hablaba con ella como si fuera otra boticaria. Ella le dijo que se tomara en serio las amenazas.

—¿Quién lo amenazaba?

—El sujeto con el que discutió.

—¿Qué podéis decirme de él?

—Era como de vuestra estatura. Muy moreno, delgado, y llevaba un sombrero de alas, parecido al vuestro, adornado con unas largas plumas.

Subieron a la botica y pagó a Agustinillo lo convenido.

—Me quedo con la llave de la botica —le dijo Diego y, como había podido comprobar que podía entrar por otro procedimiento, le hizo una advertencia—: No se os ocurra entrar aquí utilizando esa ganzúa. Podría crearos problemas muy serios.

Consciente de que el mejor hilo del que tirar para esclarecer aquel crimen era lo que sacara de la herborista, le hizo una propuesta:

—¿Queréis ganaros unos buenos reales?

—Desde luego.

—Estad pendiente de la botica, sin entrar en ella. Cuando aparezca la herborista por aquí —Diego pensaba que, al tener noticia de la desaparición, vendría mucho antes de lo habitual—, tenéis que informarme inmediatamente.

—¿Cuánto me pagaréis?

—Tres reales por cada día que estéis pendiente de este asunto.

—Trato hecho.

III

 

 

 

 

Lisboa, por las mismas fechas

 

Dionís de Mascarenhas, factor de la Casa da Índia, caminaba a toda prisa. Iba escoltado por un guardia —era norma cada vez que salía de allí con papeles en la mano— pese a que la distancia hasta el Palacio da Ribeira era escasa. Las cartas de navegación, los mapas, los documentos y hasta los papeles de menor importancia donde se reflejaban asuntos relacionados con las Indias eran secreto de Estado, y en Lisboa se sabía que cualquier descuido podía ser aprovechado por quienes deseaban tener acceso a ellos. La pugna por controlar las rutas marítimas y los dominios ultramarinos era muy grande, principalmente con los españoles.

Los soldados de guardia en la puerta del palacio le franquearon la entrada. Mascarenhas necesitaba hablar con el rey sobre ciertos asuntos, que no admitían demora, relacionados con dos naos que habían de zarpar con destino a Goa. En la antecámara oyó a varios cortesanos mostrar su rechazo al proyecto de conquistar Berbería, que obsesionaba a su majestad. Se dirigió al mayordomo:

—Han de salir y no podrán hacerlo hasta que su majestad…

—Lo lamento, don Dionís. —El mayordomo se mostraba inflexible—. Cuando acabe, recibirá a don Pedro de Alcaçobas…

Hasta pasada más de una hora don Sebastián no lo recibió.

Hacía casi veinte años, en 1557, que había sido proclamado monarca de Portugal. Sólo tenía tres, al morir su abuelo Juan III —su padre, casado con Juana de Austria, hermana de Felipe II, que era el heredero del trono, había muerto a los dieciséis años, antes de que don Sebastián naciera—. Era de mediana estatura y muy bien proporcionado. Tenía el pelo rubio, tez clara, ojos azules y labios carnosos. Era vivo de genio y profundamente religioso. Los jesuitas, a quienes su abuela encomendó su educación, habían moldeado su carácter. Se consideraba un soldado de Cristo y su mayor deseo era guerrear contra los infieles, no tanto por hacerse con sus dominios, sino por convertir almas a la verdadera religión. Continuaba soltero.

Recibió a Mascarenhas de mala gana. No le gustaban los asuntos administrativos. Prefería ejercitarse con las armas, montar a caballo, cazar… Apenas había comenzado a explicarle el motivo de su visita, cuando unos suaves golpes en la puerta lo interrumpieron.

—¡Entrad!

—Disculpadme, señor. —El mayordomo había hecho una cortesana inclinación—. Pero vuestra majestad debe tener conocimiento…

—¡Hablad!

—Señor, doña María de Noronha está siendo vejada.

—¡Explicaos!

—El padre Martín de la Cámara la tiene retenida en Belém y, maniatada, la ha subido a una mula. Temo que pueda ocurrir una desgracia.

