Mi oscuro Romeo - Parker S. Huntington - E-Book

Mi oscuro Romeo E-Book

Parker S. Huntington

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Se suponía que iba a ser un beso inofensivo en un lujoso baile de debutantes. Un desliz con un apuesto desconocido. Pero a diferencia de su tocayo, a mi Romeo no lo mueve el amor. Lo impulsa la venganza. Para él, soy una pieza de ajedrez. Algo de lo que sacar ventaja. La prometida de su rival. Para mí es un hombre que merece veneno. Un príncipe oscuro con el que me niego a casarme. Él cree que aceptaré mi destino, pero yo planeo reescribirlo. Y en mi historia, Julieta no muere. ¿Pero Romeo? Él sí.

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MI CUENTO DE HADAS SE CONVIRTIÓ EN UNO DE TERROR. ESCRITO CON ALQUITRÁN Y SELLADO CON LÁGRIMAS.

 

Se suponía que iba a ser un beso inofensivo en un lujoso baile de debutantes. Un desliz con un apuesto desconocido.

 

Pero a diferencia de su tocayo, a mi Romeo no lo mueve el amor. Lo impulsa la venganza.

 

Para él, soy una pieza de ajedrez. Algo de lo que sacar ventaja. La prometida de su rival.

 

Para mí es un hombre que merece veneno. Un príncipe oscuro con el que me niego a casarme.

 

Él cree que aceptaré mi destino, pero yo planeo reescribirlo.

 

Y en mi historia, Julieta no muere. ¿Pero Romeo? Él sí.

Parker S. Huntington es del sur de California. Se licenció en Escritura Creativa en la UCR y tiene un máster en Literatura de Harvard. También odia hablar de sí misma y es alérgica a las redes sociales, pero puedes suscribirte a su newsletter en www.parkershuntington.com.

 

 

L.J. Shen es autora superventas de USA Today. Escribe libros angustiantes, antihéroes irredimibles y heroínas atrevidas que los ponen de rodillas (por más de una razón). Vive en Florida con su marido, sus tres hijos y una imaginación inquietantemente activa.

«Así, con este beso, muero».

William Shakespeare,

Romeo y Julieta

Algunos Romeos merecen morir.

PRÓLOGO

Dallas

 

 

 

Siempre asumí que mi vida era una novela romántica. Que entre mis páginas se encontraba un «felices para siempre».

Nunca se me ocurrió que había clasificado mal el género. Que podía ser una historia de terror. Un thriller que hiela la sangre.

Romeo Costa entró en mi mundo como un huracán y me abrió los ojos.

Me enseñó oscuridad.

Me enseñó fuerza.

Y lo más importante, me dio la lección más cruel de todas: hay belleza en cada bestia. Espinas en cada rosa.

Y una historia de amor puede florecer… incluso en el cadáver del odio.

CAPÍTULO UNO

Dallas

 

 

 

 

—Dios, no estaban de coña. Ha venido a la ciudad.

Emilie me sujetó la muñeca, sus uñas largas clavándose en la piel bronceada.

—Igual que Oliver von Bismark. —Savanna extendió el brazo—. Que alguien me pellizque. —Lo hice con gusto—. Ay, Dal. Deja de ser tan literal.

Me encogí de hombros y centré toda mi atención en la comida, la verdadera razón por la que había asistido esa noche al baile de debutantes.

Cogí una cáscara de pomelo bañada en chocolate de una bandeja de cristal y la aplasté con los dientes, saboreando el néctar amargo.

Dios no era un hombre.

Dios tampoco era una mujer.

Dios era probablemente una fruta cubierta de chocolate Godiva.

—¿Qué hacen aquí? Ni siquiera son del sur. —Emilie le robó a Sav el programa de debutante para abanicarse el rostro—. Y dudo que hayan venido a conocer mujeres. Ambos adoran la vida de soltero. ¿Acaso Costa no le rompió el corazón a una princesa sueca de verdad el verano pasado?

—¿A diferencia de una princesa sueca de mentira? —me pregunté en voz alta.

—Dal.

¿Dónde estaban los pasteles de nata portugueses? Me prometieron pasteles de nata portugueses.

—Me dijiste que habría pasteles de nata. —Tomé un premio de consolación (un pastel griego de queso y miel) y lo sacudí delante de Emilie—. Culpa mía por haber vuelto a confiar en ti.

Sus ojos de halcón me vieron guardando dos rosquillas polacas en el bolso.

—Dal, no puedes guardar eso en tu Chanel. Estropearás el cuero.

Sav introdujo un puño frenético en su bolso de mano y extrajo un pintalabios.

—He oído que von Bismarck ha venido para comprar Le Fleur.

Le Fleur pertenecía al padre de Jenna. Manufacturaban sábanas de percal para hoteles de cinco estrellas. Con trece años, Emilie y yo huimos de casa y dormimos en su sala de exposición una semana antes de que nuestros padres nos descubrieran.

—¿Para qué necesita Le Fleur? —Cogí un kanafeh, aún de espaldas a las criaturas míticas que habían enloquecido colectivamente a mis mejores amigas. A juzgar por los susurros que llenaban la sala, no eran las únicas hablando de este tema.

Emilie le quitó el Bond No. 9 a Savannah y se aplicó una cantidad generosa.

—Es dueño de una cadena pequeña llamada El gran regente. Seguro que has escuchado hablar de ella.

El gran regente comenzó como un resort exclusivo al que accedías solo con invitación antes de expandirse a más sucursales que el Hilton. Así que supuse que von Arrogancia no andaba corto de dinero. De hecho, la riqueza generacional obscena era el requisito de entrada implícito al evento de esta noche.

El Baile de Debutantes Real de Chapel Falls era un espectáculo de exhibición pretencioso que atraía a cada billonario y multimillonario del estado. Los padres exhibían a sus hijas criadas en bailes de cotillón por la Ópera Astor con la esperanza de que les fuera lo bastante bien como para que las cortejaran hombres de la misma categoría impositiva.

Yo no había venido a encontrar marido. Antes de mi nacimiento, mi padre ya me había prometido, como bien me recordaba mi anillo de diamantes. Esto siempre me pareció un problema para el futuro… hasta que descubrí el anuncio oficial en las páginas sociales dos días atrás.

—Escuché que Romeo está decidido a convertirse en el director ejecutivo de la empresa de su padre. —Dios, Sav estaba obsesionada con él. ¿Acaso planeaban escribir la Wikipedia de este hombre?—. Y eso que ya es billonario.

—No solo billonario. Es megabillonario. —Emilie tocó un diamante corte marquesa en su brazalete Broderie, una de las acciones involuntarias que la delataban al jugar póker—. Y no es de los que desperdicia el dinero en yates, asientos de oro para el retrete o para financiar protectoras de animales para limpiar su imagen.

Sav los miró con desesperación a través de su espejo compacto.

—¿Creéis que hay alguna forma de conocerlos?

Emilie frunció las cejas.

—Ninguno de los presentes los conoce. ¿Dal? ¿Dallas? ¿Estás escuchando? Es importante.

La única situación grave que había presenciado era la falta de galletas. A regañadientes, clavé la vista en los dos hombres que separaban la multitud de seda y peinados rígidos.

Ambos medían al menos uno noventa. Parecían gigantes intentando entrar en una casa de muñecas. De todos modos, rompían todos los moldes. Sus similitudes terminaban con su altura. Eran polos opuestos. Uno era seda y el otro, cuero.

Suponía que el clon de Ken en la vida real era von Bismarck. Pelo rubio ceniza, mandíbula cuadrada adornada con una barba incipiente; parecía algo que solo podía dibujar un ilustrador de Walt Disney. El príncipe europeo perfecto, con ojos azules escandalosos y estructura romana.

Seda.

El otro era una bestia salvaje que había aprendido modales. Amenaza contenida en un traje marca Kiton. Llevaba el pelo negro como la tinta peinado como un caballero, recortado para someterlo.

