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«Enamorarte te hace sentir inmortal. ¿No quieres eso?» Se suponía que yo no debía estar en aquella azotea la noche de San Valentín. Tampoco Kellan Marchetti, el rarito oficial de la escuela. Nos conocimos cuando queríamos acabar con todo. De algún modo, nuestras tragedias se entrelazaron y forjaron un vínculo improbable. Decidimos no saltar y volver a vernos cada San Valentín. Mantuvimos la promesa durante tres años. Al cuarto, Kellan tomó una decisión y a mí me tocó lidiar con las consecuencias. Y justo cuando pensaba que nuestra historia había terminado, empezó otra. Dicen que todas las historias de amor parecen iguales y saben diferente. La mía era trágica y estaba escrita con cicatrices escarlata. Me llamo Charlotte Richards, pero puedes llamarme Veneno. Una novela emotiva y única sobre un amor prohibido que deja huella
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Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Prólogo
Primera parte: La caída
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Segunda parte: Las imperfecciones
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Capítulo 80
Capítulo 81
Capítulo 82
Capítulo 83
Capítulo 84
Capítulo 85
Capítulo 86
Tercera parte: El antídoto
Capítulo 87
Capítulo 88
Capítulo 89
Capítulo 90
Epílogo
Agradecimientos
Sobre la autora
V.1: Octubre, 2023
Título original: Darling Venom
© Parker S. Huntington, 2021
© de la traducción, Cristina Riera, 2023
© de esta edición, Futurbox Project S. L., 2023
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial.
Los derechos morales de la autora han sido reconocidos.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: Creative Market - WonderWonder
Corrección: Gemma Benavent, Sofía Tros de Ilarduya
Publicado por Chic Editorial
C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, despacho 10
08013, Barcelona
www.chiceditorial.com
ISBN: 978-84-17972-95-0
THEMA: FRD
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Se suponía que yo no debía estar en aquella azotea la noche de San Valentín. Tampoco Kellan Marchetti, el rarito oficial de la escuela. Nos conocimos cuando queríamos acabar con todo. De algún modo, nuestras tragedias se entrelazaron y forjaron un vínculo improbable. Decidimos no saltar y volver a vernos cada San Valentín. Mantuvimos la promesa durante tres años. Al cuarto, Kellan tomó una decisión y a mí me tocó lidiar con las consecuencias. Y justo cuando pensaba que nuestra historia había terminado, empezó otra.
Dicen que todas las historias de amor parecen iguales y saben diferente. La mía era trágica y estaba escrita con cicatrices escarlata. Me llamo Charlotte Richards, pero puedes llamarme Veneno.
Una novela emotiva y única sobre un amor prohibido que deja huella
«El mejor libro del año.»
L. J. Shen, autora best seller
En recuerdo de Khanh Võ
Para Chlo, Bau, Rose y L.
«Lo que de verdad es egoísta es pedir a otro que soporte una existencia intolerable solo para evitar a parientes, amigos y enemigos un poco de examen de conciencia».
David Mitchell, El atlas de las nubes
Si las cicatrices cuentan historias, yo no tengo ninguna.
Ni una sola protuberancia, cavidad o estría. Ninguna imperfección que me recuerde todo el sufrimiento que he causado. Mi piel es una mentirosa. Es suave, lisa, un lienzo en blanco. Llegará el día en que tendré que pagar por mis pecados, y cuando muera, será con una cicatriz.
—Por favor, no salgas esta noche. Porfiiiiis. —Junté las palmas y, sentada sobre el edredón multicolor, le ofrecí a Leah mis ojos de ternero degollado más convincentes—. Porfa, porfa, te lo suplico. —Me arrastré por su cama. Una sonrisa ancha y bobalicona ocultaba el nudo de pánico que me atenazaba la garganta. Tenía la sensación de que el mundo terminaría si mi hermana salía por la puerta.
Delante del espejo, Leah terminó de rizarse un mechón negro como el ébano con una plancha. Rebotó sobre su espalda como si fuera un muelle. Se pasó la lengua por los dientes para quitarse una mancha de pintalabios, sin apartar los ojos de su reflejo impecable.
—No puedo, peque. Es la primera fiesta de la universidad a la que voy y Phil está que se muere de ganas. ¿Quedamos el finde que viene?
Phil era el novio de Leah. Las cosas que le gustaban a Phil eran: primero, monopolizar el tiempo de mi hermana; segundo, llamarme Plan B y decirlo totalmente en serio; y tercero, mirarme de hito en hito hasta que estaba segura de que veía por debajo de mi piel siempre que Leah estaba distraída.
Leah agarró el bolso sin asas y contoneó las caderas mientras salía de la habitación. Llevaba una minifalda que le provocaría un ataque al corazón a papá y que haría que mamá la castigase a fregar los platos para siempre. Por suerte para Leah, los dos estaban durmiendo.
—¡Pagaría! —solté, poniéndome en pie de un salto, con un tono tan desesperado como me sentía. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?—. Pagaría, pagaría, pagaría. No vayas.
«Pagaría» era nuestra palabra de seguridad. Iba muy en serio. «Pagaría» iba por delante de los chicos, las fiestas y perder la virginidad con un sociópata. Bajo ningún concepto quería que Leah perdiera su virginidad con Phil esa noche. Los había escuchado hablar de esto por teléfono el otro día y no había pegado ojo desde entonces.
Leah ni siquiera aminoró el paso. Mi corazón era un calidoscopio de esquirlas de cristal. ¿Qué sentido tenía compartir un código secreto si no significaba una mierda?
—Lo siento, Lottie. A la próxima, sí, cielo.
Me di cuenta de que se había dejado el paquete de cigarrillos mentolados en el tocador. Bien a la vista, para que mamá los encontrara. La rabia me asaltó. A tomar por saco. «Espero que mamá se despierte y te vea».
Leah se detuvo en el umbral y volvió la cabeza hacia mí.
—Ay, bueno. —Metió una mano en el bolso, rebuscó y luego sacó un centavo que colocó en la palma de mi mano—. Oye, Lottie, pagaría por saber en qué estás pensando.
Acepté la derrota y lo rodeé con los dedos. Esperaba que no se quedara embarazada. Le habría dicho que fuera con cuidado, pero la última vez que le había sacado el tema de Phil por poco me arranca la cabeza. Sabía que yo lo detestaba. Dicen que el amor no tiene ojos ni orejas, pero se olvidan del cerebro. También desaparece.
—Espero no enamorarme nunca. Enamorarte te vuelve muy idiota…
Leah puso los ojos en blanco, entró con paso tranquilo y me dio un beso en la cabeza.
—Yo espero que sí. Enamorarte te hace sentir inmortal. ¿No te gustaría?
No esperó a que le contestara y se dirigió al pasillo. Sus pasos se volvieron golpetazos cuando bajó las escaleras a toda velocidad antes de que mamá la pillara. Salió disparada por la puerta, directa a los brazos de Phil.
Asomé la cabeza por la ventana de su dormitorio, aunque sabía que verlos juntos me iba a doler, pero quería verlos de todas formas. Vi a Phil, apoyado en el Hummer con el motor encendido, y vi cómo la abrazaba. La agarró del culo, le metió la lengua hasta la garganta y levantó los ojos para mirarme. Una sonrisa petulante se le dibujó en la cara mientras devoraba a mi hermana. Ahogué un grito, apagué la luz y me metí debajo de la manta colorida de Leah. El miedo que había sentido durante toda la noche se disparó y manó por todos mis poros.