—¡Que Vasconcelos venga inmediatamente!

El capitán de la guardia apareció al instante.

—Majestad…

—¡Acudid, sin pérdida de tiempo, a Belém! ¡El padre Martín de la Cámara tiene retenida allí a doña María de Noronha! ¡Averiguad qué pretende y tomad razón de la causa de este alboroto!

—¡A las órdenes de vuestra majestad!

El capitán se retiraba cuando la voz de don Sebastián lo detuvo.

—¡Informadme de si la honra de doña María ha sufrido menoscabo!

Vasconcelos y media docena de sus hombres salieron a toda prisa de palacio. Dejaron atrás la Ribeira das Naos y el monasterio de los Jerónimos. Galoparon por la ribera del Tajo en dirección a Belém, donde encontraron una aglomeración de gente que les dificultaba el paso.

—¡Alto! —Vasconcelos alzó la mano—. ¿Qué demonios es eso?

—Parece una procesión, mi capitán —respondió uno de sus soldados.

—No tiene trazas de serlo. No se ve ninguna cruz.

—¡Allí, allí! ¡Montada en aquella mula! —gritó otro de sus hombres.

—¡Santo cielo! ¡Ese jesuita ha perdido el seso!

Se abrieron paso hasta llegar adonde doña María de Noronha, viuda de uno de los principales nobles del reino, iba montada a horcajadas sobre una mula, con las manos atadas, como si fuera una vulgar delincuente. Tenía los ojos enrojecidos, la saya sucia, el pelo suelto y enmarañado. Tan astrosa apariencia no empañaba su belleza. Tenía poco más de veinte años y fama de ser una de las mujeres más bellas de Lisboa. Su padre, conde de Linhares, había sido virrey de las Indias. El título ahora lo ostentaba el hermano de doña María.

—¡Despejad el sitio! —ordenó Vasconcelos a sus hombres.

Dejaron libre un pequeño espacio alrededor de la mula que llevaba de reata el padre Martín de la Cámara, hermano del confesor de don Sebastián.

Vasconcelos desmontó y se acercó al clérigo.

—Paternidad, ¿puede saberse que es esto?

—¡Apartaos de mi camino! ¡Estáis interrumpiendo el paso!

—No habéis respondido a mi pregunta. ¿Qué estáis haciendo?

—¡Cumplir la voluntad de Dios Nuestro Señor!

—¿Vejando a una dama de la calidad de doña María de Noronha?

—¿Vejando, decís? ¡Estoy haciendo justicia!

—¿Quién sois vos para administrar justicia?

—¡Un hombre de Dios!

—¡En ese caso rezad y no os toméis atribuciones que no os competen! ¡Soltad a doña María!

—¡No lo haré! ¡Ha de pagar por su desafuero!

—¡En nombre del rey, os ordeno que la soltéis!

—¡Ya os he dicho que no lo haré!

En aquel momento doña María se arrojó al suelo y Vasconcelos desenvainó su daga y cortó las cuerdas que la maniataban. Sangraba por una brecha que se había abierto en la frente, como consecuencia del golpe.

—¡Os lo suplico, salvadme, no quiero morir! —rogó entre sollozos.

—¡Perded cuidado, doña María! Vuestra vida está a salvo. Estoy aquí por orden de su majestad. Pero, decidme, ¿qué ha sucedido?

—¡Ponedme a salvo! ¡Ha perdido el juicio! ¡Tiene a mi aya encerrada en la cripta de la iglesia que hay frente a la Torre de Belém!

Vasconcelos miró al clérigo, al que sujetaban dos de sus hombres. En el gentío se había hecho un silencio que tenía algo de inquietante. Ayudó a doña María a incorporarse y le ofreció su pañuelo para que limpiase la sangre de su frente y las lágrimas de sus mejillas. Ordenó a dos de sus hombres que trajesen un carruaje para llevarla a su casa, a otros dos que fueran en busca del aya y a los dos restantes que llevasen al Palacio da Ribeira al sacerdote.

