Dulces palabras - Susan Mallery - E-Book
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Dulces palabras E-Book

Susan Mallery

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Beschreibung

Claire Keyes nunca había tenido novio, ni siquiera una aventura sentimental. Su carrera musical la había absorbido por completo desde sus tiempos de niña prodigio del piano, alejándola de los amigos y la familia.Cuando su hermana Nicole se puso enferma, Claire decidió hacerse cargo de ella. Recuperar la relación familiar era ahora su prioridad, así como enamorarse o, al menos, experimentar el deseo por primera vez. El atractivo Wyatt podía ayudarla en ese último propósito. Aunque no dejaba de decir que pertenecían a mundos distintos, ardía como el horno de una panadería cuando Claire estaba cerca. Quizá ella pudiera convencerlo para que cayera en su cama… y se quedara en su vida.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2008 Susan Mallery, inc.

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulces palabras, n.º 356 - septiembre 2022

Título original: Sweet Talk

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-054-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Si te ha gustado este libro…

1

 

 

 

 

 

Claire Keyes saltó a responder el teléfono en cuanto sonó. Pensó que era mejor soportar una llamada de su representante que recoger la pila de ropa sucia que había en mitad de su salón.

—¿Diga?

—Hola, eh… ¿Claire? Soy Jesse.

No era su representante, pensó aliviada.

—¿Jesse qué más?

—Tu hermana.

Claire apartó una camisa de una patada y se sentó en el sofá.

—¿Jesse? —susurró—. ¿De verdad eres tú?

—Sorpresa.

La palabra sorpresa no servía para describir aquello. Claire llevaba años sin hablar con su hermana pequeña. No la había visto desde el funeral de su padre, cuando había intentado ponerse en contacto con toda la familia que le quedaba. Entonces le habían dicho que no era bienvenida, que nunca sería bienvenida, y que si la atropellaba un autobús, ni Jesse ni Nicole, su hermana melliza, se molestarían en llamar para pedir ayuda.

Claire recordaba que se había quedado tan aturdida por aquel ataque verbal que se le había cortado la respiración. Se había sentido como si le hubieran dado una paliza y la hubieran dejado tirada en una cuneta. Jesse y Nicole eran su familia. ¿Cómo podían rechazarla así?

Sin saber qué hacer, se había marchado de su ciudad y no había vuelto nunca. Eso había sucedido siete años atrás.

—Bueno —dijo Jesse con una alegría que parecía forzada—, ¿qué tal estás?

Claire sacudió la cabeza, intentando aclarársela, y miró el apartamento desordenado. Había ropa sucia apilada en el salón, maletas abiertas junto al piano, un montón de cartas al que no quería enfrentarse, y una representante que estaba dispuesta a despellejarla viva para conseguir lo que quería de ella.

—Estoy muy bien —mintió—. ¿Y tú?

—De maravilla, pero ahí está la cosa: Nicole no.

Claire agarró con fuerza el auricular.

—¿Qué le ocurre?

—Nada… todavía. Va a tener que operarse. La vesícula. Tiene algo raro en la colocación, o algo así. No me acuerdo. De todos modos, no pueden hacerle la operación fácil de las incisiones diminutas. La lapa…

—Laparoscopia —murmuró Claire distraídamente mirando el reloj. Faltaba media hora para su clase.

—Ésa. En vez de ésa, van a tener que abrirla como a una sandía, lo que significa que tardará en recuperarse. Y con la panadería y todo eso, hay un problema. La ayudaría yo, pero no puedo en este momento. Las cosas son… complicadas. Así que estuvimos hablando, y Nicole se preguntaba si te gustaría volver a casa y tomar las riendas. Te lo agradecería mucho.

«A casa», pensó Claire con melancolía. Podría ir a casa, de vuelta a la casa que apenas recordaba, pero que siempre estaba en sus sueños.

—Creía que Nicole y tú me odiabais —susurró, con miedo de tener esperanzas.

—Antes estábamos disgustadas. La muerte de papá fue un momento muy lleno de emociones. En serio, llevamos hablando de ponernos en contacto contigo desde hace tiempo. Nicole te habría… eh… llamado, pero no se encuentra bien, y tenía miedo de que le dijeras que no. No está en condiciones de enfrentarse a eso ahora.

Claire se puso en pie.

—Yo nunca diría que no. Claro que iré a casa. Sois mi familia, las dos.

—Muy bien. ¿Cuándo puedes estar aquí?

Claire miró a su alrededor, el desastre que era su vida, y pensó en las llamadas furiosas de Lisa, su representante. También estaba la clase a la que tenía que asistir, y las que tenía que impartir a finales de semana.

—Mañana —dijo con firmeza—. Puedo estar allí mañana.

 

 

—Pégame un tiro ahora —dijo Nicole Keyes, mientras limpiaba la encimera de la cocina—. Lo digo en serio, Wyatt. Debes de tener un arma, hazlo. Yo escribiré una carta diciendo que no es culpa tuya.

—Lo siento. Nada de armas en mi casa.

En la suya tampoco, pensó ella con desánimo, y tiró la bayeta al fregadero.

—No podía haber peor momento para esta estúpida operación. Me han dicho que no podré trabajar hasta dentro de seis semanas. Seis. La panadería no se lleva sola… y no te atrevas a decir que le pida ayuda a Jesse. Lo digo en serio, Wyatt.

El que pronto iba a ser su ex cuñado alzó ambas manos.

—No diré una palabra. Lo juro.