Había cuidado hasta el más mínimo detalle. Diseñado de forma intencional para administrar dosis letales directamente al torrente sanguíneo de una mujer. Pómulos marcados, cejas gruesas, pestañas por las que correría el riesgo de ir a la cárcel, y los ojos grises más gélidos que había visto: eran tan claros y helados que decidí que no combinaban con sus facciones italianas bronceadas.

Cuero.

—Romeo Costa. —La voz de Savannah se llenó de anhelo mientras él pasaba a nuestro lado en dirección a la mesa VIP—. Dejaría que me arruinase la vida, tanto como Elon Musk destruyó Twitter.

—Yo dejaría que me hiciera cosas feas. —Emilie jugó con el diamante azul que llevaba colgado del cuello—. No tengo ninguna fantasía en mente, solo aceptaría todo lo que él quisiera.

Era un problema. Ser chicas sureñas vírgenes que iban a la iglesia y leían la Biblia en el siglo veintiuno. Chapel Falls era famoso por dos cosas: 1) sus residentes asquerosamente ricos, la mayoría propietarios de negocios con muchos beneficios. Y 2) ser conservadores arcaicos extremos, dispuestos a encerrar a sus hijas en casa.

Las cosas funcionaban de forma diferente aquí abajo. Supuestamente, las presentes apenas nos habíamos dado un beso antes del matrimonio, a pesar de que todas teníamos más de veintiún años.

Mientras mis amigas, con sus buenos modales, les lanzaban miradas discretas, a mí no me importó mirarlos fijamente. Mientras un anfitrión nervioso los llevaba a su mesa, ellos evaluaban el entorno. Romeo Costa con la distancia insatisfecha de un hombre que cenaba basura en un callejón; y von Birsmarck con diversión cínica y juguetona.

—¿Qué estás haciendo, Dal? ¡Se darán cuenta de que estás mirándolos! —Savannah casi se desmaya. Ellos ni siquiera miraban en nuestra dirección.

—¿Y? —Bostecé y cogí una copa de champán de una bandeja que apareció en mi periferia visual.

Mientras Sav y Emilie cotillearon un poco más, yo caminé entre las mesas cubiertas de dulces importados, champán y bolsas de regalos. Hice las rondas obligatorias, saludé a conocidos y familiares lejanos solo para acceder a las bandejas de catering en el extremo opuesto de la sala. También mantuve un ojo alerta en busca de mi hermana, Franklin.

Frankie estaba en alguna parte, probablemente incendiando la peluca de alguien o perdieron la fortuna familiar en un juego de cartas.

Si a mí me tachaban de perezosa, con falta de ambición y demasiado tiempo libre, ella era la banshee designada en la casa Townsend.

No tenía ni idea de por qué papá había decidido traerla. Apenas tenía diecinueve años y conocer hombres le interesaba tanto como a mí masticar agujas sin esterilizar.

Caminando en mis Louboutins edición limitada (doce centímetros, terciopelo negro y tacones de aguja hechos con perlas y cristales Swarovski), ofrecí sonrisas y lancé besos a todos los que se cruzaban en mi camino hasta que me topé con otro cuerpo.

—¡Dal! —Frankie me abrazó como si no me hubiera visto hacia cuarenta minutos, cuando me había hecho prometer que le guardaría el secreto después de pillarla guardándose botellitas de Clase Azul en el sujetador. Los bordes de las botellitas se me clavaron en los pechos cuando nos abrazamos.

—¿Te lo estás pasando bien? —La enderecé antes de que cayera como una cabra—. ¿Quieres que te traiga un poco de agua? ¿Un analgésico? ¿Una intervención divina?

Frankie olía a sudor. Y a perfume barato. Y a marihuana.

—Estoy bien. —Sacudió una mano, mirando alrededor—. ¿Has visto que ha venido un duque de Maryland?

—Creo que no existe la monarquía en Estados Unidos, hermanita. —Solo porque el apellido de von Bismarck parecía inventado, eso no significaba que fuera de la realeza.

—¿Y su amigo superrico? —Me ignoró—. Es traficante de armas, parece divertido.

Solo en su universo un traficante de armas le parecería entretenido.

—Sí, Sav y Emilie también estaban entusiasmadas, tanto que estaban listas para luchar contra un lince. ¿Los has conocido?

—No. —Frankie arrugó la nariz, todavía mirando el salón de baile, probablemente en busca de quien sea que la haya hecho oler como un bebé en el asiento trasero del coche de un traficante de drogas—. Supongo que quien los invitó quería causar una buena impresión porque su mesa tiene galletas preparadas especialmente por el panadero favorito de la reina muerta. Voló aquí directo desde Surrey. —Esbozó una sonrisa torcida—. Robé uno cuando nadie miraba.

Mi corazón se detuvo. Quería tanto a mi hermana. Pero también quería matarla ahora mismo.

—¿Y no robaste una para mí? —casi grité—. Sabes que nunca he probado una galleta inglesa auténtica. ¿Cuál es tu problema?

—Ah, hay muchas más. —Frankie hundió los dedos en su recogido tenso y se masajeó el cuero cabelludo—. Las personas hacen fila para hablar con esos idiotas como si fueran, no sé, los Windsor. Acércate, preséntate y coge una con disimulo. Hay miles.

—¿De galletas o de personas?

—De ambas.

Giré la cabeza. Tenía razón. Una hilera de invitados esperaba para besar los anillos de esos dos hombres. Dado que estaba dispuesta a rebajarme solo por algo sabroso, avancé hacia el grupo que rodeaba la mesa de Costa y von Bismarck.

—… plan fiscal desastroso que crearía el caos económico…

—Señor Costa, sin duda debe haber una forma de cortar estos gastos, ¿no? No podemos continuar financiando estas guerras…

—… su falta de armas tecnológicas. Llevo tiempo queriendo preguntarlo…

Mientras los hombres de Chapel Falls hablaban con intenciones de generarle un coma a esos dos y las mujeres inclinaban el torso para exhibir su escote, me abrí paso entre la multitud con los ojos puestos en el premio: una fuente de tres pisos con galletas deliciosas. Primero, coloqué una mano de forma casual sobre la mesa. Nada que ver aquí. Luego, me acerqué poco a poco a los dulces ingleses que se encontraban en el centro de la mesa.

Mis dedos rozaron una galleta y una voz afilada se dirigió a mí.

—¿Y tú quién eres?

Era Cuero. O, mejor dicho, Romeo Costa. Estaba reclinado en su silla, mirándome del mismo modo que un cocodrilo del Nilo. Dato curioso: ambos consideraban a los humanos parte habitual de su dieta.

Me incliné con una reverencia.

—Oh, lo siento ¿Dónde han quedado mis modales?

—Sin duda no están en la bandeja de galletas. —Su voz era irónica y desinteresada.

Bueno. Público difícil. Aunque era verdad que había intentado robar sus galletas.

—Soy Dallas Townsend, de la familia Townsend. —Esbocé una sonrisa cálida y le ofrecí la mano para que la besara. Él la miró con repugnancia, ignorando el gesto. Algo totalmente desproporcional a mi supuesto crimen.

—¿Tú eres Dallas Townsend? —Un dejo de decepción atravesó su rostro digno de un dios. Como si hubiera esperado algo muy diferente. El mero hecho de que hubiera esperado algo era ya una suposición rebuscada. No nos movíamos en los mismos círculos. De hecho, estaba noventa y nueve por ciento segura de que este hombre solo se movía en cuadrados. Era un tipo de persona muy vivaz.

—Lo llevo siendo los últimos veintiún años.

Miré las galletas. Tan cerca, pero tan lejos.

—Mis ojos están aquí arriba —replicó Costa.

Von Bismarck rio y cogió la galleta más grande, posiblemente para molestarme.

—Es encantadora, Rom. Una buena mascota.

¿Encantadora? ¿Mascota? ¿De qué hablaba? Con gran reticencia, arrastré mis ojos por el largo de la mesa, lejos de las galletas, y los posé en el rostro de Romeo. Era tan atractivo. Sin ningún rastro de vida en los ojos.

Él inclinó el torso hacia delante.

—¿Estás segura de que eres Dallas Townsend?