Una vez en su casa, doña María le explicó lo sucedido.

—Había acudido a misa y cuando terminó me quedé, como suelo hacerlo, rezando algunas oraciones. A la salida, el padre Martín, a quien acompañaban algunos hombres, se me acercaron y nos metieron a mi aya y a mí en una carroza con las ventanillas cubiertas. Nos llevaron a la iglesia que los jesuitas tienen frente a la Torre. Allí me ha insultado y…

—Perdonadme, señora, pero ¿cuál es la causa de todo esto?

—Que se hayan expuesto las amonestaciones de mi matrimonio. El padre Martín considera que no debe celebrarse porque es un matrimonio entre desiguales. Me ha deshonrado públicamente, montada en esa mula y maniatada. Incluso me ha amenazado con acabar con mi vida.

 

 

El padre Martín de la Cámara estaba custodiado en una dependencia del Palacio da Ribeira. Los comentarios se cortaron con la llegada del confesor real, el padre Luis de la Cámara. Aguardó a ser recibido por don Sebastián, quien estaba siendo informado de lo ocurrido por el capitán Vasconcelos.

—Eso es, señor, lo que doña María me ha contado.

—¿Cómo se encuentra?

—Asustada, agraviada y herida, majestad.

—Podéis retiraros.

—Siempre a las órdenes de vuestra majestad.

Don Sebastián indicó al mayordomo que pasase el confesor que saludó al rey con una inclinación de cabeza.

—Majestad, he venido tan pronto se me ha dado noticia.

—Vuestro hermano ha mancillado el honor de doña María de Noronha.

—Majestad, ha actuado impulsivamente. Pero su finalidad era loable.

El rey clavó su mirada en el confesor.

—¿Loable, decís? ¡Es inadmisible que una dama como doña María sea maniatada y paseada a lomos de una mula! ¡Como una vulgar mujerzuela!

—Señor, doña María pretende abandonar su viudedad contrayendo nupcias con un hombre que dista mucho de su posición. ¡Los Noronha son fidalgos y a quien pretende convertir en su esposo es un comerciante en especias con tienda abierta en la plaza del Comercio! —El confesor había alzado la voz—. ¡Es un matrimonio escandaloso!

—¿Está informado vuestra reverencia de que doña María me había pedido autorización para contraerlo y que yo se la había otorgado? ¿Sabíais que he dado carta de nobleza a ese comerciante que ha tenido a bien donar a la corona veinte mil escudos? Vuestro hermano se ha atribuido una autoridad que no le corresponde y cometido un grave error.

—Majestad, ignoraba…

—¡Vuestro hermano ha causado un escándalo mucho mayor que el que vuestra paternidad dice que provoca ese matrimonio! Decidle que se retire a diez leguas de la corte y sepa vuestra paternidad que su presencia no me es grata.

—Majestad…

—Retiraos. ¿Acaso no me habéis oído?

En los días siguientes en la corte lisboeta no se hablaba de otra cosa. Algunos pensaron que era el principio de grandes cambios. Los padres de la Compañía habían sido hasta aquel momento sus consejeros más importantes. Sus criterios y opiniones, así como sus consejos, estaban por encima de todos los demás. Incluso de los de su abuela Catalina de Habsburgo. Ellos habían moldeado su carácter y lo habían imbuido del concepto de soldado de Cristo que determinaba la vida de don Sebastián.

—Quizá ahora sea menos complicado convencer a su majestad de que llevar la guerra a África es una locura —señalaba don Cristóbal de Távora.

—Dios oiga vuestras palabras —fue la respuesta del conde de Portoalegre—. El rey está absolutamente convencido de que su misión es llevar la cruz a tierra de infieles y procurar su conversión. No soy tan optimista como vos.

—Lo peor es que desea llevarla a cabo de forma personal —terció don Fernando de Saa—. Sin importarle que lo primero es asegurar la sucesión en el trono. Habrá que convencerlo de que ha de contraer matrimonio en lugar de arriesgar su vida en campañas militares.