Ella lo creía. No porque pensara que le asustaba, sino porque sabía que, aunque algo de su dolor provenía de su vesícula inflamada, la mayor parte era consecuencia de la traición de su hermana Jesse.

—Lo odio. Odio que mi cuerpo me falle de esta manera. ¿Qué le he hecho yo?

Wyatt sacó una silla de la mesa.

—Siéntate. Disgustarte no te a ayudará.

—Eso no lo sabes.

—Lo supongo.

Se dejó caer en la silla porque era más fácil que discutir. Algunas veces, como en aquel momento, se preguntaba si le quedaban fuerzas para luchar.

—¿Qué es lo que se me olvida? Creo que lo he hecho todo. Sabes que no podré cuidar a Amy durante un tiempo, ¿verdad?

Amy era la hija de ocho años de Wyatt. Nicole la cuidaba unas cuantas tardes a la semana.

Wyatt se inclinó hacia delante y le puso una mano sobre el brazo.

—Relájate —le dijo—. No has olvidado nada. Yo iré a echar un vistazo a la panadería cada dos días. Tienes a buena gente trabajando para ti. Te quieren, y son leales. Todo irá bien. Volverás a casa al cabo de pocos días y empezarás a curarte.

Sabía que él se refería a algo más que a la operación. También estaba el asunto del que pronto sería su ex marido.

En vez de pensar en aquel desgraciado de Drew, miró la mano que Wyatt había posado en su brazo. Tenía las manos grandes, con cicatrices, encallecidas. Era un hombre que sabía lo que era trabajar. Honrado, guapo, divertido.

Lo miró a los ojos.

—¿Por qué no me enamoré de ti?

Él sonrió.

—Lo mismo digo, nena.

Habrían estado tan bien juntos… Ojalá hubiera una pizca de química.

—Deberíamos haberlo intentado más —murmuró ella—. Deberíamos habernos acostado.

—Piénsalo un segundo —le dijo Wyatt—. Dime si te excita la idea.

—No puedo.

Sinceramente, el pensar tener relaciones sexuales con Wyatt la ponía nerviosa, y no de un modo agradable. Era como un hermano. Ojalá el hermanastro de Wyatt, Drew, le hubiera causado la misma sensación.

Por desgracia, con él todo eran fuegos artificiales. De los que quemaban.

Se echó hacia atrás y observó a Wyatt.

—Bueno, ya está bien de hablar de mí. Tú deberías casarte otra vez.

Él tomó su taza de café.

—No, gracias.

—Amy necesita una madre.

—Pero no tanto.

—Hay mujeres estupendas ahí fuera.

—Dime una que no seas tú.

Nicole reflexionó durante un minuto, y después suspiró.

—¿Puedo decírtelo luego?

 

 

Claire llegó al aeropuerto SeaTac por la tarde, pronto, sintiéndose muy lista por haber organizado ella misma todo su viaje. Incluso había alquilado un coche, ella sola. En circunstancias normales, habría recurrido a un taxi, pero tendría que ir y volver del hospital, y después, a la panadería. Y Nicole necesitaría que hiciera recados. Tenía sentido disponer de un coche.

Después de luchar para sacar sus dos enormes maletas de la cinta transportadora, tomó una en cada mano y las arrastró hacia la escalera mecánica. Cuando llegó a la oficina de Hertz, tenía la respiración entrecortada y lamentaba haberse puesto aquel abrigo de lana tan largo. El sudor le caía por la espalda, y el jersey de cachemir se le pegaba al cuerpo.

Esperó en la cola, emocionada por estar allí, nerviosa y decidida a hacer todo lo necesario para recuperar la relación con sus hermanas. Le estaban dando una segunda oportunidad, y no iba a estropearlo.

La mujer del mostrador le hizo una seña para que se acercara. Claire obedeció, arrastrando las dos maletas.

—Hola. Tengo una reserva.

—¿Nombre?

—Claire Keyes.

Claire le entregó el carné de conducir y su tarjeta de crédito platino.

La mujer examinó el carné.

—¿Tiene seguro, o quiere contratar uno para el coche?

—Desearía contratar el suyo.

Era más fácil que explicar que no tenía coche y que, en realidad, nunca lo había tenido. La única razón por la que tenía carné de conducir era que se había empeñado en tomar clases cuando cumplió los dieciocho años, y que había estudiado y practicado hasta aprobar el examen.

—¿Multas o accidentes? —preguntó la mujer.

Claire sonrió.

—Ninguno.

Para eso habría tenido que conducir de verdad. Algo que no había hecho más que una o dos veces en los últimos años.

Firmó un par de impresos y después la mujer le devolvió el carné y la tarjeta de crédito.

—Número sesenta y ocho. Es un Malibú. Dijo que quería un tamaño mediano. Puedo ofrecerle algo más grande, si quiere.

Claire parpadeó.

—¿Número sesenta y ocho qué?

—Su coche. Está en la plaza sesenta y ocho. Las llaves están puestas.

—Oh, gracias. No, no quiero más grande.

—Muy bien. ¿Quiere un mapa?

—Sí, por favor.

Claire se guardó el mapa en el bolso y arrastró las maletas fuera de la estructura de cristal. Pasó por delante de las filas de coches, encontró el número sesenta y ocho y se quedó mirando el Malibú plateado.

Tenía cuatro puertas, y era enorme. Ella tragó saliva. ¿Iba a conducir de verdad? Aquélla era una pregunta para más tarde. Primero tenía que salir del aparcamiento.