Me di unos golpes en el mentón con el índice.

—Mmm, ahora que lo pienso, me gustaría cambiar mi respuesta: soy Hailey Bieber.

—¿Se supone que esto es gracioso?

—¿Se supone que esto es serio?

—Estás siendo muy obtusa.

—Tú has empezado.

Cada rincón de la mesa emitió un grito ahogado. Romeo Costa, sin embargo, parecía más indiferente que ofendido. Reclinó la espalda en el asiento y posó los antebrazos en cada reposabrazos. La postura (y su traje a medida que se amoldaba a la perfección) le daban el aura de un rey estricto con predilección por la guerra.

—Dallas Maryanne Townsend. —Barbara Alwyn-Joy se apresuró a intervenir. La madre de Emilie era chaperona en el evento. Y, al igual que el resto, se tomaba el trabajo con demasiada seriedad—. Debería decirle a tu padre que te saque de este salón de baile en este instante por hablarle así al señor Costa. No nos comportamos así en Chapel Falls.

En Chapel Falls quemarían a cada pelirrojo del pueblo en la hoguera.

Incliné la cabeza con exageración, mientras tocaba con el dedo del pie una galleta redonda sobre el suelo de mármol.

—Lo lamento, señora.

No me arrepentía ni una pizca. Romeo Costa era un imbécil. Tenía suerte de que estuviéramos en público, porque si no me hubiera visto sin filtros. Me giré para irme antes de causar aún más revuelo y que mi padre me cancelara la tarjeta de crédito.

Pero entonces, Costa no pudo evitar hablar de nuevo.

—¿Señorita Townsend?

Bieber para ti.

—¿Sí?

—Es necesaria una disculpa.

Me di la vuelta en mi sitio y lo fulminé con la mirada con cada gramo de furia que pude reunir.

—Estás borracho si crees que me dis…

—Me refería a que yo debería disculparme. —Se puso de pie y abotonó su saco.

Ah. Cientos de ojos rebotaban entre nosotros. No sabía muy bien qué estaba pasando, pero creía que las probabilidades de ponerle las manos encima a las galletas acababan de multiplicarse. Además, necesitaba aprender de su talento para mantener el control y la confianza al máximo incluso mientras pedía disculpas. Siempre me sentía muy impotente al disculparme. Pero Costa trataba las disculpas como una herramienta para catapultarse más alto en la jerarquía humana. Parecía ser de una especie completamente diferente a sus pares.

Crucé los brazos, ignorando todo lo aprendido en las clases de etiqueta, como siempre.

—Claro. Estoy dispuesta a escucharlas.

Él no sonrió. Ni siquiera me miró. En cambio, me atravesó con los ojos.

—Me disculpo por haber dudado de su identidad. Por motivos desinformados, creí que sería… diferente.

En otro momento, le preguntaría quién le había dicho qué, pero necesitaba reducir mis pérdidas y huir antes de que mi lengua me metiera en problemas. Había un motivo por el cual mantenía la boca ocupada masticando el ochenta por ciento del tiempo. Además, no podía mirar a ese hombre sin sentir que mis piernas estaban hechas de gelatina. No me gustaba lo atontada que me hacía sentir. O como mi piel se ruborizaba donde él posaba la mirada.

—No pasa nada. Nos pasa a todos. Disfrute de la velada. —Con eso, regresé rápido a mi mesa.

Por suerte, mi padre estuvo de un humor excelente toda la cena, conversando con sus amigos. Barbara no debía haberlo amenazado en broma con delatarlo, porque poco después del cuarto aperitivo, él me dio permiso para bailar.

Y vaya que bailé. Primero, con David, de la iglesia. Luego, con James, del instituto. Y por último con Harold, que vivía a unas manzanas de casa. Me hicieron dar vueltas, me inclinaron a pocos centímetros del suelo de mármol e incluso me permitieron guiar el baile en algunos valses. Podríamos decir que la velada estaba siendo un éxito. Hasta que Harold inclinó la cabeza cuando nuestra canción terminó y comencé a volver a mi asiento. Porque cuando me giré, Romeo Costa estaba ahí. Como un demonio al que acababan de invocar. A cinco centímetros de mi rostro.

Virgen María, ¿por qué el pecado siempre es tan tentador?

—Señor Costa. —Coloqué la mano sobre mi clavícula expuesta—. Lo siento, pero estoy un poco mareada y cansada. Creo que no voy a…

—Yo guiaré. —Me alzó en el aire, mis pies flotaron sobre el suelo, y comenzó a bailar conmigo sin mi participación.

Hola, bandera roja del tamaño de Texas.

—Por favor, suélteme —pedí, apretando los labios.

Sujetó más fuerte mi cintura, el contorno de sus músculos me engulló.

—Por favor, deja de fingir que eres una dama. He visto a Olivia Wilde actuar de modo más convincente.

Ay. Recuerdo bien haber querido arrancarme los ojos después de ver la película El efecto Lázaro.

—Gracias. —Relajé los músculos para obligarlo a sostener todo mi peso o dejarme caer inerte en el mármol—. La verdad, ser un miembro respetable de la sociedad es agotador.

—Viniste a mi mesa por las galletas, ¿verdad?

Quizás cualquier otra chica lo hubiera negado con vergüenza. Pero la realidad era que me gustaba la idea de que supiera que él no era la atracción principal para mí.

—Sí.

—Estaban deliciosas.

Miré su mesa por encima de su hombro.

—Aún quedan algunas.

—Muy perspicaz, señorita Townsend. —Me hizo girar con la destreza aterradora de un bailarín profesional. No sabía si tenía nauseas porque él se movía demasiado rápido o porque estaba entre sus brazos—. No creo que quiera también una copa de champán para acompañarlas, ¿no? Oliver y yo acabamos de comprar una botella de Cristal Brut Millénium Cuvée.

Esa botella cuesta trece mil dólares. Por supuesto que quería una copa. Intenté imitar su tono desinteresado.

—De hecho, creo que una copa sería el acompañamiento perfecto para las galletas.

Él mantuvo el rostro inexpresivo y frío. Dios, ¿qué era necesario para hacer sonreír a ese hombre?

Apenas era consciente de que nos observaban. Me fijé en que el señor Costa no había bailado con nadie, solo conmigo. Me incomodaba. Savannah y Emilie habían mencionado que él no había asistido en busca de pareja, pero también me habían dicho en la primaria que las vacas marrones daban chocolate con leche.

Me despejé la garganta.

—Hay algo que deberías saber. —Me miró con sus ojos grises como el invierno inglés, su expresión decía que era imposible que existiera algo que yo sabía y él no—. Estoy comprometida, así que buscas conocerme mejor…

—Conocerte es la menor de mis intenciones. —Cuando habló, me fijé en que estaba mascando chicle. Menta, a juzgar por el aroma.

—Gracias a Dios. —Me relajé—. No me gusta decepcionar a los demás. Es una manía, ¿sabes?

No me encantaba la idea de casarme con Madison Licht, pero tampoco la odiaba. Lo conocía de toda la vida. Dado que era el hijo de un amigo de la carrera de mi padre, aparecía durante las vacaciones o en alguna que otra cena. Todo en él era adecuado. Adecuadamente atractivo. Adecuadamente rico. Adecuadamente educado. Sin embargo, toleraba mi excentricidad. Además, los ocho años que me sacaba le daban un aura de hombre culto y experimentado. Habíamos tenido dos citas, donde dejó claro que me permitiría vivir como quisiera. Una rareza entre los matrimonios de conveniencia de Chapel Falls.

Romeo Costa me miraba como si fuera una pila de estiércol a la que alguien había prendido fuego en su puerta y necesitara pisotearme para apagar las llamas.

—¿Cuándo es la boda? —Su voz era una burla envuelta en terciopelo.

—No lo sé. Probablemente cuando me gradúe.

—¿Qué estudias?

—Literatura en Emory.

—¿Cuándo te graduarás?

—Supongo que cuando deje de suspender.

Una sonrisa amarga tocó sus labios, como si reconociera que mi comentario debería entretenerlo.

