8,99 €
Esta gran historia de espionaje nos permitirá pasear por el Londres del XVIII: por el refinado ambiente de la Royal Society y por tabernas, muelles y tugurios, también por el Madrid dieciochesco donde respiraremos el ambiente cultural de una época en profunda transformación. España a mediados del siglo XVIII. La Ilustración empieza a ser realidad, pero la Inquisición aún tiene fuerza. Los marinos españoles publican obras de gran importancia científica. Es el caso de Jorge Juan, que ha medido el meridiano terrestre y acaba de publicar un libro sobre ello, pese a los reparos de la Inquisición. Por su parte, el marqués de la Ensenada, principal ministro de Fernando VI, está dispuesto a potenciar la flota moderna capaz de enfrentarse a la británica. Jorge Juan viaja a Londres como científico para participar en las reuniones de la Royal Society, donde se lo recibe como marino ilustrado, pero la verdadera razón de su viaje es espiar los astilleros ingleses. Adopta para ello una doble identidad: la real y la de un librero que se mueve por los muelles del Támesis y las tabernas portuarias buscando a expertos en la construcción naval. Así, contratará y traerá a España a los hombres que harán realidad los proyectos de Ensenada. Pero al ser descubierto, tendrá que huir de Londres. En Madrid, Fernando VI y la portuguesa Bárbara de Braganza están empeñados en mantenerse neutrales ante la guerra que enfrenta a británicos y franceses. Ensenada, en cambio, es partidario de la alianza con Francia, ya que Gran Bretaña practica el contrabando en nuestras colonias. La corte, donde se respira un ambiente tan culto —Farinelli es el centro de ese mundo— como mojigato, también es centro de intrigas políticas. «Del panorama literario actual, José Calvo Poyato es uno de los autores que mejor nos traslada a épocas pasadas». Onda Cero «Un referente de la novela histórica española». El Periódico «Combina con sabiduría la novela histórica y el thriller». Juan Ángel Juristo, ABC «Un gran historiador. Un excelente novelista». J. J. Armas Marcelo
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 702
Veröffentlichungsjahr: 2025
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
El espía del rey
© José Calvo Poyato, 2017, 2025
Autor representado por Silvia Bastos, S. L. Agencia Literaria
© 2025, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
Diseño de cubierta y mapa del interior: CalderónSTUDIO®
Imagen de cubierta: Alamy
ISBN: 9788410641549
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Nota del autor
Agradecimientos
Bibliografía
La Habana, noviembre de 1758
Le resultaba imposible evitar el temblor de sus manos. Era la tercera vez que Claudia Osorio leía aquella carta recibida por la posta ordinaria. Esa había sido su primera sorpresa. Jorge no la había utilizado durante aquellos ocho años, que a ella se le antojaban muchos más. En lo que le decía en aquellas líneas se encontraba la explicación.
Se sentó en la mecedora que había en el porche de la casa, que era el corazón de la hacienda donde había aprendido las técnicas del cultivo del tabaco y de la caña de azúcar y los secretos para elaborar los habanos que dos veces al año enviaban a España, así como el funcionamiento del enorme ingenio donde se extraía el jugo de la caña para obtener el guarapo que, sometido a diversos procesos, se convertía en azúcar.
La tarde declinaba y el sol aparecía y desaparecía entre las nubes arrastradas por una brisa que traía sabor a mar. A lo lejos se vislumbraban las fortificaciones del Morro que vigilaban la entrada a la bahía de La Habana. Allí esperó, impaciente, hasta que por la senda vio llegar el calesín con la capota recogida donde venía su madre, acompañada por don Rodrigo, por quien no parecían pasar los años, tal vez porque dedicaba varias horas cada día al arte de la esgrima, de la que era un virtuoso. Don Rodrigo conservaba la imagen de hombre de un tiempo pasado.
Claudia no pudo contenerse y salió a su encuentro. Don Rodrigo tuvo que refrenar las mulas para evitar alguna complicación.
—¡Soooo! —Los animales obedecieron dóciles.
—¡Madre! ¡Madre! ¡Carta de Jorge!
Doña Catalina vio cómo su hija se acercaba al calesín. Recibir carta de Jorge no era frecuente, pero tampoco había visto a Claudia celebrarlo de aquella manera.
—¿Buenas noticias?
—¡Magníficas! ¡La reina ha muerto! —Se dio cuenta de que se había excedido, pero le había salido del alma.
—¡Claudia, es la reina!
—Lo siento, madre. No he podido evitarlo.
Doña Catalina Garcés bajó del vehículo y se abrazó a su hija. Comprendía su reacción. Aquellos años en Cuba, que en otras condiciones habrían sido un deleite, habían resultado angustiosos en un primer momento por temor a que su presencia allí fuera descubierta y ellas —también don Rodrigo de Arellano— sabían lo que eso podía significar. Luego, conforme el tiempo pasó, vivieron con cierto sosiego. Con todo, la lejanía y separación de Jorge Juan habían supuesto un calvario para Claudia, y su madre compartía su dolor.
—¿Cuándo ha sido?
—El veintisiete de agosto, en Aranjuez. El rey, según cuenta Jorge, está desolado.
La muerte de doña Bárbara de Braganza abría un resquicio de esperanza para dar el final deseado a una historia que había comenzado diez años antes.
Madrid, otoño de 1748
Asistía en silencio a la agria polémica. Tocaba su cabeza con una peluca blanca, corta y ligeramente ondulada, que le daba un cierto aire aristocrático, algo que parecía desmentir lo atezado de su semblante. El viento, el sol y la lluvia, y los fuertes temporales habían dejado huella en su alargado rostro. Tenía el mentón recio, los labios finos y pequeños, que denotaban decisión. Era enjuto de carnes, algo más alto de lo habitual, y había cumplido los treinta y cinco. Se llamaba Jorge Juan. Muchos creían que Jorge Juan era su nombre de pila, pero Juan era su apellido.
Como venía haciendo con mucha frecuencia en las últimas semanas, asistía a la tertulia bautizada como el Buen Gusto, una de las más animadas de aquel Madrid alegre y confiado. Se reunía en la calle del Turco, junto a la Carrera de San Jerónimo, cerca del paseo del Prado, en un palacete propiedad de la condesa de Lemos, doña Rosa María de Castro. Se había convertido en asiduo porque le gustaba comentar novedades que llegaban de París y conocer el pulso de la vida cultural de la Villa y Corte, ya que a la tertulia acudían, en número variable, algunas personalidades importantes. Allí se daban cita Agustín de Montiano, el marqués de Valdeflores, José Carrillo, Ignacio Luzán, Blas Nasarre, el conde de Torreplana y el duque de Béjar; amén de un estrafalario y polémico personaje que había ganado una cátedra de Matemáticas en Salamanca, que llevaba vacante más de treinta años, por el estado de abandono en que se encontraba en España todo lo que no fuera teología, retórica o, en mucha menor medida, las humanidades. Se llamaba Diego de Torres y Villarroel. Sus planteamientos estaban demasiado anclados en el pasado. Había formado parte de una comisión constituida para juzgar el texto que Jorge Juan y Antonio de Ulloa habían redactado, después de medir el arco del meridiano terrestre en el ecuador y concluir que la forma de la Tierra era esférica, pero achatada por los polos. El catedrático salmantino había puesto numerosos reparos para la publicación de la obra, considerando que el texto era contrario a la doctrina de la Iglesia y que se dejaba seducir por ciertas novedades, cuyo origen se encontraba en los planteamientos de Newton acerca de la irregularidad de la redondez de la Tierra. Torres y Villarroel había adquirido notoriedad con sus almanaques y pronósticos, que publicaba con el pomposo nombre de «Gran Piscator de Salamanca». Se decía que había anunciado la inesperada muerte del joven rey Luis I, cuyo fallecimiento obligó a Felipe V, el padre del monarca ahora felizmente reinante, a ocupar de nuevo el trono, después de haber abdicado y renunciado a sus derechos.