 

 

Don Sebastián había convocado al Consejo Real y la expectación era máxima porque, tras lo sucedido, eran muchos los que esperaban importantes novedades. Sin embargo, comprobaron que, después de rezadas las oraciones pidiendo a Dios luz para acordar lo más conveniente para el reino y la religión, los planteamientos de don Sebastián seguían inalterables.

—Es mi voluntad que, si Dios Nuestro Señor no dispusiere otra cosa, se apreste todo lo necesario para llevar un ejército a Berbería y dar respuesta a la petición del rey de Fez, Muley Mohamed, para que con nuestra ayuda recupere el trono del que lo ha desposeído Abdelmalik.

—Señor, sólo conseguiremos cambiar un monarca por otro, ambos de la secta de Mahoma —intervino el duque de Braganza.

—El sultán me ha prometido, una vez repuesto en el trono, la entrega de Larache. Desde allí podremos cristianizar aquel territorio.

—Majestad, temo que esa entrega en poco favorecerá nuestra religión —puntualizó el obispo de Coímbra—. Como dice su excelencia, con mucho sacrificio sólo conseguiremos cambiar un sultán por otro.

—Sabed que no os he convocado para debatir lo que ya he decidido, sino para que conozcáis mi decisión.

—Majestad, ¿quién mandará ese ejército?

—Seré yo quien se ponga al frente.

—Pensad, señor, que, si a vos os ocurriera una desgracia, Dios no lo permita, la Corona no tendría sucesor. —El arzobispo de Lisboa se había puesto en pie—. Considerad esta circunstancia.

—Agradezco la preocupación de su ilustrísima. Sabed que he decidido solicitar al rey don Felipe, mi tío, la mano de la mayor de sus hijas, la infanta Isabel Clara Eugenia, así como ayuda para esta empresa. En breve partirá para Madrid don Pedro de Alcaçobas, llevándole cartas en las que expongo mis peticiones y le ofrezco vernos en tierras de Castilla, en el lugar donde mi tío considere adecuado.

IV

 

 

 

 

Diego no había dejado de hacer diligencias para esclarecer aquel macabro asesinato. Había acudido varias veces al recodo del río Guadarrama para ver si conseguía alguna pista, pero nada encontró que fuera de interés. Lo único que sacó en claro de aquellas visitas fue ratificar que al boticario lo habían matado en otra parte y que sus asesinos llevaron allí el cadáver para deshacerse de él.

Tampoco obtuvo información de los hortelanos de la Florida y nada pudo sacarle al padre Arriaga sobre quiénes le habían dado la información que había permitido encontrar el cadáver. El párroco se acogía al secreto de confesión. Había examinado detenidamente el cadáver del boticario. A veces, los muertos hablaban más que los vivos. Sacó dos conclusiones: la primera, que quienes lo habían asesinado eran gente sin escrúpulos y sin ley porque lo habían torturado salvajemente. Le habían hecho numerosas incisiones en el cuerpo y tenía no menos de veinte pequeñas quemaduras en el torso. También le habían arrancado los pezones con unas tenacillas. Sus labios estaban reventados y uno de sus pómulos destrozado. El boticario había sufrido mucho antes de morir. La segunda, que, a tenor de aquellos tormentos, debía de haber resistido mucho y eso sólo podía significar que lo que deseaban arrancarle era de gran valor. Lo que no sabía era si habían conseguido arrancarle una confesión antes de matarlo.

Tres días más tarde se celebró su entierro en la iglesia del convento de Santa María de los Ángeles. Llamó la atención de Diego, a quien acompañaba Agustinillo, que el templo estuviera abarrotado para ser persona que apenas tenía relaciones.

Terminado el funeral y enterrado el cadáver en la cripta de la iglesia, salieron a la plazuela.

—Me habíais dicho que maese Rodrigo era persona reservada y que tenía pocas relaciones. Este gentío indica otra cosa.