—¿Te gusta?

—No.

—¿Qué te gusta, además de las galletas? —Parecía seguirme la corriente solo para que no me fuera.

No sabía por qué. Él no parecía disfrutar tanto de mi compañía. Sin embargo, pensé en la respuesta, dado que no tenía que concentrarme en los pasos de baile. Él se ocupaba por los dos.

—Los libros. La lluvia. Las bibliotecas. Conducir sola de noche con música de fondo. Viajar… Más que nada por la gastronomía. Pero los restos históricos no me desagradan.

En Chapel Falls todos creían que era una niña de papá que se pasaba el día quemando la tarjeta de crédito en bolsos de lujo, frecuentando restaurantes elegantes y buscando novelas decentes en el Cinturón Bíblico. Era de conocimiento público que no tenía aspiración alguna.

Pero los rumores no eran ciertos. Tenía un deseo secreto. Un deseo clandestino que, por desgracia, exigía la presencia de un hombre. Lo que más anhelaba era ser madre.

Parecía muy sencillo. Muy accesible. Sin embargo, había pasos indispensables para lograr ese objetivo, y ninguno de ellos parecía posible en el anticuado Chapel Falls.

—Eres muy directa. —No lo dijo como si fuera algo bueno.

—Eres muy curioso. —Dejé que me inclinara, incluso cuando eso nos acercó más—. ¿A ti qué te gusta? —pregunté un segundo después, porque era educado hacerlo.

—Pocas cosas. —Nos hizo girar en círculos rápidos, y pasamos junto a Savannah, que estaba boquiabierta—. El dinero. El poder. La guerra.

—¿La guerra? —repetí, atónita.

—La guerra —confirmó—. Es un negocio lucrativo. Y también constante. Siempre hay alguna guerra en el mundo o países preparándose para ella. Es extraordinario.

—Tal vez para los políticos. No para las personas que la sufren. Los niños aterrorizados. Las muertes, las familias, el dolor de…

—¿Siempre eres tan difícil o te has reservado este discurso de concurso de belleza solo para mí?

Después de quedarme sin palabras por su idiotez, respondí:

—Solo para ti. Espero que te haga sentir especial.

Hizo estallar su chicle. Para nada caballeroso.

—Reúnete conmigo en el jardín de rosas en diez minutos. —Todo el mundo sabía lo que pasaba en el jardín de rosas.

Apreté los labios. ¿Acaso él no había estado presente los últimos cinco minutos?

—Acabo de decirte que estoy comprometida.

—Todavía no estás casada. —Me inclinó de nuevo para corregir la coreografía. Arrogante—. Es tu última celebración antes de casarte. Tu momento de debilidad antes de que sea demasiado tarde para probar algo nuevo.

—Pero… no me caes bien.

—No necesito caerte bien para hacerte sentir bien.

Hice retroceder la cabeza y lo fulminé con la mirada.

—¿Y qué me ofreces?

—Una vía de escape de este evento tan aburrido. —Otro giro. Más dolor de cuello. O tal vez era producto de esta conversación. Él mantuvo la voz baja y firme—. Discreción absoluta garantizada. Diez minutos. Llevaré galletas y champán. Solo necesitas llevar tu presencia. De hecho… —Hizo una pausa, mirándome de arriba abajo—. No me molestaría que dejaras tu personalidad en la mesa. —Con eso, interrumpió el baile en la mitad y me dejó en el suelo.

Mi mente daba vueltas mientras observaba su espalda al retirarse. No entendía qué acababa de pasar. ¿Acababa de ofrecerme sexo sin compromiso? Parecía atónito por nuestra conversación. Pero tal vez siempre era así.

Gélido, reservado e informal.

Parte de mí intentaba convencerme de que debería aceptar lo que me había ofrecido. Aunque sin llegar al final. Conservaría mi virginidad. Pero un par de travesuras en la oscuridad no harían daño a nadie. Tampoco es que Madison estuviera en casa pensando en nuestro futuro.

Sabía con certeza que salía todos los fines de semana y que disfrutaba de amoríos breves con modelos y mujeres de la alta sociedad. Mi amiga Hayleigh vivía en la casa de enfrente y me hablaba de las mujeres que entraban y salían de su condominio.

Es decir, ni siquiera estábamos juntos de verdad. Hablábamos por teléfono una vez al mes para «conocernos mejor», a petición de nuestros padres, pero eso era todo.

Esta propuesta de un hombre como Romeo Costa era algo que solo llegaba una vez en la vida. Debería aprovecharlo. A él. Tal vez podría enseñarme algunos trucos. Algo con lo que impresionar a Madison.

Además… me había prometido galletas.

En cuanto mi padre se giró para hablar con el señor Goldberg, corrí al baño. Apreté el borde del fregadero de piedra caliza salpicado de oro y me miré en el espejo, parpadeando.

Son solo unos besos.

Ya lo has hecho con otros chicos.

Él era tan nuevo, tan maduro, tan sofisticado, que ni siquiera me importaba que fuera malvado. Con sinceridad: el señor Darcy no fue precisamente digno de embelesamiento hasta el último veinte por ciento del libro.

—¿Qué podría pasar? Nada malo —le aseguré a mi reflejo—. Nada.

A mis espaldas, alguien tiró de la cadena. Emilie salió de un cubículo, frunciendo el ceño mientras se lavaba las manos a mi lado.

—¿Te has fumado lo mismo que el camarero le ha dado a tu hermana? —El dorso de su mano jabonosa subió hasta mi frente—. Estás hablando sola.

Esquivé su tacto.

—¿Has conocido a Romeo Costa?

Hizo un mohín.

—Él y von Bismarck son la atracción principal. Siempre están rodeados de miles de personas. Ni siquiera he podido sacarle una foto. Pero te he visto bailando con él. Qué afortunada. Mataría por tener esa oportunidad.

Se me escapó una risita breve e imprudente.

—¿Adónde vas? —preguntó Emilie cuando me giré.

A hacer algo espontáneo.

CAPÍTULO DOS

Dallas

 

 

 

 

No pensé ni una sola vez que esto podía ser un error mientras estaba sentada en el banco de piedra detrás de los rosales. El aliento cálido del verano se aferraba a la noche fresca, el residuo húmedo aplastaba las rosas florecidas. Romeo Costa llegaba tres minutos y treinta y cuatro segundos tarde. Sin embargo, por algún motivo, sabía que vendría. Me mordí el labio para contener una risa. La adrenalina me corría por las venas.

Cuando el crujir de las hojas interrumpió el canto de los grillos y el zumbido lejano de los coches, enderecé la espalda. Las facciones perfectas de Romeo aparecieron, iluminadas por la sombra azulada de la luna. Era incluso más guapo en la oscuridad total. Como si fuera su hábitat natural, como si jugara de local. Fiel a su palabra, llevaba una botella de champán abierta en una mano y un puñado de galletas dentro de una servilleta en la otra.

—¡Mi tesoro! —gruñí con voz de Gollum, extendiendo los dedos. Él me lanzó la mirada aburrida de un hombre acostumbrado a rechazar a las fans antes de ver que había extendido la mano hacia las galletas y no hacia él. Me metí una entera en la boca, incliné la cabeza hacia atrás y gemí—. Qué delicia. Prácticamente saboreo Londres.

—Surrey —corrigió, mirándome como si fuera un jabalí salvaje con el que debía luchar—. ¿Te gusta el sabor de las ruinas antiguas y el estiércol?

—Aguafiestas.

Por motivos ajenos a mi comprensión, parecía no gustarle la idea de pasar tiempo conmigo, aunque había sido idea suya.

—Vayamos a un lugar discreto. —Era más una orden que una sugerencia.

—Nadie nos encontrará aquí. —Sacudí una mano quitándole importancia—. Llevo desde los dieciséis años viniendo a este baile. Conozco cada rincón de este sitio.

Él sacudió la cabeza.

—Algunos camareros vienen aquí a fumar.