Estas dificultades habían hecho que Jorge Juan, que llevaba dos años en Madrid, después de regresar de su largo periplo por las Indias, no hubiera visto publicada su obra hasta pocas semanas antes. En algún momento se había planteado pedir destino en la Orden de Malta, de la que era miembro, decepcionado al comprobar el poco aprecio que se había hecho al ingente trabajo que Antonio de Ulloa y él habían llevado a cabo. La obra había visto la luz gracias a la intervención de don Zenón de Somodevilla, marqués de la Ensenada, responsable de las secretarías de Hacienda, de Indias y de Guerra y Marina. El ministro había mostrado interés por sus trabajos y esa había sido la primera satisfacción, después de más de diez años de penalidades, privaciones y esfuerzos para alcanzar los objetivos que Felipe V, en el trono cuando emprendió su largo viaje, les había encomendado. La muerte del rey y la subida al trono de su hijo, proclamado como Fernando VI, habían influido en el escaso interés por las investigaciones realizadas.
En el Buen Gusto, los asuntos que despertaban mayor interés eran los literarios. Había vehementes debates entre quienes ensalzaban los cánones clásicos, que imperaban de nuevo, abominando del barroco, y aquellos que, defensores de planteamientos más tradicionales, veían en los autores del siglo anterior un momento culminante de nuestra literatura.
Aquella noche había concurrido al palacete de la calle del Turco para ver cómo se fajaban los defensores de Cervantes, Lope de Vega o Calderón de la Barca y quiénes apostaban por los nuevos modelos literarios. Ante asuntos de ese tenor, Jorge Juan se limitaba a ser un mero espectador. Tenía como norma, cuando consideraba que sus conocimientos eran escasos, no opinar. El asunto previsto era someter a la crítica la obra de don José Carrillo titulada La sinrazón impugnada y beata de Lavapiés, donde daba respuesta a los planteamientos de Nasarre, vehemente defensor de criterios literarios clásicos, que consideraba a Lope y a Calderón corruptores del buen gusto. Sin embargo, el debate no se llevó a cabo, al desatarse una fuerte discusión entre defensores y enemigos de las corridas de toros. Jorge Juan no era aficionado a la tauromaquia, pero defendía la celebración de la fiesta frente a quienes la detestaban, tachándola de festejo «macabro e irracional». La polémica había surgido con la noticia de que Fernando VI correría con los gastos de la plaza de toros que, con capacidad para doce mil personas, se construía en un descampado junto a la Puerta de Alcalá.
—No sé cómo su majestad ha destinado una suma tan importante para construir ese… matadero —sentenció despectivamente el conde de Torreplana.
—¿Por qué lo decís, señor mío?
El aristócrata miró con desdén a don Diego de Torres y Villarroel.
—Porque la fiesta de los toros ha perdido sus esencias. Los caballeros han dejado que toreros a pie les ganen el terreno.
—¿Eso tiene algo de malo?
—¡Por supuesto! ¡Se trata de plebeyos! ¡Gentes que se enfrentan a los toros a cambio de dinero! ¡Una vergüenza!
—El toreo puede retribuirse al igual que se paga a quien se ejercita en otras tareas.
—¡El toreo es un arte caballeresco! ¡Esos peones lo han convertido en un espectáculo lamentable alejado de la bizarría con que la nobleza ha toreado desde hace siglos!
—Pues yo diría —puntualizó Nasarre— que quienes llenan el coso disfrutan mucho más con los cambios que se están introduciendo en el espectáculo que con los remilgos de unos jinetes que sólo buscan exhibirse y su lucimiento personal.
—¡Efectivamente, vos lo habéis dicho! Lo que era una fiesta de caballeros se ha convertido en un espectáculo. ¡Un espectáculo bochornoso y lamentable! Hoy se da todo por bien empleado con tal de halagar las pasiones del populacho.
—Esa no es la cuestión —terció don Ignacio Luzán.
—¿Ah, no?
—No, señor marqués. La cuestión central está en que las corridas de toros son una fiesta bárbara. Ha de concluir con la muerte del animal o del toreador. Ni toreo a caballo ni a pie. Su majestad debería prohibir las corridas de toros.
—¡Suprimir las corridas de toros! —exclamó el marqués—. ¿Acaso nos estamos volviendo locos? ¡No sé hasta dónde vamos a llegar con tantas novedades!
—Las corridas de toros contradicen las luces. Están enfrentadas a la razón. ¡No deberían celebrarse! Dios no creó los animales para que se les infligiera una tortura como la que reciben en ese bárbaro festejo.
—Si no hubiera corridas, no habría toros —terció Nasarre—. La bravura de ese animal se mantiene porque es criado para la fiesta. La lidia da al animal la posibilidad de defenderse y tener una muerte honrosa. ¿Acaso preferís vos el cuchillo del matarife?
—¡Es una fiesta bárbara! —insistió Luzán.
—Es cierto que la construcción de ese coso va a suponer un gasto muy importante. Según he oído decir, una cifra muy próxima a los ochenta y cinco mil doblones —señaló la condesa de Lemos—. Pero su majestad ha decidido que la plaza será propiedad del Hospital General y el de la Pasión. Eso significa que contarán con ingresos muy importantes.
—¡Los pobres enfermos están, pues, de enhorabuena! —exclamó el padre Noriega, conocido por sus posiciones arriscadas y sus aficiones taurinas.
—¿Seguís llamando bárbaras a las corridas de toros? —Torreplana retó a Luzán.
—Por supuesto. ¿Puede justificarse la prostitución porque las rentas del alquiler de las casas de la mancebía se destinen a la atención de los niños de la Casa Cuna?
Un lacayo susurró algo al oído de la anfitriona. La condesa asintió y el criado se acercó a Jorge Juan.
—Señor, preguntan por vos. ¿Deseáis recibirlo o le digo que se marche?
A Jorge Juan le sorprendió. Eran pocos quienes sabían que podía encontrarse allí.
—¿Ha dicho quién es?
—No, señor. Sólo ha preguntado si os encontráis aquí. Debe de traeros algún recado.
El lacayo lo condujo hasta una salita de recibir.
—Aguardad un momento, señor.
Las paredes estaban enteladas con seda. En una de ellas colgaba un cuadro de asunto mitológico que se reflejaba en un espejo veneciano que había frente a la pintura.
Apenas tuvo que aguardar. Quien había preguntado por él llevaba en su mano un pliego lacrado. Lo saludó con una inclinación de cabeza al tiempo que le preguntaba:
—¿Es vuesa merced don Jorge Juan y Santacilia?
—Ese es mi nombre.
—¿El capitán de navío, don Jorge Juan y Santacilia? —insistió para asegurarse.
El marino respondió afirmativamente por segunda vez.
Sólo entonces le entregó el pliego. Jorge Juan comprobó el membrete.
—¿Necesitáis llevar respuesta?
—Lo ignoro, señor. Las órdenes eran localizar a vuesa merced y entregaros el pliego.
—Aguardad.
Se acercó al velón que alumbraba la estancia, rompió el lacre y leyó el texto.