—Tenía pocas relaciones, pero ayudaba a la gente. Daba medicinas a muchos que no podían pagarlas y fiaba cuando era menester. Era hombre desprendido. Son vecinos de estas calles y gentes que alguna vez acudieron a la botica a por algún remedio para sus dolencias.

Diego pensó que el boticario era persona extraña. Por lo que Agustinillo le estaba diciendo no parecía importarle demasiado el dinero y, sin embargo, aquel laboratorio en el sótano de su botica indicaba que buscaba cómo obtener plata u oro a partir de metales viles.

—Sé que vuesa merced está pensando que, si el dinero no era su ambición, ¿qué hacía buscando convertir el plomo en plata?

Agustinillo era un truhan, pero tenía la cabeza sobre los hombros. Si le sorprendió que supiera leer y escribir, ahora comprobaba su perspicacia.

—¿Qué hacía?

—Le gustaba experimentar y conseguir lo que se proponía.

—¿No creéis que eso de obtener plata del plomo es una bobada?

Se encogió de hombros.

—No lo sé, pero maese Rodrigo estaba convencido de que era posible. Es probable que consiguiera algo y eso ha sido lo que le ha costado la vida.

En la puerta de la iglesia la gente no dejaba de cuchichear.

—Lo que a mí me han asegurado es que le metieron varias veces un palo por detrás —afirmaba una mujer—. ¡Pobre hombre!

—¡A esos canallas tendrían que cogerlos y caparlos! ¡Maese Rodrigo ayudó a mucha gente!

En otro de los corrillos no dejaban de mirar a Diego.

—Quien está con Agustinillo es alguacil. Fue quien descubrió el cadáver.

—¿Es verdad que lo habían tirado al río y lo encontraron flotando?

—Me han contado que los asesinos querían robarle unos talegos de dineros y, como no les dijo dónde estaban, lo mataron, después de hacerle muchas perrerías.

—Era raro, pero no era mala persona.

Poco a poco, los corrillos se fueron deshaciendo. Diego estaba pendiente de cualquier detalle que pudiera facilitarle alguna pista.

—¿No es extraño que la herborista no haya aparecido? —preguntó a Agustinillo—. Madrid se hace lenguas de la muerte del boticario. Es raro que no le haya llegado la noticia.

—Es probable que no haya llegado a Lozoya.

—No dejéis de vigilar. Si hay alguna novedad, avisadme rápidamente.

 

 

Diego llevó la torta de metal a un platero de la calle Mayor —sus joyas tenían fama— para que le dijera qué era aquello. Esa tarde visitó al platero.

—¡Don Diego!

—Buenas tardes nos dé Dios. ¿Habéis sacado algo en limpio?

—Sí, señor, he hecho el ensayo por dos veces y tengo que deciros…

En aquel momento desde la calle llegó un fuerte chirrido. Se acababa de detener un carruaje. Un lacayo abría la portezuela y rendía el estribo a una dama. Llevaba el negro pelo de su melena recogido con unas peinetas de oro y se tocaba con un sombrerito del que salían dos plumas. Tenía un ojo tapado por un negro parche de cuero que sostenía una cinta de seda. Aquel parche no restaba un ápice a su belleza. Su entrada interrumpió la conversación. A una dama como aquella había que atenderla sin demora.

—¡Doña Ana! —El platero se acercó solícito y besó la mano que ella le ofrecía—. Excelencia…

Ella miró a Diego, que se destocó el sombrero e inclinó la cabeza en un gesto de galantería. Ella no se molestó en devolverle el saludo.

Ana de Mendoza, princesa de Éboli, que había sido el título de su marido, rondaría los treinta y cinco años y estaba en el esplendor de la madurez. El óvalo de su cara era casi perfecto. Tenía la tez muy blanca, los labios carnosos, la frente despejada y su único ojo, negro como su pelo, daba una intensidad a su mirada que costaba sostenérsela. Hacía dos años que había quedado viuda de Ruy Gómez de Silva y tiempo atrás corrió el rumor de que había tenido amores con el rey. Ahora se decía que tenía relaciones con un secretario real: Antonio Pérez.