Romeo debía querer que lo vieran conmigo tanto como yo quería que me vieran con él. Yo era una tonta chica de pueblo en comparación con su reputación de magnate billonario.

Suspiré y sacudí las migajas de galletas sobre los adoquines.

—De acuerdo. Pero si crees que llegaremos al final, estás muy equivocado.

—No me atrevería a asumir algo así. —Acentuó el oscuro murmullo con la espalda, dirigiéndose hacia el otro lado del patio. Parecía como si estuviera huyendo de mí, en vez de marcar el camino. Lo seguí de todos modos, masticando mi tercera galleta—. ¿Qué te ha hecho venir al jardín de rosas? ¿Los bocadillos o la propuesta?

—Un poco de ambos. —Me lamí los dedos—. Y el hecho de que creo que Madison no me es fi… —Me detuve. No debería hablar mal de mi prometido, aunque no hubiera actuado bien. No estábamos oficialmente juntos. Ni siquiera nos habíamos besado. No estaba celosa. No me importaba para nada saber con quién salía antes de convertirnos en pareja—. La curiosidad mató al gato —dije.

—Tu gato sobrevivirá. Aunque me siento tentado a dejarlo en condiciones no tan prístinas.

¿Mi gato? ¿Se refería a mi va…?

Oh. Dios. Mío. Mi cuerpo, que no pillaba que ambos despreciábamos a los idiotas engreídos, sintió un hormigueo en lugares que normalmente olvidaba que existían.

—Eres un caso terrible —le informé alegremente—. Vas a ser mi error favorito.

Se detuvo en una colina verde y ondulada detrás de la ópera. Parecía bastante apartado, con una pared oscura a nuestra derecha. Romeo me pasó la botella de champán.

—Bebe. —Presionándolo contra mis labios, me bebí una gran parte de la botella.

—No eres un maestro de la seducción, ¿verdad?

Se apoyó contra la pared, con las manos metidas en los bolsillos.

—La seducción es un arte que rara vez tengo que ejercer.

El líquido gaseoso bajó por mi garganta, frío y fresco. Tosí un poco y cedí la botella.

—Qué humilde.

Le dio un trago generoso, con el chicle todavía en la boca.

—¿Eres virgen?

—Sí. —Miré alrededor, de pronto me pregunté si valía la pena. Él era atractivo, pero también un idiota—. ¿Tú?

—Casi.

La pregunta había sido una broma, así que tardé un poco en registrar su respuesta. Incliné la cabeza hacia atrás y reí.

—¿Quién lo diría? Hay sentido del humor debajo de toda esa frialdad.

—¿Has pensado hasta dónde estás dispuesta a llegar? —Me pasó la botella, ya medio vacía.

—¿Puedo decirte cuando parar y ya?

—Por lo poco que te conozco, asumo que no te detendrás hasta no solo haber perdido la virginidad, sino hasta que todas las otras chicas de buena crianza que te rodean también la hayan perdido. Acordemos dejar intacto tu himen. —Alguien necesitaba mejorar la charla sexual.

—Me parece bien. ¿Eres de Nueva York?

—No.

—Entonces ¿de…?

—No hablemos.

Está. Bien. No lo recordaría como un amante amable, pero sin duda era el más atractivo de lejos, así que decidí pasarlo por alto. Nos pasamos la botella hasta vaciarla. Mi cuerpo parecía un cable expuesto, zumbando de expectativa. Por fin dejó la botella en el suelo, se apartó de la pared, sujetó mi mentón entre el pulgar y el índice y me inclinó la cabeza hacia arriba. Mi corazón dio un brinco y se zambulló en el fondo de mi estómago, donde se convirtió en fango.

Por primera vez, sus ojos brillaban con aprobación cálida.

—He conocido agentes de la IRS más agradables que tú. Pero te concederé algo. Es deliciosa, señorita Townsend.

Abrí la boca.

—¿Cómo sabrías si…?

Pero nunca terminé la oración porque escupió el chicle en el césped y me silenció con un beso abrasador. Su boca era tibia y olía a hoguera, perfume caro y menta. Me despojó de toda lógica, me dejó mareada. Su cuerpo era fuerte, rígido y desconocido. Me amoldé a él, envolviéndolo como un pulpo.

Él usó la lengua y separó mis labios. Cuando los abrí, su satisfacción resonó en mi estómago. Me sujetó de la nuca para profundizar el beso. Ahora, su lengua estaba por completo en mi boca, explorando el terreno como si conquistara cada centímetro. Me invadió la frescura de su chicle. Estaba delicioso, aplicaba la presión justa. Y así, sus palabras bruscas y su exterior pétreo se derritieron y se transformaron en pasión, fuego, y una promesa depravada de cosas que no había experimentado nunca.

El punto donde se unían mis piernas latía. Intenté recordar si algo me había generado la misma sensación. La respuesta deprimente fue que no. Era un terreno completamente nuevo. Aguas inexploradas en las que quería zambullirme ya mismo. Gemí en su boca, tirando de la solapa de su chaqueta, mi lengua persiguiendo la suya. No me importaba lo que él pensara de mí. Nunca volvería a verlo.

Mis manos acariciaron sus mangas, apretando el material caro y los músculos de debajo. Era atlético y fornido, pero no parecía robusto. Dios, era precioso. Frío, suave e imperial como el mármol. Como si alguien le hubiera puesto un poco de alma a una estatua romana para hacer que se moviera, pero no lo suficiente para hacerla sentir.

Mientras nos devorábamos mutuamente, me pregunté si podía sentir cada uno de sus abdominales de forma individual. Acaricié su estómago. Pude. No podía esperar a que Frankie lo supiera.

Romeo me empujó contra la pared y envolvió mis rizos oscuros en su puño dos veces, como si fueran las riendas de un caballo. Jaló, inclinó mi cabeza hacia arriba y profundizó nuestro beso. Su erección gigante se clavó en mi muslo, latiendo por el calor y la necesidad. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Vaya, vaya. —Me sujetó más fuerte. Sentí que se abría, los muros a su alrededor se resquebrajaron de modo ínfimo—. Estás hecha para que te corrompan, ¿verdad, Galletita?

¿Acaba de llamarme… Galletita?

—Más. —Apreté su traje. No sabía qué le pedía. Solo sabía que el sabor y la sensación superaba cualquier postre. Y que terminaría en pocos minutos. No podía correr el riesgo de desaparecer demasiado tiempo.

—¿Más qué? —Ya había deslizado la mano hasta la abertura en mi vestido.

—Más… No sé. Tú eres el experto. —Me sujetó del culo. Su índice se deslizó bajo el elástico de mi ropa interior de algodón y me acarició una nalga—. Sí. Sí. Eso. —Interrumpí nuestro beso, mordí su mentón, mi inexperiencia se apoderó del encuentro cuando no pude evitar decir—: Pero por el otro lado. Por delante.

—¿Seguro que quieres que un extraño que previamente te ha dado galletas te meta los dedos?

—Entonces no entres. —Aparté la cabeza para mirarlo con el ceño fruncido—. Ve por el borde… Ya sabes, el marco.

Metió la mano entre mis piernas, cubriéndome con la palma caliente y apretando fuerte.

—Debería follarte ahora mismo para quitarte la rebeldía y esa boca sabelotodo. —Era la primera vez que este hombre inteligente del Atlántico Medio soltaba una grosería, y por alguna razón, sabía que era algo poco común en él.

Arqueando la espalda, me pegué a su mano, en busca de más contacto.

—Mmm. Sí.

Me acarició por encima de la ropa interior, dibujando un óvalo con el dedo alrededor, sin tocar directamente. Tal vez era porque su tacto era apresurado, escurridizo y estaba diseñado para enloquecerme, pero estaba empapada. Qué tortura tan dulce, era maravilloso.

—¿Tu lengua siempre te mete en problemas? —Terminó de besarme y pasó a enloquecerme acariciándome y mirándome con fastidio, sin disimular. Qué hombre tan raro. Muy raro. Pero no lo suficiente para que me alejara de lo que fuera que estuviera pasando entre los dos.