Al Ilustrísimo señor Don Jorge Juan y Santacilia, Capitán de navío de la Armada de Su Majestad Católica, caballero de la Orden de Malta…
Su Excelencia, don Zenón de Somodevilla y Bengoechea, Marqués de la Ensenada, Secretario de Guerra y Marina de Su Majestad Católica os recibirá en su gabinete de trabajo de dicha Secretaría el próximo viernes, que se contarán catorce días del presente mes, a las nueve de la mañana.
Por mandato de Su Excelencia
Ilegible
—Decid a quien os envía que estaré a la hora que se me indica en el lugar señalado.
El mensajero se despidió con otra inclinación de cabeza mientras que Jorge Juan se preguntaba qué querría el secretario de Guerra y Marina. Ser citado por don Zenón de Somodevilla no era una cuestión baladí, solía medir mucho sus decisiones y era enemigo declarado de las improvisaciones tan del gusto de sus compatriotas.
Jorge Juan regresó al salón donde la polémica sobre las corridas de toros no había decaído, pese a que unas criadas vestidas de punta en blanco ofrecían bandejas con bebidas y golosinas varias a los asistentes. Tardó unos segundos en percatarse de una novedad. La joven Claudia Osorio había hecho acto de presencia y charlaba con la condesa. Parecían ajenas al debate entre taurófilos y taurófobos. Doña Rosa María le cogía una mano y le susurraba algo al oído. Hubo un momento en que la mirada de la joven y la del marino se cruzaron. Él la saludó con una leve inclinación de cabeza y ella le dedicó una medida sonrisa. Apenas se conocían. Jorge Juan sabía lo que la condesa de Lemos había comentado el día en que la presentó en la tertulia hacía algunas semanas. Llamó la atención su extraordinaria belleza.
Claudia Osorio acababa de cumplir veinte años. Era espigada y de talle estrecho, su cutis terso y blanco, sin llegar a lechoso. Su melena sedosa y ondulada, de color caoba, parecía diseñada para estar a juego con el azul de sus ojos. La nariz, algo respingona, le daba un toque aún más juvenil a su figura. Pertenecía a una familia de hidalgos venida a menos, pero con recursos para vivir con decoro. La mitad de su existencia había transcurrido en París, donde su padre, Baltasar Osorio, había trabajado como amanuense y traductor en la embajada española. Había muerto hacía poco tiempo y, según se rumoreaba, en circunstancias un tanto oscuras. Se decía que su cadáver había aparecido flotando en las aguas del Sena cosido a puñaladas. Su muerte había hecho que la viuda y su hija regresaran a Madrid, a una casa que poseían en la calle del Nuncio. Se decía también que habían recibido por mano anónima una importante suma que, convenientemente administrada, les permitiría vivir sin las estrecheces que solían acompañar a las viudas. Los doblones llegaron junto a una carta donde se decía que aceptase aquel dinero sin reparos porque era en pago a los servicios prestados por su difunto esposo. Todas las indagaciones realizadas por doña Catalina Garcés, así se llamaba su madre, para conocer la procedencia del dinero habían resultado inútiles. Era un enigma más de los que habían envuelto la vida de su esposo, terminada de forma tan trágica.
Claudia Osorio había recibido una esmerada educación que iba más allá de la danza, música, canto y urbanidad, que era la instrucción de las jóvenes de buena cuna en España. Había estudiado Matemáticas y Física. Leía a los clásicos en latín y poseía rudimentos de griego, algo poco frecuente. También ella se había convertido en una asidua del Buen Gusto después de que la condesa le abriera las puertas de su casa en aquel trance.
Doña Rosa María batió palmas. Deseaba poner punto final a la agria polémica, pero no le resultó fácil apaciguar los ánimos. Sólo lo consiguió tras varios intentos.
—Escuchad, amigos míos. He de hacer un anuncio que requiere de vuestra atención.
A Jorge Juan las palabras de la anfitriona le llegaban como un eco lejano. No dejaba de preguntarse qué podía querer el poderoso marqués de la Ensenada. Aquel mensaje confirmaba lo que se decía sobre la red de espías que estaban a su servicio. Por eso lo habían localizado. Se decía que don Zenón estaba más interesado en tener información de lo que ocurría que en resolver los asuntos propios de los ministerios a su cargo. Era una calumnia. Ensenada era competente en el desempeño de sus tareas de gobierno. Concedía gran importancia a poseer información y había valorado mucho la que Jorge Juan le proporcionó acerca de la presencia de colonos ingleses en las islas Malvinas frente a las costas del Río de la Plata, donde se estaban instalando de forma fraudulenta para explotar la pesca de ballenas, que abundaban en aquellas aguas.
Su curiosidad tendría que esperar para verse satisfecha. La cita era para dentro de varios días. Prestó mayor atención a las palabras de la anfitriona cuando concretó su anuncio.
—Queridos amigos, como quiera que el análisis de la obra de nuestro admirado don José Carrillo —miró al autor de La sinrazón impugnada y beata de Lavapiés— ya no será posible acometerlo con los honores que merece, nuestra querida Claudia va a interpretar una pieza compuesta por Carlo Broschi, que se estrenó hace unos días en palacio.
Una ovación cerró las palabras de doña Rosa María, que, sin soltar la mano de Claudia, la acompañó hasta el clavicordio. La joven hizo un breve comentario sobre la pieza, indicando que doña Bárbara de Braganza quedó tan satisfecha que lo invitó a compartir con ella y sus damas la excursión que al día siguiente realizaron a la Biblioteca Real, donde el director de la Real Academia de la Lengua les mostró los valiosos incunables que se guardan en ella.
Los presentes buscaron acomodo en divanes y sillones para disfrutar de la tonada. El duque de Béjar aprovechó para hacer un comentario malicioso al contertulio con quien compartía diván.
—Las damas de su majestad no corrían peligro alguno con tal compañía.
El silencio se impuso apenas sonaron los primeros acordes de la pieza compuesta por el castrato italiano a quien en Madrid y media Europa se conocía con el nombre de Farinelli. Los dedos de las blancas y delicadas manos de Claudia volaban sobre el teclado embelesando a los congregados. Tocaba con el virtuosismo propio de un profesional. Si alguno de los enfrascados en la discusión se había sentido incómodo al ver cómo la anfitriona la cortaba de raíz, cuando aún guardaba munición con la que disparar, su malhumor se deshizo como un azucarillo en un vaso de agua. La interpretación de Claudia era un alarde y cuando concluyó fue premiada con una cerrada ovación y un interminable rosario de parabienes.
El último en felicitarla fue Jorge Juan. Desde que la conoció, la belleza de Claudia había llamado su atención. Al besar su mano quedó sorprendido con las palabras que la joven casi susurró a su oído.
—Me han interesado mucho sus Observaciones astronómicas y físicas. Os felicito. No sólo he aprendido, su lectura me ha resultado de lo más placentera. Los conceptos están expresados con mucha claridad y sus aportaciones al conocimiento de nuestro planeta me parecen valiosísimas. Sin duda, es el fruto de un trabajo de muchos años, minucioso y metódico.
Jorge Juan la miró a los ojos. Ella, levemente ruborizada, le sostuvo la mirada. Era insólito que una joven leyera un tratado científico de aquel tenor. El título del libro al que Claudia se había referido era Observaciones astronómicas y físicas hechas en los reinos del Perú, a cuya publicación se había opuesto Torres y Villarroel. Estaba tan sorprendido que, por un momento, pensó que las palabras de la joven eran un cumplido. La lectura era algo poco habitual entre las mujeres en España y menos aún que lo hubiera leído cuando sus páginas todavía olían a tinta fresca. Acababa de salir del taller del impresor Juan de Zúñiga. Incluso entre los círculos más interesados por la ciencia no eran muchos quienes lo habían leído y la mayoría ni siquiera conocía su existencia.