El desafío número uno fue meter el equipaje al maletero. No había manera de abrirlo. Ni botones, ni tiradores. Empujó y tiró, pero el maletero no se abrió. Al final, se rindió. Metió las dos maletas en el asiento trasero y se sentó al volante.

Tardó un par de minutos en mover el asiento para llegar a los pedales. Metió la llave en el arranque y la giró. El motor se puso en marcha inmediatamente. Con cuidado, ajustó los espejos, y después respiró profundamente. Estaba prácticamente en marcha.

Después encendió el sistema de GPS y apretó los botones del idioma, pasando por el holandés, el japonés y el francés, hasta que una voz femenina la saludó en inglés.

Introdujo la dirección de la panadería. Se le había olvidado preguntarle a Jesse el nombre del hospital donde iba a operarse Nicole, así que le pareció que el mejor sitio para comenzar era la panadería. Finalmente, se preparó para salir del aparcamiento.

Tenía un nudo en la garganta. Lo ignoró, además de ignorar el cosquilleo que notaba en la espalda y que se le estaba extendiendo por todo el cuerpo.

«Ahora no», pensó frenéticamente. «Ahora no». Podría sentir pánico después, cuando no estuviera a punto de conducir.

Cerró los ojos y respiró hondo, se imaginó a su hermana en la cama del hospital, necesitada de ayuda. Allí era donde tenía que estar ella. Con Nicole.

La sensación de pánico se mitigó un poco. Abrió los ojos y comenzó el viaje.

El aparcamiento parecía oscuro y cerrado. Afortunadamente, no había más coches en la fila delantera, así que tendría espacio extra para girar cuando saliera.

Lenta y cuidadosamente, puso en marcha el coche, y el vehículo comenzó a moverse al instante. Clavó el pie en el freno, y el coche dio un tirón. Soltó el freno, y el coche se movió de nuevo. Moviéndose centímetro a centímetro, consiguió sacarlo de su sitio. Quince minutos después había salido del aparcamiento y estaba en la carretera.

—A trescientos metros, manténgase a la derecha. I-5 está a la derecha.

La voz del GPS era muy autoritaria, como si ella no tuviera la más mínima idea de conducir en general, ni de a dónde iba en particular.

—¿I-5 qué? —preguntó Claire, antes de ver la señal que indicaba la entrada a la autopista I-5. Entonces, dio un grito—. No puedo salir a la autopista —le dijo al GPS—. Tenemos que seguir por las calles.

Hubo un tilín.

—Manténgase a la derecha.

—Pero si no quiero.

Miró a su alrededor frenéticamente, pero no había otro modo de seguir. La carretera en la que estaba se dirigía a la autopista. No podía girar a la izquierda, porque había demasiados coches en su camino. Coches que, de repente, comenzaron a moverse muy deprisa.

Claire agarró el volante con ambas manos, con el cuerpo rígido y la mente llena de imágenes de accidentes.

—Puedo hacerlo —se dijo—. Puedo.

Pisó un poco más el acelerador, hasta que alcanzó los setenta y cinco kilómetros por hora. Aquello era suficiente velocidad, ¿no? ¿Quién necesitaba ir más rápido?

Un camión enorme apareció tras ella y le dio un bocinazo. Claire pegó un respingo. Había muchos coches tras ella, acercándose a gran velocidad. Estaba tan ocupada intentando no asustarse por los coches que pasaban a su alrededor que se olvidó de su destino, hasta que el sistema de GPS le recordó:

—I-5 norte está a la derecha.

—¿Qué? ¿Qué derecha? ¿Quiero ir hacia el norte?

Y de pronto la carretera dio un giro, y ella se vio girando también. Quería cerrar los ojos, pero sabía que aquello sería malo. Comenzó a sudar de miedo. Quería quitarse el abrigo, pero no podía; tenía el volante agarrado con tanta fuerza que le dolían los dedos.

Estaba haciendo aquello por Nicole, se recordó. Por su hermana. Por su familia.

Su carril desembocaba en la I-5. Sin bajar de setenta y cinco kilómetros por hora, Claire se puso en el carril de la derecha y se juró que iba a quedarse allí hasta que tuviera que salir de la autopista.

Cuando por fin salió, justo al norte del distrito de la universidad, estaba temblando. Odiaba conducir. Lo odiaba. Los coches eran horribles y los conductores eran unos groseros, gente mala que le gritaba. Sin embargo, lo había conseguido, y eso era lo importante.

Siguió las indicaciones del GPS y consiguió aparcar en el aparcamiento más cercano a la panadería. Apagó el motor, apoyó la frente en el volante y respiró profundamente.

Cuando logró calmarse, se irguió y miró el edificio que había frente a ella.

La panadería Keyes llevaba en el mismo lugar los ochenta de su existencia. Al principio, sus bisabuelos tenían alquilado sólo la mitad del edificio. Con el tiempo, el negocio había crecido. Habían comprado el edificio completo sesenta años atrás.

Había dos escaparates llenos de bollería, tartas, bizcochos y panes con sus respectivos letreros. Y sobre la puerta había un letrero enorme que anunciaba la Panadería Keyes, la panadería con la mejor tarta de chocolate del mundo.