«Enamorarte te hace sentir inmortal. ¿No te gustaría?».
«No», pensé con amargura. «La muerte no me da miedo».
«Moriré sin una sola cicatriz. Sin experiencias, ni heridas de guerra ni marcas que demuestren que viví. Sin haber hecho puenting, ni haber aprendido otro idioma, ni haber besado».
El pensamiento me resonaba en la cabeza mientras miraba con el ceño fruncido a la pareja que tenía delante de mí en el metro. Llevaban besándose desde que me había subido al vagón en el Bronx, y estaba dispuesta a jugarme lo que fuera a que iban a continuar hasta que me bajara, en Manhattan.
Él le agarraba la parte interior del muslo y le dejaba marcas rojas en la piel por debajo del vestido corto. Fingí estar leyendo, pero los miraba por encima del libro de tapa blanda que leía: En el camino, de Jack Kerouac. Se besaban con lujuria. Con sorbos ansiosos, acompañados del insoportable chirrido del globo rosa con forma de corazón que él le restregaba contra la pierna.
Paseé los ojos por los otros pasajeros. Trabajadores jóvenes. Unos cuantos hombres de negocios que llevaban flores y vino. Mujeres que se retocaban el maquillaje. Y una pareja en un rincón con la misma camiseta de color rojo cereza que rezaba «Estoy con este estúpido».
Algunas personas eran bajitas y otras, altas. Algunas eran voluminosas y otras, delgadas. Sin embargo, todas tenían algo en común: les importaba una mierda si me moría esta noche. Tampoco es que antes de salir de casa me hubiera tatuado en la frente «Soy una suicida». No obstante, era una niña, sola, que llevaba el pelo hecho un desastre porque no le había pasado un cepillo en semanas, con la mirada angustiada y un espacio entre los dientes que mamá insistía en que era monísimo para no tener que pagarme unos aparatos.
Los manchurrones de rímel que tenía debajo de los ojos eran producto de la crisis de cinco horas que había sufrido antes de subirme a este tren. Llevaba unos calcetines a rayas hasta las rodillas, una falda escocesa corta y negra, unas Doctor Martens heredadas y una chaqueta vaquera en la que había escrito con rotulador citas de libros que me encantaban.
«Su futuro la necesitaba, de modo que le dio la espalda al pasado».
«La perfección es una obscenidad: glacial, hostil e inalcanzable».
«Creyó que podía, y así lo hizo».
No eran más que tonterías.
Hice transbordo de un metro a otro. De un andén a otro. De una estación a otra. El olor del metro se me pegó a la ropa. El tufo de las máquinas terrosas, de la comida barata para llevar y del sudor. Una ráfaga caliente me echó el pelo en la cara cuando el convoy se aproximó.
Me pasó por la cabeza la idea de lanzarme a las vías y acabar con todo. Me di un toque de atención a mí misma. No. Habría sido demasiado común. Para empezar, sería la peor de las muertes, y la más dolorosa, seguro. Además, detestaba a la gente que lo hacía y más en hora punta. ¿Qué les pasaba a los idiotas que insistían en lanzarse a las vías cuando todo el mundo iba o volvía del trabajo o la escuela? Cada vez que me quedaba atrapada bajo tierra, en un vagón apretujada entre sardinas humanas cuyo sudor era tan tangible que lo notaba en la lengua, quería darme cabezazos contra las ventanas de plástico. Y para terminar, la idea de lanzarme a mi perdición desde una azotea la había sacado de un libro de Nick Hornby, y me gustaba ese toque literario. Así que… Mejor seguir con el plan original.
Me subí en el tren, me coloqué los Airpods en los oídos y miré el teléfono. «Watermelon Sugar» silenciaba el ruido de fuera. Me pregunté si Harry Styles se habría planteado suicidarse alguna vez, decidí que seguro que no, enrollé En el camino y me lo metí en el bolsillo trasero de la falda.
Le había dicho a Leah que me iba a una fiesta, pero estaba tan agotada del turno doble en la tienda de ultramarinos que había en la esquina de la calle que no se había dado cuenta de que las chicas de catorce años no iban a fiestas el día de San Valentín a las diez de la noche.
También se había olvidado de que hoy era mi cumpleaños. O tal vez había fingido no acordarse porque estaba enfadada. Tampoco se lo tenía en cuenta. Suficiente hacía ya con mirarme a los ojos.
«No te preocupes. Ella tampoco lo hace».
No era la única razón por la que iba a suicidarme esta noche, pero era uno de los motivos. Ese era el problema de la desesperación, que se iba acumulando e iba creciendo, como una torre Jenga. Cada vez más alto, sobre cimientos inestables. Un paso en falso y estabas acabada.
Mi hermana me odiaba. Me odiaba cada vez que se miraba en el espejo. Cada vez que iba a un trabajo que no soportaba. Cada vez que yo respiraba. Daba la casualidad de que era la única persona en este mundo que me quedaba. Mi muerte sería un alivio. En un primer momento, se quedaría conmocionada, afectada. Tal vez incluso triste. Pero una vez esas sensaciones empezaran a desaparecer…
Mi suicidio era un conjunto embrollado de tragedias, unidas por la mala suerte, las circunstancias y la desesperación. Pero ¿que ni se mencionara mi cumpleaños este año? Eso había sido la gota que había colmado el vaso.
Subí las escaleras de salida de la estación de Cathedral Parkway. El viento gélido me golpeó en las mejillas húmedas. La banda sonora del tráfico de Manhattan, el claxon de los coches y los ligones borrachos me inundaron los oídos. Pasé con determinación por delante de edificios de oficinas, bloques de pisos pijos y monumentos históricos. Papá solía decirme que había nacido en la mejor ciudad del mundo. Me pareció que sería más poético si moría allí también.
Doblé la esquina hacia una calle secundaria y llegué a la escuela. Este había sido mi primer curso en el St. Paul, un centro que iba desde parvulario hasta bachillerato, situado en la mejor parte de la ciudad. Tenía una beca completa, algo que el director Brooks había disfrutado restregándome por las narices hasta la noche en la que pasó todo y, de pronto, había dejado de ser correcto comportarse como un imbécil con una chica cuyos padres acababan de morir.
En realidad, la beca me premiaba por haber sido la mejor estudiante de las escuelas de primaria y secundaria que no compartían el mismo código postal que esta. Una señora cualquiera de esas que llevan alta costura y viven en el Upper East Side había accedido a pagarme la educación en una escuela privada hasta que me graduara, como parte de no sé qué gala benéfica. El año pasado, mamá me había obligado a escribirle una carta de agradecimiento. Nunca me había contestado.
No llevaba tanto tiempo en el St. Paul como para odiarlo de verdad, así que ese no había sido el motivo por el que lo había elegido como el edificio de cuya azotea me tiraría. Pero costaba no fijarse en la barandilla que había en el sexto piso de ese monstruo eduardiano y que conducía a la azotea. Con un espacio tan perfecto para un suicidio, habría sido un pecado escoger cualquier otro.