—¿Queréis halagarme?
Claudia frunció el ceño.
—¿Por qué decís eso?
Si el comentario acerca del libro lo había sorprendido, su pregunta lo desconcertó.
—Aventurar que vuestras palabras sólo eran un halago ha sido un lamentable error. Disculpadme, Claudia.
—Estáis disculpado, pero nada más lejos de mi ánimo que halagaros, señor. ¿Por qué había de hacerlo? No tengo obligación alguna hacia vos. Mi comentario es fruto del deleite que me ha producido su lectura. Adquirí un ejemplar la semana pasada en casa de Pedro Vivancos, el mercader de libros de la calle…, calle… —dudó un momento—. No recuerdo el nombre, pero es la calle donde está el colegio de los padres de la Compañía.
—Esa es la calle de Toledo y el colegio es conocido como Imperial.
—El librero me dijo que era el primero que vendía.
—Decidme, ¿sois versada en astronomía, geografía, geometría y trigonometría?
—Sólo conocimientos rudimentarios. Pero han sido suficientes.
El marino no salía de su asombro. Las Observaciones no eran un texto fácil para quien no dominase aquellas materias. Comprender lo que se exponía suponía tener ciertos conocimientos en esas disciplinas. Algo que no era frecuente fuera de círculos muy reducidos y, desde luego, poco menos que materia prohibida para las mujeres.
—La verdad es que estoy algo más que satisfecho porque hayáis leído mi libro.
—Lo he leído, don Jorge, de principio a fin, y ya que nuestra conversación ha caminado por estos derroteros, además de deciros que me parece un trabajo excepcional, añadiré… —Claudia vaciló un momento, apenas lo conocía y el añadido podía molestarle.
Fue él quien la invitó a seguir:
—¿Qué ibais a añadir…?
—Disculpadme, no he debido… Mi preceptor tenía razón, soy demasiado impulsiva.
—Por favor, os lo suplico. Me gustaría conocer el comentario que no ha salido de vuestros labios. —Claudia estaba azorada, pese a lo cual Jorge Juan insistió—: Por favor…
—Primero prometedme que no os molestaréis con la observación que voy a haceros.
—¿Molestarme? ¡Por el amor de Dios, Claudia! Sois la primera persona que me hace una observación después de haber leído mi obra.
—Si ese es vuestro deseo… —Su tono era de pedir disculpas anticipadas—. No entiendo cómo habéis deslizado un error de bulto en una obra tan perfilada. Tuve que leer aquellos párrafos varias veces. Pensaba que era yo quien no comprendía lo que estaba escrito.
—¿Un error, decís?
—Bueno…, al menos, yo lo considero así.
—¿Seríais tan amable de decirme cuál es ese error?
—En mi opinión, os equivocáis al apuntar que es falsa la teoría de Copérnico de que es el Sol y no la Tierra el centro del universo. No puedo explicarme que rechacéis los planteamientos de Copérnico. En toda Europa su teoría heliocéntrica es admitida sin discusión. Es un principio fundamental para entender cómo se rige el movimiento de los planetas. No hay duda de que giran en torno al Sol.
Jorge Juan miró a su alrededor. Claudia no había bajado el tono de voz. Se acercó a ella para que nadie más pudiera escuchar lo que iba a decirle.
—¿Vos creéis que el Sol es el centro del universo?
—Sin duda. Copérnico tenía razón —afirmó Claudia con total convicción.
A Jorge Juan lo alivió comprobar que los demás estaban ajenos a su conversación. Formaban dos corros donde se opinaba con vehemencia. Las afirmaciones de la joven eran arriesgadas si llegaban a determinados oídos… No deseaba, sin embargo, que la conversación terminase, era un deleite. Buscó una pregunta para prolongar el momento.
—¿Sería indiscreto preguntaros cuánto tiempo lleváis en Madrid?
—No es indiscreción. Mañana hará dos meses. He pasado casi trece años en Francia. Cuando nos marchamos a París era una niña que acababa de hacer la primera comunión.
Jorge Juan asintió con ligeros movimientos de cabeza.
—Eso explica la libertad con que expresáis vuestras opiniones. Os confesaré algo, amiga mía. —Bajó aún más el tono de su voz hasta convertirla en un susurro—. También yo estoy convencido de que el Sol es el centro del universo.
Claudia arrugó la frente.
—Entonces, ¿por qué dejáis caer en vuestro libro que la teoría de Copérnico es falsa?
Jorge Juan se encogió de hombros en un gesto que tenía mucho de resignación.
—Porque sólo así he podido conseguir los permisos necesarios para imprimirlo. La teoría de Copérnico es considerada herética por la Iglesia. La Inquisición no aceptaba que las Observaciones se dieran a la estampa si no había un rechazo a la tesis de Copérnico. Lo más que conseguí fue desarrollar la cuestión formulando la posibilidad de que sus planteamientos no fueran falsos. Presentándola como una hipótesis, basada en un error, pude obtener el nihil obstat.
—¡No puedo creerlo! ¿Eso es materia de fe?
—Es evidente que vuestra ausencia de España no os permite conocer el complejo mar por el que navega la ciencia en nuestro país. La Iglesia sigue rechazando que la Tierra se mueve como afirmó Galileo, cuando todas las observaciones señalan que la sucesión de días y noches es consecuencia de que nuestro planeta rota sobre su eje y completa un giro cada veinticuatro horas.
—¡Pero vuestra obra tiene sentido si se admite esa realidad y se aceptan los planteamientos de Copérnico! —Claudia había elevado de nuevo el tono de su voz.
Jorge Juan miró una vez más a los contertulios.
—Sed discreta, Claudia. Cuando hagáis afirmaciones que no tienen el beneplácito de Roma, bajad la voz. Nunca se sabe quién puede estar oyendo, y ciertas afirmaciones pueden resultar peligrosas.
Consideraron oportuno dar por finalizada su conversación y se acercaron a un corrillo donde se polemizaba sobre la calidad literaria del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Algunos consideraban superior la obra de Alonso Fernández de Avellaneda que, aparecida con ese título, llevó a Miguel de Cervantes a escribir la segunda parte de su novela.
Todos opinaban y ello llevó a Claudia a susurrar al oído de Jorge Juan:
—Me asombra comprobar cómo en España todos opinan de todo. Desde que estoy en Madrid no he oído a nadie indicar que no tiene los conocimientos suficientes para tener formada una opinión sobre un determinado asunto.
Se les acercó don Luis Noriega, un clérigo que desde que Claudia apareció por el Buen Gusto había mostrado una actitud de rechazo hacia la joven. Tenía una nariz ganchuda sobre la que encontraban asiento unas lentes que le servían para ver de lejos; cuando fijaba su vista en algo cercano, miraba por encima de ellas. Se aferraba a posiciones tradicionales y abominaba de cualquier novedad. Algunos contertulios no acababan de comprender cómo doña Rosa María lo había invitado a formar parte del Buen Gusto. Allí, aunque se sostenían posturas encontradas, se debatían novedades y se rendía culto a la razón; una de las normas era considerar proscrito el criterio de autoridad para sostener un planteamiento. El interés por los nuevos gustos literarios y artísticos y las novedades no eran obstáculo para defender posiciones ancladas en la tradición, pero las intervenciones del padre Noriega eran de un dogmatismo que resultaba excesivo incluso para quienes mantenían posiciones en consonancia con sus puntos de vista.