La tarta, de varias capas de chocolate, había sido alabada por la realeza y los presidentes, servida por las novias en sus bodas y exigida por artistas y famosos como requisito imprescindible en sus platós de rodaje y entre bastidores. Estaba hecha de millones de calorías de harina, azúcar, mantequilla, chocolate y un ingrediente secreto que pasaba de generación en generación de la familia. Ni siquiera Claire sabía cuál era. Sin embargo, lo sabría. Nicole se lo diría enseguida.

Salió del coche, tomó el bolso y cerró la puerta del conductor. Respiró profundamente otra vez y se puso en camino hacia la panadería.

Era mediodía, y todo estaba relativamente tranquilo. Había dos señoras sentadas en la mesa del rincón, tomando un café con bollos. Entre sus sillas había dos carritos de niño. Claire les sonrió mientras marchaba hacia el mostrador. La dependienta, una adolescente, la miró.

—¿Puedo ayudarla en algo?

—Sí. Eso espero. Soy Claire. Claire Keyes.

La adolescente, una morena regordeta de enormes ojos marrones, suspiró.

—Muy bien. ¿Qué desea? El pan de ajo y romero acaba de salir del horno.

Claire sonrió esperanzadamente.

—Soy Claire Keyes —repitió.

—Ya lo he oído.

Claire señaló el letrero que había en la pared.

—Keyes. Soy la hermana de Nicole.

La adolescente abrió unos ojos como platos.

—Dios mío, no. ¿Es usted de verdad, la pianista?

Claire se estremeció.

—Soy concertista.

Solista, pero ¿para qué detenerse en sutilezas?

—He venido por la operación de Nicole. Jesse me llamó y me pidió que…

—¿Jesse? —la voz de la chica chirrió—. No. ¿Lo dice en serio? ¡Oh, Dios mío! No puedo creerlo —dijo, y dio un paso atrás—. Nicole la va a matar, si es que no lo ha hecho ya. Yo… —alzó una mano—. Espere aquí, ¿de acuerdo? Ahora mismo vuelvo.

Antes de que Claire pudiera decir nada, la chica salió corriendo hacia la puerta trasera.

Claire se colocó el bolso en el hombro y miró lo que había dentro de las vitrinas de cristal. Había varias tartas, un par de bizcochos y rebanadas de pan. Le rugió el estómago, y recordó que no había comido en todo el día. Estaba muy nerviosa en el avión como para tomar algo.

Quizá pudiera llevarse un poco de aquel pan de ajo y romero y después pasar por el supermercado para…

—¿Qué demonios está haciendo aquí?

Claire miró al hombre que caminaba hacia ella. Era corpulento y de aspecto duro, de piel bronceada y con un cuerpo que daba a entender que o hacía trabajo manual o pasaba demasiado tiempo en el gimnasio. Claire hizo lo posible por no arrugar la nariz al ver su camisa de cuadros y sus vaqueros desgastados.

—Soy Claire Keyes —dijo.

—Sé quién es usted. Le he preguntado qué hace aquí.

—En realidad me ha preguntado qué demonios estoy haciendo aquí. Hay una diferencia.

Él entrecerró los ojos.

—¿Qué diferencia?

—Una pregunta denota interés en la respuesta, y la otra me hace saber que lo estoy molestando. No le importa qué hago aquí, sólo quiere darme a entender que no soy bienvenida. Lo cual es extraño, teniendo en cuenta que no me conoce.

—Soy amigo de Nicole. No necesito conocerla para saber todo lo que tengo que saber de usted.

Ay. Claire no entendía nada. Si Nicole todavía estaba enfadada con ella, ¿por qué la había llamado Jesse y le había dicho lo contrario?

—¿Quién es usted?

—Wyatt Knight. Nicole está casada con mi hermanastro.

¿Nicole se había casado? ¿Cuándo? ¿Con quién?

Sintió una gran tristeza. Su propia hermana ni siquiera se había molestado en decírselo, ni en invitarla a la boda. ¿Hasta qué punto era patético todo aquello?

La emoción se reflejó en el rostro de Claire Keyes. Wyatt no se molestó en analizarlo. Las mujeres y sus sentimientos eran un misterio que un hombre mortal debía dejar sin resolver. Intentar descifrar la mente femenina podía llevar a un hombre a la bebida, y después matarlo.

La observó atentamente, en busca de parecidos con Nicole y Jesse. Era rubia, alta y esbelta. Sus ojos, quizá, pensó al ver que los tenía azules. Quizá la forma de la boca. El color del pelo… más o menos. Nicole sólo era rubia. Claire tenía el pelo de una docena de matices diferentes, y brillante.

Sin embargo, lo demás era distinto. Nicole era su amiga, alguien a quien conocía desde muchos años atrás. Una mujer guapa, pero normal. Claire iba vestida de blanco de pies a cabeza. Incluso su abrigo era blanco. Llevaba unas botas y un bolso color beige. Era como una princesa de hielo…, una princesa malvada.

—Me gustaría ver a mi hermana —dijo Claire con firmeza—. Sé que está en el hospital, pero no sé en cuál.

—No voy a decírselo. No sé para qué ha venido, señorita, pero sí puedo decirle que Nicole no quiere verla.

—No es eso lo que tengo entendido.

—¿Con quién ha hablado?

—Con Jesse. Me dijo que Nicole iba a necesitar ayuda después de la operación. Me llamó ayer, y he tomado un avión esta mañana. No voy a marcharme, señor Knight, y no puede obligarme. Voy a ver a mi hermana. Si prefiere no darme la información, llamaré a todos los hospitales de Seattle hasta que la encuentre. Nicole es mi familia.