Al parecer, los trabajadores del St. Paul sabían que dar acceso a la azotea a los estudiantes estresados y sobrecargados no era una buena idea, pero no se podía eliminar la escalera. No sé qué tontería sobre seguridad e higiene. Así que le habían puesto una cadenita, que se podía saltar con facilidad. Eso hice, y empecé a subir las escaleras sin ninguna prisa. La muerte podía esperar unos minutos más. Me lo había imaginado tantísimas veces que casi podía sentirlo: el silencio estático, las luces apagadas, el aturdimiento general, la felicidad absoluta.
Cuando llegué arriba, en el último escalón, tomé una decisión de última hora y me rasqué la parte interna de la muñeca con el pasamanos oxidado. La sangre apareció al instante. Ahora moriría con una cicatriz.
Tenía las manos sudorosas y me faltaba el aliento cuando me sequé la sangre en la falda. Me detuve de golpe cuando pisé los guijarros de color gris. La azotea tenía pendiente. Tres chimeneas crecían hacia el cielo con las bocas ennegrecidas de ceniza. Nueva York se extendía ante mis ojos en todo su esplendor malsano. El río Hudson, los parques, las iglesias, los rascacielos medio ocultos tras las nubes, las luces de la ciudad que titilaban sobre el oscuro horizonte. Esta ciudad había sido testigo de guerras, plagas, incendios y batallas. Lo más probable es que mi muerte ni siquiera llegase a las noticias.
Me di cuenta de algo, algo que no esperaba encontrar aquí. De hecho no era algo, sino alguien. Vestido con una sudadera con capucha negra y unos pantalones de chándal, estaba sentado en el extremo de la azotea, con los pies colgando, dándome la espalda. Tenía los hombros encorvados, con desánimo, y miraba hacia abajo, como si estuviera a punto de saltar. Se inclinó hacia delante, centímetro a centímetro. Despacio, con determinación y aire resuelto.
Detenerlo fue una reacción inconsciente, como encogerte cuando alguien te tira algo a la cara.
—¡No! —grité.
La silueta se detuvo. No me atrevía a pestañear, pues temía que hubiera desaparecido cuando abriera los ojos. Por primera vez desde la noche en la que ocurrió todo, no me sentía como una verdadera mierda.
Supuse que se preguntarían por qué. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué se vestía como un bicho raro? ¿Por qué había jodido a su hermano de esa forma?
Bueno, pues dejad que os ilumine. Lo iba a hacer porque Tate Marchetti era un auténtico hijo de puta. Creedme, vivía con él. Me había arrancado de mi casa, donde vivía con mi padre, y ni siquiera se había molestado en preguntarme qué quería hacer con mi vida. Si pudiera morirme dos veces solo para restregárselo por la cara al cretino de mi hermano, lo haría encantado.
Al caso, que hablábamos de mi suicidio.
No había sido una decisión precipitada. El suicidio se había ido perfilando como la alternativa adecuada a lo largo de los años. Y entonces, la semana pasada, tras haber anotado los pros y los contras (menudo cliché, ya lo sé, denúnciame si quieres), no pude evitar fijarme en que una de las listas era muy corta:
PROS:
A Tate le dará un infarto.
Se acabó la escuela.
Se acabaron los deberes.
Se acabó que me pegue el primer deportista que pasa y al que le gusta demasiado la serie
Euphoria.
Se acabaron las discusiones sobre Yale o Harvard durante la cena (no entraría en ninguna con mis notas, aunque papá financiara tres alas, un hospital y diera un riñón a cualquiera de las dos universidades).
CONTRAS:
Echaré de menos a papá.
Echaré de menos mis libros.
Echaré de menos a Charlotte Richards (P. D.: ni siquiera la conozco. Así que, ¿qué importa que sea guapa? ¿Qué me pasa?).
Saqué una lata de cerveza de la mochila y me la tragué. Tenía mucha espuma por el trayecto hasta aquí y yo tenía los dedos congelados, sería mejor acabar ya con esto. Justo estaba a punto de hacerlo cuando un ruido llamó mi atención: el clac, clac, clac de unos pasos que subían las escaleras.
«¿Qué demonios…?».
Tate no sabía que había venido aquí, pero aunque lo hubiese descubierto de milagro, esta noche le tocaba trabajar en el Hospital Morgan-Dunn. Lo que significaba que alguien más del St. Pavor había descubierto las escaleras de metal escondidas. Seguramente sería una pareja borracha que buscaba un sitio en el que echar un polvo rápido.
Me incliné hacia delante para saltar antes de que me vieran cuando oí:
—¡No!
Me quedé paralizado, no quería girarme. La voz me resultaba familiar, pero no quise darme esperanzas, porque como fuera ella, sin duda ahora sí que estaba alucinando.
Y entonces se impuso el silencio.
Quise saltar. No había llegado hasta aquí solo para esto. No me había rajado. Pero tenía curiosidad por saber qué haría ella después, porque… Bueno, porque acababa de toparse con un puto desastre.
La persona que había a mis espaldas volvió a hablar:
—Crass no hace sudaderas. Son anticapitalistas. Menuda cagada, tío.
«¿Qué dice esta?».
Giré la cabeza.
Era ella.
Madre mía, era Charlotte Richards en persona.
Con el flequillo voluminoso y castaño, los ojos verdes y grandes y vestida al estilo emo/anime, en definitiva, el atuendo del porno estadounidense: faldas escocesas, camisetas de AC/DC y calcetines que llegaban hasta las rodillas enfundados en unas Doctor Martens.
No era una chica popular, pero tampoco un alma solitaria. Sin embargo, tenía un aire… No sé. Me daban ganas de conocerla mejor.
Se acercó a mí con pasos inseguros por los guijarros y se metió las manos en la chaqueta.
—¿Te has hecho la sudadera tú mismo? Qué penoso.
Hice ver que la ignoraba, lancé la lata de cerveza hacia el pozo negro que era el patio de la escuela, saqué otra de la mochila y la abrí. Me cabreaba que se hubiera dado cuenta, aunque estuviera colado por ella. La gente de nuestra edad era demasiado idiota como para saber que las bandas punk anarquistas británicas de los años setenta no venden merchandising. Pero claro, tenía que gustarme la única tía que tenía cerebro.
—¿Me das una? —Se dejó caer a mi lado, abrazada a la chimenea con un brazo para más seguridad.
La miré de hito en hito. No había nada en toda esta situación que me hiciera pensar que era real. Que ella estuviera aquí, que hablara conmigo, que respirara a mi lado. Debía de saber que yo era un paria social. Nadie hablaba conmigo en la escuela… ni fuera de ella, la verdad. Y no estaba exagerando.
Me pregunté hasta qué punto conocería mis circunstancias. Tampoco es que importara. No iba a salir con ella, ni siquiera le vería la cara mañana por la mañana. Es la belleza de renunciar a la vida: que no tienes que avisar.
Vacilé, pero le ofrecí la cerveza. Charlotte se soltó de la chimenea y dio un sorbito.
—Por Dios. —Sacó la lengua y me la devolvió mientras arrugaba la nariz—. Sabe a pies.
Me tragué lo que quedaba y me invadió una sensación injusta de superioridad.
—Te sugeriría que dejaras de lamer pies.
—Y de beber cerveza, por lo que veo.
—Te acostumbras. A nadie le gusta el sabor del alcohol, solo cómo te hace sentir.
Levantó una ceja.
—¿Te emborrachas a menudo?
La única luz que nos iluminaba procedía de los edificios circundantes. La mismísima Charlotte Richards, por el amor de Dios. ¡Tan cerca! Era tan guapa que sonreiría de no ser porque ya no era capaz de sentir nada.