—He visto la obra que vuesa merced acaba de publicar —comentó Noriega, aunque mirando fijamente a Claudia—. En ella se vierten opiniones atrevidas, muy atrevidas.
—¿Se refiere vuestra paternidad a negar veracidad a la hipótesis de Copérnico?
—Eso no es atrevimiento —replicó con cierto desdén—, sino ortodoxia.
Claudia recordó lo que Jorge Juan le había dicho y optó por guardar silencio. No tenía ganas de polémica con el clérigo, que le mostraba una animadversión que iba mucho más allá del desacuerdo. Lo comentó con su madre, quien le dijo que el clérigo era pariente retirado y que en la familia se vivieron enfrentamientos por cuestiones de herencia. Noriega la había tildado de sabihonda y listilla, y en una ocasión había llegado a calificarla de procaz. La anfitriona, muy enfadada, le obligó a pedirle disculpas. A nadie podía considerársele desvergonzado por sostener una opinión contraria.
Jorge Juan no se privó de preguntarle:
—¿En qué fundamentáis vuestra opinión sobre el atrevimiento?
El clérigo carraspeó, como si necesitara aclararse la voz.
—He de confesaros que no he leído vuestro trabajo. Sólo…, sólo lo he hojeado en la librería de Vivancos.
Claudia no pudo morderse la lengua esta vez.
—¿Cómo habla vuestra paternidad de atrevimiento? Me parece que sois vos el atrevido.
—¡Deslenguada! —Noriega había perdido la compostura.
—¿Deslenguada porque considero inconveniente que se opine sobre lo que no se conoce?
El sacerdote la miró con ira por encima de las lentes. No estaba acostumbrado a que se le hablase de aquella forma y menos aún una mujer.
—Vuestra impertinencia supera vuestra habilidad para tocar el clavicordio. Sois una de esas damas pizpiretas que presumen de meter la nariz en cuestiones que no son de su incumbencia.
—¿Lo decís por inmiscuirme en vuestro comentario a la obra del señor Juan o porque consideráis que al ser mujer no debo hacer ciertas observaciones?
—Por ambas cosas —farfulló Noriega visiblemente enfadado.
—En tal caso, os diré que mis conocimientos son limitados. Pero, a diferencia de vos, no suelo opinar de aquello que no conozco.
—Sabed que vuestras opiniones acerca de cómo está configurado el universo están muy lejos de lo que sostiene nuestra Santa Madre Iglesia. Adjudicar al Sol el papel que corresponde a la Tierra tiene un punto de herejía porque afecta al dogma. —El semblante de Jorge Juan se ensombreció. Habría jurado que nadie había oído su conversación con Claudia, pero las palabras del clérigo señalaban que no era así—. No me extrañan en vos esas opiniones. En París, según mis noticias, unos peligrosos sujetos se burlan de algunos principios sagrados y analizan a la limitada luz de la razón cuestiones que escapan a la inteligencia humana. Creo que se llaman a sí mismos filósofos y para ellos no existen otras verdades sino las que su razón comprende.
—¿Os referís a Voltaire, a Rousseau, a Diderot o a D’Alambert?
—¡A esos, a esos librepensadores! —Noriega la señaló con un dedo acusador—. ¡Su soberbia es tan infinita como su ignorancia!
—Esos hombres —replicó Claudia, aparentando serenidad— únicamente pretenden que la razón sea la luz que ilumine el conocimiento y rechazan que el criterio de autoridad sea suficiente para aceptar lo que no es explicable racionalmente.
—Vuestra posición es incorregible, señorita Osorio. O ¿tal vez preferís que me dirija a vos como madama Osorio?
Había pronunciado la palabra de forma que podía considerarse un insulto, al ser susceptible de una interpretación ofensiva para una dama.
—¡Cómo os atrevéis!
El clérigo se limitó a mirarla por encima de sus lentes. En sus ojos había algo turbio. Claudia notó cómo un escalofrío le subía por la espalda e instintivamente se agarró al brazo de Jorge Juan, como si fuera la tabla de salvación a la que se aferra un náufrago. El padre Noriega saludó a Jorge Juan con una inclinación de cabeza y se dio media vuelta ignorando a Claudia. Con voz destemplada pidió a un criado su manteo y su teja.
Jorge Juan aguardaba en la antecámara del gabinete de trabajo de don Zenón de Somodevilla. Se había puesto el mejor de sus uniformes, que lo señalaban como un oficial de la Armada de su majestad. No se sentía cómodo en un lugar como aquel. La antecámara de un ministro del rey era lugar de cita para cortesanos, leguleyos, pedigüeños e incluso desocupados que mostraban allí el palmito, presumiendo de amistades que no tenían y cuyo principal oficio era medrar con las fuentes del poder. Desde que recibió la cedulilla se había preguntado mil veces la razón de la cita con el marqués de la Ensenada. Habían sido días de inquietud por la disputa de Claudia y el padre Noriega, que no había vuelto por el Buen Gusto. No podía olvidar la mirada que había dirigido a la joven. Tampoco Claudia se le iba de la cabeza. Hasta entonces nunca le había sucedido que una mujer ocupase el centro de sus pensamientos hasta desplazar, incluso, la curiosidad suscitada por la cita con uno de los hombres más poderosos del reino.
Aquella mañana las reuniones del secretario de Guerra y Marina, a tenor de la cantidad de gente que aguardaba en la antecámara, debían de ser numerosas. Todo iba con retraso y la hora de su cita había sido ampliamente sobrepasada. Ajeno a los corrillos, permanecía ensimismado en sus pensamientos y cada vez más incómodo por la larga espera. Sacó del bolsillo de su blanco chaleco el reloj que sujetaba una leontina de oro y comprobó que pasaba casi una hora de la fijada para ser recibido.
Llamó su atención un murmullo que llenó la antecámara al abrirse la puerta del gabinete de don Zenón y salir, con las tejas en la mano y los manteos al brazo, dos jesuitas a los que el negro de sus sotanas los hacía parecer más altos y enjutos de lo que eran. La seriedad de sus semblantes, el paso agitado y el silencio con que cruzaron la antecámara eran indicio de que su entrevista parecía no haber discurrido por el mejor camino.
Uno de los ujieres nombró a otra de las personas que hacían antecámara. La incomodidad del marino creció. A aquel paso podía estar aguardando toda la jornada. Por eso se sorprendió al comprobar que otro ujier se le acercó.
—¿Es vuesa merced el capitán de navío, don Jorge Juan y Santacilia?
—Sí, soy yo.
—Tened la bondad de acompañarme. Su excelencia ha preguntado por vos.
Jorge Juan se levantó y cogió el bicornio negro con galón dorado que había dejado sobre el banco. Caminó erguido ante la curiosidad de los presentes, que lo miraban en silencio. Sólo se oía el resonar de las altas botas del marino. El ujier lo condujo hasta una puerta donde un granadero montaba guardia. Al verlo, el soldado adoptó una postura más marcial y lo saludó haciendo sonar los tacones de sus botas. Jorge Juan le devolvió el saludo.