—¿Desde cuándo? —murmuró él. Había reconocido el ángulo de obstinación de su barbilla y la decisión de su voz. Las mellizas tenían aquello en común.

¿Por qué lo había hecho Jesse, para causar más problemas? ¿O acaso estaba intentando arreglar una situación desesperada? La verdad era que Nicole iba a necesitar ayuda, y no quería pedirla. Él haría todo lo que pudiera, pero también tenía que llevar su negocio y cuidar a Amy. Nicole no iba a querer que Drew apareciera por allí, suponiendo que el vago de su hermano no se hubiera escondido ya en alguna parte. Jesse era una opción todavía peor, lo cual dejaba disponible exactamente a… nadie.

¿Por qué tenía que tomar él aquella decisión? Soltó una imprecación entre dientes.

—¿Dónde se va a alojar?

—En la casa, naturalmente.

—Muy bien. Quédese allí. Nicole saldrá del hospital dentro de un par de días. Podrá hablar de esto con ella cuando vuelva.

—No voy a esperar dos días para verla.

Egoísta, caprichosa, narcisista. Wyatt recordó la lista de quejas que Nicole tenía sobre su hermana. Y en aquel momento, todas tenían sentido para él.

—Escuche —dijo—, puede esperar en la casa o volver a París, o al lugar en el que viva.

—Nueva York —dijo Claire en voz baja—. Vivo en Nueva York.

—Donde sea. Lo que quiero decir es que no va a ver a Nicole hasta que haya tenido un par de días para recuperarse, aunque yo tenga que hacer guardia en la puerta de su habitación. ¿Entendido? Ya está sufriendo lo suficiente ahora, después de la operación, como para tener que soportar más molestias.

2

 

 

 

 

 

Claire se desinfló como un globo pinchado y Wyatt se quedó con la sensación de ser un idiota. Se dijo que ella sólo estaba actuando, que había nacido para engañar a la gente y que había perfeccionado su técnica a medida que se había hecho mayor. Según decía, su hermana le importaba mucho; entonces, ¿por qué no había aparecido nunca, durante todos los años que habían pasado desde que él conocía a Nicole? Ni en sus cumpleaños, ni en la maldita boda. Se había perdido también la graduación del instituto de Jesse. Se le daba bien hacerse la víctima, eso era todo, y él no iba a permitir que lo atrapara en su juego.

Justo cuando creía que iba a darse la vuelta y a marcharse, ella irguió los hombros, alzó la barbilla y lo miró a los ojos.

—Me ha llamado mi hermana.

—Eso dice usted.

—No me cree…

—No me importa tanto como para pensarlo.

Ella ladeó la cabeza, y aquel pelo largo y brillante le cayó sobre un hombro.

—Es usted un buen amigo para Nicole. Espero que ella sepa apreciarlo.

Así que había pasado al halago. Probablemente, aquél era un plan efectivo para alguien que no estuviera sobre aviso.

—Me ha llamado Jesse —continuó ella—. Me contó lo de la operación. Se dará cuenta de que es cierto, porque, de otro modo, ¿cómo iba a saberlo? Jesse también me dijo que Nicole necesitaba que yo la ayudara después y que se alegra de que yo venga. Y yo me siento más inclinada a creerla a ella que a usted.

—Yo puedo decirle que, veinte minutos antes de la operación, Nicole no sabía nada de que usted fuera aparecer. Créame, me lo habría dicho.

Claire frunció el ceño ligeramente.

—Eso no tiene sentido. ¿Por qué iba a mentir Jesse? ¿Y por qué iba a mentir usted?

—Yo no miento.

Parecía que estaba verdaderamente confusa, y él estuvo a punto de creerla. Aquella situación era un enredo, y tenía la firma de Jesse. La cuestión era, ¿por qué lo había hecho la chica? ¿Para empeorar la situación, o porque de veras quería ayudar a Nicole? Con Jesse no era fácil de saber.

—Voy a quedarme —dijo Claire—, mejor que lo sepa. Voy a quedarme, voy a ir al hospital y…

—No.

—Pero yo…

—No.

Ella lo miró.

—Es usted muy decidido.

—Protejo a los míos.

En los ojos de Claire se reflejó algo triste que él no quiso identificar.

—Muy bien. Esperaré en la casa hasta que Nicole vuelva del hospital —dijo ella por fin—. Después, mi hermana y yo resolveremos lo que está sucediendo.

—Sería mejor que volviera a Nueva York.

—Yo no me limito a lo fácil, nunca lo he hecho. Supongo que tengo una profesión arriesgada.

Él no tenía ni idea de sobre qué estaba hablando. ¿Acaso pensaba que alguien podía creerse que tocar el piano para un puñado de ricos en Europa era arriesgado?

Se encogió de hombros. No podía obligar a desaparecer a la hermana de Nicole. Siempre y cuando no intentara molestar a Nicole en el hospital, él se mantendría al margen.

—¿Nicole volverá a casa dentro de un par de días? —preguntó Claire.

—Más o menos.

Ella sonrió.

—Parece que está empeñado en ocultarme la información, señor Knight, pero como voy a vivir en la misma casa, será difícil que Nicole no sepa que he vuelto.

—Como quiera.

La sonrisa se borró de los labios de Claire.

—No le caigo muy bien.

Él no se molestó en responder.

—Ni siquiera me conoce —continuó ella—. No es justo.

—Sé lo suficiente.