—Lo suficiente.
«Traducción: mucho más de lo que debería a mi edad».
—¿Tus padres lo saben?
La fulminé con una mirada de «¿a qué coño viene eso?». No solía sentirme a gusto con otras personas, y menos con aquellas con tetas, pero las cervezas me habían relajado. Además, en mi imaginación, Charlotte y yo habíamos hablado millones de veces.
Alcé una ceja:
—¿Saben tus padres que esta noche te vas a emborrachar?
—Mis padres están muertos.
Lo dijo con monotonía, sin afectación. Como si lo hubiera explicado tantas veces que hubiera perdido importancia. Pero me dejó sin palabras unos segundos.
«Lo siento mucho» me parecía una expresión vacía. No conocía a nadie de nuestra edad cuyos dos progenitores estuvieran muertos. Uno de los dos, sí, a veces pasa. Mi madre estaba criando malvas. Pero dos… Eso ya era una desgracia nivel Oliver Twist. La tragedia de Charlotte Richards era superior a la mía.
—Ah.
«¿En serio, Kellan? ¿Con la de palabras que existen, solo se te ocurre “Ah”?».
—¿Cómo ocurrió? —añadí, aunque tampoco me había ganado el derecho a que me lo contara.
Balanceó una pierna mientras miraba a su alrededor.
—Hubo un incendio en casa. Se quemó todo.
—¿Cuándo?
¿Cuándo? ¿Por qué demonios le había preguntado eso? Parecía un inspector de seguros.
—Justo antes de Navidad.
Ahora que lo recordaba, me había dado cuenta de que no había venido a clase antes ni después de Navidad. Que sí, que seguro que todos los alumnos hablaron del tema, pero como yo era menos popular que una ameba, o que un tampón usado en el lavabo de las chicas, no había ni una sola probabilidad de que me enterara de ningún cotilleo. La verdad sea dicha, me había vuelto tan invisible que la gente se chocaba conmigo sin querer.
—Lo siento —murmuré, pero me sentí estúpido. Esta noche no tenía que encontrarme así. Su presencia me contrariaba—. No sé qué más decirte.
—Un «lo siento» ya está bien. Lo que me hace enfadar es cuando la gente se entera y me dice que tengo suerte de haber sobrevivido. Uy, sí, qué suerte, huérfana a los trece. Que corra el champán.
Hice un chasquido, bebí de una botella imaginaria y luego me llevé la mano al cuello, fingiendo que me ahogaba.
Me ofreció una sonrisa cansada.
—Podría haberme ido al norte, a vivir con mi tío, pero el St. Paul me ofrece una oportunidad demasiado buena como para desperdiciarla. —Me arrancó la cerveza de la mano y nuestros dedos se rozaron. Dio otro sorbo y me devolvió la lata—. Bueno, ¿y tú qué haces aquí?
—¿Qué haces tú aquí?
Me guiñó el ojo.
—Las damas primero.
A Charlotte Richards le gustaba hacer bromas. Qué digo, si incluso era una tía guay de cerca.
—Necesitaba pensar.
—Qué mentiroso. —Soltó un suspiro forzado—. He visto cómo te inclinabas sobre el filo. Has venido por lo mismo que yo.
—¿Y eso es…?
—Para terminar con todo —anunció de forma dramática, y se dio un golpe en la frente con el dorso de la mano.
Perdió el equilibrio y se inclinó hacia delante. Alargué el brazo para evitar que cayera. Se agarró a mí con un grito, no como alguien que intentaba acabar con su vida. Y ahora casi le estaba agarrando una teta.
«REPITO: CASI LE ESTABA AGARRANDO UNA TETA».
Aparté la mano, agobiado, pero ella me agarró la mano con fuerza, me arañó la piel y fue muy incómodo: había un noventa y nueve por ciento de posibilidades de que estuviera medio empalmado y por Dios, ¿por qué no me habría tirado hacía unos minutos, cuando aún tenía el orgullo intacto?
Notaba sus latidos a través de la palma. Aflojó la mano y retiré el brazo. Volví a clavar los ojos en el Hudson. Tenía la mandíbula tan tensa que me dolía.
—Los cojones querías morir —musité. Por poco no se lo hizo encima hacía tan solo un segundo—. Pero no pasa nada. No es culpa tuya. Según las estadísticas, ahora es menos probable que quieras tirarte.
Era mi área de especialidad. Dominaba muchísimos datos y conocimientos relacionados con el suicidio. Había hecho los deberes. Lo que era irónico, puesto que nunca había hecho los deberes de la escuela.
Sabía, por ejemplo, que era más probable que una persona se suicidara entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y cuatro años. Sabía que el método de suicidio más habitual era con un arma (el cincuenta por ciento) y que era más probable que los hombres lo consiguieran. Y lo más importante, sabía que la guapa y lista de Charlotte en realidad no quería suicidarse. Estaba pasando por una mala época, no unos malos años.
Bajé los ojos a mi futura muerte y volví a alzarlos. Había ido ahí a morir porque quería que lo vieran todos los del centro, para marcarlos igual que ellos me habían marcado a mí, para dejarles una cicatriz de las feas en su interior que no pudieran disimular ni con maquillaje.
Todo el mundo menos Charlotte, valga la ironía.
No se había portado bien conmigo de forma activa, pero me sonreía cuando nos cruzábamos y una vez recogió un boli que se me había caído. Su simpatía era cruel. Me daba falsas esperanzas y eso era peligroso.
Con la vista clavada más allá de las vigas, se metió las manos entre los muslos.
—Lo digo en serio. Es que… No lo sé… Quiero morir como yo elija, supongo. No soporto vivir sin mis padres. Y luego está mi hermana, Leah. Trabaja todo el día en una tienda de comestibles para que no nos quedemos sin techo y dejó la universidad para cuidarme. Ni siquiera se ha dado cuenta de que hoy es mi cumpleaños.
—Felicidades —farfullé.
—Gracias. —Se inclinó unos centímetros hacia delante sobre los guijarros como si quisiera tantear el terreno antes de volver a echarse hacia atrás—. Ojalá tuviera cáncer o alguna otra cosa grave: demencia, un infarto, disfunción multiorgánica… Y si perdiera esas batallas, habría sido valiente. Pero, en realidad, mi lucha es contra mi mente. Y si la pierdo, dirán que fui débil.
—Es una suerte que no vaya a importar lo que la gente piense cuando muramos.
—¿Cuándo te diste cuenta de que querías…? —Se pasó el pulgar por el cuello y luego inclinó la cabeza, como si hubiera muerto.
—Cuando me percaté de que prefería tener los ojos cerrados a abiertos.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando duermo, sueño. Cuando me despierto, empieza la pesadilla.
—¿En qué consiste esa pesadilla? —Como no respondí de inmediato, puso los ojos en blanco y se sacó algo del bolsillo. Me lo lanzó. Era una moneda—. Pagaría por saber lo que piensas.
—Pues cincuenta pavos serían más lucrativos.
—En la vida, no todo gira en torno al dinero.
—El tío Sam discrepa. Bienvenida a los Estados Unidos, cielo.
Soltó una carcajada.
—Estoy pelada.
—Eso dicen por ahí —confirmé. Quería que me detestara igual que hacía el resto de la escuela, para que dejara de mirarme como si lo mío se pudiera solucionar.