—Siempre. Mi madre dice que, si usara las piernas tanto como la lengua, sería atleta olímp… Ah, me gusta. —Hundió el dedo en mi interior, me rozó el clítoris y luego lo retiró con la misma rapidez con la que había entrado. Para mi horror, oí el ruido que producía la humedad cuando me separó los labios—. Hazlo otra vez. —Murmuré en su cuello, embriagada por su aroma—. Pero hasta el fondo. —Él gruñó, seguido de lo que me pareció que fue un susurro que sonó a «qué desastre». Ey, nadie estaba apuntándole con un arma—. Pero ¿tú te estás divirtiendo? —Empezaba a pensar que se arrepentía. A pesar de mi mareo lujurioso, me fijé en que parecía más molesto que excitado. Es decir, su miembro del largo de una pierna sin duda me indicaba que no sufría, pero le fastidiaba encontrarme atractiva.

—Estoy eufórico. —Su voz estaba llena de sarcasmo.

—Puedes lamerme los pezones si quieres. He escuchado que es excitante. —Me toqué el pecho encorsetado y tiré de la tela.

Su mano se apresuró a sujetar la mía y me cogió la teta.

—Muy generoso por tu parte, pero paso.

—Te juro que son bonitos. —Intenté bajar la prenda para mostrárselo.

Él apretó más fuerte mi mano.

—Me gusta no compartir lo mío. Esconderlo de la vista ajena. Para mi entretenimiento privado.

¿Lo suyo?

De pronto, estaba sobria.

—¿Lo tuyo?

En ese instante, el muro en el que estábamos apoyados cedió. La anfitriona del baile estaba en el podio, sosteniendo el control remoto de los fuegos artificiales. Nosotros también estábamos en el podio. Dios. No era un muro. Era una cortina. Y ahora teníamos a los trescientos invitados delante; todos boquiabiertos, con los ojos abiertos de par en par y más que juzgándonos.

Vi a mi padre de inmediato. En nanosegundos, su piel oliva se volvió pálida, pero sus orejas estaban cada vez más y más rojas. Por fin algunos pensamientos penetraron en mi cerebro cegado por la lujuria. Primero, mi padre sin duda alguna cancelaría todas mis tarjetas, hasta la de la biblioteca. Y, por último, me fijé en lo que todos veían. A mí, en brazos de un hombre que no era mi prometido. Él tenía la mano entre mis piernas, bajo mi vestido. Yo tenía todo el pintalabios corrido, el pelo enmarañado… y supe que le había dado algunos mordiscos cariñosos visibles.

—Amiga. —Era Frankie desde las fauces profundas de la multitud—. Mamá te castigará hasta que cumplas los cuarenta.

La multitud estalló en una conversación entusiasta. El flash de los teléfonos me cegó y me tambaleé hacia atrás mientras apartaba a Romeo Costa. Pero él no lo toleró. El psicópata fingió protegerme y me escondió detrás de él. Su tacto era brusco y frío. Una actuación. ¿Qué estaba pasando?

—… nada respetada por ningún hombre…

—… pobre Madison Licht. Es tan buen chico…

—… siempre ha sido problemática…

—… su estilo es horrible…

Bueno, la última sin duda era mentira.

—Pa-papi. No es lo que parece. —Intenté alisar mi Oscar de la Renta y clavé mi tacón puntiagudo en el pie de Romeo, lo que por fin me libró de su mano.

—Por desgracia, es exactamente lo que parece —replicó Romeo mientras retrocedía más en el escenario y me sujetaba del codo para llevarme con él. ¿Qué demonios hacía? —El secreto ha salido a la luz, mi amor. —¿Su amor? ¿Yo? Exageró al limpiarse la mano que hacía pocos segundos tenía entre mis piernas, sobre mi vestido de diseñador—. Por favor, no insinuéis que mi Dallas ha perdido la reputación. Solo ha cedido a la tentación. Como dijo Oscar Wilde: es traviesa, pero es humana. —Mantuvo la mirada firme. Clavada en los ojos de mi padre.

¿Por qué hablaba como un extra de Downton Abbey? ¿Y por qué ha dicho que he perdido la reputación?

—Debería matarte. —Mi padre, el reputado pastor Townsend, se abrió paso entre los cuerpos para llegar al escenario—. Corrección: te mataré. —El pánico frío se apoderó de mí. No sabía si le hablaba a Romeo, a mí o a los dos.

Tenía las puntas de los dedos tan congeladas que ni siquiera las sentía. Temblaba como una hoja en el viento otoñal.

Esta vez la había cagado pero bien. Ya no se trataba de fracasar siguiendo caminos aleatorios, responderle mal a alguien a quien mis padres le pedían opinión o comerme no tan por accidente el pastel de cumpleaños de Frankie. Había arruinado por completo la buena reputación de mi familia. Había manchado el apellido Townsend y lo había convertido en escombros de rumores y condena eterna.

—Eres Shep, ¿cierto? —Romeo alzó la mano que no estaba a mi alrededor y miró el Patek Philippe que llevaba en la muñeca.

—Señor Townsend para ti. —Llegó al escenario con nosotros—. ¿Qué tienes que decir?

—Veo que hemos llegado a la parte de negociación de la noche. —Costa me miró una vez, como si tratara de decidir cuánto dinero quería apostar por mí—. Sé que Chapel Falls tiene una política de «rompes y pagas» cuando se trata de sus hijas debutantes. —Sus palabras eran latigazos en mi piel, dejaban marcas rojas en cada roce que habían dejado sus manos, él ya no fingía que éramos pareja y hablaba con mi padre como el empresario que era—. Estoy dispuesto a comprar lo que he roto.

¿Por qué hablaba como si yo fuera un florero? ¿Y qué rayos proponía exactamente?

—No estoy rota. —Lo empujé con toda la fuerza que pude. Como respuesta, me sujetó más fuerte—. No soy un producto que comprar.

—Cállate, Dallas. —Mi padre estaba agitado. Una cantidad de sudor que nunca había visto le caía por la sien. Se interpuso entre los dos como si no pudiera confiar en que no fuéramos a empezar a hacer el amor. Y por fin, Romeo me soltó—. No sé qué propone, señor Costa, pero esto no han sido unos simples besos producto del alcohol…

Romeo alzó una mano para detenerlo.

—Sé qué tiene su hija entre las piernas, señor. Y también cómo sabe. —Lamió la yema de su pulgar, sin romper jamás el contacto visual con mi padre—. Puede intentar huir de esto hablando hasta quedarse sin saliva. El mundo entero creerá mi versión. Los dos lo sabemos. Su hija es mía. Ahora lo único que puede hacer es negociar un buen trato.

—¿Qué está pasando? —Barbara se puso de pie en medio de la multitud—. ¿Hay una propuesta de matrimonio?

—Más les vale que la haya —advirtió alguien más.

—Ni siquiera sabía que se conocían —gritó Emilie—. Ella solo hablaba sobre el postre.

La vergüenza me tiñó el rostro. Lo único que me mantenía en pie era la convicción de que nunca permitiría que este hombre horrible ganara. Mi furia era tan intensa, tan tangible, que sentí su sabor amargo en la boca. Cubría cada rincón, me invadía como un veneno negro.

Mi padre bajó la voz al mismo tono de Romeo con todo el odio que poseía.

—Le prometí mi hija a Madison Licht.

—Licht ya no la tocará ni con un palo de seis metros.

—Él lo entenderá.

—¿Sí? —Romeo alzó una ceja—. Dejando de lado el hecho de que todo el mundo ha visto a su prometida con mis dedos bajo su vestido, estoy seguro de que sabe que ambos somos rivales de negocios.

Damas y caballeros, el hombre que aparentemente quiere casarse conmigo. Estaba segura de que Edgar Allan Poe no se estaba revolcando en su tumba, preocupado porque le quitaran el puesto de Gran Poeta.