Claire se puso rígida, como si aquello hubiera sido un golpe fuerte. Egoísta y sensible, pensó él con tristeza. Vaya combinación.

Ella se dio la vuelta y salió de la panadería. Wyatt la siguió para comprobar que se subía al coche y se alejaba. Miró hacia el aparcamiento, pensando que iba a encontrarse con una limusina o un Mercedes. Sin embargo, Claire llevaba un coche de alquiler de tamaño mediano, de cuatro puertas, con el equipaje en el asiento trasero.

—Ha traído tanta ropa —dijo sin poder contenerse— que ni siquiera le cabe en el maletero.

Ella se detuvo y lo miró.

—No. Sólo he traído esas maletas.

—¿Y qué tiene en contra del maletero? ¿Es que le da miedo romperse una uña?

—Me dedico a tocar el piano, así que no llevo las uñas largas —dijo Claire, y se irguió de nuevo, como si quisiera prepararse—. Y como ya le he dicho, vivo en Nueva York, donde no tengo coche. No sabía cómo abrir el maletero.

Wyatt entendió por qué se había preparado. Estaba esperando que él le lanzara otro ataque. Se le ocurrieron cientos de respuestas. ¿Quién no sabía abrir el maletero de un coche? Incluso su hija de ocho años sabía hacerlo.

Lo que le impidió decirle eso y más fue el hecho de que ella estuviera esperando el golpe y que, incluso sabiendo que no le caía bien, hubiera revelado un punto débil. A Wyatt no le importaba ser malicioso, pero no era un matón.

Se acercó a ella, le quitó las llaves de la mano y señaló el llavero.

—¿Nunca había visto uno de estos? Los dibujitos le indican lo que hace cada botón.

Apretó uno y abrió el maletero.

Claire sonrió.

—¿En serio? ¿Eso es todo? —se acercó y miró el amplio espacio—. Es enorme. Podía haber traído más maletas. ¿Hay más botones?

Ella estaba entusiasmada a un nivel que no se merecía un llavero.

—No sale mucho, ¿verdad?

Su sonrisa se hizo más amplia.

—Incluso menos de lo que usted piensa.

—Cierre de puertas, apertura de puertas, botón del pánico.

—Es genial.

Era como un niño con un juguete nuevo. Tenía que estar tomándole el pelo.

—Gracias —le dijo ella—. En serio, me sentía como una tonta en el aparcamiento de la oficina de alquiler, mirando el coche como si no supiera qué hacer —añadió, y arrugó la nariz—. Ojalá conducir hasta aquí hubiera sido tan fácil. ¿Es que la gente tiene que ir obligatoriamente tan deprisa?

Wyatt no sabía qué pensar. Por los pocos comentarios que Nicole hacía sobre su hermana, era consciente de que no debía confiar en ella. Sin embargo, aunque era tan inútil como decía Nicole, aquella mujer no era tan fría ni tan distante.

De todos modos, aquél no era su problema.

Le devolvió las llaves. Ésta las tomó y, durante un segundo, quizá dos, se tocaron. Sus dedos rozaron la palma de la mano de Claire. Nada de importancia. Excepto por la súbita llamarada.

Dios santo, pensó Wyatt; apartó la mano y se la metió rápidamente al bolsillo. No, no, ella no. Dios, cualquiera menos ella.

Claire seguía parloteando, seguramente, dándole las gracias. Él no la escuchaba. Se estaba preguntando por qué, de todas las mujeres del mundo, tenía que sentir una atracción sexual ardiente por aquélla precisamente.

 

 

La suave voz femenina del GPS condujo a Claire hacia la casa en la que había pasado los seis primeros años de su vida. Encontró un sitio para aparcar en la calle delantera y apagó el motor. Salió del coche y cerró la puerta con el llavero. Con un sentimiento tonto de orgullo por haberlo conseguido, dio la vuelta a la casa y encontró la llave en el lugar que le había indicado Jesse. Abrió la puerta trasera y entró.

Llevaba años sin pisar esa casa. Casi doce, pensó, recordando la única noche que había pasado bajo aquel techo después de la muerte de su madre. Una noche en la que Jesse la había observado como si fuera una extraña mientras Nicole la miraba con odio. Su hermana melliza no se había conformado con comunicárselo en silencio. A sus dieciséis años, no le había importado nada decirle lo que pensaba.

—Tú la has matado —le gritó—. Te la llevaste y ahora la has matado. Nunca te lo perdonaré. Te odio. Te odio.

Lisa, la representante de Claire, se la había llevado entonces. Se habían alojado en una suite del Cuatro Estaciones hasta después del funeral. Desde allí habían ido directamente a París. Primavera en París, le había dicho Lisa. La belleza de aquella ciudad la curaría.

No había sucedido así. Sólo el tiempo había podido curarle las heridas, pero las cicatrices habían quedado para siempre. Primavera en París. Siempre que oía aquella canción, se acordaba de la muerte de su madre, y de Nicole gritándole.

Claire apartó todos aquellos recuerdos de su mente y entró en la cocina. Estaba diferente; era más moderna y más grande. Parecía que Nicole había reformado la casa o, al menos, algunas partes. Continuó por las escaleras y se encontró con que varias de las habitaciones pequeñas se habían transformado en un espacio más amplio. Había un gran salón con muebles cómodos, colores cálidos y un armario contra la pared, que ocultaba una televisión de pantalla plana y otros aparatos electrónicos. El comedor estaba igual. El dormitorio pequeño que había en aquella planta se había convertido en un pequeño estudio.