—¿Está lista la gargantilla?

—Así es, excelencia.

—Mostrádmela. —Fue una orden.

El platero se perdió tras unas cortinas que quitaban la vista de la trastienda donde tenía el taller y regresó con la gargantilla, que mostró sobre un paño de terciopelo negro. Era una joya espléndida. Los eslabones de oro, finamente labrados, tenían engastados rubíes, zafiros y esmeraldas.

La princesa, que se había entretenido mirando a través del cristal del mostrador algunas piezas que allí se exponían, sin cruzar palabra con Diego, la cogió, sin decir palabra, y se la llevó al cuello. El platero le ofreció un pulido espejo para que viera cómo le quedaba. Su sonrisa daba a entender que estaba satisfecha con la joya.

—¡Espléndida, espléndida! —Su voz sonó de nuevo autoritaria—. ¡Me la llevo! ¡Mandadme la cuenta!

—Como disponga su excelencia.

Miró a Diego y se despidió:

—Vuesas mercedes queden con Dios.

Salió, subió al carruaje y desapareció.

—Por lo que acabo de ver, tiene bien ganada su fama —dijo Diego.

—La princesa es mujer difícil. No lleva bien que se le contraríe.

—He oído decir que ha tenido un serio enfrentamiento con la madre Teresa de Jesús, la que está reformando el carmelo.

—Es cierto. Al quedar viuda, decidió meterse a monja y lo hizo en un convento que hay en Pastrana, que es villa que le pertenece. Allí revolucionó a la comunidad hasta el punto que la madre Teresa ordenó a las monjas que abandonaran el convento y la dejaron sola. El escándalo fue mayúsculo.

—En fin…, vamos a lo que nos interesa. Me decíais…

—Esa torta, que pesa casi libra y media, es plata de una gran pureza. ¡Jamás la he visto de tanta calidad! Lo que me ha sorprendido son esos rebordes renegridos. Es como…, como si hubiera estado sometida al fuego.

—¿No tenéis la menor duda de que es plata?

—Ninguna, don Diego, he ensayado por dos veces. Os puedo pagar unos buenos ducados si deseáis venderla.

—No quiero venderla. Os pagaré por vuestro trabajo.

—Si no es indiscreción, ¿de dónde la habéis sacado?

—Tal vez os lo diga en otra ocasión. Decidme cuánto os debo.

—Nada, don Diego. Ha sido un placer seros de utilidad.

Si era plata de una calidad excepcional, era probable que maese Rodrigo hubiera conseguido la piedra filosofal y que alguien más debía saber que había llegado tan lejos. Posiblemente el sujeto con el que Agustinillo había oído discutir al boticario. Algunas cosas empezaban a encajar. Posiblemente lo torturaron para hacerle confesar aquel logro. Se preguntó quién podía saber de sus trabajos. Por lo poco que sabía de aquel mundo, los alquimistas no solían compartir sus conocimientos y preferían trabajar en solitario. Sacó una conclusión: quienes lo habían asesinado no lograron sacarle lo que buscaban porque no habían podido acceder al laboratorio secreto.

Caminó hacia un caserón en San Bernardo donde estaban las dependencias de los alguaciles y corchetes. Los primeros disponían de unos pequeños aposentos, poco más que celdas, que les servían de oficina, mientras que los segundos, cuando no se encontraban recorriendo las calles o en otras misiones, estaban en una sala grande donde había algunas mesas, varios bancos y poco más. El alguacil mayor, don Matías Sarmiento, tenía, en la planta de arriba, un despacho con un amplio ventanal que daba a un balcón. Estaba amueblado con cierto lujo: sillones tapizados en piel, cortinas, alfombra, un bargueño donde tenía los papeles de mayor importancia y un arca de tres llaves en la que se guardaban los limitados caudales que administraba el alguacilazgo. Para poder abrirla se necesitaba la presencia de los tres claveros —el alguacil mayor, el tesorero y un covachuelista encargado de la contabilidad y otros asuntos burocráticos—, algo que en ocasiones había creado problemas porque no se localizaba a alguno de ellos.