—Escucha, es mi hija y…

—Vas a dársela a un idiota millonario quien estoy seguro de que la tratará como un mueble barroco. —No había alegría en la voz de Romeo. Tampoco tono triunfal. Dio la noticia como un dios griego malhumorado que decidía el destino de un simple mortal—. No hay ninguna diferencia entre lo que ofrezco yo y lo que Madison Licht haría, a excepción de que pronto mi patrimonio aumentará a veinte billones de dólares y su empresa ni siquiera es pública todavía.

El peso del mundo entero me aplastó cuando entendí dos cosas: 1) Romeo Costa sabía perfectamente quien era yo antes de nuestro primer encuentro. Me había buscado. Me había cautivado. Se había asegurado de captar mi atención. Siempre había sido su objetivo. Después de todo, él mismo lo había dicho: Madison Licht era su enemigo y quería destrozarlo. 2) Romeo Costa era tan bastardo que se casaría conmigo a pesar de que ambos seríamos infelices solo para molestar a mi prometido. Más bien a mi ex prometido.

Avancé con furia y coloqué las palmas sobre el pecho de Romeo.

—No quiero casarme contigo.

—Es mutuo. —Avanzó bajo mi tacto feroz, me cogió la mano izquierda y me quitó el anillo de compromiso de Madison—. Una tradición es una tradición. Lo he tocado; lo he roto. Saluda a tu nuevo prometido. —Romeo miró el anillo entre sus dedos con indiferencia—. Esta cosa apenas vale dieciséis mil dólares. —Lo lanzó a la multitud y algunas chicas nada honorables intentaron atraparlo.

El aire abandonó mis pulmones. Romeo observó a mi padre con rostro inexpresivo, confiando en que, a pesar de mi imprudencia, no me atrevería a desafiar las ordenes patriarcales si mi padre decidía que me case.

No. No, no, no, no, no.

—Papá, por favor. —Corrí hacia él, entrelacé mi brazo con el suyo. Él se apartó, fulminando con la vista sus mocasines, haciendo un esfuerzo por regular su respiración. Me ardían las mejillas por el rechazo, como si me hubiera golpeado. Mi padre nunca había sido tan cruel conmigo. Quería llorar. Y yo nunca lloraba.

El mal tenía rostro. Era de una belleza deslumbrante… y le pertenecía al hombre que acababa de convertirse en mi futuro esposo.

—¿Por qué no conversamos sobre esto lejos de ojos curiosos? —Mi padre miró alrededor, agotado y dolorido. Probablemente le había fastidiado el traje, al igual que mi futuro—. Señor Costa, vaya a mi casa de inmediato.

Romeo Costa me rozó el hombro con el brazo al pasar, sin mirarme.

—Lo has estropeado todo por unas galletas. —Se metió un chicle en la boca mientras su figura imponente descendía del escenario—. Cómo han caído los poderosos.

CAPÍTULO TRES

Ollie vB: @RomeoCosta, ¿cómo te sientes ahora que has protagonizado tu primer escándalo? Bienvenido al club, hijo. Tenemos bocadillos. Y a la familia Kennedy.

Romeo Costa:http://www.dmvpost.org/heredero-Von-Bismarck-atrapado-acaramelado-con-la-esposa-del-gobernador-de-Georgia

Ollie vB: Llámame papi y tal vez te enseñe mis habilidades.

Zach Sun: Romper familias no es una habilidad.

Ollie vB: Díselo a Rom. Acaba de cargarse un compromiso, una reputación y un futuro en menos de diez minutos. El alumno ha superado al maestro.

Ollie vB: [GIF de Shia LeBeouf haciendo una ovación de pie]

Zach Sun: ¿Dónde está Rom?

Ollie vB: En casa de la chica, probablemente prendiéndole fuego a sus recuerdos de la infancia y ahogando a sus mascotas.

Zach Sun: Si tuviera corazón, se me rompería al pensar en la pobre chica.

Ollie vB: A juzgar por la guerra que dio, si hay algo que tiene muchas papeletas para romperse es la moral de nuestro amigo.

CAPÍTULO CUATRO

Romeo

 

 

 

 

Un millón de Dallas Townsend bailaban en mi cerebro, sus tacones puntiagudos apuñalaban cada pliegue. Abrí los ojos con dificultad. La habitación se movía de un lado a otro como si fuera un polizón en un barco que se hundía.

—No deberías haberte terminado la botella de Pappy Van Winkle solo, amigo. —La voz animada de Oliver hablaba desde las profundidades del baño—. Compartir es vivir.

Zach chasqueó la lengua desde lejos.

—Por última vez, von Bismarck, la modelo de Agent Provocateur no quería hacer un trío.

Siseé en la almohada sedosa del Grand Hotel La Perouse, arrepintiéndome de cada decisión que había tomado y me había llevado a este agujero infernal. Alentados por un descubrimiento de última hora, los tres habíamos llegado a Chapel Falls treinta minutos antes del baile.

Estábamos en la suite presidencial, que constaba de cuatro camas. No tanto porque disfrutáramos de la compañía mutua, sino porque la había reservado un idiota, y justo antes del baile. Disfrutar de la miseria ajena era uno de los pequeños placeres de la vida. Uno que solía permitirme con frecuencia.

Oliver entró a la habitación con un cigarro apagado en la boca.

—Necesitabas olvidar el dolor. Borrar el trauma de meterle los dedos a una adolescente delante de las 500 personas más ricas según la revista Fortune. —Se puso un polo—. Por cierto, la cuenta era de cuarenta mil dólares solo por el alcohol y los cigarros. Deberíamos dedicarnos al negocio de organizar bailes. En el mundo hay muchas jóvenes privilegiadas que buscan maridos billonarios.

La idea de volver a perder el tiempo de esa forma me daba nauseas.

—Lo convertirías en un antro de apuestas y engendrarías un par de hijos bastardos antes del primer vals.

Él tomó asiento al borde de mi cama y alzó sus botas de montar.

—Sí a las apuestas. No a los bastardos. Siempre me cubro el arma. Sin guante, no hay amor. —Sabiendo que consideraba a las mujeres una cinta transportadora de agujeros cálidos en los que pasar la noche, dudaba que Oliver estuviera familiarizado con la palabra «amor». Hizo una pausa, moviendo los labios alrededor del cigarro—. No todos tienen la integridad suficiente para llevar a cabo tu método para garantizar que no haya hijos ilegítimos en la línea de sucesión al trono.

Zachary Sun, alto, ágil, un jodido genio y con la capacidad emocional de una roca, entró al cuarto con el portátil bajo el bíceps.

—¿Cuál es el método de Rom?

Había decidido quedarse en el hotel la noche anterior. Su presencia en el baile hubiera sido redundante. La mera idea de que el hijo de la señora Sun contrajera matrimonio con una chica sureña le hubiera provocado un infarto a su madre. Ninguna mujer sería digna de su linaje de millonarios que se remontaba muchas generaciones atrás, hasta la dinastía Zhou.

—Hay un agujero al que nunca entra y es por el que salen los bebés. —Oliver dio la información con una alegría innecesaria.

Zach frunció el ceño, probablemente pensando en mi pasado.

—¿Esto es nuevo o lo haces de siempre?

Compartíamos la misma visión del mundo: que el oxígeno proporcionado por los menguantes bosques de la Tierra era un privilegio desperdiciado por los humanos. En contra de mi buen juicio, había hecho una excepción en mis treinta y un años de vida. Una de la que me arrepentiría. Nadie sabía hasta qué punto.

—Se ha abstenido tanto tiempo que podríamos volver a considerarlo virgen. —Oliver se encogió de hombros en su traje ecuestre—. Por no decir, un perdedor.

Si se suponía que sus palabras debían ofenderme, erró el tiro. Las mujeres no me interesaban.

En realidad, más bien las personas en general.

Zach me observó con asombro y confusión a partes iguales.

—¿Cómo es posible que no supiera eso de ti?

—Seguro que no viste el anuncio que durante tres meses apareció en la portada de The New York Times. —Vacié una botella de agua de un trago y me puse un chicle en la punta de la lengua—. ¿Qué hora es?