—Bueno, no cambies de tema. ¿Por qué quieres tirarte?
Decidí saltarme la parte social de la razón por la que estaba aquí (los motes, la soledad, las peleas) y me centré en lo que me había llevado al límite esta noche:
—Veo tu estatus de huérfana y lo subo a una situación familiar bien jodida acompañada con un legado roto. Mi padre es el escritor Terrence Marchetti. Supongo que conoces Las imperfecciones.
Era imposible que no le sonara.
Se había publicado el mes anterior y ya iba por la tercera edición. Era una mezcla tétrica y desolada de Miedo y asco en Las Vegas y Trainspotting. El New York Times lo había calificado como el libro más importante de la década incluso antes de que se publicara. Se estaban preparando tres adaptaciones distintas: una película, una serie y una obra de teatro. Se estaba traduciendo a cincuenta y dos idiomas. Tenía el récord de libro en tapa blanda que más rápido se había vendido en los Estados Unidos. Se rumoreaba incluso que iba a ganar el Premio Nacional del Libro de este año.
Proseguí y traté de mantener un tono monótono:
—Mi madre era la modelo Christie Bowman. Puede que recuerdes que murió de una sobredosis con la cara aplastada contra un espejo roto del que había esnifado la cocaína en la casa familiar.
No dije que fui yo quien la había encontrado muerta. No mencioné toda la sangre. No lo hice. Ahora era Charlotte quien me miraba como si me acabara de caer del cielo.
Seguí adelante:
—Tengo un hermanastro mayor que yo, se llama Tate. De un rollo que tuvo mi padre en los ochenta. Me sacó de casa y me llevó lejos de mi padre con no sé qué mierda de excusa y papá está muy frágil como para luchar por mi custodia.
—¿En serio?
Tenía unos ojos muy grandes y verdes. Quise lanzarme de cabeza en ellos para correr como si fuera una pradera.
Bajé la vista, asentí y levanté el culo, apoyado en las palmas de las manos.
—Al menos, tu hermana se ha responsabilizado de ti porque no tienes padres. —No estábamos en los Juegos Olímpicos de las víctimas, pero un poco sí, teniendo en cuenta que, si uno de los dos se ganaba el derecho a morir esta noche, tenía que ser yo—. Sí tengo un padre, pero mi hermano lo mantiene alejado. Creo que es porque papá no estuvo pendiente de él cuando Tate creció. Le jodió muchísimo y ahora lo está castigando a través de mí.
—Parece una buena pieza.
Me recosté y limpié la suciedad de la azotea con la sudadera. Asentí, pero me di cuenta de que podía parecer demasiado ansioso, pues nadie, con tal vez la excepción de papá, había dicho nunca nada negativo de Tate. Y aquí estaba Charlotte Richards, que acababa de decir que mi hermano era una buena pieza.
—Tate es un demonio. Podría haber vivido con papá, pasarme a estudiar en casa y haberme ido de gira con él a firmar libros. Quiero ser escritor como él. Pero no, tenía que venir a esta pesadilla de escuela y volver a una casa vacía porque Tate trabaja ochenta horas a la semana.
—Has dicho quiero. —Se mordió el labio inferior—. No quería. En presente.
—¿Y?
—Seguro que tu padre se queda destrozado cuando sepa que te has suicidado.
—No trates de convencerme de no hacerlo —le advertí.
—¿Por qué?
—Porque lo voy a hacer.
Se produjo una pausa y entonces dijo:
—Seguro que cuando estés en el aire, te arrepientes.
Giré la cabeza en su dirección.
—¿Qué?
Charlotte Richards, la compañera de quien estaba colado, me estaba diciendo que no me suicidara. Ni siquiera tenía ganas de procesarlo.
—Cuando tu cuerpo ya no esté en la azotea, te darás cuenta de la estupidez que has cometido. Y eso sin contar que no creo que nos lo hayamos pensado del todo bien. No está tan alto. Puede que te rompas la columna y te pases el resto de la vida en una silla de ruedas babeándote el pecho. Puedes perder mucho.
—¿Estás drogada?
Pero me sentía tentado de una forma que me sorprendía y horrorizaba a la vez. Sobre todo, no quería que ella viera cómo lo hacía. No sé. ¿Y si me cagaba? ¿Y si me explotaba la cabeza? No quería que ella me recordara así.
«Claro, porque así no vas a tener ni una sola oportunidad de salir con ella desde la tumba».
—Tienes una familia que te quiere. Un padre rico y famoso y un sueño que quieres cumplir. Nuestras circunstancias son distintas. Tienes muchas razones por las que vivir.
—Pero Tate…
—No puede mantenerte alejado de tu padre para siempre. —Negó con la cabeza—. Me llamo Charlotte, por cierto. —Alargó la mano hacia mí. No la acepté. Tenía mucha presencia y me confundía. Entonces dijo algo que me pilló aún más desprevenido—: Vamos a la misma clase, creo.
—¿Te habías fijado en mí?
«Y el premio al idiota más patético es para… mí».
—Sí. Te vi leyendo con el Kindle durante la comida como si fueras una especie de animal. —Se sacó un libro del bolsillo trasero de la falda. No veía cuál era en la oscuridad, pero me dio un golpe en el muslo con él—. Creo que este libro te va a gustar. Va sobre la soledad, la locura y la insatisfacción. Va sobre nosotros.
También sabía cómo se llamaba: Kellan Marchetti. Era el hijo de la nueva leyenda literaria de Estados Unidos. Lo primero que había hecho tras llegar al St. Paul había sido buscar a Kellan en Google. Lo que nadie había mencionado pero los dos sabíamos era que Kellan no era popular, de una forma radical y deliberada. Era raro, porque si una se fijaba en su aspecto (alto, larguirucho, mono, atlético) y en su apellido, debería de haber tenido una muy buena posición social. Había preferido ser un solitario. Se vestía al estilo gótico: todo de negro, imperdibles por todos lados, lápiz de ojos, parches de leopardo y uñas pintadas. Incluso un día se presentó en el St. Paul con unos guantes de malla. Caminaba con la espalda encorvada, como Atlas, como si cargara con todo el peso del mundo sobre los hombros. Recogía colillas de cigarrillo y fingía fumárselos y Sandy Hornbill una vez lo pilló lamiendo una rana en biología. Bueno, eso había sido un rumor, pero demostraba que Kellan no era un bicho raro. Elegía serlo.
No sabía por qué me había afectado tanto la idea de que saltara. Yo también iba a hacerlo, ¿verdad? Pero, de alguna forma, que Kellan lo hiciera me parecía un desperdicio. Llevaba el pelo castaño rojizo desaliñado y demasiado largo y sus ojos eran del color de una tormenta eléctrica. Cuanto más lo miraba, más veía que tenía la atracción de una estrella de una boyband.
—No saltes —repetí, y le hice rodear el libro con los dedos. Los tenía helados y me pregunté cuánto tiempo llevaría aquí arriba mientras se convencía de entregarse a los brazos de la muerte.
—Es un poco hipócrita por tu parte, considerando las circunstancias.
—Mi situación es distinta.
—Sí, lo es. Tú tienes esperanza.
—No tengo padres, ni dinero, ni perspectivas de futuro. La esperanza brilla por su ausencia.
—Pero tienes una hermana que ha accedido a sacrificar su vida por ti —observó. Me alejé, su comentario me había dolido más de lo que él sabría nunca—. Y ahora quieres dejarla sola. Muy bien, Lottie.