El austero despacho donde lo recibió Ensenada no era el lugar que esperaba. Sus paredes estaban desnudas, salvo por un retrato de Fernando VI pintado por Van Loo mucho antes de que subiera al trono. El mobiliario era el imprescindible en un despacho; también había un caballete sobre el que se encontraba una pintura con las instalaciones del arsenal de la Carraca. Le extrañó porque Jorge Juan conocía la afición del marqués por el boato. Su amor al lujo competía con su eficacia como gobernante. Solía asistir a los actos protocolarios de la corte luciendo levitas de ricos tejidos, perfectamente cortadas y profusamente adornadas. Gustaba vestir camisas de fina batista con la pechera y los puños llenos de costosos encajes, usaba chalecos largos confeccionados con ricas telas que encargaba a los más prestigiosos sastres. No reparaba en gastos a la hora de elegir sus pelucas y gustaba mostrar, prendidas a sus chalecos, siempre de llamativos colores y lujosos bordados, las bandas, cruces y condecoraciones que por su brillante carrera al servicio público le habían dispensado tanto el monarca reinante como su padre, el rey Felipe V, con quien se había inaugurado la dinastía borbónica en España. Afirmaba que, al no estar casado y no tener que sostener una esposa y una familia, empleaba los dineros que su majestad tenía a bien pagarle en su propia persona. El lujo en el vestir era una de las mayores críticas que le hacían sus enemigos porque podían disentir de sus planteamientos y preferencias políticas, pero tenían que guardar silencio ante la probada honradez del ministro y el destino que daba a los recursos de la Real Hacienda que pasaban por sus manos y que siempre eran empleados con el propósito de alcanzar los objetivos trazados en los ramos de la administración que el rey le encomendaba.
Si la sencillez del despacho sorprendió a Jorge Juan, el ministro tampoco ofrecía la imagen con que solía aparecer en público. Vestía una sencilla camisa blanca y una levita de buen paño, pero sin concesión alguna al lujo. Don Zenón apenas había cumplido cuarenta años y su aspecto no mostraba los muchos trabajos a que había estado sometido desde muy joven. Tenía la cabeza descubierta, mostrando su cabello natural: abundante, corto y grisáceo. Estaba afanado en la lectura de unos papeles y aparecía, tras su mesa, enmarcado por dos rimeros de legajos tan altos que parecía cosa de milagro que se mantuvieran en equilibrio.
El ujier, que se había limitado a dar un golpecito en la puerta sin esperar autorización para entrar, anunció la visita con voz grave:
—Excelencia, el capitán de navío don Jorge Juan y Santacilia.
Ensenada mantuvo unos segundos la cabeza gacha, como si estuviera acabando de leer el documento que concentraba su atención. Luego se puso en pie, unió sus manos en la espalda y, sin decir palabra, clavó su mirada en el marino, que permanecía firme, como correspondía a un oficial de la Armada que se presentaba ante el máximo responsable de la marina real. No era la primera vez que se veían. Habían sido presentados por un alto mando de la Armada cuando Ensenada quiso conocer algunos detalles del informe secreto que Jorge Juan y Antonio de Ulloa habían elaborado al tiempo que realizaban las mediciones del arco del meridiano en tierras americanas. Luego había prestado su apoyo para que se publicasen las Observaciones. Don Zenón lo miraba con tal detenimiento que parecía un mercader comprobando la calidad de un objeto y calculaba el precio que podía pagar. Estaba calibrando al hombre que tenía delante y, en cierto modo, abusando de su condición de superior.
Ensenada presumía de ser un conocedor del alma de los hombres y era cierto que no solía errar a la hora de escoger a sus colaboradores. Eso le permitió comprobar que en su mirada se adivinaba un hombre decidido, como había dejado constancia en las acciones emprendidas al servicio de su majestad. Había estudiado con detenimiento su hoja de servicios y todo lo que en ella había consignado señalaba que en él se daba una extraña combinación de erudito ilustrado y hombre de acción. Era justo lo que necesitaba.
—Me alegra volver a veros, capitán —dijo por fin el ministro.
—A las órdenes de vuestra excelencia.
—Descansad, capitán, descansad.
—Gracias, excelencia. También para mí es un placer volver a veros, señor.
—Tomad asiento. —Don Zenón señaló un sillón junto a la ventana del recoleto despacho frente al que ocupó él—. Supongo que esta cita habrá despertado vuestra curiosidad.
—Así es, excelencia.
—Tengo entendido que estabais en la tertulia que se reúne en la casa de la condesa de Lemos.
—En efecto, excelencia.
—También asiste a ella una adorable jovencita que acaba de llegar de París, que se llama…, se llama… —Don Zenón aparentó no recordar el nombre y Jorge Juan se percató de que era teatro—. ¿Cómo se llama esa joven?
—Supongo que vuestra excelencia se refiere a Claudia Osorio.
—¡Exacto! Claudia Osorio. Me han dicho que es persona de mente muy abierta.
—Lo es, excelencia.
—Tengo entendido que su padre murió en París. ¿Habéis oído algo sobre esa muerte?
—Muy poco, excelencia. La señorita Osorio no me ha hablado de ese luctuoso hecho. Sé lo que circula entre los miembros de la tertulia.
—¿Qué se dice?
A Jorge Juan lo sorprendía el rumbo que había tomado la conversación. ¿Lo había llamado el ministro para hablar de aquello?
—Al parecer encontraron el cadáver flotando en las aguas del Sena. Supongo que para ella debe de ser doloroso hablar de ese asunto.
—Es la misma información que yo poseo. Baltasar Osorio apareció en el Sena cosido a puñaladas. Ha sido una pérdida lamentable, casi irreparable para mí.
Jorge Juan no se atrevió a preguntar por qué consideraba la muerte del padre de Claudia como una pérdida irreparable. Había oído decir que trabajaba como amanuense en la embajada.
—Decidme, capitán, ¿qué se dice de nuestra literatura en esa tertulia?
La pregunta lo desconcertó. Aquella cita no podía ser para obtener información de lo que se decía en el Buen Gusto. Ensenada tenía muchos otros caminos para saberlo.
—Como vuestra excelencia ha dicho antes, se dan cita hombres de letras cuyos pareceres son encontrados. Hay quienes defienden la obra de los ingenios del pasado siglo y se muestran devotos de la obra de Cervantes, de Lope o de Calderón, si bien ganan terreno quienes consideran que corrompieron las esencias de la buena literatura.
—¿Los debates sólo discurren por esos predios?
—También se someten a juicio otras materias. Hace pocos días se desató, con motivo de la plaza de toros que se construye junto a la Puerta de Alcalá, un debate entre quienes rechazan el nuevo cariz que están tomando las corridas de toros…
—¿Nuevo cariz? ¿A qué os referís?
—Al hecho de que el toreo a pie goce de más aprecio que el ejecutado a caballo. También se polemizó entre quienes consideran la tauromaquia parte de nuestra cultura y quienes abominan de ella, considerando propias de bárbaros las corridas de toros.
—Os supongo al tanto de que su majestad corre con los gastos de construcción de esa nueva plaza. Esas obras van a costar más de ochenta mil doblones.
—Esa fue la causa que dio lugar al debate.
—¿Se debatió en qué gasta su majestad el dinero?
—No, excelencia. Se comentó que la plaza pasará a ser propiedad de unos hospitales que están bajo el patronazgo de su majestad.
En los labios de Ensenada se insinuó una sonrisa difícil de definir.
—Está bien que se sometan a juicio las decisiones. Siempre y cuando se respeten ciertas condiciones. ¿No os parece?
—Desde luego, señor.
—Bien, capitán. No es para tener conocimiento de lo que se debate en esa tertulia por lo que os he citado, sino para plantearos una cuestión sumamente importante de cara a nuestras relaciones exteriores.
—Eso son palabras mayores, excelencia.
—Puedo aseguraros que no exagero.
Ensenada se levantó, indicando al marino que permaneciera sentado, y se acercó a su mesa de trabajo. Buscó entre los papeles. Jorge Juan comprendió de repente que el ministro había sostenido la conversación sobre todo lo anterior para romper el hielo inicial. Las palabras que acababa de pronunciar anunciaban algo importante. No le arredraba una misión complicada. Había trabajado sin descanso durante más de diez años y en medio de grandes dificultades para llevar a cabo la misión que le fue encomendada en las Indias por el anterior monarca.