—Me alegra que lo preguntes. —Oliver encendió su cigarro y succionó. Una voluta de humo brotó de la punta ámbar—. Es hora de que te recuerde lo que ocurrió anoche. El incidente que te llevó a beberte una botella entera de brandi con la esperanza de morir por coma etílico después de volver de casa de los Townsend.

Encesté la botella en la papelera.

—Es tu momento de brillar. ¿Cómo lo visteis desde fuera?

—No estuvo mal. —Zach dejó el portátil en la mesa que quedaba frente a la cama—. ¿Raro? Sí. ¿Escandaloso? Como correspondía. Pero quedaste como un galán intentando conquistar una chica. Al menos en los vídeos que han invadido todo TikTok y YouTube, y muchos se han hecho virales. Lo llaman «la propuesta del siglo».

Oliver silbó.

—Tienes tu propio hashtag.

Nunca había formado parte de un escándalo, y sin duda no estaba disfrutando de este. Sin embargo, el fin justificaba los medios.

Lo había logrado.

Le había robado la prometida a Madison Licht y me la había apropiado.

El muy cretino siempre terminaba los eventos con una busca fortunas menor de edad que pensaba que podía atraparlo más de una noche. Menuda nuestra sorpresa cuando Oliver lo escuchó hablando del cuerpo deslumbrante de su prometida, su cara perfecta y su cabello frondoso.

Por primera vez en su miserable vida, parecía que no había mentido.

Me froté el mentón.

—Dime que al menos es tan guapa como la recuerdo.

—Exquisita. Un manjar. —Oliver se llevó los dedos a los labios—. La pregunta es: ¿es mayor de edad, Rom?

—Lo es. —Sentí bajo los dedos la marca de unos dientes al borde de mi mentón. La muy loca me había mordido y había dejado marca—. Lleva dos años en la universidad.

O incluso más, si no había exagerado en lo de suspender. No entendía cómo era posible que alguien suspendiera Literatura, pero ese fantasma infernal lo había logrado.

—Zach, cuando te conté que esa mujer estaba furiosa… —Oliver sacudió la cabeza. El humo salió de su nariz como si fuera un dragón demoníaco—. Estuvo a punto de apuñalarlo y matarlo. Creo que lo único que la detuvo fue la probabilidad de avergonzar más a su familia.

Por suerte, Dallas Townsend tenía algún límite. A juzgar por nuestra breve introducción, era el único que tenía. Sería casi imposible encontrar una mujer tan peculiar como ella.

Estaba siempre en movimiento, pasaba de robar comida a hablar como si fuera la estrella de una tertulia. Solo de verla me daban ganas de tragarme cuatro analgésicos con brandi.

De haber conocido su personalidad antes de adquirirla como mi última inversión, hubiera escogido escuchar a ese idiota hablar de ella durante el resto de su patética vida en vez de casarme con ella.

Oliver se golpeó la rodilla, riendo.

—Dio mucha guerra.

—Sin duda tomará represalias cuando os caséis. —Zach escribía en su portátil, involucrado a medias en la conversación—. ¿Qué pasó cuando llegaste a su casa?

Apoyé la espalda en el cabezal de la cama y me masajeé el pie que mi futura esposa había agujereado con su tacón.

—Su padre la envió a su habitación. Luego hicimos un buen trato. Donaré mucho dinero a sus fundaciones los próximos cinco años y le presentaré algunas personas con las que quiere entablar negocios.

¿Y para qué?

Podía contar con una mano la cantidad de veces que vería a Dallas Townsend después de la boda y me sobraban cinco dedos.

—Vale. —Oliver se puso los guantes de cuero y lanzó la colilla del cigarrillo por la ventana—. Por mucho que me encante recordarle a Romeo que se ha arruinado la vida, tengo caballos que ver y mujeres que corromper.

Zach alzó una ceja oscura.

—Cualquiera que sea tan tonta de acabar bajo tus sábanas, créeme que no puede estar más corrompida.

Oliver suspiró.

—Es cierto.

Zach frunció la nariz.

—¿No te aburre?

Mientras que Oliver se enamoraba de todas las mujeres con las que estaba, Zach era incapaz de encontrar alguna que estuviera a la altura de sus estándares irracionales. De hecho, la señora Sun le organizaba citas semanales con herederas de primera de empresas de barcos, minería y software.

El pasatiempo favorito de Zach era rechazarlas por motivos absurdos, como que eran demasiado bonitas, demasiado inteligentes, demasiado ricas, demasiado solidarias y, mi favorita, demasiado parecidas a él.

—Dejaré de buscar sexo cuando muera. —Oliver se puso de pie y se guardó la cartera y el móvil en un bolso de cuero elegante. Frunció el ceño—. Aunque incluso entonces, los gusanos no se salvarán de mi libido. Ahora, si me disculpáis, iré a aprovechar al máximo este agujero de mierda antes de que nos marchemos, y no se me ocurre mejor manera de pasar el tiempo que lejos de vosotros dos.

Con la partida de Oliver en su misión de hacer del mundo un lugar peor, Zach y yo nos miramos. Teníamos mucho en común.

Solo nos motivaba una cosa.

El dinero.

Zach había fundado dos empresas multimillonarias gracias a aplicaciones que él mismo había desarrollado. Mientras tanto, yo ocupaba el cargo de director financiero en la empresa de mi padre, apostando por fondos de inversión de alto riesgo por diversión. Desde que me gradué en el MIT, había triplicado los ingresos de Costa Industries.

Éramos reservados, calculadores, pragmáticos e inalterables ante las expectativas sociales. Nuestros padres nos presionaban para casarnos. Y estarían dispuestos a llegar a cualquier extremo para llevarnos al altar con la futura madre de sus nietos.

Pero nuestras similitudes acababan aquí. A diferencia de Zach, no poseía ni un solo valor en todo el cuerpo. Sin mencionar la integridad, un concepto que encontraba tan mítico como las sirenas. Hacía atrocidades y aun así dormía como un bebé por las noches.

Zach, por otro lado, era bastante decente. No importaba mucho, ya que encontraba difícil tolerar al noventa y nueve por ciento de la población debido a la falta de inteligencia.

—Dime. —Zach no apartó la vista de la pantalla—. ¿Crees que desarrollarás consciencia y liberarás a la pobre chica?

Bajé los pies al suelo, coloqué los codos sobre las rodillas y me apreté los ojos con las palmas.

—No.

—¿Por qué no?

Existían un millón de razones, pero solo importaba una.

—Porque ella era de Madison y él no se merece nada bueno en la vida.

—Entonces ella es algo bueno.

—¿He dicho «bueno»? Quería decir «insufrible».

—Un gran cumplido.

—Insufrible es un cumplido en lo que a ella respecta. Esa mujer podría llevar a un monje al suicido.

—Interesante. —No le resultaba interesante. Nada que no fuera dinero, tecnología y arte le resultaba estimulante en lo más mínimo—. De un modo u otro, es la primera vez que te escucho hablar con pasión sobre una mujer desde Mo…

—No digas su nombre. Además, Dublín y yo solo estaremos casados sobre el papel.

¿Se lo decía a Zach o a mí mismo?

—Con que Dublín, ¿eh? —Apartó la vista de la pantalla solo para mirarme con lástima—. No subestimes el poder del papel. El dinero está hecho de esa mierda.

—Veinticinco por ciento lino. Setenta y cinco por ciento algodón —lo corregí. Aunque él ya lo sabía.

—Entonces estamos hablando de cheques. ¿Qué sabes sobre ella?

No mucho.

Después del día anterior, mi curiosidad no había aumentado lo más mínimo. Seducirla había sido más fácil que robarle un caramelo a un bebé. Irónicamente, creía que sería imposible quitarle un dulce a ella sin perder un brazo en el intento.

—Es preciosa, rebelde y preferiría comerse sus propios ojos antes que casarse conmigo.

Zach me saludó con su botella de electrolitos.

—Haré palomitas.

—No seas tan arrogante. Eres el siguiente en la fila.

—Pero la fila es larga. —Hizo clic con el ratón mientras empezaba a abandonar la conversación por su trabajo—. Y se me da genial hacer tiempo.