Reprimí un estremecimiento al oír ese apelativo y le lancé una mirada exasperada. Incluso aunque me había dicho cosas muy duras, lo había hecho con el corazón. Como si yo le importara de verdad.
—Nos encontramos en la misma situación —señalé—. Con nuestros hermanos, digo. Si yo no salto, tú tampoco deberías. Los dos nos quieren. —Cuando lo dije, me di cuenta de la verdad que encerraba. Leah me quería. Por mucho que ahora mismo no me soportara, yo aún le importaba. Por eso se había sacrificado. Por eso había dejado los estudios. Noté una presión cálida en el pecho, fruto de la epifanía.
Kellan negó con la cabeza.
—Mi hermano no.
—Tú escúchame. No digo que no te suicides. Digo que hoy te lo pienses. Ni siquiera te has leído En el camino todavía. ¿Qué forma de morir es esa?
Bebió más cerveza.
—Ya, no.
—Una silla de ruedas, eh —le recordé.
—Estamos a seis puñeteros pisos del suelo.
—La gente salta desde esta altura de yates y cortan el agua como un cuchillo. Puede que solo te rompas los huesos. Y si pasa eso, nunca lo olvidarás.
Me miró fijamente.
—Eres incansable.
—¡Lo sé! —dije, con alegría.
Sonrió. Y lo hizo de verdad. No era una gran sonrisa, ni siquiera una sonrisa de felicidad, pero por algo se empezaba.
—Muy bien, pues a ver si se merece tanta fama.
Agarró el libro y entrecerró los ojos para mirar la cubierta.
Quise echarme a reír, pero no lo hice. Me parecía demasiado fácil, pero quizá lo que estábamos haciendo ahora mismo tenía todo el sentido del mundo. Saber que alguien más estaba pasando por la misma mierda era reconfortante. Incluso el diablo necesita un amigo.
—¿Cómo sé que cumplirás con tu parte del trato? Podrías hacerlo en cuanto me vaya de aquí.
—Podría —reconoció Kellan—. Pero no lo haré. Te doy mi palabra. Estoy deprimido, pero no soy un capullo mentiroso.
—Y luego, ¿qué?
Se encogió de hombros.
—Tú eres quien ha propuesto que nos rajemos. —Le centellearon los ojos y, durante una milésima de segundo, me pareció que Kellan podía ser feliz de verdad.
Chasqueé los dedos.
—Haremos un trato. Lo leí en un libro.
—En En picado. —Kellan asintió, y puso en blanco esos ojos del color del invierno londinense acompañados de una sonrisa. Nick Hornby había sido el autor que había revitalizado la literatura contemporánea en Gran Bretaña y había consolidado el éxito del fútbol entre la clase media. No debería haberme sorprendido que Kellan lo conociera. Había nacido en una casa en la que la gente leía de verdad. Libros. Música punk-rock. Era como si Kellan y yo compartiéramos un idioma secreto. Rotábamos en la misma órbita, completamente sincronizados, mientras que el resto del mundo divergía. Kellan alzó las cejas sorprendido, tal vez al darse cuenta de lo que implicaba hacer un trato:
—¿Quieres que sigamos hablando?
Me ardieron las mejillas.
—Sí.
Pensé en toda la mierda que tendría que soportar si me hacía amiga de Kellan Marchetti, pero, no sé por qué, no me importaba.
Al parecer, a Kellan sí, porque su expresión esperanzada dio paso a la agonía.
—Lo siento, pero no me gusta tener amigos. —Me dio un empujoncito en el hombro con el suyo, con un tono casi amable—. Será lo mejor para los dos. No es nada personal.
—Me da igual lo que diga la gente.
—Eso es porque aún no has oído que digan nada malo. Asegurémonos de que la cosa sigue así. No digo que no seamos amigos. —Negó con la cabeza—. Solo… que nuestra amistad tendrá que ser adaptada y diferente.
—Cada día de San Valentín. —Sonreí—. Nos veremos el día de mi cumpleaños.
—Aquí, en este tejado. —Alzó los ojos al cielo para mirar la inmensidad del universo.
Hombro con hombro, buscamos una supernova que cayera y ardiera. Me sentía más viva que nunca desde que habían muerto papá y mamá, ahora que había decidido que no me reencontraría con ellos.
—El mismo día, en el mismo tejado, a la misma hora. —Consulté la hora en el móvil. Era casi medianoche. Había llegado aquí a las once.
«¿Llevamos una hora aquí charlando?».
—Y si uno de los dos decide hacerlo… —No terminó la frase.
—Avisamos al otro —terminé por él.
Kellan mostró su asentimiento con la cabeza.
—Ya sé cómo va.
—Ah, y no te olvides de devolverme el libro. Es prestado de la biblioteca. No quiero que me pongan una multa.
—Rock and roll, Charlotte Richards —dijo, a modo de despedida—. Antes de irnos, quiero que me prometas una cosa. Pero de verdad. —Me quedé mirándolo, a la espera de que continuara. Sabía de sobra que no podía aceptar hasta que no oyera la letra pequeña—. En primer lugar, no hables conmigo en público. Nunca. Hazme caso, es por tu propio bien. Y en segundo lugar, este trato es válido desde el primer curso al último. Una vez cumplamos los dieciocho, ya no tendremos que seguir cuidando del otro. —Hizo un gesto como si soltara un micrófono, señal de que ya había terminado.
Sabía que lo hacía por mí, por mi reputación y mis posibilidades de sobrevivir en esta escuela. Me entraron ganas de llorar. Quise luchar por ser su amiga, una de verdad, pero tampoco quería presionarlo demasiado.
—De acuerdo.
Kellan se levantó y me tendió una mano. Se la estreché, yo desde los guijarros, donde estaba sentada, y él de pie. Me ayudó a levantarme. Me notaba mareada y desorientada. Me hizo alejarme del borde del tejado y luego se metió En el camino en la mochila y se la colgó de un hombro.
—Estás sangrando. —Me señaló la muñeca con la barbilla. Bajé la mirada sin sorprenderme—. Te tendrían que poner la vacuna del tétanos.
—Me dan miedo las agujas. —Me di cuenta de la ironía.
Él también, porque llenó la fría noche de una carcajada ronca.
—Tú misma, te vas a morir.
—Qué gracioso.
—Hasta la próxima, Charlotte Richards. —Hizo una corta pero elegante reverencia y se alejó con largas zancadas.
Me quedé sola mientras la sangre me goteaba por el muslo.
«¿Le acabo de salvar la vida?».
¿O me la había salvado él a mí?
Llegué famélica al tejado. Leah llevaba días esquivándome. Iba directa del trabajo a las clases por la tarde para convertirse en esteticista y dormía en el tren que la llevaba de un lado a otro. Había pensado en pillarme algo barato de camino hacia aquí, pero esta semana me había gastado todo el dinero en libros. Era mejor alimentar el alma que el cuerpo.
Cuando pasaban cinco minutos de las once, me pregunté qué me hacía pensar que él iba a venir. Fieles a nuestro trato, no habíamos hablado en todo el año. Lo había visto cada día en el St. Paul, excepto durante las vacaciones de verano. Se había hecho un piercing en el labio. Se había teñido el pelo de color rubio platino. Y se podía decir que era el protagonista de cualquier pelea a puñetazos que se producía por los pasillos. Ahora Kellan llevaba faldas escocesas y medias de mujer rasgadas cuando venía a la escuela. Cressida y Kylie me habían dicho que escribía historias cortas de suspense para fanzines en línea y que tomaba éxtasis y oxicodona. Fingí que no me importaba. Pero sí que me importaba.