La casa estaba oscura y fría. Encontró el termostato y encendió la calefacción. Encendió también algunas lámparas, pero con eso no consiguió que la casa fuera más acogedora. Quizá el problema no fuera la casa. Era ella, y los recuerdos que no se iban.

La última vez que había ido a Seattle había sido para el funeral de su padre. Había recibido una llamada de teléfono de un hombre, quizá del propio Wyatt, pensó Claire mientras se sentaba en el sofá, que la había informado de que su padre había muerto. Le había dicho la fecha, hora y lugar en que iba a celebrarse el funeral y después había colgado.

Ella se había quedado hundida. Ni siquiera sabía que estaba enfermo, nadie se lo había dicho.

Sabía lo que pensaban: que a ella no le importaba su propia familia, que no los quería. Lo que había intentado explicarles muchas veces era que ellos mismos la habían mandado fuera. Sus hermanas habían podido quedarse allí, donde se sentían seguras, donde tenían amor. Pero Nicole nunca lo había visto de ese modo, siempre había estado furiosa.

Claire acarició la tela suave del sofá. Nada de aquello le resultaba familiar. Wyatt tenía razón; aquél no era su sitio. Sin embargo, no iba a marcharse. Nicole y Jesse eran la única familia que tenía. Quizá hubieran hecho caso omiso de sus llamadas y sus cartas durante años, pero ahora ella había vuelto, y no iba a marcharse hasta que consiguiera llegar a sus hermanas. Hasta que hubieran hecho las paces.

Se puso en pie y subió las escaleras. Había tres habitaciones en el piso superior. Se detuvo en la principal. Por los colores de la decoración y los objetos que había en el vestidor, seguramente aquél era el dormitorio de Nicole. Al otro extremo del pasillo se hallaban las otras dos habitaciones y el baño compartido.

Una era la típica habitación de invitados, con una cama pequeña y colores neutros, y el otro era de color violeta, con carteles en las paredes y una mesa con un ordenador en un rincón.

Claire entró en aquella habitación y miró a su alrededor. Olía a vainilla.

—¿Qué has hecho? —preguntó en voz alta—. Jesse, ¿por qué me has engañado? ¿Me perdonará Nicole de verdad?

Quería creer a su hermana desesperadamente, pero no podía. Wyatt había sido muy convincente demostrándole su antipatía.

La injusticia de que un extraño la juzgara así hacía que le doliera el pecho, pero se sobrepuso a aquella sensación. De algún modo, conseguiría arreglar todo aquello.

Volvió al piso de abajo y caminó hacia la puerta principal. Por el camino vio la escalera estrecha que bajaba al sótano. Sabía lo que había allí.

Todas las células de su cuerpo le pedían que no lo hiciera, que no bajara a mirar, pero ella caminó hacia la puerta, y después, lenta, lentamente, siguió descendiendo.

Las escaleras se abrían al sótano. Sin embargo, lo que antes era un espacio abierto estaba cerrado por una pared con una sola puerta. Nicole no lo había destruido, y Claire no supo qué pensar de ello. ¿Significaba que todavía había esperanza, o acaso la reforma hubiera causado demasiados problemas?

Claire titubeó con la mano sobre el pomo. ¿De verdad quería entrar?

Cuando Nicole y ella tenían tres años, sus padres las habían llevado a casa de unos amigos. Era un lugar en el que ninguna de las dos niñas había estado antes. Al principio, la visita no había tenido nada de especial; un día lluvioso de Seattle, con las dos pequeñas atrapadas dentro de una casa llena de adultos.

Uno de los invitados había intentado entretener a las niñas tocando el piano. Nicole se había aburrido y se había alejado, pero Claire se había sentado en el banco, embelesada con las teclas y el sonido que producían. Después de comer había vuelto al piano ella sola. Era demasiado baja para ver las teclas negras y blancas, pero sabía dónde estaban, y se había puesto de puntillas cuidadosamente para tocar una de las canciones.

Pese a lo pequeña que era, Claire lo recordaba todo de aquella tarde. Recordaba que su madre había ido a buscarla, y se había quedado observándola durante mucho rato. Recordaba que la había sentado en su regazo ante el piano, donde podía tocar aquella música tan bonita con más facilidad.

Nunca había podido explicar por qué sabía qué tecla producía cada sonido, cómo había empezado la música dentro de ella, borboteando, hasta que se había desbordado. Era una de aquellas cosas enigmáticas, una peculiaridad de la herencia genética.

Su madre también había sentado a Nicole en su regazo, pero ésta no había demostrado interés en el piano y cuando había puesto sus manos diminutas en el teclado, sólo había hecho ruido.

Aquel momento lo había cambiado todo. Claire había comenzado las clases dos días después. Entonces había comenzado la obra para convertir el sótano en un estudio insonorizado. Por primera vez en su vida, las mellizas no estaban haciendo lo mismo al mismo tiempo. La música, el don de Claire, se había interpuesto entre ellas.

Abrió la puerta. Vio el piano que le parecía tan perfecto y bello cuando era pequeña. Supuso que el hecho de comprarlo había sido un gran esfuerzo económico para sus padres. Claire había tocado en muchos de los pianos más famosos del mundo, pero aquél era el que más recordaba.

Lo miró. Vio que la tapa estaba cubierta de polvo. Probablemente, nadie lo había tocado en años y sería necesario afinarlo.