Ensenada regresó al sillón trayendo un legajo en sus manos.
—Como sabéis, nuestra flota cuenta con dieciocho navíos de línea, incluyendo los tres que tenemos aún en los astilleros, y un número inferior de fragatas, varias de ellas inservibles, más algunos barcos menores. No disponemos del poderío naval necesario para defender nuestro imperio de los ataques de quienes desean ocupar el lugar que nosotros tenemos en las Indias. La marina británica cuenta con cerca de cien navíos de línea y la suma de sus fragatas y embarcaciones menores es casi el doble. En la pasada guerra lo pasamos mal en Portobello, aunque el almirante Lezo les dio una buena tunda en Cartagena de Indias.
»¿Conocéis la historia de la medalla de Cartagena?
—No, excelencia.
—Es curiosa. La superioridad británica era tal que les perdió su soberbia. Después de saquear Portobello, la impresionante flota del almirante Vernon, que sumaba más de ciento ochenta barcos en total, puso rumbo a Cartagena de Indias. Su propósito era rendir la plaza, que es una piedra angular en nuestro sistema defensivo en las Indias. Después de lo ocurrido en Portobello, estaban convencidos de que sería una presa fácil, pese a la protección de sus fuertes bastiones y murallas. Sabían que Lezo sólo disponía de seis barcos. Decidieron acuñar una medalla en cuyo anverso podía verse a Lezo arrodillado ante Vernon, entregándole su espada y rindiendo Cartagena de Indias.
—¡Pero si no se apoderaron de la ciudad! ¡Don Blas de Lezo les infligió una severa derrota! ¡El que salió trasquilado fue Vernon!
—Esa es la curiosidad de esa medalla. —Ensenada fue a la mesa y sacó de un cajón de su mesa una bolsilla de terciopelo en la que había una moneda que mostró a Jorge Juan.
—¿Esta es la medalla?
—Una de las pocas que no han sido destruidas.
Jorge Juan la observó detenidamente. Blas de Lezo arrodillado a los pies de Vernon entregaba su espada. En la otra cara se veía la flota inglesa ante Cartagena de Indias.
—Así que acuñaron las monedas pensando que la plaza ya era suya.
—Exacto. —Ensenada recogió la medalla y la devolvió al cajón—. Como suele decirse, vendieron la piel del oso antes de cazarlo. Cuando a Londres llegó la noticia de que su flota había sufrido un gravísimo descalabro ante los muros de Cartagena, su rey ordenó que se recogieran y se fundieran todas para hacerlas desaparecer. Esa que habéis visto me la envió… un amigo de Londres.
—Increíble.
—Pero es cierto. Jorge II llegó más lejos. Prohibió que se hablase de lo ocurrido en Cartagena. No podía soportar la humillación de aquella derrota y menos aún el ridículo que suponía haber acuñado esa medalla.
Jorge Juan sabía que don Zenón de Somodevilla, que no tenía el mejor concepto de los ingleses, había disfrutado contándole aquella historia. Con habilidad había relajado la tensión que habían provocado sus palabras. La posición de Ensenada era aliarse con Francia y estar preparados para luchar contra Inglaterra, a la que consideraba un enemigo natural. No le faltaba razón teniendo en cuenta los graves perjuicios que causaba el contrabando que los ingleses practicaban en las Indias como una actividad habitual.
—En lo que se refiere a la existencia de esa medalla, han logrado que no se difunda la noticia —puntualizó Jorge Juan.
—Pero no olvidarán la humillación. A la primera oportunidad tratarán de devolvérnosla. Por eso estoy trabajando en un proyecto que presentaré a su majestad sobre el aumento de nuestra flota hasta disponer de sesenta navíos de línea y otras tantas fragatas.
—Esa sería una poderosa Armada. ¿Cree vuestra excelencia que tenemos recursos para acometer ese plan en nuestros astilleros?
—El Ferrol, Cartagena y la Carraca están en condiciones de acometer esa empresa. También el de La Habana. Disponen de instalaciones adecuadas para armar buenos navíos de línea. Nuestras fundiciones de Cantabria cuentan con medios para fabricar los cañones que necesitarán esos barcos. No será fácil, pero podemos conseguirlo.
—¿Aceptará su majestad ese programa de construcción naval? Ha aprovechado la primera oportunidad para impulsar la paz firmada en Aquisgrán y, por lo que tengo entendido, está dispuesto a mantenerla a toda costa.
—Es cierto. Pero no lo es menos que, si se quiere mantener la paz, hay que estar preparado para la guerra.
—Es el último recurso, señor.
Ahora a Jorge Juan la conversación con el ministro le parecía de lo más ilustrativa. Conocer por su boca los planes para reforzar la Armada era un lujo al alcance de pocos. Como marino le satisfacía comprobar que estaba dispuesto a devolver a España la potencialidad naval que había tenido en otro tiempo, cuando los viejos galeones, ya desaparecidos de las aguas oceánicas, eran dueños de los mares. También él estaba convencido de que sólo con una Armada poderosa las insolencias de los ingleses, que había comprobado personalmente en los años pasados al otro lado del Atlántico, tendrían el reparo necesario. Pero seguía sin entender la causa de aquella cita. La diferencia jerárquica que lo separaba de don Zenón hacía que no se atreviera a preguntarle por la razón de su presencia en aquel despacho.
—A veces es inevitable y antes o después tendremos que enfrentarnos con ellos, capitán. Lo que pretendo es que cuando llegue ese día podamos hacerlo con posibilidades de éxito. Los ingleses son astutos. Han logrado que en el continente ninguna potencia sea hegemónica. Mientras, ellos son dueños de los mares y pueden dar cobertura a la voracidad de las compañías de negreros que introducen esclavos en nuestros dominios, a su deseo de colocar las manufacturas de sus talleres en nuestras colonias y a su ambición por apoderarse de territorios que resultarían muy convenientes para el desarrollo de sus actividades, como la zona de Campeche, donde se cría el palo de tinte que necesitan para dar colorido a sus tejidos. No olvidéis lo ocurrido en cabo Passaro. ¿Habíais nacido?
—Tenía cinco años, excelencia.
—¿Sabéis lo que ocurrió frente a las costas de Sicilia?
—Sí, señor, los ingleses atacaron nuestra flota sin que hubiera una previa declaración de guerra. Sorprendieron al almirante Gaztañeta y nos infligieron una severa derrota.
—¡Unos bribones! ¡Nos atacaron, sin mediar una declaración de guerra! —Jorge Juan asintió con un leve movimiento de cabeza—. Por eso es necesario disponer de una gran flota. Construir un navío de línea es costoso, pero lo es más todo lo que se puede perder si no disponemos de esos barcos.
—¿Está la Real Hacienda en condiciones de afrontar ese gasto?
—Ese, amigo mío, no es el principal de nuestros problemas. —Jorge Juan arqueó las cejas. Era una pregunta sin palabras.
—¿Qué pensáis del sistema de Gaztañeta?
Jorge Juan pertenecía a una generación de marinos salidos de la Academia de Guardiamarinas que hacía ya algunas décadas se había fundado en Cádiz, coincidiendo con el traslado a esta ciudad de la Casa de Contratación, que controlaba el monopolio del comercio con las Indias. La Armada contaba con varias promociones de oficiales con una sólida formación en la que eran de suma importancia los estudios de Geometría, Trigonometría, Astronomía, Cálculo, Geografía, Cartografía…, también estudiaban técnicas de construcción naval sin descuidar las Humanidades y disciplinas como la Danza o la Música, que eran imprescindibles para la adecuada formación de un caballero.