Sin embargo, yo ya tenía mis propios problemas sociales. A saber: cómo había pasado de ser Charlotte Richards a Charlotte Muchas-Pichas de la noche a la mañana después de decir en clase de educación sexual que no era justo que se esperara que las mujeres tuvieran menos parejas sexuales que los hombres. Todo el mundo se había echado a reír. Todos menos Kellan. Sus ojos rojos se habían centrado en el móvil, sentado en la fila de atrás, fingiendo que no estaba presente. Se le empezaba a dar de maravilla no estar presente en los sitios en los que se encontraba físicamente.
Mis pensamientos sobre el suicidio se habían vuelto cada vez menos frecuentes. O tal vez, solo más manejables. Había momentos en los que la vida me sobrepasaba y me costaba respirar; en los que la culpabilidad era demasiada; en los que mis compañeros, mi hermana y la vida en general eran demasiado. A veces, me tumbaba en la cama mientras escuchaba el latido de mi corazón sobre el colchón y deseaba que se detuviera. Parecía muy fácil. Podía ordenarles a mis extremidades que se movieran y a los ojos que pestañearan. Incluso podía aguantar la respiración. Y con todo, mi corazón era obstinado, una criaturita rebelde. Era una lección que empezaba a asumir: no tenía ningún control sobre mi corazón. Haría lo que quisiera sin tener en cuenta el resto de mi cuerpo. Supongo que por eso había tanta fascinación por este órgano. Podía ser tu ruina, tu salvación, tu amigo y tu enemigo.
Por la noche, con los ojos clavados en la pared, pensaba en mamá y papá y en lo que harían o me dirían para que me sintiera mejor. Pensaba en Leah y sus céntimos; en los días calurosos de verano, en cómo nos refrescábamos lanzándonos agua de la fuente; en cómo dábamos volteretas en el patio de atrás y comíamos helado juntas. Una parte de mí se alegraba de que no me hubiera suicidado para poder despreciarme cada día por lo que les había sucedido a mis padres y a Leah.
Ahora ya pasaban diez minutos de las once. Kellan aún no había llegado. Me senté e hice balancear la pierna derecha. Tenía tanta hambre que me estaba mareando.
Las únicas señales que había advertido durante todo este año que me indicaban que esa noche en el tejado no había sido una alucinación fueron nuestros intercambios secretos. Tres semanas después del día de San Valentín, me había encontrado En el camino sobre mi mesa. Lo había abierto y había descubierto que dentro había una nota, unos cuantos dólares para pagar la multa de la biblioteca y un USB.
Me da la sensación de que tu alma y la mía están hechas de lo mismo: baba negra. Me das esperanzas, pero eso es lo último que debería sentir. Ya me dirás qué te parece.
Cuando llegué a casa, metí el USB en mi portátil agonizante. Había un documento de Word. Tenía diez páginas. Era un relato sobre un chico que se enamoraba de su mascota, que era una araña. Lloré cuando la madre del chico mataba a la araña. Me pregunté qué querría decir. Al cabo de unos días, le dejé otro libro en su mesa: Don Quijote. En la primera página, había escondido una nota junto con su USB.
Cuanto más lo pienso, más me doy cuenta de que no quiero morirme sin haberme enamorado, sin haber perdido la virginidad, sin haber hecho las paces con Leah. Por cierto, me ha hecho llorar el momento en el que la araña muere. Quiero leer más, por favor.
C.
Nos habíamos ido pasando notitas, libros y cuentos. Kellan me había dicho que él ya había perdido la virginidad, se había enamorado y había asimilado el hecho de que nunca haría las paces con su hermano. Así que ya no le quedaba nada por tachar de la lista.
Kellan era un buen amigo sin serlo. Una cueva oscura y clandestina a la que me escapaba cuando me molestaba en apartar la nariz de los libros. Dudaba que cualquiera de mi clase supiera lo que mis notas implicaban para mí, por qué me echaba a llorar si veía un 8,5; por qué perseguía a los profesores por los pasillos y siempre llegaba a todos los sitios quince minutos antes. Era la sabelotodo, pero solo porque no podía permitirme encarnar otro rol.
Estaba a punto de bajar las escaleras cuando lo oí: clac, clac, clac. «Te voy a matar por haber llegado tarde». Solo de pensarlo me reí.
Apareció en un extremo del tejado. Llevaba una falda escocesa por encima de unos pantalones pitillos, una sudadera vieja y una chaqueta vaquera encima con parches de grupos de punk. Sin decir nada, se quitó la mochila, la abrió y me lanzó algo.
—Felicidades, Pichas.
Abrí el paquete redondo y pastoso. Era un muffin de arándanos dentro de una bolsa de papel. Se me hizo la boca agua, el estómago protestó y reprimí las ganas locas que me entraron de abrazarlo. Tal vez era porque el hambre me hacía desvariar. Tal vez era porque Leah «lo había olvidado». Otra vez.
—Gracias —dije, como quien no quiere la cosa. Me dejé caer y me puse a comer.
Kellan se acomodó delante de mí. Verlo aquí, fuera de contexto, me hizo recordar que era un chico. Y mono, además. Aun así, éramos un poco patéticos. Cuando hicimos ese trato, los dos asumimos que no tendríamos nada que hacer cada día de San Valentín durante los años que duraba la secundaria y el bachillerato. Que no tendríamos citas, ni celebraciones, ni parejas. Y teníamos razón. «Patético».
Miró cómo comía, abrió una lata de cerveza Bud light y se la bebió.
—¿Cómo va la baba negra? —«Traducción: ¿Aún quieres saltar?».
Negué con la cabeza y la boca llena. Kellan me observó con aire divertido y sacó otro muffin de la mochila. Me lo tiró como si yo fuera un animal salvaje que él debía alimentar a través de una jaula. Tenía tanta hambre que poco me importó. Me sentí una bestia cuando me lancé a por el segundo muffin.
—¿No te tienta? ¿Ni siquiera un poquito? —Estaba siendo malicioso, pero detecté la decepción en su voz.
—No soy feliz ni por asomo, y aún hay momentos en los que me gustaría hacerlo, pero creo que estoy bien.
—¿Y tu hermana?
—Aún me odia. Mamá nos solía decir: «No te achiques para ayudar a otros a crecer». Cuando estoy con Leah, me siento mucho más pequeña, pero ella tampoco me parece más alta. Detesto estar en casa, así que paso mucho tiempo en la biblioteca.
—¿Qué lees ahora?
—El asombroso color del después y La campana de cristal.
—Son libros sobre el suicidio.
—Sí. ¿Sabes el plastiquito que cubre un CD cuando es nuevo? Es como si el suicidio tuviera el mismo brillo, pero después de haberlo sacado y haber escuchado el álbum, no está a la altura de mis expectativas.
—El problema de los libros sobre el suicidio es que los han escrito personas que están vivas.
Lo señalé con la barbilla y le lancé el centavo que ya me había preparado antes de que él llegara.
—Pagaría por saber lo que piensas.
—Aún me planteo suicidarme.
—¿Y tu hermano?