Llegó a su oficina, se sentó en la silla de anea —el sillón era un lujo reservado al alguacil mayor—, puso la torta de plata encima de la mesa donde había dos rimeros de papeles y estuvo largo rato mirando el metal hasta que se centró, una vez más, en los papeles del alquimista. Nada sacaba en claro. Había expresiones que no comprendía. Alusiones al sol, a la luna y a varios planetas. Esquemas donde aparecían signos del zodíaco y la posición de los astros en ciertos momentos. Leyó que era buen momento para ciertos trabajos cuando Marte estaba en Aries y Mercurio en Tauro. Había una representación de la bóveda celeste donde estaban marcadas varias constelaciones y se hallaba dividida en doce partes que correspondían a cada signo del zodíaco.

Lo sacaron de aquellos pensamientos unos golpecitos en la puerta. Quien los dio no esperó a que lo autorizara a pasar.

—Don Diego, un sujeto que mide poco más que esto —el corchete señaló una altura de poco más de una vara— pregunta por vos. Dice que se llama Agustinillo.

—¿Dónde está?

—En la puerta.

Cogió su capa, se caló el sombrero y salió a toda prisa.

—¿Qué ha pasado?

—¡Han asaltado la botica! ¡No he podido impedirlo! ¡Eran cuatro!

Diego se asomó a la sala de los corchetes. Había humo porque muchos se habían aficionado al tabaco y un grupo, en torno a una mesa, aunque estaba prohibido, le daban al naipe. Se acercó a la mesa y señaló a tres.

—¡Vosotros, venid conmigo! ¡Vamos, rápido!

Con menos presteza de la que Diego hubiera querido tomaron capa y espada, se calaron los chapeos y lo siguieron. Cuando llegaron a la calle del León la gente se agolpaba en la puerta de la botica, pero nadie había entrado.

—¡Abrid paso! ¡Paso a la justicia! —gritaban los corchetes.

En la botica todo estaba revuelto. El alambique tirado y vasos, tubos, copas y cordialeras hechos añicos. Muchos albarelos estaban rotos y su contenido por el suelo. También estaba abierta la puerta del laboratorio.

—¡Que nadie entre! —ordenó Diego.

Agustinillo prendió un candil y bajaron al sótano a toda prisa.

Allí reinaba un desorden parecido al de la botica. Muchas cosas rotas y otras por el suelo, entre ellas los libros.

—Se han llevado algunos libros —comentó Agustinillo—. ¡Qué bien hizo vuesa merced llevándose aquel libro y los papeles!

Lo ocurrido ratificó las sospechas de Diego. Los asesinos no habían logrado arrancarle ninguna confesión y quienes habían hecho aquello querían información sobre la transmutación de los metales.

—Buscaban lo que maese Rodrigo sabía —dijo Agustinillo—. Por cierto, ¿la torta que se llevó vuesa merced el otro día era de plata?

—Eso dice un platero que la ha visto.

—Entonces… ¿había conseguido convertir el plomo en plata?

—Es probable, pero no puede asegurarse.

—¿¡Cómo que no!? ¡Estaba en el crisol!

—¿Quién os asegura que esa plata procedía del plomo? No sabemos si lo que había en el crisol era plata y la sometía a algún procedimiento.

—Es posible, pero vuesa merced no me negará que lo más probable es que el plomo se hubiera convertido en plata.

—Contadme cómo llegaron esos sujetos y cómo entraron.

—Eran cuatro e iban embozados. Apenas se les veía la cara. Había estado en el bodegón de la calle de las Huertas y me zampé un plato de garbanzos con bacalao. Volví aquí, me senté en el suelo, con la espalda en la pared, y me quedé adormilado. Me espabiló la presencia de esos sujetos. Llamó mi atención que se embozaban las capas, sin que hiciera frío. Forzaron la puerta, se colaron los cuatro y cerraron. Entonces decidí ir a avisaros.