—En la Academia leí su libro acerca de las proporciones que debían tener los navíos y las fragatas. Es el que se ha empleado desde entonces en nuestros astilleros.
—No habéis respondido a mi pregunta.
—Señor, no soy quién para juzgarlo.
En los ojos del ministro asomó un destello de satisfacción. No se había equivocado a la hora de elegir a quien iba a encomendar una de las misiones más delicadas desde que ocupaba cargos de responsabilidad. Conocía del marino lo que constaba en su expediente: que hablaba con fluidez francés e inglés. No había dudas acerca de su formación científica. Había destacado en la Academia, donde sus compañeros lo llamaban Euclides por sus conocimientos matemáticos. La obra que acababa de publicar revelaba que las cualidades mostradas en aquellos años se habían asentado. Ahora la conversación le revelaba al hombre. Había comprobado que era discreto.
En aquel momento se oyeron unos golpecitos en la puerta.
—¡Adelante!
El mismo ujier que había acompañado a Jorge Juan se acercó al ministro y le entregó un billete.
—La noticia que su excelencia estaba aguardando.
—Gracias, puedes retirarte. —Ensenada no prestó atención a la nota que tenía en su mano. Una vez solos, comentó—: Tengo entendido que estáis a la espera de destino e incluso que os habéis planteado ocupar un cargo en la Orden de Malta.
Otra vez lo sorprendió. Era lógico que el ministro de Guerra y Marina supiera que estaba en expectativa de destino. Disponía de toda la información al respecto. Sin embargo, que aludiera a la posibilidad que había barajado de ocupar un cargo en la Orden de Malta, de la que era caballero, venía a ratificar que su red de espías era mucho más que un rumor. Casi nadie estaba al corriente de que contemplaba esa posibilidad.
—Es cierto, excelencia. Su majestad tuvo a bien nombrarme capitán de navío después de regresar de la misión que se nos había encomendado a Ulloa y a mí. Desde mi regreso he preparado la publicación de la obra que este año ha visto la luz, gracias al interés que vuestra excelencia mostró por nuestros trabajos.
—¿Qué os parecería si os encomendara una misión muy… muy especial?
Aquella petición no era normal. Él era un oficial de la Armada y don Zenón podía ordenarle cualquier misión.
—Señor, estoy a las órdenes de vuestra excelencia.
—Sabed que se trata de una misión al margen de vuestras obligaciones como oficial de la marina de su majestad. Os lo diré más claramente: vuestro rango de capitán de navío no os obliga a aceptarla. Si he pensado en vos es porque creo que, además de oficial de la Armada, sois la persona adecuada para llevarla a cabo con éxito. No os ocultaré que los riesgos son muchos y los peligros, grandes.
—Estoy a las órdenes de vuestra excelencia —repitió Jorge Juan.
Ensenada le dedicó una amplia sonrisa.
—¿Después de lo que os he dicho, aceptáis la misión sin conocer de qué se trata?
—Supongo que se me informará de ello. En la Academia nos enseñaron a acatar las órdenes y considero que si su excelencia ha pensado en mi persona…
—Esa misión es muy importante para nuestra Armada.
—Vuestra excelencia ha despertado mi curiosidad.
Ensenada sonrió de nuevo. El capitán de navío, cuyo prestigio científico había traspasado nuestras fronteras, era el hombre ideal para cumplir aquella arriesgada misión.
—Escuchadme atentamente. Lo que voy a deciros no saldrá de estas paredes. Esa es la razón por la que os he recibido en este lugar. Aquí, tengo la certeza de que nadie más escuchará mis palabras. En primer lugar, sabed que me llena de orgullo vuestra actitud…
—Señor, yo…
—No me interrumpáis, por favor. El hecho de que hayáis aceptado la misión sin conocerla habla mucho en vuestro favor. Os lo he planteado sin ocultar el grave riesgo que vais a correr y los innumerables peligros que habréis de afrontar. Vuestra reacción revela vuestro temple. Pero he de deciros que se trata de un asunto sumamente complicado…, incluso me atrevería a decir que escabroso. Tanto que si, una vez que os lo haya explicado, rechazáis acometerlo, lo entenderé.
—Excelencia, me tenéis sobre ascuas.
—La misión está relacionada con la necesidad que tenemos de obtener información acerca de importantes secretos en poder de otro país.
Jorge Juan contuvo la respiración. Lo que el secretario de Guerra y Marina le estaba proponiendo era hacerse con secretos de Estado de otra potencia. Aquello no eran palabras menores. Jamás habría imaginado que don Zenón fuera a pedirle una cosa así.
Cuando los vecinos vieron detenerse a la puerta de la casa del padre Noriega el negro carruaje que los miembros de la Inquisición utilizaban para sus desplazamientos por la Villa y Corte, se agolparon ante la vivienda del clérigo. Aquel vehículo, con el emblema inquisitorial en sus portezuelas, continuaba levantando el recelo de la gente, pero también despertaba curiosidad. Seguía siendo un timbre de orgullo ser familiar del Santo Oficio, pero algunas cosas habían cambiado. El poder de los inquisidores, como guardianes de la ortodoxia católica, no era el mismo del que habían gozado en tiempos pasados, cuando la monarquía hispánica estaba regida por la Casa de Austria. Aunque hubo una cacería de judíos hacía un cuarto de siglo, la Inquisición ya no enviaba a la hoguera con tanta frecuencia como antaño. De todos modos, los autos de fe eran frecuentes y los lugares donde se celebraban contaban con una nutrida concurrencia. Muchos asistentes los consideraban un espectáculo al que no era ajeno el morbo que contenían las lecturas de las sentencias. Entre los que se congregaban en número cada vez mayor comentaban lo ocurrido en el último auto de fe vivido en la Villa y Corte hacía pocos meses. Se había condenado a una beata, joven y de buen ver, que se hacía llamar Margarita de la Santa Cruz, a la que se había abierto proceso por ser hereje molinista y flagelante. En la lectura pública de la sentencia se decía que había cometido gran número de deshonestidades, pero que no las consideraba pecado porque las había tenido como mandato de Dios. Sostenía que en sus acciones no había vicio, sino que se trataba de actos de perfección y que el sexto de los mandamientos, que señalaba no fornicar, era mal interpretado porque se refería a no murmurar. Llevaba cuatro años acostándose con su confesor y, según ella, se trataba de un acto de caridad. Lo hacía para quitarle el frío y en ello no había pecado. Aquellas razones habían provocado gran jolgorio entre la plebe, que soportó las más de tres horas que duró la lectura de la sentencia. Fue necesario que se relevasen tres clérigos para poder completarla. La gente aguardaba alguna afirmación escabrosa para prorrumpir en chanzas y cuchufletas, otro signo de los nuevos tiempos en lo tocante al temor que inspiraba el Santo Oficio.
Los vecinos se agolparon en torno al carruaje, preguntándose qué habría ocurrido para que los del Santo Oficio fueran a prender al clérigo, que no gozaba de buena fama en aquel entorno. Apenas tenía relación con ellos y no atendía las necesidades espirituales del vecindario, escudándose en que era capellán del convento de las dominicas de Santa Catalina de Siena y de un beaterio en la calle de Atocha donde se recogían mujeres arrepentidas de su vida disoluta.
Bastó verlo salir cojeando con un bastón para que surgieran comentarios.
—Ha querido huir por el tejado, pero ha resbalado al desprenderse unas tejas y ha