—Dudo que quiera suicidarse, aunque espero de verdad que se lo piense.
Puse los ojos en blanco.
—Kellan.
—Este año ha sido un puto desastre. Papá ha estado una temporada en rehabilitación. Creo que me echa muchísimo de menos. Se siente muy solo, Pichas. Solo fuimos a verlo dos veces durante el mes que estuvo ahí. Luego, Tate se echó novia. Prácticamente vive con nosotros ahora. Cada día prepara comida de conejo vegetariana, me compra pijamas de ganchillo del supermercado Whole Foods y me ha cambiado la chaqueta de piel vintage que tenía por otra de cuero vegano. Incluso ha intentado restringirme el tiempo que paso con mi padre después de que le dieran el alta.
—Qué cabrona. —Fruncí la nariz—. ¿La pusiste en su lugar?
Se pasó los dedos por el pelo de un reciente color platino.
—La estoy torturando tanto como puedo. Ya casi no hablo con Tate. Se pelea con papá cada dos por tres. Oí que le decía a Hannah, su novia, que se está planteando mudarse a otro sitio. Le han ofrecido trabajo en Seattle. Por mucho que odie esta escuela, no tendría motivos para vivir si me fuera de Nueva York. Papá es lo único que me queda.
—Hará lo que sea para separarte de tu padre —murmuré. Detestaba a su hermano sin haberlo conocido—. Menudo inútil.
Nos quedamos en el tejado otra hora mientras nos poníamos al día. Le expliqué mi proyecto de física, los libros que había leído y cotilleos sobre mis amigas. Me dijo que había empezado a escribir para unas cuantas revistas en línea y fingí que era una novedad. También había empezado a trabajar en una novela de verdad, pero no entró en detalles por mucho que le pregunté.
Esta vez, bajamos juntos las escaleras.
Cuando Kellan se volvió para irse, gruñó:
—Sí, sí, ya sé cómo va la cosa. El mismo día, a la misma hora, en el mismo tejado.
—Intenta no morirte este año. —Le di un empujón en el brazo. Menuda friqui estaba hecha.
—No prometo nada. —Puse cara triste y él, los ojos en blanco—. Te avisaré si quiero hacerlo.
Le hice un gesto con el pulgar hacia arriba mientras seguía caminando de espaldas en dirección a la estación del tren. Crucé una nube de globos rojos con forma de corazón rellenos de helio con motivo del día de San Valentín, que estaban atados a dos carritos ambulantes. Tenía la sensación de haber salido de un sueño y haber vuelto a una realidad a la que no quería enfrentarme, aunque ella tampoco quería lidiar conmigo.
La única cosa que evitaba que me hundiera era la media sonrisa de Kellan. A regañadientes, pero ahí estaba.
—Será una cita.
Charlotte Richards me sacaba de quicio. No había la menor duda. Tal vez porque era guapa. Tal vez porque se preocupaba. Tal vez se debía a que no solo era una cara bonita. También era una gran lectora, escritora de notas divertidas y palabras de ánimo y alababa los relatos que nadie más sabía que escribía. Lo único seguro era que había empezado a ver este acuerdo como lo peor que podría haberme pasado. Lo único que me había hecho seguir adelante este año había sido saber que Charlotte y yo habíamos quedado.
Y cuando lo hicimos, ni siquiera le conté todas las cosas importantes que me habían ocurrido. Como cuando Mark MacGowan me metió la cabeza en el váter después de que yo casi le rompiera la nariz en una pelea, ni que el resto de imbéciles sudados en el vestuario se habían quedado mirando y animando. Ni tampoco que había empezado a tener sueños eróticos con ella, ni que lo único que sentía ahora era confusión.
No, había disfrutado de su personalidad, porque era única y dulce, como un rayo de sol. Y luego había vuelto a mi existencia: demasiado enfadado como para escuchar. Demasiado harto como para preocuparme.
Llegué diez minutos antes.
Kellan y yo habíamos mantenido viva la tradición de los libros y los relatos a lo largo de todo el año, pero últimamente parecía desinteresado. Más que de costumbre. Las ojeras que le enmarcaban los ojos se habían vuelto más prominentes y una energía oscura crepitaba a su alrededor, amenazando con electrocutarte si te acercabas demasiado.
Aun así, yo intentaba llegar a él, ya fuera de forma inconsciente o no.
Casi le hablaba.
Casi le tocaba.
Casi le abrazaba.
Siempre me echaba atrás porque era una cobarde. Kellan me había dejado claro que no debía (que no podía) acercarme a él. Y yo no quería romper las reglas. Temía perderlo. No solo como amigo, sino perderlo… Perderlo de verdad.
Había pensado muchas veces que quizá debía contarle a alguien más cualificado que yo cuál era la situación. Incluso había llegado a esperar fuera del despacho del orientador escolar. Pero entonces recordaba cada vez que me habían obligado a hablar con adultos de la noche en la que todo cambió y cómo cada conversación no había hecho más que empeorarlo.
Una cosa que había cambiado este año era que había empezado a salir con algunos chicos de la escuela. Comprábamos un trozo de pizza o paseábamos por el parque High Line o íbamos a la tienda Sabon, en el SoHo, a lavarnos las manos. Incluso dejé que uno de ellos me besara: Mark MacGowan.
Tengo que confesar que el beso fue una mierda. Y tengo otra confesión: eso no había impedido que lo hiciéramos de nuevo (una y otra vez). Llevábamos un par de meses liándonos, pero ambos habíamos acordado mantener la relación en secreto. Creo que a Mark le daba vergüenza porque yo no era una heredera rica como el resto de las chicas de la escuela, y a mí me avergonzaba porque, la verdad, había conocido latas de 7Up bajas en calorías más inteligentes que aquel chico.
Clac, clac, clac.
Bloqueé la pantalla del móvil cuando oí que Kellan subía las escaleras y me lo metí en el bolsillo mientras me daba la vuelta para mirar hacia la puerta de metal oxidado.
Apareció en el tejado. Su delgadez acusada fue como un mazazo de hormigón. De cerca parecía un fantasma. Pero lo que más me impactó fue que estaba impresionante, incluso más que antes. Era como si su cara siempre hubiera sido una imagen borrosa, y ahora finalmente se hubiera enfocado.
Se decía (por lo bajo) que se enrollaba con chicas del instituto en secreto. Que, a pesar ser un ermitaño, se acostaba con ellas a menudo. No quería pensar en esos rumores. Me provocaban náuseas.
Me sorprendió darme cuenta de que estaba conteniendo la respiración y sonreí al percatarme de que él también había llegado antes de tiempo.
—Feliz cumpleaños, Muchaspichas. —Abrió la cremallera de la mochila andrajosa y me lanzó algo a las manos.
Lo desenvolví y apareció un buen trozo de pastel de zanahoria esponjoso.
—Madre mía. —Lo aplasté entre los dedos, riendo—. Estás dejando el listón muy alto para el año que viene, Marchetti.
Se me acercó y sacó dos cervezas Bud light. Me pregunté si se había enterado de que había empezado a beber o solo se lo imaginaba porque a estas alturas todo el mundo bebía.
Entrechocamos las latas y nos sentamos. Dejé que mi pierna derecha se balanceara.
Él se pasó una mano por el pelo.
—¿Cómo va la baba negra?
—Creo que ya no tengo —confesé, casi con tristeza, porque la baba negra era lo que nos unía.