No tenía ganas de tocar. Tan sólo la idea de sentarse al teclado le producía ansiedad. Se obligó a respirar con calma. No tenía que tocar si no quería hacerlo. No pasaba nada. No tenía que inventarse excusas para evitar sus clases. Estaba muy lejos de aquel mundo.

El pánico se aferró a los límites de su mente. Ella lo empujó. Sin embargo, permaneció obstinadamente en su lugar, así que se retiró al piso de arriba, a terreno seguro. Cuando hubo subido las escaleras, pudo respirar con más facilidad.

Iba a desentenderse del piano, se dijo, fingiría que no estaba allí. Salvo para afinarlo. Después de una infancia de aprendizaje en él, no iba a permitir que se quedara así.

Dejó al monstruo en el sótano y se dirigió hacia el coche, a luchar con sus dos maletas. Las arrastró escaleras arriba, a la habitación de invitados, y volvió a la cocina a comer algo.

No había mucha comida en la casa. Encontró una lata de sopa y la puso a calentar. Mientras, tomó la guía telefónica y comenzó a llamar a los hospitales, hasta que le dijeron, en uno de ellos, que tenían ingresada a su hermana y le ofrecieron pasar la llamada al mostrador de enfermeras. Claire rehusó y colgó.

La buena noticia era que la operación había salido bien, porque Nicole estaba en una habitación de planta, y no en la UCI. La mala era que, según Wyatt, no sabía nada de que ella fuera a venir, y no quería verla. ¿Había recorrido todo aquel camino para nada?

Revisó el teléfono móvil por costumbre y vio que tenía dos mensajes de Lisa. Como su representante no podía tener nada que decirle que ella quisiera oír, Claire los borró sin molestarse en escucharlos.

Se tomó la sopa de pie, junto a la pila, directamente del cazo, mirando hacia el pequeño patio de la casa.

Sabía cuándo se habían estropeado las cosas con Nicole. Sabía cuál era el problema. Entonces ¿por qué no podía arreglarlo?

¿Tenía importancia? Ahora estaba allí, decidida a conseguir que Nicole y Jesse formaran parte de su vida. Dijeran lo que dijeran, hicieran lo que hicieran, no iban a librarse de ella. Iba a conseguir que la quisieran, e iba a quererlas. Eran su familia, y eso era más importante que ninguna otra cosa.

 

 

Nicole hizo lo posible por no moverse. Estaba muy dolorida. Los sedantes mitigaban el dolor, pero seguía allí, acechando, amenazando. Bendijo al inventor de las camas que se elevaban y bajaban con tan sólo apretar un botón. Se quedaría allí tumbada durante los seis u ocho años siguientes y después se encontraría bien…

Alguien entró en la habitación. Oyó pasos y se preparó para el inevitable examen y los pinchazos que seguirían. Sin embargo, sólo hubo silencio. Abrió los ojos y vio a Wyatt junto a la cama.

Se sentía fatal, y supuso que también tendría muy mal aspecto. En momentos como aquél, agradecía que sólo fueran amigos.

—Vas a tener una bonita cicatriz —dijo él.

—A los tíos les gustan las cicatrices —susurró ella, con la garganta seca—. Voy a tener que quitármelos de encima con un palo. Aunque ahora no puedo imaginarme con fuerzas para levantar un palo. ¿Podría ahuyentarlos con una pajita? Eso sí podría levantarlo.

—Yo te ayudaré.

—Qué suerte.

Él le acarició la mejilla. Después tomó una silla y se sentó.

—¿Cómo te encuentras?

Ella sonrió.

—Es una pregunta tonta. ¿Entiendes lo que es una operación? Me han abierto y me han cortado, y creo que estoy enganchándome a los analgésicos.

—No te va a gustar la rehabilitación. Eres demasiado sarcástica.

—Y malhumorada. Que no se te olvide que soy gruñona —dijo, y señaló el vaso de plástico que había en la bandeja, junto a la cama—. ¿Puedes pasarme eso?

Wyatt se lo entregó. Ella se llevó el vaso a los labios para dar un sorbito. El último le había producido náuseas, pero una enfermera muy mala le había dicho que tenía que empezar a beber y a miccionar. Nicole no le veía la utilidad, pero la enfermera había insistido.

Tomó un sorbo muy pequeño e hizo un gesto de dolor al sentir una oleada de náuseas. Era menos intensa que la anterior, así que volvió a beber, y no sintió mucho de nada. Un progreso.

Le devolvió el vaso a Wyatt y tomó aire.

—Habla, yo escucharé, pero, por favor, no digas nada divertido, no quiero reírme. Todavía me duele mucho.

Wyatt se inclinó hacia delante y la tomó de la mano.

—He ido a la panadería. Todo va bien.

—Me alegro. Saben cómo llevar las cosas, no debo preocuparme.

Se preocuparía porque era propio de su carácter, pero era un alivio saber que no la necesitaban.

—Eh… allí me encontré con alguien.

Pese al dolor y los calmantes, Nicole abrió los ojos. Wyatt no la miraba, y había algo en su expresión…, algo como culpabilidad.

—¿Una mujer?

Él asintió.

Nicole no lo entendía. ¿Qué pasaba? Había conocido a alguien. Eso era estupendo.

—Pues pídele que salga contigo.

—¿Qué? —él se irguió y la miró fijamente—. No… —se inclinó de nuevo hacia ella—, no me refería a eso. Conocí a alguien que no me esperaba.

—Quizá sean la operación y el cansancio, pero no te entiendo.

—He conocido a Claire.